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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 11)



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Por delante del incendio pasaban negras figuras,
oyéndose a través del ruido incesante del fuego las
conversaciones y los gritos. Alpatich, que había
descendido de su carreta, al darse cuenta de que tardaría
mucho en poder pasar, se metió en la calle lateral para
ver el fuego. Por delante del incendio iban y venían
soldados. Alpatich vio a dos de ellos que, con un hombre con
capa, arrastraban a través de la calle encendidos tizones,
mientras otros los seguían con grandes cantidades de
heno.

Alpatich se acercó a la muchedumbre que se
encontraba delante de un alto cobertizo que ardía
totalmente. Todos los muros se desmoronaban, el posterior se
hundía, el techo crujía y las vigas estaban
completamente encendidas. Evidentemente, la gente aguardaba a ver
cómo se hundiría el techo. Alpatich también
aguardó.

– ¡Alpatich! – llamóle una voz
conocida.

– ¡Padre, Excelencia! – respondió Alpatich
al reconocer la voz de su joven señor.

El príncipe Andrés, montado sobre un
caballo negro, se encontraba entre la gente y miraba a
Alpatich.

– ¿Qué haces aquí? –
preguntóle.

– ¡Vuestra… Vuestra Excelencia! –
preguntó Alpatich llorando -. Vuestra… Vuestra…
Estamos perdidos del todo. ¡Padre…!

– ¿Cómo es que estás aquí? –
preguntó de nuevo el príncipe
Andrés.

En aquel momento, la llama se proyectó iluminando
la cara pálida y cansada del príncipe
Andrés. Alpatich explicóle cómo se
encontraba allí y la dificultad existente para
marcharse.

El príncipe Andrés, sin responderle,
cogió su carnet y, sobre una rodilla, empezó a
escribir con lápiz en una hoja que acababa de arrancar.
Escribió a su hermana:

«Han tomado Smolensk; de aquí a una semana,
Lisia-Gori será ocupado por el enemigo. Marchad
inmediatamente a Moscú. Comunicádmelo cuando
marchéis mandándome un mensaje a
Usviage.»

Después de entregar la hoja escrita a Alpatich,
explicóle verbalmente qué preparativos
debían hacer para la marcha del Príncipe, de la
Princesa y del niño con su preceptor, así como
adónde y cuándo le debían
contestar.

– Diles que aguardaré la respuesta hasta el
día 10 y que si ese día no he recibido noticias de
que están camino de Moscú, lo abandonaré
todo y yo mismo iré a Lisia-Gori.

En el fuego algo crujía; se apagó por unos
momentos, masas de humo negro se levantaron por encima del
cobertizo y, con un ruido ensordecedor, alguna cosa enorme se
hundió.

– ¡Hurra! ¡Hurra! – chilló la
multitud al oír el fuerte ruido producido por el tejado
del cobertizo que se hundía, mientras exhalaba olor a pan
quemado. La llama reanimóse, iluminando las caras
animadas, alegres y cansadas de la gente que contemplaba el
incendio.

El hombre de la capa que arrastraba tizones encendidos,
levantando los brazos gritó:

– ¡Bravo! ¡Cómo arde! ¡Mirad
qué bonito!

– Es el dueño – decían las
voces.

– ¿Lo has entendido? – dijo el príncipe
Andrés a Alpatich -. No te olvides de nada de lo que te he
dicho – y sin responder una palabra a Berg, que aguardaba a su
lado silencioso, picó al caballo y desapareció por
las callejuelas.

IV

Las tropas continuaban retrocediendo desde Smolensk. El
enemigo las perseguía. El día 10 de agosto, el
regimiento que mandaba el príncipe Andrés
pasó por la gran carretera por delante del camino que
conducía a Lisia-Gori. Desde hacía tres semanas el
calor y la sequía eran muy pronunciados. Cada día
el cielo se cubría de unas nubes apelotonadas como si
fueran una piara de borregos, que a veces cubrían el sol,
pero hacia la tarde las nubes se dispersaban y el sol se
ponía entre una neblina rojiza. Sólo un fuerte
rocío refrescaba la tierra. Los trigos que no se
habían segado se agostaban. Los pantanos estaban secos y
los rebaños balaban de hambre al no encontrar pasto en los
campos cocidos por el sol. No refrescaba más que por las
noches y en los bosques, cuando todavía había
humedad del rocío; pero por la carretera, por la gran
carretera que seguían las tropas, no se notaba el fresco
ni por las noches ni cuando pasaban por entre los bosques. Cuando
se levantaba el día empezaba la marcha. Los convoyes y la
artillería adelantaban sin hacer ruido y la
infantería se hundía en el polvo caldeado y
movedizo que ni la noche refrescaba. Una parte de este polvo se
introducía en las piernas y en las ruedas, pero otra,
dando vueltas como una nube por encima del ejército, se
metía en los ojos, en el pelo, en los oídos, en la
nariz y particularmente en los pulmones de los hombres y de los
animales que avanzaban por la carretera. Cuanto más alto
se hallaba el sol, más se levantaba la nube de polvo. A
través de aquel polvo fino y caliente podía mirarse
el sol, que las nubes no cubrían y que parecía una
enorme esfera de color carmesí. No soplaba el viento y los
hombres se ahogaban en aquella atmósfera inmóvil.
Marchaban tapándose la nariz y la boca con los
pañuelos. Cuando llegaban a un pueblo, todos se empujaban
a los pozos, llegando a beber hasta el lodo.

