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El sucesor (relato)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

  1. La Célula que viaja en el Tiempo
  2. Una Historia Española
  3. Epílogo Epistolar Picantón

La Célula que viaja en el Tiempo

1

El microscopio

El Centro Nacional de Investigaciones Científicas era un edificio blanco imponente con un letrero en la puerta. Dentro, en el laboratorio, estaba la doctora Lorente, una gordita interesante que cuando se inclinaba parecía una calentona. Comentó algo sobre un pleito con la doctora Klauser y luego se puso al microscopio a mirar una célula. Eran las diez de la mañana en el reloj de la pared.

"Si un hombre sueña sobre una mesa un desayuno vería un vaso de zumo, una taza y un plato, un cenicero, un encendedor y un pitillo para después. Una línea concatenada formaría un dibujo con los objetos, sobre todo si el mantel fuese de papel. Se parecería a las organelas unidas por el citoesqueleto. Si la mesa fuese del tamaño de un folio sería más fácil ver los contrastes del movimiento a diario. Es así como funciona un microscopio de barrido electrónico con su sensor atómico, haciendo posible la visión de algo imposible de ver"

La célula tenía un funcionamiento lógico con una conversación interna. El citoesqueleto permitía que conservara esa forma. Estaba describiendo una secuencia para fabricar una proteína con aminoácidos. El tinglado se parecía a una gasolinera, y los aminoácidos a ladrillos, que combinados daban lugar al compuesto. A veces la doctora pensaba en la dificultad humana para fabricar una almendra. El cuerpo tenía un conocimiento interno mucho más sofisticado que su apariencia. Normalmente la persona se preocupa sólo de comerla, ajena a la circunstancia química, a la organización minuciosa de cuantas moléculas de calcio, metionina u otras haya. Algo así queda fuera del alcance habitual, aunque el estómago sí las distingue con facilidad, detectando las que más le convienen.

El ADN, que alude a los genes y cromosomas, significaba que tan solo en una célula estaba contenida toda la información del individuo. El núcleo parecía una cabeza que pensaba. La secuencia de funcionamiento tenía una clave secreta. El núcleo, empleando nucleótidos, comprendía a qué alimento había que permitirle el paso en la membrana, que disponía en la superficie de cerraduras exactas para encajar las partículas dispensadas por la sangre. Si el núcleo estuviera formado por personas, estarían mirando en ese instante un panel con indicativos, verificando todo el exterior.

"La célula se parece a una casa cuando llega el coche del supermercado con la compra. Las cosas puede meterlas dentro el recadero o el dueño. En citología la acción recibe el nombre de ligando para la endocitosis. Por doquier en una casa corre el oxígeno, un gas que sobre la célula es dispensado por los glóbulos rojos que recorren la sangre. Dentro de una casa el individuo respirando sería equivalente a la mitocondria del interior celular, encargada de la homeostasis adecuada al funcionamiento interno, generando como energía ATpasa. La exocitosis es el reverso de la endocitosis y describe el análisis de los residuos. El fagosoma los envuelve en vesículas y los expulsa, acción que se parece al individuo sacando la basura o efectuando una deyección en el váter".

ATPpasa evitaba la oxidación. La energía general de la célula se denominada adenosín trifosfato. Tras la descripción del panel nuclear, el ARN mensajero impartía órdenes a las organelas para que no detuvieran el ritmo. La cantidad molecular iba llegando a los departamentos, a los retículos endoplasmáticos liso y rugoso, y después al aparato de Golgi, que añadiendo algún azúcar ultimaba el compuesto. Parecía una cadena de montaje. A continuación el sistema se quedaba con una muestra, a disposición del núcleo para recordar en lo sucesivo cómo fabricar más rápidamente lo mismo.

La genética, como estudio de tantos datos nimios, necesariamente obligaba a pensar en la herencia con su futuro posterior. Quizá era bueno pensar que si había una célula capaz de viajar en el tiempo, dicho tiempo estaría también dentro del cuerpo. En una sola célula había tal cantidad de datos que parecía mentira, como el color del pelo y los ojos e incluso el insignificante espacio del poro capilar, haciendo pensar que cada palabra o frase que pronunciara el individuo después venía determinada con su fecha exacta, esperando la ocasión de abrirse a una hora precisa ofreciendo la información pertinente.

-Es mía -, dijo la doctora.

2

El sofá como máquina del tiempo

La memoria está formada por los recuerdos de la vida. Su archivo central está en el hipocampo, acerca de cuyo funcionamiento tan sólo se han establecido parámetros aproximados. En líneas generales un recuerdo es un viaje íntimo en el tiempo, y distinto a un viaje físico. En este caso el sujeto, como en un cuento, se imaginaría a bordo de un platillo volante. El hombre en general puede jugar a recordarse desde el futuro, cosa que implicaría un desplazamiento a lo largo de su línea vital. Un asunto así no está exento de lógica dada la relación consanguínea que mantiene cualquiera con sus ascendientes y descendientes. La evocación sería tan placentera como la naturalidad de calmar la sed o poner el pie en la calle. Si el hombre, de un modo inconsciente, estuviera viajando así desde siempre, pensaría también que regresara con información extraña, que de no pertenecer a un recuerdo, lo haría a una genuina evocación imaginaria.

