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Teoría de los ochenta mil mundos (relato) (página 15)



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El presidente se quedó en un silencio remoto, en el sillón, imaginándose a la hinchada, tras lo cual imaginó la plaza de toros, flameando los pañuelos, con el presidente de la corrida concediéndole la suya al torero. La observó reflejada en el espejo. Entonces fue cuando aparcó en la puerta del hotel aquella limusina azul, con el señor Svenson dentro, el catedrático financiero del club inglés. El Queens Park Rangers tenía menos importancia deportiva que el Granada, pero con mucho más dinero, cosa que se notaba, pues no en vano el club estaba radicado en el barrio londinense más rico. Svenson era un hombre serio de gafas cristalinas, apoyado en un bastón de ébano con empuñadura de oro, vestido de un modo impecable, con un traje de Ives Saint Laurent hecho a medida, de color azul marengo con rayas diplomáticas. Saludó en la escalinata, donde le recibió el presidente, estrechándole la mano, advirtiendo dos gemelos de plata rutilante en las mangas, con la insignia de su club. En el chaleco llevaba un reloj de leontina dorada, con el que comprobó que eran las cinco de la tarde, la hora convenida, ni un minuto más ni un minuto menos, con puntualidad británica.

Svenson, para no hacerle sentir aún más incómodo, miró discretamente la oreja del presidente, sin hacer ningún comentario. Las ronchas mostraban un color pajizo y sanguinolento, y su propietario advirtió enseguida su elegancia. Sin duda se trataba de un hombre mundano de negocios. Avanzaron por un pasillo con una moqueta, hasta que llegaron a una habitación refrigerada, con todo lo indispensable para tomar un tentempié. El inglés comentó que llegó el día antes al puerto de Motril, en un trasantlántico, y que se hospedó en un hotel donde no paraban de hablar del épico encuentro con el Barcelona. También disculpó el deslucido aspecto de las chaquetas, sobre todo la de Juan Fabrizio, que parecía venir de una pelea. Sacó unos documentos y planteó el objetivo una vez más, razonando con libertad en español.

La cantidad que desembolsaba el Queens Park Rangers sería de tres millones de las antiguas pesetas. En la cifra estaba incluido el fichaje del atleta olímpico, así como la retransmisión mundial, para gestionarla por su cuenta, explotándola de otro modo, aspecto sobre el cual omitió los detalles. Durante la siguiente liga la novedad quedaría normalizada. Estaba claro que la cosa provocaría una alteración pública en la hinchada, pero el beneficio era obvio y haría pensar en lo contrario. Cierto que el fútbol era un sentimiento distinto, pero en Inglaterra lo era más. Quería decir que en Louft Road, el estadio del Queens, tampoco la hinchada comprendería qué interés tendrían los equipos españoles en su liga, dado que por buenos que fueran, más interesantes serían los clubes ingleses de costumbre, como el Liverpool, al Manchester o el Totemham. Una de las ventajas, evidentemente, era abrir un marco de acción para la liga continental, convirtiendose en sus fundadores, de tal modo que el Granada constaría en los libros de Historia.

David Manuel sudaba dentro del traje, pensando en que la Historia le abriría así sus páginas, con aquella foto que analizaba Juan Fabrizio. Como empresarios que eran seguramente habían pensado que la situación era una oportunidad muy buena para abrir mercados internacionales, siendo algo más conocido el nombre de la ciudad. Los empresarios de la provincia, disponiendo de aquel bagaje, recuperarían en otros sitios lo que perdían con la operación. En definitiva en muy pocos casos una empresa tan ruinosa generaría semejante expectativa. Por último Svenson, antes de retirarse, sacó de su chaqueta el convenio para la firma, aclarando, mientras extendía la estilográfica, que la operación estaba avalada por la propia liga inglesa.

Primera cazuela de astillas del verano

Quiroga llegó radiante al apartamento para cumplir con la cita anual de la peña, dos días después. Había protagonizado un hecho histórico, con una espectacular simpleza de categoría absoluta. Se dijo que Granada había resistido todos aquellos años con mucho menos, y que él debía tener la conciencia tranquila. Pronto Usaín sería de nuevo protagonista en la prensa, luciendo la camiseta blanquiazul del club inglés, cuando poco antes lucía la rojiblanca, también con líneas horizontales. Las radios pronto echarían humo con debates acalorados, como en el chiringuito, con los locutores alterando a la civilización a favor y en contra. Algún político aplazaría sus vacaciones para hablar de viejas afrentas históricas entre ambos países. Se daría repaso al Derecho comparado para ver si la cosa era legal, y puede que se unieran a la polémica las estrellas del firmamento artístico, dado que polemizar con los británicos sería fácil, quizá de utilidad para ser contratados allí. La noticia recorrería Europa a precipitado ritmo. En Francia L´Equipe, por ejemplo, titularía otra vez su portada al respecto.

"Dos en uno".

En una de las fotos quizá apareciera él, enarbolando los dedos, puede que esta vez en forma de cuernos, tras el pertinente trucaje fotográfico. Era previsible que actuaran igual los diarios alemanes, holandeses, belgas o portugueses, todos ellos cumpliendo con la función de recordar el pelapapas. Si alguien sospechaba que se había reservado algún derecho sobre el tema, para vender el producto en algún momento, no era en modo alguno así. Con aquella operación había de sobra. Evidentemente, pese a los acérrimos hinchas, habría que aclarar que esa clase de transacciones estaban a la orden del día en el mundo de los negocios, casi siempre con empresas de más trascendencia económica, sin que nadie en cambio se vistiera de luto por ello. El fútbol, sin embargo, era pasto fácil para el incendio, como se vería pocas horas después en el quiosco, cuando apareció a comprar el periódico. Según la encuesta había bandas de forajidos y patrullas urbanas husmeando ya por los pueblos algún rastro de los villanos. En una de las fotos aparecía un hombre enseñando la planta del pie, con su nombre tatuado.

"Para pisotearlo a cada instante", hacía ver con gesto hosco.

En cualquier caso la provincia estaba siendo protagonista civilizado en el mundo entero. A mediodía, bajo las sombrillas, circulaban los rumores de costa a costa, con la gente gesticulando sin parar, calculando el montante de tanta publicidad. Luis no le dijo nada. Simplemente le miró con lástima. El club había pasado lo peor y comprendía su función.

-A las ocho -, le dijo con normalidad.

Quiroga apareció al día siguiente sin delatar ninguna emoción, convencido de que había cumplido con su deber, motivo por el cual le llegaron a felicitar. No obstante, no dejó en todo el partido de desconfiar. Llevaba en el bolso unas botas de repuesto con dos suelas de plomo, por si fuese menester defenderse de otro modo. Apareció en el vestuario rascándose la nariz, quejándose de los mosquitos, pues de había pasado la noche en vela como única luz de la fiesta en el balcón. Desde el minuto uno saltó a la cancha para demostrar que los hondones no impedían que estuviera en forma. El año pasado los viejos celebraron el encuentro empatando a catorce. En el área, por el momento, funcionaba su lenguaje balompédico, pero no logró seducir al delantero cuando hizo aquella prestidigitación de pies, dándose una costalada, cosa que a los sesenta años podía ser una tragedia. Sin embargo, se levantó raudo a buscar la pelota. La movilidad de los ancianos era feroz, como siempre cuando entraban en calor, así hubiera en juego una piña con las rodajas contadas. Lucían cintas en el pelo a un nivel salvaje, algo indigno de viejos, así como vendajes aparatosos y postizos pasados de moda, como en un otoño de guerra. Las espinilleras de Quiroga, por ejemplo, eran dos chanclas de playa, como se pudo ver durante la melé, donde acabó con las medias bajadas. Después acabó sentado junto al poste, asfixiado, viendo cómo el balón finalmente cruzaba la raya de meta, con mansedumbre. Poco después, durante un balón alto, quiso apagar una vela de la tarta tapándole con la mano la visión a Luis, que estaba haciendo de árbitro.