El príncipe Andrés conducía el
regimiento y su gestión, el bienestar de los soldados y la
necesidad de dar y recibir órdenes le ocupaban. El
incendio de Smolensk y el abandono de la ciudad marcaban una
etapa para el príncipe Andrés. Un sentimiento de
cólera nuevo contra el enemigo le obligaba a olvidarse de
su dolor, entregándose por enteró a los asuntos del
regimiento; se ocupaba de sus soldados y de sus oficiales,
mostrándose padre de todos. En el regimiento le llamaban
«nuestro Príncipe», mostrándose
orgullosos de él y queriéndole. Él, sin
embargo, sólo era bueno con los hombres de su regimiento:
con Timokhin y los demás, con la gente nueva y medio
forastera, con aquellos que no podían conocer ni
comprender su pasado. Por eso, cuando se encontraba con uno de
sus antiguos conocidos del Estado Mayor, se encolerizaba, se
ponía de mal humor, volviéndose despreciativo y
desdeñoso. Todo lo que le recordaba su pasado le
repugnaba. Por eso sólo procuraba no ser injusto con aquel
mundo antiguo y cumplir con su deber.

En efecto: todo se presentaba con colores
sombríos, particularmente después del 6 de agosto,
tras haber abandonado Smolensk – que en su opinión
hubieran podido y debido defender -, después que su padre,
enfermo, habíase visto obligado a huir a Moscú y
abandonar al pillaje Lisia-Gori, que tanto amaba y que él
había resucitado y repoblado. Pero a pesar de esto y
gracias al regimiento, el príncipe Andrés
podía pensar en otra cosa, totalmente independiente de las
cuestiones generales: en su regimiento. El 10 de agosto, la
columna de la cual formaba parte llegó a
Lisia-Gori.

Dos días antes, el príncipe Andrés
había recibido la noticia de que su padre, su hijo y su
hermana habían marchado a Moscú. Aunque el
príncipe Andrés no tenía nada que hacer en
Lisia-Gori, decidió ir por el deseo de reavivar su
dolor.

Ordenó ensillar un caballo y marchó al
pueblo paterno, en el que había nacido. Al pasar por
delante del estanque, donde siempre lavaban ropa docenas de
mujeres, mientras charlaban de lo lindo, el príncipe
Andrés observó que no había nadie y que una
pequeña madera desclavada y cubierta de agua hasta la
mitad flotaba en medio del estanque. El príncipe
Andrés se acercó a la casa del guarda. Cerca de la
puerta cochera no había nadie, y la puerta
permanecía abierta. Las avenidas del jardín se
encontraban cubiertas ya de hierba, mientras los becerros y los
caballos erraban por el parque inglés. El príncipe
Andrés se acercó a un invernadero; los cristales se
hallaban rotos, algunas plantas caídas, otras se secaban.
Llamó al jardinero Tarás y nadie le
respondió. Al dar la vuelta al invernadero se dio cuenta
de que la balaustrada de roble esculpido estaba rota y de que las
frutas habían sido arrancadas de los árboles. Un
viejo campesino – el Príncipe le veía en su puerta
desde la infancia – estaba sentado en un verde banco mientras
trenzaba un lapott Era sordo y no oyó acercarse
al Príncipe. A su alrededor, los pedazos de madera
preparados para ser trenzados colgaban de las ramas secas y rotas
de un magnolio.

El príncipe Andrés se acercó a la
casa. En el viejo jardín, algunos tilos habían sido
cortados. Una asna con su pollino pastaban delante de la casa por
entre los rosales. La casa se hallaba cerrada. Un muchachito, al
darse cuenta de la presencia del príncipe Andrés,
corrió hacia la casa. Alpatich, que había hecho
marchar a su familia, quedándose solo en Lisia-Gori, se
hallaba en casa y leía las vidas de los santos. Al conocer
la llegada del príncipe Andrés, salió de la
casa con las gafas sobre la nariz y, abrochándose, se
acercó aturdido al Príncipe; después, sin
decir nada, llorando, le besó las rodillas. Pero
reaccionó contra su debilidad y empezó a darle
cuenta de la situación de los asuntos de la finca. Todo lo
que era precioso y valía algo había sido enviado a
Bogutcharovo. El trigo, casi cien chetvertt,
también se lo habían llevado. El heno y la cosecha
de primavera, extraordinaria según la opinión de
Alpatich, había sido recogida, todavía verde, por
los soldados. Los campesinos estaban arruinados. Unos
habíanse marchado a Bogutcharovo, y otros, muy pocos, se
habían quedado.

