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La Muerte y la Inmortalidad del Alma en los Diálogos de Platón (página 2)



Partes: 1, 2

Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece
a lo que es divino y nuestro cuerpo a lo que es
mortal.

Mira, pues, querido Cebes, si de todo lo que acabamos de
decir no se deduce necesariamente que nuestra alma se asemeja
mucho a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple e
indisoluble, siempre igual y siempre parecido a sí mismo,
y que nuestro cuerpo se parece a lo humano, mortal, sensible,
compuesto, disoluble, siempre cambiante y jamás semejante
a sí mismo. ¿Hay alguna razón que podamos
alegar para destruir estas consecuencias y hacer ver que no es
así?"[7]

"No lo ponderes demasiado, mi querido Cebes, dijo
Sócrates, no vaya a suceder que la envidia eche por tierra
lo que tengo que decir, que es lo que está en las manos de
Dios. Y nosotros, uniéndonos más de cerca, como
dice Homero, estudiemos tu argumento. Lo que buscas se reduce a
este punto: tú no quieres que se demuestre que el alma es
inmortal y que no puede perecer, a fin de que un filósofo
que va a morir y muere valientemente, en la esperanza de que
será infinitamente más feliz en los infiernos que
si hubiera vivido de manera muy distinta a la que ha llevado, no
tenga una confianza insensata. Porque el alma sea alguna cosa
fuerte y divina y que haya existido antes de nuestro nacimiento
no prueba nada, dices, de su inmortalidad. Y todo lo que se puede
inferir de ello es que puede durar mucho tiempo y que estaba en
alguna parte antes que nosotros, durante siglos casi infinitos;
que durante ese tiempo ha podido conocer y hacer muchas cosas sin
ser por esto más inmortal; que, al contrario, el primer
momento de su venida al cuerpo ha sido quizá el principio
de su pérdida y como una enfermedad que se prolonga en las
angustias y debilidades de esta vida y que acaba por lo que
llamamos la muerte. Añades que importa poco que el alma no
venga más que una vez a animar el cuerpo o que venga
varias y que esto en nada altera nuestros justos motivos de
temor, porque, a menos que uno esté loco, tiene siempre
que temer a la muerte mientras no sepa con certeza y no pueda
demostrar que el alma es inmortal."[8]

Argumentación
platónica sobre del la inmortalidad del alma

"Ahora voy a volver a mis primeras preguntas, y
tú me contestarás no idénticamente a dichas
preguntas, sino de diferente manera, siguiendo el ejemplo que voy
a darte. Porque además de la manera de contestar de la que
ya hemos hablado, que es segura, veo todavía otra que no
lo es menos. Porque si me preguntases qué es lo que hay en
el cuerpo que hace sea caliente, no te daría esta
respuesta necia, pero segara: que es el calor; pero de lo que
acabamos de decir deduciría una contestación
más sabia y te diría que es el fuego; y si me
preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté
enfermo, no te responderé que es la enfermedad, sino la
fiebre. Si me preguntas qué es lo que hace impar a un
número, no te contestaré que la imparidad, sino la
unidad, y lo mismo de otras cosas. Fíjate bien en si
entiendes suficientemente lo que quiero decirte.

Lo entiendo perfectamente.

Respóndeme, pues, continuó
Sócrates: ¿qué es lo que hace que el cuerpo
esté viviente?

El alma.

¿Es siempre así?

¿Cómo podría no serlo?, dijo
Cebes.

¿Lleva el alma, pues, consigo la vida a todas
partes donde penetra?

Seguramente.

¿Existe algo contrario a la vida o no hay
nada?

Sí; hay algo.

¿Qué?

La muerte.

El alma no admitirá, pues, nada que sea contrario
a lo que ella siempre lleva consigo; esto se deduce
necesariamente de nuestros principios.

La consecuencia no puede ser más segura, dijo
Cebes.

¿Y cómo llamamos a lo que jamás
admite la idea de lo par?

Lo impar.

¿Cómo llamamos a lo que jamás
admite la justicia sin el orden?

La injusticia y el desorden.

Sea. Y a lo que jamás admite la idea de la
muerte, ¿cómo lo llamamos?

Lo inmortal.

¿El alma no admite la muerte?

No.

¿El alma es, pues, inmortal?

Inmortal.

¿Diremos que esto está demostrado o
encontráis que todavía le falta algo a la
demostración?

Está suficientemente demostrado,
Sócrates."[9]

"Partiremos de este principio: toda alma es inmortal,
porque todo lo que se mueve en movimiento continuo es inmortal.
El ser que comunica el movimiento o el que le [291] recibe, en el
momento en que cesa de ser movido, cesa de vivir; sólo el
ser que se mueve por sí mismo, no pudiendo dejar de ser el
mismo, no cesa jamás de moverse; y aún más,
es, para los otros seres que participan del movimiento, origen y
principio del movimiento mismo. Un principio no puede ser
producido; porque todo lo que comienza a existir debe
necesariamente ser producido por un principio, y el principio
mismo no ser producido por nada, porque, si lo fuera,
dejaría de ser principio. Pero si nunca ha comenzado a
existir, no puede tampoco ser destruido. Porque si un principio
pudiese ser destruido, no podría él mismo renacer
de la nada, ni nada tampoco podría renacer de él,
si como hemos dicho, todo es producido necesariamente por un
principio. Así, el ser que se mueve por sí mismo,
es el principio del movimiento, y no puede ni nacer, ni perecer,
porque de otra manera el cielo entero y todos los seres, que han
recibido la existencia, se postrarían en una profunda
inmovilidad, y no existiría un principio que les volviera
el movimiento, una vez destruido. Queda, pues, demostrado, que lo
que se mueve por si mismo es inmortal, y nadie temerá
afirmar, que el poder de moverse por sí mismo es la
esencia del alma. En efecto, todo cuerpo, que es movido por un
impulso extraño, es inanimado; todo cuerpo que recibe el
movimiento de un principio interior, es animado; tal es la
naturaleza del alma. Si es cierto que lo que se mueve por
sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue
necesariamente, que el alma no tiene, ni principio, ni fin. Pero
basta ya sobre su inmortalidad."[10]

"SÓCRATES. En cuanto a las personas, son
sacerdotes y sacerdotisas, que se han propuesto dar razón
de los objetos concernientes a su ministerio. Es Píndaro y
son otros muchos poetas; me refiero sólo a los que son
divinos. He aquí lo que ellos dicen, y examina si sus
razonamientos te parecen verdaderos.

«Dicen que el alma humana es inmortal; que tan
pronto desaparece, que es lo que llaman morir, como reaparece,
pero que no perece jamás; por esta razón es preciso
vivir lo más santamente posible, porque Perséfona,
al cabo de nueve años, vuelve a esta vida el alma de
aquéllos que ya han pagado la deuda de sus antiguas
faltas. De estas almas se forman los reyes ilustres y celebres
por su poder y los hombres más famosos por su
sabiduría, y en los siglos siguientes, ellos son
considerados, por los mortales, como santos héroes.
Así pues, para el alma, siendo inmortal, renaciendo a la
vida muchas veces, y habiendo visto todo lo que pasa, tanto en
ésta como en la otra, no hay nada que ella no haya
aprendido. Por esta razón, no es extraño que,
respecto a la virtud, y a todo lo demás,esté en
estado de recordar lo que ha sabido. Porque, como todo se liga en
la naturaleza y el alma todo lo ha aprendido, puede, recordando
una sola cosa, a lo cual los hombres llaman aprender,
encontrar en sí misma todo lo demás, con tal que
tenga valor y que no se canse en sus indagaciones. En efecto,
todo lo que se llama buscar y aprender no es
otra cosa que recordar. Ninguna fe debe darse al tema,
fecundo en cuestiones, que propusiste antes; porque sólo
sirve para engendrar en nosotros la pereza, y no es cosa
agradable dar oídos sólo a hombres cobardes. Mi
doctrina, por el contrario, los hace laboriosos e inventivos.
Así pues, la tengo por verdadera y quiero, en su
consecuencia, indagar contigo lo que es la
virtud.»"[11]

La idea del
infierno de
Platón, igual a la del paraíso
cristiano

"Y el alma, este ser invisible que va a otro medio
semejante a ella, excelente, puro, invisible, es decir, a los
infiernos, cerca de un dios emporio de bondad y sabiduría,
un paraje al que espero irá mi alma dentro de un momento,
si a Dios le place, ¿un alma tal y de esta naturaleza no
haría más que abandonar el cuerpo y se
desvanecería reduciéndose a la nada como cree la
mayoría de los hombres? Para esto falta mucho, mi amigo
Simmias y mi amado Cebes; he aquí más bien lo que
ocurre: si el alma se retira, pura, sin conservar nada del
cuerpo, como la que durante la vida no ha tenido con él
comercio alguno voluntario y al contrario huyó siempre de
él recogiéndose en sí misma, meditando
siempre, es decir, filosofando bien y aprendiendo efectivamente a
morir, ¿no es esto una preparación para la
muerte?

Sí.

Si el alma se retira en este estado, va hacia un ser
semejante a ella, divino, inmortal, lleno de sabiduría,
cerca del cual, libre de sus errores, de su ignorancia, de sus
temores, de sus amores tiránicos y de todos los
demás males anexos a la naturaleza humana goza de la
felicidad; y, como se dice de los iniciados, pasa verdaderamente
con los dioses toda la eternidad. ¿No es esto lo que
debemos decir, Cebes?

