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Teoría de los ochenta mil mundos (relato) (página 6)



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Su comparecencia en la escena pública acabó convenciendo a la juventud de que era ahora cuando merecía le pena estudiar el Derecho. Las facultades universitarias se llenaron de sofistas jurídicos cada vez más sofisticados, es decir, con más habilidad para observar que cualquier argumento era como una chaqueta, que se podía poner del revés para darse y quitarse la razón con el mismo argumento, sin que la legalidad perdiera el abrigo. Dicho de otro modo, a igualdad de mentiras, ganaba el que mejor las contaba. El frenesí estudiantil despertaba el recelo en diversos sectores sociales, creyendo que las facultades eran escuelas de delincuentes finos. Anacarsis, el antiguo filósofo escita, lo decía de otro modo.

"La ley es una telaraña que atrapaba a los insectos, pero que dejaba escapar a los grandes".

Cada delito tenía un trayecto digno de análisis, es decir, una tipicidad. No era lo mismo robar una cantidad que otra, ni acceder con escaleras o sin ellas, de noche que de día, con armas o sin armas, sin armas pero con violencia.

-El robo más simple, cometido sin ninguna especie de violencia, es tratado algunas veces como el crimen más enorme -, decía él.

No era lo mismo robar que matar, robar de noche que de día, matar sin querer o simplemente amenazar. Dado que las cosas podían ser susceptibles de infinitas revueltas, hizo ver también que robar un hombre, en vez de robo sería constitutivo de secuestro. La filosofía además era diferenciar el chantaje de la extorsión, las amenazas veraces o simuladas, los fraudes y las estafas, el ilícito en grupo del ilícito en solitario. Por otro lado, también puede que se filosofara acerca del fraile Vincenzo Facchinel: con sus invectivas, parecía en realidad el mejor aliado de su paisano Beccaría, para darle publicidad internacional al libro.

"Algunas naciones ofrecen ventajas al cómplice del grave delito que descubriese a los otros", manifestó respecto al atenuante del arrepentimiento. "Nada puede balancear la ventaja de sembrar la desconfianza entre los malvados", añadió.

Si acaso el arma de un asesinato fuese fruto de un robo, a menos que dicho robo apagara la luz en todas las casas, sería subsumido por el delito mayor. Tras la muerte de una persona era evaluable el plan de la agresión, es decir, la premeditación y su finalidad. Si la muerte aconteciera por accidente, en vez de un asesinato sería un homicidio. Si ocurriera en legítima defensa, sería un atenuante, por la urgencia de repeler el ataque queriendo salvar la vida. Una imprudencia, en general, sería la comisión de un delito sin querer, quizá tras un empujón amistoso con resultado de lesiones, al caer la víctima de mala manera. En el observatorio jurídico recordaron el libre albedrío, útil para examinar la vencibilidad de la acción en el continuo delictivo. Teniendo en cuenta que el hombre podía apearse de ese autobús antes de consumar la acción, era evaluable el desenlace hablando de tentativa o frustración, sirviendo así para graduar la autoría. Si el delincuente, como en un suspense de novela, allanara una habitación con un puñal, creyendo que dentro una persona duerme sin ser así, de asestarla tan solo en la almohada finalmente, se hablaría de delito imposible, teniendo en cuenta que la ley solamente protege la vida humana. En cambio, de estar el muerto roncando, la acción marrada en la almohada constituiría tentativa de homicidio.

Beccaría, al respecto, también bromeaba ante los estudiantes comentando que si la intención fuese la misma empleando otro arma en la oscuridad del cuarto, simplemente se hablaría de penetración orgullosa, en cuyo caso habría que elucidar con qué parte del cuerpo ocurrió, para distinguirla de la trampa.

-Finalmente, el más seguro pero más difícil medio para prevenir los delitos, es perfeccionar la educación -manifestó-. Tiene vínculos estrechos con la gobernación para permitir que sea un campo estéril, solamente cultivado por un corto número de sabios".

Diderot, crítico de arte en una subasta

Diderot era un ironista. Cualquier tontería que se le ocurría podía ser una versátil apuesta por el humor.

"Él, pobrecito, estaba ahí tumbado. Ella le mira y él, pobrecito, le pide agua. Dame agua, le dijo. Ella, claro está, le acerca el vaso y le mira. Hace así, y él, poniendo la mano como él la ponía, pobre hombre, bebió".

Su padre, que era cuchillero, vio poco futuro en el negocio y le echó de Langres rumbo París, para que se hiciera obispo, que era una de las profesiones que servía antaño para medrar socialmente, junto a la milicia. Sin embargo acabó siendo un sublime mangarcio de la bohemia intelectual, rodeado de putas en la alameda de Foy, de bandidos y teatreros y borrachos, jugador de ajedrez en el café de la Regencia, escribiendo para los revolucionarios.

"El hombre sólo será libre -decía- cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último sacerdote".

Solía acudir a las subastas de arte, alzando las manos durante las pujas, como los demás, familiarizándose con el bisbiseo de los especialistas, hasta que se hizo crítico periodístico, siendo considerado pionero del género. Le encantaban los azules marítimos de El Veronés. A su vez escribía para la Enciclopedia de D´Alembert, cuyo único objetivo era que el país tuviera una obra magna de la que hablar. Teóricamente la crítica pictórica debía ser un cuento entretenido. El palabrismo acerca de la luz con sus máscaras era menos interesante que el pintor untándole mantequilla a la rebanada, pensando cómo acometer su obra. Discutió si la belleza era la del cuadro o si lo era simplemente esa ilusión, con su esgrima de pinceles, a solas la persona frente al lienzo, plateando de emotividad.

-La belleza en sí misma -, manifestó.

La atmósfera mental del espadachín, en el decurso de su lenguaje universal, atemporal y sin fronteras idiomáticas, era la individualidad genuina, la conversación sincera de la intimidad, desapasionadamente. Se refirió a la pulsátil cromática como no podía ser de otro modo, comparándola con el recorrido del pentagrama musical en combinada notación sentimental. Su amante, Sophie Volland, le comparó con Sócrates. Fue lo que tanto le entretuvo cuando estuvo en la cárcel de Vincennes, donde pasaría tres meses.

"El alma está en el extremo de los dedos -se decía-, pues de allí vienen sus principales sensaciones y todos sus conocimientos".

Escribió también una novela de índole experimental, titulada Jacques El Fatalista, donde no concluía ningún capítulo, dando a entender en algunos círculos que se debía a insolvencia narrativa. Otros consideraban que pretendía que el lector advirtiera que en cada situación, pese a tener el mismo nombre, el personaje era distinto, como en la vida misma. En el aspecto filosófico, según algunos, Jacques El Fatalista le avecindaba al libre albedrío y al determinismo estoico, diciendo que al dejar a medias los capítulos se detenía la realidad, y que volvía a ocurrir al retomar la escritura. Dicho con utilidad sicológica, cuando un escritor en consulta afirmaba oír voces, la causa probable estribaría en haberse situado él mismo en una persecución policial, dando coces en una pelea o encerrado en el trullo con un tipo coñazo, amartelándole con sus sambenitos. En ese repertorio de la sicología se podía comentar como broma, en relación al tínitus, el modo en que el sicólogo miraría al afectado sin dijera que las voces que oye son de los filósofos, no de la cisterna quejándose a grito herido. Estaba convencido desde el principio que el texto, aunque no se publicara en vida, serviría para algo cosa.

"Consolaos, buena mujer -decía Jacques El Fatalista-, no es culpa vuestra, ni del señor doctor, ni mía, ni de mi amo. Lo que pasa es que estaba escrito allí arriba que hoy, en este camino, a esta hora, el señor doctor se comportase como un charlatán, mi amo y yo como dos brutos, y que vos recibiríais una contusión en la cabeza y que os viéramos todos el culo".

Para muchos inauguraba la novela moderna. Respecto a la crítica teatral, que también practicaba, se trataba de la manifestación social mediante la cual el ciudadano, al no confundir el teatro con la vida, tomaba conciencia de su cordura. Al ser así, el actor era como una institución administrativa.

"Garrick asoma su cabeza entre las dos hojas de una puerta y, en el intervalo de cuatro a cinco segundos, su rostro pasa sucesivamente de la extremada alegría a la alegría moderada, luego a la tranquilidad, de la tranquilidad a la sorpresa, de la sorpresa al asombro, del asombro a la tristeza, de la tristeza al abatimiento, del abatimiento al espanto, del espanto al horror, del horror a la desesperación, y retorna después, a través de los mismos estados de ánimo, a la alegría insensata de que había partido".

Fue autor de La Paradoja del Comediante, que daría lugar a varias teorías sobre la escena. Una de ellas, de índole parmenídica, era si el actor, imitándola, podía fagocitar a la persona real. Por eso hubo quien les detestaba, hablando de seres sin personalidad, planteando una hostilidad con la excusa de la actuación.

""A juzgar por sus reflexiones, nada se asemejaría tanto a un actor en la escena o en sus ensayos que los niños cuando en la noche juegan a los fantasmas en los cementerios, envolviéndose en sus sábanas, o levantándolas sobre una percha, dando lúgubres voces para dar miedo a los transeúntes. Los gritos de su dolor están anotados en su oído; los gestos de su desesperación, en su memoria. Han sido ensayados delante del espejo, y el actor sabe en qué momento preciso sacará el pañuelo y dejará correr sus lágrimas".

