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Naturalismo en la crítica artística del siglo de oro por Francisco Calvo Serraller



Partes: 1, 2

  1. La teoría de la restitución de V. Carducho
  2. Crisis histórica y naturalismo
  3. Nuevo lenguaje crítico

De un tiempo a esta parte afortunadamente asistimos a una progresiva reivindicación de la literatura artística anterior al romanticismo *. La actitud tradicional de la historiografía española, que participó en esa misma corriente hostil a todo lo que tuviera que ver con la teoría artística del pasado, parece, sin embargo, más reacia a revisar las posturas heredadas del siglo xix y, entre ellas, aquella que identificaba una concepción reductora del realismo con el carácter genuino de la creación artística nacional, cuya manifestación histórica privilegiada se situaba durante el Siglo de Oro2. Pues bien, sobre estos presupuestos dogmáticos que definían así el «genio artístico de la raza», ¿cómo prestar atención a especulaciones idealistas forzosamente importadas de fuera? J. Brown ha escrito algo sobre todo este asunto, pero todavía hay que insistir en la responsabilidad que le corresponde en ello al uso de una metodología inadecuada, que, por ejemplo, se empecina en la conservación de un esquema no crítico de la historia de los estilos, o, ya en el terreno concreto de nuestra literatura artística, a la ausencia escandalosa de ediciones críticas de los tratados de arte fundamentales, así como a la de análisis pormenorizados de cuestiones teóricas concretas3.

1. La teoría de la restitución de V. Carducho

En este sentido, creo que puede servir muy bien de ejemplo la fortuna histórica de la doctrina artística de Vicente Carducho. Ya en el prólogo y notas de mi edición crítica de los Diálogos de la Pintura hice un amplio resumen panorámico de la cuestión y no creo que sea ahora necesario volver sobre ello4. Pero, en cualquier caso, teniendo en cuenta las publicaciones que durante los últimos años están revisando el valor y la función de la crítica artística del siglo xvn en Europa, sí me interesa destacar la definitiva recusación de esas simplificaciones tradicionales que convertían el tratado de Carducho en un panfleto antinaturalista, dictado además por el resentimiento, cuando no en un simple alegato fiscal interesado. De hecho, sin tener que acudir a excesivas novedades, simplemente comparando los análisis que hicieron Pa-nofsky y Mahon sobre los grandes teóricos del clasicismo italiano —Aguchi y Bellori— con lo que escribió Carducho en su tratado, es suficiente para comprobar el acierto que tuvo Kubler al estudiar las alegorías en los Diálogos y, a través de ellas, definir a Carducho como «Baroque theorist using Mannerist sources»5. Como quiera que además los trabajos de Friedlaender, Shearman, Spina Barelli, Cásale, Grassi, Argan, Battisti, Ossola, Nyholm, Benévolo, Dubois, Zeri, Aser Rosa, Di Maio y, entre otros, el recientísimo de María Calí, insisten en la imposibilidad de romper la estructura básica unitaria que sostiene todo el cuerpo doctrinal del arte moderno, cuyos matices —eso sí— nos aparecen cada vez más complejos y llenos de variables, resulta en definitiva ocioso insistir sobre los viejos tópicos de las teorías «importadas» y, menos aún, «retardarías», que tanto gustaron a nuestros historiadores de arte cuando escribían sobre nuestros tratados barrocos6.

En el espacio necesariamente limitado que permite la anotación a pie de página ya fui señalando las infinitas relaciones que se establecían entre los Diálogos de Carducho y la doctrina clasicista más avanzada de la Italia del siglo xvn, desde la precoz utilización, por parte de nuestro teórico, del revi-val barroco de Horacio y Aristóteles hasta su adhesión al fenómeno de la institucionalización académica, o su consideración revolucionaria del estilo, los modos, el capricho, la eficacia, la imitación, el parangón, la idea, las reglas científicas, la belleza, etc.7 Pero, además de poderse desarrollar con mucho más detalle y reflexión crítica todas estas importantes cuestiones, dejaba en mi edición de los Diálogos casi sin plantear otros temas fundamentales, como, por ejemplo, el importantísimo de la proyección inmediatamente contemporánea de la doctrina de Carducho, tanto dentro como fuera de España. Así, en lo que se refiere a la teoría artística de nuestro país durante el siglo xvn, existen unas sorprendentes coincidencias entre lo que escribió Carducho y párrafos enteros de ese famoso memorial anónimo que publicó Cruzada8 sobre la creación de una academia de pintura en el primer tercio del siglo, o, años más tarde, con los tratados de Jusepe Martínez y Palomino9, rompiéndose ese simple esquema comparativo que relacionaba tan sólo Carducho con Pacheco 10. Pero es que el asunto de la proyección de Carducho también alcanza a Italia, lo que evidentemente resulta mucho más sorprendente, sobre todo si tenemos en cuenta que la relaciona directamente, ni más ni menos, con Filippo Baldinucci, cuyo Diccionario demuestra a las claras el aprovechamiento de los Diálogos, así como también lo hace la famosa carta que escribió el teórico italiano a Vicenzio Cappóniu.

