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Terrenos o sitios comuneros, cinco siglos de evolución (Quisqueya, Borinquen y Cuba) (página 5)



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La independencia, como expresión de la lucha de la burguesía por el poder, es dirigida en Santo Domingo por los sectores más enconadamente hostiles a la burguesía, lo que constituye una nueva paradoja, explicable por la naturaleza peculiar de la estructura económica del país, fundamentalmente basada en el sistema de los terrenos comuneros que impregnaba a toda la sociedad.La primera revolución popular, strictu sensu, que pone fin a la prolongada hegemonía de los sectores vinculados a los terrenos comuneros, y al mismo tiempo cierra el período de las acciones coloniales de las potencias imperiales, tiene lugar en 1874 y, al mismo tiempo que liquida el esquema tripartito histórico de la vida económica ancestral, abre las puertas al desarrollo capitalista, al poder burgués y a la plenitud de la independencia nacional. La nueva Era histórica se inserta en el proceso de transformaciones del capitalismo a nivel mundial e inaugura un nuevo estilo de lucha popular encaminada, no ya a la defensa de la integridad del territorio, sino a la defensa de la soberanía plena de la República. La defensa de la soberanía se objetiva en las luchas populares con la dictadura nativa, derivada de la lucha competitiva de las diversas representaciones del capital europeo, durante un primer ciclo que se extiende de 1874 a 1893. La naturaleza competitiva del capitalismo transforma las contradicciones internas del capital europeo en contradicciones con el capital americano, sin que se modifique el carácter de la lucha popular, durante un segundo ciclo que se extiende de 1893 a 1905. El Siglo XX se inaugura con el advenimiento con la transformación del capitalismo en "imperialismo" a nivel mundial, y en nuestro país con el ingreso de esta formación superior del capitalismo, que se inicia con la llamada CONVENCION DE 1905 Y se materializa con la Ocupación militar americana de 1916, con la cual queda legalmente abolido el sistema arcaico de los "terrenos comuneros".

La cadena de empréstitos atraviesa todas las transformaciones históricas y todas las modalidades del capitalismo mundial, y escalando los diversos peldaños de la catástrofe, comenzando por el Empréstito Hartmont, siguiendo por el de la Westendorp, pasando a los de la Improvement, "poniendo en práctica todas las formas de la bancarrota", hasta culminar con la Ocupación militar de 1916, que sella la abolición legal del obsoleto aunque simbólico sistema de los "terrenos comuneros" en 1920.

La presente tentativa de periodización general de la historia dominicana, concluye en 1920. Pudo haber concluido en 1905. Ese año marca la iniciación de la Era imperialista, y debió haber sido suficiente con caracterizar el comienzo de ese acontecimiento como el último extremo del esquema general. La prolongación hasta 1920 se justifica, empero, por la significativa implantación del "Sistema Torrens" el día primero de julio de ese año. Con ese acto se sellaba la defunción del sistema arcaico de los "terrenos comuneros" que, durante tres siglos exactos, suponiendo que la sociedad surgida a raíz de las Devastaciones se encontrara establecida ya en 1620, constituyó la espina dorsal del proceso histórico de aquella población que un día pudo proclamarse con toda propiedad como pueblo dominicano. En definitiva, el esquema general no podría haber sido otra cosa que el desarrollo del punto de partida… La búsqueda de otras constantes era inevitable. Una de ellas' y acaso la más perturbadora, era el espíritu aparentemente levantisco de los dominicanos, pero al llegar a la raíz del problema reaparecían los terrenos comuneros. Lo mismo sucedía al contemplar la debilidad de los grandes próceres y la energía, por lo general acompañada de un éxito inexplicable, de los enemigos del proceso popular. Otro tanto ocurría con esa persistente inclinación a enajenar el patrimonio nacional hasta llegar a ese punto delirante en que, como nos cuenta Rodríguez Demorizi, "las imploraciones se dirigieron hasta el precario Reino de Cerdeña"… Otros motores históricos -el clima, la raza- han sido propuestos. "Reconozco -alegaba Don Francisco Henríquez y Carvajal en el periódico Novedades de Nueva York en diciembre de 1916, a raíz de ser expulsado de la presidencia de la República por la Ocupación- que el influjo de la raza en el desarrollo de los pueblos es un factor sociológico tan importante como puede serlo. Por ejemplo, la situación geográfica; pero ese no es el único. Ni actualmente el principal… "Sin duda, ambos factores eran importantes en 1916, pero el proceso general del pueblo dominicano debía ser contemplado en función de un solo motor desde su origen más remoto, tres siglos atrás, en 1616. Es claro que ese motor era la lucha de clases y, si se admitía que la raíz de la lucha de clases era, en última instancia, de naturaleza económica, se desembocaba inevitablemente en los "terrenos comuneros". La cuestión era entonces la de buscar el origen de los terrenos comuneros hasta dar con la lucha de clases en el siglo XVIII y por fin con las manifestaciones objetivas, la lucha armada, que daban constancia de la presencia del pueblo de manera inequívoca en 1804 durante los acontecimientos de Santiago de los Caballeros.

Américo Lugo. Escritos históricos. Vol 100

Disposición especial sobre pastos. Entre las disposiciones que impusieron a los pueblos de las Indias el carácter de comuneros hay una que reglamenta el ganado de manera especial en la Española: "En cuanto a la ciudad de santo domingo de la Isla Española se guarde lo referido (que el uso de todos los pastos, montes y aguas de las provincias de las Indias sea común a todos los vecinos de ellas), con que esto se entienda en lo que estuviere dentro de diez leguas de la dicha ciudad en circunferencia, no siendo perjuicio de tercero; y fuera de las diez leguas permitimos y tenemos por bien que cada hato de ganado tenga de término una legua en contorno, para que dentro de ella otro ninguno pueda hacer sitio de ganado, corral ni casa con que el pasto de todo ello sea asimismo común, como está dispuesto; y donde hubiere hatos se puedan dar sitios para hacer ingenios y otras heredades, y en cada asiento haya una casa de piedra y no menos de dos mil cabezas de ganado, y si tuviere de seis mil arriba, dos asientos; y diez mil cabezas arriba, tres asientos, y precisamente en cada uno su casa de piedra, y ninguna persona pueda tener más de hasta tres asientos. España, para ayudarnos a comprender los sucesos de que ahora se trata, será bien referirnos antes al estado en que se hallaban las Indias occidentales y a la situación particular de la Isla Española, después de echar una ojeada sobre España reflejando en algunos rasgos de la época el carácter del pueblo español y del monarca que lo regía. Era este Carlos V de Alemania y I de España, que llegó flamenco a esta en 1517, viniendo de Gante, para salir español de Barcelona en 1529 rumbo a Italia después de haberse fundido su alma en el crisol ibérico con la dura prueba de las cortes de castilla y Aragón y, sobre todo, con el hecho que ha debido de revelar mejor a su preclara mente el temple del pueblo español como instrumento para su aspiración a la supremacía europea: me refiero a la resistencia contra los vejámenes de los favoritos extranjeros, por parte de los comuneros dirigidos por Juan de Padilla, uno de los más grandes españoles de todos los tiempos, el cual, abandonado, herido y prisionero, antes de morir decapitado en Villalar el 24 de abril de 1521, escribió una carta a la ciudad de Toledo en que decía: "A ti, corona de España y luz del mundo; a ti, que fuiste libre desde el tiempo de los godos y que has vertido tu sangre para asegurar tu libertad y la de las ciudades vecinas, tu hijo legítimo, Juan de Padilla, te hace saber que tus antiguas victorias van a ser renovadas con la sangre de su cuerpo". Otra enseñanza fue la rebelión de los agermanados de Valencia. Autorizados por Carlos en 1520 a armarse contra los argelinos, volvieron sus armas contra la nobleza después de constituir una junta dirigida por el cardador Juan Lorenzo y en que figuraban tejedores, alpargateros y labradores, plebeyos que toman el castillo de Játiva al mando de un confitero y derrotan al virrey diego Hurtado de Mendoza al mando de un terciopelero, el heroico Peris, y conmueven durante más de dos años el país. Y en 1538, por último, la voluntad de Carlos se estrella ante la entereza de las cortes de Toledo, negadas a aceptar la imposición del tributo de la sisa.

A causa, principalmente, de la crueldad de ovando, ya los indios se habían extinguido en general. La cuestión de la mano de obra se resolvió con la importación de esclavos negros.

Habíase ordenado por cédula dada el 25 de octubre de 1538 "que los muchos esclavos indios y negros que hay en la ciudad de santo domingo sin doctrinar, les sea enseñado la doctrina cristiana como cosa que importa al servicio de dios y bien de las ánimas". No se puede negar el decidido celo religioso mostrado desde el primer momento por la casa monárquica de Austria en las Indias, consecuencia del ideal de unidad religiosa que se superponía en la metrópoli al principio de unidad política.