Podía tratarse de una lucha entre dos mundos, el verdadero y el falso, siendo pues la escena como la audiencia de un juicio, con el público en sus butacas esperando que la sentencia confirmara que uno, la copia o el original, debía renunciar a su papel, experimentando entonces alguna muerte social. La individualidad verdadera al mismo tiempo podía vencer al mal actor, dejándole tan sólo cautivo de sí mismo. Para Sophie, su amante, era bueno el artista usara un nombre artístico en cartel. Salvaguardando la verdadera identidad en sociedad, permitiendo que su versión de mentira cargara con la fama, por si acaso le fuese incómoda. En el transcurso de la obra sería conveniente también que adoptara costumbres opuestas a su personaje, para evitarse chapalear en la calle confundiendo la vida con el teatro. No obstante, si acabase actuando fuera igual que dentro, tarde o temprano acabaría en un círculo de seres afines, para ir de pueblo en pueblo a representar cuanto quisieran. Sea como sea, ante la confusión, finalmente el hambre y la riqueza terminaban poniendo las cosas en su sitio, pues era probable, aunque se perdiera la cabeza, que nadie confundiera el bocadillo ni los billetes.

"Yo me burlo a veces de los hombres de mundo, fingiendo ante ellos aflicción por la simulada muerte de mi hermana en la escena con el abogado normando, o cuando en una escena con el empleado de marina me declaro padre del niño de la viuda de un capitán de navío, y aparento sentir dolor y vergüenza".

Una vez, como le pasó a Voltaire, durante una subasta oyó que le buscaban para llevarle a la hoguera. Era autor en aquel instante de La Carta a los Ciegos, y se pensó que escaparía con habilidad, fingiendo oscuridad en brazos de Sophie.

"Estaba casi desnuda, y yo también. Mi mano seguía allí donde no había nada, y la suya allí donde yo no era exactamente igual a ella. La cuestión es que me encontré debajo de ella y, por consiguiente, ella encima de mí. La cuestión es que, habiéndome fatigado por su causa, ahora tomaba ella la total responsabilidad de la actual fatiga. La cuestión es que se entregó a mi instrucción de buena gana y llegó un momento en que creí que se moría. La cuestión es que, estando yo tan turbado como ella, y sin saber lo que me decía, exclamé: "¡Ah, madame Suzanne, cuánto os lo agradezco!".

Rousseau y el Emilio

Huérfano de madre desde la cuna, y tras unos años con su padre, que era relojero, en edad juvenil Rousseau conoció a una viuda de la alta sociedad ginebrina, la señora Warren, que desde entonces ocupó sus horas pedaleando en la bicicleta del conocimiento sentimental. Inspirado en esta experiencia, el pensador escribió Julia o La Nueva Eloísa, una novela epistolar protagonizada por una condesa con castillo, flirteando con su educador mientras él le enseñaba música y dibujo.

"El ojo ávido y temerario se insinúa impunemente bajo las flores de un ramo, merodea entre la felpilla y la gasa, y deja sentir como si fuese el tacto la elástica resistencia que la tímida mano no osaría comprobar".

Cosas así le granjearon el favor de las mujeres y le permitieron el acceso a los grandes salones de París, para conocer a madame de Larnage o a Sofía D´Houdetot.

"Aleje de mí esos dulces ojos que me dan la muerte; impida que los míos vean sus gestos, su aspecto, sus brazos, sus manos, sus rubios cabellos, sus movimientos; engañe a la ávida imprudencia de mis miradas; retenga esa voz divina y penetrante que sólo se oye con emoción; sea, ¡ay!, otra diferente a usted, para que mi corazón pueda volver en sí".

Trabó amistad con D´Alembert y los enciclopedistas, encargándose de los artículos de música. Aunque el dinero que ganaba no era bastante, aportó algún método musical nuevo, basado en notaciones numeradas, cosa que a punto estuvo de tener éxito en la ópera, pese a lo cual le consideraban un advenedizo. En los salones de París detestaban su tosquedad y le acusaban de simular un falso amor por la naturaleza. Vivía no obstante en el bosque, en una humilde casa de las afueras, cedida por madame de L´Epinay, la dueña del castillo cercano, dedicándose al estudio de la naturaleza, oyendo al ruiseñor en el soto del riachuelo.

"Al acercarnos al bosquecillo, apercibí, no sin cierta emoción secreta, vuestros gestos de complicidad, las mutuas risas, y el colorido de tus mejillas con un nuevo resplandor".

Era tan duro que pese a la distancia con París, no tenía empacho en recorrerla andando. Por esa época hizo un paréntesis en su vocación pedagógica para escribir algo de política, firmando El Contrato Social, ensayo donde expuso su gran concepto del Estado moderno, basado en el imperio de la ley y en la renuncia de los ciudadanos. Un pacto general sumando la fuerza de todos protegería al débil de la fuerza bruta y arbitraria. Cada individuo debía ceder una prenda para vestir mejor la convivencia.

"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja
con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado -decía-,
y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí
mismo y permanezca tan libre como antes".

Acabó siendo perseguido, motivo por el cual regresó a la pedagogía con un plan general de educación para Francia, apuesta que de paso ampliaba su propia oferta laboral como profesor. Probó suerte educando a las clases adineradas. Entretanto, la otra apuesta, la sentimental, le unió a Teresa Lavasseur, una admiradora que trabajaba de lavandera en una posada del camino hasta París, donde solía parar alguna vez. Arrullada y envilecida por el tierno currucucú, Teresa Lavasseur acabó recibiendo en la cama alguna lección.

"No soy un vil seductor -decía él-, como me llamas en tu desesperación, sino un hombre sencillo y sensible que muestra fácilmente lo que siente, y que no siente nada de lo que deba avergonzarse".

Acabaron teniendo cinco hijos, pero Rousseau los abandonó en un hospicio por falta de dinero. Por eso, lleno de remordimientos, escribió El Emilio, obra que fue considerada de valor en el ámbito docente. Se basaba en el buen salvaje, defendiendo una educación natural, que era una cosa muy novedosa en aquel momento. Se sabía que era contrario a los médicos, y por eso fue comparado su método con la sanación sin medicinas.

"Nuestra manía magistral y pedantesca es siempre la de enseñar a los niños cuanto ellos aprenderían mucho mejor por sí mismos".

Al parecer todo eso fue la causa de que sus enemigos buscaran su casa en el bosque, a pique de acabar en la hoguera. Hablaba de nodrizas con el calostro subido, de sencillos hombres de pueblo comiendo melones, pero sobre todo de la naturaleza individualista de la educación.

"Dícese que dejando a los niños libres pueden tomar posturas malas y hacer movimientos que perjudiquen a la buena conformación de sus miembros. Este es uno de tantos vanos raciocinios de nuestra equivocada sabiduría, que nunca se ha confirmado por la experiencia. De los muchísimos niños que en pueblos más sensatos que nosotros se crían con toda la libertad de sus miembros, no se ve que uno solo se hiera ni se estropee; no pueden imprimir a sus movimientos la fuerza suficiente para que sean peligrosos, y cuando toman una postura violenta, el dolor les advierte en breve que la cambien".

En algún instante, durante de El Emilio, parece que habla debajo de una sombrilla playera, intentando controlar la templanza, viendo jugar a los niños, de quienes al parecer no había que estar tan pendientes.

"Nadie es temerario cuando no le miran".

Los niños tenían mantequillas, morcillas, patatas fritas, pan de trigo, de cereales y de centeno, trompetas y guitarras, reglas y cartabones, cubos, palas, lápices, cuadernos, y por supuesto parques y jardines para hartarse de retorcer farolas.

"No me gustan las explicaciones con largos razonamientos: los niños atienden poco a ellas, y menos las retienen en la cabeza. Cosas, cosas. No me cansaré de repetir que damos mucho valor a las palabras; y con nuestra educación parlanchina, parlanchines es lo que formamos".

Los niños, en una casa con libros y unos cuantos estímulos, se las apañarían de todas formas, por puro aburrimiento, para descubrir la ruta adecuada de su vocación.

"Robinsón Crusoe, solo en su isla, privado del auxilio de
sus semejantes y de los instrumentos de todas las artes, procurándose,
no obstante, su alimento y conservación, y logrando hasta una especie
de bien estar, es un objeto que a cualquiera edad interesa, y hay mil medios
de hacerlo grato a los niños".

Despiertos por sí mismos al deleite del conocimiento, atenderían con gusto al maestro.

"Nadar, correr, brincar, hacer bailar una peonza, tirar piedras,
todo ello es excelente".

Atenderían sobre todo por cansancio. Por eso afirmó que el escenario adecuado para la docencia era el campo.

"Mens sana in corpore sano", se decía, como Juvenal.

El niño, después de trepar por los cerros, perseguir lagartijas y saltar a por higos, se mecía en la mansedumbre propicia al saber.

"Todos cuantos han reflexionado acerca de la manera cómo vivían los antiguos, atribuyen a sus ejercicios gimnásticos aquel vigor de cuerpo y alma que más especialmente los distingue de los modernos".

Durante una temporada Rousseau dejó de salir del bosque. No le llamaba la atención nada, ni siquiera la Enciclopedia. Renunció incluso a una pensión asignada por Luis XV. Al enterarse Diderot de ello le criticó con aspereza en El Hijo Natural.

"El hombre de bien vive en sociedad -dijo-. Sólo el canalla vive en soledad".