Sin acabar de escucharle, el príncipe
Andrés preguntó:

– ¿Cuándo marcharon mi padre y mi
hermana?

Quería decir a Moscú, pero Alpatich,
entendiendo que se refería a Bogutcharovo,
respondió que el 7 y a continuación siguió
extendiéndose sobre los asuntos de la explotación y
pidiendo órdenes.

– ¿Queréis que entregue el centeno a las
tropas contra recibo? Todavía quedan seiscientos
chetvertt.

«¿Qué he de contestarle?»,
pensó el príncipe Andrés mientras miraba la
calva cabeza del viejo, que relucía al sol, y leía
en sus ojos la confesión de que él mismo
comprendía la inoportunidad de la pregunta, que formulaba
sólo para disimular su pena.

– Sí, hazlo así – le dijo.

– Seguramente habréis observado un poco de
desorden en el jardín – dijo Alpatich -. Fue imposible
evitarlo. Han pasado tres regimientos y se han quedado una noche,
particularmente los dragones. Tengo anotados el grado y el
título del comandante para presentar una
reclamación.

– ¿Y tú qué piensas hacer?
¿Te quedarás si llega el enemigo? – le
preguntó el príncipe Andrés.

Alpatich volvió la cara hacia el príncipe
Andrés, le miró y de pronto, con gesto solemne,
levantó el brazo al cielo.

-Él es mi protector. ¡Que se haga su santa
voluntad! – pronunció.

Toda la colonia de campesinos y criados marchaban a
través de los campos hacia el príncipe
Andrés.

– ¡Adiós, adiós! – dijo el
príncipe Andrés inclinándose hacia Alpatich
-. Vete, llévate lo que puedas y ordena a los siervos que
partan hacia la hacienda de Riazán o cerca de
Moscú.

Alpatich, abrazándose a su pierna,
lloró.

El príncipe Andrés le rechazó
dulcemente y, poniendo el caballo a galope, partió por el
camino.

V

La princesa María no se hallaba en Moscú y
no se encontraba fuera de peligro, como imaginaba el
príncipe Andrés.

Después de la vuelta de Alpatich de Smolensk, el
viejo Príncipe pareció que de pronto se
rehacía. Ordenó reunir a todos los siervos y armar
los, escribió una carta al general en jefe, en la que le
anunciaba su intención de quedarse en Lisia-Gori hasta el
último momento, defendiéndose; pedía
libertad para armarse a su gusto. Añadiendo que si se le
negaba no tomaría las disposiciones para defender
Lisia-Gori y entonces el más viejo de los generales rusos
caería hecho prisionero o muerto. Declaró a sus
familiares que no se movería de Lisia-Gori.

El viejo Príncipe dio órdenes, sin
embargo, para la marcha de la Princesa, de Desalles y de su nieto
a Bogutcharovo y desde allí a Moscú. La princesa
María, espantada por aquella actividad de fiebre sin
descanso de su padre, actividad que sustituía a su antiguo
abatimiento, no acababa de resolverse a dejarle solo, por lo que
por primera vez en su vida se permitió desobedecerle.
Negóse a marchar, habiendo de resistir la espantosa
cólera del Príncipe. Le recordó todas las
injusticias que con ella había cometido, pero, al intentar
acusarle, él decía que quería atormentarlo,
que ella le había hecho pelearse con su hijo, que
escondía mil sospechas despreciables y que su
propósito era el de amargarle la vida, después de
lo cual la echó del despacho, añadiendo que lo
mismo le daba que se fuera como que no. Dijo que no quería
saber nada de su vida, previniéndole de que no se
presentara jamás delante de su vista. El hecho de que no
mandara llevársela a la fuerza – que era lo que
temía la Princesa – la alegró; solamente
recibió la orden de no presentarse ante él.
Sabía que aquello quería decir que su padre estaba
satisfecho, en el fondo, de que la Princesa no quisiera
dejarlo.

Al día siguiente después de la marcha de
Nikolutka, el viejo Príncipe, por la mañana,
vistió su uniforme de gala, disponiéndose a visitar
al generalísimo. El coche se hallaba al pie de la puerta.
La princesa Maria viole salir con todas sus condecoraciones y
pasar, en el jardín, revista a todos sus siervos armados.
La princesa María sentábase cerca de la ventana,
pudiendo oír la voz de su padre, que resonaba en el
jardín. De repente, algunas personas, con el rostro
descompuesto por el espanto, corrieron por el sendero.