¡Sí, por Júpiter!, le
contestó."[12]

"De ella habla Homero cuando dice «muy lejos, en
el abismo más profundo que hay bajo la Tierra».
Homero y la mayor parte de los poetas llaman a este lugar el
Tártaro. Allá es donde van a parar todos los
ríos y de allí salen. Cada uno de ellos tiene la
naturaleza de la tierra por encima de la cual corre. Esto hace
que estos ríos vuelvan a su curso y es porque no
encuentran fondo, pues sus aguas ruedan suspendidas en el
vacío, bullendo lo mismo hacia arriba que hacia abajo. El
aire y el viento que las envuelven hacen lo mismo y las siguen
cuando se elevan y cuando descienden; y lo mismo que en los
animales entra y sale el aire incesantemente por la
respiración, el aire que se mezcla con estas aguas entra y
sale con ellas y provoca vientos furiosos. Cuando estas aguas
caen con violencia en el abismo inferior del que he hablado,
forman corrientes que vuelven a través de la Tierra a los
lechos que encuentran, que llenan como se llena una bomba. Cuando
estas aguas salen de allí y vuelven a los lugares que
habitamos, los llenan de la misma manera, y de allí se
extienden por todas partes bajo la tierra alimentando nuestros
mares, nuestros ríos, nuestros lagos y nuestras fuentes.
Desaparecen después filtrándose en la tierra, unas
después de dar muchos rodeos y otras menores circuitos
para volver al Tártaro, en donde entran unas mucho
más bajas que no salieron y otras menos, pero todas
más bajas. Las unas entran y salen del Tártaro por
el mismo lado y las otras entran por el lado opuesto a su salida,
y las hay que tienen su curso circular y que después de
haber dado una o varias veces la vuelta, a la Tierra, como
serpientes que se enroscan, se precipitan a lo más bajo
que pueden, van hasta la mitad del abismo, pero más
allá, porque la otra mitad está más alta que
su nivel. Forman varias corrientes muy grandes; cuatro son las
principales, de las cuales la mayor es la que más
exteriormente corre por todo el alrededor; es la que se llama
Océano. Lo que está enfrente es el Aqueronte, que
corre de manera opuesta a través de los parajes desiertos
y sumergiéndose en la Tierra se precipita en las marismas
de Aquernoiada, adonde las almas van la mayor parte de las veces
al salir de la vida y después de permanecer allí el
tiempo prescrito, unas más y otras menos, son devueltas a
este mundo para animar nuevos cuerpos. Entre el Aqueronte y el
Océano corre un tercer río, que no lejos de su
fuente cae en un vasto lugar de fuego, donde forma un lago mucho
más grande que nuestro mar y en el que se ve hervir el
agua mezclada con fango, y saliendo de allí negro y lleno
de barro recorre la Tierra y va a parar a la marisma Aquernoiada
sin que sus aguas se confundan. Después de dar varias
vueltas bajo la Tierra se arroja en lo más bajo del
Tártaro; a este río se le denomina Puriflegeton, y
de él se ven surgir llamaradas por varias grietas de la
Tierra. Frente a éste cae un cuarto río, al
principio en un lugar pavoroso y agreste, que dicen es de un
color azulado y al que llaman el Estigio; en él forma la
laguna Estigia, y después de haber adquirido en las aguas
de dicha laguna propiedades horribles, se filtra en la Tierra,
donde da varias vueltas dirigiendo su corriente hacia el
Puriflegeton, al que por fin se encuentra en la laguna de
Aquerón por la extremidad opuesta. Sus aguas no se mezclan
con las de los otros ríos, y después de dar la
vuelta a la Tierra se precipita como ellos en el Tártaro
por el sitio opuesto al Puriflegeton. A este cuarto río le
han dado los poetas el nombre de Cocitos.

La naturaleza ha dispuesto así todas estas cosas;
cuando los muertos llegan al paraje donde su genio les lleva, se
juzga lo primero de todo si llevan una vida justa y santa o no.
Aquellos que se encuentra que vinieron ni enteramente criminales
ni absolutamente inocentes, son enviados al Aqueronte, donde
embarcan en barquichuelas que los llevan hasta la laguna
Aquerusiades, donde van a tener su residencia y donde sufren
penas proporcionadas a sus faltas y, una vez libres, la
recompensa de sus buenas acciones. Los incurables a causa de la
enormidad de sus faltas y que cometieron numerosos sacrilegios,
asesinatos inicuos, violaron las leyes y se hicieron reos de
delitos análogos, víctimas de la inexorable
justicia y de su destino fatal, son precipitados al
Tártaro, del que jamás saldrán. Pero
aquellos que no hayan cometido más que faltas que pueden
ser expiadas, aunque muy graves, como la de haberse dejado
dominar por la ira contra su padre o su madre o haber matado a
alguien en un arrebato de cólera y que han hecho
penitencia toda su vida, es necesario que sean precipitados al
Tártaro, pero después de haber permanecido un
año en él, el oleaje los devuelve a la orilla; los
homicidas son enviados al Cocitos, y los parricidas al
Puriflegeton, que los arrastra hasta cerca de la laguna
Aquerusiades; allí llaman a gritos a los que mataron o
contra quienes cometieron actos de violencia, y los conjuran a
que les permitan pasar al otro lado de la laguna y los reciban;
si los ablandan, pasan y se ven libres de sus males, pero si no,
vuelven a ser precipitados en el Tártaro, que los arroja a
los otros ríos y esto dura hasta que conmueven a los que
fueron sus víctimas; tal es la sentencia que contra ellos
pronuncian sus jueces. Pero aquellos a quienes se les reconoce
una vida santa, se ven libres de todos los lazos terrestres como
de una prisión y son recibidos en las alturas, en aquella
Tierra pura donde habitarán. Y de éstos, los que
fueron purificados enteramente por la filosofía, viven
perdurablemente sin cuerpo y son acogidos en parajes aún
más admirables que no es fácil describiros y
además no me lo permite el poco tiempo que me queda de
vida. Pero lo que acabo de deciros debe bastar, mi querido
Simmias, para haceros ver que debemos trabajar toda nuestra vida
entera para adquirir virtudes y sabiduría, porque el
premio es grande y bello y la esperanza halagadora.

Lo que un hombre de buen sentido no debe hacer es
sostener que estas cosas sean como os las he descrito; pero que
todo lo que os he dicho del estado de las almas y de sus
residencias sea aproximadamente así, creo que puede
admitirse, si es cierto que el alma es inmortal, y la cosa vale
la pena de correr el riesgo de creerla. Es un azar que es hermoso
admitir y del cual debe uno mismo quedar encantado. Ahora
comprenderéis por qué me he detenido tanto tiempo
en este discurso. Todo hombre, pues, que durante su vida
renunció a la voluptuosidad y a los bienes del cuerpo,
considerándolos como perniciosos y extraños, que no
buscó más voluptuosidad que la que le proporciona
la ciencia y adornó su alma, no con galas extrañas,
sino con ornamentos que le son propios, como la templanza, la
justicia, la fortaleza y la verdad, debe esperar tranquilamente
la hora de su partida a los infiernos, dispuesto siempre para
este viaje cuando el destino lo llame. Vosotros dos, Simmias y
Cebes, y los demás, emprenderéis este viaje cuando
el tiempo llegue. A mí me llama hoy el hado, como
diría un poeta trágico, y ya es hora de ir al
baño, porque me parece mejor no beber el veneno hasta
después de haberme bañado, y además
ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar un
cadáver."[13]

"Una cosa que es muy justo pensemos, amigos míos,
es que si el alma es inmortal, tiene necesidad de que cuiden de
ella no solamente en este tiempo, que llamamos el de nuestra
vida, sino todavía en el tiempo que ha de seguir a
ésta; porque si lo pensáis bien encontraréis
que es muy grave no ocuparse de ella. Si la muerte fuera la
disolución de toda la existencia tendrían los malos
una gran ganancia después de la muerte, libres al mismo
tiempo de su cuerpo, de su alma y de sus vicios; pero puesto que
el alma es inmortal, no tiene otro medio de librarse de sus males
y no hay más salvación para ella que
volviéndose muy buena y muy sabia. Porque consigo no lleva
mas que sus costumbres y hábitos, que son, se dice, la
causa de su felicidad o de su desgracia, desde el primer momento
de su llegada al paraje, al que, se dice, que cuando una muere le
conduce el genio que le ha guiado durante la vida, un paraje
donde los muertos se reúnen para ser juzgados, a fin de
que vayan a los infiernos con el guía, al que se le ha
ordenado adónde tiene que llevarlos. Y después de
recibir allí los bienes o los reales que merecen,
permanecen en el mismo lugar el tiempo marcado y entonces otro
guía los vuelve a esta vida después de varias
revoluciones de siglos. Este camino no es como dice Telefo en
Esquilo: «un simple camino conduce a los infiernos».
No es único ni simple; si lo fuera no habría
necesidad de guía porque no habiendo más que un
solo camino, me figuro que nadie se perdería, pero hay
muchas revueltas y se divide en varios, como conjeturo por lo que
se verifica en nuestros sacrificios y ceremonias religiosas. El
alma temperante y sabia sigue voluntariamente a su guía y
no ignora la suerte que le espera; pero la que está
clavada a su cuerpo por las pasiones, como antes dije, sigue
mucho tiempo unida a ellas, lo mismo que a este mundo visible, y
sólo después que se ha resistido mucho es
arrebatada a la fuerza y contra voluntad por el genio que le ha
asignado. Cuando llega a este lugar de reunión de todas
las almas, si está impura o manchada por algún
asesinato o cualquiera de los otros crímenes atroces, que
son las acciones semejantes a ella, huyen de su proximidad todas
las almas a las que horroriza; no encuentra compañero ni
guía y va errante en el más completo abandono hasta
que después de cierto tiempo la necesidad la arrastra al
sitio donde debe estar. En cambio, la que pasó su vida en
la templanza y la pureza, tiene por compañeros y
guías a los mismos dioses, y va a habitar en el lugar que
le está preparado, porque hay diversos maravillosos
lugares en la Tierra, y esta misma no es tal como se la figuran
aquellos que acostumbran a haceros descripciones, como por uno
mismo de ellos he sabido."[14]