Rousseau demostró que no se había ido totalmente de París, y le respondió.

"Precisamente el hombre en soledad -le dijo en una carta- es el que más difícil tiene hacerle daño a alguien".

Le irritaba que Diderot, que era más joven que él, se empeñara en gobernar su vida, y el último comentario acabó con su amistad.

"Quiero que mi Emilio pierda la cabeza ocupándose sin cesar en su fortaleza, en sus cabras, en sus plantíos; que aprenda circunstanciadamente, no en libros sino en las cosas, todo cuanto en caso semejante ha de saberse, que se figure que él mismo es Robinsón; que se contemple vestido de pieles, con una disforme gorra, un enorme sable, y todo el estrambótico atavío de la figura, menos el quitasol que no necesita".

La sobreprotección anulaba las facultades volitivas, útiles para experimentar el entorno. Si la genética era buena, los niños sobrevivirían, sin tantos melindres. Se pondrían grandes de todos modos, y si no era así tampoco había que pegarse un tiro. La muerte iba con las personas a todas partes, y estar todo el día con grimorios y puñales, alterando el pájaro cardíaco, pensando si se resfriaban afeitándose o si eran necesarias multivitaminas para recorrer los cerros, era un craso error.

Hume, el jugador de billar

A Hume le gustaba aquel juego porque identificaba a la razón humana. El corazón estaba representado por la bola roja, la pinda. La blanca, al lado, era el cerebro. La bola maestra, era el impulso motor del cuerpo. Tras el impacto del taco, el nervio continuado de la vida buscaba el equilibrio en el tapiz. Al mismo tiempo estaba la causa de las carambola, es decir, una circunstancia previsible con un resultado, que seguiría existiendo aunque las bolas fuesen de otro color. Con un golpe enérgico la causa motora ponía en marcha una concatenación de acciones causalista.

"Hallamos por experiencia que cuando una impresión ha estado una vez presente al espíritu, hace de nuevo su aparición en él como una idea".

Estaba jugando con Rousseau, uno de sus amigos. El francés estaba allí pasando una temporada, huyendo de las clases altas de su país, en cuya opinión quería meter la pata para aminorar sus privilegios. Comentaron las ideas innatas, existencia que Hume discutía, pues a su juicio el conocimiento se basaba en la experiencia. Otra cosa era el instinto de supervivencia del bebé agarrándose enseguida a un dedo.

-Si tú tienes aguja e hilo, no sabes lo que va a ocurrir a menos que lo hagas. Dicho de otro modo, si un hombre se pasa la vida en su casa y sale un día a la calle, puede pasar un carro y atropellarlo, por no saber qué es o por creer que el carro es otra cosa.

La asociación de ideas era un fenómeno asimismo interesante, parecido a un hombre que solicita ayuda para empujar un carro en una cuesta. Desde entonces cobró interés el estudio de las reglas nemotécnicas en el rendimiento estudiantil. Hume escribía por entonces Tratado de la Naturaleza Humana, un libro de un estilo torrencial, limpio y lineal, donde aludió a las impresiones, otro de sus temas favoritos. Una impresión, por ejemplo, era la bola cayendo al pie y haciendo daño, y bastaba la primera vez para comprobarlo. En lo sucesivo, teniendo una vaga idea se comprendería la inconveniencia, y lo mismo cabía decir del frío y todo lo demás, en virtud de la experiencia.

"Lo que hay es un trabajo desenfrenado de la memoria y de la imaginación", escribió en su libro.

El otro gran valor de su aportación, respecto a las primeras y segundas impresiones, fue de raíz sicológica, alusivo al secreto del escritor durante el reposo de su obra, queriendo distinguir las alegorías imaginarias creando imágenes en el cerebro de los recuerdos propios de la persona, cosa de la que se encargaba el circuito nervioso a su paso por el cuerpo calloso, distinguiendo su peso. La cuestión tendría importancia más tarde, a principios del siglo XX, cuando se fundó la fundación de la escuela de la Gestald, que delataba el engaño con empleo de dibujos, es decir, que cualquiera podía ser dos cosas, como un oso ocultándose en el perfil de dos árboles.

Otro de los temas fue la sustancia, mas la consideraba un asunto menor. Cualquier cosa hubiera sido una nadería comparada con aquel fino pasabola de dos latidos en la banda. En cuanto al concepto de moral, alabó El Contrato Social de su amigo, añadiendo que no eran necesarias las constelaciones planetarias para tenerla. La moral era ínsita al hombre, debido a su necesidad de comer, pues era muy difícil engañar al estómago. El hombre despertaba en sí la virtud porque el hambre, que era un mal, situaba en derredor del estómago una tabla de valores consecuente.

Feuerbach y la comodidad

Feuerbach dijo que Hegel le enseñó en un mes lo que hubiera aprendido en un año, pese a lo cual acabaron disgustados. Entonces decidió armar su propio ideario, escribiendo Pensamientos Sobre la Muerte y la Inmortalidad, donde daba la homilía comentando los sentidos como si le hubieran prestado las orejas.

Ser una sola vez tan sólo puedes,

date a ello con todo tu albedrío.

Sólo una vez es todo verdadero,

a las veces espíritu, a las veces natura.

La vida sólo es por eso vida,

porque una segunda haber no puede.

Sólo el ser una vez produce esencia y fuerza,

acciones vivas y capacidades.

El ser sólo una vez da luz, calor y fuego,

hierve, empuja, arrastra y encadena.

Lo que dos veces es, mate apariencia es sólo,

un ser sin médula, ni tuétano, ni nada

Estudió precisamente teología, y al decir de algunos iba camino del ateísmo escribiendo de ese modo. Tras su expulsión de la cátedra de Berlín, pasó momentos duros, siendo calificado como el hombre que comenzó a matar a dios, cuyo rostro hasta el momento, para muchos alemanes, era el de Hegel. Para este había algo exterior al hombre, pero para él no. En su opinión el verdadero ser inmortal era el cuerpo universal, compuesto por sus unidades, por cada hombre. Aunque alguno de ellos falleciera, el mundo seguiría estando vivo. El episodio tenía gran valor teniendo en cuenta que matando directamente a dios ocurriría lo mismo. El crimen, no obstante, lo acabaría consumando Nietzsche posteriormente, cuando se puso a explicar el concepto del superhombre. Había entidades inexistentes empercudiendo el dominio del hombre en sí mismo, como queriendo avergonzarle de su cuerpo. En La Esencia del Cristianismo volvería a conmover al mundo opinando igual.

"Es imposible que lleguemos a ser conscientes de la voluntad, del sentimiento y la razón, como fuerzas finitas, puesto que toda perfección, toda fuerza y esencia es confirmación y reafirmación de sí misma".

Quizá comentando la finitud y la infinitud Feuerbach estaba hablando de sus propios hijos, al decir que tras la muerte se seguía vivo en cierto modo, en la memoria. Añadió que dios era una hipóstasis del hombre, es decir, como un gigante de plástico en la oscuridad del firmamento, a cuyo rostro subían periódicamente, como en los discos dedicados, las facciones del hombre del momento. En realidad el fenómeno era de índole sicológica, basado en el juego de naipes cerebral derivado del vínculo celular con la madre. El hombre suele verse así porque por un instante se ve con los ojos de su madre, para la que sin duda no hay nadie más grandioso. Después añadió la teoría del reflejo, así como la denominada autoconciencia inconsciente, según la cual Dios, enmascarado con barba, era cualquier transeúnte en un momento dado, incluso el propio Hegel, cuyo ascendiente, incluso cuando se afeitaba, nunca le abandonó.

Víctima de una depresión, Feuerbach quiso suicidarse alguna vez, si no cortándose las venas, arrojándose por la ventana, e incluso metiéndose en problemas con los alumnos, motivo por el cual ingresó en la cárcel. Luchaba por librarse de la esquizofrenia paranoide de la religión. En esa crítica situación el individuo sería capaz de amargarse creyendo ser Cristo, es decir, cargando con la responsabilidad mundial de bajar los precios con un pedo o de hacerlos subir de un portazo. Una vez recuperado, el pensador se dedicó al epigrama satírico, pero en vez de actuar con indolencia, siguió concediéndole importancia al agente enmascarado. Pese a todo, logró divertir a las viejas, comentando diversas tomaduras de pelo del negocio clerical, diciendo que eran de inferior categoría que el encuentro del individuo con su bestia interna.

-¿Lo ve, señora?

-¡Oh, sí, lo veo! -, dijo ella al llegar a la iglesia.

-Fíjese en las cejas -decía el feligrés, intentando que pensara que el ídolo barbado adoptaba las facciones de su hijo-. Se va pareciendo a su hijo. Es lógico. He oído decir que es un chico majo y pleno de vida. Ha hecho mucho por todos, y como es lógico estas cosas pasan.

-Ohhhhhhhhhhhhhhhhh…. Ssssssssssssí…. -gimoteó ella emocionada-. Es cierrrrrto.

-Milagro de dios, señora.

-¿Puedo acercarme? -añadió conmovida- Quiero ver si además de las cejas, también tiene su mismo lunar.

-Mire, es mejor no acercarse ahora -repuso el feligrés apurado, consciente del engaño, queriéndola disuadir-. Aunque usted demuestre notable bondad, pronunciando de este modo tan tierno la palabra quiero, considero que por el momento es mejor esperar. Podría ser pronto.

-¡Oh, no! ¡Quiero acercarme! -, insistió la mujer.