Debido a las características de su oficio, en algún instante los escritores piensan que contactan con sus personajes, representándoselos como rostros familiares, como amigos o conocidos de probables vidas anteriores. Es uno de los caprichos elementales de la divagación filosófica, que estimula la sensación de que los ideados personajes se instalen un rato en la cabeza, transmitiendo algún dato. Es probable más bien que dicha compañía no sea cierta, es decir, que cualquier dato esté antes en la cabeza, atrapado en algún lugar remoto del recuerdo. Es preferible pensarlo así, con lógica, para mantener la franqueza en la enrarecida atmósfera que provoca el tema. Evita andar por casa pensando que hay alguien más, un ser requerido, acercándose en un vaho misterioso.

Por eso, ante el temor de parecer un orate, el filósofo inventó hace tiempo un término de respetabilidad: la doxa, que es posiblemente la única soledad que falta en su rutina. La lógica le advertirá que el supuesto invitado seguirá siendo él mismo. Si acabara convencido de telepatías preferirá achacarlas antes a la buena información que a otra cosa, pues sin duda los teléfonos móviles y todo eso facilitan que cualquier información llegue antes que su propietario. Ocurre como cuando alguien, dándose la vuelta, no advierte que tiene espalda, como buscando las gafas, provocando en la mente estímulos imprevistos, abriendo y cerrando cajones, mirando sillones y por último, en virtud de la vista nublada, desconociendo exactamente quién ha pasado tan cerca.

David Hume o Heidegger fueron dos pensadores que aludieron al esfuerzo que debe asumir quien lo practica distinguiendo las impresiones falsas de las verdaderas. Hume las denominó primeras y segundas impresiones. Significaba que las imágenes verosímiles de la experiencia quieren parecerse a las evocaciones simplemente imaginarias, como las de un relato, obligando a la búsqueda de la diferencia. Para contestar hay en el cerebro un órgano especializado llamado cuerpo calloso, que con naturalidad acaba comprendiendo qué imagen pesa más. Heidegger por su parte consideró, como si hablara de peluquines, que había un cerebro común a varias cabezas, visitándolas para dejarles información. Probablemente se refería a que hay personas insignes que se recuerdan, pasando por las cabezas de su memoria cuando se las invoca.

De vez en cuando la mente necesita descanso. Parece ser, en lo tocante a viajes en el tiempo, que es más fácil imaginando que esas cosas ocurren en un platillo volante. Es el recurso habitual de la ciencia ficción cinematográfica tan aplaudida por el público. Hay efectos especiales prodigiosos, consecuencia de una producción informática inverosímil, capaz de recrear espectaculares escenarios y movimientos más audaces que una foto. La pregunta es si eso mismo, hecho por el hombre, no es ya en sí mismo de ciencia ficción, como se pensaría los fabulosos montajes, pareciendo que el fuselaje del aparato galáctico está repartido por las salas de proyección, a la vista del aplauso.

Cabe hablar también de la inmortalidad, uno de los temas recientes que interesan a la ciencia. Sus avances modernos permiten ya comentarla con más hábito, seriamente, algo que hasta hace pocos siglos sería descabellado, tan sólo útil para una broma. Sin duda es evidente que el planeta está habitado por una raza que anda por las calles. El concepto elemental aludiría al periodo celularmente común que separa el pasado del presente, donde lo eterno estaría constituido al menos por el tiempo y la célula, siendo distinta simplemente su forma.