El árbitro no recordaba qué parte del reglamento indicaba que la acción era punible. En el capítulo diez, que leyó la noche anterior en el chiringuito, tan sólo se descubría un asesinato. El repertorio de trucos del balompié estaba muy gastado, pero aquellos amigos seniles se las ingeniaban siempre para hacer creer lo contrario. Había cien modos distintos de trucar el cuero, y uno más fue cuando Quiroga, sobre las espaldas de un compañero, acudía desde el centro del campo a rematar en la otra portería, durante un ataque furibundo. Tenía más mérito aún porque el hombre que había debajo cargándole decía padecer una lumbalgia, como aseguró durante el vestuario por la mañana, explicando, señalándose el costado, que era una como guinda subiendo hacia arriba. Dijo que estaba sin dormir, desnortado, después de pasarse toda la noche dando vueltas por el patio, vendando a la madre como si fuera el diablo. Ahora, sin embargo, parecía nuevo, ambos cantinfleando por los hondones, sin tropiezos, como montados en una bicicleta del circo, acompañados por la célebre sintonía de Nino Rota.

"Esta gente sí que tiene cerebro", pensaba entretanto un espectador.

Había tan sólo tres en la grada, como cada año, mirando en el humo del cigarro, asintiendo ante los movimientos eficaces de los viejos troquelando el cuero, como las estrellas, desacomplejados. Quizá había una mente poderosa haciendo posible la geometría, como aquel antológico fallo en cadena, al final del cual, tras un rebote, el balón entró por la escuadra. Se sabía que el número de especialistas en agudezas tácticas se había incrementado exponencialmente en los últimos años. Nueve de cada diez hombres aseguraban que tenían una táctica secreta preparada, velando armas por si hiciera falta, bajo la almohada, como una pistola. Ante todo había que tener en cuenta el amplio centro del campo, con los misiles y sus perspectivas enfrentadas, a la espera de que compareciera el jugador oportuno para saber cómo, cuándo y por dónde tirar el balón a tomar por saco. Quiroga lo conducía poco a poco, saltando como un chiquillo en las hondonadas. Una vez en la taberna marcó aquel golazo, de un punterazo demasiado potente para unas piernas tan enclenques. Se habló en la grada de la administración robotizada del juego, con un pinchadiscos dentro averiguando dónde botar a tiempo, dónde provocar tres zancadillas y cómo dirigirse a la red con un ruiseñor encima. En lo tocante al banquillo, un técnico de categoría debía ser un hombre morigerado, frío y calculador, para que los chicos, en los momentos duros, vieran en él grandes valores, como el aplomo, siendo refugio de su zozobra. Las combinaciones estaban siendo perfectas para unos moribundos.

Quiroga, pataleando, empataba a catorce en el último minuto, de tacón, descalzo, con los calzoncillos bajados hasta el culo. Entonces, al caer atrás, observó que allá, en la colina, había un hombre completamente descerebrado por el sol, mirándole a él. Después, tras el pitido final, procedieron a la foto familiar, que era la misma de siempre, que todos colocaban en las vitrinas de sus casas, desmanguillados y luciendo algún pavo al hombro. Poco después, tras la ducha, se fueron a celebrarlo al chiringuito. El árbitro se metió enseguida en la cocina a preparar varias raciones de pulpo con col, para dirigirse luego al área grande, esta vez situada en la mesas. Cuando se daba la vuelta para ir a por más, les oía masticar como una cuadrilla de angoleños, trasegando ribeiro, por un lado ribeiro y llegando más ribeiro por el otro. El pulpo, según Quiroga, era un animal inteligente, tanto como el hombre, hasta que llegaba al plato, como podía verse. Explicó que Konrad Lorenz, un zoólogo eminente, así aseguró una vez. Así pues no todo estaba dicho respecto al eslabón perdido del ser humano, que en principio era pariente del primate, si bien quizá podía tratarse de un animal, con tentáculos y con el cerebro al descubierto.

-Puede ser que el hombre esté mal diseñado -decían sin dejar de masticar-. Un ser humano no puede sudar tanto.

-Eso digo yo -añadían-. ¿De qué vale un dolor de muelas?

Quiroga, con una bufanda negra al cuello, enumeró desgarros y diversas lesiones musculares. A su vez repartió varias tarjetas de un fajo que llevaba en el coche, de un fisioterapeuta por aquí, de un concesionario por allá, y de un suministrador de vasos de plástico. Comentó que ni el sóleo ni el cuádriceps debían estar tan tensos. Respecto a la lumbalgia, la lumbalgia tan sólo servía para lograr la medalla olímpica del campeonato muscular de lesiones, colgándosela en el abductor. En cuando al dolor de muelas, efectivamente algo así no cumplía con la aspiración suprema del ser humano.

-Absurdos, sin lógica ninguna -, añadió con ironía, contemplando al tripotero que tenía al lado, que casi se estaba atragantando.

No parecía el mismo que por la mañana, cuando ocupaba el lateral derecho, luciendo un flamante flemón con una sombrilla dentro. Entonces Quiroga le pasó la tarjeta de un dentista, pero a continuación lucharon codo a codo por aparcar el plato, el uno diciéndole al otro que el frío atemperaba el dolor. Tras la bocanada de ribeiro, lo que estaba más frío era el suelo, adonde uno de ellos rodó con una cogorza invariable, causa por la que recibió dos costillas a la plancha, recuperándole enseguida. Las moscas, como aquellas del cristal, también estaban dando mucho que hablar últimamente en los laboratorios. Las moscas, sin que nadie lo advirtiera, se habían pasado la vida dibujando en el aire los guarismos de las quinielas. De las abejas también se podía decir lo mismo, y de las perdices además, es decir, que eran inteligentes hasta que llegaban a su ración correspondiente. Se decía que si la perdiz volaba a la izquierda, pronosticaba el empate, y que si iba a la derecha, la victoria a domicilio. Solamente hacía falta una finca para comprobar el experimento, como la finca que indicaba la tarjeta, a muy buen precio, amplia y soleada. Para que un experimento así tuviera éxito era muy importante tener tiempo, para observarlas sin ninguna prisa volando.

-Si las perdices van juntas al mismo sitio, entonces pudiera tratarse de un empate -, añadió.

Si la tarjeta a su vez circulaba hacia el otro, el pronóstico cambiaba. En cuanto a la vaca, cuando dejaba rígida la cerviz, según decían, presagiaba la lluvia, y lo mismo cabía decir del marrano pedaleando en la ladera. Había pues un fundamento real para los vaticinios del mundo hablado. Quiroga repartió en ese momento varias tarjetas más, de una becaria y de una clínica privada, de una abogada y de un cirujano estético. Aclaró que el pulpo tenía solamente ciento treinta millones de neuronas menos que el ser humano. El recorrido sináptico era capaz de bajar por los tentáculos, al contrario que en ellos. Luis, entretanto, estaba en la cocina comprobándolo, cuando después de tajarlo observó el tentáculo agarrando un cuchillo para defenderse. Todo eso le servía al pulpo para decorar mejor que nadie el lecho marino, como un ama de casa, de un modo consciente, acerca de lo cual la ciencia solía aportar pruebas. Un amigo suyo de Japón se hizo forofo del fútbol así, estudiándolos. Un día compró un pulpo y ocupó una habitación de su casa, con cubetas y barreños, y con dos peceras conectadas mediante un tubo ancho, que el pulpo atravesaba para indicar el resultado. En cada pecera ponía el escudo de los equipos, y parece ser que el animal los reconocía enseguida, adelantando el pronóstico. El japonés, que era ingeniero, le puso encima un hilo con una campanilla, para que avisara al pasar. Quiroga lo ejemplificó poniendo una mano en una botella llena de ribeiro y la otra en la copa vacía.