-¡Taxi! -dijo el otro -. Adiós, señora.

Desde la perspectiva antropológica, el cristianismo significaba
que era el hombre el creador de dios. Él no creía en un dios universal
con rostro, pero empezó a fijarse en el suyo.

-Feuerbach, usted no puede ser Cristo.

-¿Por qué?

-Porque para eso tendrían que crucificarle.

-¡Lo sabía! ¡Usted es un criminal!

Libre el individuo de dictatorial escollo, gozaría de verdad el
amor universal, con naturalidad. Lo comprobó encerrándose en su
casa de Erlagen, dejándose crecer el pelo y las uñas, abandonándose
a remotas y apagadas letanías, en compañía de su sobrino
Anselmo, que en aquel momento pitaba a Dante paseando con las nobles damas de
Rávena.

-Es más cómodo sufrir que actuar -decía él estremecido-. Es más cómodo dejarse redimir y liberar por otro que liberarse uno a sí mismo. Es más cómodo hacer depender la salvación de otra persona que de la propia fuerza. Es más cómodo amar que anhelar. Es más cómodo saberse amado de dios, que amarse a sí mismo con un amor sencillo y natural, innato en todos los seres.

-Es más cómodo el sofá -le decía el sobrino-. ¿Qué haces ahí en lo alto?

Schopenhauer y la voluntad como representación

"Somos esclavos del querer", escribiría en Los Dolores del Mundo, pareciendo un farrista. "Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser, más sufre. La vida del hombre no es más que una lucha por la existencia, con la certidumbre de resultar vencido. La vida es una cacería incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras cazados, se disputan las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural del dolor, que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo, y después morir. Y así sucesivamente, por los siglos de los siglos hasta que nuestro planeta se haga trizas".

Una de sus obras comerciales era Parerga y Paralipómena, compuesta de un anecdotario numerado, con breves fragmentos. Después acometió su obra más conocida, bajo el título El Mundo como Voluntad y Representación, donde comentó, como un extranjero peleándose con el mapa, no ya el sufrido mundo, sino los sentidos, el sueño y todo lo demás.

"Ninguna verdad, pues, es más cierta, más independiente de todas las demás y menos necesitada de demostración que esta: que todo lo que existe para el conocimiento, o sea todo este mundo, es solamente objeto en referencia a un sujeto, intuición de alguien que intuye; en una palabra, representación. Naturalmente esto vale, igual que del presente, también de todo pasado y futuro, desde lo más lejano a lo más próximo: pues vale del tiempo y el espacio mismos, únicamente en los cuales todo aquello se distingue. Todo lo que puede pertenecer y puede pertenecer al mundo adolece inevitablemente de ese estar condicionado por el sujeto y existe sólo para el sujeto. El mundo es representación".

Al parecer la voluntad podía ir más allá de la apariencia de los objetos. Opinaba, en calidad de esteta, que la persona sólo podía comprender la irracionalidad pintando. Un día, delante del espejo, se interrogó por las vidas que durante años reflejó, pensando que quizá, contando su historia, ofrecería alguna coincidencia. De ese modo competía con Hegel en la universidad de Gotinga, donde ambos eran profesores. Arthur programó sus clases a la misma hora, detalle del que hubiera discrepado su padre, que era empresario, diciéndole seguramente que el mejor jamás haría algo así.

"La envidia muestra cuán desdichados se sienten los hombres -pensaría después-, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás, muestra cuánto se aburren".

A propósito escribió entretenidos libros de autoayuda, como El Arte de Hacerse Respetar o El Arte de ser feliz.

"La medida del dolor, o de su ausencia, está en nuestro interior y no en las circunstancias externas, de modo que evitar ilusiones o comparaciones injustificadas prepara tu ánimo para entender el conjunto de tu vida con ecuanimidad inalterable".

Después se encerró en uno de sus grandes temas: las mujeres. Las amaba, pero en el aspecto intelectual no las consideraba respetables.

"Es un animal de cortas ideas y cabellos largos", opinó.

Tuvo una mala experiencia con su madre durante la infancia. De modo permanente le comparaba con otras personas, quizá reconociendo la escasa valía de su genética. Manifestó que condicionó su virilidad, quizá porque ella quería ser el padre también. Schopenhauer, tras su suicidio, empezó a creer en la poligamia, un tipo de afecto apoyado en creencias sincréticas de diversas culturas. En alguna las mujeres del serrallo compartían el mismo amor creyendo sinceramente que una de ellas era hija del varón. El varón luchaba por encontrarla para olvidarse del dispendio emotivo con todas las demás, recuperando así su propio valor individual como persona. Por otro lado, montando a la hija verdadera, la hacía creer que en lo sucesivo quien se acercara debía quererla igual, pues de lo contrario, en virtud de la prevalencia genética, el sujeto caería derrotado con grande dolor de cabeza. Schopenahuer observaba a menudo que era a ellas a quienes les encantaban estos temas, y las iluminó como observatorio, estudiando su particular código de comunicación.

"Durante toda su vida las mujeres son como niños -manifestó-. En las mujeres la razón llega a su completo desarrollo a los dieciocho años, mientras que en el hombre no ocurre esto hasta los veintiocho. No tiene, pues, la mujer, una razón con más de dieciocho años. Por eso sólo ve lo que se halla bajo sus ojos, es decir, lo presente. Lo futuro y lo pasado se le escapa. Acepta la apariencia como realidad, y antes que las cosas importantes prefiere las bagatelas y las naderías. Nada sabe prever. Sufre una miopía intelectual. Su prodigalidad llega a veces hasta la locura, pues en el fondo de su corazón se halla persuadida de que los hombres han sido creados y puestos en el mundo para servirlas, para ganar dinero y entregárselo a ellas, que se encargarán de gastarlo".

Fue así como acabo conociendo a Margarita Duverpirger, una mujer de gran carácter.

-Tiene los cojones como mi cabeza -, dijo alguna vez en la universidad de Gotinga.

Al principio fue una pasión de índole muy camera. Margarita, encantada con la dictadura, fue testigo de cómo Arthur se fue quedando calvo. Le retrataron para la Historia con una tonsura de chuzos encanecidos, ofreciendo la sensación de haberlos comprado. Para los vecinos no cabía duda de que ambos convivían en calidad de bomberos, amenazándose continuamente con avivar el fuego. Los cardenales que se hacían a bofetadas tenían forma de corazón, pero un día la cosa se estropeó. Desde entonces fue normal verle angustiado en la universidad, con un vestuario compuesto de esparadrapos y vendajes. Las trifulcas eran cada vez más innecesarias y fanáticas, de un lado ella lanzándole platos a la cabeza, y de otro él blandiendo el hierro candente, como acometiendo a una res brava intentando ponerle la divisa. Al parecer Margarita se empecinaba tozudamente en que barriera y fregara en exceso, y en que fuese al mercado a por más escobas.

-¡Ven acá! -, le dijo una vez, en un tono extraño.

-Vamos a ver, ¿quién te crees tú que eres? -, preguntó él, mirándola de hito en hito, estupefacto ante aquella marcialidad-. ¿Mi madre?

-¡No! -repuso ella con racialidad-. ¡Tu padre!

En aquel instante afloró en el semblante del pensador una sonrisa cadavérica queriéndole desordenar el rostro.

-Llevaba razón -explicaría después a los amigos-. Por un instante pensé que era mi padre de verdad.

Un día se enfadaron delante de un sicólogo y se quiso esconder detrás de la maceta. Día después sus amigos se presentaron en su domicilio y según el rumor tan sólo encontraron la clásica nota de despedida.

"Corro por el bosque".

Arthur se fue a vivir a una nueva casa, donde siguió escribiendo y reuniéndoles, cada uno señalando sus propias consignas al respecto.

-El mejor regalo que se le hace a una mujer es hincársela bien -, le dijeron una vez-. Lo demás son tonterías.

Estaban todos de acuerdo en que el hombre no tenía por qué ser un saltimbanqui en manos de la hembra, dado que para eso se podían comprar un payaso. Teorizaron sobre los celos femeninos, diciendo que aumentaban la autoestima de la hembra, que poseyendo al varón en exclusiva sentía que reinaba sobre las demás. Respecto a su madre, el sicólogo, para que dejara de amargarse, la quiso disculpar.

-Interprételo con intención comercial. Ella, consciente de que usted se ganaba la vida escribiendo, acaso quería facilitarle un personaje curioso, para que se cebara en él.

Cuando escribía Los Dolores del Mundo mantuvo una relación con una cantante melódica llamada Caroline Medon.

-Aficióname a la filosofía, cariño-, le dijo ella una vez.

-Te voy a aficionar a una polla -, le contestó.

Caroline era un animal hogareño especializado en colinas y madrigueras. A menudo él la dormía susurrándole al oído las fábulas de Esopo, como las de la alondra, la ardilla y la ballena, y por supuesto el de la perdiz cantarina.

"Perra", le susurró una vez haciendo el amor, aclarando del todo a qué se refería realmente el fabulista griego.