Sobre el infierno
y la metempsicosis

"Que no te engañe esto, mi querido Simmias; no es
un camino que conduce a la virtud el cambiar voluptuosidades por
voluptuosidades, tristezas por tristezas, temores por temores,
como los que cambian una moneda grande por piezas
pequeñas. La sabiduría es la única moneda de
buena ley por la cual hay que cambiar todas las otras. Con ella
se compra todo y se tiene todo, fortaleza, templanza, justicia;
en una palabra, la virtud no es verdadera más que unida a
la sabiduría, independientemente de las voluptuosidades,
tristezas, temores y todas las demás pasiones; tanto, que
todas las demás virtudes sin la sabiduría y de las
cuales se hace un cambio continuo, no son más que sombras
de virtud, una virtud esclava del vicio, que no tiene nada
verdadero ni sano. La verdadera virtud es una purificación
de toda clase de pasiones. La templanza, la justicia y la misma
sabiduría no son más que purificaciones y hay buen
motivo para creer que quienes establecieron las purificaciones
distaban muy mucho de ser unas personas despreciables, sino
grandes genios que ya desde los primeros tiempos quisieron
hacernos comprender bajo estos enigmas que aquel que llegara a
los infiernos sin estar iniciado ni purificado será
precipitado al cieno; y aquel que llegara después de haber
cumplido la expiación será recibido entre los
dioses, porque, como dicen los que presiden los misterios: muchos
llevan el tirso, pero pocos son los poseídos del dios. Y
éstos, a mi modo de ver, sólo son los que
filosofaron bien. Nada he omitido para ser de su núcleo y
toda mi vida he estado trabajando para conseguirlo. Si todos mis
esfuerzos no han sido inútiles y lo he logrado, lo
sabré dentro de un momento, si a Dios le place. He
aquí, mi querido Cebes, mi apología para sincerarme
ante vosotros al abandonaros, y al separarme de los dueños
de este mundo no estar triste ni disgustado, en la esperanza de
que allí, no menos que aquí, encontraré
buenos amigos y buenos señores, que es lo que el pueblo no
sabría imaginar. Pero tendría una gran
satisfacción si ante vosotros lograra defenderme mejor que
ante los jueces atenienses.

Cuando Sócrates terminó de hablar
tomó la palabra Cebes y le dijo: Sócrates, todo
cuanto acabas de decir me parece una gran verdad. Hay solamente
una cosa que los hombres no acaban de creer: es lo que nos has
dicho del alma, porque se imaginan que cuando ésta
abandona al cuerpo cesa de existir; que el día mismo en
que el hombre muere, o ella se escapa del cuerpo, se desvanece
como un vapor y no existe en ninguna parte. Porque si subsistiera
sola, recogida en sí misma y liberada de todos los males
de que nos has hablado, habría una esperanza tan grande y
tan bella, Sócrates, que todo lo que has dicho
sería verdad; pero que el alma viva después de la
muerte del hombre, que actúe y piense, es lo que puede ser
necesite alguna explicación y pruebas
sólidas."[15]

"¿Quién nace, pues, de la vida?

La muerte.

¿Y quién nace de la muerte?

Fuerza es confesar que la vida.

¿Entonces, dijo Sócrates, de lo que ha
muerto es de donde nace todo lo que tiene vida?

Así me parece.

Y, por consiguiente, nuestras almas están en los
infiernos después de nuestra muerte.

Eso me parece.

Y de los intermedios de estos dos contrarios, ¿no
es sensible uno de ellos? ¿No sabemos lo que es
morir?

Ciertamente.

¿Qué haremos, pues? ¿No
reconoceremos también a la muerte la virtud de producir su
contrario, o diremos que en este sentido se muestra defectuosa la
naturaleza? ¿No es de absoluta necesidad que la muerte
tenga su contrario?

Es necesario.

¿Cuál es este contrario?

Revivir.

Revivir, si hay un retorno de la muerte a la vida, dijo
Sócrates, es comprender este retorno. Esto nos hace
convenir en que los vivos nacen de los muertos lo mismo que los
muertos de los vivos, prueba incontestable de

que las almas de los muertos existen en alguna parte de
donde vuelvan a la vida."[16]

"Me parece también, Cebes, que nada puede
oponerse a estas verdades y que no nos engañamos cuando
las admitirnos; porque es seguro que hay una vuelta a la vida,
que los vivos nacen de los muertos, que las almas de los muertos
existen y que las almas de los justos son mejores y las de los
malvados peores.

Lo que dices, Sócrates, le interrumpió
Cebes, es, además, una deducción necesaria de un
otro principio que con frecuencia te he oído establecer:
que nuestra ciencia no es más que reminiscencia. Si este
principio es exacto, es absolutamente indispensable que hayamos
aprendido en otro tiempo las cosas de que nos acordamos en
éste, lo que es imposible si nuestra alma no existe antes
de venir bajo esta forma humana. Es una nueva prueba de la
inmortalidad de nuestra alma."[17]