"Nada se crea ni se destruye -, dijo una vez Demócrito-. Sólo se transforma",

La inmortalidad se comprende con facilidad ante un árbol genealógico. Hay una construcción milenaria en atención a la edad del planeta, ordenada y sucesiva, perdiéndose en el olvido. Alguna célula de antaño estará problamente en el futuro. La genealogía debela que el individuo tiene ascendientes y descendientes, padres y madres, hijos e hijas, abuelos y bisabuelos, decenas de ramales atávicos con huellas y fenotipos. Alguna célula, subiendo la rampa del tiempo, se colaría después, heredándose iguales gestos, conductas o manías, alertas emotivas y similares categorías, en un individuo por completo distinto. Abuelo tras abuelo será obvia la herencia del genotipo, como el capilar o la regularidad ósea. Una incógnita sería si también se heredan imágenes vívidas de otra época, aguardando la desprogramación dentro de una célula posterior, facilitando el fragmento. La línea longitudinal del tiempo sería una alineación fluida cuanto menos en el imaginario mental. Suele suponer a menudo una economía hogareña del estar descansando en el sofá, pensando en ello. El individuo, cómodamente, jugaría un rato a instalarse en otro tiempo, albergado por un pariente, acaso en alguien con afinidad física, como un doble. La correspondencia sería más amplia teniendo en cuenta otro tipo de afinidades, como las etopéyicas o morales. En virtud de las células del carácter consanguíneo, el individuo incluso bromeará por su facilidad para permitirse ese tipo de deleites viajeros, soñando que por un instante ha visto por otros ojos. Se imaginará desplazándose por su ramal de antepasados impensables, intuyendo la familiaridad. La célula, acomodándose en otro cuerpo para la demora, sería como una persona ante una encrucijada de caminos, decidiendo por cuál transitar, si por la rama materna o la paterna. La broma continuará diciéndose que más de una vez ha sido pariente de todo el mundo. No obstante, si la herencia de marras fuese tan distinta a la consanguínea como un tesoro, en la broma alegará que en ese caso es mejor pensar en dónde no ir tirar el dinero. De producirse de un modo volitivo un viaje así, pensándolo tan sólo románticamente, no sería exagerado retrotraerse un par de siglos atrás, máxime teniendo en cuenta que con arreglo a los millones de años del planeta una cosa así sería equivalente al arañazo en una naranja.

Los supuestos fragmentos de otra vida acaso tengan una explicación lógica. Sería más sensato divertirse, antes de darlos por seguros, evaluando los descartes, pues pudieran estar ocasionados por algún anuncio de televisión, por una antigua escena cinematográfica, por algún letrero pasajero de la calle o por cualquier circunstancia publicitaria, y sobre todo por alguna foto del álbum familiar, cuando no de un cuadro colgado en la pared. Son los pasajeros que suelen instalarse en el subconsciente, esperando que la evocación de algún tema produzca una conexión.

La retina, que percibe más de lo que el individuo cataloga, contribuye cada día al juvenil ilusorio. Oportunamente la lógica detonará su claridad, y el individuo se complacerá viendo cómo prevalece sobre la confusión. El cerebro actúa así por ser el primer interesado en la supervivencia del cuerpo que ocupa. Aún así sigue siendo cierto que una parte del cuerpo es mortal y que algunas células no. Dicho de otro modo, de no ser así habría personas sin antepasados, cosa que sí sería extraña.

Un enigma más es suscitado por la mutación de los seres humanos. El lenguaje médico, de consuno tan intrincado, es el lenguaje que emplea el cuerpo dentro. Lo que fuera se llamó pan, dentro se llama carbohidrato. La carne se llama así en el exterior, mas dentro se llamará proteína. Incluso la proteína, cuando entra en la célula, volverá a cambiar de denominación, obligando a hablar de aminoácidos, componiendo las proteínas inexistentes de la dieta. La primera conclusión pareciera clara. Pese a estar hechos de lo mismo, hay narices y dedos distintos, individuos más gordos que delgados y más altos que bajos.

"Elogio de la diferencia: si dos personas fuesen exactamente iguales, significaría que hay dos partes iguales. Si una almorzara a las tres de la tarde, la otra también lo estaría haciendo a esa hora. ¿No es eso lo que ocurre en todos los demás casos? La diferencia comenzará pellizcando el pan. Una necesitará dos dedos y la otra tres, y así irá ocurriendo en los demás casos, produciendo sucesivamente otras diferencias en función de más detalles nimios".

En el supuesto categórico de que alguien en el planeta hubiera alcanzado la inmortalidad, se sospecharía que fue fruto de un proceso muy complejo. Una cosa así requeriría unos cuantos aparatejos complicados, fórmulas químicas difíciles y costosos ensayos de laboratorio. Sin embargo, quizá todo ocurra con la naturalidad de la rutina, a las claras del día, haciendo ver que la normalidad es una rareza, sin provocar ni un solo rasguño ni el mínimo quebradero de cabeza. Una casta de personas, de un modo elemental, habría logrado descifrar un portentoso secreto, paseando por las mismas calles que los demás, departiendo en sus cafeterías, conduciendo vehículos, nadando en la playa, sin que la gente de alrededor lo notara. Ni siquiera se sospecharía aunque ellos mismos lo hablaran de viva voz. El humor, por otro lado, acabaría complicando más las cosas. Tendrían un comportamiento convencional. Abrirían las puertas como todo el mundo. Nada sería raro, ni siquiera que después las cerraran lentamente, sin hacer ruido. Comprenderían los volúmenes del paisaje, sus olores y sabores, los horarios y el descanso. Nadie jamás advertiría nunca el asunto. Ellos, sin embargo, se dirían que lo suyo es más simple de lo que se piensa. Se verían para tomar un café, comentando sus cosas, como es lógico.

