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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

  1. Primera parte
  2. Segunda parte
  3. Tercera parte
  4. Cuarta
    parte
  5. Quinta
    parte
  6. Sexta
    parte
  7. Séptima parte
  8. Octava
    parte
  9. Novena
    parte
  10. Décima parte
  11. Undécima parte
  12. Duodécima parte
  13. Decimotercera parte

Primera
parte

I

Bien. Desde ahora, Génova y Lucca no son
más que haciendas, dominios de la familia Bonaparte. No.
Le garantizo a usted que si no me dice que estamos en guerra, si
quiere atenuar aún todas las infamias, todas las
atrocidades de este Anticristo (de buena fe, creo que lo es), no
querré saber nada de usted, no le consideraré amigo
mío ni será nunca más el esclavo fiel que
usted dice. Bien, buenos días, buenos días. Veo que
le atemorizo. Siéntese y hablemos.

Así hablaba, en julio de 1805, Ana Pavlovna
Scherer, ama de honor y parienta próxima de la emperatriz
María Fedorovna, saliendo a recibir a un personaje muy
grave, lleno de títulos: el príncipe Basilio,
primero en llegar a la velada. Ana Pavlovna tosía
hacía ya algunos días. Una gripe, como decía
ella -gripe, entonces, era una palabra nueva y muy poco usada -.
Todas las cartas que por la mañana había enviado
por medio de un lacayo de roja librea decían, sin
distinción: «Si no tiene usted nada mejor que hacer,
señor conde – o príncipe -, y si la perspectiva de
pasar las primeras horas de la noche en casa de una pobre enferma
no le aterroriza demasiado, me consideraré encantada
recibiéndole en mi palacio entre siete y diez. Ana
Scherer.»

– ¡Dios mío, qué salida más
impetuosa! -repuso, sin inmutarse por estas palabras, el
Príncipe. Se acercó a Ana Pavlovna, le besó
la mano, presentándole el perfumado y resplandeciente
cráneo, y tranquilamente se sentó en el
diván.

-Antes que nada, dígame cómo se encuentra,
mi querida amiga,

– ¿Cómo quiere usted que nadie se
encuentre bien cuando se sufre moralmente? ¿Es posible
vivir tranquilo en nuestros tiempos, cuando se tiene
corazón? – repuso Ana Pavlovna -. Supongo que
pasará usted aquí toda la velada.

-Pero, ¿y la fiesta en la Embajada inglesa? Hoy
es miércoles. He de ir – replicó el Príncipe
-. Mi hija vendrá a buscarme aquí. – Y
añadió muy negligentemente, como si de pronto
recordara algo, cuando precisamente lo que preguntaba era el
objeto principal de su visita -. ¿Es cierto que la
Emperatriz madre desea el nombramiento del barón Funke
como primer secretario en Viena? Parece que este Barón es
un pobre hombre.

El príncipe Basilio quería para su hijo
aquel nombramiento, en el que había un interés
particular por concedérselo al Barón a
través de la emperatriz María Fedorovna.

Ana Pavlovna cerró apenas los ojos, en
señal de que ni ella ni nadie podía criticar
aquello que complacía a la Emperatriz.

– A propósito de su familia – dijo -.
¿sabe usted que su hija, desde que ha entrado en sociedad,
es la delicia de todo el mundo? Todos la encuentran tan bella
como el día.

El Príncipe se inclinó respetuosa y
reconocidamente.

– Pienso – continuó Ana Pavlovna después
de un momentáneo silencio y acercándose al
Príncipe sonriéndole tiernamente,
demostrándole con esto que la conversación
política había terminado y que se daba entonces
principio a la charla íntima -, pienso con mucha
frecuencia en la enorme injusticia con que se reparte la
felicidad en la vida. ¿Por qué la fortuna le ha
dado a usted dos hijos tan excelentes? Dejemos de lado a
Anatolio, el pequeño, que no me gusta nada –
añadió con tono decisivo, arqueando las cejas-.
¿Por qué le ha dado unos hijos tan encantadores? Y
lo cierto es que usted los aprecia mucho menos que todos
nosotros, y esto porque usted no vale tanto como ellos – y
sonrió con su más entusiástica
sonrisa.

– ¡Qué le vamos a hacer! Lavater hubiera
dicho que yo no tengo la protuberancia de la paternidad –
replicó el Príncipe.

-Déjese de bromas. ¿Sabe usted que estoy
muy descontenta de su hijo menor? Dicho sea entre nosotros – y su
rostro adquirió una triste expresión -, se ha
hablado de él a Su Majestad y se le ha compadecido a
usted.

El Príncipe no respondió, pero ella, en
silencio, le observaba con interés, esperando la
respuesta. El príncipe Basilio frunció levemente el
entrecejo.

– ¿Qué quiere usted que haga? – dijo por
último -. Ya sabe usted que he hecho cuanto ha podido
hacer un padre para educarlos, y los dos son unos
imbéciles. Hipólito, por lo menos, es un
abúlico, y Anatolio, en cambio, un tonto bullicioso. Esto
es todo; ésta es la única diferencia que hay entre
los dos – añadió, con una sonrisa aún
más imperativa y una animación todavía
más extraña, mientras, simultáneamente, en
los pliegues que se marcaban en torno a la boca aparecía
límpidamente algo grosero y repelente.