Pero precisamente la falta de unidad política patente en el individualismo particular y regional y mantenida por el carácter democrático del Estado español, de una parte; y por otra parte la excesiva distancia, amenguaban los efectos de aquel celo hasta el punto que la referida orden no era sino una disposición platónica más. En cuanto a las leyes de Indias de índole política verdaderamente importantes, que aparte de su sentido de aplicación general podríamos desde luego llamar dominicanas, fueron casi siempre desacertadísimas, como la de los repartimientos, las de 1541 sobre pastos, montes y términos comunes, y la que en 1603 ordenó la destrucción de los pueblos de la banda del norte. 68. Ley sobre pastos, montes y términos comunes. Terrenos comuneros. Órdenes inútiles. La real orden dada en Talavera el 15 de abril de 1541, reiterada luego en Barcelona el 1º de mayo de 1543 no ha podido ser más funesta: ella dio origen al sistema de los terrenos comuneros, o sea la posesión en común, entre particulares, de grandes porciones de terreno; sistema que impidió por siglos el desarrollo de la agricultura en el país, limitándola a la ganadería.

Esa disposición fue la causa principal de la despoblación y de la miseria perpetua de la colonia, y del establecimiento de los franceses en la isla. ¿Qué importaba la orden dada en 153834 para que todo poseedor de tierra las labrase y habitase en el plazo de tres meses, so pena de perderlas? ¿Qué la de 1540 para "que todos los maestres lleven plantas de olivares, morales y rosales? la Española quedó convertida en un hato. Un siglo después el coloso español se veía obligado a contemplar cruzado de brazos, la creciente prosperidad de la colonia francesa a que dio ocasión la despoblación del territorio casada por la r. o. de 1608. La isla solo estaba poblada de ganado. Acueducto. Conducta de Vázquez de Ayllón. No pudo Fuenmayor acabar el acueducto con la merced que para ello había sido hecha en 1537 de quinientas vacas y otros tantos novillos. A pesar de los grandes sacrificios hechos por los vecinos desde los tiempos de ovando para traer agua del río Jaina, consintiendo en que se echase desde entonces sisa en la carne y contribuyendo, además, con quinientas reses vacunas, la obra apenas había empezado. La sisa había producido más de $40,000 pesos, de los cuales, según Vadillo y Guevara, tenía Lucas Vázquez de Ayllón en su poder veinte y cuatro mil, y trataba y contrataba con esta suma para su provecho personal. $70 Moneda. Pérez de Almazán. Carlos V dispuso en 1535 se labrase moneda de vellón en la casa de Moneda de la ciudad de santo domingo. En 3 de noviembre de 1536 se ordenó a Fuenmayor que labrase allí moneda, pero solamente de plata y vellón. En 9 de agosto de 1538 se dispuso que los reales valiesen a treinta y cuatro maravedís, y no más; porque en las licencias que se dieron antes se permitía que valiesen a cuarenta. Esta limitación fue mal recibida del pueblo, y Fuenmayor trató en vano de aplicarla. Promoviose en 1539 expediente a instancia de la justicia, regidores y vecinos "sobre que allí no valgan los reales de plata a treinta y cuatro maravedís por los grandes inconvenientes que resultaban". Con Álvaro caballero la Audiencia envió a solicitar en 1540 que se permitiera acuñar plata en la isla y se dispusiese que los reales valieran a cuarenta y cuatro maravedís. Así lo concedió el rey en marzo de 1541, sin embargo, de lo proveído; y diose en abril siguiente la orden que se había de guardar en la labor de la moneda de vellón. Asimismo se quiso limitar el valor del oro. En 1540 se dispuso que el oro valga en la Española por la ley que tuviera. Trataremos con más detenimiento de esta importante materia (moneda), en la sección relativa a Industria y Comercio

Javier Malagón Barceló. El Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Vol 106.

El régimen de la tierra en la América española durante el período colonial, de José María Ots Capdequí. Tal vez uno de los problemas que, de la historia del Derecho español de las antiguas provincias de España a este lado del Atlántico, mayor interés ha despertado, no sólo entre los especialistas de la historia jurídica indiana, sino entre los estudiosos del Derecho, magistrados, abogados e incluso personas ajenas a la profesión jurídica, es el de la propiedad territorial en el período de la colonia. Es, como dice Ots, un problema vivo y cuya regulación tiene consecuencias jurídicas aún en los momentos actuales en la mayoría de los países americanos de origen español. Y esta afirmación no es difícil de comprobar: los «terrenos comuneros» en Santo Domingo y Cuba, con modalidades propias, proceden, sin solución de continuidad, de la época colonial; el «ejido» de casi todas las naciones americanas; problemas de «ocupación y posesión» están, o estaban en la época en que el profesor Ots dio el cursillo en la Universidad de Santo Domingo, recogido en el volumen que reseñamos, siendo objeto de discusión en la Corte Suprema de Justicia de Colombia, en relación a terrenos cuyos títulos son del siglo XVIII o anteriores a él, etc. En todos estos casos y otros semejantes ha de acudirse a la legislación de Indias o a la castellana o a ambas, para poder determinar la verdadera situación jurídica respecto al título que se alegra en la cosa en litigio.Para ello es preciso concretar una serie de cuestiones, pues no hay que olvidar que en los tres siglos que España estuvo en América, la legislación no fue uniforme, sino que presenta una serie de curvas y variaciones que la diferencian enormemente desde el siglo primitivo de ella (el XVI) hasta el XVIII. Todo ello unido a otros problemas colindantes, tales como el de diversas clases de propiedad (por ejemplo la del colono frente a la del indio), las cuestiones inseparables de la propiedad raíz, la de la población con la serie de repercusiones que presenta dado el medio geográfico, en relación a la posesión natural y civil; las cargas que sufrió la propiedad por medio del censo, la prescripción como modo de adquirir, etc. y finalmente, el problema tal vez más discutido de los que la historia de las instituciones de España en América han planteado: el divorcio entre el Derecho y la aplicación del mismo.

El profesor Ots en los capítulos de su estudio, que corresponden a las doce lecciones de que constó su cursillo, va estudiando la evolución de la norma legal indiana que regula la propiedad territorial desde el momento en que se inicia el descubrimiento de las Antillas hasta el fin de la dominación de España en América, y paralelamente la situación de hecho y la doctrina de los juristas representada principalmente en las obras de Juan de Matienzo, oidor que fue de las Reales Audiencias de Lima y Charcas, Gobierno del Perú; de Juan de Solórzano, oidor de Lima, más tarde del Supremo Consejo de Indias y de Castilla, y uno de los coautores de la Recopilación de las Leyes de Indias, de 1680, Política indiana; y de Antonio León Pinelo, relator del Supremo Consejo de las Indias, Tratado de confirmaciones reales. Es digno señalar que los tres autores citados residieron en las Indias y que vivieron sus problemas como hombres y como juristas y, por lo tanto, sus obras no son meras digresiones de orden especulativo, sino que están plenas de experiencia personal y realidades, de ahí la enorme influencia que ejercieron en la obra legislativa, en la magistratura y en los juristas. Inicia el autor su estudio trazando un fondo histórico que ha de servirle de punto de apoyo y referencia en las cuestiones estrictamente jurídicas que va a desarrollar, examinando los intereses privados y la intervención del Estado en la obra del descubrimiento, conquista y colonización de América, llegando a la conclusión de que si, en general, predominó la iniciativa privada, no estuvo, sin embargo, ausente el Estado, sino que por el contrario, este hace sentir su acción dando lugar a una pugna entre el Estado y los particulares que en el orden del régimen de la tierra han dado: Lugar en ocasiones a un divorcio «entre el Derecho y el hecho». La doctrina jurídica que trata de articular con una concepción amplia, orgánica, todo el problema de la tierra, tropieza con la resistencia que oponen los intereses privados, intereses privados que como vamos a ver, estuvieron amparados en buena parte de los propios oidores de las audiencias, porque estos oidores tenían la mentalidad formada en las viejas doctrinas del Derecho Romano justinianeo, y esas doctrinas chocaban con el carácter intervencionista que en este y otros aspectos sociales es nota característica del Derecho Indiano. Estudia a continuación, partiendo del significado medieval castellano, los conceptos de «realengo y regalía» y la proyección de esta doctrina jurídica a los territorios de la Corona de Castilla en América, y la significación de la tierra como regalía, pero regalía con características especiales: En su contenido jurídico y en su desarrollo histórico. En todas las demás regalías se acusa un interés, el interés fiscal: son bienes de la Corona y la Corona sólo tiene a la vista, con relación al posible disfrute por los particulares de estos bienes, el interés fiscal. Pero con respecto a las tierras se interfiere con dicho interés (que no deja de manifestarse ya a mediados del siglo XVI) el interés político y el económico. A la Corona de España le interesaba, ante todo, «poblar» estos territorios; crear núcleos de población ya formados. A la Corona de España le interesaba también que la tierra se explotara de una manera efectiva; que la tierra se cultivara. El interés político y el económico prevalecen sobre el interés fiscal. Este último sólo se acusa en tiempos de Felipe II debido a la necesidad de incrementar por todos los medios los recursos del tesoro. Este doble juego de intereses (que no debían ser encontrados, puesto que el interés fiscal siempre debía ser complementario del interés económico) condiciona toda la política seguida por el Estado español en orden al régimen de tierras (pp. 27 y 28). Cierra el estudio de las cuestiones previas al conocimiento estrictamente jurídico del régimen de tierras, examinando el problema de las relaciones dominicales entre el suelo y el subsuelo. En la historia del régimen de la tierra en el período colonial, cabe diferenciar, dice el profesor Ots, tres momentos:

1ro) etapa de las experiencias, de disposiciones a menudo rectificadas, pero en las que, sin embargo, se fijan normas que luego se incorporan definitivamente a la doctrina que al cabo ha de prevalecer, etapa en la cual la doctrina jurídica en torno al problema de la tierra está virtualmente absorbida por la política de población desplegada por el Estado español en sus provincias de Indias, y que tiene su expresión más orgánica y sistemática en las célebres Ordenanzas de población de 1573, dada por Felipe II;

2do) el que se inicia con la promulgación de la Real Cédula de 1591, que constituye algo así como una «primera reforma agraria» y que pasa, en casi su totalidad, a la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680; 3ro) este momento se produce a lo largo del siglo xviii, cuando en América se presentan, en todos los órdenes, las mismas inquietudes que ese siglo trajo en diversos países de la Europa Central y Occidental. Su expresión jurídica, en lo que se refiere al régimen de la tierra, la tenemos en la conocida Real Instrucción de 1754, la que Ots califica de «segunda reforma agraria del período colonial». Esta etapa llega hasta la Independencia.

Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior

PROBLEMAS PECULIARES DE LA REPÚBLICA DOMINICANA: Estos problemas son esencialmente dos: el de los terrenos comuneros y el de los grandes ingenios extranjeros. El problema de los terrenos comuneros, reliquia histórica de los días de la colonización, complicada en el sucesivo devenir de los tiempos: ventas, muertes, herencias, fraudes, particiones, alza de precios, invasiones, industrialismo…; la misma vida del pueblo dominicano se refleja en la madeja de sus tierras comuneras. Problema grave, que es preciso liquidar ante todo, si se quiere abordar con seguridad el problema general del agro dominicano. Y el problema de los grandes ingenios extranjeros, que a la situación general agraria del país, ha venido a sumar al menos los siguientes problemas de carácter jurídico, prescindiendo deliberadamente de los políticos y financieros, latifundio, desalojos de pequeños financieros; latifundio, desalojos de pequeños poseedores, contratos de trabajo, conflicto internacional de leyes y uno de los más notables ejemplos de industria derivada de la agricultura. Estos son, a mi juicio, los dos peculiares problemas de la República Dominicana, con lo cual no quiero decir que sean exclusivos de ella, y que forzosamente han de tener preeminencia en su Derecho Agrario. Sin olvidar por ello a ese pequeño cultivador nacional, a ese campesino cuyo tipo será posiblemente el cibaeño, que merece toda la atención que ya le han dispensado los gobernantes, y que cada día despertará más su interés.

LEGISLACIÓN DOMINICANA DE CARÁCTER AGRARIO: La República Dominicana no tiene propiamente una legislación especial agraria. Y, sin embargo, tiene nada menos que una «Ley de Registro de Tierras» y un «Tribunal de Tierras». Esto requiere una aclaración de mi parte. El hecho se debe, precisamente, a esas peculiares características que ofrecen sus tierras, sobre todo al problema de los terrenos comuneros. La interesantísima legislación dominicana, que supone tal vez uno de los más notables injertos de la legislación sajona del Sistema Torrens en una legislación de tipo francés, ha pretendido resolver la confusión de los títulos de propiedad territorial dando una seguridad a los propietarios.

El primer ensayo, típicamente nacional, el de la Ley de 1911, enfoca tan sólo el problema de los terrenos comuneros; de ahí su nombre: Ley de Mensura y Partición de Terrenos Comuneros. La legislación vigente, extranjera en su origen e impuesta por el Gobierno de ocupación norteamericano, adaptada después por los sucesivos legisladores nacionales, supone una finalidad mucho más amplia; comprende, es natural, el problema de los terrenos comuneros, pero abarca también a las demás tierras de la República, a las no comuneras, y a las que siéndolo antes, fueron después partidas e individualizadas. Pero, repito, no es propiamente una legislación agraria en el sentido actual de la palabra. Corresponde a uno de sus apartados, el relativo al registro de tierras. Siquiera su contenido no se limita a esta materia, sino que se desborde sobre apartados distintos, y así de recias características propias a la transmisión y adquisición del derecho de propiedad, y a la constitución de derechos reales, especialmente la hipoteca.

Por eso la Ley de Registro de Tierras dominicana tiene un interés intrínseco formidable, que se acrece si se repara en lo que decía hace un momento; que supone un injerto sajón, en el tronco francés; son dos conceptos jurídicos totalmente diferentes, que se han fundido, y el retoño merece la máxima atención de todos los juristas, no ya dominicanos, ni siquiera americanos, sino del mundo entero. Y para poder comprender mejor su significación, para poder interpretar sus preceptos, es preciso adentrarse en el sistema jurídico un sajón. Pero no agota el contenido del moderno Derecho Agrario. Es verdad que hay leyes especiales que tocan algunos de sus otros apartados. Así la O. E. 291 de 1919, relativa a la prenda agrícola sin desplazamiento, es decir, a uno de los avances más interesantes de esta nueva rama jurídica. Así las leyes relativas al trabajo en los ingenios azucareros, que tocan el problema del contrato de trabajo en el campo. Así la reducción reciente de los plazos de la prescripción, que todavía no ha merecido de los juristas el atinado comentario que merece. Así tantos otros preceptos que podrían encontrarse dispersos en la legislación dominicana. Pero su marcha de avance, su progreso, aún no se ha detenido. Y estoy seguro de que muy pronto la legislación agraria dominicana será completa y una de las más perfectas del mundo, pues no en balde cuenta ya con un órgano tan interesante como lo es el Tribunal de Tierras, que está llamado a ser no sólo el tribunal encargado de sanear los títulos de propiedad, sino el encargado de decidir cuántas cuestiones surjan en torno al campo, a la propiedad de sus tierras, a su arrendamiento, al contrato de trabajo, a los poseedores precarios, al crédito agrícola. Mucho se ha hecho, pero hay que completar la obra, llevando como guía ese interés social, ese calor humano, esas necesidades de la economía nacional, que rigen la nueva rama jurídica.

SU ENSEÑANZA UNIVERSITARIA: En la Universidad de Santo Domingo bulle un ansia de inquietud espiritual. No es una universidad anquilosada, y pretende salirse, en la medida de sus fuerzas, de la rutina decadente. Por ello no puede extrañar que en el cuarto curso de la Facultad de Derecho exista una asignatura titulada «Legislación de Tierras».

A mi juicio, discúlpeseme esta crítica sin malicia, la designación es incorrecta. Se corre el grave peligro de que el nombre arrastre hacia la Ley de Registro de Tierras, con lo cual el contenido de la asignatura perdería amplitud. Por ello creo que debía llamarse «Derecho Agrario», para abarcar dentro de sí, no sólo lo que hoy constituye la materia y jurisdicción del Tribunal de Tierras, sino cuantos problemas se relacionen con el campesino y su producción. Felizmente, esta materia, de nueva creación en el cuadro docente de la facultad, ha tenido la suerte de ser encomendada a un catedrático de tal competencia, dinamismo e inquietud espiritual, como lo es el actual decano, Lic. J. A. Bonilla Atiles. En poco más de un curso de enseñanza, ha estructurado ya su disciplina de tal forma que, desbordando con mucho los límites de la Ley de Registro de Tierras, se ha adentrado en el estudio del derecho sajón, en la verdadera significación y vida del Tribunal de Tierras; ha analizado con agudeza el problema, histórico y actual, de los terrenos comuneros; ha estudiado con acertada visión crítica del régimen hipotecario francés, y su reforma; ymuy en breve, sus cátedras constituirán una obra valiosa, dentro y fuera del país.6 Pero estoy seguro de que su inquietud científica, su conocimiento de los problemas humanos y su claro sentido de la justicia social le llevarán a ampliar aún más su visión, y a abarcar en su conjunto la vida del campesino, de ese cultivador cuyo esfuerzo y anhelo laten en todas sus explicaciones. Y confío también en que su esfuerzo no será aislado, sino que creciendo en extensión e intensidad la curiosidad que ya existe en muchos juristas cobre cada día más vuelos en la República Dominicana esta nueva rama jurídica, surgida del secular tronco del Derecho Civil por imposiciones de la vida misma, de la sociedad y de la economía nacional.

EL ESTUDIO DE LA LEGISLACIÓN COMPARADA: La realidad, otra clase de realidad más sangrienta; nos ha mostrado también una nueva necesidad: la del intercambio entre los pueblos. Los nacionalismos de opereta, encerrados tras altas barreras aduaneras y ridículas fortificaciones, que no sirvieron para detener al agresor más fuerte y sirvieron, sin embargo, para alarmar al vecino que no ayudó a su tiempo; el aislacionismo suicida; han conducido fatalmente a la nueva conflagración mundial en que nos vemos envueltos. Se precisa una mayor cooperación, una mayor solidaridad; y para ello es preciso conocerse entre sí. Soy nacionalista, pero creo en la solidaridad; sé que gran parte de los problemas de mi patria son comunes a la humanidad, y los que son peculiares a ella han de resolverse con la mutua comprensión de todos, no con rencores que hacen renacer los problemas años más tarde. Y esa visión, que hoy en día ocupa un plano primordial en la actualidad mundial, forzosamente ha de reflejarse en todas y cada una de las esferas jurídicas.

