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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 10)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

– He recibido la negativa de la condesa Rostov. Los
rumores que han llegado hasta mí de que tu cuñado
ha pretendido su mano o una cosa por el estilo ¿son
exactos?

– Lo son y no lo son – empezó Pedro; pero el
príncipe Andrés le interrumpió:

– Aquí hay sus cartas y su retrato – tomó
el pliego de papeles de encima de la mesa y lo dio a Pedro -.
Devuélveselo a la Condesa si la ves.

– Está muy enferma – dijo Pedro.

– ¡Ah! ¿Aún está aquí?
¿Y el príncipe Kuraguin? – preguntó
rápidamente el príncipe Andrés.

– Hace días que está fuera. Ella
está muy enferma.

– Te aseguro que lo siento.

Sonrió fríamente, de una manera hostil y
desagradable, tal como acostumbraba hacerlo su padre.

– ¡Así, pues, el señor Kuraguin no
se ha dignado ofrecer su mano a la condesa Rostov!-dijo
Andrés atragantándose muchas veces.

– Ciertamente, no podía casarse con ella porque
ya lo está – respondió Pedro.

El príncipe Andrés, con su cara
desdeñosa y hostil, recordaba otra vez a su
padre.

– ¿Y dónde está ahora tu
cuñado? ¿Puedo saberlo?

– En San Petersburgo…, y, si quieres que te diga la
verdad, no lo sé de cierto.

-Lo mismo me da. Di a la condesa Rostov que era y
continúa siendo completamente libre y que le deseo toda la
felicidad posible.

XVI

Aquella misma noche, Pedro fue a casa de los Rostov a
cumplir su cometido. Natacha estaba en la cama, el Conde en el
círculo. Pedro entregó las cartas a Sonia,
después entró a ver a María Dmitrievna, que
deseaba saber cómo había recibido la noticia el
príncipe Andrés. A los diez minutos, Sonia entraba
en la habitación de María Dmitrievna.

– Natacha quiere ver de todas maneras al conde Pedro
Kirilovitch – dijo.

– Pero ¿cómo es posible que entre?
¡Todo lo tenemos de cualquier modo! – respondió
María Dmitrievna.

– Dice que se vestirá e irá al
salón – dijo Sonia.

María Dmitrievna se limitó a encogerse de
hombros.

-A ver, ¿cuándo vendrá? Cree que me
da mucha guerra. Anda con cuidado, no se lo digas todo –
recomendó a Pedro -, porque yo no tengo ni aliento para
reñirla al verla tan desgraciada.

Natacha, de negro, pálida, severa – pero no
avergonzada, como esperaba Pedro -, estaba en medio del
salón. Cuando Pedro apareció en la puerta, Natacha
palideció; visiblemente estaba indecisa:
¿avanzaría hacia Pedro o le
esperaría?

Pedro se acercó a ella rápidamente.
Creía que ella le alargaría la mano, como siempre,
pero Natacha se acercó mucho a él, respiró
con fuerza y dejó caer los brazos como hacía cuando
se ponía en el centro de la sala para cantar, pero con una
expresión totalmente distinta.

– Pedro Kirilovitch – empezó rápidamente
-, el príncipe Bolkonski era amigo de usted y aún
lo es – añadió (le parecía que todo
había pasado y que ahora era todo diferente) -, y me dijo
que en toda ocasión podía acudir a
usted.

Pedro, silencioso, respiraba profundamente mientras la
miraba. Hasta aquel momento la condenaba y procuraba
despreciarla, pero ahora la compadecía de tal manera que
en su alma no había lugar, para la menor
recriminación. .

– Aligra está aquí. Dígale… que
me per…, que me perdone.

Se detuvo y empezó a respirar más
regularmente, pero sin llorar.

– Bueno…, se lo diré… – empezó Pedro;
pero no sabía qué añadir.

Natacha estaba visiblemente asustada de los pensamientos
que podían ocurrírsele a Pedro.

– No. Sé muy bien que todo ha terminado – dijo
ella rápidamente-. No; eso no puede volver jamás.
La única cosa que me tortura es el daño que le he
hecho. Decidle solamente que le pido que me perdone de
todo…

Todo el cuerpo le temblaba. Se sentó en una
silla.

La compasión invadió totalmente el alma de
Pedro.

– Se lo diré, se lo diré; pero quisiera
saber una cosa…

«¿Qué?», preguntó
Natacha con la mirada.

– Quisiera saber si ama usted… – Pedro no sabía
cómo nombrar a Anatolio y se puso colorado
pensándolo -. Si ama usted a aquel mal hombre.

– No le llame mal hombre – exclamó Natacha -. No
sé contestarle.

Se puso a llorar.

El sentimiento de compasión, de ternura, de amor,
se apoderó más vivamente aún de Pedro.
Sentía que las lágrimas empezaban a turbar sus
lentes, y tenía la esperanza de que Natacha no lo
notaría.

– No hablemos más de ello, pues – dijo Pedro.
Natacha sintió extrañeza al oír de pronto
aquella voz dulce, tierna -. No hablemos más de ello, se
lo diré todo. Sólo le pido una cosa:
considéreme como un amigo… y si le conviene que alguien
la ayude, si necesita usted un consejo, si quiere simplemente
abrir el corazón a alguien, no ahora, sino cuando la luz
se haya hecho en su interior, dígamelo. – Le tomó
la mano y se la besó -. Me consideraría tan feliz
si pudiera… – Pedro se calló, confuso.

– No me hable de esta manera porque no lo merezco –
exclamó Natacha. Quería salir de la
habitación, pero Pedro la retuvo por la mano. Sabía
que aún debía decirle otras cosas, pero cuando las
dijo él mismo se admiró de sus palabras.

– ¡Basta, basta! Para vos la vida aún ha de
empezar – dijo él.

– ¿Para mí? No. Para mí todo
está perdido – replicó ella en tono avergonzado y
humilde.

– ¡Todo está perdido! – repitió
Pedro -. Si yo no fuese yo, sino el hombre más apuesto,
más espiritual, el mejor del mundo, si fuese libre, ahora
mismo, de rodillas, pediría su mano y su amor.

Natacha, por primera vez desde hacía muchos
días, lloró de agradecimiento y de ternura y
salió del salón dirigiendo una larga mirada a
Pedro.

Inmediatamente, Pedro corrió a la
antecámara reteniendo las lágrimas de
emoción y de felicidad que le ahogaban. Se entretuvo unos
momentos buscando las mangas de la pelliza, que finalmente se
pudo poner, y se instaló en el trineo.

– ¿Adónde? – preguntó el
cochero.

– ¿Adónde? – repitió Pedro -.
¿Adónde podría ir ahora? ¿Es hora de
ir al círculo? ¿De hacer visitas?

Todos los hombres le parecían miserables, pobres
en comparación con aquel sentimiento de emoción y
de amor que experimentaba, en comparación con aquella
mirada dulcificada, reconocida, que ella le había dirigido
por última vez a través de sus
lágrimas.

– ¡A casa! – dijo, y a pesar de los diez grados
bajo cero se desabrochó la pelliza de piel de oso y
respiró gozosamente a pleno pulmón.

Hacía un frío claro. Por encima de las
calles sucias, medio iluminadas, por encima de los tejados
negros, se elevaba el cielo oscuro, estrellado. Al mirar aquel
cielo era cuando Pedro sentía más intensamente la
bajeza impresionante de las cosas terrenales, en
comparación con la elevación en que se encontraba
su alma. Al entrar en el palacio de Arbat, una gran
extensión de cielo estrellado, oscuro, se desplegaba ante
sus ojos. Casi en el centro del cielo, encima del bulevar
Pretchistenski, un cometa enorme, brillante, rodeado de
estrellas, se distinguía de todas ellas por su proximidad
a la tierra, por su luz blanca y larga cola. Era el cometa de
1812, que, según se decía, anunciaba todos los
terrores del fin del mundo; mas para él, aquella estrella
clara, con su larga cabellera resplandeciente, no anunciaba nada
terrible, sino muy al contrario. Con los ojos humedecidos de
lágrimas, Pedro contemplaba gozoso aquella estrella clara
que con una rapidez vertiginosa recorría, en una
línea parabólica, un espacio incalculable y, como
una flecha, agujereaba la atmósfera en aquel lugar que
había escogido en el cielo sombrío, se
detenía desmelenándose la cabellera y lanzando
rayos de luz blanca entre aquellos astros radiantes. Para
él, aquella estrella parecía corresponder a lo que
había en su alma animosa y enternecida, abierta a una vida
nueva.

Novena
parte

I

Hacia finales de 1811 comenzó el armamento
intensivo y la concentración de fuerzas de la Europa
occidental, y en 1812, estas fuerzas – millones de hombres,
incluyendo a aquellos que transportaban y avituallaban aquel
ejército – avanzaron de Oeste a Este, en dirección
a las fronteras rusas, donde, todavía desde 1811, se
hallaban las tropas del Zar. El l2 de junio, los ejércitos
de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia y la
guerra fue una realidad.

Después de conversar con Pedro en Moscú,
el príncipe Andrés marchó a San Petersburgo
por asuntos particulares, según dijo a su familia, pero en
realidad con la idea de encontrar al príncipe Anatolio
Kuraguin, al que creía necesario provocar. Llegado a San
Petersburgo, averiguó que Kuraguin no se encontraba
allí. Pedro había advertido a su cuñado que
el príncipe Andrés le buscaba. Anatolio Kuraguin
recibió inmediatamente orden del Ministerio de la Guerra y
partió hacia el ejército en Moldavia.

En San Petersburgo, el príncipe Andrés
encontró a Kutuzov, su antiguo general, siempre bien
dispuesto con él, que le propuso llevárselo consigo
al ejército de Moldavia, del que había sido
nombrado generalísimo. El príncipe Andrés,
después de recibir su nombramiento de oficial del Cuartel
General, marchó a Turquía.