– ¿Por qué tienen hijos los hombres como
usted? Si no fuese usted padre, no se lo diría – dijo Ana
Pavlovna levantando pensativamente los
párpados.

-Soy su fiel esclavo y a nadie más que a usted
puedo confesarlo. Mis hijos son el obstáculo de mi vida,
mi cruz. Yo me lo explico así. ¡Qué quiere
usted!-y calló, expresando con una mueca su
sumisión a la cruel fortuna.

II

El salón de Ana Pavlovna comenzaba a llenarse
paulatinamente. La alta sociedad de San Petersburgo afluía
a él, es decir, las más diversas personas por la
edad y por el carácter, pero todas pertenecientes en
absoluto al mismo medio: la hija del príncipe Basilio, la
bella Elena, que venía en busca de su padre para
acompañarlo a la fiesta que se celebraba en la Embajada;
lucía un vestido de baile en el que se destacaba el
emblema de las damas de honor. Luego, la joven princesa
Bolkonskaia, conocida como la mujer más seductora de San
Petersburgo, casada el pasado invierno – ahora, a causa de su
gravidez, no podía acudir a las grandes recepciones y
frecuentaba tan sólo las pequeñas veladas -; el
príncipe Hipólito, hijo del príncipe
Basilio, acompañado de Mortemart, a quien presentaba; el
abate Morio y otros muchos.

La joven princesa Bolkonskaia había llevado sus
labores en un saquito de terciopelo bordado de oro. Su labio
superior, muy lindo, con un ligero vello rubio, era corto en
comparación con los dientes, pero abríase de una
forma encantadora y todavía era más encantador
cuando se distendía sobre el labio inferior. Como sucede
siempre en las mujeres totalmente atractivas, su solo defecto, el
labio demasiado corto y la boca entreabierta, parecía ser
la belleza que la caracterizaba.

Para todos era una satisfacción contemplar a
aquella «futura mamá» llena de salud y
vivacidad, que soportaba tan fácilmente su estado. Los
viejos y jóvenes malhumorados que la miraban
parecía que se volviesen como ella cuando se encontraban
en su compañía y hablaban un rato. Quien le hablase
veía en cada una de sus palabras la sonrisa clara y los
dientes blancos y brillantes siempre al descubierto; y ese
día creíase particularmente amable. Todos pensaban
esto mismo.

La pequeña Princesa, balanceándose a
pequeños y rápidos pasos, dio la vuelta a la mesa
con el saquito en la mano; alisándose el traje, se
sentó en el diván, cerca del samovar de plata, como
si todo lo que hiciera fuese un juego de placer para ella y para
todos los que la rodeaban.

– Me he traído la labor – dijo, abriendo el
saquito y dirigiéndose a todos -. Tenga usted cuidado,
Ana, no me haga una mala pasada – dijo a la dueña de la
casa -. Me ha escrito que se trataba de una pequeña
velada, y ya ve usted cómo me he vestido.

Y extendió los brazos para enseñar su
vestido gris, elegante, rodeado de puntillas y ceñido bajo
el pecho por una amplia cinta.

– Tranquilícese, Lisa. Será usted siempre
la más bella – replicó Ana Pavlovna.

– Ya lo ven. Me abandona mi marido – continuo con el
mismo tono, dirigiéndose a todos-. Quiere hacerse matar.
Dígame, ¿por qué esta triste guerra? –
insinuó, dirigiéndose al príncipe Basilio,
y, sin esperar la respuesta, habló a la hija de
éste, a la bella Elena.

– ¡Qué criatura más encantadora es
esta pequeña Princesa! – murmuró el príncipe
Basilio a Ana Pavlovna.

Al cabo de un rato entró un hombre joven,
robusto, macizo, con los cabellos muy cortos, lentes, un
pantalón gris claro, según la moda de la
época, un gran plastrón de encaje y un frac
castaño. Este corpulento muchacho era hijo natural de un
célebre personaje del tiempo de Catalina II; el conde
Bezukhov, que en aquellos momentos se estaba muriendo en
Moscú. Todavía no había servido en cuerpo
alguno y acababa de llegar del extranjero, donde se había
educado; aquélla era la primera vez que asistía a
una velada. Ana Pavlovna lo acogió con un saludo que
reservaba para los hombres del último plano
jerárquico de su salón, pero, a pesar de esta
salutación dirigida a un inferior, al ver entrar a Pedro,
la fisonomía de Ana Pavlovna expresó la inquietud y
el temor que se experimentan al ver una enorme masa fuera de su
sitio. Pedro era, realmente, un poco más alto que los
demás hombres que se hallaban en el salón, y, sin
embargo, este miedo no lo producía sino la mirada
inteligente y, al mismo tiempo, tímida, observadora y
franca que le distinguía de los demás
invitados.

– Señor, es usted muy amable viniendo a ver a una
pobre enferma – dijo Ana Pavlovna.

Pedro murmuró algo incomprensible y
continuó buscando a alguien con los ojos. Sonrió
alegremente, saludando a la pequeña Princesa. Ana Pavlovna
se detuvo, pronunciando estas palabras:

– ¿No conoce usted al abate Morio? Es un hombre
muy interesante.

– He oído hablar de sus proyectos de paz eterna.
Es muy interesante, en efecto, pero es muy posible
que…

– ¿Cómo? – dijo Ana Pavlovna por decir
algo y reanudar inmediatamente sus funciones de dueña de
la casa.