Habrá un
juicio de las almas

"Sócrates.- Escucha, pues, una bella
narración que tomarás, me imagino, por una
fábula, y que creo es una verdad. Yo, al menos, te la doy
como tal. Júpiter, Neptuno y Plutón se repartieron
la soberanía, como Homero lo refiere después de su
padre. Desde el tiempo de Saturno existía una ley entre
los hombres que ha subsistido siempre y subsiste todavía
entre los dioses; todo mortal que hubiera llevado una vida santa
y justa iría después de su muerte a las islas
Afortunadas, donde gozaría de una perfecta felicidad a
cubierto de todos los males; el que al contrario hubiese vivido
en la injusticia y en la impiedad, iría a un lugar de
castigo y de suplicio denominado el Tártaro. Durante el
reinado de Saturno y en los primeros años de
Júpiter, dichos hombres eran juzgados en vida por jueces
vivientes, que decidían de un futuro destino el mismo
día en que tenían que morir, por lo que estos
juicios se pronunciaban mal. Ésta fue la causa de que
Plutón y los gobernadores de las islas Afortunadas
acudieran a Júpiter y le dijeran que les enviaban hombres
que no merecían las recompensas ni los castigos que se les
habían asignado. Yo acabaré con esta injusticia,
respondió Júpiter. Lo que hace que se sentencie mal
hoy día es que se juzga a los hombres vestidos, puesto que
se los juzga cuando aún viven. Así es,
continuó diciendo, que muchos cuya alma está
corrompida, están revestidos de hermosísimos
cuerpos, de noblezas y de riquezas, y cuando se trata de
pronunciar el fallo, se presentan muchísimos testigos a
deponer en su favor y dispuestos a testimoniar que han vivido
bien. Los jueces se dejaban deslumbrar por todo esto y
además juzgaban vestidos, teniendo delante del alma, ojos,
orejas y toda la masa del cuerpo que los envuelve. Sus
vestiduras, y lo mismo las de las personas a las que van a
juzgar, son para ellos otros tantos obstáculos. Hay que
empezar, pues, dijo, por quitar a los hombres la presciencia de
su última hora, porque ahora la conocen con
anticipación. Ya he dado mis órdenes a Prometeo a
fin de que los prive de ese privilegio. Quiero, además,
que sean juzgados en completa desnudez de todo lo que los rodea y
que para esto no se les juzgue hasta después de muertos.
Es preciso también que el juez esté completamente
desnudo, muerto y que examine inmediatamente por su alma la de
cada uno en cuanto muera, se haya separado de todos sus parientes
y deje todas sus galas en la Tierra, a fin de que su fallo sea
justo. Estaba enterado de estos abusos antes que vosotros; por
esto he designado para jueces a tres de mis hijos, dos de Asia:
Minos y Radamanto, y uno de Europa: Eaco. Cuando mueran,
emitirán sus fallos en la pradera, en el sitio en que
desembocan tres caminos, uno de los cuales conduce a las islas
Afortunadas y otro al Tártaro. Radamanto juzgará a
los hombres de Asia, y Eaco a los de Europa; asignaré a
Minos la autoridad suprema para decidir en última
instancia en los casos en que aquéllos estén
indecisos, a fin de que la sentencia referente al paraje de la
destinación de los hombres después de su muerte sea
pronunciada con toda la equidad posible. Tal es, Callicles, la
narración que oí y que tengo por verdadera.
Razonando acerca de este discurso he aquí lo que me parece
resulta de él. La muerte, me figuro, no es más que
la separación de estas dos cosas: el cuerpo y el alma. En
el momento de su separación cada una de las dos no es muy
diferente de lo que era en vida del hombre. El cuerpo conserva la
naturaleza y los vestigios bien señalados de los cuidados
que con él se tuvieron o de los accidentes que
sufrió. Por ejemplo, si alguno tuvo en vida un cuerpo muy
grande, fuere por naturaleza o por educación, su
cadáver después de su muerte será grande; si
estaba grueso, su cadáver lo estará también
y lo mismo en todo lo demás. De igual manera, si
gustó de cuidar de su cabello, su cadáver
tendrá hermosa cabellera; si fue un penado que llevara en
su cuerpo las huellas y las cicatrices de los latigazos o de
otras heridas, podranse ver las mismas huellas y cicatrices en su
cadáver. Si hubiese tenido en vida algún miembro
roto o dislocado, estos defectos serán todavía
visibles después de su muerte. En una palabra, tal como ha
sido en vida en lo concerniente al cuerpo, tal será en
todo o en parte, durante cierto tiempo, después de la
muerte. Me parece, Callicles, que con el alma debe ocurrir lo
mismo, y que cuando queda despojada del cuerpo, lleva las marcas
evidentes de su carácter y de las diversas afecciones que
cada uno ha experimentado en su alma como consecuencia del
género de vida que abrazó. Una vez que lleguen a la
presencia de su juez, los de Asia ante Radamanto, éste los
llamará para que se le aproximen y examinará el
alma de cada uno sin saber a quién pertenece. Y a veces
teniendo entre las manos al gran rey o a cualquier otro soberano
o potentado, descubrirá que no tiene nada sano en su alma,
porque los perjurios y las injusticias la han flagelado y
cubierto de cicatrices de las que cada una de sus acciones ha
dejado grabada la huella en su alma; que la mentira y la vanidad
han trazado en ella mil revueltas y que nada recto se encuentra
en ella por haber sido educada lejos de la verdad. El juez ve que
el poderío sin límites, la vida de molicie y
desenfreno, y una conducta desarreglada, han llenado a aquella
alma de desorden e infamia, e inmediatamente que se da cuenta de
todo esto la envía cubierta de ignominia a su
prisión, en donde apenas llegue sufrirá el castigo
merecido. A todo el que sufre una pena y es castigado por otro de
una manera razonable, le ocurre que o se vuelve mejor y el
castigo le resulta un beneficio o que sirve de ejemplo a otros, a
fin de que siendo testigos de los tormentos que sufren teman
verse en igual caso y trabajan por enmendarse. Los que sacan
partido de los castigos que les imponen los dioses y los hombres
son aquellos cuyas faltas son de naturaleza que permite se
expíen en la Tierra. Pero no se hacen acreedores a este
beneficio, sea en la Tierra o sea en los infiernos, más
que por los dolores y los sufrimientos, único medio
posible para verse libres de la injusticia. Los que han cometido
los crímenes más execrables y que por este motivo
son incurables, sirven de ejemplo a los otros. Su suplicio no les
reporta ninguna ventaja, porque son incapaces de curación,
pero para los demás es útil ver los grandes
tormentos, espantosos y dolorosísimos, que sufren
eternamente por sus faltas, estando, por decirlo así,
expuestos en la prisión de los infiernos como un ejemplo
que sirve a la vez de espectáculo y de instrucción
a todos los malos que incesantemente llegan a aquellos antros.
Sostengo que Arquelao pertenecerá a este número, si
lo que Polos ha dicho de él es cierto, y como él
todo tirano que se le asemeje. Hasta creo que la mayor parte de
los condenados a tal exhibición son tiranos, reyes,
potentados y hombres de Estado. Porque ellos son los que a causa
del gran poder de que están revestidos cometen las
acciones más injustas e impías. Homero me
testimonia de ello. Los que representa como eternamente
atormentados, son reyes y potentados como Tántalo,
Sísifo y Tityos. En cuanto a Tersites y otros malvados de
inferior categoría, ningún poeta los ha
representado sufriendo los mayores suplicios, como un culpable de
los incurables, sin duda porque no poseyeron todo el poder, por
lo que tuvieron más suerte que los qué impunemente
pudieron ser perversos. Los más grandes criminales,
querido Callicles, se forman de los que tienen en su mano toda la
autoridad. Nada impide, sin embargo, que entre éstos se
encuentren también hombres virtuosos, que nunca
serían demasiado admirados. Porque es una cosa muy
difícil, Callicles, y merecedora de los mayores elogios,
vivir dentro de la justicia cuando se está en plena
libertad de obrar mal, tanto que se encuentran muy pocos de este
carácter. Ha habido, no obstante, en esta ciudad, y
también en otras, y seguirá habiendo seguramente,
personajes excelentes en este género de virtud que
consiste en administrar con arreglo a las leyes de la justicia lo
que les está confiado. Uno de ellos ha sido
Arístides, hijo de Lisímacos, que por sus virtudes
se hizo célebre en toda Grecia; pero la mayor parte de los
hombres en el poder, amigo mío, se vuelven malos.
Volviendo a lo que decía, cuando alguno de éstos
cae entre las manos de Radamanto, no sabe éste de
él ni quién es ni quiénes son sus padres, y
sí sólo que es malo, y habiéndolo reconocido
tal, lo relega al Tártaro después de haberle puesto
una señal según le juzgue susceptible de
curación o no. Al llegar al Tártaro el culpable es
castigado como merece. Otras veces, viendo un alma que
vivió santamente y en verdad, el alma de un particular o
de otro cualquiera, pero sobre todo, como lo pienso, Callicles,
de un filósofo ocupado únicamente de sí
mismo y que durante su vida evitó las dificultades de los
negocios, se encanta y la destina a las islas Afortunadas. Eaco,
por su parte, procede de igual manera. Uno y otro pronuncian sus
veredictos teniendo una varita en la mano. Minos es el
único que se sienta y tiene la alta inspección; en
la mano sostiene un cetro de oro, como Homero refiere que le vio
Ulises «teniendo un cetro de oro y haciendo justicia a los
muertos». Yo concedo, querido Callicles, entera fe a estos
discursos y me aplico a fin de presentarme ante el juez llevando
el alma más íntegra
posible. "[18]

Más sobre la
inmortalidad del alma, y la visita de Er de Armenia al
infierno.

"-¿Y qué? ¿Piensas que a un ser
inmortal le está bien afanarse por un tiempo tan breve y
no por la eternidad?

-No creo -respondió-; pero ¿qué
quieres decir con ello?

-¿No sientes -dije- que nuestra alma es inmortal
y que nunca perece?

Y él, clavando en mí su vista con
extrañeza, replicó:

-No, de cierto, ¡por Zeus! ¿Es que
tú puedes afirmarlo ?

-Sí -contesté-, si no me engaño; y
pienso que tú también, porque no es tema
difícil.

-Para mí, sí -repuso-; pero oiría
de ti con gusto ese fácil argumento.

-Escucha, pues -dije.

-No tienes más que hablar
-replicó.

-¿Hay algo -preguntéle- a lo que das el
nombre de bueno o de malo?

-Sí.

-¿Y piensas acerca de estas cosas lo mismo que
yo?

-¿Qué?

-Que lo malo es todo lo que disuelve y destruye; y lo
bueno, lo que preserva y aprovecha.

-Eso creo -dijo.

-¿Y qué más? ¿No reconoces
lo bueno y lo malo para cada cosa? ¿Por ejemplo, la
oftalmía para los ojos, la enfermedad para el cuerpo
entero, el tizón para el trigo, la podredumbre para las
maderas, el orín para el bronce o el hierro y, en fin,
como digo, un mal y enfermedad connatural a casi cada uno de los
seres?

-Así es -dijo.

-¿De modo que, cuando alguno de ellos se produce
en un ser, pervierte aquello en que se produce y finalmente lo
disuelve y arruina enteramente?

-¿Cómo no?

-Por consiguiente, el mal connatural con cada cosa y la
perversión que produce es lo que la disuelve; y, si no es
él quien la destruye, ninguna otra cosa podrá
destruirla. Porque jamás ha de destruirla lo bueno ni
tampoco lo que no es bueno ni malo.

-¿Cómo había de destruirla?
-dijo.

-Si hallamos, pues, alguno de los seres a quien afecte
un mal que lo hace miserable, pero que no es capaz de disolverlo
ni acabarlo, ¿no vendremos a saber con ello que no existe
ruina posible para el ser de esa naturaleza?

-Así hay que creerlo -dijo.

-¿Y qué? -proseguí-. ¿No hay
también en el alma algo que la hace perversa?

-Desde luego -dijo-; todo aquello que ha poco
referíamos: la injusticia, el desenfreno, la
cobardía y la ignorancia.

-¿Y acaso alguna de estas cosas la descompone y
disuelve? Y cuida de que no nos engañemos pensando que el
hombre injusto e insensato, cuando es sorprendido en su
injusticia, perece por causa de ella, que es la que pervierte su
alma. Por el contrario, considéralo más bien en
este aspecto. Así como la enfermedad, siendo la
perversión del cuerpo, lo funde y arruina y lo lleva a no
ser ya cuerpo, y todas las otras cosas que decíamos, por
causa de su mal peculiar y por la destrucción que
éste produce con su contacto e infusión, vienen a
dar en el no ser… ¿No es así?

-Sí.

-¡Ea, pues! Considera al alma de la misma manera.
¿Acaso la injusticia y sus demás males la destruyen
y corrompen cuando se le adhieren e infunden hasta llevarla a la
muerte al separarla del cuerpo?

-De ningún modo -contestó .

-Por otra parte -observé-, es absurdo que la
perversión ajena destruya una cosa y la propia
no.

-Absurdo.

-Y reflexiona, ¡oh, Glaucón!
-continué-, en que por la mala condición de los
alimentos, sea ésta la que sea, ranciedad,
putrefacción o cualquier otra, no pensamos que el cuerpo
tenga que perecer, sino que, cuando la corrupción de esos
alimentos ha hecho nacer en el cuerpo la corrupción propia
de éste, entonces diremos que el cuerpo ha perecido con
motivo de aquéllos, pero bajo su propio mal, que es la
enfermedad; en cambio, por la mala calidad de los alimentos,
siendo éstos una cosa y el cuerpo otra y no habiendo sido
producido el mal propio por el mal extraño, por esa causa
jamás juzgaremos que el cuerpo haya sido
destruido.