El humorismo hegeliano

El nacionalismo alemán, antiguamente, intentó que los alemanes creyeran que lo eran, como modo de defender sus tesoros codiciados ante la intrusión francesa, que era el enemigo tradicional. El principal, considerado un diamante, estaba en Alsacia y Lorena, una zona limítrofe. Fichte era el ideólogo del momento, si bien se limitó a proponer el consumo de salchichas y cerveza, así como la promoción del folclore autóctono. En cambio Hegel irrumpió diciendo que el nacionalismo alemán tenía un apoyo científico. Desde entonces fue capaz de demostrar que una morcilla alemana pesaba más que el resto, logrando un éxito absoluto. Aunque en realidad ante un científico cualquier filósofo parecería un charlatán, él observó serias y lógicas razones para esa purificación de la manada. Era un hombre convencido, como el capitán Ajax, de que cualquier enemigo de Alemania acabaría dándose cuenta de ser un imbécil, sin necesidad de intervenir en demasía.

"Así, pues, la ciencia tiene que encargarse de unificar ese elemento con ella misma o tiene más bien que hacer ver que le pertenece y de qué modo le pertenece. Carente de tal realidad, la ciencia es solamente el contenido, como el en sí, el fin que no es todavía, de momento, más que algo interno; no es en cuanto espíritu, sino solamente en cuanto sustancia espiritual. Este en sí tiene que exteriorizarse y convertirse en para sí mismo, lo que quiere decir, pura y simplemente, que él mismo tiene que poner la autoconciencia como una con él".

Al parecer sus escritos tuvieron un éxito alarmante, considerados de una enjundia supina, si bien para otros Hegel solamente pretendía decir que quería salir a estirar las piernas.

"La filosofía puede suponer cierta familiaridad con sus objetos; es más, debe suponer esa familiaridad, así como un cierto interés en aquellos objetos"

No se sabía qué tipo de locales frecuentaba, pero lo cierto era que estaba influyendo en el devenir de su país. Los demás decían que era un hombre lleno de sí, y que apenas aparecía en un sitio, llenaba a los demás, denotando que era el tornillero de un robot filosófico importante.

"Si yo soy el más influyente pensador de Stuttgart -pensaba-, y si toda mi ciudad piensa como yo, todas las demás ciudades acabarán adoptando mi misma convicción".

El pensamiento, como un ramal nervioso común, se abriría paso para influir en las cabezas que le rodeaban. Estando todas conectadas a la suya, al núcleo predominante, pensó que tardarían poco en advertir que incluso dios era alemán. Comentaba el todo y la parte aristotélicos, como queriendo decir que cada célula del hombre encerraba toda su información. Dicho de otro modo, parecía decir que había una réplica exacta del planeta dentro del propio planeta.

"Sobre la rueda del mundo la réplica exacta en el mundo del ser gigantesco que contiene el mundo", pensaba por su parte el navegante, en un tono más poético.

Un día se estaba comiéndose una pera delante de unos hombres que parecían burlarse de él.

-¿Dónde está la réplica del mundo dentro del mundo, Hegel? -, le preguntaron.

-Aquí -, contestó señalando la pera.

A continuación, como siempre, le dio un buen mordisco al mundo, viendo sus miradas de estupor, y notó que le creían. Al ser así comenzarían a permitirle el paso. Su criterio bastaría para consolidar en el mundo la influencia germánica, solamente sentándose a pensar. Solía ocuparse de las flores en su jardín, donde con frecuencia declamaba al poeta Hörderlin, gran amigo suyo.

"Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo enteramente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como ante un extraño, y no la comprendo".

En el jardín le dio por escribir relatos protagonizados por las plantas, cada una con un nombre de mujer, como Teofrasto. Cuando los abandonaba, notaba después que los relatos le llamaban, como si quisieran comunicarse así. A una de ellas la llamó Gudrun, y durante un diálogo demandó que le buscara un novio guapo. Aclaró incluso cómo se llamaba él, así como su ubicación exacta en el jardín. Entonces Hegel la sembró al lado, y poco después observó que en ella brotaban las flores más ardientes. Evidentemente quizá se trataba de una casualidad, mas cuando la devolvió al sitio anterior, ella se marchitó. La cosa sorprendió a un amigo suyo, a su vez propietario de un jardín. Gudrun le comentó que su novio estaba precisamente en él. Después la conclusión fue que el hombre vivía con normalidad en un hábitat de armonías y sentimientos superiores a los que podía percibir.

"La luz y la oscuridad son dos vacíos", pensó.

No obstante, no quedó ahí la cosa. Logró momentos
aún más excelsos escribiendo un volumen sobre estética.

"Sólo es verdaderamente real -dijo- lo que existe en sí y para sí, lo substancial de la naturaleza y del espíritu, que ciertamente se da presencia y existencia, pero en esta existencia permanece lo que es «en y para sí», y por primera vez de esa manera es en verdad real".

Sus textos, en opinión de algunos, seguían adoleciendo de claridad, como un soliloquio de aficionado al anís, dándole la espalda a todo, divertido en su intimidad aérea, siendo el único que los comprendía.

"En efecto, el arte, por su forma, está limitado a un determinado
contenido -añadió-. Sólo un cierto círculo y estadio
de la verdad es capaz de ser representado con los elementos artísticos.
La caricatura se fija en la fealdad. En la música hay armonía
y ritmo".

En El Ser y la Nada, que fue su obra magna, postulaba la categoría suprema del filósofo como ser incomprensible. Durante párrafos contemporizó diciendo que al ser le correspondían unos fenómenos, y que al mismo tiempo ocurría lo mismo con un no ser. Era como si estuviera diciendo que en la vertical del suelo sobre la pared había un mundo, el de la gravedad, y que arriba, en la vertical con el techo, un mundo aparte. Sin embargo, a menos que se estuviera refiriendo a una rata, tan sólo tenía una utilidad poética. Por eso era mejor considerarle un esteta que alguien razonable, si bien estaba muy claro que comprendía el absurdo de hacer un mapa de tamaño natural. Consciente de que quizá estaba siendo hermético, quiso justificarse.

"La filosofía debe guardarse de querer ser edificante".

Murió tumbado por la peste, y durante el sepelio, alrededor del lecho, sus partidarios, a la espera de algo aún más rotundo, aguardaron expectantes.

-Así es -, fue lo único que dijo finalmente.

Pudo ser peor teniendo en cuenta que aquellos, sus epígonos abundantes,
eran los usuarios más fascinados con sus moñicles léxicos,
como parametrizar. Pudieron añadir muchos más. Hegel también
legó la Enciclopedia de la Filosofía, para inmortalizar
su fresca aportación.

"Las representaciones de alma, mundo, Dios, parecen garantizar al pensamiento, por de pronto, un asidero firme".

La asombrosa aventura de Kierkegaard

debajo de una nube

"Un individuo del camino estético vive para sí mismo y para satisfacer su objetivo, el placer del instante y del momento. Su vida es un hedonismo refinado, que consiste en buscar y disfrutar de la belleza de la vida. Gusta de succionar el néctar de lo bello a través de sus sentidos. También es dado a que los sentimientos y los impulsos lo lleven. Por lo mismo pretende la variedad y la novedad, en un esfuerzo por evitar el fastidio. Cultiva la apariencia y la formalidad. Impulsado por el placer del instante, el hombre estético vive para conseguirlo. El hecho de recordarlo o planearlo ya es placentero. Por lo mismo, persigue un placer mientras lo atrae, y cuando dicho placer pierde interés lo cambia por otro. Volcado en el mundo de los sentidos, busca lo grato y hermoso. Amante de los buenos vinos, cigarros y banquetes, se entretiene planeando la próxima conquista. Es como un colibrí que anda de flor en flor. Así pasa el esteta de un placer a otro. Encontrado lo sensiblemente placentero, lo succiona, y una vez agotado lo cambia y busca otro, evitando el aburrimiento. Así transcurre su vida".

Soren Kierkegaard era aquel hombre del pañuelo al cuello que paseaba por Copenhague enfundado en un redingote de paño con grandes solapas. Su categoría filosófica andaba afecta al estudio de la estética, cuya misión era fijarse en las cosas con talante poético, cosa que hizo sentándose en un banco. El paso de las nubes inducía una emoción, y cada emoción iba asociada a un objeto.

-Kierkegaard, ¿tú sabes quién es Soren Lerbi? -, oyó mientras miraba el nublado.

-No conozco a ningún Soren Lerbi-, contestó.

-Naturalmente -repuso la voz-. Es el central de la selección danesa de fútbol.

Aquel día regresó a casa al anochecer y se echó en el sillón, fijándose en el cubículo del mueble de enfrente, donde puso un pentagrama de hilos. En ellos pegó papelitos simulando las notas musicales, tendidas de un lado a otro como los banderines de una feria. Cuando sopló, flamearon, al trasluz de una vela, como delicadezas en el decurso de una melodía. Pensó que así la música le albergaba en su razón, y también cuando construyó el violín con que adornó la estancia, instrumento que parecía haber tenido antaño una vida como espada. En sus libros comentaba aspectos de la religión, y como era un hombre apuesto, la usó para convertirla en un concurso de belleza. Para alguna danesa la visita implicaba conocer algún concepto, como la Trinidad. Una fue Regina Olsen, una dama de lozanía solariega que terminaba llorando agua de micela en el estrago sexual. A ella se referiría Kierkegaard después como la difunta de sus primeros amores. Una noche en la alcoba, después de sumar al pentagrama la melancolía del amor, pensaron que la experiencia mística era que dos criaturas se transformaran en sus hijos, permitiendo, en virtud del baile celular, la vívida sensación de afinidad entre las tres partes. Fue cuando comenzó a pasear fijándose en las sombras de las nubes pesadas acariciando los tejados y los tragantes de las cornisas.