Pedro apoyó la barbilla en el pecho y, separando
las largas piernas, comenzó a demostrar a Ana Pavlovna por
qué consideraba una fantasía los proyectos del
abate.

– Ya hablaremos después – dijo Ana Pavlovna
sonriendo, y, deshaciéndose del joven, que no tenía
ningún hábito cortesano, volvió a
sus ocupaciones de anfitriona, escuchándolo y
mirándolo todo, dispuesta siempre a intervenir en el
momento en que la conversación languideciera. Como el
encargado de una sección de husos que, una vez ha colocado
a los obreros en sus sitios, paséase de un lado a otro y
observa la inmovilidad o el ruido demasiado fuerte de aquellos,
corre, se para y restablece la buena marcha, lo mismo Ana
Pavlovna, moviéndose en el salón, tan pronto se
acercaba a un grupo silencioso como a otro que hablaba demasiado,
y, en una palabra, yendo de uno a otro invitado, daba cuerda a la
máquina de la conversación, que funcionaba con un
movimiento regular y conveniente. Pero, en medio de estas
atenciones, veíase que temía sobre todo algo por
parte de Pedro. Mirábale atentamente cuando le veía
acercarse y escuchar lo que se decía en torno a Mortemart,
o se dirigía al otro grupo en que se encontraba el abate.
Para él, educado en el extranjero, esta velada de Ana
Pavlovna era la primera que veía en Rusia. Sabía
que se encontraba reunida allí la flor y nata de San
Petersburgo, y sus ojos, como los de un niño en una tienda
de juguetes, iban de un lado a otro. Tenía miedo de perder
la inteligente conversación que hubiera podido escuchar.
Observando las expresiones seguras, los ademanes elegantes de los
reunidos, esperaba a cada instante algo extraordinariamente
espiritual. Por último se acercó a Morio. La
conversación le pareció interesante; se detuvo y
esperó la ocasión de expresar sus pensamientos tal
como a los jóvenes les gusta hacerlo.

III

La velada de Ana Pavlovna estaba en su apogeo. Los husos
trabajaban regularmente y por doquier producían un ruido
continuado. Los invitados formaban tres grupos. Uno de ellos,
donde predominaban los hombres, parecía dirigido por el
Abate. En otro, constituido por jóvenes,
encontrábase la encantadora princesa Elena, hija del
príncipe Basilio, y la pequeña princesa
Bolkonskaia, linda y lozana y tal vez un poco demasiado llena
para su edad. En el tercero encontrábanse el vizconde de
Mortemart y Ana Pavlovna.

El Vizconde era un hombre joven, afable, de rasgos y
maneras regulares, que visiblemente considerábase una
celebridad, pero que, por buena educación, permitía
modestamente que la sociedad en que se encontraba se aprovechase
de él. Como un buen maître d"hotel que
sirve como si fuera algo extraordinario y delicado el mismo plato
que rechazaría si lo viese en la sucia cocina, del mismo
modo, en esta velada, Ana Pavlovna servía a sus invitados,
primero al Vizconde y después al Abate, como delicados y
extraordinarios manjares. En el grupo de Mortemart
hablábase del asesinato del duque de Enghien. Decía
el Vizconde que el Duque había muerto a causa de su
magnanimidad, y añadía que la cólera de
Bonaparte tenía un especial motivo.

– ¡Ah! Veamos. Cuéntenos eso, Vizconde –
dijo Ana Pavlovna con alegría, considerando que esta frase
sonaba un poco a Luis XV -. Cuéntenos eso,
Vizconde.

El Vizconde se inclinó en señal de respeto
y sonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo cerrar el
círculo en torno al Vizconde e invitó a todos a
escuchar el relato.

– El Vizconde ha sido amigo personal de Monseñor
– bisbiseó Ana Pavlovna a uno de los invitados -. El
Vizconde es un parfait conteur– dijo a otro -.
¡Cómo se conoce al hombre habituado a la buena
compañía! – añadió a un
tercero.

Y el Vizconde era servido a la reunión bajo el
más elegante y ventajoso aspecto para él, como un
rosbif sobre un plato caliente rodeado de verdura.

– Venga usted aquí, querida Elena – dijo Ana
Pavlovna a la bella Princesa, que, sentada un poco más
lejos, formaba el centro del otro grupo.

La princesa Elena sonrió y se levantó con
la misma invariable sonrisa de mujer absolutamente hermosa con
que había entrado en el salón. Con el ligero rumor
de su leve vestido de baile con adornos de felpa, deslumbradora
por la blancura de sus hombros y el esplendor de sus cabellos y
de sus diamantes, cruzó entre los hombres, que le abrieron
paso, rígida, sin ver a nadie, pero sonriendo a todos como
si concediese a cada uno el derecho de admirar la belleza de su
aspecto, de sus redondeados hombros, de su espalda, de su pecho,
muy escotado, según la moda de la época, y con su
gracioso caminar se acercó a Ana Pavlovna. Elena era tan
hermosa que no solamente no veíase en ella una sombra de
coquetería, sino que, al contrario, parecía que se
avergonzase de su indiscutible belleza, que ejercía
victoriosamente sobre los demás una influencia demasiado
fuerte. Hubiérase dicho que deseaba, sin poder
conseguirlo, amenguar el efecto de su hermosura.