Después estuvo un rato hablando en inglés, sin darse cuenta, cuando lo cierto era que nunca había necesitado un idioma más bonito que el castellano para entenderse con los imbéciles. Luis, atento, terció diciendo que imbécil en inglés significaba reunión de amigos. Quiroga hablaba cada vez más rápido, diciendo que aquel ingeniero de Japón se pasaba los domingos oyendo la jornada, sentado en una silla, con un ojo puesto en el pulpo, atendiendo la retransmisión. Llegó a solicitar una beca al ministerio correspondiente para seguir con la investigación. Leyó manuales y apuntes de todo tipo que jamás hubiera leído en otra circunstancia, convirtiéndose así en un hombre docto. Estuvo en la Facultad de Biología Marina para ver qué nuevas tonterías se estaban cociendo. Allí conoció a muchos amigos interesados en lo mismo, y desde entonces cada domingo llenaron su casa, bebiendo cerveza y observando la benevolencia dócil del pulpo. Compraron algunos más y ocuparon con ellos otra habitación, en las mismas condiciones anteriores, viéndoles ir de un lado a otro haciendo sonar la campanilla, verificando las coincidencias entre ambas peceras, convencidos de que pronto el país, de una vez por todas, se adelantaría al resto de países. Tomaron notas como si fueran los depositarios de un mensaje civilizado. Con el dinero de la beca pudieron financiar una alimentación algo más especial, hasta que terminaron llorando de emoción, compartiéndola con ellos, hablando de altos valores humanos, leyendo églogas en honor a las mascotas, convencidos, como sólo podían estarlo los japoneses, de que su idioma y los signos de las quinielas compartían la misma giglótica. Al año siguiente el ingeniero renovó su beca con el ministerio, para lo cual aportó documentos indiscutibles, llenos de verdades médicas. Fue de gran valor el fajo de quinielas con los pronósticos de la liga, todos ellos acertados, aunque aclaró que nunca los quiso cobrar, demostrando así el alto valor que le guiaba.

-Por ética -, recalcó Quiroga durante una pausa.

Durante la comida lanzaron arengas contra el reúma y le cantaron al amor de las mujeres, por saberles esperar en casa. En este sentido de la camaradería, sólo el amor, no ya el amor pasión del poeta, sino el sentido, racial y aguerrido amor viril de siempre, era capaz de conmover con su sapiencia las montañas de sabiduría que movía el juego de los hombres. El balompié era comparable al ajedrez, digno de alabanza por los pintores. Algunas jugadas eran inenarrables, y sólo podía hacerlo la mano del artista, la subliminal mano divina llegando al balón en el momento oportuno. Fue gracias al balompié, posiblemente tras un balón bien centrado, cuando la civilización comprendería los satélites. Con la excusa del balompié se podía hablar de cualquier cosa, no ya de física, sino de inventos nuevos, como aquellas botas que guardaba en el bolso. Cuando las sacó mostró dos suelas de plomo, diciendo que evitaban razonar de más con el balón, que al fin y al cabo era un juguete irracional. El plomo permitía un chupinazo limpio.

-Pero sirve -añadió- para algo más.

Habló de plantillas activadas en un campo magnético, para que los jugadores, tiesos bajo las nubes, se desplazaran por el aire para ensueño del público, logrando así que las retransmisiones por televisión fueran de verdad espectaculares. Entonces, sin advertirlo, en ese instante aparcó frente al chiringuito un vehículo de color blanco, con dos ocupantes, fijándose en él tras las gafas oscuras. Estaba hablando en ese momento Quiroga de la esposa del japonés, que después de mucho tiempo sin recibir su atención, acabó emborrachándose con otro, como sucedía en el célebre cuadro oriental La Mujer del Pescador, cuando ella se lo montaba con un pulpo traicionero demasiado guapo que se merendaba las salchichas. Quiroga se tambaleaba con las carcajadas, notándose pesado, vaharando a vino, como queriéndose tirar al suelo. Después se marchó, tirando del bolso, no sin antes pasar unas cuantas tarjetas más, recomendando por un lado fisioterapeutas y por otro monitores de judo, sesiones de rayos equis, consultas para la osteoporosis y especialistas en manivelas. Por fin se liberaba del último libreto del invierno y se daba la vuelta incendiado por el alcohol, intentando no tropezar con el camarero, que le despidió con media sonrisa.

Bajo un sol ardiente enfiló el paseo marítimo, con la esperanza de llegar a su apartamento. Entonces los dos tipos salieron del auto, volteándole en un ataque sorpresivo. La primera precaución que adoptaron los secuestradores antes de partir fue quitarle el teléfono móvil, y a continuación emprendieron la fuga rodeando la rotonda con total tranquilidad, tras un frío análisis del horizonte, hasta que encontraron la salida para entregarse al hambre del asfalto, con mil coches friendo tortillas en línea recta. Quiroga iba en el asiento trasero enajenado, apestando a cabaña, escuchando las ruedas diciendo plexiglás, derritiéndose. Pese a todo carecía de interés por saber adónde le llevaban, dado que allí dentro había refrigeración. Les escuchó hablar un poco, pero se quedó dormido. El conductor, en perfecto castellano, decía que lo mejor, para no matarse todos, era que el rehén siguiera sobando la lobaina. Entonces despertó, advirtiendo que era la voz de David Manuel, al volante, y que el otro era el periodista Juan Fabrizio, ambos camuflados con atuendos hawaianos, escuchando la caracola musical de Bob Marley. A la derecha el periodista se fumaba un cigarro de marihuana, y parecía disfrutar de la fuga a veinte kilómetros por hora, oyendo el reagge.

En cuanto al destino, todavía Quiroga no lo tenía claro, aunque al parecer era a muchos kilómetros de allí, quizá para un fichaje, el de una estrella emergente del balompié checo que jugaba mejor que Einstein. Había a esa hora una bruma polvorienta sobre las colinas, que atravesaron como en otra dimensión, con Bob Marley sonando con ritmo y armonía, y ellos balanceando la cabeza. A Quiroga le quedaba todavía una tarjeta y no sabía dónde ponerla, con los bafles del vehículo repercutiendo dentro, directos a las nubes. Entonces deslizó la mano en el asiento, sobre el hombro del periodista.

"Cachopinha. Pollo Muerto".

Praga

De nuevo hay que convocar al pájaro como guía turístico

Praga era una ciudad desvencijada por su vieja historia sentimental. Estaba partida en dos por el río Moldava, una larga avenida de agua con varias mejanas arboladas. La ciudad contaba con un millón y medio de habitantes, y a vista de pájaro parecía plantada en un bosque de quinientos kilómetros cuadrados, cubriendo un banqueo de montañas. Eran casas con tejados rojizos a dos aguas, con sotabancos y buhardillas. El puente de Carlos IV unía ambas riberas, desde Mala Strana a Stare Mesto, los dos barrios fundacionales de la ciudad. Se construyó en 1453, cuando el cemento era un bien escaso, después de que una crecida malograra una empalizada de madera. De las obras se encargó el arquitecto real Pedro Parler, que según la leyenda empleó un millón de huevos en el mortero. El negativo de la ciudad estaba debajo, reflejándose en el río. El puente era peatonal, convocando diariamente a los turistas, con un palmo de quinientos metros sustentado sobre una arcada con dieciséis baluartes de poca tajamar, impidiendo la navegación de embarcaciones de palo alto. Había apeaderos en los malecones para pasar el día en alguna embarcación, muchas de las cuales eran restoranes flotantes para el sueño de los amantes, que iban dándose besos, rodeados de cisnes, cormoranes y alcatraces. Cuatro de los baluartes del puente entraban en Mala Strana, y dentro del barrio, guardando similitud con un canal veneciano, estaba el Canal del Diablo, un afluente interior largo de alcores ajardinados.