Son aún grandes las diferencias que separan las legislaciones de todos los pueblos, y tal vez nunca se llegue a una uniformidad completa. Pero se han dado grandes pasos en busca de una armonización, ya que no de tal uniformidad. No voy a detenerme a ensalzar los beneficios del estudio de la legislación comparada, en el que también la Universidad de Santo Domingo ha mostrado su inquietud al crear el Instituto de Legislación Americana Comparada y suministrar la docencia de dos cátedras especiales. Sólo quiero recordar aquí, para cerrar este artículo, la importancia que puede tener en el moderno Derecho Agrario, los estudios de legislación comparada. Nueva disciplina en formación, en plena adolescencia, necesita conocer y valorar los éxitos y fracasos obtenidos en otros países. Las necesidades locales podrán variar, pero hay un fondo universal, profundamente humano, que es común a todas las latitudes y climas, a todas las razas y colores. El campesino de la montaña de mi tierra vasca, tiene algo de común con el campesino del trópico exuberante: la impronta de la madre tierra, que jamás se puede olvidar. Y ese hálito de justicia social, que matiza el moderno Derecho Agrario en todos los países, es universal precisamente porque es humano. Por eso, quisiera cerrar este trabajo con un ruego a aquellos juristas en cuyas manos pueda caer por azar este artículo, y que comulguen en estos mismos ideales. Mi deseo es reunir datos en relación con la legislación agraria de los distintos países de América, a los fines de este estudio de legislación comparada que considero tan necesario y provechoso; y agradecería muy de veras cuantos datos, legislación o bibliografía me fueran proporcionados.Ciudad Trujillo, marzo de 1942. Revista Jurídica dominicana, vol. IV, núms. 1, 3 y 4, junio, octubre y diciembre de 1942.

Wilfredo Lozano. La dominación imperialista en la República Dominicana 1900 – 1930

La Convención en sí misma no era más que una muestra parcial de las posibilidades de dominación del neocolonialismo en el país. Si el control de las aduanas era importante para el desarrollo de los intereses norteamericanos no lo manifestaba en cuanto pondría en sus manos la fuente principal de entradas económicas del país, colocando así al margen de los grupos caudillistas los dineros del Estado. Lo era tal por el hecho de que esto reportaría un mayor control político, a través del control estatal, base del modelo de desarrollo y expansión neocolonial en ejercicio, de este modo la Convención se inscribía en un proyecto de dominación más vasto que le asignaba un sentido estructural. En el terreno internacional la Convención de 1907 se ajustaba con el proyecto político a la sazón en vigencia de los norteamericanos en el área del Caribe, era la llamada Política del Garrote del presidente Roosevelt. En la perspectiva económica, dicha Convención podría permitir la consecución de una legislación lo suficientemente adecuada al capital norteamericano capaz de asegurarle la ampliación y consolidación de sus inversiones en el país, específicamente en el área de la industria azucarera.

A partir de la firma de la Convención, Cáceres se ve cada vez más forzado a una serie de concesiones al capital extranjero, como carta de crédito que le reportaría la estabilidad política necesaria para su permanencia en el mando, concesiones que irán minando su base social inicial. Es en el Gobierno de Cáceres cuando por primera vez se intenta organizar una legislación adecuada capaz de asegurar la eliminación de la propiedad comunera,'4 es la llamada Ley Sobre División de Terrenos Comuneros que intentó, tímidamente, introducir cierto dinamismo a las formas de propiedad en el agro. Cierto es que en los hechos esta legislación fracasó, pero lo importante de la ley no es tanto su fracaso, sino la inquietud que en las esferas dominantes ya expresaba: Se hacía necesaria la dinamización de las estructuras de propiedad terrateniente, como paso esencial a la expansión terrateniente extranjera en el área de la producción azucarera. Esto último vendrá expresado por la ley de Franquicias Agrícolas de 1911. Bajo su amparo, y en esto casi todos los tratadistas se manifiestan de acuerdo, fue que se dio la gran escalada inversionista norteamericana en el terreno de la industria azucarera.

La ley permitía una gran variedad de concesiones y franquicias, tanto al capital extranjero como al nativo: franquicias para la importación e instalación de la infraestructura industrial necesaria, exención de impuestos y cargas fiscales a los productos de exportación por espacio de ocho años a partir del primer año de producción, facilidades para la utilización de los recursos naturales, etc. En los hechos, esta legislación legalizaba la propiedad terrateniente extranjera ya que no establecía en ninguno de sus acápites mecanismo alguno que asegurara el control del ensanchamiento de las tierras ligadas a la producción agrícola de las industrias protegidas por la ley. Por el contrario, apenas se exigían "títulos auténticos que justifiquen la propiedad de los terrenos o el arrendamiento de ellos, o el derecho al usufructo por un término no menor de diez años, y sobre una cantidad que no baje de 5O hectáreas, si se trata de cultivo de nueces, café, cacao, tabaco, frutales y frutos menores, y de 100 hectáreas si se trata de algodón y otras fibras, caña de azúcar, arroz y semejantes", Pese a que la ley preveía iguales posibilidades para las concesiones a nacionales como a los extranjeros, en los hechos quienes se vieron beneficiados fueron estos últimos. Por una pluralidad de causas. Los productores tradicionales de cacao, tabaco y café, principales productos de exportación después del azúcar, no tenían necesidad de amplias inversiones de capitales para la realización de la cosecha, dada la naturaleza de sus producciones; asimismo, carecían de la suficiente capacidad económica como para introducir un nivel tecnológico que compitiera con la producción azucarera; por otro lado tal iniciativa hubiera sido bloqueada por el capital extranjero. Los sectores exportadores no se hallaban interesados en este tipo de inversiones productivas, por las razones arriba descritas.

El caso de la industria azucarera era distinto, ésta necesitaba de altas tasas de capitales para su producción, lo cual requería de una política arancelaria flexible que abaratara los costos de la infraestructura industrial importada, asimismo estos capitales tenían en sus manos las necesarias fuentes de financiamiento que les permitiría (incluso por la vía del préstamo) la instalación de la infraestructura industrial referida; en este sentido, el capital bancario y financiero internacional estaba interesado a la sazón en este tipo de inversiones productivas en el área del Caribe, dada la coyuntura económica que se vivía; todo esto reportaba un margen de movimiento político mayor respecto al Estado a los grupos azucareros que el sostenido por los grupos locales. Por otro lado, las plantaciones de café, cacao y tabaco, a tenor de que necesitaban una extensión de terreno sustancialmente menor que la requerida por el ingenio para las cosechas y de que tenían un tiempo de instaladas relativamente mayor, dada la marginal participación de sus producciones en el mercado internacional se veían estructuralmente restringidas en los hechos para la ampliación de sus dominios y extensión terrateniente. Así, lo que para el productor de cacao y de tabaco podría significar sustanciales pérdidas, tal era el uso extensivo del factor tierra, para el ingenio representaba uno de los recursos necesarios para la obtención del beneficio. A la muerte de Cáceres no ya sólo el capital financiero norteamericano era un hecho, sino la escalada de las inversiones norteamericanas en el país condicionaba el porvenir de la estructura económica y social dominicana en su conjunto. No obstante, el modelo de dominación neocolonial permanecía presa de una debilidad sustantiva: la precariedad de las instituciones políticas, .en los mismos términos que las hemos visto operar en las páginas anteriores. Pero ahora el neocolonialismo era un hecho condicionante a nivel político interno, lo cual redefinia sustantivamente el horizonte político. De nuevo se desata la lucha entre caudillos y la consecuente inestabilidad política, convirtiéndose ahora la Legación Norteamericana en uno de los determinantes, si no el mayor, del futuro de dichas luchas. Ya en el 1913 los Estados Unidos, durante el Gobierno del general Bordas Valdez dejaron a entrever sus planes de control neocolonial. Obligaron a los grupos jimenistas y horacistas a la consecución de un pacto político en Puerto Plata, mediante el cual se comprometían a respetar la estabilidad de dicho gobierno. No obstante, al poco tiempo, cumplido el mandato provisional del presidente Bordas Valdez, éste manifestó sus deseos de continuar en el poder.

Augusto Sención Villalona. Historia dominicana desde los aborígenes hasta la guerra de abril

En 1824, el Gobierno haitiano promulgó una ley que suprimía los terrenos comuneros. Boyer quería promover una agricultura para la exportación y conformar una clase campesina que produjera para el mercado. La medida fue rechazada por los hateros y los campesinos, quienes preferían dedicarse a la ganadería. Los hateros también se oponían a la abolición de la esclavitud y percibían una amenaza constante de que se aplicaran leyes adicionales que cambiaran el sistema de propiedad. Ante el rechazo de los hateros, Boyer trató de aplicar la ley que suprimía los terrenos comuneros. Sin embargo, se percató de que muchos terratenientes poseían más tierras de las que indicaban sus títulos de propiedad. Entonces, les quitó buena parte de sus tierras, las cuales pasaron a ser propiedad del Estado, al igual que las tierras de la Iglesia, que estaban sin uso, y las tierras de gente que emigró del país.

El despojo de tierras se hizo por medio del fraude, como la quema de archivos donde se registraban las propiedades de algunos terrenos comuneros, la creación de títulos de propiedad falsos, etc. También hubo despojo violento de tierras de familias campesinas, a las que se les amenazaba y se les obligaba a vender a precios bajos. Para facilitar el despojo de los campesinos, Cáceres obligó, mediante ley, a la partición de los terrenos comuneros, muchos de los cuales no eran legalizados a favor de los campesinos y pasaban a manos de los poderosos, entre ellos los capitales norteamericanos. Se despojó de sus tierras a muchos campesinos y hasta a algunos terratenientes en las zonas de plantación de azúcar y en lugares cercanos a ellas. Para tal fin, se aprobaron dos leyes:

-La de impuestos a la propiedad territorial que proveía recursos al gobierno y obligaba a muchos propietarios a vender sus parcelas debido a que no podían pagar el impuesto.