– Es espléndida – decían todos los que la
veían.

El Vizconde, como inculpado por algo extraordinario, se
encogió de hombros y bajó los ojos, mientras ella
se sentaba ante él y le iluminaba con su invariable
sonrisa.

– Señora, me siento cohibido ante tal auditorio –
dijo con una sonrisa, inclinando la cabeza.

La Princesa se apoyó en el brazo desnudo y
torneado y no creyó necesario responder una sola palabra.
Esperaba sonriendo. Durante toda la conversación
permaneció sentada, rígida, mirando tan pronto a su
magnífico y ebúrneo brazo, que se deformaba por la
presión sobre la mesa, como a su pecho, todavía
más espléndido, sobre el que descansaba un collar
de brillantes. A veces alisaba los pliegues de su vestido, y
cuando la narración producía efecto, contemplaba a
Ana Pavlovna e inmediatamente tomaba la misma expresión
que la de la fisonomía de la dama de honor, e
inmediatamente recobraba de nuevo su sonrisa clara y tranquila.
Detrás de Elena, la pequeña Princesa se
levantó ante la mesa de té.

-Espérenme. Me traeré mi labor. Veamos,
por favor, ¿en qué piensa? – dijo
dirigiéndose al príncipe Hipólito -.
¿Tiene usted la bondad de traérmela?

La Princesa, sonriendo y dirigiéndose a todos a
la vez, se sentó de nuevo, alisándose la ropa
alegremente.

– ¡Vaya! – dijo, y pidió permiso para
reanudar su labor.

El príncipe Hipólito le trajo la bolsa; se
quedó en el grupo y sentóse cerca de
ella.

El Vizconde contó muy gentilmente la
anécdota entonces de moda. El duque de Enghien
había ido a París de incógnito para verse
con mademoiselle George. Habíase encontrado en casa de
ella a Bonaparte, que gozaba igualmente de los favores de la
célebre actriz, y en una de estas reuniones,
Napoleón, por azar, había sufrido una de aquellas
crisis suyas, y por esta razón se encontró a merced
del Duque. Éste no se había aprovechado de esta
ventaja, y después Bonaparte, precisamente por esta
magnanimidad, habíase vengado de él
haciéndole asesinar. El relato era bonito e interesante,
particularmente en el momento en que los dos rivales se
encuentran cara a cara. Las damas parecían
emocionadas.

– Muy lindo – dijo Ana Pavlovna mirando
interrogadoramente a la pequeña Princesa.

– Muy lindo – murmuró la pequeña Princesa
clavando la aguja en su labor, para demostrar que el
interés y el encanto de la narración le
impedían trabajar.

El Vizconde apreció este silencioso elogio y,
sonriendo agradecido, continuó. Pero, en aquel momento,
Ana Pavlovna, que no separaba su mirada de aquel terrible joven,
observó que hablaba demasiado alto y con excesiva
vehemencia con el Abate y se apresuró a llevar su auxilio
al lugar comprometido. En efecto, Pedro había conseguido
de nuevo trabar una conversación con el Abate sobre el
equilibrio político, y éste, visiblemente
interesado por el sincero ardor del joven, desarrolló ante
él su idea favorita. Ambos hablaban y escuchaban con
demasiada animación, y, naturalmente, esto no era del
gusto de Ana Pavlovna.

Para observarlos más cómodamente, Ana no
quiso dejar solos al Abate y a Pedro y, llegándose a
ellos, hizo que la acompañasen al grupo
común.

En aquel momento, un nuevo invitado entró en el
salón. Era el joven príncipe Andrés
Bolkonski, el marido de la pequeña Princesa. El
príncipe Bolkonski era un joven bajo, muy distinguido, de
rasgos secos y acentuados. Toda su persona, comenzando por la
mirada fatigada e iracunda, hasta su paso, lento y uniforme,
ofrecía el más acentuado contraste con su
pequeña mujer, tan animada. Evidentemente, conocía
a todos los que se encontraban en el salón, y le
molestaban tanto que le era muy desagradable mirarlos y
escucharlos; y de todas aquellas fisonomías, la que
parecía molestarle más era la de su mujer. Con una
mueca que alteraba su correcto rostro, le volvió la cara.
Besó la mano de Ana Pavlovna y casi entornando los ojos
dirigió una mirada por toda la reunión.

– ¿Se va usted a la guerra, querido
Príncipe? -preguntó Ana Pavlovna.

– El general Kutuzov – replicó Bolkonski
recalcando la última sílaba, como si fuera
francés – me quiere por ayuda de campo.

– ¿Y Lisa, su esposa?

– Se irá fuera de la ciudad.

– Es un gran pecado privarnos de su gentil
compañía.

– Andrés – dijo la Princesa dirigiéndose a
su marido con el mismo tono de coquetería con que se
dirigía a los extraños-, ¡qué
anécdotas nos ha contado el Vizconde sobre mademoiselle
George y Bonaparte!

El príncipe Andrés cerró los ojos y
se volvió. Pedro, que desde que el Príncipe
había entrado en el salón no había separado
de él su mirada alegre y amistosa, se acercó y le
estrechó la mano. El Príncipe, sin moverse,
contrajo la cara con un gesto que expresaba desprecio por quien
le saludaba, pero al darse cuenta de la cara iluminada de Pedro
sonrió con una sonrisa inesperada, buena y
amable.