-Kierkegaard -oía-, dice usted lo mismo que Kant.

-Imposible -musitó-. Yo hablo mejor que Kant.

-Por lo tanto usted se diferencia de Kant en el tono de voz.

-Cierto.

La conversación nunca le enojó, y alguna vez continuaba hasta el absurdo.

-¿Y escribiendo, es usted distinto a Kant?

-Pudiera ser.

Una vez se detuvo sobre él una nube parda, con sus colores más vivos atrapados en un tormento de feos grises.

-Entonces usted, Kierkegaard, ¿no es Kant?

-Evidentemente no -dijo, alzando la cara, acomodando el suspiro a la serenidad de los párpados, quizá lamentando oírse tanto. "Kant y yo -pensó- tenemos en común tan sólo que nuestros nombres comienzan con ka".

-Entonces, ¿en qué quedamos, Kierkegaard?

-Kant y yo tan sólo somos distintos.

Era como estar en estado de catalepsia. Entonces la nube parda, coloreándose en la neblina crepuscular, reanudó su viaje.

"Si me pongo en su sombra, yo sería un caído de la nube", pensó.

En aquel momento observó que había un hombre a su lado.

-¿Es usted Hegel? -, le preguntó.

-No -respondió, siguiendo en las fachadas el destello verde-. Tan sólo soy distinto a Hegel.

-Kierkegaard, ¿por qué vuelan los pájaros? -, le preguntó.

-Supongo que por no quedarse quietos.

El rojo violento y el azul opaco descendían, mezclándose en la luz del iris, y a la vez por su mentón el amarillo preocupado hacía la señal humana. Fue de los pocos autores que se explicarían bien con la pintura y el cine, acaso con Munch y Bergman.

Emerson y las ganas de saludar para nada

Daba la sensación de hartarse de ir a los sitios para nada. En él se inspiraría luego el grupo cómico inglés Monty Phyton, poniendo a un actor, durante la presentación, a recorrer con afán cerros y montañas, dejándose media cara pegada contra los castaños, hasta que acababa saludando al telespectador heróicamente, con un jadeo mortal. La filosofía de Ralph Waldo Emerson siempre dio la sensación de ser la de un estoico con fe. Era renuente al conformismo y parecía encantado con el esfuerzo.

"Confía en ti mismo -pensaba-. Todo corazón vibra ante esta cuerda de hierro".

Para unos era un puntiagudo, es decir, alguien para el cual era aristocrático afanarse con ilusión en una dialéctica insustancial, optimista y efervescente, de mal tono en el hombre maduro. Para otros, aunque era un hombre curtido en mil batallas, transmitía una sensación de inocencia infantil, como un anciano vestido con ropa de chiquillo.

"Si el hombre ha de estar solo, que mire las estrellas", pensó
también.

Una tarde, cruzando en canoa el río Mississipi, avanzó debatiendo con las bestias del aire hasta que alcanzó la ribera, saliendo del légamo a trancadas, dejando atrás una rebatiña de caimanes y el enredo de las algas iliófagas. Se quiso poner en pie, momento en el que recibió un flechazo en el hombro. A continuación fue perseguido por dos guanajateveyes haitianos duchos en ciencias jíbaras, y después por una abuela paticorta, creyéndole un intruso a su paso por la granja. Dos buitres con chaqueta, dispuestos a comérselo a puñaladas, le vieron huyendo campo a través, sin quitarse aún la flecha, aguerridamente, alejando el perfil bajo el rayo solar hacia una extensión de ondonadas y trampas. Avanzó por un rebolledo, jugándose el cutis ante una penca con púas, pisando después un palimocho abandonado al traspié sobre dos piedras. Estaba echando el kilo cuando fue corneado por el bravo ciervo que anunciaba la berrea en el bosque, y después perseguido a tiros durante una sorpresiva montería. Cruzó cerca de la cabaña del tío Tom, donde fue golpeado en el occipital con la guitarra del blues que cantaban los negros. Perseguido por fáciles arpegios respirando en las orejas, hizo un trasbordo ágil en un caballo brioso, que facilitó su huida al ardiente amor de una viuda que en realidad corría dispuesta a clavarle las uñas. Por último llegó a meta, exhausto, con la cara ardiendo, como un flautista queriendo expulsar un ojo, entrando al huerto del cuñado para decirle simplemente hola.

-Hola.

Jadeó un momento y después se volvió, desandando todo el trecho. Tiempo después escribió El Espíritu de la Naturaleza, que le hizo sentir sabio abandonando el rodeo teórico para dedicarse directamente a cultivar el huerto. Esto sí garantizaba el alimento, es decir, que controlando los víveres desde primera hora jamás un sabio pasaría hambre, sustancia superior a la pose del pensador ardiendo de genialidad pero hambriento.

"Para los espíritus sabios, la naturaleza jamás fue un juguete; las flores, los animales, las montañas reflejaron la sabiduría de sus mejores años, tal como habían deleitado la simplicidad de su niñez".

Thomas Carlyle y los héroes

"Puede ser un héroe lo mismo el que triunfa que el que sucumbe, pero jamás el que abandona el combate", pensaba Carlyle en su granja del condado escocés de Dumfries.

Opinaba que la Historia era explicada mejor con el nombre de sus héroes, toda vez que las masas se dejaban guiar por ellos. Era autor de Los Héroes, donde hizo semblanzas de personajes como Napoleón, Shakespeare, Rousseau o Mahoma.

"Debo decir que nunca emprendí una lectura tan laboriosa como la del Corán -escribió-. Un revoltijo fatigoso y confuso, crudo, irregular, con repeticiones infinitas, excesiva verbosidad, lleno de enredos; un texto de lo más falto de refinamiento, mal compuesto; ¡una estupidez insoportable, en breve! Nada salvo el sentido del deber podría conducir a ningún europeo a través del Corán. Es el germen confuso de una gran y ruda alma humana; primitiva, sin instrucción, que incluso no puede leer, pero que batalla vehemente, ferviente y entusiastamente por pronunciarse a sí misma mediante palabras".

Un día recibió la visita de su gran amigo Emerson. El sabio de Boston asomó detrás del altozano, como si tuviera un anzuelo clavado en la yugular, queriéndole hacer creer que de verdad venía así de los Estados Unidos. Carlyle le hizo pasar a casa y le explicó cómo le iba la vida. Había en la mesa varios artículos para The Times y la Enciclopedia de Edimburgo, donde a menudo escribía. Regaron el almuerzo con vino, hablando de Voltaire con majeza, de la lucha de los jóvenes contra la democracia, de la fuerza hormonal del imperio masculino. Explicó que tenía entre manos muchos proyectos filosóficos, y que uno de ellos era una novela satírica, El Sastre Sastreado, en la que pretendía hablar del vestir. Estaban de acuerdo en que el hombre necesitaba muy poco para vivir, tal vez un par de calzoncillos, dos camisas limpias y algún pantalón. Era mejor que atormentarse pensando que el cuerpo en solitario era peor. Lo corroboraba el hecho de que luciera una larga y tupida barba que hubiera servido de etiqueta en la rabadilla. Conversaron además de la extraña amistad que unía a Schiller con Goethe. Pudiera ser, según los rumores, que Schiller, una vez fallecido su amigo poeta, bromeara ocultando su cráneo en otra tumba, provocando así que la comunidad forense se quebrara la cabeza comprobando si era falso. En ese instante Emerson notó en la estancia un jipido misterioso, una respiración difícil en el organismo de la casa, sin que su anfitrión aclarase el origen. La parlera continuaría hablando de Haynd y Mozart. También tenían locos a los especialistas de la música, debido a que se jugaban la autoría de las partituras a las cartas, haciendo imposible saber de quién eran. Se rumoreaba en el condado de Dumfries que sus tumbas fueron profanadas y que despeinaron los cadáveres, palabra del argot habitual del hampa refiriéndose a los cráneos coleccionables.

El aire del atardecer era tonificante, e invitaba a pasear. El profundo aroma de la colina satisfacía el carminativo pulmonar. El grácil vuelo del vencejo planificaba en la visual marítima una dirigente sombra.

-Eres el mejor -, le susurró Carlyle a su amigo, mirando el horizonte.

Emerson sonrió henchido de felicidad, confiado por tener un amigo así. Sin embargo, enseguida creyó oír otra cosa en el silabeo bronco y aterciopelado de la brisa.

-Maricón, que eres muy maricón.

Esto provocó el desconcierto de Emerson. Sin duda fue Carlyle, que en ese instante, a su lado, disimulaba hablando del Corán, diciendo que había sido una de sus lecturas.

"Nosotros hemos escogido a Mahoma no como al profeta más eminente, sino como a aquel del que nos sentimos con mayor libertad para hablar".

La despedida ocurrió una mañana lluviosa con relámpagos estallando en el castaño. Entonces, cuando Emerson se disponía a salir, observó al girarse que se abría la puerta de la alacena, lentamente, apareciendo una mujer cayendo con la silla, cosiendo un pollo, ladeada la nariz en la loseta, emitiendo un nasardo de plástico. Era Jane, la esposa de su amigo, con sus zurcidos y miasmas de gas poleo, hediendo a soledad. No hizo falta más para que Ralph perdiera la cabeza y regresara por donde vino, pasaje cuya descripción sería bueno ahorrarse por evidentes razones respiratorias.