Los turistas decían que lo mejor era perderse, en la cuna del modernismo. Era como un animal que usa su belleza para llamar la atención, inyectando a continuación su veneno característico: la legendaria cerveza Pilsen, el nombre de la ciudad checa donde las casas eran alambiques. La más célebre que se contaba ocurrió durante la segunda guerra mundial, tras la invasión del ejército nazi, quedando una sola casa en pie, tras del humo, delatando una fábrica que bastaría para festejar la victoria. En los bares las jarras eran servidas de todos modos, incluso en tren eléctrico, con la vía situada en el mostrador, advirtiendo del compromiso praguentino con el cuidado de los detalles. Delante del Museo Nacional había una estatua ecuestre de Wenceslao IV, el sucesor de Carlos IV, presidiendo una avenida principal. Bajo su reinado ocurrieron las denominadas Defenestraciones de Praga, que consistieron básicamente en lanzar a la gente por los balcones, con la gallina, la ropa vieja y los muebles.

El envés de la estatua estaba dentro del museo, y era lo mismo que afuera, mas con el caballo al revés, brillando bajo una bóveda iluminada por grandes vitrales, pendiendo de cadenas y con el monarca en el costillar rodeado por las patas. Rodolfo II, en cambio, era un hombre de creencias que acudía a diario a misa en la catedral de San Vito, perteneciente al estilo gótico. San Vito era el patrón de la ciudad, cuya leyenda era la del brazo perdido. Rodolfo fundó el barrio de los alquimistas, aledaño al castillo real, que también sirvió para alojar a los centinelas de la guardia. Se trataba del Barrio del Oro, donde por aquel tiempo vivía un mercachifle llamado Josefo, que alguna vez acudía ante el rey con su balumba de objetos diversos, al objeto de mostrarle cómo alcanzar la riqueza. Josefo atravesaba el arco dorado con atlantes de la entrada, cargado de redomas, alambiques y retortas, con mixtiones de mercurio, grenate y plomo pestilentes. Una vez aportó una prueba fehaciente acerca de la posibilidad de convertir todo el metal en oro, sacando un doblón tras la oreja de Rodolfo, logrando el aplauso de los invitados que había en palacio, entre los cuales estaba un arquitecto llamado Schultz. Lo estaba pasando mal económicamente en los últimos tiempos, y pensó tambíén que así no habría más problemas. El prodigio indicaba que Praga por fin alcanzaría el progreso, y quizá del todo rodeándose de amigos como Arcilbondo, un italiano que fabricaba tapices escolásticos. Josefo terminó aquella vez sucio y sudoroso, pero una vez más obró el prodigio de elevarse en una pompa de jabón, a la vista de todos.

-Lo que no haga Josefo -dijo Rodolfo después-, no lo hace nadie.

Ordenó inscribir esta frase en una lámina de plata. Pocos días después se produjo la fatal noticia, cuando Rodolfo falleció. Después hubo todo tipo de rumores explicando la causa del fallecimiento, pues aún no se descartaba nada, ni siquiera el asesinato. Una de las posibilidades fue ingirió estricnina, el tónico revitalizante de los suicidas. Para otros fue claramente un magnicidio. Por entonces se inauguró el tren expreso de los abrazos para combatir el frío habitual de la ciudad, que solía dejar a la gente tan sola en las calles, debido a lo cual el praguentino tenía fama de afectuoso, al contrario que en los climas calurosos, donde un abrazo pesaría como un muerto. Al parecer el rey mantuvo amores con una mujer extraña que solía acceder a su habitación de madrugada. Se aseguró que era una mujer intranquila para la que vivir era estar todo el día en la cama, inagotable oyendo los latigazos contra la calabaza. Según otras versiones ingirió aquel veneno cuando descubrió que se trataba de su hermana, una hermana secreta con la que al mismo tiempo se acostaba en secreto en cualquier sitio. El difunto, debido a eso, debió quedar abatido por la culpa, máxime profesando unas creencias morales tan arraigadas. El suicidio era algo ilegal, y quien lo hacía no podía subir al cielo, causa de que el abad de la catedral de San Vito, el señor Cleves, oficiara diez misas solemnes tratando de ocultarlo, intentando desviar la atención cargando el suspense en hechos diversos. El día de autos Josefo llegó al barrio del oro llorando, alertando a la gente con grandes voces, después de tantos años arañando para él las armaduras, queriendo satisfacer sus sueños de riqueza. Se supo que fue el último que irrumpió en la alcoba, cuando las pesquisas conducían al asesinato vil. Un doctor afirmó que cuando llegó a la alcoba le faltaba una mano al rey, y además que había bajo las sábanas un guante relleno de paja. Se lo comentó al abad y el señor Cleves, durante su nueva homilía, no sabía qué decir, herido con la idea de que hubiese sido un suicidio por onanismo. Ella, al parecer, era la mismísima Libusê, la beldad quimérica del mito lacustre, a la sazón la fundadora de la nación checa.

El tren de abrazos recorría las calles a diario desde hacía siglos contándoles a los turistas todo eso, alborotando por las aceras las mesas y los manteles, las bufandas y los gabanes, llegando en alud por donde menos se le esperaba. Solía ser una estampida festiva y grata, que hacía posible circular incluso en volandas, cosa que sobre todo le venía muy bien a las mujeres para ahorrarse los tacones, pues la ciudad, llena de adoquines, lo impedía. Solía circular la gente en una moderna red de tranvías, cuyo horario se alargaba hasta la madrugada. A esas horas la línea era ocupada por los enamorados, por los bohemios y los farristas con ganas de seguir de parranda. Una de las paradas estaba a escasos metros del Rudolfino, un edificio que en la actualidad servía como centro musical.

Se construyó después del entierro, en memoria del monarca. Después ardió en un incendio, mientras el abad Cleves intentaba no hablar del infierno, por si acaso el difunto descendía finalmente haciendo imposible el rescate. El siniestro no acabó con el edificio, por estar junto al río, que facilitó la llegada del agua. De la restauración se encargaría el arquitecto Schultz, para que después lo disfrutaran los melómanos, pues no en vano solía acoger a cualquiera de las orquestas de la ciudad, tres en total, que acometían el fuego sinfónico compitiendo entre sí, buscando la supremacía mundial en reñido incendio musical con las orquestas europeas más importantes, casi siempre de Viena, Petersburgo o Berlín. Aparte de Dvorak, los compositores principales eran Leos Jânacek y Federico Smetana, imprescindibles para el sentir nacional checo. Eran melodías suaves de hondo penar, adscritas al romanticismo, de las cuales una era el piadoso y rendido homenaje de Smetana al río Moldava. La más larga de todas seguía siendo la Número 9 en mi menor del Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak, tan larga y con tantas variantes que durante las pausas la gente decidía marcharse, cuando todo estaba comenzando, como en una extraña luturgia gimnástica que también consistía en sentarse cuando había que levantarse.

La sutileza proverbial de la música era de la misma índole que la categoría idiomática. Se decía por un lado que la música era el idioma de los pájaros, queriéndose comunicar con el hombre a través de la orquesta. Los checos estaban acostumbrados desde niños a oír un adagio antes que a manejar el lenguaje común, y con la arquitectura ocurría igual, hablando del compás o del cartabón antes que del chupete, de cimborrios, pináculos y arbotantes, dejando para los demás la pronunciación del resto de vaguedades. Por lo general se comunicaban en bisbiseos, y era muy difícil, ni siquiera en la calle, que abandonaran su silencio, causa por la que fueron considerados en una encuesta el pueblo más pacífico del mundo. En las cafeterías, aunque estuvieran llenas, se oía sin dificultad el pasar de las hojas de los periódicos, así hubiera en la barra una barahúnda de tontos manejando un huevo duro. El idioma era un avance fonosémico histórico del que se sentían muy orgullosos. En su momento colaboraron en él los rusos, durante alguna de sus invasiones. Sobre todo de la fonosemia se ocuparon dos emblemas ilustres de su círculo lingüístico, Cirilo y Metodio, dos aventureros del siglo VIII, apareciendo en el barrizal bajo la tempestad, porfiando la barba para que no les tapara el rostro, arrastrando por las calles sus capas raídas, preocupados de que la gente pronunciara respirando. Nadie sabía de dónde venían, si de Bulgaria o de Bizancio, pero decidieron ocuparse de la lengua como dos curanderos.