– ¡Vaya! ¡Tú también en el
gran mundo! -le dijo.

– Sabía que vendría usted – repuso Pedro
-. Cenaré en su casa – añadió en voz baja,
para no interrumpir al Vizconde, que continuaba su
narración -. ¿Puede ser?

– No, imposible – dijo el príncipe Andrés,
riendo y estrechando la mano de Pedro de tal modo que
comprendiese que aquello no podía preguntarlo nunca.
Quería decir algo más, pero en aquel momento el
príncipe Basilio se levantó, acompañado de
su hija, y los dos hombres se separaron para dejarlos
pasar.

– Ya me disculpará usted, querido Vizconde – dijo
el príncipe Basilio en francés, apoyándose
suavemente en su brazo para que no se levantase -. Esta
desventurada fiesta del embajador me priva de una alegría
y me obliga a interrumpirle. Me duele tener que abandonar tan
encantadora reunión – dijo a Ana Pavlovna; y la princesa
Elena, sosteniendo penosamente los pliegues de su vestido,
pasó entre las sillas y su sonrisa iluminó
más que nunca su hermoso rostro.

Cuando pasó ante Pedro, éste la
miró con ojos asustados y entusiastas.

– Es muy bella – dijo el príncipe
Andrés.

– Mucho – contestó Pedro.

Al pasar ante ellos, el príncipe Basilio
cogió a Pedro de la mano y, dirigiéndose a Ana
Pavlovna, dijo:

– Amánseme a este oso. Hace un mes que no sale de
casa, y ésta es la primera vez que le veo en sociedad.
Nada hay tan indispensable a los jóvenes como la
compañía de las mujeres inteligentes.

IV

Ana Pavlovna, con una sonrisa amable, prometió
ocuparse de Pedro, que, tal como ella sabía, era pariente
del príncipe Basilio por parte de padre.

– ¿Qué le parece a usted esa comedia de la
coronación de Milán? – preguntó Ana al
príncipe Andrés -. ¿Y esa otra comedia del
pueblo de Lucca y de Génova, que presentan sus homenajes a
monsieur Bonaparte, sentado en un trono y recibiendo los votos de
las naciones? ¡Encantador! ¡Oh, no, créame!
¡Es para volverse loca! Diríase que el mundo entero
ha perdido el juicio.

El príncipe Andrés sonrió, mirando
a Ana Pavlovna de hito en hito.

– «Dieu me la donne, gare a qui la
touche»,
dijo Bonaparte con motivo de su
coronación – respondió el Príncipe, y
repitió en italiano las palabras de Napoleón -:
«Dio mi la dona, gai a qui la
tocca.»

– Espero que, finalmente – continuó Ana Pavlovna
-, haya sido esto la gota de agua que haga derramar el vaso. Los
soberanos del mundo ya no pueden soportar más a este
hombre que todo lo amenaza.

– ¿Los soberanos? No hablo de Rusia – dijo amable
y desesperadamente el Vizconde -. Los soberanos, señora,
¿qué han hecho por Luis XVI, por la Reina, por
Madame Elizabeth? Nada – continuó, animándose -. Y,
créame, ahora sufren el castigo de su traición a la
causa de los Borbones. ¿Los soberanos? Envían
embajadores a cumplimentar al usurpador.

Y con un suspiro de menosprecio adoptó una nueva
postura.

– Si Bonaparte continúa un año más
en el trono de Francia – siguió diciendo, con la actitud
del hombre que no escucha a los demás y que en un asunto
que domina sigue exclusivamente el curso de sus ideas -, entonces
las cosas irán mucho más lejos. La sociedad, y
hablo de la buena sociedad francesa, será destruida para
siempre por la intriga, por la violencia, por el destierro y por
los suplicios. Y entonces…

Se encogió de hombros y abrió los brazos.
Pedro hubiese querido decir algo, porque la conversación
le interesaba, pero Ana Pavlovna, que lo observaba, se lo
impidió.

– El emperador Alejandro – dijo Ana con la tristeza que
acompañaba siempre a su conversación cuando hablaba
de la familia imperial – ha manifestado que dejaría que
los franceses mismos decidieran la forma de gobierno que
quisieran, y estoy segura de que no puede dudarse que un golpe
para librarse del usurpador haría que toda la
nación se pusiera en masa al lado de un rey
legítimo – dijo, esforzándose en ser amable con el
emigrado realista.

– No es seguro – dijo el príncipe Andrés
-. El Vizconde cree, y con razón, que las cosas ya han ido
demasiado lejos. Creo que la vuelta al pasado será
difícil.

– Por lo que he oído – dijo Pedro, que se
mezcló en la conversación alegremente -, casi toda
la nobleza se ha puesto al lado de Bonaparte.

-Eso lo dicen los bonapartistas – respondió el
Vizconde sin mirarle -. Es difícil en estos momentos
conocer la opinión pública en Francia.

– Bonaparte lo ha dicho – objetó el
príncipe Andrés con una sonrisa. Evidentemente, le
disgustaba el Vizconde, y, sin responderle directamente, las
palabras estaban dirigidas a él-. «Les he mostrado
el camino de la gloria – añadió después de
un breve silencio, repitiendo de nuevo las palabras de
Napoleón -. No han querido seguirlo. Les he abierto las
puertas de mis salones y se han precipitado en ellos en
masa.» No sé hasta qué punto tiene derecho a
decirlo.