El príncipe Andrés no encontraba muy
fácil escribir a Kuraguin para provocarlo sin dar un nuevo
pretexto al desafío. Pensaba que una provocación
por su parte comprometería a la condesa Rostov, y por eso
trataba de hallar una cuestión personal que fuera motivo
suficiente para tener un duelo con Kuraguin. Pero en el
ejército turco no tuvo la fortuna de encontrar a Kuraguin,
que a poco de la llegada del príncipe Andrés
había vuelto a Rusia.

En un país nuevo y bajo nuevas condiciones de
vida, el príncipe Andrés se encontró
más a gusto. Después de la traición de su
prometida, decepción que más le hería cuanto
más ocultaba a todos el efecto que le había
producido, las condiciones de vida en que antes se sentía
feliz se le hicieron penosas, resultándole mucho
más desagradable la libertad y la independencia con las
cuales tan bien se encontraba hasta entonces. No solamente no
mantenía aquellos pensamientos que habían acudido a
su mente por primera vez al mirar el campo de batalla de
Austerlitz, pensamientos de los que le gustaba hablar con Pedro y
que llenaron su soledad en Bogutcharovo y después en Suiza
y en Roma, sino que incluso temía recordarlos por cuanto
le descubrían un horizonte infinito y diáfano.
Entre tanto, el interés inmediato, sin lazos con el
pasado, ocupaba su espíritu, pero cuanto más se
unía a este interés concreto, más las ideas
antiguas se crecían y afirmaban en él. Aquella
bóveda infinita que se alejaba del cielo por encima de
él, de momento parecía transformarse en una
bóveda baja y determinada que le ahogaba, bajo la cual
todo era preciso, sin nada eterno ni misterioso.

De las funciones a que podía dedicarse, el
servicio militar era la más sencilla y la más
conveniente. Como general agregado al Estado Mayor de Kutuzov, se
ocupaba con perseverancia y celo de los asuntos, dejando admirado
al generalísimo por la exactitud y fervor con que
ejecutaba su trabajo. No encontrando a Kuraguin en
Turquía, el príncipe Andrés no creyó
necesario correr detrás de él por toda Rusia;
sabía que un día a otro lo encontraría y
que, a pesar del desprecio que por aquel hombre sentía, a
pesar de todas las razones que tenía para considerar
indigno el rebajarse a luchar con él, comprendía
que, si lo encontraba, no podría evitar provocarlo, del
mismo modo que el hambriento no puede dejar de coger el trozo de
pan que encuentra en su camino. La conciencia de no haber podido
vengar aquella ofensa, de tener todavía la rabia en el
corazón, envenenaba aquella calma ficticia que el
príncipe Andrés conservaba en Turquía, bajo
la apariencia de una actividad ambiciosa y vana.

En 1812, cuando la noticia de la guerra contra
Napoleón llegó a Bucarest – donde Kutuzov
pasó seis meses, día y noche, con su amante, una
valaca -, el príncipe Andrés pidió al
generalísimo que lo destinara al ejército del
Oeste. Kutuzov, que ya empezaba a cansarse de la actividad de
Bolkonski, ya que parecía un reproche constante a su
ociosidad, le dejó marchar de buena gana con una
misión para Barclay de Tolly.

II

A últimos de junio llegó el
príncipe Andrés al Cuartel General. Las tropas del
primer cuerpo de ejército, en el que se encontraba el
Emperador, hallábanse dispersas por el campamento de
Drissa. Las del segundo retrocedían para unirse a las del
primero, del que se decía que habían sido separadas
por las fuerzas francesas.

Todos, en el ejército ruso, estaban descontentos
de la marcha de la guerra, pero nadie creía en el peligro
de invasión de las provincias rusas, pues no podían
suponer que la guerra fuera llevada más allá de las
provincias de la Polonia occidental.

El príncipe Andrés se había reunido
a Barclay de Tolly en la ribera del Drissa. Como no
existía ni un solo pueblo grande o una ciudad en los
alrededores del campamento, los numerosos generales y cortesanos
que seguían al ejército se hallaban instalados en
las casas más confortables de la comarca, en una zona de
diez verstas a ambas orillas del río. Barclay de
Tolly se encontraba a cuatro verstas del
Emperador.

Recibió a Bolkonski fríamente, con
sequedad, diciéndole con su acento alemán que
hablaría de él con el Emperador y rogándole
que, entre tanto, quedara en su Estado Mayor. Anatolio Kuraguin,
a quien el Príncipe esperaba encontrar en el
ejército, no estaba allí. Había ido a San
Petersburgo.

Antes de empezar la campaña, Nicolás
Rostov recibió una carta de sus parientes,
explicándole brevemente la enfermedad de Natacha y su
ruptura con el príncipe Andrés – cuya causa
atribuían a una negativa de Natacha -, rogándole,
además, que presentara su dimisión y volviera a
casa.

Nicolás, después de recibir aquella carta,
ni siquiera intentó obtener una licencia o el retiro; se
limitó a escribir a sus padres lamentando vivamente la
enfermedad de Natacha y la ruptura de sus relaciones,
añadiendo que haría cuanto estuviera en su mano
para atender a sus deseos. Escribió particularmente a
Sonia:

«Adorada amiga de mi alma:

»Nada, fuera del honor, podría retenerme
aquí, pero ahora, antes de empezar las hostilidades, me
consideraría deshonrado no sólo con respecto a mis
compañeros, sino ante mis propios ojos, si prefiriera mi
propia felicidad al deber y al amor de la patria. Sin embargo,
ésta es la última separación. Ten por cierto
que, después de la guerra, si todavía vivo y
tú me quieres aún, correré a tu lado para
estrecharte para siempre contra mi pecho
enamorado.»

En efecto, sólo el principio de la guerra
retenía a Rostov, impidiéndole partir para casarse
con Sonia, como se lo había prometido.

En otoño, en Otradnoie, con sus cacerías;
el invierno, con las fiestas navideñas y el amor de Sonia,
le mostraban la perspectiva del dulce bienestar de un
gentilhombre y de una calma que antes no conocía pero que
le atraía poderosamente.

«¡Una dulce esposa, hijos, una
traílla de perros corredores, diez o doce parejas de
galgos, los trabajos del campo, los vecinos y las funciones
electivas!», he aquí lo que pensaba.

Pero ahora estaban en guerra y era necesario continuar
en el regimiento, y aunque aquella perspectiva le atrajera,
Nicolás Rostov, por su carácter, estaba satisfecho
de la vida que llevaba y que sabía hacerse
agradable.

De vuelta de su permiso y recibido con gran
alegría por sus compañeros, Nicolás fue
destinado a la remonta, en la pequeña Rusia, de la que
volvía con magníficos caballos que le
enorgullecían y que le merecieron la felicitación
de sus jefes. Durante su ausencia había sido ascendido a
capitán, y cuando el regimiento, en pie de guerra,
completó sus cuadros, recibió de nuevo el mando de
su antiguo escuadrón.

Había empezado la campaña. Su regimiento
fue enviado a Polonia, percibiendo doble sueldo. Llegaban nuevos
oficiales, nuevos hombres y más caballos, y la excitante y
alegre impresión que acompaña el principio de la
guerra se manifestaba por todas partes. Rostov, viendo su
ventajosa situación en el regimiento, se entregaba
totalmente a los placeres y a los intereses de la vida militar,
aunque sabía que, más tarde o más temprano,
tendría que dejarla.

Las tropas se alejaban de Vilna por diversas y
complicadas causas de Estado, de política y de
táctica. Cada retroceso se traducía, en el Estado
Mayor, en un complicado juego de intereses, proyectos y pasiones.
Para los húsares del regimiento de Pavlogrado, aquella
marcha en la mejor época del verano y con abundantes
provisiones era lo más sencillo y divertido. El fastidio,
el nerviosismo, la crítica, sólo tenía
objeto en el Cuartel General, pero en el ejército nadie se
preguntaba cómo y por qué retrocedían. Si
lamentaban la marcha era sólo porque debían dejar
el alojamiento a que se habían acostumbrado, o a alguna
mujer bonita; y si a alguien se le ocurría que las cosas
andaban mal, tal como corresponde a un militar valiente, el que
había tenido aquella idea procuraba mostrarse alegre y no
pensar más en la marcha general de aquellas
cuestiones.

Al principio, el tiempo transcurría muy divertido
cerca de Vilna, donde todo se reducía a entablar
conocimiento con los propietarios polacos en las revistas del
Emperador o de otros jefes importantes. Luego llegó la
orden de retirarse de Sventziany y de destruir todas las
provisiones que fuera imposible llevarse. Sventziany dejó
memorable recuerdo en los húsares, como «campamento
de los borrachos», como llamaba todo el ejército al
alto efectuado cerca de aquella ciudad, porque allí hubo
muchas quejas contra las tropas, que, aprovechando la orden de
tomar las provisiones de casa de los campesinos, se llevaron
caballos, coches y alfombras de los hacendados polacos. Rostov
recordaba a Sventziany porque al entrar en este pueblo
arrestó a un sargento y no pudo dominar a sus soldados
borrachos por haber robado cinco barriles de cerveza
vieja.

De Sventziany retrocedieron hasta Drissa, y de Drissa se
retiraron hasta alcanzar las fronteras rusas.

El 13 de julio, los de Pavlogrado tuvieron su primera
acción.

El día 12, víspera de la batalla, durante
la noche estalló una fuerte tormenta con granizo. El
verano de 1812 en general fue muy tempestuoso.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado vivaqueaban
entre unos campos de cebada, pisoteados y destrozados por
soldados y caballos. Llovía torrencialmente. Rostov, con
Ilin, un joven oficial al que protegía, se hallaban
sentados bajo un cobertizo rápidamente construido. Un
oficial de su regimiento, con grandes bigotes, que volvía
del Estado Mayor y al que la lluvia había sorprendido a
mitad del camino, acercándose a ellos, le dijo:

– Conde, vengo del Estado Mayor. ¿Ha oído
usted hablar de la hazaña de Raievsky? – y seguidamente el
oficial comenzó a contar los detalles de la batalla de
Saltanovka como la relataban en el Estado Mayor.