También tenía predicamento entre los turistas el zoológico, así como la leyenda del buitre leonado con la gabardina. Había quien aseguraba que aparecía en el césped fumando, sin ningún ánimo de rematar a la víctima, sino preguntándole si quería que le llevara al sanatorio. Después desaparecía y se pasaba el día oculto en el rebolledo, hasta que caía el anochecer, para irse a tomar un whisky a la discoteca. Había tan sólo diez, todas ellas decoradas con esgrafiados y púlsares modernistas de Alfons Mucha, el hombre que decoraba las latas de cacao. A las ocho todo el mundo se acostaba en Praga, y las calles se quedaban a oscuras, tenuemente iluminadas. Los gabletes, archivoltas y tímpanos de las fachadas completaban el rostro desolador del espectáculo, y sobre todo los mascarones heráldicos desfigurándose por las lenguas de luz de las farolas. Los praguentinos situaban la cabeza convenientemente en la almohada y se dedicaban a oír toda la noche los aliporis y carreras de los turistas, bajo los blasones postales de antaño, uno en cada dintel. En alguna calle se podía ver algún un atlante sosteniendo el balcón, prueba de la sensación estética a la que andaba entregada la ciudad.

Era al amanecer cuando todo regresaba a la normalidad, recuperando su dimensión diáfana, con sus edificios sólidos dando la impresión de acoger a un millón de gordos. Había una calle estrecha con un semáforo por la que solamente cabía una persona, cuando se ponía en verde. Los jardines estaba llenos de petirrojos, subiendo las bandadas de alondras al Monte del Petrin, que era uno de los lugares de esparcimiento preferidos, sobre todo en primavera, con las palomas saliendo de los lagos, entre borbollones de rosas, acoros y campánulas, sobre una cañonería de aromas en la que no faltaban ruiseñores. En verano se abrían las piscinas, como en cualquier latitud caribeña, y eran las chanclas el calzado adecuado. A pesar de que la arquitectura modernista era la predominante, había también espacio para el estilo cubista, con su desazonante geometría de esquinas, provocando la emoción de que todo estuviera al revés. El emblema del cubismo era el edificio bailante, de una altura acristalada, ondulándose en la copa, como un borracho que se tambalea, echando el brazo por alto al edificio paredaño, de una línea más convencional, alto y recto, comentando juntos algo del Moldava, que pasaba debajo, quizá para bebérselo. Todo el mundo recordaba el proyecto de Kapinsky, cuando al principio pensaron que sería una discoteca en vez de una biblioteca, con una cubierta sinuosa de mantarraya, con topos amarillos y las ventanas al revés, del estilo orgánico. En la actualidad la biblioteca guardaba diez mil volúmenes, y por supuesto alguna novela de espionaje, que era la otra sensación contemporánea de la ciudad.

Las creencias sobre espías contaban en el último medio siglo con una larga tradición. En realidad había dos espías nada más, paseando por el rey, siendo señalados por la gente a diario, luciendo sus intrigas. Se trataba de dos escritores simplemente que se pasaban las tardes contándose en murmullos los capítulos, hasta que llegaron a poner en jaque a la OTAN. Solían aparecer a menudo en el puente de Carlos IV, mirando los cormoranes, arrullados por el sonido fresco de las represas. Se pensaba que La Sinfonía del Nuevo Mundo de Antonin Dvorak también era un truco de espías, para que los turistas, amagando para irse una y otra vez, derramaran el oro de sus bolsillos, sin darse cuenta, como deriva venturosa del negocio estético. A menudo los dos escritores comentaban el cine con los turistas, como por ejemplo la gran película de espionaje titulada Funeral en Berlín, con el actor Michael Caine en el papel estelar. Funeral en Berlín estaba ambientada en la segunda guerra mundial. Durante toda la película los actores anduvieron a oscuras, yendo de un lado a otra por las calles, cargando un ataúd pesado por muladares infectos, húmedos y lúgubres llenos de ratas, sin que nunca se supiera quién era. Quizá era el cadáver de Hitler, aunque por el tono apagado de la filmación también podía tratarse del propio técnico de iluminación, queriendo pasar aún más desapercibido. Las otras leyendas se basaban en los informes de la OTAN que ellos mismos se inventaban, con mataharis de confianza a punto de desnudarse para mantener las distancias con las rebajas de ropa.

En el puente de Carlos IV estaba también la célebre estatua de San Juan Nepomuceno, que según su propia leyenda guiaba los pasos perdidos del viajero. Había treinta estatuas más, pero eran réplicas. La original del santo databa del siglo IX, en madera de cedro, escondido en el lapidario del Museo Nacional, creado a tal efecto para su conservación, junto al caballo bocabajo de Wenceslao, que hacía pensar que dentro también había algún espía. Al menos así se pensaba cuando los viajeros, queriendo ver cómo sonaba, lo golpeaban, como llamando a la puerta. Las estatuas del puente fueron en su momento regalos para la corona de las mejores sagas familiares de la ciudad. Otra manía de los praguentinos, hechos a permanecer en su casa huyendo del frío, era explicar detalles asombrosos, como por ejemplo la razón por la que un techo era bajo: al parecer activaban en el cerebro una atención milimétrica, adecuada para los quirófanos. En cambio, los techos altos serían adecuados para los pintores, para albergar sus explosiones de creatividad.

También sabían por qué el amarillo era el primer color que distinguía el ojo, motivo por el cual los taxis eran así, para ser vistos enseguida. El violín, por otro lado, era el sonido que más rápido circulaba por el tracto auditivo. Era lo adecuado para oír el momento en que los propios adoquines de la calle se entregaban a caprichosas fases ornamentales, configurando mosaicos coloristas. El fenómeno se repetía allí en el puente, donde alguna vez el musgo formó extrañas facciones, como dos rostros barbados, quizá el de los santos Cirilo y Metodio. Respecto a la discoteca, el buitre simplemente se fijó en la nerviosidad electrónica subiendo y bajando por las paredes, basada en la obra del dramaturgo del artesonado, Alfons Mucha. Ahora el púlsar invitaba a los amantes a contemplar de otro modo el firmamento: bailando, con el buitre al lado tomándose un güisqui.

Durante la madrugada había una flotilla de taxis rodantes. Eran descapotables rojos y distinguidos, pareciendo tener como garaje el museo, ofreciendo así una estampa romántica al anochecer, contribuyendo a las leyendas, puede que del cine, con Ava Gardner y su cabello libre al viento, pareciendo estar viva a esa hora, tratando de pintarse los labios y diciéndole barbaridades al conductor. Mucha gente acudía a esa hora a la plaza del Tyn, lugar del afamado reloj astronómico de Orloj, en el ayuntamiento viejo, pintado por Manet. El ayuntamiento viejo se llamaba así sin ningún motivo, pues en Praga cualquier cosa por fuera parecería vieja y sin embargo por dentro no. En la fachada del ayuntamiento viejo había gabletes de aguja a la altura del suelo, pareciendo la casa de Caperucita Roja, por no hablar de políticos enrarecidos. Los turistas se apiñaban ante el reloj esperando la comparecencia de los siete fantochines de las siete lujurias. El chisme funcionaba desde el siglo XIV, y cuando se averíaba Praga entera se venía abajo, con la gente por la calle pidiendo un relojero, como si buscaran a un médico. La última vez no había relojero, y fue un médico mismo el que lo curó, dándole una pastilla al relojero, para que no lo rompiera harto de arreglarlo. Praga era de las pocas ciudades que contaba con un teatro para títeres. La ciudad vivía así seducida por los muñecos, y quizá era la causa de que hubiera tantas estatuas, una de las cuales estaba en la confluencia de dos vías.