– La de registros de tierras que obligada a dividir los terrenos comuneros y despojar de sus tierras a quienes no podían legalizarlas.

Además, se falsificaron muchos títulos para robar tierras. Siendo este el unico país del mundo con más titulos de terrenos, que extencion fisica de dichos terrenos.

Pedro L. San Miguel. La guerra silenciosa. Las luchas sociales en la ruralia dominicana. Vol 135

En Santiago, por ejemplo, los invasores colaboraron con la élite citadina en proyectos como la conservación del puente sobre el río Yaque, la regulación del tránsito urbano y la limpieza y el ornato de la ciudad. En el ámbito regional, impulsaron la construcción de carreteras, el mantenimiento del Ferrocarril Central Dominicano y la implementación de varias leyes. Aunque no exentas de tensiones y de conflictos, las perspectivas de los ocupantes y de la élite santiaguera coincidieron en no pocas ocasiones. Fue el Gobierno Militar norteamericano el que finalmente logró la implementación del «servicio de prestaciones» laborales que fijaba la Ley de caminos, así como de las leyes sobre el registro de la propiedad territorial y sobre la partición de los terrenos comuneros. Al menos por considerar que el campesinado era una masa bárbara, que precisaba de una mano firme que la controlase y la dirigiese hacia la «civilización», muchos sectores de la élite dominicana estuvieron dispuestos a tolerar y hasta a colaborar con los estadounidenses. Para estos -sobra decirlo-, las masas rurales estaban lastradas por sus creencias, sus estilos de vida, por la misma anarquía política del país y hasta por sus orígenes raciales. (Calder, Impacto, 1989. La percepción de los estadounidenses sobre el país, que oscilaba entre el folclorismo y el racismo más acendrado, se patentiza en el testimonio del oficial de los marines Arthur J. Burks, quien perteneció a las tropas de ocupación (Burks, País, 1990). Tales percepciones contaban con una larga tradición, como se evidencia al comparar sus opiniones con las vertidas por Hazard en Santo, 1982. Ambas obras comparten un mismo discurso colonialista, como se desprende de: Spurr, Rethoric, 1993; Thomas, Colonialim"s, 1994; Love, Race, 2004; y Renda, Taking, 2001). Además del trabajo, los olivoristas compartían los bienes de consumo -como la bebida y la comida- y el dinero. El principio de la reciprocidad también era sostenido por la existencia de formas colectivas de posesión y uso de la tierra, tradición que se remontaba al período colonial. Los llamados terrenos comuneros eran propiedades de tamaño indeterminado que eran poseídas por un grupo de copropietarios, los que validaban su acceso a ellos en virtud de unos pesos de acción. Estos les permitían hacer uso de los recursos del terreno comunero, ya se tratase de la tierra, los pastos, los bosques o las aguas (San Miguel, Campesinos, 1997, pp. 189-199; Albuquerque, Títulos, 1961; Fernández Rodríguez, «Origen», 1980, pp. 5-45; y Vega Boyrie, «Historia», 2000). A juzgar por los pocos estudios disponibles, a principios de siglo los terrenos comuneros todavía jugaban un papel de gran importancia en la vida económico-social del Valle de San Juan, aunque, al igual que en el resto del país, existían terratenientes y comerciantes que habían iniciado un proceso de concentración de la propiedad de la tierra. En no pocas ocasiones, se valieron de métodos fraudulentos para obtener ese control. En el caso particular de San Juan de la Maguana, algunos terratenientes comenzaron a experimentar con nuevas técnicas de cultivo, entre las que se encontraba la irrigación de las tierras dedicadas a la siembra de arroz. Entre esos terratenientes se encontraba Wenceslao Ramírez, el principal caudillo político de la región, antiguo patrono de Olivorio y padre de José del Carmen «Carmito» Ramírez, primer agrimensor titulado que tuvo San Juan de la Maguana y quien se convirtió también en un gran propietario (Lundahl y Lundius, «Socioeconomic», 1990, pp. 217-221. La tradición oral dominicana remite insistentemente al papel de los agrimensores en el despojo de los terrenos comuneros. Por tal razón, valdría la pena explorar de manera más sistemática el papel de «Carmito» Ramírez y su relación con los campesinos de la zona. El papel de la agrimensura en el despojo del campesinado -que conllevaba el predominio de un nuevo saber sobre la ruralía- es sugerido en el cuento de Bosch, «El socio» en: Más, 1987, pp. 161-186). La comuna olivorista planteó un reto al orden político que pretendían erigir los estadounidenses y sus aliados dominicanos.

En San Juan de la Maguana, como en toda la República Dominicana a inicios del siglo XX, el poder se definía en torno a las relaciones entre los caudillos regionales y los representantes del Estado. En algunas regiones, el Estado había logra do aumentar su hegemonía; más en otras su presencia era precaria. El Valle de San Juan era una de estas últimas. En él, el Estado lograba concretizarse mayormente por medio de los vínculos entre los jefes locales y los representantes del poder central. Olivorio mismo había pertenecido a la clientela política de Wenceslao Ramírez. Eventualmente, como destacan Lundahl y Lundius, el «dios campesino» terminó convirtiéndose en un poder local con el cual tuvieron que negociar los caudillos tradicionales y los representantes del poder central. Al igual que con cualquier otro caudillo, las relaciones entre los olivoristas y las autoridades fluctuaron entre la hostilidad más o menos abierta y la colaboración.

Así, en 1912, Ramírez acudió a La Maguana a solicitarle
a Olivorio su adhesión al movimiento insurreccional que se fraguaba en
contra del Gobierno. Más tales relaciones estaban cargadas de tensión,
mínimamente porque podían colidir las perspectivas y los intereses
de los diferentes caudillos o dirigentes. En muchos sentidos, Olivorio y su
movimiento representaron una ruptura con las prácticas que tradicionalmente
pautaban las relaciones entre las élites y los sectores subalternos.
Caudillos provenientes de los sectores populares habían existido siempre;
valgan como muestras los nombres de Benito Monción, Gaspar Polanco, Gregorio
Luperón, Ulises Heureaux y Desiderio Arias. Mas, luego de alcanzar prominencia,
poder y riqueza, los líderes solían distanciarse de sus orígenes
y adoptaban los estilos de vida, y las prácticas y los rituales sociales
de las clases altas; como parte de su ascenso social, usualmente se convertían
en grandes propietarios, lo que sellaba su integración a los sectores
dominantes. Olivorio, por el contrario, mantuvo su adhesión al mundo
campesino del que provenía. A pesar de convertirse en un líder
político y de la preeminencia que alcanzó, continuó siendo
lo que fue desde el principio: un líder religioso con propiedades taumatúrgicas.
La misma religión que fundó se centró en las creencias,
las prácticas y el entramado ceremonial propios de los sectores subalternos.
Como religión, el olivorismo se caracterizó por rescatar una serie
de creencias afro e indoamericanas, además de incorporar dogmas y rituales
del catolicismo popular proveniente de Europa y del vudú originario de
Haití. Sus vínculos con Haití pueden, incluso, haberle
brindado al movimiento olivorista una dimensión étnico racial
fundada en las herencias africanas. Aunque marcado por el caudillismo y el clientelismo
tradicionales, el olivorismo suponía una relación cualitativamente
distinta entre la dirigencia del movimiento y sus bases. Fue así en la
medida en que los principios de la reciprocidad y el comunitarismo normaban
las relaciones del colectivo de fieles.

Adorado como profeta y hasta como deidad, Olivorio mantenía una
posición de preeminencia absoluta entre sus seguidores. Pero era un mesías
que vivía entre los humanos: que bebía, comía y bailaba
junto a los hombres y las mujeres; que fornicaba igual que los otros miembros
de la comunidad. Junto a ellos también le hizo frente a las tropas que
los acechaban. Lundahl y Lundius identifican dos ciclos de agresiones de las
autoridades contra el olivorismo; el parte aguas entre uno y otro fue la ocupación
estadounidense de 1916. Antes de ese año, las relaciones entre el olivorismo
y los poderes locales y nacionales habían oscilado entre la indiferencia,
la colaboración y la confrontación. Pero a partir de entonces
comenzaron a cambiar, haciéndose más hostiles. Como medida defensiva,
Olivorio organizó sus propias milicias, las que llegaron a aglutinar
a cientos de seguidores. Muchos de ellos deben haberse reclutado entre los bandidos,
los con traban distas y los forajidos que se unieron a Olivorio; seguramente
entre ellos se encontraban varios que confrontaron a las autoridades cuando
estas intentaron cerrar la frontera domínico-haitiana a partir de 1905,
al establecerse el control de los Estados Unidos sobre las aduanas dominicanas.
Esta medida puso en peligro el tradicional trasiego comercial -usualmente ilegal-
que realizaban los rayanos, como se denomina a los habitantes de la frontera,
por lo que, desde sus inicios, enfrentó la oposición de la población.
Los que intentaron negociar con Haití fueron clasificados como contrabandistas
y perseguidos por las fuerzas armadas fronterizas. Como resultado, ocurrieron
numerosos encuentros violentos en los que perecieron o fueron heridos agentes
aduane ros y militares. En ocasiones, los mismos puestos de aduana resultaron
atacados. Durante la revolución de 1912, las aduanas fronterizas fueron
incendiadas sistemáticamente, parece que con la convivencia de sectores
terratenientes cuyas ventas de ganado en Haití habían sido perjudicadas
por el con trol fronterizo. Incapaces de vigilar y de controlar la totalidad
de la zona fronteriza, las autoridades norteamericanas tuvieron que aceptar
que continuara el contrabando. Los miembros de la comunidad de Olivorio se encontraron
entre los habitantes de la región fronteriza que mantuvieron sus tratos
con Haití, a pesar de que sus actividades habían sido criminalizadas.
A raíz del control norteamericano del Estado dominicano, a partir de
1916 se inició un segundo ciclo de agresiones contra los olivoristas.