Rostov, levantándose el cuello, que se le mojaba,
fumaba en pipa y, sin prestar mucha atención a lo que
oía, miraba de vez en cuando al joven oficial Ilin, que se
sentaba a su lado. Era este oficial un muchacho de
dieciséis años, lo que él había sido
para Denisov siete años antes. Ilin procuraba imitar en
todo a Rostov y estaba enamorado de él igual que de una
mujer.

El oficial de los grandes bigotes, Zdrjinski, contaba,
emocionado, la hazaña de Raievsky, que había
realizado un acto digno de la antigüedad clásica,
pues la acción de Saltanovka fue la de las
Termópilas rusas.

Zdrjinski contaba cómo Raievsky,
acercándose con sus dos hijos al parapeto, se había
lanzado al ataque con ellos. Rostov escuchaba el relato, pero no
procuraba animar el entusiasmo de Zdrjinski, sino que, por el
contrario, hacía el efecto de un hombre avergonzado por lo
que se le explica, aunque no tuviera la más pequeña
intención de objetar nada. Rostov, después de las
campañas de Austerlitz y de 1807, sabía por propia
experiencia que cuando se cuentan aventuras siempre se miente,
como mentía él cuando las contaba; por otra parte,
tenía bastante experiencia para saber que en la guerra no
pasa nunca nada del modo que nos lo imaginamos y del modo que se
cuenta. Por eso le disgustaba el relato de Zdrjinski y el propio
Zdrjinski, que, con su bigote y siguiendo su costumbre, se
acercaba mucho a su interlocutor, empujándole hacia el
pequeño cobertizo. Rostov le miraba en
silencio.

«Primeramente, sobre el parapeto, sería
tanta la confusión que si Raievsky hubiera llevado consigo
a sus dos hijos, excepto una docena de hombres de los que
más cerca de él estaban, nadie hubiera podido darse
cuenta -pensaba Rostov-. Los demás no podían ver
cuándo ni con quién saltaba Raievsky el parapeto.
Incluso los que lo hubieran visto no se hubiesen sentido muy
entusiasmados, pues ¿qué interés les
despertarían los tiernos y paternales sentimientos de
Raievsky, preocupados como estarían por salvar su propia
piel? Además, que del hecho de que se apoderaran o no del
parapeto de Saltanovka no dependía, como en las
Termópilas, la suerte de la patria. ¿Por qué
aquel sacrificio? ¿Por qué mezclar a los hijos con
la guerra? Yo no sólo no me llevaría a Petia, sino
que ni a Ilin, este muchacho tan bueno, al que procuraría
dejar en lugar seguro», continuaba pensando Rostov mientras
oía a Zdrjinski. Pero no expresaba sus pensamientos; su
experiencia se lo vedaba, pues sabía que aquel relato
contribuía a la gloria del ejército y, por esta
razón, no podía dudarse de él.

– Yo no puedo ya más – dijo Ilin, que
advirtió que la narración de Zdrjinski enojaba a
Rostov-. Las medias, la camisa, todo yo estoy mojado. Voy a
buscar algún sitio donde resguardarme, pues creo que la
lluvia disminuye.

Ilin salió, partiendo también Zdrjinski.
Al cabo de cinco minutos, Ilin, con barro hasta la nariz,
entró en el cobertizo.

– ¡Hurra! Corramos, Rostov. ¡Ya lo he
encontrado! A doscientos pasos de aquí hay una
hostería; los nuestros están allí todos. Nos
secaremos. Además, también está María
Henrikovna.

María Henrikovna era la esposa del médico
del regimiento, una alegre alemana con la cual el doctor se
había casado en Polonia. El doctor, sea por falta de
recursos, sea porque en los primeros tiempos no quería
separarse de su mujer, hacía que le siguiera con el
regimiento, siendo los celos del médico el tema habitual
de distracción para los oficiales de
húsares.

Rostov, echándose el capote a la espalda,
mandó a Lavruchka que le llevara sus cosas a la
portería, y después, acompañado de Ilin,
echó a andar por el barro, bajo la lluvia que
disminuía, y en la noche oscura, que el resplandor de los
relámpagos alumbraba a intervalos. De vez en cuando se
decían:

– ¿Dónde estás, Rostov?

-Aquí. ¡Qué relámpagos!,
¿eh?

III

A las tres de la madrugada, cuando todavía nadie
había dormido, llegó un sargento con la orden de
marchar hacia Ostrovna.

Sin dejar de hablar y reír, los oficiales se
vistieron rápidamente. Prepararon de nuevo el samovar con
agua sucia, pero Rostov, sin aguardar al té, marchó
con su escuadrón. La lluvia había cesado y las
nubes se dispersaban. Empezaba a salir el sol. Se sentía
la humedad y el frío, particularmente al contacto de sus
uniformes a medio secar.

Al salir del mesón, Rostov e Ilin, a la indecisa
luz del alba, dieron ambos una ojeada al interior del coche del
doctor, que rezumaba agua por todas partes, y por debajo del
toldo vieron las piernas del doctor y al fondo, sobre una
almohada, una gorra de dormir femenina, mientras se oía
respirar pausadamente.

-Te lo aseguro: es bonita, pero de verdad – dijo Rostov
a Ilin, que le seguía.

– Una delicia – replicó Ilin con la gravedad de
sus dieciséis años.

Al cabo de una media hora, el escuadrón,
correctamente formado, estaba en la carretera. Se oyó
gritar al corriandante: «¡A caballo!» Los
soldados, santiguándose, cabalgaron detrás de
Rostov, que había dado la orden de marchar, en
formación de a cuatro, con ruido de herraduras sobre la
tierra mojada, chirridos de sables y rumor de conversaciones en
voz baja, sobre la ancha carretera, rodeada de árboles,
siguiendo los húsares a la infantería y a la
artillería, que marchaban delante.

Las nubes, de un azul violáceo, volvíanse
de púrpura bajo el sol, mientras la brisa las
barría. Avanzaba el día. Ya se distinguían
limpiamente las hierbas, húmedas de la lluvia nocturna,
que siempre orillan los caminos vecinales. Las ramas de los
árboles, todavía muy mojadas, eran sacudidas por el
viento, goteando de ellas agua limpia.

Las caras de los soldados se iban dibujando poco a poco.
Rostov pasaba entre dos filas de árboles con Ilin, que
seguía a su lado.

En campaña se permitía la libertad de
montar un caballo cosaco y no el de reglamento que
correspondía. Pero Rostov, conocedor y gran aficionado, se
había procurado un magnífico caballo del Don, alto
y de estampa, que no tenía rival. Para Rostov era un
placer montar aquel caballo. Pensaba en el animal, en la
madrugada, en la esposa del doctor, y ni una sola vez en el
peligro que le aguardaba.

En otras ocasiones, cuando Rostov marchaba al ataque,
sentía miedo; ahora no sentía nada parecido. No
tenía miedo, no porque se hubiera acostumbrado al fuego –
nunca el hombre puede acostumbrarse al peligro -, sino porque
sabía dominar su alma. Habíase acostumbrado a
pensar en todo cuando iban al ataque, excepto en aquello que
parecía lo más esencial: el peligro inminente. En
sus primeros tiempos de servicio, a pesar de sus esfuerzos y de
reprocharse continuamente su cobardía, no podía
dominarse, pero ya había aprendido con los años.
Ahora, marchando con Ilin entre los árboles, cabalgaba con
actitud tranquila y tan despreocupado como si fuera de paseo. De
vez en cuando rompía las ramas que le venían a la
mano; otras, tocaba con el pie a su caballo; también otras
ofrecía, sin volverse, su pipa al húsar que le
seguía, para que se la llenara. Todo para no mirar la cara
de Ilin, que, nervioso, hablaba mucho. Conocía por
experiencia aquel estado de inquietud, de espera y de miedo de
morir en que se encontraba Ilin, sabiendo, además, que
sólo el tiempo acabaría
curándole.

Cuando sobre el cielo puro apareció el sol,
calmóse el viento, como si no quisiera turbar aquella
mañana de verano después de la tempestad.
Todavía caían gotas, pero muy escasamente, mientras
todo se calmaba. El sol, ya sobre el horizonte, se
escondió detrás de una nube larga y estrecha; pocos
minutos después, desgarrando aquella nube, apareció
más claro todavía por encima de la masa oscura.
Todo se aclaraba brillando por aquel resplandor al que, como si
quisieran saludar, dispararon algunos cañones.

Rostov no había tenido tiempo de reflexionar ni
tan sólo de calcular la distancia a que se
encontrarían aquellos cañones, cuando el ayudante
de campo del conde Osterman Tolstoy llegó a galope de
Vitebsk con la orden de ponerse al trote por la
carretera.

El escuadrón pasó delante de la
infantería y de la batería, que,
apresurándose, bajaban de la colina, y, pasando a
través de un pueblo que sus habitantes habían
abandonado, volvieron a encontrarse en la montaña. Los
caballos empezaron a cubrirse de sudor, y los hombres se hallaban
ya muy excitados.

– ¡Alto! ¡En línea! – ordenó
el jefe que iba delante -. ¡A la izquierda! ¡Mar! -Y
los húsares pasaron al flanco izquierdo de la
posición, situándose detrás de los ulanos,
que cubrían la primera fila. A la derecha se encontraba
una fuerte columna de infantería: era la reserva.
Más arriba, en la montaña, se divisaban, en aquel
aire tan puro y bajo la luz oblicua, como recortados en el
horizonte, los cañones rusos. Del valle llegaba el rumor
de los soldados rusos, que habían empezado la lucha y
alegremente tiroteaban al enemigo.

Estos sonidos, que Rostov no oía, hacía ya
mucho tiempo, animáronle como si fuera la música
más divertida. «Ta, ta, ta, ta…». Se
oían muchos tiros, a veces simultáneamente; otras,
espaciados. Después, otra vez quedaba todo en silencio,
hasta que de nuevo empezaba el estallido de los cohetes, porque
tal impresión le producía.