– Hasta ninguno – repuso el Vizconde -. Después
del asesinato del Duque, hasta los hombres más parciales
han dejado de mirarlo como a un héroe. Lo ha sido para
cierta gente – continuó dirigiéndose a Ana Pavlovna
-. Después del asesinato del Duque hay un mártir
mas en el cielo y un héroe menos en la tierra.

Ana Pavlovna y los demás no habían tenido
tiempo aún de aceptar con una sonrisa de aprobación
las palabras del Vizconde cuando Pedro se lanzaba de nuevo a la
conversación. Ana Pavlovna, a pesar de presentir que iba a
decirse algo extemporáneo, no pudo detenerle.

– El suplicio del duque de Enghein – dijo Pedro -era de
tal modo una necesidad de Estado que, para mí,
precisamente la grandeza de alma está en que
Napoleón no haya vacilado en cargar sobre sí la
responsabilidad de este acto.

– ¡Dios mío, Díos mío!
-murmuró aterrorizada Ana Pavlovna.

– Es decir, monsieur Pedro, ¿consideráis
que el asesinato es una grandeza de alma? – dijo la
pequeña Princesa sonriendo y acercándose la
labor.

– ¡Ah! ¡Oh! – exclamaron varias
voces.

– ¡Capital! – dijo en inglés el
príncipe Hipólito, comenzando a golpearse las
rodillas.

El Vizconde contentóse con encogerse de hombros.
Pedro miraba triunfalmente a su auditorio por encima de los
lentes.

– Hablo así – continuó – porque los
Borbones han vuelto la espalda a la Revolución y han
dejado al pueblo en la anarquía. Únicamente
Napoleón ha sabido comprender a la Revolución y
vencerla. Y por eso, por el bien común, no podía
detenerse ante la vida de un hombre.

– ¿No quiere usted pasar a esta mesa? –
preguntó Ana Pavlovna.

Mas Pedro continuó su discurso sin
responder.

– No – dijo, animándose cada vez más -.
Napoleón es grande porque se ha impuesto por encima de la
Revolución, de la cual ha reprimido los abusos y ha
conservado todo lo que tenía de bueno: la igualdad de los
ciudadanos, la libertad de la palabra y prensa, y solamente por
esto ha conquistado el poder.

– Si hubiera conseguido el poder sin valerse del
asesinato y lo hubiese devuelto al rey legítimo, entonces
sí se le habría reconocido como un gran hombre –
replicó el Vizconde.

– No podía hacerlo. El pueblo le ha dado el poder
para que le quitase de encima a los Borbones y porque veía
en él a un gran hombre. La Revolución ha sido una
gran obra – continuó Pedro, demostrando por esta
proposición audaz y provocativa su extremada juventud y el
deseo de decirlo todo sin reservas.

– ¡Una gran obra la Revolución y el
asesinato de los reyes…! Después de esto… Pero
¿no quiere usted pasar a esta mesa? – repitió Ana
Pavlovna.

Contrato social – dijo el Vizconde con una sonrisa
amable.

– No hablo de la ejecución del rey. Hablo de las
ideas.

– Sí, las ideas de pillaje, de homicidio y de
crimen de vuesa majestad – interrumpió de nuevo la voz
irónica.

– Cierto que fueron excesos, pero hay algo más
que esto. Lo importante está en el derecho del hombre, en
la desaparición de los prejuicios, en la igualdad de los
ciudadanos. Y Napoleón ha mantenido estas ideas
íntegramente…

– Libertad e igualdad – dijo con desdén el
Vizconde, como si finalmente se decidiese a demostrar seriamente
a aquel joven la tontería de sus manifestaciones-; grandes
palabras comprometidas desde hace mucho tiempo.
¿Quién no ama la igualdad y la libertad? El
Salvador ya las predicaba. Por ventura, ¿han sido los
hombres más felices después de la
Revolución? Al contrario, nosotros hemos querido la
libertad y Bonaparte la ha destruido.

Casi sonriendo, el príncipe Andrés miraba
ora a Pedro, ora al Vizconde, ora a la dueña de la casa.
Desde los primeros ataques de Pedro, Ana Pavlovna, no obstante su
mundología, estaba asustada, pero cuando vio que, a pesar
de las sacrílegas palabras pronunciadas por Pedro, el
Vizconde no se exaltaba ni se ponía fuera de sí,
cuando se convenció de que no era posible ahogarlas, hizo
acopio de fuerzas y se unió al Vizconde para atacar al
orador.

– Pero, querido monsieur Pedro – dijo Ana Pavlovna-,
¿cómo se explica usted esto? Un gran hombre que ha
podido hacer ejecutar al Duque, es decir, simplemente a un
hombre, sin haber cometido delito alguno y sin
juzgarlo…

– Yo preguntaría – interrumpió el Vizconde
– cómo el señor explica el l8 Brumario. ¿No
es una farsa, acaso? Es un escamoteo que no se parece en nada al
modo de obrar de un gran hombre.

– ¿Y los prisioneros de África que ha
hecho matar? – dijo la pequeña Princesa -. ¡Es
horrible! – y levantó los hombros.

– Dígase lo que se quiera, es un plebeyo –
declaró el príncipe Hipólito.