Nietzche y el superhombre

Cuatro son los conceptos principales del pensador alemán: el eterno retorno, el nihilismo, el superhombre y la voluntad de poder. Eran temas constantes en sus libros, como si sólo necesitara cambiar de orden los mismos párrafos. El individuo comprendía que se afeitaba y que no se afeitaba, y que no necesitaba más para tener autonomía. Trabajaba, alzaba edificios. No se le podía pedir además que creyera en alguien exterior, pues sería como invitarle a transitar, con la vaga promesa de hallar luz, por una cueva oscura. Para alcanzar el estado de plena madurez, debía responsabilizarse de sí mismo, experimentando una etapa de negación, tirando por la borda sus vehículos mentales inservibles, procediendo después a la reconstrucción con los que quedaran, a lo que denominó nihilismo. Desembocaría, tras la purgación, en la etapa final, la del superhombre, más juvenil y con mejor color, como un chiquillo. Cosas así las comentaba Nietzche en libros como Así Habló Zaratustra.

"El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo? Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de ese gran flujo y retroceder al animal más bien que superar al hombre? ¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y justo eso es lo que el hombre debe ser para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa. Habéis recorrido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre, y muchas cosas en vosotros continúan siendo gusano. El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda sobre un abismo".

Este libro comenzó siendo un diario de andar por casa, pero al final en el personaje era un hombre retirado a las montañas, que ocasionalmente, sofocado de calor, bajaba al mundo para predicar en tono bíblico ante los lugareños, adiestrándoles incluso en el arte de dormir bien. Aunque el personaje sugirió que había gente hartándose de vino, jamás el autor se alivió con un chiste. El único consistía en imaginárselo por casa, trapeando el pasillo con el mostacho, buscando también el desierto.

"Hermano mío -decía Zaratustra con solemnidad-, si tienes una virtud, y esa virtud es la tuya, entonces no la tienes en común con nadie. Ciertamente tú quieres llamarla por su nombre y acariciarla; quieres tirarle de la oreja y divertirte con ella".

El otro concepto, el eterno retorno, significaba que el hombre estaba abocado a repetirse, a conocer los mismos objetos. Conocía cuadrados y otras formas geométricas, y que las puertas se abrían a un lado, que el aire soplaba, que había rectángulos, esferas, siempre las mismas formas, que necesitaba comer y por supuesto divertirse con la otra. No quería decir que al morir regresase la misma persona, ni que su alma volandera, abandonando el muerto, estuviera al acecho de otro cuerpo. El eterno retorno era más bien el fino hilo de un trazo, el de las características universales humanas, uniendo los siglos superpuestos como rodajas de piña.

"Volverán las mismas cosas con las mismas propiedades, en las mismas circunstancias y comportándose de la misma forma", añadió.

El otro concepto, la voluntad de poder, parecía significar que la gente estuviera despierta hasta las tantas de la mañana preguntándose qué era. Para Schopenhauer era la voluntad de vivir, y después dijo él que había que incluir el inconformismo, es decir, la pulsión natural de complicarse la vida queriendo influencia en la escala social.

"¿Queréis un nombre para este mundo? ¿Una solución para todos los enigmas? -decía Zaratustra mientras tanto-. ¿Una luz también para vosotros, los más ocultos, los más fuertes, los más impávidos, los más de media noche? ¡Este mundo es la voluntad de poder, y nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esa voluntad de poder, y nada más!"

En La Genealogía de la Moral se ocupó de los judíos, una raza a la que consideraba jartible.

"Los sacerdotes son, como es sabido, los peores enemigos. ¿Por qué? Pues porque son los más impotentes. Partiendo de esa impotencia, el odio crece en ellos hasta tomar proporciones colosales e inquietantes, haciéndose máximamente espiritual y venenoso. Los mayores odiadores de la historia universal han sido siempre sacerdotes, y también han sido sacerdotes los odiadores más ingeniosos. Con el genio y el ingenio de la venganza sacerdotal no puede compararse ningún otro. La historia del hombre sería una cosa realmente tonta sin el genio y el ingenio que han introducido en ella los impotentes: tomemos en seguida el mayor ejemplo. Todo lo que se ha hecho en este mundo contra los nobles, los potentes, los señores, los poderosos, no es ni siquiera digno de mención en comparación con lo que han hecho contra ellos los judíos: los judíos, ese pueblo sacerdotal que, al cabo, solo supo obtener satisfacción de sus enemigos y debeladores mediante una radical transvaloración de los valores de estos últimos, es decir, mediante un acto de la más espiritual de las venganzas. Y es que solo esto era propio de un pueblo sacerdotal, del pueblo de la más escondida sed de venganza sacerdotal".

En El Anticristo también dio la homilía religiosa, hablando del cristianismo. Él consideraba que el hombre era bueno por naturaleza y que no necesitaba engañabobos.

"El cristianismo tomó partido por todo lo que es débil, humilde, fracasado, hizo un ideal de la contradicción a los instintos de conservación de la vida fuerte; estropeó la razón misma de los temperamentos espiritualmente más fuertes, enseñó a considerar pecaminosos, extraviados, tentadores, los supremos valores de la intelectualidad. El ejemplo más lamentable es éste: la ruina de Pascal, que creyó que su razón estaba corrompida por el pecado original, cuando sólo estaba corrompida por su cristianismo".

En Humano, Demasiado Humano habló del sueño, debelándose como un precursor de Freud.

"Durante el sueño el sistema nervioso se encuentra continuamente excitado por múltiples causas interiores; casi todos los órganos se separan y se ponen en actividad: la sangre realiza su impetuosa revolución, la posición del que duerme comprime ciertos miembros, las mantas influencian sus sensaciones de diversas maneras, el estómago digiere y agita con sus movimientos otros órganos, los intestinos se tuercen, la situación de la cabeza produce estados musculares no acostumbrados: los pies, sin calzado, no hollando el suelo con la planta, ocasionan el sentimiento de lo no acostumbrado, del mismo modo que el diferente vestido de todo el cuerpo; todo, según su grado cotidiano, conmueve por su carácter extraordinario el sistema, hasta el funcionamiento del cerebro; y así, hay cien motivos de admiración para el espíritu, al buscar las razones de esa emoción; pero el sueño es el inquirimiento y representación de las causas de las impresiones así despertadas, es decir, de las causas supuestas. El que, por ejemplo, se envuelve los pies en dos fajas, puede soñar que dos serpientes se le enroscan: esto es primeramente una hipótesis, luego una creencia, acompañada de la representación e invención de la forma".

Marx, el coleccionista de curiosidades económicas

Marx, me debe usted dinero.

Carlos Marx vivió a mediados del siglo XIX, cuando la Unión Soviética estaba conducida por los zares. Entonces compareció en la escena política planteando un sistema socialista, comentando tres conceptos influyentes de la economía, es decir, la plusvalía, la estructura y la superestructura. La plusvalía en general aludía al valor en sí del trabajo y a su valor económico en el mercado, así como al incremento de la ganancia, vendiendo el producto más caro. Esto permitiría hablar luego, en el ámbito del Derecho mercantil, de cuándo pertenecía al hombre su trabajo y cuándo a la empresa, por emplear sus medios o bien, sin hacerlo, por idear un patente en el transcurso de la relación laboral.

-Yo no sé nada. Que pague el que más tenga.

La estructura y superestructura eran como una aceituna, es decir, el hueso el gobierno y la superestructura la población. Marx, que solía anotar curiosidades visitando lugares, se fijó una vez en el trato del camarero con el cliente. Si una persona pagaba en un bar un plato de aceitunas, las aceitunas le pertenecían, es decir, que al marcharse sin catarlas abandonaba una propiedad. Después era lógico que el camarero, como siempre, las retirara del mostrador, tirándolas al cubo de la basura. No obstante, también podía optar por comérselas él, acogiendo en su cuerpo la propiedad ajena. Si acaso el abandono fuera un billete, quizá por descuido del cliente, el análisis del mostrador sería distinto. En este caso el camarero le haría ver su olvido en la siguiente visita, devolviéndoselo, máxime siendo cliente habitual. No obstante, tenía la opción de quedárselo, volviendo a tener así la propiedad de otro. En definitiva lo que Marx quería explicar eran los motivos de una empresa para hurtarles el billete a sus propios trabajadores. Dijo que el alimento, por tratarse de un bien perecedero, admitía la disculpa, pero en cambio no el billete, que podía ser reintegrado.

En el seno de la empresa esas actuaciones contagiaban al trabajador con los malos síntomas del jefe, invitándole a dejarse llevar, actuando igual en detrimento del conjunto. En definitiva, si la estructura gubernamental era débil, es decir, de peor calidad que la población, como un chicle maleándose, la superestructura adoptaría el mismo comportamiento, echándose todo a perder.

"Todo objeto útil, el hierro, el papel, etc. -escribió en El Capital– puede considerarse desde dos puntos de vista: atendiendo a su cantidad o a su calidad. Cada objeto de éstos representa un conjunto de las más diversas propiedades y puede emplearse, por tanto, en los más diversos aspectos. El descubrimiento de estos diversos aspectos y, por tanto, de las diferentes modalidades de uso de las cosas, constituye un hecho histórico. Otro tanto acontece con la invención de las medidas sociales para expresar la cantidad de los objetos útiles. Unas veces, la diversidad que se advierte en las medidas de las mercancías responde a la diversa naturaleza de los objetos que se trata de medir; otras veces es fruto de la convención".