Los húsares estuvieron casi una hora en el mismo
lugar; entre tanto, comenzaba el cañoneo. Pasó el
conde Osterman, con su séquito, por detrás del
escuadrón, y después de hablar con el jefe del
regimiento siguieron hacia arriba, hacia la montaña, donde
se encontraban los cañones.

Cuando Osterman se hubo marchado dióse a los
ulanos la orden de:

– ¡En columna! ¡Al ataque!

La infantería dejó paso a la
caballería. Los ulanos, empuñando las picas
vacilantes, bajaron al trote por la ladera, lanzándose
contra la caballería francesa, que aparecía por el
flanco izquierdo.

Dióse orden a los húsares, cuando los
ulanos hubieron partido, de que ocuparan su lugar, cubriendo la
batería. Mientras cumplían las órdenes,
silbaban las balas lejanas, sin llegar, empero, ninguna a la
línea que cubrían.

Aquel ruido, que Rostov no había oído
desde hacía tanto tiempo, le alegraba, excitándole
más que los cañonazos. Sé levantaba sobre
los estribos para examinar el campo de batalla, que desde la
montaña se descubría, participando con toda su alma
en las evoluciones de los ulanos. Estas tropas se encontraban ya
muy cerca de los dragones franceses. En medio del humo se produjo
una gran confusión. Al cabo de cinco minutos pudo verse a
los ulanos galopando hacia sus bases de salida. Entre los ulanos,
montados en caballos alazanes, y detrás veíase como
una gran masa el uniforme azul de los dragones franceses, que
montaban caballos grises.

IV

Rostov, con sus penetrantes ojos de cazador, fue uno de
los primeros en darse cuenta de que los dragones franceses
perseguían a los ulanos. La formación de
éstos había sido rota y los dragones franceses, sus
perseguidores, iban acercándose. Podía verse a
aquellos hombres que parecían tan pequeños, al pie
de la colina, cómo se atacaban los unos a los otros y
cómo blandían brazos y sables.

Rostov miraba lo que pasaba allá abajo como quien
mira una cacería. Comprendía que si en aquel
momento se lanzaba sobre los dragones franceses, no le
resistirían, pero en caso de decidirse a hacer tal cosa
debía hacerla enseguida, pues de lo contrario sería
demasiado tarde. Miró a su alrededor; el capitán
encontrábase a dos pasos sin apartar tampoco los ojos de
la caballería que allá abajo se
divisaba.

-Andrés Sebastianitch – dijo Rostov -,
podríamos aplastarlos.

– Sería una buena hazaña. ¿Lo
intentamos?

Rostov, sin terminar de oírle, espoleó a
su caballo, colocándose delante del escuadrón. No
había dado la orden cuando todo el escuadrón, que
experimentaba un sentimiento igual al suyo, se conmovió
detrás de él. Rostov mismo ignoraba cómo y
por qué hacía aquello. Obraba igual que en una
cacería, sin reflexionar, sin calcular. Veía que
los dragones estaban cerca, que corrían, que estaban
desorganizados, y sabía que resistirían.
Sabía que aquel momento era único, que no
volvería a presentarse y que debía aprovecharlo.
Las balas silbaban a su alrededor tan excitantes, su caballo
piafaba con tal ardor, que no podía contenerle.
Aflojó las bridas, dio una orden, oyendo al mismo tiempo
el ruido que el escuadrón hacía al marchar al
trote. Empezó a descender por el torrente hacia abajo. No
habían andado muchos pasos cuando, involuntariamente, el
trote del regimiento se transformó en un galope qué
crecía a medida que se acercaban a los ulanos y a los
dragones franceses que les perseguían.

Los dragones se encontraban muy cerca. Los que iban
delante, en cuanto se dieron cuenta de la presencia de los
húsares, volvieron grupas. Los que se encontraban
más atrás, detuviéronse. Rostov, con el
mismo espíritu con que corría para cortar la
retirada al lobo, dejó flotando la brida de su caballo del
Don y corrió a cortar el camino a los dragones franceses,
que habían perdido la formación. Un ulano se
detuvo. Un soldado de infantería se arrojó al suelo
para no ser aplastado; un caballo sin jinete corría entre
los húsares. Casi todos los dragones franceses
huían. Rostov, luego de elegir uno que montaba un caballo
azulado, empezó a perseguirlo. Chocó contra una
raíz, el caballo saltó por encima del
obstáculo y Nicolás tuvo grandes dificultades para
mantenerse en la silla; sin embargo, un instante después,
luchaba contra el enemigo que había elegido. Aquel
francés, probablemente un oficial a juzgar por el
uniforme, galopaba tendido sobre su caballo, al que excitaba con
el sable. Su caballo estuvo a punto de ser derribado por el de
Rostov al chocar el pecho del de éste contra la grupa del
otro. Entonces Rostov, sin saber exactamente lo que hacía,
tiró de su sable e hirió al
francés.

En aquel mismo instante, toda la animación de
Rostov desapareció de improviso. El oficial había
caído no tanto por el efecto del sablazo, que le dio de
refilón en el codo, como por el topetazo del caballo y del
miedo sufrido. Rostov, mientras contenía a su caballo,
buscaba con los ojos al enemigo que había herido. El
oficial francés saltaba con un pie en el estribo y el otro
en el suelo y miraba con espanto a Rostov. De rostro
pálido, de pelo rubio, joven, con la barbilla de un
niño, cubierto por completo de barro, no producía
la impresión de un hombre de guerra en campo de batalla,
sino la de un hombre completamente normal. Antes de que Rostov
hubiera decidido lo que debía hacer, el oficial
gritó:

– ¡Me rindo!

Y muy apurado trataba de sacar el pie del estribo, sin
que lo consiguiera, mientras miraba a Rostov con sus azules y
espantados ojos. Los húsares ayudáronle a librar su
pie del estribo y le subieron de nuevo a la silla. Los
húsares se batían en muchos lugares con los
dragones; un herido, con la cara llena de sangre, no dejaba mover
a su caballo. Otro, montado en la grupa del caballo de un
húsar, luchaba como una fiera, sin armas. Un
tercero acomodábase en la silla ayudado por un
húsar.

La infantería francesa acudió disparando.
Los húsares se retiraron a toda prisa llevándose
los prisioneros. Rostov siguió a todos con el
corazón encogido por un sentimiento desagradable. Algo
vago, confuso, que no podía explicarse, habíase
despertado en él con la captura del oficial francés
y con el sablazo que le había propinado.

El conde Osterman Tolstoy se encontró con los
húsares que volvían. Llamó a Rostov, al que
dio las gracias, diciéndole que pondría en
conocimiento del Emperador su acto de heroísmo y le
propondría para la cruz de San Jorge. Cuando Rostov fue
llamado por el conde Osterman, recordó que había
efectuado aquel ataque sin órdenes de nadie y creyó
que el jefe le mandaba llamar para decirle lo que hacía al
caso; por ello las halagadoras palabras de Osterman y la promesa
de una condecoración deberían haberle causado una
mayor sorpresa. Pero, sin embargo, aquel sentimiento le turbaba
interiormente. «¿Qué es lo que me atormenta?
– se preguntaba al separarse del general -. ¿Por
qué pienso en Ilin? No, está bueno y sano.
¿He hecho algo vergonzoso? Tampoco.» Algo parecido,
sin embargo, a un remordimiento le atormentaba.

«Sí, sí, aquel oficial con cara de
niño…. Me acuerdo de cómo mi brazo se me ha
paralizado al levantarlo.»

Rostov vio a los prisioneros y los siguió para
ver al francés. Tenía un hoyuelo en la barbilla.
Con su uniforme extranjero montaba el caballo de un húsar,
mientras miraba con ojos de espanto a su alrededor. Su herida no
tenía importancia. Dirigió una sonrisa a Rostov y
con la mano le hizo un ligero saludo. Rostov se sintió
feliz a la vez que avergonzado. Todo aquel día y el
siguiente, los amigos y los compañeros de Rostov
observaron que, sin estar enfadado, ni mucho menos malhumorado,
seguía callado, pensativo, silencioso, bebía sin
ganas, procurando quedarse solo, sin abandonar su talante
preocupado.

Rostov pensaba continuamente en su acto de guerra, que,
con gran extrañeza por su parte, le valía la cruz
de San Jorge y la reputación de valiente y en el que
había algo que no podía comprender en modo alguno.
«Así, pues, ¿son todavía más
cobardes que nosotros? ¿Hice aquello por la patria?
¿Y qué culpa tiene el oficial de los ojos azules y
cara de niño? ¡Qué miedo tenía!
¡Creyó que le iba a matar! ¿Y por qué
había de hacerlo? Mi mano temblaba, y me dan la cruz de
San Jorge. No acabo de comprenderlo.»

Pero mientras Nicolás planteábase estas
preguntas, sin que pudiera darse cuenta de lo que le
conmovía tanto, la rueda de la fortuna giraba a su favor.
Fue ascendido después de la acción de Ostrovna,
confiándosele un batallón de húsares, y
siempre que se precisaba un oficial valiente para alguna
misión, se le requería a él.

V

Todos los domingos, algunos amigos íntimos
comían en casa de los Rostov. Pedro fue a su casa
esperando encontrarlos solos. Pedro había engordado aquel
año de tal modo que hubiera resultado horrible de no
poseer aquella estatura, aquellos sus miembros tan fuertes y no
llevar con tan gran facilidad su carga. Subió, sin
embargo, la escalera resoplando y murmurando algo. El cochero ya
no le preguntó si debía aguardarlo; sabía
que su señor estaría hasta medianoche en casa de
los Rostov.