-Muy exacto es lo que dices -observó.

X. -Pues bien, conforme al mismo razonamiento -dije-, si
la corrupción del cuerpo no implanta en el alma la
corrupción propia de ésta, no admitiremos que ella
quede destruida por el mal extraño sin la propia
corrupción, es decir, lo uno por el mal de lo
otro.

-Así es de razón -dijo.

-Ahora, pues, o refutemos todo esto, como dicho fuera de
propósito, o sostengamos, en tanto no esté
refutado, que ni por la fiebre ni por otra cualquier enfermedad
ni por el degüello ni aunque el cuerpo entero quede
desmenuzado en tajos, ni aun así ha de perecer ni
destruirse el alma en lo más mínimo;
sostengámoslo hasta que alguno nos demuestre que por estos
padecimientos del cuerpo se hace ella más injusta o
impía. Porque por la aparición en una cosa de un
mal que le es extraño, si no se le junta el mal propio, no
hemos de dejar que se diga que se destruye el alma ni otro ser
alguno.

-Pues en verdad -aseveró- que nadie
demostrará jamás esto de que el alma de los que
están en trance de morir se haga más injusta por la
muerte.

-Pero si alguien -dije yo-, por no ser forzado a
reconocer que las almas son inmortales, se atreve a salir al
encuentro de nuestro argumento y a decir que el moribundo se hace
más perverso y más injusto, en ese caso juzgaremos
que, si dice verdad el que eso dice, la injusticia es algo
mortal, como una enfermedad, para el que la lleva en sí y,
por causa de ello, que es matador por su propia naturaleza,
mueren los que la abrazan, los unos en seguida, los otros menos
prontamente ; pero de manera distinta a aquella en que
mueren ahora los injustos a manos de los que les aplican la
justicia.

-¡Por Zeus! -exclamó él-. La
injusticia no aparecería como cosa tan terrible si fuera
mortal para el que la abraza, porque sería su escape de
los males; más bien creo que se muestra como todo lo
contrario, porque mata, si le es posible, a los demás,
pero al que la lleva en sí, a ése le hace estar muy
vivo y además bien despierto. Tan lejos se halla,
según parece, de producir la muerte.

-Bien dicho -observé-; en efecto, si la propia
perversión y el mal propio no son bastantes para matar y
destruir el alma, el mal ordenado para otro ser estará
bien lejos de destruirla ni a ella ni a cosa alguna salvo aquella
para la que ese mal esté ordenado.

-Bien lejos, como es natural -dijo.

-Y así, si no perece por mal alguno ni propio ni
extraño, es evidente que por fuerza ha de existir siempre;
y lo que existe siempre es inmortal.

-Necesariamente -dijo.

XI. -Esto, pues, ha de ser así -afirmé-;
y, si así es, comprenderás que existen siempre las
mismas almas, ya que ni pueden ser menos, porque no perece
ninguna, ni tampoco más , pues si se produjera algo de
más en los seres inmortales, bien te das cuenta de que
nacería de lo mortal, y entonces todo terminaría
siendo inmortal.

-Verdad es lo que dices.

-Pero no podemos admitir eso -añadí-,
porque la razón no lo permite, como tampoco que el alma,
en su más verdadera naturaleza, sea algo que rebose
diversidad, desigualdad y diferencia en relación consigo
mismo.

-¿Qué quieres decir?
-preguntó.

-No es fácil -dije- que lo eterno sea algo
compuesto de muchos elementos y con una composición que no
es la más conveniente, como en lo anterior se nos ha
mostrado el alma .

-No, no es propio.

-Así, pues, el que el alma sea algo inmortal nos
lo impone nuestro reciente argumento y los demás que se
dan ; pero para saber cómo sea ella en verdad no hay
que contemplarla degradada por su comunidad con el cuerpo y por
otros males, como lavemos ahora, sino adecuadamente con el
raciocinio, tal como es ella al quedar en su pureza, y se la
hallará entonces mucho más hermosa y se
distinguirán más claramente las obras justas y las
injustas y todo lo demás de que hemos tratado. Pero esto
que acabamos de decir solamente es verdad según se nos
aparece al presente, porque antes la hemos contemplado en una
disposición tal que, así como los que veían
al marino Glauco no podían percibir fácilmente su
naturaleza originaria, porque, de los antiguos miembros de su
cuerpo, los unos habían sido rotos y los otros consumidos
y totalmente estropeados por las aguas, mientras le habían
nacido otros nuevos por la acumulación de conchas, algas y
piedrecillas, de suerte que más bien parecía una
fiera cualquiera que lo que era por nacimiento, en esa misma
disposición contemplamos nosotros al alma por efecto de
una multitud de males. Por ello, Glaucón, hay que mirar a
otra parte.

-¿Adónde? -dijo.

-A su amor del saber, y hay que pensar en las cosas a
que se abraza y en las compañías que desea en su
calidad de allegada de lo divino e inmortal y de lo que siempre
existe; y en cómo haya de ser cuando vaya toda entera tras
esto y se salga, por el mismo impulso, del mar en que se halla y
se sacuda las muchas piedras y conchas que ahora, puesto que de
la tierra se nutre, se han fijado a su alrededor: costra
térrea, rocosa y silvestre procedente de esos banquetes a
que suele atribuirse la felicidad. Y entonces se podrá ver
su verdadera naturaleza, si es compuesta o simple o de qué
manera y cómo sea. Por ahora, según creo, hemos
recorrido suficientemente sus accidentes y formas en la vida
humana .

-En efecto -observó.

XII. -Así, pues -pregunté-, ¿no
hemos resuelto en nuestro razonamiento las dificultades
propuestas sin celebrar por otra parte las recompensas y la
gloria de la justicia como, según vosotros, hicieron
Hesíodo y Homero, sino encontrando que la práctica
de la justicia es en sí misma lo mejor para el alma
considerada en su esencia, y que ésta ha de obrar
justamente tenga o no tenga el anillo de Giges y aunque a este
anillo se agregue el casco de Hades ?

-Pura verdad -respondió- es lo que
dices.

-Entonces -seguí- ¿se podrá ver con
malos ojos, Glaucón, que, además de esas
excelencias, restituyamos a la justicia y a las demás
virtudes los muchos y calificados premios que suele recibir tanto
de los hombres como de los dioses, así en vida del sujeto
como después de su muerte?

-De ningún modo -dijo.

-¿Me devolveréis, pues, lo que tomasteis
prestado en nuestra discusión?

-¿Y qué es ello?

-Os concedí que el justo pareciera ser injusto y
el injusto justo; porque vosotros creíais que, aunque no
fuera ello cosa que pudiera pasar a la vista de los dioses ni de
los hombres, debía con todo concederse en gracia de la
argumentación para que la justicia en sí fuese
juzgada en relación con la injusticia en sí.
¿No lo recuerdas?

-Mal haría -dijo- en no recordarlo.

-Por consiguiente -dije-, puesto que ahora ya
están juzgadas, pido de nuevo, en nombre de la justicia,
que reconozcamos que ésta se nos muestra tal como
corresponde al buen nombre que tiene entre los dioses y los
hombres; y ello a fin de que recoja los premios del vencedor que
gana por su fama y da a los que la poseen, puesto que ya la hemos
visto conceder los bienes derivados de su propia esencia sin
engaño para los que de veras la abrazan.

-Razonable -dijo- es lo que pides.

-Así, pues -dije-, ¿me restituiréis
primeramente la afirmación de que ninguno de esos dos
hombres escapa en su manera de ser a la mirada de los
dioses?

-Te la restituiremos -dijo.

-Y, si no se ocultan, el uno será amado por ellos
y el otro odiado según convinimos desde el
principio.

-Así es.

-¿Y no hemos de reconocer que al amado de los
dioses todas las cosas que de esos dioses procedan le han de
venir de la manera más favorable salvo algún mal
necesario que traiga desde su nacimiento por consecuencia de un
yerro anterior ?

-Bien seguro.

-Por tanto, del hombre justo hay que pensar que, si vive
en pobreza o en enfermedades o en algún otro de los que
parecen males, todo ello terminará para él en bien
sea durante su vida, sea después de su muerte.

Porque nunca será abandonado por los dioses el
que se esfuerza por hacerse justo y parecerse a la divinidad, en
cuanto es posible al ser humano la práctica de la virtud
.

-Es de creer -dijo- que el tal no será abandonado
por su semejante.

-Y en cuanto al injusto, ¿no habrá que
pensar lo contrario de todo esto?

-Sin duda ninguna.

-Éstos serán, pues, los galardones que hay
para el justo de parte de los dioses.

-Al menos en mi opinión -dijo.

-¿Y qué -dije yo- recibirán de los
hombres? ¿No será ello como voy a decir si nos
ponemos en la realidad? A los hombres desenvueltos e injustos,
¿no les pasa como a los corredores que corren bien a la
salida y mal al regreso ? Saltan con rapidez al comienzo;
pero al fin quedan en ridículo dejando precipitadamente la
prueba con las orejas gachas y sin corona. Por el contrario los
expertos de verdad en la carrera llegan al fin, recogen los
premios y son coronados. ¿No ocurre así de
ordinario con los justos? Al final de cada una de sus acciones,
de sus tratos con los demás y de la vida, ¿no
quedan con buena fama y reciben las recompensas de los
hombres?

-Bien de cierto.