Pedro no sabía qué responder. Los miraba a
todos y sonreía. Su sonrisa no era como la de los
demás; al contrario, en él, cuando sonreía,
el rostro serio y un tanto hosco desaparecía de pronto,
mostrándose en su lugar una fisonomía tranquila,
incluso hasta un poco indecisa, que parecía pedir
perdón. Para el Vizconde, que lo veía por primera
vez, era evidente que aquel jacobino no era tan terrible como sus
palabras. Todos callaron.

– ¿Cómo quieren que responda a todos a la
vez? – dijo el príncipe Andrés -. Además, en
los actos de un hombre de Estado cabe distinguir los del
particular y los del generalísimo o los del emperador.
Esto me parece que es suficientemente claro.

– Sí, sí, naturalmente – dijo Pedro con la
ayuda que se le ofrecía.

– No se puede negar – continuó el príncipe
Andrés -que Napoleón, como hombre, fue muy grande
en Pont d'Arcole y en el Hospital de Jaffa, donde estrechó
la mano a los apestados. No obstante, no obstante…, hay otros
actos suyos que son muy difíciles de
justificar.

El príncipe Andrés, que evidentemente
había querido dulcificar la inconveniencia de las palabras
de Pedro, se levantó para marcharse e hizo una seña
a su mujer.

V

Comenzaron los invitados a retirarse, agradeciendo a Ana
Pavlovna la deliciosa velada.

Pedro era alto, macizo, tosco, con unas enormes manos
coloradas. No sabía entrar en un salón, y mucho
menos salir de él. Es decir, no sabía decir unas
cuantas palabras agradables antes de retirarse. Además,
era distraído. Cuando se levantó, en lugar de coger
su sombrero cogió el tricornio del General, adornado con
plumas, y movió bruscamente éstas hasta que el
General le rogó que se lo devolviera. Pero esta
distracción y el defecto de no saber entrar en un
salón ni conversar neutralizábase por una
expresión de bondad, de sencillez y de modestia. Ana
Pavlovna se dirigió a él y, expresándole con
cristalina dulzura el perdón por su acometividad, le
saludó diciéndole:

– Espero volver a verle, pero también espero que
modificará sus opiniones, querido monsieur
Pedro.

Él no contestó. Se inclinó tan
sólo y de nuevo mostró a todos su sonrisa, que nada
daba a entender, pero que quizá quisiera decir esto:
«Las opiniones son las opiniones, y ya habéis visto
que soy un buen muchacho.» Y todos, incluso Ana Pavlovna,
involuntariamente, lo comprendían.

El príncipe Andrés pasó al
recibidor. Mientras volvía la espalda al criado que le
ayudaba a ponerse la capa, escuchaba con indiferencia la charla
de su mujer con el príncipe Hipólito, que
también se encontraba en el recibidor. El príncipe
Hipólito hallábase al lado de la bella Princesa
grávida y la contemplaba con insistencia a través
de sus impertinentes.

– Estoy contentísimo de no haber ido a casa del
embajador – dijo Hipólito -. Aquello es un aburrimiento.
Una velada deliciosa, deliciosa, ésta,
¿verdad?

– Dicen que el baile estará muy animado –
replicó la Princesa moviendo los labios, cubiertos de
rubio vello -. Acudirán a él todas las mujeres
bonitas.

– No todas, si usted no va – replicó el
príncipe Hipólito con risa alegre; y cogiendo el
chal de manos del criado, él mismo lo colocó sobre
los hombros de la Princesa. Por distracción o
voluntariamente, no era posible saberlo, no retiró las
manos de los hombros hasta mucho después que el chal
estuviera en su sitio. Hubiérase dicho que abrazaba a la
Princesa.

Ella, siempre sonriendo graciosamente, se alejó,
se volvió y miró a su marido. El príncipe
Andrés tenía los ojos entornados y parecía
fatigado y somnoliento.

– ¿Estás ya? -preguntó su mujer,
siguiéndolo con la mirada.

El príncipe Hipólito se puso
rápidamente el abrigo, que, según la moda de
entonces, le llegaba hasta los talones, y tropezando
corrió hacia la puerta, detrás de la Princesa, a
quien el criado ayudaba a subir al coche.

– Hasta la vista, Princesa – gritó, balbuceando,
del mismo modo que había tropezado con los
pies.

La Princesa se recogió las faldas y subió
al coche. Su marido se arregló el sable. El
príncipe Hipólito, con la excusa de ser
útil, los estorbaba a todos.

– Permítame, caballero – dijo secamente y con
aspereza el príncipe Andrés dirigiéndose en
ruso al príncipe Hipólito, que le interceptaba el
paso -. Te espero, Pedro – añadió con voz dulce y
tierna esta vez.

El cochero tiró de las riendas y el carruaje
comenzó a rodar. El príncipe Hipólito
rió convulsivamente y permaneció en lo alto de la
escalera, en espera del Vizconde, que le había prometido
acompañarle.

Pedro, que había llegado primero, como si fuera
de la familia, se dirigió al gabinete de trabajo del
príncipe Andrés e inmediatamente, como de
costumbre, se recostó en el diván, cogió el
primer libro que le vino a la mano en el estante – eran las
Memorias de Julio César – y, apoyándose sobre el
codo, abrió el libro por su mitad y comenzó a
leer.