Los criados se apresuraron a quitarle el abrigo y
recoger su bastón y su sombrero. Pedro, por costumbre de
clubman, dejó el sombrero y el bastón en
la antesala. La primera persona que vio en casa de los Rostov fue
a Natacha. Antes de verla, mientras se quitaba el abrigo, la
había oído hacer escalas al piano. Como
sabía que desde su enfermedad no cantaba, el sonido de su
voz, aunque le produjo un sentimiento de extrañeza, le
alegró. Abrió la puerta despacio, viendo a Natacha,
con su traje de color lila, que se paseaba por la
habitación cantando. Cuando abrió la puerta,
Natacha estaba de espaldas, por cuyo motivo no le vio, pero al
volverse, cuando descubrió la mirada curiosa de Pedro,
enrojeció y se le acercó vivamente.

– Estoy haciendo esfuerzos para recuperar mi voz -dijo-.
Al fin y al cabo, no deja de ser un pasatiempo –
añadió, como excusándose.

– Muy bien.

– ¡Qué contenta estoy de que haya venido!
¡Soy muy feliz hoy! – advirtió, animada como
hacía mucho tiempo no la veía Pedro -. ¿Sabe
usted, Pedro? Nicolás ha sido condecorado con la cruz de
San Jorge. ¡Me siento tan orgullosa por ello!

– Sí, yo fui quien les mandó la orden.
Pero no quiero estorbarla-añadió, mientras
hacía acción de pasar a la sala, pero Natacha le
detuvo.

– Conde, ¿cree que hago mal en cantar? – dijo
ruborizándose, aunque sin bajar los ojos, mientras le
miraba interrogativamente.

-No… ¿Por qué…? Al contrario… Pero
¿por qué me lo pregunta?

– Ni yo misma lo sé. Pero no quisiera hacer nada
que pudiera molestarle – respondió precipitadamente -.
Tengo una gran confianza en usted. No sabe la importancia que
tiene para mí; y todo lo que ha hecho por mí –
hablaba deprisa, sin darse cuenta de que Pedro enrojecía
oyéndola -. En la misma orden que nos ha mandado usted he
visto que él, Bolkonski – pronunció el nombre
rápidamente y a media voz -, está en Rusia y de
nuevo en el servicio. ¿Cree usted que me perdonará
alguna vez? ¿Me odiará? ¿Qué le
parece? – dijo apresuradamente, tumultuosamente, por miedo a
desfallecer.

-Me parece… que no tiene que perdonarle nada… Si yo
fuera él…

Por asociación de ideas, Pedro se trasladó
momentáneamente al día en que, para consolarla,
habíale dicho que si él fuera el mejor hombre del
mundo, y libre, pediría su mano de rodillas, y el mismo
sentimiento de ternura y de amor le dominó, mientras sus
labios iban a pronunciar las mismas palabras. Ella, empero, no le
dio tiempo de hablar.

– Sí, usted, usted – dijo Natacha, pronunciando
las palabras con entusiasmo-, usted es distinto: mejor,
más magnánimo y más generoso que usted, no
conozco hombre alguno, y no creo que pueda existir. Si entonces
usted no hubiera aparecido, si ahora mismo no se encontrara
aquí, no sé qué haría, porque… – Se
le llenaron los ojos de lágrimas, se volvió y,
acercando a sus ojos un fragmento de música, afinó
y otra vez empezó a pasear por la sala.

En aquel momento, Petia apareció corriendo en el
salón. Se había convertido en un mozarrón de
quince años, muy fuerte y estirado, y, con los labios muy
rojos, parecíase extraordinariamente a Natacha. Se
preparaba para ingresar en la Universidad, pero
últimamente, con su compañero Obolenski,
habían decidido ser húsares.

Petia habló de todo ello con su homónimo.
Le había pedido que se informara de si le
aceptarían en los húsares. Pedro paseaba por el
salón sin oír a Petia, que le tiraba de la manga
para obligarle a prestar atención.

– ¿Cómo están mis asuntos, Pedro
Kirilovitch? Dígamelo. Usted es mi última esperanza
– dijo Petia.

– ¡Ah, sí, la cuestión de los
húsares! Ya me informaré, ya me informaré.
Hoy mismo lo sabré todo.

– Querido amigo, ¿ha conseguido usted el
manifiesto? – preguntó el Conde -. La Condesa ha ido a
misa a la capilla de los Razumovski, donde ha oído la
nueva oración, que dicen que está muy
bien.

– Sí, sí, tengo el manifiesto –
respondió Pedro -. El Emperador llegará
mañana; se reunirá una asamblea extraordinaria de
la nobleza; dicen que se pedirá un alistamiento
supernumerario. Le felicito por la cruz de
Nicolás.

– Gracias, Conde, que el Señor sea alabado.
¿Qué se dice en el ejército?

– Los nuestros han retrocedido de nuevo; dicen que se
encuentran sobre Smolensk.

– ¡Dios mío, Dios mío! –
exclamó el Conde -. ¿Tiene el
manifiesto?

– ¿El manifiesto? ¡Ah, sí! – Pedro
empezó a buscar en sus bolsillos, pero sin lograr dar con
el papel. Mientras buscaba en sus bolsillos, besó la mano
a la Condesa, que acababa de entrar en el salón. Al mismo
tiempo miró en torno suyo muy inquieto al ver que Natacha
no aparecía en el salón, a pesar de no seguir
cantando.

– ¡Palabra que no sé dónde lo he
metido! – dijo.

– Todo lo pierde – explicó la Condesa.

Natacha entró con el rostro emocionado, dulce, y
sentóse silenciosamente, mirando a Pedro. En cuanto ella
apareció, aclaróse la fosca cara de Pedro. La
miró muchas veces mientras seguía buscando en sus
bolsillos.

– Volveré a casa, pues debo habérmelo
dejado allí.

– No tendrá tiempo antes de comer.

– El cochero ha marchado ahora precisamente.

Sonia, que había salido a la antecámara a
ver si encontraba el papel, lo descubrió en el sombrero de
Pedro, donde cuidadosamente lo había dejado. Pedro
trató de leerlo.

– No, después de comer – dijo el Conde, que
parecía prometerse un gran placer con aquella
lectura.

En la comida, bebieron champaña a la salud del
nuevo caballero de San Jorge. Se habló de los rumores que
circulaban por la ciudad: la enfermedad de la vieja princesa
Georgina; la salida de Metivier de Moscú; la
detención de un viejo alemán enviado a Rostopchin,
que declaró que era un champignon – esto lo
explicaba el propio Rostopchin -y al que se ordenó poner
en libertad, mientras se decía al pueblo que no era un
champignon, sino simplemente un viejo
alemán.

– Sí, sí, se efectúan detenciones.
Yo he advertido ya a la Condesa que no hable tanto en
francés; no es éste el momento.

– ¡Ah!, ¿ya lo sabe? El príncipe
Galitzin ha tomado un preceptor ruso. Ahora aprende ruso. Empieza
a ser peligroso hablar francés por las calles.

– Conde Pedro Kirilovitch, cuando movilicen a la milicia
se verá usted obligado a montar a caballo – dijo el viejo
Conde dirigiéndose a Pedro.

Pedro había permanecido silencioso durante toda
la comida.

Como no comprendía lo que se le decía,
miró al Conde.

– ¡Ah, sí, sí, la guerra…!
¡Pero no, qué soldado haría yo! ¡Todo
es muy extraño, muy extraño! Ni yo mismo lo
entiendo, ni yo lo sé. No tengo ninguna afición a
la milicia, pero en los tiempos en que nos encontramos nadie
puede asegurar nada.

Al terminar de comer, el Conde se instaló
cómodamente en su sillón y con rostro muy serio
pidió a Sonia, que tenía la reputación de
ser una lectora consumada, que leyera el manifiesto.

– «A Moscú, nuestra primera capital: El
enemigo, con fuerzas considerables, ha entrado en Rusia. Quiere
arruinar a nuestra bien amada patria» – leía Sonia
con su vocecita. El Conde escuchaba con los ojos cerrados, y en
muchos pasajes exhalaba profundos suspiros. Natacha,
rígida en su silla, miraba alternativamente los rostros
del Conde y de Pedro. Éste, que notaba sobre sí
aquella mirada, procuraba no volverse. La Condesa, después
de cada expresión solemne del documento, inclinaba la
cabeza con aire de disgusto y recriminación. En todas
aquellas palabras sólo veía la Condesa una cosa:
que los peligros que rodeaban a su hijo no llevaban camino de
acabarse.

Después de haber leído lo que se
decía sobre «los peligros que amenazaban a Rusia y
las esperanzas que el Emperador tenía en Moscú, y
particularmente en su nobleza», Sonia, con un temblor en la
voz producido por la atención con que era escuchada,
leyó las últimas palabras: «Sin descanso
permaneceremos en medio de nuestro pueblo, en esa capital o en
otros lugares de nuestra tierra, para aconsejar y guiar a todas
nuestras milicias, igual que a las que hoy obstruyen el camino al
enemigo que a las que mañana se formarán para
combatirlo en cualquier lugar en que se le encuentre. Que la
perdición a la que ha soñado llevarnos se vuelva
contra él, para que Europa, libre de la esclavitud,
glorifique el nombre de Rusia.»

– ¡Muy bien, eso es! – exclamó el Conde
abriendo sus humedecidos ojos, e interrumpiéndose muchas
veces por su asma, añadió: Que el Emperador
pronuncie una palabra y todo lo sacrificaremos sin conservar
nada.

– ¡Qué bello, papá! – dijo Natacha
mientras le abrazaba, mirando de nuevo a Pedro con aquella
inconsciente coquetería que se apoderaba de ella cuando se
sentía animada.

– ¿Han observado ustedes – notó Pedro –
que en el manifiesto se dice «por consejo
general»?

– Bueno, ¿qué importa, sea como
fuere?

En aquel momento, Petia, del cual nadie hacía
caso, se acercó a su padre y muy encendido, con voz entre
grave y aguda y unas veces grave y otras aguda, le
dijo:

-Padre, te pido a ti y a mamá también que
me dejéis entrar en el ejército, porque no puedo
más…

La Condesa dirigió sus espantados ojos al cielo,
golpeóse las manos y dirigiéndose a su marido
exclamó:

– ¡Vaya, te has lucido!