De aquel modo acabó influyendo en el proletariado ruso, la palabra bautismal de la clase masiva. La ideología socialista, que preconizaba, consistía en atajar el poder bruscamente, es decir, sin esperarse a que el capitalismo se aburriera de jugar con sus juguetes. La empresa socialista, al igual que la capitalista, también tenía un jefe, pero la diferencia era que cobraba lo mismo que sus empleados. Dicho de otro modo, su estímulo para lograr el cargo era la ambición intelectual antes que el sueldo.

Tras la revolución de 1917, Lenín culminó la tarea instaurando el sistema en Rusia. Desde entonces la lucha obrera alcanzó varios objetivos fundamentales, como la mejora de los horarios y salarios. Instauró en el calendario el fin de semana obligado de dos días, esta vez de acuerdo con todo el mundo, con todo el mundo incluyendo a los economistas liberales, pues se demostró que el descanso era bueno para que el obrero trabajara con rendimiento al menos durante cinco. Se instauró el derecho de huelga, así como el de representación del trabajador en su propia empresa, eligiendo delegados para el comité de empresa, al objeto de dirimir con el jefe el interés colectivo. Los contratos quedaron vinculados a cláusulas legales, dirimidas por tribunales laborales, evaluando las contraprestaciones que fueran abusivas. Al mismo tiempo ley penal acogió el tipo de la extorsión, impidiendo el chantaje del superior al subordinado. El trabajo comenzó a parecerse a la lógica, pues el coste en crímenes y altercados de la etapa anterior superaba matemáticamente el interés de todo el mundo.

Josiah Royce y los datos mínimos

Una copa de luz en el despacho. Una mesa lacada de roble con papeles. Una silla ergonómica de cuero marrón. Varios diplomas en la pared. A la derecha, junto a la ventana, un diván negro. A la izquierda, una maceta de terracota con una aspidistra erguida, y a continuación la puerta del aseo. Josiah Royce practicaba allí la sicoterapia, que consistía en algo tan simple como presentarle a la gente al paciente tímido. También consistía en quitarle el miedo llevándole al sitio que se lo provocaba. Por otro lado, entre sus amigos estaban Emerson, que también era de Boston, así como a William James, de quien admiraba sus estudios sobre la histeria y la hipnosis. Él, por su parte, escribió La filosofía de la Lealtad, donde opinaba que la fidelidad protegía el núcleo familiar y cohesionaba a la sociedad.

Otro de sus amigos fue Pierce, del que aprendió el pragmatismo, y aquel paciente que le visitaba a menudo se llamaba Thomas Aldrich Baley, el anciano y enigmático director del periódico de la ciudad. Aldrich, con su habitual tono apagado, a menudo solía quejarse de pasarse el día en la redacción riendo y llorando a la vez, con las noticias buenas y las malas. Parecía una tortura tener que resistirlas con el mismo temperamento, mas era extraño también que a su edad aún no se hubiera acostumbrado. Un día Aldrich se despidió dejándole en la mesa un regalo, un sobre de colores con un cuento de dos frases, titulado Sola y su Alma.

"Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta".

A Josiah le extrañó que algo tan breve pudiera considerarse un cuento. Tras su lectura cerró el sobre y lo guardó en el cajón, pasándose toda la mañana ironizando acerca del motivo para que el anciano fuese tan breve. Quizá tenía una cita urgente para debatirse, a su provecta edad, bajo el peso de mula de alguna gorda. Después no pudo resistir la curiosidad y leyó el cuento de nuevo, queriendo hacer un examen al modo de sus colegas abogados y sicoanalistas, capaces de armar un argumento con datos mínimos. En principio, según las dos frases, estaba claro que había una sola superviviente en el mundo, y la causa podía ser un cataclismo.

Él pensó en una posibilidad más: que fuese un mensaje cifrado, como un hilo suelto de índole inconfesable en la vida del anciano. La última vez solamente estuvo yendo al baño, y de regreso parecía esconderse detrás de la maceta. Quizá se creía enfermo sin estarlo. Dijo algo insuficiente, quizá una de sus baratijas morales. Al parecer el puritanismo hacía su agosto en Boston, es decir, que veraneaba en invierno. También pudiera ser, teniendo en cuenta su avanzada edad, y sobre todo los presagios de la guerra mundial, que Aldrich se estuviera entrenando, de un modo inconsciente, para despedirse de la vida, como anhelando el reencuentro póstumo con algún ser querido.

Josiah Royce quería deducir quién era la mujer del cuento, así como quién llamaba a la puerta. Decidió entonces llamarla Cunegunda, y añadió una frase más, y luego otra hablando de su silla y de la melancolía en su ventana. Consideró que Cunegunda no estaba ahí por gusto, sino por causas mayores, puede que por tener cortadas las piernas. Sin embargo, desagradado con esta idea, decidió ponerla a caminar, por la calle, a ver cómo evolucionaba paseando. Así pues, Cunegunda avanzaba por la tenebridad silenciosa de la calle, fresca como atardecer de patio, como sombra misteriosa de las fachadas, oyendo el roce de sus zapatillas sobre los adoquines.

"Cunegunda walked alone down the street when there was above the moon", diría la voz omnisciente y varonil de un documental.

En un momento dado abrió la puerta de una casa, y comprobó que en realidad estaba todo el mundo dentro, comiendo roscos. Pudiera ser que su soledad se debiera a la ausencia de un ser querido, tal vez un marido, su novio, el amante o un hijo, alguien demasiado importante para que el mundo tuviera sentido. Por eso Cunegunda, la mujer del cuento, permanecía en la ventana, viendo caer las hojas, lentamente los copos de la nieve en el cristal, deseando que la despertara alguien llamando simplemente a la puerta.

Entonces fue cuando llamó alguien a la puerta, aporreándola varias veces, como si encima de cada hoja hubiera un pavo. Cunegunda acudió rauda para abrirla. La precipitación se mezcló con el tabaleo de la silla detrás. En el intervalo de tiempo cabía la opción de que no hubiera nadie, o bien una carta anónima, a sus pies, con intención de mantenerla entretenida toda la tarde con una perrera de probabilidades suculentas. Cunegunda regresó al asiento y la leyó, rastreando al posible autor en las fachadas. No se conformó hasta que, humeante de eficacia íntima, tuvo mil dudas a su disposición. El dedo terne circuló en el vaho del cristal durante unos instantes, apagando el deliquio con una lágrima furtiva, calculando desde su posición la morada más probable del calenturiento desconocido. Bastaba con eso. Era innecesario ir más allá para conocerle, es decir, yendo al periódico de Aldrich a poner un anuncio de contactos, momento el cual, evidentemente, sería ella la que llamara a una puerta.

Las pesquisas hacían sospechar que la puerta que Cunegunda tenía cerrada no era la de su casa, sino la del amor, y por consiguiente el mundo deshabitado al que se refería era su corazón. Al ser así, la llamada tampoco fue con el puño, sino con otra garantía del sonido, el sexual. La filosofía de Josiah tenía apoyo en la idea de que el pensar humano y el mundo exterior andaban entrelazados, y eso le condujo a la siguiente hipótesis, la de que había una identidad oculta entrambas líneas, probablemente un señor, llamando a la puerta y accediendo a la vivienda, ciñéndola con bravura del talle en el vestíbulo, volando con ella por el pasillo como quien birla una sábana, llegando a la alcoba a establecer un acuerdo de opresión y fuego, entre sábanas malolientes de pasión devastadora, deshecha la ropa en el pulpo del amor, explorándose los cuerpos con la boca, frenéticamente, sofocando el silencio con el bronco y gemido beso.

Eso era en lo que realmente aquel maldito anciano del periódico pensaba cuando escribió esas dos líneas. Aldrich era un pilluelo. Puede que se divirtiera así ante las puritanas comadres de Boston, queriéndolas llevar al sueño erótico, haciéndolas pensar que era el mejor heraldo de la lujuria, sugiriendo que la silla no era una silla, sino un sofá cama singlando el mar de la faena sexual. Gozosa ella en el agitado encanto, gozoso él en la termoteta climatérica del amor, ella siendo su mejor músculo y él su gimnasta incansable, entonces ambos oyeron de repente, desde la cama, que de nuevo alguien, por el amor de dios, llamaba a la puerta, inoportunamente, con varios golpes secos, provocándoles el desasosiego, desmintiendo así, de principio a fin, que hubiera ocurrido el final mundial del mundo.

-¡Que le den morcilla! -, exclamó él disgustado.

-¡Es mi madre! -respondió ella sentada-. ¿¡Cómo puedes decir eso de mi madre!?

Josiah Royce, convencido de haber dado en la diana, respiró hondo en su despacho, ante la ventana. Puede que ahí no acabara la cosa. Al día siguiente, tras una noche en vela, quería seguir con las pesquisas. Fue entonces, al abrir la puerta del despacho, cuando se encontró de nuevo un sobre en el suelo, de colores, con otro cuento, también firmado por el jodido Aldrich, esta vez titulado Llamada.

"El último hombre de la Tierra estaba sentado a solas en su habitación -decía literalmente-. Llaman a la puerta…".

Josiah se había pasado años admirando a sus amigos abogados, capaces de montar guardia ante una hipótesis mínima. Pensaba que existía un sentimiento irrecuperable en el anciano, el de su madre asomada a la ventana, sola esperándole a él. Muerta.

Darwin y la evolución de las especies

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