La princesa María salió a la puerta,
yéndose hacia aquella parte del jardín. Una gran
cantidad de campesinos dirigíase hacia ella, llevando
entre algunos, en medio de ellos, al viejecito con su uniforme
cubierto de condecoraciones. A causa del juego de luces entre las
copas de los tilos, no podía darse cuenta del cambio de
las caras. Sólo vio una cosa: que la expresión
habitual del rostro del viejo Príncipe, severa y resuelta,
había sido sustituida por otra de timidez y
docilidad.

Al percibir a su hija, movió los labios
débilmente.

Nadie supo comprender lo que quería. Lo
levantaron en brazos y entre dos le llevaron a su despacho.
Allí lo dejaron sobre aquel diván que tanto miedo
le causaba de un tiempo a esta parte.

El doctor, llamado aprisa y corriendo, aquella misma
noche le hizo una sangría y declaró que el
Príncipe estaba paralizado del costado derecho. Quedarse
en Lisia-Gori hacíase más peligroso cada vez, por
lo que el viejo Príncipe fue al día siguiente
trasladado a Bogutcharovo. El médico los
acompañó.

Cuando llegaron a Bogutcharovo, Desalles y el
pequeño Príncipe habían ya marchado hacia
Moscú. El viejo Príncipe, siempre en el mismo
estado, ni mejor ni peor, pasó tres semanas en
Bogutcharovo, echado, en la nueva casa construida por el
príncipe Andrés. El viejo Principe había
perdido el conocimiento. Yacía como un cadáver
mutilado. Murmuraba continuamente algo, moviendo las cejas y los
labios, pero era imposible saber si comprendía a los que
le rodeaban. Sólo una cosa era segura: que padecía
y que deseaba decir algo. ¿Pero qué? Nadie
podía adivinarlo. ¿Era el capricho de un enfermo o
de un loco? ¿Se trataba de asuntos generales o de la
familia? El medico decía que la inquietud que expresaba no
quería decir nada, ya que la causa era física; la
princesa María, sin embargo, pensaba – y el hecho de que
su presencia aumentara siempre el malestar del Principe la
confirmaba en su opinión – que quería decirle
algo.

Estaba muy claro que padecía física y
moralmente. No existían esperanzas de poderle salvar. No
se podía pensar tampoco en transportarlo a otra parte.
¿Qué harían si se moría por el
camino? «Valdría más que terminara de una
vez», pensaba a veces la princesa María.

Pasaba el día y la noche a su lado; casi no
dormía y, es espantoso decirlo, pero frecuentemente le
observaba no con la esperanza de una mejoría, sino con el
deseo de ver el indicio de su próximo fin.

Por raro que fuera para la Princesa confesarse este
sentimiento, el caso es que lo experimentaba. Además, y lo
que era peor para ella, desde la enfermedad de su padre se
desvelaban en ella todos los deseos y las esperanzas personales
que dormían en el fondo de su espíritu. Cosas que
en muchos años no se le habían ocurrido: el
pensamiento de una vida de libertad sin el miedo al padre,
incluso la idea del amor y la posibilidad del goce de la familia,
llenaban continuamente su imaginación como una
diabólica tentación. Ella procuraba rechazarla,
pero insistentemente se volvía a hacer la pregunta:
después de «aquello», ¿qué vida
haría? Eran tentaciones del demonio, y la princesa
María sabía que su única arma contra
«él» era la oración; se arrodillaba
delante de los iconos, recitaba las palabras de las oraciones,
pero no podía orar. Sentía que el otro mundo, el de
la vida, el de la actividad difícil y libre, totalmente
opuesto al mundo moral en que se había encerrado antes y
en el que la oración era el mejor consuelo, se la llevaba.
No podía ni orar ni llorar, y las penas de su vida la
arrastraban. Quedarse en Bogutcharovo era peligroso. De todas
partes se oía decir que los franceses adelantaban, y que
en un pueblo a quince verstas de Bogutcharovo, una hacienda
había sido saqueada por los merodeadores
franceses.

El médico insistía en llevarse al
Príncipe más lejos; el mariscal de la nobleza
envió un funcionario a la princesa María para
suplicarle que marchara, cuanto antes mejor. El inspector de
policía, que había ido a Bogutcharovo,
insistió en el mismo sentido, afirmando que los franceses
estaban a cuarenta verstas, que por los pueblos circulaban
proclamas francesas y que si la Princesa no marchaba antes del 15
con su padre él no respondería de nada.
Continuamente tenía que dar órdenes – todos se
dirigían a ella -, y la idea de que habían de
marcharse la consumía todo el día.