El Conde se repuso enseguida y
replicó:

– Está bien, está bien. ¡Otro que me
sale soldado! Tonterías, déjate de historias; lo
que has de hacer es estudiar.

– No son tonterías, papá. Fedia Obolenski,
que es más joven que yo, ya está a punto de partir
para el ejército. Lo demás es inútil, no
puedo aprender nada mientras… – Petia se detuvo y, encendido
hasta las orejas pero valiente, prosiguió -: ¡La
patria está en peligro!

– Bueno, basta de idioteces…

– ¡Pero si tú acabas de decir que lo
darías todo!

– Petia, cállate – exclamó el Conde
mientras miraba a su mujer, que, pálida, no apartaba los
ojos de su hijo menor.

– Te digo, papá, que… Mira, Pedro Kirilovitch
te dirá también que…

– Vuelvo a decirte que son tonterías.
¡Acaba de salir del cascarón y ya quiere ser
soldado!

– Sí, quiero serlo.

El Conde cogió de nuevo el papel con la
intención de releerlo, probablemente en su despacho, y
salió del salón.

– Pedro Kirilovitch, vamos a fumar…

Pedro se sentía confundido e indeciso. Los ojos
de Natacha, brillantes y animados como nunca -sin duda le miraban
con más ternura que a los demás -, le habían
puesto en aquella situación a la que tan poco estaba
acostumbrado.

– Perdón, no puedo… He de marcharme a
casa.

– ¡Cómo a casa! Pasará la velada
aquí… Cada día se vuelve usted más raro, y
la pequeña sólo está contenta cuando le
tiene a usted delante – dijo el Conde señalando a
Natacha.

– Es cierto, pero es que me había
distraído… He de volver a casa sin excusa… Unos
asuntos… – añadió Pedro sin saber exactamente lo
que decía.

– Bueno, bueno, adiós, y hasta la vista – repuso
el Conde saliendo de la habitación.

– ¿Por qué se va usted? ¿Por
qué está tan nervioso? ¿Por qué? –
preguntó Natacha a Pedro mirándole a la cara con
aire provocativo.

«¡Porque te quiero!», iba a decir.
Pero no lo dijo, y enrojeció hasta el blanco de los ojos,
mientras miraba al suelo.

– Porque para mí sería más
conveniente no venir con tanta frecuencia…, porque… No, no
puedo, tengo trabajo en casa.

– Pero ¿por qué?
¡Dígamelo…! – empezó Natacha.

Sin embargo, no continuó. Miráronse
horrorizados. Intentaron sonreír, pero no pudieron. La
sonrisa de Pedro era una sonrisa de dolor. Le besó la mano
y, sin decir nada, salió.

Pedro resolvió, en su interior, no volver
más a casa de los Rostov.

Décima
parte

I

Durante el mes de julio, el viejo príncipe
Bolkonski se mantuvo en una gran animación y
actividad.

Mandó plantar un nuevo jardín y
construyó un edificio para la servidumbre. La única
cosa que inquietaba a la Princesa era que el anciano
dormía poco y había renunciado a su costumbre de
dormir en su gabinete de trabajo; cada día cambiaba su
cama de habitación. Tan pronto ordenaba que le llevaran su
cama de campaña a la galería, como quedábase
en el salón sobre el diván o sobre un
sillón, sin desnudarse y bostezando. La señorita
Bourienne no le leía ya, reemplazándola en esto el
criado Petrutcha. A veces pasaba la noche en el
comedor.

A primeros de agosto llegó una carta del
príncipe Andrés. Escrita en los alrededores de
Vitebsk, explicaba que los franceses habían ocupado
aquella ciudad, conteniendo además una descripción
sumaria de toda la campaña, con un croquis del plano y
consideraciones sobre la marcha que seguiría.

En la misma carta, el príncipe Andrés
hacía observar a su padre la incomodidad de su residencia
cerca del teatro de la guerra, en la línea del movimiento
de las tropas, aconsejándole su marcha a
Moscú.

Aquel día, durante la comida, cuando Desalles, el
preceptor, dijo que, según los rumores que circulaban, los
franceses estaban en Vitebsk, el viejo Príncipe
recordó la carta del príncipe
Andrés.

– Hoy he recibido carta del príncipe
Andrés – dijo -. ¿No la has leído,
María?

– No, padre – respondió la Princesa. No
podía haber leído una carta que no sabía que
hubiera llegado.

– Habla de la guerra – continuó el
Príncipe con sonrisa desdeñosa, habitual en
él cuando hablaba de la guerra.

Al pasar al salón dio la carta a la princesa
María, desplegando delante de ella el plano de las nuevas
construcciones, en el que fijó la vista mientras ordenaba
a su hija que leyera en voz alta.

Cuando la princesa María hubo acabado de leer
miró interrogativamente a su padre, que contemplaba con
fijeza el plano, inmerso en sus pensamientos.

– ¿Qué opináis, Príncipe? –
se atrevió a preguntar Desalles.

– ¿Yo? ¿Yo? – replicó el viejo
Príncipe como si despertara enfurruñado, sin
apartar los ojos del plano de las construcciones.

– Es muy posible que el teatro de la guerra se extienda
hasta muy cerca de nosotros…

– ¡Ah, ah, ah! El teatro de la guerra –
exclamó el viejo Principe-. He dicho y he repetido que el
teatro de la guerra es Polonia y que el enemigo no pasará
el Niemen jamás.

Desalles, admirado, miró al viejo
Príncipe, que hablaba del Niemen precisamente cuando el
enemigo se hallaba casi en las orillas del Dnieper. La princesa
María, que había olvidado la situación
geográfica del Niemen, pensó que su padre
tenía razón.

– Cuando llegue el deshielo se hundirán en los
pantanos de Polonia. Ahora no pueden darse cuenta… – dijo el
Principe pensando visiblemente en la campaña de 1807, que
le parecía que fuera ayer -. Benigsen debió haber
entrado antes en Prusia, y entonces las cosas hubieran tomado
otro cariz.

– Pero, Príncipe – objetó
tímidamente Desalles -, en la carta se habla de
Vitebsk.

– ¡Ah! En la carta sí – replicó,
descontento, el Principe -. Sí…

Entonces oscurecióse su cara y
calló.

– Sí, sí, escribe que los franceses han
sido aplastados, cerca de un río, ¿qué
río?, ¿en qué ribera?

Desalles bajó la vista.

– El Principe no escribe nada de todo eso – dijo en voz
muy baja.

– ¿No lo escribe? ¡Pues yo no lo he
inventado!

Calláronse todos un buen rato. El viejo
siguió luego:

– Sí, sí…, ¡vaya!, Mikhail
Ivanovitch – dijo de repente, levantando la cabeza e indicando el
plano de construcciones-, explica cómo entiendes tú
las obras que se realizarán.

Mikhail Ivanovitch se acercó al plano, y el
Principe, después de hablar con él, miró
malhumorado a la princesa María y a Desalles,
yéndose a su despacho.

La princesa María había observado la
mirada confusa y extraña que dirigió Desalles a su
padre, su silencio, y estaba admirada de que su padre hubiera
olvidado la carta de su hijo sobre la mesa del salón. Pero
no sólo sentía miedo de hablar y preguntar a
Desalles por la causa de su confusión, sino que
también lo sentía de sólo
pensarlo.

Por la tarde, Mikhail Ivanovitch estuvo en la
habitación de María de parte del Principe para
buscar la carta del príncipe Andrés, olvidada en el
salón. La princesa María, a pesar de serle
desagradable, permitióse preguntar a Mikhail Ivanovitch
qué hacía su padre.

– Trabajando siempre – dijo Mikhail Ivanovitch con una
respetuosa sonrisa que hizo palidecer a la Princesa -. Se
preocupa mucho de las nuevas construcciones. Ha leído un
ratito, y ahora – bajó la voz – se encuentra en el
despacho y probablemente se ocupa de su testamento.

De un tiempo a aquella parte, una de las ocupaciones
predilectas del Principe era examinar los papeles que
quería dejar para después de su muerte y que
él llamaba su testamento.

– ¿Enviará, sin embargo, a Alpatich a
Smolensk? – preguntó la princesa María.

¡Ya lo creo! Hace mucho tiempo que está
preparado.

II

Cuando Mikhail Ivanovitch entró con la carta en
el despacho, el Principe tenía las gafas puestas y se
hallaba sentado ante el escritorio, con una vela a su lado; con
la mano muy apartada sostenía unos papeles que leía
en una actitud bastante solemne. Aquellos papeles, observaciones,
como él los llamaba, debían remitirse al Emperador
cuando él hubiera muerto. Cuando Mikhail Ivanovitch
entró, las lágrimas provocadas por el tiempo que
había leído y por lo que leía llenaban los
ojos del Príncipe. Arrebató de las manos de Mikhail
Ivanovitch la carta del príncipe Andrés, que se
metió en el bolsillo, arregló sus papeles y
llamó a Alpatich, que aguardaba hacía un
rato.

En una hojita acababa de escribir todo lo que
debía comprarse en Smolensk, y mientras paseaba daba
órdenes a Alpatich, que aguardaba al pie de la
puerta.

– Primeramente papel de cartas, ¿entiendes?, ocho
manos; aquí tienes el modelo, de borde dorado. Éste
es el modelo y han de ser absolutamente iguales. Barniz, cera,
según la nota de Mikhail Ivanovitch.

Paseábase por la habitación mirando su
carnet.

– Después entregarás personalmente una
carta al gobernador.

Luego le encargó las cerraduras para las puertas
de las nuevas construcciones, hechas según un modelo que
él había imaginado. Enseguida una cajita que
habían de hacer, cajita destinada a guardar su testamento.
La relación de encargos a Alpatich duró más
de dos horas. El Príncipe ni le dejó hablar.
Después se sentó y, cerrando los ojos, se
quedó dormido. Alpatich hizo un movimiento.