Se trataba de una mujer desnuda de metacrilato, de una altura de dieciséis metros con dos brillos poderosos en el pecho, arrodillada y con las manos puestas en la nuca, como en una pasión de playa. La polémica al respecto consistió en su momento en una simple tontería política, hablando de manipulación y de cosas así. El escultor más famoso de la ciudad era David Czerny, que siempre tuvo fama de protestatario, y que al parecer no se las apañaba si no era reinvidicando algo. Sus estatuas eran ciertamente osadas, y en su momento significaron una ruptura para que la ciudad superara la solemnidad del comunismo. Muchas de sus ocurrencias parecían sacadas de los chistes, como la mano de color violeta del patrón San Vito, en medio del río, sobre un pontón flotante, apuntando con un altísimo dedo corazón al cielo. El busto de Franz Kafka era tan grande y pesado como una casa, situado junto a unos grandes almacenes, hecho de varias toneladas de acero fileteado, en rodajas móviles, permitiéndole darse la vuelta para mirar el escaparate. Había también un conjunto compuesto por dos hombres desnudos exhibiéndose impúdicamente, orinándose sobre el mapa de Chequia, como si firmaran un cheque. Sobre el césped del jardín del Petrín había varios bebés gigantescos gateando, cada uno con un marcapasos cableado en la cara, sustituyendo sus facciones, tal vez como protesta del autor por haberle faltado acero.

Gente mirando por los balcones. Mujeres nalgueando en los parques. Sensatas discípulas de Kafka enseñando el trasero. La sorpresa estatuaria contaba con una más. Era Sigmund Freud saliendo a una calle agarrado a una viga, asustando al turista al anochecer, como si fuera un paciente. El metro golpeaba el subterráneo, con galerías donde los turistas podían oír el latido de su propio corazón, como en una sala anenoica comprobando las vibraciones de los cepillos de dientes. Se contaba que en cierta ocasión una señora iba sentada en el vagón mirando tranquilamente a un señor, dando la sensación de que no respiraba. Entonces se movió, sonriéndole, dejándola pasmada, pues parecía una estatua de verdad.

Después se marcharon juntos, explicándose por escalera la seguridad biométrica de los pasaportes, que impedía la falsificación. Cuando salieron a la calle se enamoraron, teniendo que buscar enseguida un sitio para casarse. La ciudad disponía de capillas en cada esquina, pequeñas como urinarios, por si al viandante le urgía un apretón y necesitaba ver a dios. Desde entonces acudieron juntos cada domingo a la iglesia neorenacentista de San Nicolás, en el barrio de Mala Strana. Era donde estaba la famosa estatua de Juan Hus, de bronce oxidado, cubierto de verde. Viajaron durante varias semanas en avión, tren y barco, y cuando regresaron al país se fueron a la planicie de Ledná, un lugar acondicionado para el patinaje sobre hielo. Allí es donde se pueden practicar todos los deportes del invierno, incluso el de caerse tras el apasionado beso. El hockey, por supuesto, ha sido muchas veces el abrigo hogareño de las multitudes, siguiendo la pastilla. Ella también empezó a tomar las suyas, cuando se quedó embarazada. A veces, como de costumbre, aparecía en la superficie de Ledná el cartero, que era la estatua mañanera en las calles, rompiendo a hacer piruetas y derrapando en el deglás, logrando así el aplauso de la gente por hacer su trabajo. Ella se lanzó una vez por el pasillo de la risa, que era un tobogán largo y sinuoso de hielo suave, para que las viudas se mataran a gusto deslizándose a toda velocidad, sin dar tiempo a ver nada más. Fue el primer día cuando él le explicó a ella, tras una pasión de amor, la vieja leyenda del puente, con Pedro Parler usando hace tantos siglos un millón de huevos en el mortero. Toda Praga por entonces acabó metida en la faena, buscando gallinas por todas partes.

-Te estás comiendo parte de la Historia -, le dijo durante el desayuno, después de la tormenta sexual.

Por supuesto se emborrachaban juntos alguna vez. Se contaba acerca del vino de Praga una leyenda más, según la cual había sólo dos, uno el vino del sur y otro el vino del norte. Cuando ambos se encontraban, al parecer provocaba en la mente una extraña paradoja, y se veían dos bragas.

El intangible

El intangible fue finalmente una operación financiera redonda que daría la vuelta al mundo. Comenzó la mañana en que la gente giró el periódico en las cafeterías. La razón era que había un artículo al revés en una de las páginas, con un anuncio de coches al lado, haciéndolo más coherente como iniciativa publicitaria. Tal gesto, el de girar el periódico, tenía su propia denominación en economía. Era un activo estructural intangible del capital, como constó en el documento que acreditó la propiedad intelectual a favor del rotativo. Evaluaba las ideas brillantes en las empresas, como el estilo de venta, la forma de fidelizar a los clientes o las facilidades de pago. El documento fue útil para negociar con la Dirección General de Tráfico, que en su última campaña gastó siete mil quinientos millones de euros recomendando conducir bien, cifra que en realidad era una bagatela dado que era la recaudación por multas y matriculaciones en un par de provincias solamente. El otro valor del intangible fue el apartado anímico de la redacción. El periódico había optimizado un recurso impensable, haciendo ver la capacidad para hacer dinero en la punta de un trompo, como se suele decir. Los redactores se integraron en la empresa con gran confianza, observando su buena dirección, siendo capaz de generar algo que se podía contar por capítulos. Algún novelista opinó que la idea bastaba para sostener una tensión narrativa. El siguiente capítulo del intangible fue una entrevista con el director de la Dirección General de Tráfico en su despacho de Madrid, información que llevó al público al quiosco en gran número, viendo que su periódico le trataba como si formara parte de un club de negocios. La ciudad podía ser beneficiaria de una cifra soberana.

-Ese gesto no pertenece a nadie -, manifestó fingiendo desinterés, disimulando que se había dado perfecta cuenta de la trascendencia de la idea.

Hubo que explicar alguna cosa más relacionada con el futuro de la operación. Añadió que ningún juez le concedería tan alto valor a algo así, pues la propiedad de un gesto no era exclusiva de nadie. El juez, girando el periódico antes las partes, comprobando si sería cierto, parecería ridículo. Aunque fuese de ese modo, cuarenta millones de españoles desayunando así una mañana era una imagen creíble.

-Puede que usted lleve razón -le hice ver yo-, pero si por algo así su institución suele pagar un dineral a las agencias publicitarias, ¿cuál sería la diferencia con mi periódico?

La meta única

El acuerdo se produjo finalmente y el organismo desembolsó siete mil millones para explotar publicitariamente el intangible. Se comentó que la idea podía optar al premio nacional de publicidad. El periódico comenzó a multiplicar su tirada, llenando de orgullo a sus lectores. Entonces sorprendió informando que emplearía la cantidad para rescatar al Granada de Inglaterra, devolviéndole al club inglés su desembolso, torciendo así el desencanto anterior con un júbilo patriotero. Después la siguiente información tampoco dejó indiferente a nadie, cuando publicó que ahora se llamaría Motril, que era la ciudad del rotativo, para jugar en primera división, con Usaín Bolt a todos los efectos y retransmitido para el mundo entero. Una cadena rusa, por añadidura, dobló la cantidad de 11.000 millones que pagaba la CNN, es decir 23.000 millones, con la que había para formar un equipo campeón, así como para un estadio nuevo que albergara la expectación. La Dirección General de Tráfico recibiría finalmente la devolución, agradeciéndole al director los servicios prestados, demostrándole dónde tenía el negocio. Los humoristas, por su parte, fueron atrevidos, imaginándole en la viñeta haciendo de camarero en su propio despacho.