Los estadounidenses intentaron aplicar una serie de medidas al conjunto de la sociedad que fueron resistidas por los olivoristas. Entre ellas se encontraron el desarme de la población, necesaria desde la óptica de los ocupantes para evitar las sublevaciones y las guerras internas. Para muchos civiles, la entrega de sus armas implicaba la rendición de su medio de defensa ante cualquier agresor, ya fuese un particular o un representante del Estado. Entre las masas rurales, las armas de fuego eran, también, un símbolo de hombría y masculinidad que emblematizaba su sentido del honor y del respeto. Según Mejía, en el Cibao, «los padres, al llegar los hijos (varones) a la pubertad, le entregaban (un revólver)o ellos lo adquirían con el primer dinero que ganaban». Además, para los grupos que mantenían conflictos con las autoridades, o cuyos estilos y medios de vida dependían de actividades no gratas a ellas -como era el caso de los contrabandistas-, la entrega de las armas representaba una rendición que ponía en peligro su subsistencia y hasta su existencia física. Por ello, a «mucho tuvieron que hasta que matarlo paquitaile la aima». En tal posición se encontraron los olivoristas. Debido a su problemática relación con las autoridades, los olivoristas estaban renuentes a entregar sus armas. A ello posiblemente se sumó el hecho de que la comunidad mantuvo su tráfico comercial con Haití. Más importante aún fueron los vínculos que aparentemente sostuvieron los olivoristas con los campesinos sublevados en Haití debido a las medidas implementadas por los norteamericanos en el vecino país, que fue ocupa do militarmente en 1915.

Una de tales medidas fue el trabajo compulsorio en las carreteras, que generó tal descontento entre la población rural que contribuyó a inflamar la rebelión contra los ocupantes. Bajo el liderato de CharlemagnePéralte, miles de campesinos haitianos (denominados cacos) lucharon contra los norteamericanos, quienes tenían buenas razones para pensar que existía una conexión entre los rebeldes de Haití y los olivoristas; estos, por su lado, debían sospechar que la experiencia haitiana bajo la dominación norteamericana presagiaba su propio destino. No tardó mucho, en efecto, para que los estadounidenses colaboraran con las autoridades dominicanas en la implementación de la Ley de caminos, aprobada en 1907 pero de limitada efectividad hasta el período de la ocupación. Es de suponer que entre los seguidores de Olivorio se encontrasen campesinos que habían huido de las prestaciones laborales, como se denominó oficial mente al trabajo compulsorio en los caminos. Las afrentas comunes a los campesinos dominicanos y haitianos deben haber generado entre ellos una razón adicional para continuar los tradicionales tratos comerciales a través de la frontera.

También deben haber instado a los olivoristas a brindar a los cacos haitianos armas, suministros y refugio. Con razón los gringos desataron una intensa persecución contra los olivoristas. Su saña no fue lo único que contribuyó al desenlace fatal del movimiento. Según Lundahl y Lundius, Olivorio fue víctima de una «conspiración de los ricos», patente en la ruptura del clan Martínez con el «dios campesino» y en su apoyo a los norteamericanos. Guiados por «Carmito» Ramírez, que era agrimensor, por lo que debía conocer muy bien el terreno, los marines atacaron el refugio de los olivoristas en 1917; a raíz de ese ataque, la comunidad quedó virtualmente desmantelada y Olivorio,

Al combatirlos, las tropas de ocupación realizaban una labor de
«limpieza» de los campos del Este, agobiados por las depredaciones de las bandas
o gavillas. Tal interpretación fue suscrita incluso por un norteamericano
liberal como Sumner Welles, quien catalogó a los insurrectos de las provincias
de El Seibo y San Pedro de Macorís como «una especie de bandolerismo».
Concepción anclada en toda suerte de prejuicios nacionales, raciales
y de clase, la visión de la oficialidad yanqui sobre el gavillerismo
se convirtió en doctrina de Estado durante el trujillato. Como ha demostrado
Andrés L. Mateo, los ideólogos del trujillismo construyeron una
«paz» mítica, un orden de estabilidad y prosperidad, hechura del tirano,
que se articuló «en oposición a dos contrafiguras históricas:
los "Gavilleros" y los Caciques Regionalistas». Trujillo se destacó,
precisa mente, en la persecución de los gavilleros del Este luego de
ingresar a la Guardia Nacional Dominicana, fuerza constabularia organizada por
los norteamericanos durante la ocupación. Agigantada su participación
en la «pacificación» hasta alcanzar proporciones míticas, Construcción
problemática -continúa Mateo- debido al contenido nacionalista
del gavillerismo, la mitología trujillista terminó por negarle
a este todo mérito en la reivindicación de la patria hollada por
los gringos. Cuando se vieron obligados a tratar ese asunto -por ejemplo, en
sus fraudulentas y fantasiosas «biografías militares de Trujillo»-, los
epígonos del régimen enfatizaron la naturaleza delictiva del gavillerismo,
lo que convertía al tirano en un verdadero héroe de la paz. Debido
a lo espinoso que resultaba el tema del gavillerismo dentro de la discursiva
oficial del trujillismo, usualmente se estableció un cerco de silencio
en torno al tema. Irónicamente, ese silencio fue compartido, con muy
contadas excepciones, por intelectuales dominicanos de vocación liberal
y democrática, cuya concepción sobre las luchas nacionales en
contra de la intervención privilegió casi de manera absoluta a
las élites sociales y políticas. Después de todo, con relación
a aspectos importantes, las concepciones de muchos de ellos sobre la nación,
la modernidad y el progreso coincidían con las de los estadounidenses.
Entre la intelectualidad dominicana prevalecía un proyecto civilizador
en el cual las masas rurales emblematizaban el atraso, la pre modernidad y el
primitivismo. Para ella, A la ofensiva de los terratenientes por aumentar sus
propiedades se sumó la acometida esta tal por lograr una modernización
en el sistema de tierras.

La Ley sobre división de terrenos comuneros (1911) y la Ley de
registro de la propiedad territorial (1912) muestran ese embate esta tal; a
ellas se sumaron, bajo la ocupación estadounidense, la Ley de registro
de la propiedad territorial (1920), que habilitó al Tribunal de Tierras
con el fin de «sanear» los títulos de propiedad. Tales medidas se enmarcan
en los intentos de modernización de las estructuras económicas
y sociales emprendidas por los grupos dominantes y el poder entre finales del
siglo XIX e inicios del XX. Similares fueron los intentos de fomentar la producción
campesina, que buscaban erra dicar las prácticas agrícolas que
no se avenían a la economía comercial ni a las pretensiones modernizadoras
de las élites. Ellas formaron parte de los intentos por domesticar a
las masas rurales. Mas sus resultados variaron dependiendo de las condiciones
regionales. Según Julie Franks, en el Este, el Tribunal de Tierras no
jugó un papel determinante en el surgimiento de los grandes latifundios
cañeros. Alega que, al iniciarse la ocupación militar, en el año
1916, ya las compañías cañeras habían aglutinado
el grueso de sus propiedades, a pesar de que muchos de sus terrenos contaban
con «títulos dudosos».

En la provincia de Santiago la actividad del Tribunal de Tierras se sintió de forma sistemática a partir de los años 30. En esta región, sus acciones tampoco incidieron en lo sustancial sobre la estructura agraria. Parece, pues, que el Tribunal de Tierras actuó en esencia como un instrumento para condonar las apropiaciones y los despojos cometidos previamente, o para legitimar las relaciones de propiedad que había propiciado la economía mercantil, cada vez más vigentes en el campo dominicano. Así, en aquellas zonas donde no existía una fuerte economía campesina, que contase con vínculos directos con los sectores económica y políticamente dominantes, las medidas estatales fueron usadas por los empresarios y los latifundistas para ampliar sus propiedades agrarias. En el Este, e incluso en ciertas regiones del Cibao donde existían extensos terrenos comuneros -tales como algunas zonas cercanas a Bonao-, hubo personas que lograron hacerse de grandes propiedades gracias al acaparamiento de los mismos. Las regiones que carecían de una sociedad campesina con un dinamismo y una amplitud similares a los del Cibao central, fueron particularmente propicias a la concentración de la propiedad agraria. Aunque no vacías, en regiones donde la economía campesina estaba menos desarrollada, los terratenientes y los empresarios contaban con mayores oportunidades para apropiarse de las tierras de los campesinos. El fraude con los títulos fue uno de los medios para lograrlo. En el Cibao central, por el contrario, existía de antaño una economía campesina de orientación comercial, y que, por ello, contaba con lazos con los sectores dominantes a nivel regional, sobre todo con los comerciantes exportadores. Para estos, resultaba crucial mantener sus líneas de abastecimiento de los productos agrícolas de exportación, tales como el tabaco y el café, por lo que no fomentaron la expropiación masiva del campesinado, como sí ocurrió en las regiones donde surgieron nuevos cultivos comerciales, sobre todo en las áreas cañeras. Otras regiones del país, donde la economía mercantil estaba en ciernes, fueron poco afectadas por las medidas esta tales y, en consecuencia, por la geofagia de los terratenientes; en algunas, casi no se sintieron, por lo que permanecieron virtualmente inalteradas.