La noche del 14 al 15, como de costumbre, la pasó
en la habitación del Principe, sin desnudarse. Se
despertó muchas veces, oyendo la respiración
oprimida, el crujir de la cama y los pasos de Tikhon y del criado
que cambiaban al enfermo de posición. Escuchó
detrás de la puerta, pareciéndole que aquel
día murmuraba más alto y se revolvía con
mayor frecuencia. La princesa María no podía
dormir, y frecuentemente se acercaba a la puerta, escuchaba,
quería entrar, pero no se atrevía. Aunque no
hablara, la princesa María sabía cuán
desagradable era para el Principe cualquier expresión de
temor con respecto a él. Observaba el disgusto con que se
apartaba de la mirada que ella muy fijamente le dirigía,
sin darse cuenta, y no ignoraba que su presencia en las altas
horas de la noche le molestaba.

Nunca, sin embargo, le pareció tan doloroso el
perderlo como ahora. Recordaba toda su vida con él,
descubriendo en cada una de sus palabras y en cada uno de sus
actos la expresión del amor que ella le había
profesado. Entre sus recuerdos, las tentaciones del diablo, el
pensamiento de «¿qué pasará
después de su muerte y qué haré de mi vida
libre?», se le presentaban a veces en su
imaginación, pero los alejaba con horror. Por la
mañana, el Príncipe se sosegó,
durmiéndose ella.

Se despertó tarde. La claridad de su
espíritu, que se le manifestó al despertarle, le
demostraba qué era lo que la preocupaba con preferencia
durante la enfermedad de su padre. Se despertó escuchando
detrás de la puerta, y al oír el estertor se dijo
que todo continuaba igual.

«Pero ¿qué variación puede
haber? ¿Qué es lo que yo deseo? ¿Su
muerte…?», exclamó horrorizada.

Se vistió, dijo sus oraciones y después
salió al portal. Allí cerca se encontraban dos
coches, todavía sin caballos, en los que iban colocando el
equipaje.

La mañana era gris y tibia. La princesa
María se paró en el portal; no cesaba de causarle
horror su cobardía moral, mientras procuraba poner sus
pensamientos en orden antes de entrar a ver a su padre. El doctor
descendió la escalera y se le acercó.

– Hoy está algo mejor – díjole -, y yo la
buscaba. Puede entenderse algo de lo que dice, pues tiene la
cabeza más clara. Vamos, que la llama.

Al oír aquella noticia, el corazón de la
princesa Maria empezó a latir tan fuertemente que su
rostro palideció, debiendo apoyarse en la puerta para no
caer. Verle, hablar con él, presentarse a sus ojos, cuando
tenía el alma tan llena de tentaciones criminales, era
para la Princesa un tormento a la vez alegre y
terrible.

– Vamos – dijo el doctor.

La princesa María entró en la
habitación, acercándose a la cama. El
Príncipe se hallaba de espaldas. Sus manos,
pequeñas, huesudas, surcadas de venas azules y
sarmentosas, descansaban encima del cubrecama; tenía el
ojo izquierdo fijo y claro; el derecho, extraviado; las cejas y
los labios, inmóviles. Era delgadito, pequeño y
miserable. Parecía que la cara se le hubiera secado o que
sus rasgos se hubiesen encogido. La princesa María se le
acercó, besándole la mano. La mano izquierda del
Principe apretó tan fuerte la de ella, que se veía
muy claro que hacía tiempo que la esperaba. Movió
la mano y las cejas y los labios se contrajeron
coléricamente.

Asustada, la Princesa le miraba, procurando adivinar
qué quería. Cuando le cambiaron de posición,
se le acercó tanto que veía su cara en el ojo
izquierdo del Principe. Durante unos segundos estuvo calmado, sin
mover los ojos. Los labios y la lengua se le agitaron, se oyeron
algunos sonidos y se puso a hablar tímidamente mientras la
miraba suplicante: evidentemente, temía que no le
comprendiera.

La princesa María le miraba con atención
concentrada. El cómico esfuerzo que hacía para
mover la lengua obligó a la princesa María a bajar
los ojos y reprimir penosamente el llanto que se le subía
a la garganta. El Príncipe pronunció alguna cosa,
repitiendo siempre la misma palabra. La Princesa no podía
comprenderlo, pero procuraba adivinar lo que le decía, y
repetía interrogativamente las palabras pronunciadas por
él.

– ¡Ah, ah, ah! Uf…, uf… – repitió el
Principe muchas veces.

Era imposible comprenderlo. El doctor creyó
adivinarlo y, repitiendo las palabras,
preguntó:

– ¿La Princesa está asustada?

El viejo movió la cabeza negativamente y
repitió lo dicho anteriormente.

– El alma, el alma padece – adivinó y dijo la
princesa María.

El viejo pareció afirmar, le cogió la mano
y la estrechó contra su pecho como si le buscara un lugar
a propósito.

– Siempre pienso en ti… Pensamientos – murmuró
enseguida más claro y de un modo mucho más
comprensible que antes, al saberse comprendido. La princesa
María apoyó la cabeza en la mano de su padre, para
esconder los suspiros y las lágrimas, y le acarició
el cabello.