La pregunta más práctica al respecto tendría que ver con la sicología, es decir, cómo se comportaría alguien eterno, tan harto de vivir. Puede que sea simple, de una simpleza espectacular, que de no ser por la maldad lo parecería. Haría comentarios claros, inocentes y sencillos, probablemente sin vanagloriarse de su extraño privilegio. De una sinceridad pasmosa, parecería violento ante el prójimo. Puede que el cerebro sea muy versátil y que por sencilla petición de su propietario se convenciera de un viaje en el tiempo, apañándoselas para darle verosimilitud. Quizá el cerebro disponga de un mecanismo desconocido y a la vez evidente, esperando un momento que parece infantil. Entonces el individuo citará su interés y sin ser del todo atrevido el cerebro le llevará sutilmente.

La gente suele indagar en esas cosas en la edad madura. A esa edad hay pocas energías y las que quedan son tan sólo para aguantar un par de convicciones. Sobre todo hay escepticismo, que ha matizado de sobra el carácter. El individuo, sin culpa alguna por carecer de prisa, se entregará liberalmente al sofá, su máquina del tiempo particular. Su experiencia le ofrecerá atajos limpios para obtener respuesta. Ha visto cinco veces la misma función y se complacerá con el aburrimiento, empleando como arma social de sus devaneos solitarios la inveterada socarronería. Majestuosamente repatingado se dará al goce de toda la inmortalidad que le dé la real gana. Carecerá de miedo a no regresar en toda la noche de su viaje estelar. No obstante, si se perdiera durante trayecto, tarde o temprano la mente le rescataría.

"Un viaje en el tiempo no sirve para nada si no es para acertar una quiniela millonaria".

Es uno de los argumentos que permiten tomar tierra. Cualquier elucubración caería derrotada ante una quiniela, pues no en vano es una giglótica de precisión. Cuando la mente echa mano a un argumento así está diciendo que hay que confiar en ella, pues de nuevo se impone con una lógica palmaria. No obstante, quizá el individuo, con tal de seguir pensando, se diga que todo ocurrió ya, es decir, que si la mente avisó con la quiniela fue para despistar, evitándole el susto, alguna inquietud o cualquier sorpresa morcillera de otra época. Se diría que de tanto imaginar el individuo puede acabar viviendo dentro de su imaginación, como en un globo que se aleja. Sin embargo, de ser mucha, acabaría derramándose en la realidad. Es un proceso que tiene que ver con la glándula pineal.

El fenómeno se parece a la existencia de varios guionistas cósmicos, alguno de los cuales pudiera estar dirigiendo el mundo, es decir, que tras su tener éxito acabó suscribiendo con su criterio el comportamiento general. Para él la imaginación tendrá otro significado. Su vida seguirá transcurriendo viendo afuera las ideas que antes solamente estaban alojadas en su cabeza, como las de cualquiera. La carrera de espermatozoides en también permitiría evocar el tema. Durante la gestación los padres suelen preguntarse cómo será su criatura. Después, cuando alumbre la mujer, su presencia confirmará qué habitante de la ciudad seminal ha llegado a la meta. Anteriormente, cuando tan sólo era una célula, trepaba por las paredes uterinas en compañía de miles de semejantes. El endometrio, en virtud de la hormona foliculoestimulante, preparó el óvulo para él. La carrera del exterior, en compañía de todo el mundo, acaso tenga también una meta única. El paisaje se parecerá a un embarazo inmenso con millones de equivalencias, tantas como descargas seminales del varón en la hembra. Una célula que viajara volitivamente a cualquier época se instalaría en un cuerpo distinto con el objetivo de diseñar sus cromosomas a su antojo, convenciendo de sus parámetros al receptor. La mutación se correspondería con afinidades. En la carrera seminal se hablaría de los datos desestimados de un solo individuo. Luego, durante su crecimiento, el gen triunfador recuperaría cualidades de sí mismo olvidadas en el útero, las cuales a su vez también estarían en la calle.

El tema del viaje en el tiempo hizo pensar alguna vez que la célula viajera guardaría relación con la vista. Acaso se trataba del gen 42 de alguna neurona de los colículos superiores, un pequeño órgano no mayor que cabeza de alfiler situado en el puente del bulbo raquídeo. Agazapada en el interior cerebral pulularía con una inquietud distinta. Hablando de la infinitesimal percepción lumínica, así como de la sensibilidad necesaria para combinarla, se advierte que la célula es asimismo más pequeña que una letra. A su vez las letras de un texto guardan relación con las matemáticas, dado que al menos la suma de palabras arroja una cifra. Sumando caracteres hay otra distinta. Sumando espacios vacíos también, y cada suma un nuevo guarismo. Una tenue línea invisible con una combinación exacta conduciría cada texto. La cantidad de textos propondría una contabilidad inmensa, algo imposible de asumir aunque la idea sea cierta y sugestiva. Dicho de otro modo, poniendo un número habría un texto después, cosa que por supuesto se corroboraría si varias personas coincidieran. La ciencia suele emplear las letras para describir sus secuencias, y una de ellas, alusiva a la genética, se cita como GATAGA. La vista, de un modo fácil, puede permitirse al menos la ilusión de que la G tenga un significado amplio. Para los semióticos ocurre algo así cuando ponen la lupa sobre un texto, mirando la forma, por si alguna vez fue un caracol, quizá mirando la forma de las palabras rodeadas con bolígrafo. La semiótica estudia incluso la forma de los espacios vacíos, por si en el negativo hubiera otro idioma. Ese juego antaño, durante las guerras, sirvió para descifrar mensajes secretos. Con el microscopio sucede algo así. Mientras la semiótica plantea si una letra es la simplificación de un volumen, el microscopio observa un sistema de simpleza imponente.