Con todo, todavía el tema polémico por excelencia de la doctrina artística de Carducho es su reflexión crítica acerca del naturalismo o, más precisamente, acerca del naturalismo caravaggista. Respecto a este asunto, se puede en principio decir lo que se quiera, menos que no apasionó a nuestro autor, ya que, de una u otra manera, lo trata a lo largo de tres diálogos consecutivos. Recordemos también que la postura de Carducho, si tomamos como modelo la interpretación canónica que hiciera Panofsky del significado del clasicismo, se aproxima mucho a lo que escribió Bellori, el cual también desarrolló su sistema a partir de fuentes doctrinales del manierismo final (Lo-mazzo y Zuccaro). De hecho, en el tema clave de la necesidad de una imitación selectiva, que ya estableciera L. B. Alberti con valor de paradigma, vemos coincidir a Carducho y Bellori: «Todo lo criado debaxo del concavo de la luna se destempla y corrompe» 12, escribe el primero, mientras que el segundo afirma, por su parte, que los cuerpos sublunares «soggetti alie alte-razioni e dalla brutezza… per l'inequalitá della materia, si alterano le forme, e particularmente l'umana bellezza si confonde, come vediamo nell'infinita deformitá e sproporzioni che sonó in noi» B. Pero, entremedias, ya se pronunciaron de forma similar Pino, Dolce, V. Danti, F. Zuccaro, etc. Más singular es, sin embargo, la coincidencia entre Carducho y Bellori, cuando nuestro tratadista formula que «el interior Pintor pinta en la memoria, o en la imaginativa los objetos que le dan los sentidos exteriores…» 14, que es exactamente lo mismo que esa «ruptura imprevista», que resalta Panofsky, en el Bellori que declara que «la Idea artística en cuanto tal proviene de la contemplación de lo sensible» 1S.

De todo este complejo asunto, que concierne revolucionariamente las relaciones sujeto-objeto en la creación artística, quiero entresacar ya una curiosa formulación de Carducho que, con bastante originalidad, desvía un tópico tradicional al campo.mismo de la polémica del naturalismo. Me refiero a la teoría de la restitución. Pero para plantear este tema es preciso previamente recordar ese «dualismo interior», característico del manierismo; esa oposición entre sujeto y objeto, que, a partir del precedente clásico de una imitación «icástica» y otra «fantástica», establece la diferencia entre el imitare y el ritrarre. Merece reproducirse lo que al respecto ha escrito Panofsky: «En todo esto lo esencialmente nuevo no es que existan estos contrastes, sino que comiencen a ser advertidos, o al menos sentidos claramente como tales, de modo que la teoría del arte practique ya una crítica consciente de las tendencias que se habían manifestado en el período precedente, e intente, aunque con tan dudoso éxito, liberarse de las aporías de las que había tomado consciencia repentinamente. Lo que vale para el problema «reglas y genialidad» evidentemente tiene también valor para el problema «espíritu y naturaleza»: en ambas antítesis se manifiesta la misma gran contraposición «sujeto-objeto». Realmente no constituye en sí ninguna novedad el hecho de que a las exhortaciones a una fidelidad engañosa a la naturaleza se contrapongan otras que inviten a embellecer la realidad dada, pero sí constituye algo nuevo el que la contradicción entre estos dos postulados sea reconocida hasta el punto de que el tam quam de antaño se convierta ahora en un aut aut. Vi-cenzo Danti distingue expresamente entre un ritrarre, que reproduce la realidad tal y como la vemos, y un imitare, que la reproduce como debería ser; incluso intenta, acentuando el contraste entre estos dos procedimientos, separar el campo de aplicación de uno del otro porque, a su parecer, en la representación de las cosas, que de por sí son perfectas, basta el ritrarre, mientras que para las que en algún modo son defectuosas es necesario que preste su ayuda el imitare. De esta manera, como advierte un poco más adelante el propio Panofsky, «el feliz compromiso —podríamos llamarlo así— entre sujeto y objeto está irremediablemente destruido; el espíritu del artista —que se había formado en aquella situación de libertad, pero precisamente por ello, de inestabilidad, desarrollada en la segunda mitad del xvi— comienza ahora a sentirse autoritario y al mismo tiempo inseguro con respecto a la realidad» 16.

M. Rossi, por su parte, interpreta la contraposición del ritrarre-imitare como una prolongación de la distinción aristotélica entre historia y poesía, cuyo resultado afirma es «fatalmente académico» 17. En realidad, desde ese «feliz compromiso entre sujeto y objeto irremediablemente destruido» hasta su resultado «fatalmente académico», lo que históricamente se produce, olvidándonos por un momento de la carga valorativa que introducen respectivamente Panofsky y Rossi, es el paso del manierismo al barroco. Por eso, ahí precisamente, partiendo de unas mismas premisas, se diferencian radicalmente las doctrinas de los manieristas finales y de Bellori. Este último —también según Panofsky—, «a la metafísica del Cinquecento tardío, que trataba de resolver en Dios la oposición entre sujeto y objeto», opone «de nuevo una concepción que intenta armonizar de manera inmediata el sujeto con el objeto, el espíritu con la naturaleza, y frente a la Omnipotencia Divina quiere volver a imponer la capacidad de conocimiento del hombre» 1S. Y la fórmula para conseguirlo fue esa archiconocida «aproximación normativa» a la naturaleza mediante la que se reinstaura el prestigio histórico del clasicismo.