– Toda la noche te he llamado – pronunció el
viejo.

– Si lo hubiera sabido… – dijo ella entre
lágrimas -. No me atreví a entrar. – Él le
estrechó la mano.

– ¿No has dormido?

– No, no he dormido – dijo moviendo negativamente la
cabeza. Sometida involuntariamente a su padre, procuraba hablar
igual que él, sobre todo con signos, fingiendo mover la
lengua con esfuerzo.

-Hija mía… ¡Oh amiga
mía…!

La princesa María no lo pudo entender, pero por
la expresión de su rostro veíase que había
pronunciado una palabra de ternura, acariciadora, que nunca
había dicho: «¿Por qué no has
venido?»

«¡Yo que le deseaba la muerte!»,
pensó la princesa María.

Calló el Príncipe, y a poco:

– Gracias, hija mía…, amiga mía, por
todo…, por… todo…, perdón…, María…,
per… dona…, gracias – los ojos se le llenaron de
lágrimas.

– Manda buscar a Andrutcha – dijo de pronto. Y al hacer
esta petición, su rostro tímido, infantil y
desconfiado, parecía indicar que él mismo
sabía que su ruego no tenía sentido. Eso fue al
menos lo que supuso la princesa María.

– He recibido una carta de él – respondió
la Princesa.

Él la miró extrañado y con
timidez.

-.¿Dónde está ahora?

-Está en el ejército, padre, en
Smolensk.

El Príncipe calló durante un buen rato,
quedando con los ojos cerrados. Enseguida, y como para responder
a sus dudas y afirmar que lo había comprendido todo y que
se acordaba, movió afirmativamente la cabeza y
abrió los ojos.

– Sí – dijo claramente y con dulzura -. Rusia
está perdida. ¡La han perdido! – y volvió a
llorar, resbalando las lágrimas por sus
mejillas.

La princesa María no pudo contenerse,
echándose a llorar.

El Príncipe cerró de nuevo los ojos,
cesando en su llanto; con la mano se señaló los
ojos, y Tikhon, que le comprendió, le secó las
lágrimas.

Después abrió los ojos; dijo alguna cosa,
que en mucho rato nadie pudo comprender y que entendió por
fin Tikhon, transmitiéndola. La princesa María
buscaba el sentido de sus palabras en el orden de ideas de lo
manifestado por el Príncipe unos minutos antes; se
preguntaba si hablaba de Rusia, del príncipe
Andrés, de ella, de su nieto o de la muerte, y por esto no
pudo adivinar qué le decía.

– Ponte el vestido blanco; me gusta – le dijo el
Príncipe.

Al oír estas palabras, la princesa María
redobló su llanto: el doctor, cogiéndola por el
brazo, la condujo a la habitación de la terraza,
recomendándole calma y que se ocupara de los preparativos
de la marcha.

Así que la princesa María salió de
la habitación, el Príncipe empezó a hablar
de su hijo, de la guerra y del Emperador; frunciendo el
ceño airadamente, gritó con su ronca voz de otros
días, y tuvo el segundo y último ataque.

La princesa María quedóse en la terraza.
El día había sido claro, soleado y caliente. Ella
no podía comprender, sentir ni pensar. Estaba
completamente absorbida por el apasionado cariño de su
padre. Afecto que le parecía haber ignorado hasta
entonces. Corrió al jardín y llorando huyó
hacia el estanque por el camino de los tilos jóvenes,
plantados por el príncipe Andrés.

– ¡Sí…, soy yo…, yo…, quien le
deseaba la muerte! Sí, he deseado que muriera
enseguida…, he deseado apartarlo de mi vida…, y
¿qué será de mí? ¿Cómo
podré tranquilizarme cuando él no exista? –
murmuró en alta voz mientras andaba a grandes pasos por el
jardín, apretándose con las manos su pecho
sollozante.

Después de dar otra vuelta que la llevó a
la casa, se dio cuenta de la señorita Bourienne – que se
había quedado en Bogutcharovo – y de un desconocido que le
salieron al paso. Era el mariscal de la nobleza, que iba a
visitar a la Princesa para hacerle presente la necesidad de
marchar rápidamente. La princesa María los
escuchaba sin comprender lo que le decía. Hizo entrar al
mariscal en la casa y ofrecióle desayuno,
sentándose junto a él; enseguida,
excusándose, se acercó a la puerta de la
habitación de su padre. El doctor salía muy
descompuesto y prohibióle entrar.

– ¡Márchese, Princesa,
márchese!

La princesa María volvió al jardín
y, cerca del estanque, en un sitio solitario, se sentó en
la hierba. No supo exactamente el tiempo que allí
estuvo.

Los pasos de una mujer que corría por el camino
la volvieron en sí. Se levantó, viendo a Duniatcha,
su camarera, que a no dudar la buscaba, y de pronto, y como
asustándose a la vista de su señorita, se
paró.