Pese a su tamaño infinitesimal la célula tiene una verdad que funciona. Las señales de tráfico de las avenidas pertenecen también a la categoría semiótica, cuyo fin práctico es ahorrar explicaciones. Así lo hace el símbolo del aseo indicando el de caballeros, donde finalmente siempre acaba cualquier viaje en el tiempo.

3

Hipnosis

A las once de la mañana estábamos hablando del quiasma óptico. El quiasma óptico está formado por dos nervios que se cruzan detrás de los ojos. Atraviesan el esfenoides, el hueso que sostiene la cara, y sus genículos laterales rodean al tálamo, que es el centro de retransmisión cerebral de los sentidos.

"Un dedo puede oscilar y la mirada puede seguirle. De otro modo, estando el dedo quieto y moviéndose la cabeza, es más difícil advertir su presencia. En la calle ocurre lo mismo".

Cuando se apaga la luz puede verse la preeminencia de la vista sobre los demás sentidos. La luz evidentemente no necesita sonido. Hay una distancia entre un ruido y otro. La luz permea la córnea y pasa al humor acuoso de la cámara del cristalino, que está situada delante del iris. Es la zona más vascularizada del ojo y contiene un diafragma muscular que se abre y cierra a causa de las contracciones del músculo ciliar. La falta de luz en cambio lo relaja, dilata la pupila y contrae el cristalino. La pupila es un orificio vacío en el centro del iris, y por ahí se produce la conexión lumínica. El hilo de luz circulará por el nervio hialino, que está situado posteriormente, en la cámara vítrea, a su vez llena por una masa gelatinosa en la que se desplazan las hebras de luz. Al fondo está la retina, que funciona como una pantalla de proyección. Las variopintas hebras lumínicas se ordenan. Las células de la retina van deslizándose hasta configurar la imagen, cada una aportando una pizca de color. Son células de índole neuronal y se denominan conos y bastones, aunque además hay otras, como las células dendríticas y las horizontales, que ayudan a la configuración del plano calculando parámetros generales, atentos a la distancia, al tamaño del objeto y a su peso aproximado.

Acaso si la letra que diera la pista de un viaje en el tiempo fuera una a, sin duda estaría en las palabras que faltan. Una vez que la decusación cruzada del quiasma rodea al tálamo, y una vez que este estudia la retransmisión, devolverá a los ojos una orden de acierto o negación, puede que para pestañear solamente o para tocar el objeto y alejarse. Para que la conexión sea aún más precisa se producirá una conexión subsiguiente en los colículos superiores. Cada uno impartirá orden a sus axones, que a su vez contactarán con los ópticos del nervio hialino del humor vítreo. En esta cámara, en cuyo centro macular está la fóvea, hay células que sirven para dar más nitidez al grueso de la percepción. De no ser así se produciría un nublado, posiblemente causada por una epirretinopatía macular o una diplopía. La diplopía ocurre cuando el estímulo visual pasa a un ojo antes que a otro. El cerebro, para no confundirse, anula uno de ambos y privilegia al otro, debilitando al que desestima.

La colaboración óptica y talámica permite ver que todo sucede a la vez. El tálamo continuará repartiendo a los órganos adyacentes del encéfalo sensaciones simultáneas, verificando a gran velocidad cuantos estímulos acontezcan. Uno de los órganos del tálamo es el pulvinar, que está situado en el puente encefálico. Allí los neurotransmisores están especializados en la concentración, y los neurotransmisores se definen como compuestos químicos usados por la neurona para ocupar las vías nerviosas facilitando la fluidez conectiva. La acetilcolina es uno de los más frecuentes, y suele alimentar la musculatura, y en el giro ocular concretamente a los seis músculos que lo gobiernan.