– Vete, vete; si te necesito ya mandaré a
buscarte.

Alpatich salió. El Príncipe se
acercó otra vez al escritorio, tocó sus papeles,
los volvió a ordenar, sentándose después
ante la mesa para escribir la carta al gobernador.

Era ya tarde cuando se levantó, después de
haber sellado la carta. Quería dormir, pero sabía
que en la cama no cerraría el ojo, presentándose a
su imaginación los peores sentimientos. Llamó a
Tikhon. Atravesó la habitación para decirle
dónde quería que le preparara la cama aquella
noche. Se paseó escudriñando todos los rincones.
Ningún sitio le parecía bueno, pero particularmente
su diván, en el despacho, le parecía horrible,
probablemente a causa de las penosas ideas que en él
había tenido. Ningún sitio le parecía
conveniente. El mejor sería quizás un rinconcito en
el diván detrás del piano. No había dormido
allí nunca todavía.

Tikhon, ayudado por el mayordomo, llevó
allí la cama y empezaron a armarla.

– ¡No, así no, así no! –
gritó el Principe, empujándola él mismo,
aunque luego la apartó de nuevo. «Vaya, por
último he podido arreglarlo y podré
descansar», pensó el Principe, dejando que Tikhon le
desnudara. El Príncipe frunció el ceño por
la molestia causada por los esfuerzos para quitarse caftán
y pantalones. Después, pesadamente, se dejó caer
sobre la cama y pareció que reflexionaba, mientras miraba
desdeñoso sus delgadas y amarillas piernas. No
reflexionaba, pero dudaba ante el esfuerzo de levantar las
piernas para meterse en la cama. «¡Oh, qué
pesado es! Por lo menos que acabe pronto este trabajo y me dejen
tranquilo.» Cerró fuertemente los labios y se
hundió en la cama después de hacer aquel esfuerzo
por milésima vez.

Cuando se hubo echado, toda la cama tembló, como
si tuviera escalofríos. Cada noche pasaba lo mismo.
Abrió los ojos, que se le cerraban.

– ¡No podéis estaros tranquilos, malditos!
– gruñó colérico. «Sí, queda
todavía algo importante que me he reservado para leer en
la cama. ¿Las cerraduras? No, eso ya se lo he dicho… No,
no, es algo que ha pasado en el salón. La princesa
María ha dicho alguna idiotez; Desalles, ese
estúpido, no sé qué le ha contestado…; en
el bolsillo… No, no me acuerdo bien.»

– ¡Titchka! ¿De qué hemos hablado
durante la comida?

– Del príncipe Andrés.

– ¡Calla, calla! – y el Principe dio un
puñetazo en la mesita de noche -. ¡Ah!, sí,
ya lo recuerdo. La carta del príncipe Andrés: la
princesa María la ha leído; Desalles ha dicho algo
sobre Vitebsk. Ahora la leeré.

Ordenó que le trajeran la carta, que tenía
en el bolsillo, y que le acercasen a la cama la mesita con la
limonada y la vela de cera; después cogió las gafas
y empezó a leer. Sólo al releer la carta, en el
silencio de la noche, a la luz débil de la vela, bajo la
pantalla verde, comprendió por primera vez toda la
importancia que tenía.

-Los franceses están en Vitebsk. En cuatro
jornadas pueden encontrarse en Smolensk. Quizá ya
están cerca. Titchka – Tikhon levantóse
instantáneamente -. No, no es preciso – gritó el
viejo.

Dejó la carta sobre el candelero y cerró
los ojos. Se le representó el Danubio, los días
claros, los cañaverales, el campamento ruso, y él,
joven general sin una arruga, valiente y alegre, entrando en la
tienda de Potemkin. Un sentimiento de envidia contra el favorito
le sacudió más fuerte que otras veces.
Recordó todas las palabras de su entrevista con Potemkin.
Delante de él apareció una mujer gruesa,
pequeñina, con cara afable y amarillenta; era la
emperatriz: recordó su sonrisa y sus palabras cuando le
recibió por primera vez tan graciosamente. También
recordó su cara sobre el trono y la discusión con
Zubov ante su tumba por el derecho de acercar la mano.

«Ah, aprisa, aprisa, volvamos a aquellos tiempos,
que termine pronto, muy pronto, lo de ahora, y me dejen todas
tranquilo.»

III

Lisia-Gori, la finca del príncipe Nicolás
Andreievitch Bolkonski, se encontraba a sesenta verstas
más allá de Smolensk y a tres verstas de la
carretera de Moscú.

Aquella misma noche en que el Principe daba
órdenes a Alpatich, Desalles pidió ser recibido por
la Princesa, a la que dijo que el Príncipe no se
encontraba muy bien y que no tomaba ninguna disposición
para su seguridad, cuando, por la carta del príncipe
Andrés, aparecía claro que la permanencia en
Lisia-Gori no era segura; respetuosamente pedía él
permiso para escribir una carta al gobernador de Smolensk
haciéndole saber los peligros que amenazaban Lisia-Gori y
un resumen de la situación general. Desalles
escribió luego la carta al gobernador, la firmó y
la mandó entregar a Alpatich, con la orden de
transmitírsela al gobernador, y, en caso de peligro,
volver a toda prisa.

Después de haber recibido todas las
órdenes, Alpatich, acompañado de sus criados, con
su blanca gorra-regalo del Principe -, con un bastón-corno
el viejo Principe -, salió para instalarse en el
cabriolé forrado de cuero y tirado por tres vigorosos
caballos.

Los cascabeles se habían colocado de modo que no
sonaran y las campanas se habían rellenado de papel. El
Príncipe no permitía a nadie en Lisia-Gori que
hiciera sonar los cascabeles. Pero amaba su sonido cuando iba de
camino. El acompañamiento de Alpatich estaba compuesto por
el intendente, el tenedor de libros, el groom, los cocheros y
diversos domésticos, que iban con él. Su hija le
ponía detrás de la espalda y sobre el asiento
almohadones de pluma, mientras su vieja cuñada le
entregaba, a escondidas, un paquete. Uno de los cocheros le
ayudó a subir agarrándole por los
sobacos.

Al llegar a Smolensk, la tarde del día 4 de
agosto, Alpatich se quedó al otro lado del Dnieper, en el
barrio de Gachensk, en el mesón de Ferapontov, donde hacia
treinta años que acostumbraba parar.

Durante toda la noche, las tropas desfilaron por la
calle frontera al mesón. Al día siguiente, Alpatich
se vistió el caftán, que sólo usaba en la
ciudad, yéndose a su trabajo. El día era muy
soleado y a las ocho ya hacía calor. «Buen
día para la cosecha», pensó
Alpatich.

Desde la madrugada se oían cañonazos en
los arrabales de la ciudad.

Después de las ocho, las descargas de
fusilería se unieron a los cañonazos. Por las
calles había mucha gente que huía hacia
algún lugar determinado, y muchos soldados, pero, como de
costumbre, circulaban los cocheros, los comerciantes no se
movían de sus tiendas y en las iglesias se celebraban las
correspondientes funciones religiosas.

Alpatich visitó tiendas, oficinas, la estafeta y
la casa del gobernador.

En todas partes se hablaba de la guerra y de que el
enemigo estaba a las puertas de la ciudad.

Cuando llegó a casa del gobernador hubo de
esperar en la antesala con otras personas.

Poco después, el gobernador recibía a
Alpatich, diciéndole muy apesadumbrado.

– Diles al Príncipe y a la Princesa que no
sé nada. Obro según órdenes superiores, eso
es todo – y dio un papel a Alpatich -. Entre tanto, y ya que el
Principe se encuentra delicado, yo le aconsejaría que se
fuera a Moscú. Yo parto ahora mismo. Dile…

Pero no acabó la frase. Un oficial sudoroso, sin
resuello, corrió hacia la puerta, poniéndose a
hablar en francés.

En la cara del gobernador se manifestó el
horror.

– Vete – dijo a Alpatich, y después de saludarlo
con la cabeza empezó a hablar con el oficial.

Cuando Alpatich salió del despacho del
gobernador, las miradas espantadas de todos los reunidos le
asaltaron. Ahora, al oír, a pesar suyo, que los
cañonazos se acercaban y se hacían más
frecuentes, Alpatich se dirigió corriendo hacia el
mesón. El papel que le había dado el gobernador
contenía lo siguiente:

«Os aseguro que Smolensk no está
todavía en peligro ni puede creerse que lo haya estado
nunca. Yo, por una parte, y el príncipe Bagration, por la
otra, marchamos para reunirnos delante de Smolensk. Esta
reunión se realizará el día 22, y los dos
ejércitos, una vez hayan juntado sus fuerzas, se
lanzarán a defender a los compatriotas de la provincia que
tenéis confiada, hasta que nuestros esfuerzos alejen al
enemigo de la patria o hasta que sucumba el último soldado
de las filas heroicas. Ya veis que con esto podéis calmar
a los habitantes de Smolensk, puesto que quien se halla defendido
por dos ejércitos tan valientes puede estar seguro de la
victoria.» (Orden de Barclay de Tolly al gobernador civil
de Smolensk, barón Aschu, 1812.)

El pueblo andaba por las calles inquieto. Carros
cargados de vajillas, de armarios, de sillas, salían de
todas las puertas y obstruían las calles. Delante de la
casa vecina a la de Ferapontov hallábanse unos carros
parados y unas mujeres llorando, mientras se despedían. Un
perro de guarda daba vueltas, husmeando, alrededor de los
caballos del tiro.

Alpatich, con paso más vivo que de costumbre,
entró en el patio, dirigiéndose recto hacia el
establo por sus caballos y el coche. El cochero dormía;
despertóle, ordenándole que enganchara, y se fue al
vestíbulo. En la habitación de los dueños se
oían llantos de criaturas, lamentaciones de una mujer y
los gritos roncos y rabiosos de Ferapontov. Cuando Alpatich
entró, salía la cocinera al vestíbulo como
una clueca embravecida.