Pues bien, como un anuncio extraordinariamente original de esta fórmula clasicista, que históricamente se acabaría imponiendo, vemos la teoría de la restitución que establece Carducho. El asunto lo plantea nuestro tratadista cuando distingue el diferente comportamiento del «pintor exterior», que simplemente «restituye lo que le dan», del que califica como «pintor perito», que «restituye y enmienda». «Finalmente el Pintor exterior —escribe literalmente Carducho— no hace más de lo que el Letor, que no lee más de lo que le dan, y no se le debe más de la restitución de lo que le dio el objeto que se entró por la vista: y esto es (a bien suceder) porque es muy contingente pasarse por alto lo bueno (a él incógnito) o quedarse en los pinceles lo más importante: pero al docto se le debe no sólo la restitución, pero también la educación, y el reducir lo que era malo a bueno. Pero si los dos (interno y externo) se juntasen a cooperar, siendo ambos habituados y entendido, que es decir, dibujante, y buen colorista, no hay duda que sacarían una obra docta, científica, gallarda, hermosa, bien considerada, y bien colorida. Lo primero se alcanza con la razón y preceptos, y mucha especulación, y conocimiento de las causas y principios; y lo segundo, con una cuidadosa observancia de los objetos, y con un continuo ejercicio en imitar lo que percibiere la vista en ellos.» Más adelante, Carducho, tras declarar «perfecto pintor» a quien sea capaz de integrar armónicamente lo externo y lo interno, citando al respecto ese documento de Leonardo da Vinci que pide que «la práctica sea edificada sobre buena teórica», advierte lo siguiente: «Mas supuesto que este Pintor sólo sea externo, y que sólo obren las manos mediante el uso y cuidado de imitar lo que tiene delante de la vista, aunque sea con la eminencia que me has propuesto, y que hacen los que copian el natural, sin inquirir causas, ni razones, no se le deberá más gloria de lo que hiciere material (como queda en dicho) y que al farsante de los versos que recita, que aunque diga maravillas, no se podrán preciar de que son propias, que no hace más que volver lo que le dieron; si bien el hacer esto fielmente, y sin corrupción, será obra y alabanza suya» 19.

Aunque, como hemos visto, Carducho sólo cita a Leonardo a propósito de la necesidad de conjugar práctica y teoría, como ya advertí en mí edición crítica de los Diálogos, tanto la afirmación del pintor perito que «restituye y enmienda» como la del farsante que recita versos ajenos, proceden ambas también de Leonardo. La segunda de ellas, en concreto, parece una simple trasposición literal de las quejas de Leonardo contra sus detractores, a quienes acusa de «sgonfianti e pomposi vestiti e ornati non delle loro ma delle altrui fatiche… non inventori, ma trombetti e recitatori dell'altrui opere». Como también, más explícitamente todavía, nos dirá que «il pittore che ritrae per pratica e giuditio d'occhio, sanza ragione é come lo specchio, che in sé imita tutte le a se contraposte cose sanza giuditio». Aquí, sin embargo, nos interesa más la raíz leonardesca de la afirmación primera sobre la capacidad de «restituir y enmendar», que aprovecha Carducho de la doctrina del parangón entre la escultura y la pintura. En efecto, dice literalmente Leonardo: «Lo scultore ha la sua arte di maggior fatica corporale che'l pittore, che ha poco discorso rispetto alia pittura, perché esso scultore solo leva d'una materia medesima, et il pittore sempre pone di varié materie. Lo scultore solo ricerca í lineamenti, che circondano la materia sculta, et il pittore ricerca li me-desimi lineamenti et oltre a quelli ricerca ombra e lume, colore e scorto, delle quali cose la natura n'aiutta di continuo lo scultore, cioé con ombra e lume e prospettiva, le quali parti bisigna che'l pittore se le acquisti per forza d'in-gegno e si converta in essa natura, e lo scultore le trova del continuo fatte… e per questo molti ritornano alia natura per non essere scientiati in tale discorso d'ombre et lume et prospettiva, e per questo rettrano il naturale, perche solo tal ritrare n'ha messo in uso, sensa altra scientia o discorso di natura in tal proposito» 20.