A principios del siglo xx, el embate estatal se manifestó de otras maneras. Se expresó, por ejemplo, en sus esfuerzos por convertir a la población de la ruralía en una fuente de mano de obra que posibilitara al Estado modernizar la infraestructura.

CRÓNICA DE UNA «REFORMA AGRARIA AL REVÉS»: Memorial de los despojos de sus tierras que han sufrido los campesinos, y de los incontables atropellos, agravios y persecuciones que han padecido por defenderlas; y de las denodadas luchas que han ofrecido para resguardar su principal medio de vida.

A principios de los años 60 del siglo pasado, la cuestión agraria se perfilaba en la República Dominicana como un problema acuciante. Los enormes desequilibrios en la propiedad de la tierra, el que la mayoría de la población fue se rural y que la economía del país dependiese principalmente de su producción agrícola, de mostraban la urgencia del problema agrario. Los acontecimientos en Cuba, donde un Gobierno revolucionario había iniciado una reforma agraria que propició la movilización de los campesinos y el incremento de los conflictos sociales, pusieron sobre el tapete la posibilidad de que, en la República Dominicana, las masas rurales lanzaran una ofensiva por la tierra. La coyuntura política no podía resultar más inquietan te para los grupos de poder y para los Estados Unidos, empeñados ambos en evitar una versión dominicana de la situación cubana.

Desde su perspectiva, el problema de la tierra tenía una doble
dimensión: una económica y otra política. Con relación
a la primera -la económica-, la cuestión a la que se enfrentaban
era la de dinamizar la producción agropecuaria de manera que sirviese
de base para una eventual modernización de la economía del país.
Con relación a lo segundo -su dimensión política-, había
que evitar que los conflictos sociales en la ruralía alcanzasen niveles
explosivos. Ello fue una preocupación central de los grupos de poder
en la República Dominicana, sobre todo a raíz del proyecto de
Constitución impulsado por los sectores populistas, encabezados por Juan
Bosch y el Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Tal proyecto contenía
una serie de cláusulas -como la prohibición del latifundio- que
fueron recusadas enérgicamente por los sectores propietarios. Más
aún: el núcleo de su cuestionamiento a la nueva Constitución
se centró en «la cuestión agraria». Fue, también, una de
las cuestiones sobre las cuales gravitó su oposición al gobierno
de Bosch. La incautación por parte del Estado de las tierras que habían
pertenecido al grupo Trujillo planteó como un problema central cuál
sería el destino de las mismas. Había, por supuesto, grupos de
poder que aspiraban a disfrutar de esas tierras, alegando algunos de ellos que
Trujillo les había confiscado propiedades ilegalmente. Otros meramente
que rían participar de un espléndido botín que sobrepasaba
las 3,200,000 tareas, lo que constituía cerca del 9% del total de tierras
en explotación. Finalmente, otros entendían que ese extraordinario
fondo agra rio debía repartirse entre los campesinos que carecían
de tierra. Así pensaban los sectores políticos progresistas, para
quienes la reforma agraria era una medida de justicia social que con tribuiría
a solventar la situación de destitución en que vivían amplios
sectores del campesinado dominicano. Irónicamente, grupos orgánicos
de las clases propietarias también contemplaron un tipo de reparto agrario
entre los campesinos pobres. Para estos, la distribución de las tierras
del grupo Trujillo contribuiría a disminuir las tensiones sociales. De
paso, su repartición entre los campesinos serviría como una garantía
a sus propias tierras, las que se verían libres de ser afecta das por
una posible reforma agraria. No por casualidad, en 1963 la Asociación
de Hacendados y Agricultores -organismo de los sectores terratenientes- propuso
la realización de una reforma agraria usando las tierras del Estado incautadas
al grupo trujillista. Eso, alegaban, no resultaba «incompatible con el mantenimiento
de las unida des agrícolas existentes».

Lo que encerraba su propuesta era, precisamente, esto último:
preservar sus propiedades a toda costa, frenando los reclamos por una redistribución
de las tierras que minase su posición económica, social y política.
La suya era una reforma terrateniente, en la que había que distribuir
para conservar. En la práctica, tal llegó a ser la función
del Instituto Agrario Dominicano (IAD), fundado en 1962 con la intención
de implementar la reforma agraria. Creado bajo las influencias de la Alianza
para el Progreso y de los acuerdos de Punta del Este de la Organización
de Estados Americanos (OEA), a lo largo de la década de los 60 el IAD
formó parte de un amplio «programa de contrainsurgencia», uno de cuyos
pilares era impedir los movimientos autónomos del campesinado. A través
del IAD se pretendía «canalizar pacíficamente» las expectativas
que provocó entre el campesina do la caída del régimen
trujillista y la captación por el Estado de una gran cantidad de tierras
que habían pertenecido al tirano y a sus allegados. Su fundación
marcó el inicio formal de la reforma agraria en el país y, por
ende, de una nueva etapa en las relaciones entre el campesinado y el Estado.
Sin embargo, el IAD tuvo una opaca actuación, limitándose en muchos
casos a entregar títulos de propiedad a campe sinos que ya habían
ocupado tierras, usualmente de las que habían pertenecido al grupo Trujillo.

Al IAD se le comenzó a ver la costura desde el momento de su fundación. Para empezar, porque la ley que lo creó dejó sin precisar aspectos tan cruciales como la definición del latifundio, al igual que los criterios para determinar lo que serían las unidades agrícolas apropiadas para dotar a las familias campesinas. En fin, fue una ley de principios abstractos que dejó sin garras ni dientes al IAD, organismo que debía implementar la reforma agraria. Que darse así o adquirir dientes y garras era, en lo fundamental, una cuestión política. El «problema de la tierra» y la suerte del campesinado en general fueron aspectos destaca dos en la campaña electoral de 1962. Para Juan Bosch, candidato presidencial del PRD, resultaba crucial modernizar las estructuras económicas y sociales, responsables, según él, del des tino político que había vivido el país hasta entonces. Resultaba imprescindible, también, para mejorar las condiciones de vida de las masas campesinas.

Afirmaba Bosch:Un país de pobres es un país pobre. No son 50 tareas lo que hay que entre gar al campesino; son 100, para que gane por lo menos 100 pesos mensuales. Con 100 pesos mensuales ya se puede vivir. Y nosotros necesitamos que este pueblo vi va; y para vivir tiene que comer, tiene que tener casa, tiene que tener medicinas, tiene que tener ropa. Porque vivir no es vivir como los animales, sino vivir como las personas. Para llevar su mensaje a las masas campesinas, el candidato presidencial del PRD se trasladó a un sinnúmero de áreas rurales y transmitió por radio decenas de discursos que se distinguieron por su llaneza y por constituir una especie de pedagogía cívica. Entre sus propuestas sobresalió la de distribuir las tierras que habían pertenecido al clan Trujillo. Sobre el particular, el programa del PRD proponía: «Reparto de tierra a razón de más o menos100 tareas por familia, hasta la cantidad de 70,000 familias de agricultores». Tal propuesta del PRD superaba significativamente la de los repartos que había realizado el IAD hasta el momento -poquísimos, por demás-, que se habían circunscrito a distribuir 60 tareas por campesino. Como si fuera poco, el PRD ofreció a los productores agrícolas garantizarles los precios de sus cosechas, la creación de cooperativas y la ampliación del crédito. Todo ello se acompañaría con la prestación de servicios estatales y el respeto de los «derechos de los trabajadores y los campesinos». A sus ofrecimientos programáticos, el PRD aunó una activa labor de organización política en las áreas rurales. Al cabo de unas pocas semanas de proselitismo, llegó a contar con unos 150,000 seguidores organizados en la Federación Nacional de Hermandades Campesinas (FENHERCA), que actuó como brazo político del PRD en las áreas rurales.