El glutamato es el neurotransmisor implicado en la producción de pensamientos asociados a la visión. Una vez que el estímulo finaliza, actúan los neurotransmisores relajantes, como son el ácido gaba en el sistema nervioso central, y la glicina en el esquelético, así como la melanina de la glándula pineal ante el sueño. Pese a la limitación visual, tanto del campo como de su potencial, la sensibilidad humana es grande, y puede comprender enseguida incluso el vibrar de una mariposa en su vuelo ligero, proyectándola en la retina. Estando la mariposa en el jardín o bien volando en la cocina, el hipocampo verá si la recuerda, haciendo uso de archivos anteriores. En caso positivo ofrecerá conclusiones rápidas. Si la presencia del insecto produjera inquietud, en la amígdala, cerca del hipocampo, se activará una alerta de reconocimiento, cuya incertidumbre dará paso a un periodo de relajación denominado resiliencia. El hipocampo actuará igual con los olores, de cuyo estudio se encarga la nariz. Las células mitrales del bulbo olfatorio que hay sobre el hueso criboso del etmoides trasladarán la sensación al tracto entorrinal. Además el cuerpo mamilar, una membrana situada allí, colaborará describiendo una onda para averiguar variaciones repentinas del estímulo, puede que por mezcla súbita de un aroma provocando un efecto desconocido. Aunque el archivo de vuelos anteriores estimule la memoria, el propio ojo tiene la suya: sus propias células, sin necesidad de alargar más el trámite, pueden tener memorizada alguna secuencia, ahorrando así insistencia al hipocampo. Asimismo es probable que estén memorizadas las características de los alimentos. Se hablaría del ejercicio muscular que efectúa la mano cortando el pan y que el clásico alimento de la cocina necesita ante todo un cuchillo. Los corpúsculos de la piel verificarán la presión que la mano ejerce en el instrumento, conduciendo la sensación por la columna vertebral, hacia el tálamo, para que divulgue la retransmisión. La concatenación neuronal de chispas eléctricas que conducen por la vía nerviosa la percepción se parecerá a la quema veloz de motas de café de un fogón visto a oscuras. Los corpúsculos de Pacini anotarán la presión palmar del objeto, el frío los corpúsculos de Krause y los de Rufini la calidez. De la temperatura general del cuerpo se encargará una hormona llamada tirosina, cuyo centro productivo está en el tiroides, la glándula situada en la garganta. La hormona parte de ahí y registra en el torrente sanguíneo el aviso de conservar la grasa, que tan fácilmente atrapa el calor.

Si los nombres del cuerpo desaparecieran un día, desde luego habría que estudiar la medicina de otro modo. Si abandonaran la denominación habitual, habría que aludir de otro modo a neuropéptidos como la grelina, cuya misión es avisar arriba, en el núcleo arcuato del hipotálamo, del hambre y la saciedad. Por eso los especialistas se decantan por una comprensión general del sistema. Desaparecidos los nombres, lo único claro sería que el primer laboratorio fue la cocina, estudiando los alimentos. Teniendo en cuenta que por tradición los manejaron las mujeres, de un lado los médicos serían sus hijos y de otro las médicos sus madres. Durante la masticación el oído, oyendo el yantar, así como la lengua saboreando, no dejarán de simultanear sus funciones. El nervio que hacia el tálamo conduzca el impulso auditivo será el abducente, cuyo hábito transitivo es la acetilcolina. Las neuronas fabricarán este neurotransmisor usando glucosa, potasio y calcio, entre otros ingredientes, y acaso algún aminoácido específico. El oído, como la brisa sobre las olas, irá anotando las ondas sonoras, que comenzarán vibrando el tímpano, en el oído medio, y prosiguiendo después hacia el oído interno, que es donde está el mecanismo agonista y antagonista que forman tres huesecillos articulables, el estribo, el yunque y el martillo. Mediante la apófisis lenticular la ventana redonda será percutida y entonces la onda avanzará hacia la cóclea.

La cóclea es un hito en forma espiral que espera que el avance prospere, y lo hará a través de un túnel dividido en tres carriles, en cada uno de los cuales hay un líquido distinto. Arriba y abajo el sonido circulará en virtud de la endolinfa y la perilinfa, dos sustancias lábiles capaces de comprender de qué se trata. En medio de ambos está el órgano de Corti, pareciéndose a un diminuto piano con estereocilios que suben y bajan en carrilera o que se ladean en las placas tectorias. El oído compagina la actividad con otras categorías de la ingeniería corporal, como la de rascarse la oreja, técnicamente denominable trago y antitrago. Además puede simultanear la atención poética al silencio y a la palomita, así como a la respiración tranquila. El viento sonoro de la serenidad y el yantar seguirán contrastando en el marítimo auditivo.

Una vez que el martillo percuta la entrada al triple carril, y una vez que la espiral coclear reciba la conexión posterior, continuará el ascenso al órgano dependiente del sistema, es decir, al aparato semicircular. Funciona como una llave giratoria que evalúa el equilibrio, permitiendo que el individuo bailotee ante la palomita, experimentando la compatibilidad de su audacia con cualquier giro ocular. La llave vestibular notará el timbre auditivo en virtud del sensor mineral de fosfato cálcico que alimenta el sáculo y el utrículo. Por otro lado el sonido horrísono, inservible o excesivo necesitará un respiradero. Esta acción, que se denomina impedancia, suele ocurrir con frecuencia durante los vuelos. El sistema, que comprende sus prioridades, encontrará el respiradero en un agujerito contiguo a la ventana redonda, denominado ventana oval. Toda impedancia derivará hacia la trompa de Eustaquio, un auxilio que conecta con la nasofaringe situada detrás de la nariz, donde será aliviada definitivamente.