Como vemos, ciertamente no hay duda del aprovechamiento que hace Carducho de la argumentación canónica que sobre el parangón dejó establecida Leonardo. Respecto a este tema de la comparación entre las artes y, más concretamente, entre el valor de la pintura y la escultura, tenemos que resaltar, frente a la frivola ironía con que ha sido considerado por una buena parte de la historiografía contemporánea, lo mismo que oportunamente destacó P. Baiocchi: que no fue en absoluto un mero ejercicio académico y que «ofrece, más allá de los rígidos esquemas demostrativos, testimonios excepcionales en un sentido tanto lingüístico como estilístico»21. Las consecuencias que vemos extraer de la formulación que hace del mismo Leonardo asi lo demuestran, desde luego. Claro que esa idea del «quitar» y «poner» como procedimientos diversos de actuación artística no fue inventada por Leonardo, aunque sí su formulación paradigmática en la disputa del parangón. De hecho fue León Batista Albertí el primero en manifestarla, cuando, en su tratado De Statúa, distinguió por este procedimiento tres tipos de escultores: los que sólo quitaban, los que sólo ponían y los que quitaban y ponían22. Por otra parte, tampoco fue Leonardo el único en aplicar la fórmula en ese dilatado y repetido debate de la comparación entre la escultura y la pintura, que se institucionaliza académicamente en el siglo xvi y se sigue repitiendo a lo largo de todo el xvn, aunque, si no me equivoco, sí fue el primero, como decía, en popularizar su aplicación en un terreno en el que no lo había previsto Alberti.

Precisamente en esta misma línea de aprovechar una idea tópica, desplazándola de su contexto habitual, tiene mérito el planteamiento de Carducho, que utiliza el lugar común del «quitar» y «poner», empleado hasta entonces en la polémica del parangón entre la pintura y la escultura, en el debate sobre el naturalismo. Con este desplazamiento Carducho consigue además una formulación ejemplar de la aproximación normativa a la naturaleza que exigirá más tarde el clasicista Bellori. «Con esta postura —escribe Panofsky exaltando de nuevo la originalidad de la estética normativa de Bellori—, que combatía al mismo tiempo contra la metafísica y contra el empirismo, se explica el singular carácter polémico y normativo de la concepción estética clasicista, que precisamente a través de esta doble lucha había llegado a la conciencia de sí misma; así se explica también la afirmación (que ni siquiera la doctrina estética del manierismo había acentuado con tanta energía) de que el arte, igual que precisa de la naturaleza como substrato o material para el proceso de sublimación que le corresponde llevar a cabo, también es necesariamente superior a la naturaleza «común», aún no sujeta a este proceso de sublimación; y también se explica la afirmación de que la simple imitación de esa naturaleza ha de ser siempre considerada de valor absolutamente inferior»23. Carducho, por su parte, que sostiene que no es suficiente con restituir lo que percibimos de la naturaleza a través de los sentidos, sino que también hay que enmendar, va a aplicar este mismo criterio con igual sentido normativo, desde el punto de vista de la introspección, cuando, según sus propias palabras, «cada uno pretende formar su semejanza»: «Causará las más veces —dice— estas diferencias la variedad de los sujetos que hay entre los hombres, y como cada uno aspira a imitar, o engendrar su semejanza (y la pintura es parto del entendimiento, que concibe de los sentidos, y afectos del cuerpo, potencia instrumental de aquel sujeto), se imita cuanto puede, solicitado de afectos del natural, o composición suya: y así verás, que si un Pintor es colérico, muestra furia en sus obras; si flemático, mansedumbre; si devoto, Religión; si deshonesto, Venus; si pequeño, sus pinturas enanas; si jovial; frescas, y esparcidas, y melancólicas; si es Saturnino, si es escaso y limitado, lo muestra su pintura en lo apocado, y encogido. Todos estos efectos hacen sin duda, dejándose llevar de su natural, y se imitará en sus obras, la condición en el modo, y el cuerpo, en las mismas proporciones que tiene; si ya con el estudio, y prudencia no sujetare el instinto a la ciencia, como han hecho muchos, reconociendo con la razón el defecto» M. Necesaria inspiración en la naturaleza exterior e interior, pero procurando regular —«enmendar»— el libre caudal de estas impresiones; exactamente, pues, lo que exigirá el clasicismo. Unas precisiones finales sobre la suerte del tópico de la restitución entre nuestros tratadistas barrocos, ya que hemos otorgado la primacía a Carducho sobre este asunto. Francisco Pacheco, en su memorial de 1622, había escrito, en efecto, que «el pintor obra poniendo y el escultor quitando» 2S, pero dentro del marco estricto de la polémica del parangón, mientras que Jáuregui, en su Poema de la -pintura, centrado sobre lo mismo, ni tan siquiera lo hace explícito2Ó. Fue, por consiguiente, Carducho el primero en trasladar la cuestión al debate sobre el naturalismo.

2. Crisis histórica y naturalismo

En otra parte señalamos cómo la corriente clasicista del Barroco venía a suponer el encauzamieto de las tensiones sufridas anteriormente y la expresión de una nueva consciencia afirmativa, que se manifestaba en la recuperación de los valores canónicos tradicionales y su proyección moral hacia el futuro27. Naturalmente, esta consciencia autosatisfecha es propia de aquellas instituciones que han logrado superar la fuerte crisis histórica del xvi y pueden afrontar con cierto optimismo su supervivencia. No debe, por consiguiente, extrañarnos que un clasicismo semejante brille, en nuestro siglo xvn, por su ausencia, porque, como señala J. A. Maravall en su interesante libro La cultura del Barroco, «la opinión general, a partir de 1600, es la que reconoce cósmicamente imparable la caída de la monarquía hispánica… y ello se traduce en un estado de inquietud —que en muchos casos cabe de calificar como angustiada—, y por tanto de inestabilidad, como una conciencia de irremediable 'decadencia' que los mismos españoles del xvn tuvieron, antes que de tal centuria se formaran esa idea los ilustrados del siglo xvm»28. Los temas de nuestro Barroco demuestran con perfecta transparencia ese estado de ánimo, y así lo indica también Maravall cuando repasa los asuntos habituales del arte de aquella época: la fortuna, el ocaso, la mudanza, la fugacidad, la caducidad, las ruinas, etc.29