– ¡Ha pegado al ama una paliza de muerte!
¡La ha destrozado! ¡La ha arrastrado!

– ¿Por qué? – preguntó
Alpatich.

-Ella quería marchar: manía de mujer.
«¿Quieres perdernos a mí y a nuestros hijos?
– le decía ella -. Todos se van, y nosotros
¿qué vamos a hacer?» Entonces él ha
empezado a pegarle, y la ha destrozado…

Alpatich inclinó la cabeza al oír aquellas
palabras, como si las aprobara, y, deseando no saber más
de la cuestión, se fue en dirección opuesta a la de
la habitación de los dueños, a la habitación
en la que guardó las compras realizadas.

– ¡Mal hombre! ¡Bandido! – gritó en
aquel momento una mujer delgada, pálida, con un
crío en los brazos, la cabeza envuelta en una
pañoleta, que, saliendo por la puerta, se escapaba
escaleras abajo, hacia el patio. Ferapontov la seguía. Al
observar a Alpatich se arregló el chaleco, se pasó
la mano por el pelo, bostezó y entró en la
habitación detrás de Alpatich.

– ¿Ya quieres irte? – preguntó.

Sin contestarle ni mirarle, mientras repasaba el paquete
de las compras, le preguntó cuánto le
debía.

-Ya lo arreglaremos. ¿Has ido a casa del
gobernador? – le preguntó Ferapontov -. ¿Qué
te ha dicho?

Alpatich respondió que el gobernador no le
había contestado nada en concreto.

– Podríamos marchar con todo lo de casa – dijo
Ferapontov -; hasta Dorogobuge piden siete rublos por carretada.
¡Yo les he dicho ya que son unos herejes! Selivanov, el
jueves pudo vender la harina a la tropa a nueve rublos el saco…
¿No tomaréis el té? –
añadió.

Mientras enganchaban, Alpatich y Ferapontov tomaron el
té hablando del precio del trigo y del buen tiempo para la
cosecha.

– Parece que el cañoneo empieza a calmarse – dijo
Ferapontov levantándose después de haber bebido
tres tazas de té -. Seguramente hemos vencido. Han dicho
que no los dejaríamos pasar… ¿Te das cuenta de lo
que es la fuerza…? También han dicho que
últimamente Matieu Ivanitch Piatov les ha perseguido hasta
el río Morina: parece que de una vez se han ahogado
dieciocho mil hombres.

Alpatich ató los paquetes, que dio al cochero;
pagando después la estancia.

La calle estaba llena de ruido de ruedas, de herraduras
y de los cascabeles de las carretas que
partían.

Era más del mediodía. La mitad de la calle
se encontraba en la sombra, la otra se hallaba vivamente
iluminada por el sol. Alpatich miró por la ventana y se
dirigió a la puerta.

De pronto se oyó un extraño ruido de
silbidos y tiroteo lejanos. Después estalló la
tormenta confusa del cañoneo, que hizo temblar los
cristales.

Alpatich salió a la calle. Dos hombres
corrían en dirección al puente. Por todas partes se
oía el silbido, los cañonazos y la explosión
de las granadas que caían dentro de la ciudad. Aquellos
tiros eran poca cosa y no atraían tanto la atención
de los habitantes como los cañonazos que se oían
fuera de la urbe. Era el bombardeo de Smolensk que
Napoleón había ordenado empezar a las cinco de la
tarde, con ciento treinta bocas de fuego.

Al principio, el pueblo no comprendió el
significado de aquel bombardeo.

El terremoto de las bombas y de las granadas no
hacía más que excitar la curiosidad. La mujer de
Ferapontov, que no cesaba de protestar cerca del establo,
calló y con el crío en brazos salió a la
puerta. Miraba en silencio a la gente mientras prestaba
atención a los ruidos.

La cocinera y un comerciante también salieron a
la puerta del establo. Todos con alegre curiosidad intentaban
seguir a las balas que pasaban por encima de sus
cabezas.

De un rincón de la calle aparecieron algunas
personas hablando animadamente.

– ¡Qué fuerza! – decía uno -. Ha
destrozado el techo y la pared.

-Ha hecho un agujero en el suelo en el que cabría
un cerdo – observó otro -. Vaya, ya está bien,
¡qué interesante! – añadía
riendo.

– Pues has tenido suerte de saltar tan ligero; ha estado
en un tris que no te haya alcanzado. Ahora estarías tieso
como una vara.

Algunos paseantes se dirigieron a aquellos hombres. Se
paraban y explicaban que las granadas les habían
caído muy cerca, dentro de casa. Al propio tiempo, otras
bombas, con un silbido lúgubre, volaban sin
interrupción por encima de la muchedumbre. Ni una
caía cerca. Todas iban muy lejos. Alpatich se
instaló en su carruaje.

El patrón se encontraba en el umbral de la
puerta.

– ¿Qué diablos miras? – gritóle la
cocinera, que con las mangas subidas y un corpiño rojo se
acercaba para oír, mientras agitaba los brazos, desnudos
hasta el codo.

Otra vez, algo como un pajarito que volara de arriba
abajo silbó, pero esta vez muy cerca.

El fuego brilló en mitad de la calle.
Estalló algo y se llenó de humo la
calle.

– ¡Perezosa! ¿Qué haces aquí?
– gritó el dueño corriendo hacia la cocinera. Pero
en el mismo instante, y de diversos lugares, empezáronse a
oír lamentos de mujeres, mientras las criaturas,
espantadas, empezaban a llorar, y la gente, con la cara muy
pálida, se reunía en silencio en torno de la
cocinera. Entre aquella multitud dominaban los lamentos y los
gritos de la mujer.

– ¡Oh, oh, mis palomas! ¡Mis blancas
palomas! ¡Me las matarán!

Cinco minutos después no quedaba nadie en la
calle. La cocinera, con una herida en la pierna, producida por la
explosión de una granada, era transportada a la
cocina.

Alpatich, su cochero, la mujer de Ferapontov con sus
críos, y el portero, todos hallábanse sentados en
el subterráneo, muy atentos. El ruido de los
cañones, el silbido de las bombas, los gritos de dolor de
la cocinera, que dominaban a todos los demás, no cesaban
en ningún instante.

La dueña tan pronto balanceaba y calmaba al
niño como en tono plañidero preguntaba a los que
entraban al subterráneo dónde estaba su marido, que
había quedado fuera, en la calle. Un tendero que
entró le dijo que el dueño se había dirigido
con una multitud a la catedral, donde se hacían rogativas
delante del milagroso icono de Smolensko.

A la caída de la tarde, el cañoneo
empezó a calmarse. Alpatich salió del
subterráneo y paróse delante de la puerta. El
cielo, tan claro antes, habíase oscurecido con la
humareda, a través de la cual la luna en cuarto creciente
brillaba extrañamente. Después del ruido terrible
de los cañones, la cosa se calmó, y el silencio fue
interrumpido solamente por el ruido de los pasos; los lamentos,
los gritos y el chisporroteo de los incendios dominaban en la
ciudad.

Los lamentos de la cocinera habían cesado. Por
dos lados se levantaban y desaparecían las negras nubes de
los incendios. Por las calles pasaban y corrían soldados,
no en formación, sino como hormigas de un hormiguero
revuelto, con diversos uniformes y con direcciones distintas. A
la vista de Alpatich, uno entró corriendo en el patio de
Ferapontov. Alpatich salió hacia la puerta del establo. Un
regimiento que venía muy deprisa llenaba toda la
calle.

– La ciudad se rinde, ¡marchaos, marchaos! – le
gritó un oficial al observarle. Dirigióse enseguida
al soldado, gritándole:

– ¡Ya te enseñaré a correr por los
patios!

Alpatich entró en la isba, llamó al
cochero y le mandó marcharse. Todos los familiares de
Ferapontov salieron detrás de Alpatich y del cochero. Al
ver el fuego y el humo de los incendios que se proyectaban en la
noche, las mujeres, silenciosas hasta entonces, empezaron a
gritar de pronto.

Como si les respondieran, se oyeron gritos y chillidos
desde otras calles.

Alpatich y el cochero desengancharon con temblorosas
manos las riendas de los caballos.

Cuando Alpatich salió del establo percibió
en la abierta tienda de Ferapontov a una docena de soldados que
hablando muy alto llenaban sacos y mochilas de harina, de salvado
y de granos de girasol. En aquel momento, Ferapontov entró
en la tienda; cuando vio a los soldados quiso gritar, pero
pensándolo mejor y mesándose los cabellos,
empezó a reír, con risa llena de
sollozos.

– Tomadlo todo, hijos míos. ¡Que los
diablos no encuentren nada! – gritó cogiendo un saco y
echándolo a la calle.

Algunos soldados, espantados, huyeron corriendo; los
demás continuaron llenando los sacos.

Al ver a Alpatich, Ferapontov se dirigió a
él.

– Rusia ha acabado – exclamó -. Alpatich, esto ha
acabado. Yo mismo le pegaré fuego. ¡Todo ha
terminado!

Ferapontov corrió hacia el patio.

La calle no se vaciaba; sin cesar pasaban soldados,
tantos, que Alpatich no podía adelantar un paso y
tenía que aguardar. La mujer de Ferapontov, sentada en
compañía de sus hijos en una carreta, esperaba
poder salir.

Había oscurecido completamente. El cielo estaba
estrellado, la luna desaparecía de vez en cuando
detrás de la humareda. Al descender hacia el Dnieper, el
coche de Alpatich y el de la dueña, que adelantaban
lentamente entre las filas de soldados y otros coches, tuvieron
que pararse. En una calle cercana al cruce donde se pararon, una
casa y una tienda ardían. El incendio se extinguía.
La llama tan pronto disminuía y casi desaparecía
entre la negra humareda como cobraba de nuevo bríos e
iluminaba de un modo fantástico las caras de los hombres
reunidos en el cruce.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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