Durante la presbicia los ojos dejan de funcionar con normalidad. En ese caso el fallo muscular hace que se junten, como recién llegada la palomita a la punta de la nariz. La solución pasa por un tratamiento de toxina botulínica, cuyo efecto paraliza el músculo temblón durante una temporada, anulando la acetilcolinesterasa, que es la enzima que dentro de la neurona permite el paso a la inquieta acetilcolina. La musculatura de la lengua, durante la ingesta de pan, cuenta con la colaboración de una gama de papilas especializadas en los enredos del sabor. Sus poros tienen un diafragma que emite sustancias que disuelven el bocado, como la mucina, la maltosa y algún pepsinógeno, cosas que en general sirven de aglutinantes para formar un bolo alimenticio cómodo. Las reservas de saliva se encuentran en las parótidas maxilares, sublinguales y palatares, y durante la ejecución, a las rápidas idas y vueltas nerviosas, acude el sistema glosofaríngeo con sus arterias angulares y mentonianas. Cada sabor, para sucesivas etapas de la alimentación, será archivado también en el hipocampo, y asimismo ocurrirá con las notas oloríferas. El agrado invitará a repetir. En este sentido los cilios de la pituitaria amarilla elaborarán los perfumes que se correspondan con cada olor.

A la búsqueda de la célula del tiempo, era de sospechar
que estuviera demasiado cerca para verla. Quizá se trataba de una célula
pluripotente, definida como embrión de médula ósea carente
aún de funciones. La pluripotencia suele implicar que su transformación
en la que sea, dependiendo del órgano que la solicite. La pluripotente
común al nervio ocular será el neuroblasto, alguno de los cuales
podía estar llegando en ese instante tranquilamente al ojo, para formar
parte de la retina y verlo todo.

4

Huygens

La chimenea, abrigando a la familia con el cuento de rigor, ha sido desde antiguo un solaz recurrente.

"Los cuerpos parecen subir arriba tras la llama. Si el fuego fuese azul, el cielo estaría lleno de gente".

Alguna vez la jerarquía de su uso y disfrute protagonizó la legislación, pero ante todo la luz fue servidora de la poesía. Huygens era un geómetra holandés que se dedicó a ello. Vivió en el siglo XVIII estudiando óptica. Su padre, que era poeta, le facilitó la llegada con versos adonde aún no llegaba su conocimiento. Un día estudió la luz del vidrio, diciéndose que respirando nada más transcurría una transmisión. Como Demócrito de Grecia, pensó que la luz normal del día estaba compuesta por partículas diminutas. Cada una, suspendida en el aire, contenía una información. Mirando la ventana pensó que el ojo, tan pequeño, sólo admitía una parte ínfima de la luz, y podía significar que para toda la luz hubiera un ojo más grande. Construyó un aparato óptico del tamaño de una casa capaz de pegarle fuego al campo.

"Hay un hombre que maneja el sol, y cuando se ve descubierto baja a buscar al que lo hizo".

A la luz de la mañana, propagada en la superficie del aire, la llamó etéreo lumínico, siendo el preludio de una conclusión célebre: la teoría ondulatoria, según la cual los corpúsculos se dirigían a él en línea recta con ondas. La luz se destilaba en la córnea propagando al interior una sensación. Pensó al mismo tiempo que la ventana, como córnea más grande, proyectaba imágenes en el aire. La luz permanecía en la superficie del cristal, bien reflectando y difractando, quizá como texto invisible aunque quizá legible por alguna sustancia del cuerpo de características similares. Así pues, sin que el individuo se diera cuenta, alguna sustancia interna similar al cristal estaría leyendo el orden de las partículas. Algo así suponía un conocimiento demasiado profundo, exclusivo del cuerpo. Se dijo que al igual que un texto ocultaba una operación matemática, existiría un mensaje combinado en las partículas lumínicas. Quiso calcular las dimensiones de una córnea que abarcara el día. Soñó una noche que de existir algo así quizá le permitiera verse a sí mismo desde arriba, sentado a mediodía en una plaza, cómodamente en un banco. Fue entonces cuando pensó que un ser gigantesco era su aliado.

"Solamente yo lo sé, y por lo tanto, al ser yo mi ayuda lumínica, puedo ir con ella a un local por ver si me sirven gratis una buena limonada".

Un día, ufano con esa idea, acudió a un establecimiento
de limonadas. El camarero, nada más verle, pensó que Huygens no
pensaba pagar, y entonces se negó a servirla. Entonces llamó a
su gigantesco amigo, que enseguida compareció en el inmenso claro del
día, sorprendiendo al camarero, que persuadido le llenó el vaso.
Después, convocados en la barra, conversaron la tarde. Podía ocurrir
igual con la luz eléctrica, para cuya invención aún faltaban
algunos años. Cuando el suministro a los hogares comenzó, el Estado
creó tributos para sufragarlo. A la vez, ante una subida alta, el hombre
moderno empezó a quejarse, y también a consolarse con varias modalidades
de ahorro, como la clásica vela. La vela permitía imaginar a un
mayordomo a oscuras por el pasillo diciendo que la sopa está lista. Cuando
vivía Huygens aún faltaban muchos años para que la matemática
oculta en el etéreo lumínico fuese en realidad la factura. El
día de la limonada pagó con algún maravilloso dato científico,
uno de tantos miles como a diario se marchaban en el perfume solar.