– Por favor, Princesa…, el Príncipe – dijo
Duniatcha con voz temblorosa.

– Voy enseguida – dijo apresuradamente la Princesa, sin
dar tiempo a Duniatcha para que terminara de hablar. Y
corrió a la casa.

-Princesa, Dios lo ha querido. Tiene que estar dispuesta
a todo – dijo el mariscal de la nobleza deteniéndola ante
la puerta.

– ¡Déjeme! ¡No, no es verdad! –
contestó con aspereza. El doctor quiso detenerla, pero
ella le empujó corriendo hacia la
puerta.«¿Por qué me detienen estos hombres
tan asustados? No necesito a nadie. ¿Qué hacen
aquí?»

Abrió la puerta, y la luz clara del día en
aquella habitación antes tan oscura la asustó.
Encontrábanse allí mujeres y criadas. Todas se
apartaron, abriéndole paso. Él estaba igualmente
tendido sobre la cama, pero la severidad de su rostro detuvo a la
Princesa en el umbral.

– ¡No…, no ha muerto…, no es posible! – dijo
la princesa María al acercarse. Y, dominando el horror que
la poseía, posó los labios sobre su mejilla, pero
enseguida retrocedió. Espontáneamente, toda la
ternura que en su interior sentía por él
desapareció, dando lugar a un sentimiento de horror por el
que allí yacía. «¡Ya no está!
¡Ya no está! ¡Ya no está! ¡Y
aquí, en el sitio donde se hallaba, queda algo
extraño, hostil, un misterio terrible, espantoso y
repugnante!» Y, escondiendo la cara entre las manos, la
princesa María cayó en los brazos del doctor, que
la sostuvo.

En presencia de Tikhon y del doctor, las mujeres lavaron
el cuerpo, le ataron un pañuelo en torno a la cabeza, para
que se le cerrara la boca, atándole además otro
alrededor de las piernas, que se le separaban; enseguida
vistiéronle el uniforme con las condecoraciones, dejando
encima del catafalco un pequeño cadáver descarnado.
Dios sabe quién cuidaría de todo; parecía
que se hacía solo. Al atardecer se encendieron cirios
alrededor del ataúd, cubierto de un paño mortuorio:
por el suelo esparcieron espliego; una oración impresa fue
colocada en la cabecera del ataúd, mientras en un
rincón un chantre recitaba los salmos.

Igual que los caballos que se encabritan y tiemblan al
ver un caballo muerto, en el salón, alrededor del
féretro, se apiñaban forasteros, familiares, el
mariscal de la nobleza, el stárosta del pueblo, mujeres y
siervos; todos con los ojos fijos y asustados se persignaban,
hablando bajo y besando la mano fría e inerte del viejo
Príncipe.

VI

Bogutcharovo, antes de la instalación del
príncipe Andrés, era una propiedad casi abandonada,
teniendo los siervos de aquel pueblo un carácter muy
distinto de los de Lisia-Gori, de los que se distinguían
incluso en el modo de hablar, en el vestir y en las
costumbres.

Decían que eran campesinos de las estepas. El
viejo Príncipe los elogiaba por su asiduidad en el trabajo
cuando iban a Lisia-Gori a ayudar en la cosecha o a cavar fosos y
estanques, pero no le eran simpáticos debido a ser tan
retraídos.

La última estancia del príncipe
Andrés en Bogutcharovo, a pesar de sus innovaciones –
hospitales, escuelas y reducción de censos-, no
había civilizado las costumbres de aquella gente, sino
que, al contrario, había acentuado aquel rasgo de su
carácter que el viejo Príncipe llamaba
salvaje.

Alpatich, al llegar a Bogutcharovo poco antes de la
muerte del viejo Príncipe, había observado que se
producía un movimiento en el pueblo y que, contrariamente
a lo que ocurría a sesenta verstas alrededor de
Lisia-Gori, donde los campesinos huían abandonando a los
cosacos sus pueblos para que los saquearan, en las estepas de
Bogutcharovo los siervos estaban en relación con los
franceses, que recibían papeles que circulaban entre
ellos.

Por fin, y esto era lo más importante, Alpatich
sabía que el mismo día que él había
ordenado al stárosta que reuniera los carros para llevarse
el equipaje de la Princesa aquella misma mañana, los
campesinos se habían reunido, decidiendo no moverse y
esperar. Entre tanto, el tiempo apremiaba. El día de la
muerte del Príncipe, 15 de agosto, el mariscal de la
nobleza insistió en que la Princesa partiera
inmediatamente. Ahora existía ya peligro y, pasado el
día 16, no podría responder de nada. Él se
marchó el mismo día de la muerte del
Príncipe, prometiendo volver al siguiente para los
funerales. Pero no pudo cumplir su promesa, porque, según
las noticias que se acababan de recibir, los franceses,
inesperadamente, avanzaban, y él, con mucha dificultad,
tuvo el tiempo justo para llevarse consigo a su familia y las
cosas de más valor que tenía en su
finca.