"¿Qué van a tomar los señores?", decía.

El club que ocuparía las portadas del mundo balompédico nuevamente era el Motril Club de Fútbol, aprovechando la inercia de la oleada anterior, cuando se llamaba de otro modo. La alcaldesa, Flor Almón, durante una rueda de prensa a la que entró de nuevo dándole besos a todo el mundo, comentó el aforo del estadio actual, diciendo que hacer uno nuevo era precipitado. Sólo daba tiempo a una remodelación del actual, con capacidad para diez mil personas, ampliándolo a veinte o treinta mil. En su defecto la opción sería el polideportivo, aledaño al estadio, con mucho más terreno para construir alrededor. En la misma rueda de prensa intervino el arquitecto, hablando de cuatro graderíos altos lanzando la grada hacia los contrafuertes, con un vomitorio cada uno, sobre los bastiones y los muros correspondientes, sin más florituras que las prácticas para llegar a tiempo, a falta de tres meses para el comienzo de la competición.

-Trabajando de noche son seis -, dijo.

De todas formas el equipo jugaría sus partidos, aunque fuese sin luz. Los periodistas estaban atónitos, sin poderse creer lo que ocurría, viendo de qué modo, con una serenidad pasmosa, evolucionaba la cosa, con la gente pasmada en las calles, como si fuese una abducción extraterrestre, notando el peso del protagonismo, emotivo y casi aterrador, en una ciudad de tan sólo sesenta mil habitantes y sin autovía desde hacía veinte años. La rueda de prensa finalizó con la alcaldesa sonriente y besando a la gente. A las pocas horas el equipo comenzó la pretemporada, haciendo más increíble la situación, entrenando con normalidad, como si se hubiese abierto una puerta en la realidad, después de esperar toda la vida ese momento. Jugaría encuentros amistosos programados contra el Manchester United, al Kaiserlauten, el Spartak de Praga, el Bayern de Munich y el Newchatlel, el campeón de la liga suiza.

La llamada internacional, en virtud de la oleada mundial de la prensa, despertó todas las simpatías en el ámbito balompédico, hasta el punto de que el Borussia de Moonchenglabach, a la vista del hito histórico, ofreció la cesión de una de sus figuras. El club en poco tiempo tenía entrenando en la cancha a un equipo con plenas garantías para alzarse incluso con el título, con toda la prensa mundial en el césped haciendo fotografías. Uno de los jugadores era el checo que había fichado Quiroga en Praga, un fino estilista llamado por la ventura. Comentó que paradójicamente había sido más rentable que el Motril comprara la plaza en Inglaterra en vez de hacerlo directamente en la capital. Por otro lado fueron muchos los jefes de Estado que mostraron su interés en asistir al encuentro, cosa de la que iba informando la prensa a diario, temiéndose lo peor, es decir, que la ciudad fuera tomada por las fuerzas del orden para garantizar que salieran aún mejor en las fotos, en una sensación permanente de irrealidad, como si el resto fuese previsible.

El Motril, tras el sorteo celebrado en la federación, inauguraría la competición contra el Real Madrid, considerado el mejor club del mundo tras haber ganado once copas de Europa. La ciudad, que tradicionalmente era de ese equipo, se bastó sola para estar al unísono en contra, como si se acabara de fundar otro país y le consideraran el enemigo. Enseguida fueron inevitables las malévolas especulaciones, algunas asegurando que el Madrid pagó para ser el primero en caer derrotado en una cita tan histórica, retransmitida mundialmente para dos mil millones de espectadores, según cálculos de la cadena rusa. Los jugadores locales festejaban cada día la playa con normalidad, pues nunca abandonaron la ciudad para hacer una concentración en otro lugar, dejándose conocer por el público paseando con normalidad por las calles. Durante los partidos amistosos hubo dos derrotas, un empate y alguna goleada, contra al Newchatle, cinco a uno, con el estadio lleno hasta lo alto, sin hueco alguno para nadie más, haciendo rentable la situación desde el principio y generando un optimismo de gran clásico. La afición se dio cuenta de que sabía animar como en televisión, e incluso más, pues jamás se había sentido tan atropellada en una circunstancia así, motivo por el cual se dijo que gritaba de miedo, como pidiendo auxilio. Se hizo normal ver en las calles a los holandeses haciéndole entrevistas a la mujer de la fruta, para un documental internacional, hablando exquisitamente el motrileño con su clásica retranca. Hubo cinco refuerzos más, de los cuales todos eran extranjeros, es decir, dos alemanes formidables, un centro delantero inglés de romper la portería a cabezazos, así como un belga pequeño y astuto, casi enano, capaz de colarse en los pantalones a pegarle un bocado al contrario, todos ellos jugadores de su selección. Teniendo en cuenta que toda la epopeya anterior había sido insólita, la aspiración de ganar el título era la conversación diaria, como si se hubiera pensado de modo calculado toda la vida. Incluso parecía un asunto menor, teniendo en cuenta que la situación era ya increíble en sí misma, de índole insuperable, digna de ser contada toda la vida, hasta la vejez. Se habló incluso de que la ciudad obtendría su independencia de verdad, para tratar por sí misma con el país que le diera la gana, aprovechando que sus representantes parecían estar desayunando en los bares, como vecinos de toda la vida.

Abundaron las leyendas marcianas, de las que gozó sobre todo el público infantil. Sin embargo, la idea original era más espectacular achacándosela a los seres humanos, puede que a uno nada más, a ser posible con una boina, dado que nada de cuanto ocurría era distinto a los parámetros habituales del mundo de las finanzas. Más difícil era, como se dijo, lanzar un satélite al espacio para analizar las estrellas y todo lo demás. Durante la campaña de la DGT cuarenta millones de españoles comenzaron a girar el periódico a esa misma hora, en el desayuno, cuando se puso de moda la palabra volante, pensando que podía significar algo más. Al periódico de la ciudad, según la gente, le habían concedido ya todos los galardones, no sólo el premio nacional de publicidad, sino el Nobel de Sicología, pues de la noche a la mañana estaba todo el mundo contento, incluso ellas, que nunca lo están. Se habían pasado la vida en un atasco, sintiéndose inferiores, cuando lo que ocurría era al contrario, pese a los agravios comparativos con otras provincias, que teniendo de todo seguían exigiendo, acaso por no tener lo fundamental, una playa con Motril detrás. La alcaldesa luchaba por ser una persona anónima, pues le había aparecido ya en siete documentales internacionales, haciéndole sospechar que tenía más pariente de los que conocía, como el jefe de unas aerolíneas, que la quiso llevar volando sin salir de la habitación, con los vecinos atentos a la conversación. La otra consistía en decir que alguien había querido curar a su ciudad volviendo loco a todo el mundo, y que era muy probable que presidente de la nación, y que el encuentro era su proclamación, sin pronunciar una palabra, de un modo original, simplemente alzando la mano para saludar a los mismos de siempre.

-Si esta gente del periódico -se decía- ha hecho esto con la ciudad, ¿qué no hará dirigiendo el país?

Si se estaban refiriendo a mí, yo estaba tomándome una morcilla donde siempre, en casa, con una cerveza. Me sentí fundamentalmente halagado, mas por otro lado me inquietó pensar que le estaba faltando el respeto a alguien. Soy un caballero y estimo que para eso otros tendrían más méritos. Jamás, desde luego, me planteé algo así, porque para mí lo más serio era lo que ya estaba haciendo, que acaso era un valor más perdurable, de índole intelectual, más estable y duradero que una simple liga. Yo soñaba con que gente se diera a la cultura, para ver las películas como a mí me gusta, es decir, dejando al director a la altura de las suelas, corrigiéndole las escenas con un humor de amigo. La aventura permitía hacer de todo, incluso avalar novelas simplemente contando lo que ocurría allí, para repetírselas a los nietos, con un sentido identitario convincente, sin poses distinguidas para parecer lo que no se era.