Las expectativas en torno a los proyectos sociales de Bosch aumentaron con su victoria electoral en diciembre de 1962: entre los campesinos, porque esperaban que implementase un amplio pro grama de distribución de tierras y de reformas sociales; y entre los sectores más retrógrados, porque temían que así ocurriera. Para estos, el populismo de Bosch invocaba el espectro del comunismo. La cuestión de la tierra parecía constituir una de las pruebas de fuego de su gobierno. Mas, a cuatro meses de haberse juramentado Bosch en el poder, la reforma agraria marchaba con pies de plomo. A pesar de que la reforma agraria había sido «la espina dorsal de las proyecciones del Gobierno del Presidente Bosch», el IAD se caracterizaba por su burocratismo, y su falta de re cursos y de coordinación con otras agencias estatales. Los contadísimos asentamientos que se realizaron no pasaron de ser meros repartos de parcelas individuales. Y lo que se proyectaba hacer durante los próximos seis meses no difería en lo sustancial de lo que se había hecho hasta entonces, es decir: «repartir unas cuantas parcelas de tierra». Por demás, la burocracia estatal, proveniente del trujillismo, y los terratenientes se encarga ron de hacer todo lo posible por obstaculizar la reforma. De acuerdo con Gleijeses, los terratenientes que alegaban haber sido despojados por Trujillo «inundaron» los tribunales con reclamaciones judiciales, lo que contribuyó a frenar el programa agrario del Gobierno. Tratando de mantener un precario equilibrio sobre la cuerda floja que atravesaba, Bosch apeló a los terratenientes para que donaran tierras para la reforma agraria, llama do que tuvo poca acogida. Cuando algo fue aportado, mucho dejaron que desear las tierras cedidas: una importante firma comercial donó un predio en el cual «no se producía ni la maldición». Por supuesto, el «compañero Presidente» tenía las manos llenas con otros asuntos.

En esos meses, el centro neurálgico del país no era el campo, sino la capital. Allí convergían las fuerzas opositoras a su Gobierno, provenientes de virtualmente todos los bandos políticos. Sus desenlaces fueron el golpe de Estado de septiembre de 1963 y la Guerra Civil de 1965. La situación no cambió mucho luego del golpe contra Bosch. En sus primeros años, el IAD se limitó a realizar unos pocos y esporádicos asentamientos. Por ejemplo, el 8 de agosto de 1964 fueron asentadas 200 familias campesinas en las tierras de la antigua Hacienda Fundación, en San Cristóbal, que había pertenecido a Trujillo. Incluso, en casos como este, el IAD se limitaba a reconocer un hecho consumado: la recuperación por parte de los campesinos de tierras que les habían sido arrebatadas durante la tiranía. En total, solo ocho asentamientos se realizaron en ese año, los que apenas comprendieron unas 180,000 tareas, distribuidas entre 2,214 familias (unas 81 tareas por familia). Durante el año de la guerra no se realizó ningún asentamiento; al año siguiente se realizaron solo cinco, que abarcaron menos de 40,000 tareas re partidas entre 321 familias (casi 125 tareas por familia). No estaban los tiempos para atender a la reforma agraria ni para resolver las carencias de los campesinos.

En el ínterin, la situación política del país se había transformado dramáticamente. Ello se evidenció en las elecciones de 1966, cuando las masas rurales, que habían apoyado a Bosch de forma contundente en 1962, dieron un giro y votaron de forma abrumadora por su principal contrincante, Joaquín Balaguer. El resultado de la guerra civil, la compactación política de los sectores de poder en torno a Balaguer, el apoyo que recibió este de parte de los Estados Unidos y la falta de garantías para que el PRD pudiera desarrollar una campaña libre de cortapisas, incidieron poderosamente sobre los resultados electorales. Además, el Gobierno de Bosch no llenó las expectativas de las gran des masas rurales; en justicia, careció de las condiciones mínimas para implementar su pro grama de reformas económicas y sociales. A ello contribuyó la campaña que hicieron en su contra ciertos sectores sociales e ideológicos con fuertes vínculos orgánicos con el campesinado, como los terratenientes y los caciques rurales; los jerarcas de la Iglesia católica, que acusaron a Bosch de comunista y de ateo; y los militares y los burócratas, quienes sintieron amenazados sus tradicionales privilegios y su impronta sobre el campesinado debido a la campaña de Bosch contra la corrupción. Además, en el seno mismo del campesinado existían grupos -sobre todo los más acomodados- que veían con recelo. No fue casualidad que las provincias Cibaeñas de Duarte, Espaillat y Santiago, núcleo del campesinado más próspero del país, se encontrasen entre las cuatro únicas que ganó la Unión Cívica Nacional (UCN) -organización opositora a la candidatura de Bosch- en las elecciones de 1962. Y no precisamente por un estrecho margen. Los comicios de 1966, en los que no faltaron dispositivos fraudulentos en contra de Bosch y a favor de Balaguer, fueron el resultado de esa amalgama de factores. En ello también incidieron, como ha señalado Cassá, los «reflejos ideológicos tradicionalistas moldea dos durante el período trujillista»; Balaguer era lo más cercano a los esquemas trujillistas de autoridad. Por demás, durante su campaña electoral, Balaguer recurrió a una discursiva «campesinista» que influyó sobre el ánimo de las masas. Con frecuencia adoptó una retórica agrarista e hizo ofrecimientos de tierra a los campesinos. «Resuelto» el problema del poder gracias a la alternativa conservadora representada por Balaguer -alternativa en la cual la represión y el terrorismo de Estado jugaron un papel central-, los sectores estatales tuvieron que enfrentar una serie de cuestiones que habían quedado opacadas debido a los intensos conflictos políticos de los años previos. Entre ellos se encontraba el problema agrario.

En su discurso de toma de posesión, en 1966, el mismo Balaguer aludió a la necesidad de atender el problema agrario, postura que debe entenderse a la luz de una doble perspectiva. En primer lugar, porque resultaba crucial redefinir el papel que jugarían las actividades agropecuarias en el modelo económico que se implementó a partir de 1966. Orientado a modernizar la economía vía la industrialización dependiente, las actividades agropecuarias serían -en palabras de Lozano- «la fuente de excedentes con los cuales se financiaría el crecimiento capitalista en el ámbito urbano-industrial y comercial». En el caso de las actividades orientadas al mercado interno, ellas se dirigirían de manera prioritaria a satisfacer la demanda de una población urbana que aumentaba rápidamente. En segundo lugar -aunque no menos importante-, atender el problema agrario era crucial para sostener el pacto social sobre el cual se erigía el liderato político del propio gobernante. Balaguer había sido, ciertamente, la ficha de los sectores de poder contra el proyecto populista de Bosch y el PRD. Él lo sabía. Más, para poder jugar cabalmente ese papel, precisaba de una base política autónoma. Por ello, al igual que Trujillo, Balaguer intentó solidificar su posición entre las masas rurales, apoyo más que decisivo debido a que, mal que bien, las reglas del juego político habían cambiado, al menos formalmente. Ahora los partidos debían cortejar al campesinado, que se había convertido en una clientela política nada despreciable. Si bien ya no era el Concho Primo de principios de siglo XX, el espectro de una conflagración social que tuviese al campesinado como uno de sus actores principales era lo suficientemente pode rosa como para inquietar a los grupos de poder, que preferían mantener apaciguada a la «bestiacalibanesca». Por eso, Balaguer se sabía el «gran necesario»: jugaría el papel de domesticador. Lo haría según sus propias reglas y de acuerdo a las necesidades de su poder personal: fue construyendo una base política que le brindó una gran capacidad de acción frente a los diversos sectores de poder, tanto de los tradicionales como de los modernos. Gracias a su dominio «bonapartista», logró, además, neutralizar a los sectores castrenses que potencialmente podían alterar su función media dora entre las contradictorias fuerzas sociales y políticas del país. Muchos militares fueron coopta dos por medio de prebendas y cargos. Su apropiación y su uso ilegal de las tierras del Estado se convirtieron en fenómenos harto comunes durante la segunda mitad de los años 60. Durante esos años se reactivó la distribución de tierras por el IAD. Entre 1966-1970, el número de familias asentadas alcanzó las 6,071 en un total de 88 proyectos agrarios. Las tierras repartidas superaron el medio millón de tareas. Tales repartos, sin embargo, estaban muy lejos de resolver la grave situación de penuria en que vivían los campesinos pobres del país. Así, mientras que los planes oficiales hablaban de la necesidad de asentar anualmente un mínimo de 10,000 familias, la realidad era que desde su fundación hasta 1971 el IAD había beneficiado en total a menos de 14,000. ¡El déficit era de más de 86,000 familias! Y los problemas no se limitaban a que la reforma agraria seguía realizándose a «cuentagotas». La naturaleza de los repartos, basados en la distribución de parcelas individuales, la mayoría de las cuales no recibían crédito, asistencia técnica, ni insumos, representaba otra limitación. Tampoco se crearon mecanismos para garantizar la comercialización de la producción ni los precios; mucho menos se alentó la organización de los campesinos en asociaciones autónomas.

Los campesinos «reformados» fueron dejados a su suerte. Sin apoyo esta tal, endeudados muchas veces y carentes de alternativas, una proporción nada despreciable -calculada en un 30%- terminó por abandonar, traspasar o vender sus parcelas. La ironía era tan profunda que llegaron a cancelarse los «certificados de asignación» a los campesinos que dejaron de «cumplir con los requisitos establecidos» por el IAD. Para colmo, con frecuencia las parcelas se repartían a base del «amiguismo y la filiación política» más que de criterios estrictamente económicos o sociales. Los campesinos pagaban los platos rotos por las deficiencias de la reforma agraria. La eficiencia del sector reformado dejaba mucho que desear. Tal y como se venía realizando, la reforma agraria contribuía a la extensión del minifundismo de baja productividad y, en con secuencia, agravaba los problemas estructurales del agro dominicano. Esos rasgos de los asentamientos estatales le venían de maravillas a quienes recelaban de la reforma agraria. Los asentamientos del IAD -argüían- eran la mejor muestra de que por medio de la distribución de la tierra resultaba difícil, sino imposible, lograr la modernización del agro y aumentar la producción agrícola con el fin de sustentar la modernización económica que re quería el país.

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