El estado de postración con que nuestro país inauguró el siglo xvn y la progresiva decadencia a la que fatalmente se ve empujado, situación que, como hemos dicho, es asumida con una lucidez resignada, que se convierte muchas veces en amarga, influye de manera directa en el contenido y en la forma de las producciones culturales, y, entre ellas, naturalmente, de las artísticas. Dentro de un contexto social y político como el descrito es lógico el predominio de un arte naturalista impregnado de tensiones y asperezas. Este arte surgido en el seno de una sociedad conflictíva busca lograr impresiones fuertes, influir directamente en la realidad, para lo cual no se recatará en utilizar todos los medios de persuasión a su alcance. Por lo demás, un arte manipulado desde el poder tenía forzosamente unas intenciones propagandísticas conservadoras, lo cual no significa, como muy bien señala Maravall, que no dejara por ello de ser radicalmente «moderno»: «Se pretende… alcanzar unos resultados de conservadurismo social, actuando adecuadamente en unas circunstancias de carácter moderno» 30.

Pero así como nadie parece poner en duda la «modernidad» de nuestra gran pintura barroca, sí existen numerosos reparos a la hora de reconocer a los críticos de la época la capacidad para apreciar en aquella pintura el quid de su novedad; es decir: precisamente su «libre» y radical naturalismo. Analicemos, pues, brevemente esas opiniones sobre pintura naturalista de nuestros escritores barrocos. Conviene, sin embargo, que, antes de introducirnos en el análisis de estas opiniones, recordemos lo que dijimos en otros trabajos acerca de la producción teórica sobre pintura en el primer tercio del siglo xvn, momento histórico en el que concentramos nuestro interés. En aquellas revisiones panorámicas del estado de nuestra literatura artística sacamos un par de conclusiones sobre las que debemos ahora insistir: la existencia durante aquel período de un abundante y variado material, cuya importancia, sin embargo, no significaba que los Diálogos de Carducho no fueran estrictamente nuestro primer gran tratado del Barroco. Aprovechamos, entonces, una afirmación de Julio César Firrufino en la que se decía algo semejante. En efecto, ni las apologías de carácter liberal de la pintura, ni los criterios de gusto expuestos ante determinadas obras del momento, ni siquiera, finalmente, los documentos que acreditan decisivamente la existencia de una preocupación teórica, son suficientes por sí mismos para considerarles dentro de lo que convencional-mente se entendía por un tratado31. Como quiera que también dedicamos anteriormente algunos razonamientos acerca de lo que, desde el Renacimiento, se consideraba un tratado de arte, no vamos a insistir más sobre este asunto. Ahora bien, que el abundante y rico material de textos teóricos sobre pintura en el primer tercio del siglo xvii no tenga el carácter cerrado de un tratado no quiere ni mucho menos decir que carezca de interés, sino más bien que ese interés radica en una serie de factores peculiares, completamente diferentes de los aplicables en el análisis de un tratado convencional.

Y lo primero que nos encontramos al analizar ese material es la ausencia de un carácter doctrinal específico, ya que cuando éste existe, como, por ejemplo, en los libros de Gaspar Gutiérrez de los Ríos o de Juan de Butrón, se mueve en unos términos de tanta generalidad que no compromete estéticamente a nada. De esta manera, los textos de los autores citados, así como aquellos otros memoriales y estatutos académicos también citados, son más el índice de una situación de hecho —la afirmación histórica del carácter teórico y liberal de las artes— que la expresión de una corriente de gusto determinada o la afirmación polémica de unos criterios ideológicos. Pero ciertamente no todo ese rico y abundante material se agota con los memoriales y estatutos citados; nos encontramos también con una interesante literatura, en la que, sin pretensiones de formalidad doctrinal, se desarrollan fragmentariamente juicios de valor sobre la pintura, como ocurre con el libro de Fr. José de Sigüenza, con los trozos conservados de Pablo de Céspedes, o, sobre todo, con esa curiosa y versátil amalgama de fragmentos sueltos de prosa y poesía que, englobados en publicaciones cuya finalidad era más amplia o distinta que el mero asunto artístico, se refieren, sin embargo, a la pintura. Precisamente un tipo de textos como el que acabamos de describir es el que trató de reunir Miguel Herrero en su obra titulada Contribución de la literatura a las artes -plásticas, textos que, por lo demás, ni tan siquiera tratamos de enumerar precisamente por ser sus contenidos y formas tan versátiles. Ahora bien, si la fragmentación de esta producción literaria nos impide considerarla en el mismo tipo de análisis que el que se debe aplicar a un tratado, no quiere ello decir que no puedan ser aprovechadas muchas de sus opiniones a la hora de querer trazar un panorama ideológico y estético sobre el arte español de los inicios del Barroco.