-¿Te avendrás, pues, a que diga yo acerca
de ellos todo lo que tú decías acerca de los
injustos? Diré, en efecto, que los justos, cuando llegan a
mayores, mandan en sus ciudades si quieren mandar, casan con
quien quieren y dan sus hijos en matrimonio a quien se les
antoja; en fin, todo lo que tú afirmabas de los otros lo
afirmo yo de ellos. Y, con respecto a los injustos, he de decir
que en su mayoría, aunque se encubran durante su juventud,
son cogidos al final de su carrera, se hacen con ello dignos de
risa y, al llegar a viejos, son despiadadamente vejados por
forasteros y conciudadanos, reciben azotes y al fin sufren, dalo
por dicho, todas aquellas cosas que tú tenías con
razón por tan duras . Pues bien, considera tú, como
digo, si te has de avenir a esto.

-En un todo -dijo-, porque es razonable lo que
afirmas.

XIII. -Tales son, pues -dije yo-, los premios,
recompensas y dones que en vida recibe el justo de hombres y
dioses además de aquellos bienes que por sí misma
les procura la virtud.

-Bienes ciertamente hermosos y sólidos
-dijo.

-Pues éstos -dije yo- no son nada en
número ni en grandeza comparados con aquello que a cada
uno de esos hombres le espera después de la muerte; y
también esto hay que oírlo a fin de que cada cual
de ellos recoja de este discurso lo que debe escuchar.

-Habla, pues -dijo-, que son pocas las cosas que yo
oiría con más gusto.

-Pues he de hacerte -dije yo- no un relato de
Alcínoo , sino el de un bravo sujeto, Er, hijo de Armenio,
panfilio de nación, que murió en una guerra y,
habiendo sido levantados, diez días después, los
cadáveres ya putrefactos, él fue recogido
incorrupto y llevado a casa para ser enterrado y, yacente sobre
la pira, volvió a la vida a los doce días y
contó, así resucitado, lo que había visto
allá. Dijo que, después de salir del cuerpo, su
alma se había puesto en camino con otras muchas y
habían llegado a un lugar maravilloso donde
aparecían en la tierra dos aberturas que comunicaban entre
sí y otras dos arriba en el cielo, frente a ellas. En
mitad había unos jueces que, una vez pronunciados sus
juicios, mandaban a los justos que fueran subiendo a
través del cielo, por el camino de la derecha, tras
haberles colgado por delante un rótulo con lo juzgado; y a
los injustos les ordenaban ir hacia abajo por el camino de la
izquierda, llevando también, éstos detrás,
la señal de todo lo que habían hecho. Y, al
adelantarse él, le dijeron que debía ser nuncio de
las cosas de allá para los hombres y le invitaron a que
oyera y contemplara cuanto había en aquel lugar; y
así vio cómo, por una de las aberturas del cielo y
otra de la tierra, se marchaban las almas después de
juzgadas; y cómo, por una de las otras dos, salían
de la tierra llenas de suciedad y de polvo, mientras por la
restante bajaban más almas, limpias, desde el cielo. Y las
que iban llegando parecían venir de un largo viaje y,
saliendo contentas a la pradera, acampaban como en una gran
feria, y todas las que se conocían se saludaban y las que
venían de la tierra se informaban de las demás en
cuanto a las cosas de allá, y las que venían del
cielo, de lo tocante a aquellas otras; y se hacían
mutuamente sus relatos, las unas entre gemidos y llantos,
recordando cuántas y cuán grandes cosas
habían pasado y visto en su viaje subterráneo, que
había durado mil años; y las que venían del
cielo hablaban de su bienaventuranza y de visiones de
indescriptible hermosura. Referirlo todo, Glaucón,
sería cosa de mucho tiempo; pero lo principal
-decía- era lo siguiente: que cada cual pagaba la pena de
todas sus injusticias y ofensas hechas a los demás, la una
tras la otra, y diez veces por cada una, y cada vez durante cien
años, en razón de ser ésta la
duración de la vida humana; y el fin era que pagasen
decuplicado el castigo de su delito. Y así, los que eran
culpables de gran número de muertes o habían
traicionado a ciudades o ejércitos o los habían
reducido a la esclavitud o, en fin, eran responsables de alguna
otra calamidad de este género, ésos recibían
por cada cosa de éstas unos padecimientos diez veces
mayores; y los que habían realizado obras buenas y
habían sido justos y piadosos, obtenían su merecido
en la misma proporción. Y también sobre los
niños muertos en el momento de nacer o que habían
vivido poco tiempo refería otras cosas menos dignas de
mención; pero contaba que eran aún mayores las
sanciones de la piedad e impiedad para con los dioses y los
padres y del homicidio a mano armada.

»Decía, pues, que se había hallado
al lado de un sujeto al que preguntaba otro que dónde
estaba Ardieo el Grande . Este Ardieo había sido, mil
años antes, tirano de una ciudad de Panfilia
después de haber matado a su anciano padre y a su hermano
mayor y de haber realizado, según decían, otros
muchos crímenes impíos. Y contaba que el preguntado
contestó: "No ha venido ni es de creer que venga
aquí.

XIV »"En efecto, entre otros
espectáculos terribles hemos contemplado el siguiente: una
vez que estuvimos cerca de la abertura y a punto de subir, tras
haber pasado por todo lo demás, vimos de pronto a ese
Ardieo y a otros, tiranos en su mayoría. Y había
también algunos particulares de los más pecadores,
a todos los cuales la abertura, cuando ya pensaban que iban a
subir, no los recibía, sino que, por el contrario, daba un
mugido cada vez que uno de estos sujetos, incurables en su
perversidad o que no habían pagado suficientemente su
pena, trataba de subir. Entonces -contaba- unos hombres salvajes
y, según podía verse, henchidos de fuego, que
estaban allá y oían el mugido, se llevaban a los
unos cogiéndolos por medio, y a Ardieo y a a otros les
ataban las manos, los pies y la cabeza y, arrojándolos por
tierra y desollándolos, los sacaban a orilla del camino,
los desgarraban sobre unos aspálatos y declaraban a los
que iban pasando por qué motivos y cómo los
llevaban para arrojarlos al Tártaro". Allí
-decía-, aunque eran muchos los terrores que ya
habían sentido, les superaba a todos el que tenían
de oír aquella voz en la subida; y, si callaba,
subían con el máximo contento . Tales eran las
penas y castigos, y las recompensas en correspondencia con ellos.
Y, después de pasar siete días en la pradera, cada
uno tenía que levantar el campo en el octavo y ponerse en
marcha; y otros cuatro días después llegaban a un
paraje desde cuya altura podían dominar la luz extendida a
través del cielo y de la tierra, luz recta como una
columna y semejante, más que a ninguna otra, a la del arco
iris, bien que más brillante y más pura.

Llegaban a ella en un día de jornada y
allí, en la mitad de la luz, vieron, tendidos desde el
cielo, los extremos de las cadenas, porque esta luz encadenaba el
cielo sujetando toda su esfera como las ligaduras de las
trirremes . Y desde los extremos vieron tendido el huso de la
Necesidad, merced al cual giran todas las esferas. Su vara y su
gancho eran de acero, y la tortera, de una mezcla de esta y de
otras materias. Y la naturaleza de esa tortera era la siguiente:
su forma, como las de aquí, pero, según lo que
dijo, había que concebirla a la manera de una tortera
vacía y enteramente hueca en la que se hubiese embutido
otra semejante más pequeña, como las cajas cuando
se ajustan unas dentro de otras; y así una tercera y una
cuarta y otras cuatro más. Ocho eran, en efecto, las
torteras en total, metidas unas en otras, y mostraban arriba sus
bordes como círculos, formando la superficie continua de
una sola tortera alrededor de la vara que atravesaba de parte a
parte el centro de la octava . La tortera primera y exterior
tenía más ancho que el de las otras su borde
circular; seguíale en anchura el de la sexta; el tercero
era el de la cuarta; el cuarto, el de la octava; el quinto, el de
la séptima; el sexto, el de la quinta; el séptimo,
el de la tercera, y el octavo, el de la segunda. El borde de la
tortera mayor era también el más estrellado; el de
la séptima, el más brillante; el de la octava
recibía su color del brillo que le daba el de la
séptima; los de la segunda y la quinta eran semejantes
entre sí y más amarillentos que los otros; el
tercero era el más blanco de color; el cuarto, rojizo y el
sexto tenía el segundo lugar por su blancura. El huso todo
daba vueltas con movimiento uniforme, y en ese todo que
así giraba los siete círculos más interiores
daban vueltas a su vez, lentamente y en sentido contrario al
conjunto; de ellos el que llevaba más velocidad era el
octavo; seguíanle el séptimo, el sexto y el quinto,
los tres a una; el cuarto les parecía que era el tercero
en la velocidad de ese movimiento retrógrado; el tercero,
el cuarto; y el segundo, el quinto . El huso mismo giraba en la
falda de la Necesidad, y encima de cada uno de los
círculos iba una Sirena que daba también vueltas y
lanzaba una voz siempre del mismo tono; y de todas las voces, que
eran ocho, se formaba un acorde . Había otras tres mujeres
sentadas en círculo, cada una en un trono y a distancias
iguales; eran las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de
blanco y con ínfulas en la cabeza: Láquesis, Cloto
y Átropo. Cantaban al son de las Sirenas: Láquesis,
las cosas pasadas; Cloto, las presentes y Átropo, las
futuras. Cloto, puesta la mano derecha en el huso, ayudaba de
tiempo en tiempo el giro del círculo exterior; del mismo
modo hacía girar Átropo los círculos
interiores con su izquierda ; y Láquesis, aplicando
ya la derecha, ya la izquierda, hacía otro tanto
alternativamente con el uno y los otros de estos
círculos.