En cuanto al nombre del estadio, el periódico informó una mañana que se llamaría Encarnita Estadio, pues sonaba de un modo original, puede que muy adecuado para hacer amena una retransmisión de radio. Las obras en el polideportivo finalizaron justo a tiempo, incluso dando tiempo a poner los voladizos, que eran prefabricados. Las entradas se agotaron enseguida en dos días, salvo cinco mil, que se enviaron fuera para atender algunos compromisos. Los técnicos de la cadena rusa ultimaron su instalación una semana antes del partido, ensayando un dirigible con un logotipo, cuya puja también ofreció un capítulo curioso, pues multiplicó su valor en muy poco tiempo. Nadie se conformaba con una pegatina.

Por fin llegó el día del partido. A falta de tres horas para comenzar, estaba cubierto la mitad del aforo, flameando las banderas bajo los voladizos, ofreciendo una estampa magnífica sobre el rutilante verde. Las zonas habilitadas para la prensa, como las cabinas de radio, se llenaron de corresponsales, comiendo algo aprisa y tecleando en el ordenador a la vez, sin parar de alzar teléfonos para confirmar la última hora. El Motril alinearía a su fichaje más reciente, el central heróico que salvó al Granada en el último partido de liga, al objeto de que lanzara continuamente la volea pertinente al atleta Usaín Bolt, presto en la banda para volver loco al graderío. La equipación sería la costumbre, a rayas blanquiazules horizontales, como el Granada y el Queens Park Rangers, con calzón negro y medias rayadas blancas, como podía verse en el cartel promocional que había en la fachada del estadio. Los altavoces emitían una entrañable sonata infantil impropia de ese deporte, con los diálogos de Heidi y Pedro, la famosa serie de televisión, queriendo rescatar los sueños de chiquillos. Mucha gente, sin más remedio, se quedaría viendo el partido en casa. Se dijo que un señor almorzaba en casa en ese instante sin saber qué ocurría, viendo el dirigible en pantalla, durante una conexión, sobrevolando el césped reluciente, con el estadio inmenso plagado de banderas, oyendo el cántico de la afición.

-Es aquí -, le aclaró su esposa.

Aquel hombre tiró entonces el mantel por alto y salió disparado al estadio, sin tiempo que perder, con las calles colapsadas por la hinchada, ataviada con los colores del equipo, cantando alegremente. Algún locutor hizo bien en sugerir que si el equipo ganaba finalmente el torneo, sería con el beneplácito de los participantes, que a la vista del insólito hito le dejarían ganar, para rematarlo totalmente. Esto permitió poner a salvo la honra de la afición, diciendo que sería más probable que ella misma desestimara un regalo así, y la razón era que la verdad se notaba más del deporte, es decir, que eso desacreditaba el mérito, tras un esfuerzo morrocotudo organizando aquello. De pronto el estadio comenzó a rugir con una verdad viril insuperable, en un canto general, con los jugadores en el túnel de vestuarios y con un pelotón de fotógrafos esperando el césped. Yo estaba tranquilo en la grada, fumándome un cigarro, como uno más en mi asiento, junto a un gordo y dos señoras completamente absurdas, hablando de que el marido estaba allí enfrente. Estaba tranquilo porque nunca pensé que me sentiría más galardonado de lo que ya lo hacía mi cabeza. Ni siquiera en mi periódico, como sabía la gente, era fácil verme el pelo para una foto.

-¿Por qué? -, me preguntaron una vez.

-Porque me da una vergüenza horrible -, contesté.

-¿Cómo que le da vergüenza a usted?

-Le da vergüenza -le dijeron al otro-. En serio. Puedes escribir un artículo sobre eso. Estuvo una vez en el casino de Marbella rodeado de toda la espuma y casi se da la vuelta, por no quitarle protagonismo a nadie.

Pudor me daba contar mis ridiculeces en comparación a la actualidad. Cuando los jugadores saltaron a la cancha se produjo una avalancha increíble en la grada, con toda la masa en pie, y con los locutores acelerando la narración para todo el país. El redactor del periódico andaba por allí, quizá recordando la opinión que yo tenía sobre el tema. Le dije que el fútbol le termina convirtiendo a uno en un flamenco, incluso al escribir, sacando la lengua para empujar un poco más el balón, cuando no llorando a moco tendido creyendo que en el gol ha tenido uno que ver. Por eso en mi opinión tenía más encanto el contraste emotivo, contándolo con naturaleza esteparia. Primer gol: me levanté y alcé los brazos, y él también, Usaín Bolt, el pelapapas, dos dedos, en el minuto veinticinco, con fotos. Costaba trabajo creer que hubiera sido él, pero ciertamente corrió más que nadie, cayendo el balón a sus pies y quedándose sólo ante el asqueroso portero, convencido de que tenía que evitarlo. El dos a cero ocurrió cinco minutos después, el checo, sin dar tiempo a tomar un poco de aire.

-¡Alguien quiere matar a la gente, señoras y señores! -, decían los locutores con rabia jubilosa.

El muchacho hizo un regate corto, casi perdiendo el equilibrio, un giro seco, con media vuelta, como dominando dos balones, despistando con ambas posibilidades, de las cuales aprovechó una, virando a un lado, al borde del área, lanzando suavemente al palo izquierdo, provocando el clamor, como es lógico. Hubo gente que parecía incluso mareada.

-Estoy pensando que esto no está pasando -, dijo entonces un hombre sentado a mi lado.

-Porque es usted un gringo, caballero -le dije-. ¿Quién es usted, aquí, con una gorra? ¿Eres Kant? ¿Kant con gorra? ¿Por qué dice que no? ¿Es que no os llegaban las luces en el siglo XVIII a ustedes para hacer unas gorras siquiera? Ya está usted viendo cómo se ha puesto la cosa. ¿A qué ha venido usted a Motril realmente? ¿De vacaciones, a preguntarme algo a mí, acaso si soy capaz de localizar en qué parte de todo el catecúmeno filosófico está su maldito imperativo categórico? Lo pasé muy mal una vez. Debería saberlo, pero ahora puedo indicarle la respuesta con el dedo: ahí, querido amigo, en ese golazo. ¿No se irá usted a quejar, después de todo, ante este grandioso espectáculo? ¿Quería más aún? ¿Em? ¡Bébase su Cocacola, hombre! Ha sido gol, amigo, no hay duda, pero puede pasar de todo en estos minutos que quedan. Cuídese.

Yo quería ser un filósofo más, uno más en la lista.

"No dando la paliza como usted, señor Kant -pensé sonriéndole-. Como usted y su rigor mortis".

En cuanto a mi nombre, no tenía importancia: Laenta, simplemente, ante el virio genuino, con todas las piezas del puzle encajando, como lo pensé en su momento, todas salvo el gol del Madrid, que sirvió para darle emoción a los minutos finales.

"¿Quiere usted que empate, señor Enmanuel? ¿Em? ¿Es usted de esos? ¡Le he descubierto, colorín! Sé que tú también estás debajo de una gorra".

"¿Desayunando con tu hermana? ¿Em? ¿Soplando en sábanas de satén?

¿Me está sugiriendo eso, un parentesco atrevido?".

"¿Nicolás? ¿Cómo que se ha muerto Nicolás?

¿Fulminado? No pasa nada. ¡Nicolás estaba podrido, hombre!

¡No teman! ¡El cuerpo es una cáscara!".

 

 

 

Autor:

Antonio José Martín Merlo

 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15
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