Pero un material como éste, que carece de límites precisos, y en un período de tiempo tan amplio y conflictivo como lo fue para España, histórica y artísticamente, aquella época, está aún por ordenar, lo cual significa que todo análisis se hace forzosamente en precario; es decir: que aportará puntos de vista parciales. Hacemos esta advertencia para justificar el que nuestra única pretensión aquí y ahora sea elegir para tratar exclusivamente ese tema que venimos considerando como el más conflictivo de aquel período: el naturalismo. Con ello, por lo demás, no hacemos sino aprovechar el punto de vista que convencionalmente ha utilizado determinada historiografía para establecer los criterios de la valoración de la literatura artística del Barroco, y de manera especial de la literatura artística barroca española, porque, al fin y al cabo, el clasicismo doctrinario italiano todavía se puede justificar desde una práctica artística, en la que si aparecía un Caravaggio, también lo hacían un A. Carraci, un Domenichino, un Reni o un Poussin. Pero ¿y en España? ¿Cómo justificar lo que dicen Carducho o Pacheco en un ambiente en el que pintan Velázquez, Ribera, Sánchez Cotán, Orrente, Zurbarán, etc.? Puesto que si en Italia las críticas románticas se dirigieron contra los prejuicios «aca-demicistas» de unos tratados que preferían el tibio «eclecticismo» de los pintores clasicistas a la genialidad revolucionaria de un Caravaggio, se comprenderá que la acusación se reduplicó en España al no haber tan siquiera una corriente artística en la que apoyarse, con lo que se ponía aún más en evidencia la «ceguera» teórica.

Pues bien, con mejor o peor fortuna, nos hemos ido esforzando en demostrar la necesidad de tener que conectar los tratados barrocos con un tipo de estructura y desarrollo doctrinales anteriores, independientemente incluso de las preferencias de gusto que pudieran manifestar. Y si se ha concedido mucha importancia a este asunto, se debe a que ni tan siquiera aquellos tratados sobre pintura considerados universalmente como más ajustados con el arte revolucionario del momento, un Boschini o un Roger de Piles, por ejemplo, en los que se sostiene la preeminencia del color sobre el dibujo o la defensa de una pintura de «impresiones» sobre otra puramente «intelectual»; ni tan siquiera aquellos tratados, decimos, rompen con la estructura y desarrollos doctrinales anteriores, por mucho, eso sí, que alteren el orden de los factores: el color (impresión, sensación) se sigue viendo en función del disegno (concepto); los modernos lo son en comparación de los antiguos (no se discute, por tanto, la legitimidad del paradigma clásico, sino sólo quiénes son sus mejores intérpretes); la pintura de «efectos» se contrapone a la pintura de «conceptos» (es decir, no se discute el valor moral —ejemplar— de este arte, sino sólo dónde poner el énfasis para que ese valor sea más eficaz), etc. En una palabra: que es fundamental un esfuerzo de clarificación para impedir esa tendencia, a veces insuperable, de proyectar criterios extemporáneos en la interpretación de los textos sobre el arte del pasado. Para conseguir algo semejante resulta imprescindible, desde luego, hacer todo tipo de matizacio-nes de índole histórico-artística, pero también tener una clara conciencia de lo que ha sido la específica evolución doctrinal de la literatura de tratados desde el Renacimiento, cuya continua renovación ideológica no implica necesariamente, sin detrimento de originalidad, esas rupturas abismales que, tan ingenua como románticamente, se quieren ver a veces, imponiendo un «ritmo» a la historia que le es completamente ajeno. De esta manera, al amparo de una revisión que se ha pretendido servir en su mayor parte de factores históricos y juicios de valor de la época, hemos podido comprobar cómo el problema del naturalismo no fue ignorado por los tratadistas barrocos, fuera cual fuere su opción ideológica u orientación de gusto; lo único que ocurre es simplemente que el tipo de análisis era necesariamente diferente del que una cultura como la nuestra podría hacer. De esta manera, casi todos los tratados de pintura del Barroco, aprueben o no la figura de Caravaggio o el naturalismo, se replantearon el sentido de imitar la naturaleza; el de las relaciones entre ciencia y arte y entre arte y moral; el de la finalidad de la pintura; el de la pluralidad de estilos; el de los géneros; el de la elección de contenidos; el de la función del dibujo y el color, etc. Y es precisamente en estos temas, aparentemente secundarios, porque muy pocas veces rompen la estructura doctrinal básica del tratado tradicional, donde hay que captar la originalidad o el convencionalismo de un texto. Esto es lo que pretendemos hacer ahora con lo que nos ha quedado de ciertas opiniones artísticas de ese período del primer tercio del siglo xvii en España, respecto al problema del naturalismo, opiniones que quizá carecen de la coherencia y el sistematismo que se da en un tratado de pintura como el de Carducho, por ejemplo, del que ya hemos dicho que debe ser considerado el primero que se publica en sentido estricto en la España barroca, pero opiniones que, precisamente por eso, tienen más libertad de expresión y que constituyen un núcleo de sugerencias importantísimo para conocer esa infraestructura cultural que se construye al margen de las doctrinas «oficiales».