– ¿Qué has hecho con la señorita
Scherer? Caerá enferma – dijo el príncipe
Andrés entrando y frotándose las finas y blancas
manos.

Pedro giró tan bruscamente todo el cuerpo que
crujió el diván, y, mirando al príncipe
Andrés, hizo un ademán con la mano.

– No; este Abate es muy interesante, pero no ve las
cosas tal como son. Para mí, la paz universal es posible,
pero…, no sé cómo decirlo…, pero esto no
traerá nunca el equilibrio político.

Veíase claramente que al príncipe
Andrés no le interesaba esta abstracta
conversación.

-Amigo mío, no puede decirse en todas partes lo
que se piensa. Y bien, ¿has decidido algo?
¿Ingresarás en el ejército o serás
diplomático?-preguntó el Príncipe tras un
momento de silencio.

Pedro se sentó con las piernas cruzadas sobre el
diván.

– ¿Quiere usted creer que todavía no lo
sé? No me gusta ni una cosa ni otra.

– Pero hay que decidirse. Tu padre espera.

A los diez años, Pedro había sido enviado
al extranjero con un abate preceptor, y había permanecido
allí hasta los veinte. Cuando regresó a
Moscú, el padre prescindió del preceptor y dijo al
joven: «Ahora vete a San Petersburgo. Mira y escoge. Yo
consentiré en lo que sea. Aquí tienes una carta
para el príncipe Basilio, y dinero. Cuéntamelo
todo. Ya lo ayudaré.» Tres meses hacía que
Pedro se ocupaba en elegir una carrera y no se decidía por
ninguna. El príncipe Andrés hablaba de esta
elección. Pedro se pasaba la mano por la
frente.

– Estoy seguro de que debe de ser masón-dijo,
pensando en el Abate que le habían presentado durante la
velada.

– Todo eso son tonterías – le contestó,
interrumpiéndole de nuevo, el príncipe
Andrés -. Más vale que hablemos de tus cosas.
¿Has ido a la Guardia Montada?

– No, no he ido. Pero he aquí lo que he pensado.
Quería decirle a usted lo siguiente: estamos en guerra
contra Napoleón. Si fuese a la guerra por la libertad, lo
comprendería y sería el primero en ingresar en el
ejército. Pero ayudar a Inglaterra y a Austria contra el
hombre más grande que ha habido en el mundo…, no me
parece bien.

El príncipe Andrés se encogió de
hombros a las palabras infantiles de Pedro. Su actitud
parecía significar que, ante aquella tontería, nada
podía hacerse. En efecto, era difícil responder a
esta ingenua opinión de otra forma distinta de la que lo
había hecho el Príncipe.

– Si todos hicieran la guerra por convicción no
habría guerra.

– Eso estaría muy bien – repuso Pedro.

El Príncipe sonrió.

– Sí, es posible que estuviera muy bien, pero no
ocurrirá nunca.

– Bien, entonces, ¿por qué va usted a la
guerra? – preguntó Pedro.

– ¿Por qué? No lo sé. Es necesario.
Además, voy porque… – se detuvo -. Voy porque la vida
que llevo aquí, esta vida, no me satisface.

VI

En la habitación de al lado oíase un rumor
de ropa femenina. El príncipe Andrés se
estremeció como si despertase, y su rostro adquirió
la expresión que tenía en el salón de Ana
Pavlovna. Pedro retiró las piernas del diván.
Entró la Princesa. Llevaba un vestido de casa, elegante y
fresco. El príncipe Andrés se levantó y
amablemente le ofreció una butaca.

-Frecuentemente me pregunto – dijo la Princesa hablando
en francés, como de costumbre, y sentándose con
mucho ruido – por qué no se ha casado Ana y por qué
vosotros habéis sido tan tontos como para no haberla
escogido por mujer. Perdonadme, pero no entendéis nada de
mujeres. ¡Qué polemista hay en usted, monsieur
Pedro!

– Sí, y hasta discuto siempre con su marido. No
comprendo por qué quiere ir a la guerra – dijo Pedro,
dirigiéndose a la Princesa sin los miramientos habituales
en las relaciones entre un joven y una mujer joven
también.

La Princesa se estremeció. Evidentemente, las
palabras de Pedro la herían en lo vivo.

– ¡Ah, ah! ¿Ve usted? Es lo mismo que yo
digo – dijo -. No comprendo por qué los hombres no pueden
vivir sin guerras. ¿Por ventura, nosotras, las mujeres, no
tenemos necesidad de nada? Y bien, ya lo ven. Juzguen ustedes
mismos. Yo siempre lo he dicho… Mi marido es ayudante de campo
de su tío. Posee una situación más brillante
que nadie. Todos le conocen y todos le aprecian mucho. No hace
muchos días que en casa de los Apraxin oí decir a
una señora: «¿Éste es el
célebre príncipe Andrés?
¡Vaya!», y sonrió. Es muy bien recibido de
todos y puede llegar fácilmente a ser ayuda de campo del
Emperador. Éste le habla con mucha deferencia. Hemos
creído que todo esto sería muy fácil de
arreglar con Ana. ¿Qué le parece a
usted?

Pedro miró al príncipe Andrés y,
viendo que le disgustaba esta conversación,
permaneció en silencio.

– ¿Cuándo se va? –
preguntó.

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