XV »Y contaba que ellos, una vez llegados
allá, tenían que acercarse a Láquesis; que
un cierto adivino los colocaba previamente en fila y que, tomando
después unos lotes y modelos de vida del halda de la misma
Láquesis, subía a una alta tribuna y
decía: »"Ésta es la palabra de la virgen
Láquesis, hija de la Necesidad: Almas efímeras , he
aquí que comienza para vosotras una nueva carrera caduca
en condición mortal. No será el Hado quien os
elija, sino que vosotras elegiréis vuestro hado. Que el
que salga por suerte el primero, escoja el primero su
género de vida, al que ha de quedar inexorablemente unido.
La virtud, empero, no admite dueño; cada uno
participará más o menos de ella según la
honra o el menosprecio en que la tenga. La responsabilidad es del
que elige; no hay culpa alguna en la Divinidad.

»Habiendo hablado así, arrojó los
lotes a la multitud y cada cual alzó el que había
caído a su lado, excepto el mismo Er, a quien no se le
permitió hacerlo así; y, al cogerlo, quedaban
enterados del puesto que les había caído en suerte.
A continuación puso el adivino en tierra, delante de
ellos, los modelos de vida en número mucho mayor que el de
ellos mismos; y las había de todas clases: vidas de toda
suerte de animales y el total de las vidas humanas.
Contábanse entre ellas existencias de tiranos: las unas,
llevadas hasta el fin; las otras, deshechas en mitad y terminadas
en pobrezas, destierros y mendigueces. Y había vidas de
hombres famosos, los unos por su apostura y belleza o por su
robustez y vigor en la lucha, los otros por su nacimiento y las
hazañas de sus progenitores; las había asimismo de
hombres oscuros y otro tanto ocurría con las de las
mujeres. No había, empero, allí categorías
de alma, por ser forzoso que éstas resultasen diferentes
según la vida que eligieran ; pero todo lo
demás aparecía mezclado entre sí y con
accidentes diversos de pobrezas y riquezas, de enfermedades y
salud, y una parte se quedaba en la mitad de estos extremos.
Allí, según parece, estaba, querido Glaucón,
todo el peligro para el hombre; y por esto hay que atender
sumamente a que cada uno de nosotros, aun descuidando las otras
enseñanzas, busque y aprenda ésta y vea si es capaz
de informarse y averiguar por algún lado quién le
dará el poder y la ciencia de distinguir la vida
provechosa y la miserable y de elegir siempre yen todas partes la
mejor posible. Y para ello ha de calcular la relación que
todas las cosas dichas, ya combinadas entre sí, ya cada
cual por sí misma, tienen con la virtud en la vida; ha de
saber el bien o el mal que ha de producir la hermosura unida a la
pobreza y unida a la riqueza y a tal o cual disposición
del alma, y asimismo el que traerán, combinándose
entre sí, el bueno o mal nacimiento, la condición
privada o los mandos, la robustez o la debilidad, la facilidad o
torpeza en aprender y todas las cosas semejantes existentes por
naturaleza en el alma o adquiridas por ésta. De modo que,
cotejándolas en su mente todas ellas, se hallará
capaz de hacer la elección si delimita la bondad o maldad
de la vida de conformidad con la naturaleza del alma y si,
llamando mejor a la que la lleva a ser más justa y peor a
la que la lleva a ser más injusta, deja a un lado todo lo
demás: hemos visto, en efecto, que tal es la mejor
elección para el hombre así en vida como
después de la muerte. Y al ir al Hades hay que llevar esta
opinión firme como el acero para no dejarse allí
impresionar por las riquezas y males semejantes y para no caer en
tiranías y demás prácticas de este estilo,
con lo que se realizan muchos e insanables daños y se
sufren mayores; antes bien, hay que saber elegir siempre una vida
media entre los extremos y evitar en lo posible los excesos en
uno y otro sentido, tanto en esta vida como en la ulterior,
porque así es como llega el hombre a mayor felicidad
.

XVI. »Y entonces el mensajero de las cosas de
allá contaba que el adivino habló así:
"Hasta para el último que venga, si elige con
discreción y vive con cuidado, hay una vida amable y
buena. Que no se descuide quien elija primero ni se desanime
quien elija el último".

»Y contaba que, una vez dicho esto, el que
había sido primero por la suerte se acercó
derechamente y escogió la mayor tiranía ; y
por su necedad y avidez no hizo previamente el conveniente
examen, sino que se le pasó por alto que en ello iba el
fatal destino de devorar a sus hijos y otras calamidades; mas
después que lo miró despacio, se daba de golpes y
lamentaba su preferencia, saliéndose de las prescripciones
del adivino, porque no se reconocía culpable de aquellas
desgracias, sino que acusaba a la fortuna, a los hados y a todo
antes que a sí mismo. Y éste era de los que
habían venido del cielo y en su vida anterior había
vivido en una república bien ordenada y había
tenido su parte de virtud por hábito, pero sin
filosofía. Y en general, entre los así chasqueados
no eran los menos los que habían venido del cielo, por no
estar éstos ejercitados en los trabajos, mientras que la
mayor parte de los procedentes de la tierra, por haber padecido
ellos mismos y haber visto padecer a los demás, no
hacían sus elecciones tan de prisa. De esto, y de la
suerte que les había caído, les venía a las
más de las almas ese cambio de bienes y males. Porque
cualquiera que, cada vez que viniera a esta vida, filosofara
sanamente y no tuviera en el sorteo uno de los últimos
puestos, podría, según lo que de allá se
contaba, no sólo ser feliz aquí, sino tener de
acá para allá y al regreso de allá para
acá un camino fácil y celeste, no ya escarpado y
subterráneo.

»Tal -decía- era aquel interesante
espectáculo en que las almas, una por una, escogían
sus vidas; el cual, al mismo tiempo, resultaba lastimoso,
ridículo y extraño, porque la mayor parte de las
veces se hacía la elección según aquello a
lo que se estaba habituado en la vida anterior. Y dijo que
había visto allí cómo el alma que en un
tiempo había sido de Orfeo elegía vida de cisne, en
odio del linaje femenil, ya que no quería nacer engendrada
en mujer a causa de la muerte que sufrió a manos de
éstas; había visto también al alma de
Támiras, que escogía vida de ruiseñor, y a
un cisne que, en la elección, cambiaba su vida por la
humana, cosa que hacían también otros animales
cantores. El alma a quien había tocado el lote veinteno
había elegido vida de león, y era la de Ayante
Telamonio, que rehusaba volver a ser hombre, acordándose
de juicio de las armas. La siguiente era la de Agamenón,
la cual, odiando también, a causa de sus padecimientos, al
linaje humano, había tomado en el cambio una vida de
águila. El alma de Atalanta, que sacó suerte entre
las de en medio, no pudo pasar adelante viendo los grandes
honores de un cierto atleta, sino que los tomó para
sí. Después de ésta vio el alma de Epeo,
hijo de Panopeo, que trocó su condición por la de
una mujer laboriosa; y, ya entre las últimas, a la del
ridículo Tersites, que revistió forma de mono. Y
ocurrió que, última de todas por la suerte, iba a
hacer su elección el alma de Ulises y, dando de lado a su
ambición con el recuerdo de sus anteriores fatigas,
buscaba, dando vueltas durante largo rato, la vida de un hombre
común y desocupado y por fin la halló echada en
cierto lugar y olvidada por los otros y, una vez que la vio, dijo
que lo mismo habría hecho de haber salido la primera y la
escogió con gozo . De igual manera se hacían las
transformaciones de los animales en hombres o en otros animales:
los animales injustos se cambiaban en fieras; los justos, en
animales mansos, y se daban también mezclas de toda
clase.

»Y después de haber elegido su vida todas
las almas, se acercaban a Láquesis por el orden mismo que
les había tocado; y ella daba a cada uno, como
guardián de su vida y cumplidor de su elección, el
hado que había escogido. Éste llevaba entonces al
alma hacia Cloto y la ponía bajo su mano y bajo el giro
del huso movido por ella, sancionando así el destino que
había elegido al venirle su turno. Después de haber
tocado en el huso se le llevaba al hilado de Átropo, el
cual hacía irreversible lo dispuesto; de allí, sin
que pudiera volverse, iba al pie del trono de la Necesidad y,
pasando al otro lado y acabando de pasar asimismo los
demás, se encaminaban todos al campo del Olvido a
través de un terrible calor de asfixia, porque dicho campo
estaba desnudo de árboles y de todo cuanto produce la
tierra. Al venir la tarde acampaban junto al río de la
Despreocupación, cuya agua no puede contenerse en vasija
alguna; y a todos les era forzoso beber una cierta cantidad de
aquella agua, de la cual bebían más de la medida
los que no eran contenidos por la discreción, y al beber
cada cual se olvidaba de todas las cosas. Y, una vez que se
habían acostado y eran las horas de la medianoche, se
produjo un trueno y temblor de tierra y al punto cada uno era
elevado por un sitio distinto para su nacimiento,
deslizándose todos a manera de estrellas. A él, sin
embargo, le habían impedido que bebiera del agua; pero por
qué vía y de qué modo había llegado a
su cuerpo no lo sabía, sino que de pronto, levantando la
vista, se había visto al amanecer yacente en la
pira.