Pero antes de meternos definitivamente en el análisis concreto de algunos textos sobre el problema del naturalismo, conviene esbozar el panorama artístico español durante ese mismo período cronológico. El panorama artístico español de aquel momento está caracterizado por un progresivo afianzamiento de la corriente naturalista en sus centros históricos más importantes: Toledo, Valladolid, Madrid, Sevilla y Valencia. Este hecho indiscutible ha suscitado, sin embargo, discusiones a la hora de interpretar el carácter y la significación de ese naturalismo español. Sin meternos nosotros ahora en el fondo de la cuestión, queremos subrayar, no obstante, nuestra absoluta conformidad con el criterio expuesto por uno de nuestros historiadores que mejor ha estudiado este período, A. E. Pérez Sánchez, el cual, refiriéndose al problema, dice literalmente: «En resumen, creo que la crisis de la pintura española en torno a 1600 hay que verla en estrecha relación con la evolución de la pintura italiana contemporánea. Las relaciones eran enormemente estrechas entre los dos países, y el prestigio de lo italiano continuaba funcionando como elemento decisivo en el gusto. Las necesidades del culto y el hastío de las difíciles formas intelectuales del manierismo, doblemente inanes entre nosotros por falta de personalidades geniales, a excepción del Greco, facilitaron enormemente la asimilación de las formas de orientación hacia la realidad que llegaba de Italia. La primera oleada, la que prepara el gusto para ese sabor de realidad que llamaremos barroco, viene de lo veneciano cincocentista, especialmente de su sector popular basanesco y de las interpretaciones cultas que de ello hacen toscanos y genoveses» 32.

3. Nuevo lenguaje crítico

Ahora bien, ese progresivo naturalismo que se va imponiendo, como se puede comprobar en las marcadas preferencias de los coleccionistas españoles por los cuadros venecianos o lombardos y en las corrientes de gusto de los círculos artísticos más importantes del país (Tristán, Sánchez Cotán, Orrente, Ribalta, V. Carducho, E. Gajes, Nardi, Roelas, Mohedano, Pacheco, etc.), ¿cómo fue enjuiciado teóricamente? Generalmente se reconoce al tratado de Carducho como el iniciador polémico de este asunto, lo cual, aunque sea formalmente cierto, no quiere decir que antes de él no existan otras opiniones. De esta manera, aún a falta de un desarrollo doctrinal sistemático, nos encon tramos con alusiones sueltas de auténtico interés, como la del Poema de la Pintura, de Pablo de Céspedes, acerca de la imitación del natural: Busca en el natural, y (si supieras Buscarlo) hallarás quanto buscares: No te canse mirarlo, y lo que vieras Conserva en diseños que sacares… Y con vivos colores resucita El vivo que el pincel, é ingenio imita B.Céspedes es un miguelangelesco confeso y su interpretación de la imitación de la naturaleza es convencional; es decir: como en unos versos posteriores a los citados afirma, la imitación debe atender a seleccionar lo bello, tal y como ya lo recomendara el viejo tratado de Alberti. No obstante, su insistencia en «buscar el natural» y, sobre todo, su indicación de que «con vivos colores se resucita el vivo», nos aproxima a las zonas de discusión sobre las que se va a plantear la polémica posteriormente. Porque esas zonas de discusión van a ser, en términos generales, las siguientes: si se debe imitar con exactitud fiel todo lo que aparece en la naturaleza o, por el contrario, si se debe seleccionar lo mejor de ella; si cualquier tema es válido para la pintura o si sólo debe haber temas «nobles» y «ejemplares»; si debe predominar o no el dibujo sobre el color en la pintura; si importa más para la creación artística el ingenio y furor naturales que el estudio paciente… Dentro de este temario que recoge las discusiones estéticas más polémicas, merece citarse la defensa que hace del color como la mejor expresión de la vida fray Miguel Pérez de Heredia, el cual dice que «en llegando a asentar los matices vivos, cuando con el pincel en la mano va llenando las rayas de colores… entonces es cuando recibe vida lo que por estar en borrón parecía muerto» 34. De nuevo nos encontramos con una asociación entre color y vivacidad. El asunto tiene su importancia. Recordemos que la doctrina canónica del Renacimiento sobre la función del dibujo y el color, exceptuando la facción polémica de los teóricos venecianos del xvi, afirmaba que el primero expresaba la idea o concepto de una cosa —su esencia—, mientras que el segundo sólo los accidentes, con lo cual quedaba también clara la natural preeminencia de aquél. Durante el Barroco se va a ir invirtiendo este esquema de valoración, sobre todo al haber más interés en un tipo de pintura capaz de conmover e impresionar los sentidos que aquella tradicional sólo preocupada por una dimensión estrictamente intelectual. No hace falta insistir, por lo demás, en la importancia que adquieren los sentidos como medios privilegiados de comunicación y conocimiento para toda una tradición religiosa que triunfa con el Barroco, y entre la que ocupa un puesto muy importante el pensamiento de San Ignacio. Pues bien, referencias como las que hemos citado de Céspedes y fray Miguel Pérez de Heredia nos dan ya constancia del interés que va despertando este sensualismo. Pero a pesar de que la cantidad de composiciones poéticas de pintura es impresionante durante nuestro Barroco, no hay que hacerse ilusiones en demasía sobre la sagacidad y penetración de juicio que pudieran manifestar. Desde luego triunfaba rotundamente el tópico de la ut pictum poesis, pero este triunfo, que implantaba un maridaje perfecto entre poetas y pintores, era, sobre todo, un ejercicio retórico a costa de un tema de moda, y, como bien dice Gaya Ñuño, «sería ingenuo propasarse a creer que nuestros ingenios literarios hubieran adquirido de repente y por modo de encantamiento una jerarquía de conocimiento o de afición novísima que los capacitara para escribir avisada y profundamente sobre arte y artistas» 35. Así, pues, la mayoría de poesías dedicadas a la pintura eran básicamente un repertorio de tópicos que no comprometían casi nada ni en lo doctrinal ni en lo práctico. Advertimos esto, no se vaya a creer que la tónica general fue la que aparece expresada en unos fragmentos como los seleccionados en Céspedes y Pérez de Heredia. Pero la advertencia se hace todavía más acuciante cuando tratamos de un momento, como el de los inicios del Barroco, en el que, lógicamente, tanto los artistas alabados como las razones de alabanza esgrimidas son vistos bajo una óptica fundamentalmente del siglo xvi. Pero si hay escasas excepciones a la regla enunciada, las que hay tienen un valor altamente significativo, sobre todo para lo que aquí pretendemos nosotros, que no es otra cosa que ir detectando el desarrollo general de un gusto y de una doctrina nuevos. La asociación color-vivacidad es ya, por ejemplo, una muestra interesante de la superación de una concepción tradicional de la pintura basada en el predominio absoluto del dibujo, pero en este primer tercio del siglo nos encontramos con otros testimonios fragmentarios del cambio que se está operando. A veces se trata simplemente de alusiones elogiosas a pintores que encarnaban, como Tiziano o los Bassano, una pintura colorista de fuerte acento en el natural; en otras ocasiones vemos, además, cómo se identifica esa pintura veneciana con un «nuevo modo» o «manera moderna»; finalmente, también nos encontramos con alguna apología explícita de la pintura de «manchas», «borrones», «rápida», etc. Véase, por ejemplo, respecto a lo primero, los elogios y polémicas en torno a una figura como Tiziano, de cuya estimación, además de la protección que siempre gozó por parte de los reyes españoles, tenemos abundantes referencias literarias de la época36, aunque no sean todas laudatorias, como aquella de Castillo Solórzano, que demuestra la naturaleza polémica del asunto:

¿Un poeta en crepúsculo? Bien dijo,

que hay versos que, con ser de mala mano,

por oscuros parecen de Tiziano37.

Veamos también cómo Lope de Vega, junto a elogios «clásicos» a Miguel Ángel, Rafael, Tiziano, Navarrete, etc., comenta con admiración los cuadros de género de Van der Hamen38 y, sobre todo, cómo Quevedo hizo aquella loa tan bien argumentada de Velázquez en una fecha tan temprana como 1629:

Y por ti el gran Velázquez ha podido,

diestro cuanto ingenioso,

ansí animar lo hermoso,

ansí dar a lo mórbido sentido,

con las manchas distantes;

que son verdad en él, no semejantes,

si los efectos pinta,

y de la tabla leve

huyó bulto la tinta, desmentido

de la mano al relieve.

Y si en copia aparente

retrata algún semblante, y ya vivient

no le puede dejar, lo colorido

hace que tanto queda parecido,

que se niega pintado, y al reflejo

se atribuye que imita en el espejo39.

La extraordinaria penetración crítica de estos versos de Quevedo ya fue comentada ampliamente por J. A. Maravall'10; nosotros, por nuestra parte, nos conformamos con llamar simplemente la atención sobre la novedad de los juicios dedicados a la pintura de Velázquez: ese «las manchas distantes que son verdad en él» o eso otro de «lo colorido hace que tanto quede parecido». Pero, en este mismo sentido, véanse también aquellos juicios vertidos por otro de nuestros más agudos críticos de pintura durante el primer tercio del siglo xvii, fray Hortensio Félix de Paravicino, el cual, refiriéndose a Tiziano, dice: «En las pinturas saben los que desta cultura adolescen que importa mirarla a su luz, no sólo para juzgarla, sino aun para verla. Pues no mirada a su luz una table de Tiziano, no es más que una batalla de borrones, un golpe de arreboles mal asombrados. Y vista a la luz que se pintó es una admirable y valiente unión de colores, una animosa pintura, que aun sobre autos de vista de ojos pone pleitos a la verdad»41.

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