5

La mosca

Ana Lorente se había pasado la infancia investigando las moscas, en una habitación, rellenando los cuadernos que luego serían sus compañeros para una tesis.

"De repente experimenté un gran cambio que me impedía ser como los demás, incapaz de comprender nada -escribió una vez-. En un mundo aterrador".

Nunca dio con una urna de cristal de suficientes dimensiones para estudiarlas con música clásica. De haberla tenido, tarde o temprano la mosca se hubiera pegado al cristal. Previamente untado con pegamento hubiera permitido acercar una cámara para ampliar la imagen. Un día de aquellos creyó oír un misterioso nasardo tonal, como si la mosca le hablara. El ánima de su interés quizá empleaba un tono neutro para conducirla a conclusiones efectivas. Se lo comentó a sus padres, quienes finalmente lo achacaron a cosas de la infancia, descartando que padeciera acúfenos, causados normalmente por el colículo inferior. Algo así hubiera ocurrido estudiando cualquier otra cosa. Más bien se trataba de alguna deficiencia alimentaria, con ausencia de tres ingredientes necesarios, la creatina, la colina y N-acetilaspartato. El primero era un aminoácido fabricado a partir de los arenques por hígado y riñón. La colina era una vitamina útil para la acetilcolina, que se hallaba en los garbanzos y en la yema de huevo. El N-acetilaspartato, por último, era el marcador que avisaba de la pérdida de neuronas, en virtud de lo cual parecía que la mosca quería ser una de ellas.

Lo que no era una alucinación era su velocidad. De ser eso la superioridad, era evidente que la mosca la repentizaba de modo manifiesto. Las alas, agitadas con rapidez, parecían de tejido conjuntivo, como el de las cicatrices o las encías. Eran de una sustancia transparente y pabilosa y tenía terminaciones nerviosas, con astrocitos como los de la neuroglia humana, conduciendo algún neurotransmisor. Durante el zumbido alado la fricción hacía sospechar que quizá era una muestra consciente del animal fabricando sílabas en el aire. Pese a que la canción era de nuevo una excentricidad, como estímulo para el estudio tampoco estaba mal. El aparato excretor estaba en el robusto hocico y el sexual detrás. La lengua, cuya sensibilidad comparó con la de un objeto volante, acaso guardaba conexión con un doble aparato digestivo. Por su adicción al azúcar, permitió conjeturas acerca de la diabetes, la enfermedad causada por su exceso en la sangre y la imposibilidad de abrirse las células para absorberla. De un modo insospechado podía ocultar un hecho sorprendente, desmintiendo su banalidad nauseabunda, quizá un antibiótico inmunitario que defendiera al hombre de enemigos, como la estreptomicina. Hubo episodios infantiles catastróficos intentando ponerla viva bajo el microscopio. Era mejor muerta que pegarse las manos untando adhesivo. Los oídos se correspondían con los cilios que circundaban el aparato ocular. La fruición con que se frotaba las patas delanteras semejaba los dientes. Se saboreaba a sí misma, como de estar moliendo algo, o bien para no caerse, queriéndolas dejar limpias. El aparato ocular era como unas gafas multifocales, pareciéndose al estudio con muchas pantallas de un realizador televisivo. Diríase que el insecto captaba con el mismo detalle tanto la raíz del pelo como el color de las uñas, el grosor de las orejas o el pulso inclinando un vaso, y que después emprendía el vuelo con toda la información, pensándola a su manera gracias a la proteína que circulaba por el ribete de las alas.

Le dije que el hombre, mirado por un animal, pudiera comparecer distinto. Ciertamente su morfología estaba asumida por las leyes físicas. Era el que se articulaba andando por las calles, el que entraba en las tiendas y el que viajaba en el metro, el mismo que subía escaleras y que alzando la mano llamaba al taxi. Sin embargo el animal quizá lo evaluaba de otro modo, observándole con el talle más alargado y sin ropa, con los ojos más grandes y sin pelo, de color verde o gris, como los habituales mitos espaciales. Visto el hombre por el perro, así como por un mono extrañado de su mejora, la cosa permitía alguna consideración más, es decir, que acaso existían animales incapacitados para verle, mimetizado en el vacío lumínico, pareciendo así que ellos se dejan matar. Implicaría además que el hombre, como una especie más, careciera de la capacidad para ver en el vacío a otra criatura, que de ser las matemáticas solamente le estaría permitiendo ver los números.

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