»Y así, Glaucón, se salvó
este relato y no se perdió, y aun nos puede salvar a
nosotros si le damos crédito, con lo cual pasaremos
felizmente el río del Olvido y no contaminaremos nuestra
alma. Antes bien, si os atenéis a lo que os digo y
creéis que el alma es inmortal y capaz de sostener todos
los males y todos los bienes, iremos siempre por el camino de lo
alto y practicaremos de todas formas la justicia, juntamente con
la inteligencia, para que así seamos amigos de nosotros
mismos y de los dioses tanto durante nuestra permanencia
aquí como cuando hayamos recibido, a la manera de los
vencedores que los van recogiendo en los juegos, los galardones
de aquellas virtudes; y acá, y también en el viaje
de mil años que hemos descrito, seamos
felices."[19]

Platón
propone que se borre todo lo que se dice del infierno que pueda
producir miedo a los niños y a los
hombres

"-Me parece, pues, necesario que vigilemos
también a los que se dedican a contar esta clase de
fábulas y que les roguemos que no denigren tan sin
consideración todo lo del Hades, sino que lo alaben, pues
lo que dicen actualmente ni es verdad ni beneficia a los que han
de necesitar valor el día de mañana.

-Es necesario, sí -asintió.

-Borraremos, pues -dije yo-, empezando por los versos
siguientes, todos los similares a ellos: Yo más
querría ser siervo en el campo de cualquier labrador sin
caudal y de corta despensa que reinar sobre todos los muertos que
allá fenecieron.

O bien: Y a inmortales y humanos la lóbrega casa
tremenda se mostrara que incluso en los dioses espanto
produce.

O bien: ¡Ay de mí! Por lo visto en el Hades
perduran el alma y la imagen por más que privadas de mente
se encuentren.

O esto otro: …conservar la razón, rodeado de
sombras errantes.

O bien: Y el alma sus miembros dejó y se fue al
Hades volando y llorando su sino y la fuerza y hombría
perdidas.

O aquello otro de: Y el alma chillando se fue bajo
tierra lo mismo que el humo.

Y lo de: Cual murciélagos dentro de un antro
asombroso que, si alguno se cae de su piedra, revuelan y gritan y
agloméranse llenos de espanto, tal ellas entonces
exhalando quejidos marchaban en grupo

Estos versos y todos los que se les asemejan, rogaremos
a Homero y los demás poetas que no se enfaden si los
tachamos, no por considerarlos prosaicos o desagradables para los
oídos de los más, sino pensando que, cuanto mayor
sea su valor literario, tanto menos pueden escucharlos los
niños o adultos que deban ser libres y temer más la
esclavitud que la muerte.

-Efectivamente.

II. -Además habremos de suprimir también
todos los nombres terribles y espantosos que se relacionan con
estos temas: «el Cocito», «la
Éstige», «los de abajo», «los
espíritus » y todas las palabras de este tipo
que hacen estremecerse a cuantos las oyen. Lo cual será,
quizá, excelente en otro aspecto, pero nosotros tememos,
por lo que toca a los guardianes, que, influidos por temores de
esa índole, se nos hagan más sensibles y blandos de
lo que sería menester."[20]

Conclusiones

Hemos llegado al final de estas lecturas de los
Diálogos de Platón, el más elegante de los
filósofos griegos, al extremo, que de él se
llegó a decir, que si los dioses hubiese a tener un
lenguaje humano, hablaría como Platón; pero que
lastima que esos dioses, que los griegos representaban bajo las
formas de hombres y mujeres, inmortales y bellos no hayan
adoptado el lenguaje del hijo de Aristón y descendiente de
Codro, el ultimo rey de Atenas

. Pero no todo estaba perdido, el aristócrata
ateniense salió ganando, ya que los seguidores de de
Jesús de Nazaret, el cual la imagen de la gloria de la
gloria del verdadero Dios, el que es uno con el Padre, y por
quien todos las cosas fueron hechas, adoptaron su doctrina de la
inmortalidad del alma, sus ideas del infierno y la incorporaron,
a la manera de una escoliación al Nuevo Testamento, las
hicieron una cláusula del Nuevo Pacto. Los instructores de
las escuelas catequísticas viajaron de Jerusalén a
Atenas, para aprender las herejías en medio de los vapores
pestilentes que emanaban en los jardines de Academo. Y es tan
grande la influencia platónica, que sus son aceptada como
reglas de fe, incorporadas a la doctrina, estudiadas en los
seminarios teológicos como parte de la escatología,
y predicadas en los pulpitos, a pesar de que el recinto fue
cerrado por el emperador Justiniano, en el año 529 de
nuestra era.

Para aquellas personas que quieran tener una idea del
contraste entra las ideas de Platón y del Nuevo
Testamento, una comparación de la muerte de
Sócrates y la nuestro Señor Jesucristo, le sugiera
la lectura del pequeño libro, escrito por Oscar Cullmann,
titulado: "The Immortality of the Soul or the Resurrection of
the Body: The Witness of the New Testament 
," Este es
un sumario del contenido de esta obra, escritor por el
teólogo frances:

Prefacio"Ninguna otra publicación
mío ha provocado tanto entusiasmo o tal hostilidad
violenta. Exégesis ha sido la base de este estudio, y
hasta el momento, ningún crítico de una amplia
variedad de tipos ha intentado refutar mí por la
exégesis".

IntroducciónLa idea ampliamente
aceptada de 'La inmortalidad del alma' es uno de los mayores
malentendidos del cristianismo. El concepto de la muerte y
la resurrección está anclado en el acontecimiento
de Cristo (como se muestra en las páginas siguientes), y
por lo tanto, es incompatible con la creencia griega en la
inmortalidad.

Capítulo 1: El último
enemigoNada muestra mejor la diferencia radical entre la doctrina
griega de la inmortalidad del alma y la doctrina cristiana de la
resurrección de la muerte de Sócrates, en contraste
con la muerte de Jesús.

Capítulo 2: La paga del pecado: la
muerteLa creencia en la resurrección presupone la
conexión judía entre la muerte y el
pecado. 
La muerte no es algo querido por Dios, como en
el pensamiento de los filósofos griegos; es
más bien algo, anormal, en oposición a
Dios.

Capítulo 3: El primogénito de
entre los muertosa Cristo resucitado: es decir nos encontramos en
una nueva era en la que se vence la muerte, en la que la
corruptibilidad no es más. Porque si no es realmente
un cuerpo espiritual (no un alma inmortal, sino un cuerpo
espiritual) que ha surgido de un cuerpo de carne, luego de hecho
el poder de la muerte está roto.

Capítulo 4: Los que duermenSe supera
la muerte, pero no va a ser abolida hasta el final. Nada se
dice en el Nuevo Testamento acerca de los detalles de las
condiciones provisionales. Sólo escuchamos esto:
Estamos más cerca de Dios.

ConclusiónLa enseñanza de
los grandes filósofos Sócrates y Platón no
puede de ninguna manera ser puesto en consonancia con la del
Nuevo Testamento. Que su persona, su
vida, y su rodamiento en la
muerte 
pueden, no obstante,
ser honrados por los cristianos como los
apologistas del siglo II han demostrado.

Para tener una visualización del el castigo de
los réprobos, condenados sufrir los castigos eternos, es
necesario leer La Divina Comedia, de Dante, para que en la
compañía de Virgilio, se transiten los nueve
círculos del Infierno. Del Infierno no se puede salir, sin
antes atravesar el desierto, donde la lluvia es de fuego, pera
luego a la llanura de hielo de los traidores.

Es en la entrada del infierno, en el frontispicio, que
en letras oscuras, el poeta lee estos versos:

Antes de mí no fue cosa
creada

sino lo eterno y duró
eternamente.

Dejad, los que aquí
entráis, toda esperanza
.

Pero no todo está perdido, la fe del cristiano
esta en fundada en la promesa de la bendita esperanza de la
manifestación gloriosa de su Salvador en las nubes de los
cielos, cuando lo mortal se vista de inmortalidad, y el
aguijón del pecado, que es la muerte sea vencido. Entonces
quedará desenmascarado Satanás, y todo el mundo
sabrá, que nuestro amante Salvador no es un torturador
implacable. Será cuando entenderemos, que el fin de los
malvados, su aniquilamiento total, fue un acto de bondad y de
amor.

 

 

Autor:

Humberto R. Méndez
B

Santiago República
Dominicana

[1] Apología de Sócrates,
Pág. 22. Platón, Diálogos. Editorial
Panamericana, 1998, Bogotá, Colombia.

[2] Apología de Sócrates,
Pág. 34-35.

[3] Por entender que tomar la muerte con
resignación, era un oficio de filósofos, fue que
escribió en forma despectiva de los cristiano, el
emperador filósofo Marco Aurelio:
“¡Cómo es el alma que se halla dispuesta,
tanto si es preciso ya separarse del cuerpo, o extinguirse, o
dispersarse, o permanecer unida! Mas esta disposición,
que proceda de una decisión personal, no de una simple
oposición, como los Cristianos, sino fruto de una
reflexión, de un modo serio y, para que pueda convencer
a otro, exenta de teatralidad”. Meditaciones, Libro XX1.
3.

[4] Fedón o Del Alma, Pág. 426
y 427.

[5] Fedón, Pág. 477.

[6] Fedón, Pág. 477-485.

[7] Fedón, Pág. 446.

[8] Fedón, Pág. 463 y 464.

[9] Fedón, Pág. 475 y 476

[10] Fedro o Del Amor.

[11] Menón o Sobre la Virtud. Fue
recuperado en Internet.

[12] Fedón, 447- 448.

[13] Fedón Pág. 482-485.

[14] Fedón, Pág.478 y 479.

[15] Fedón, Pág.432 y 433.

[16] Fedón, 435 y 436.

[17] Fedón, Pág.336 y 337

[18] Gorgias, o De la Retórica.

[19] La República, Libro X,
Pág. La República, Libro X, Pág. 403-421.
Editorial Panamericana, primera edición, 1993,
Bogotá, Colombia.

[20] La República, libro tercero,
Pág. 90 y 91.

Partes: 1, 2
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