Por la tarde, los carros no estaban prestos. En el
pueblo, cerca de la taberna, se había celebrado una
asamblea, en la que habían decidido soltar a los caballos
en el bosque y no entregar los carros. Alpatich, sin decir una
palabra a la Princesa, mandó descargar sus bagajes, que
llegaban de Lisia-Gori, cogiendo los caballos para su coche para
irse a ver a las autoridades.

VII

El 17 de agosto, Rostov e Ilin, acompañados de
Lavruchka y de un húsar y un ordenanza, salieron a caballo
a pasear por las afueras del campamento de Iankovo, instalado a
quince verstas de Bogutcharovo, para probar el nuevo caballo
adquirido por Ilin e informarse si se encontraba heno en aquellos
pueblos.

Hacía tres días que Bogutcharovo se
encontraba entre los dos ejércitos enemigos, de modo que
la retaguardia rusa podía ir con la misma facilidad que la
vanguardia francesa; por eso Rostov, comandante muy atento a las
necesidades de su escuadrón, quería aprovecharse
antes de que los franceses se llevaran las provisiones que
hubieran quedado.

Rostov e Ilin dirigíanse a Bogutcharovo de muy
buen humor, porque esperaban encontrar servicio esmerado y guapas
muchachas en la hacienda del Príncipe.
Entreteníanse a veces en interrogar a Lavruchka, y se
reían de lo que les contaba. O se divertían en
pasar el uno delante del otro para probar el caballo de
Ilin.

Rostov ignoraba que el pueblo a que se dirigían
pertenecía a Bolkonski, que había sido prometido de
su hermana. Rostov e Ilin pusieron a galope por última vez
sus caballos, y se encontraron a unos pasos de Bogutcharovo.
Rostov, adelantándose a Ilin, entró el primero en
el pueblo.

– Me has adelantado – dijo Ilin muy sofocado.

– Sí, yo siempre llego primero, lo mismo en el
campamento que aquí – replicó Rostov mientras
acariciaba su caballo del Don.

– Yo, Excelencia, monto un caballo francés – dijo
detrás de ellos Lavruchka, calificando de caballo
francés a la mula que montaba -. Podría haber
llegado el primero,, pero no os he querido avergonzar.

Al paso, se acercaron a la granja, cerca de la cual
hallábase una multitud de siervos. Algunos se descubrieron
a su paso y otros los miraban, sin descubrirse. Dos campesinos
viejos, altos, de cara arrugada, con ralas barbas, salieron de la
taberna y se acercaron a los oficiales, balanceándose
mientras cantaban y reían.

– ¡Vaya tíos! ¿Tenéis heno? –
preguntó sonriendo Rostov.

– ¡Cómo se parecen…! – observó
Ilin.

– «La… ale… gre… conver…
sación» – cantaba uno con beatífica
sonrisa.

Un campesino se destacó de la multitud y se
acercó a Rostov.

– ¿Quiénes sois? –
preguntó.

– Franceses – respondió riendo Ilin -.
Aquí tienes a Napoleón en persona
añadió señalando a Lavruchka.

– ¿Sois rusos, pues? – preguntó de nuevo
el campesino.

– ¿Habéis venido muchos? – preguntó
otro campesino pequeño acercándoseles.

– Muchos, muchos – replicó Rostov -, pero
¿qué hacéis aquí reunidos?
¿Celebráis alguna fiesta?

– Son los viejos que se reúnen por causa del mir
– respondieron los campesinos mientras se alejaban.

En aquel momento, dos mujeres y un hombre con blanco
gorro salían de la señorial casa en
dirección a los oficiales.

-La que va de color de rosa es para mí, no me la
quitéis – dijo Ilin por Duniatcha, que se le acercaba
corriendo.

– Será para nosotros – dijo Lavruchka a Ilin
guiñándole el ojo.

– ¿Qué hay de nuevo, preciosa? – dijo Ilin
sonriente.

– La Princesa ha ordenado que os preguntáramos de
qué regimiento sois y cómo os
llamáis.

– Conde Rostov, comandante de escuadrón y
servidor vuestro.

– «Con… con… versa… ción» –
cantaban los borrachos campesinos, sonriendo al mirar a Ilin que
hablaba con la muchacha.

Detrás de Duniatcha, Alpatich se acercó a
Rostov, descubriéndose de lejos.

– ¿Puedo molestar un momento a Su
Señoría? – dijo con respeto pero también con
negligencia, viendo la juventud del oficial y poniéndose
la mano en el bolsillo -. Mi señora, la hija del general
jefe príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski,
muerto el día 15 de este mes, se encuentra ante serias
dificultades a causa de la ignorancia de esta gente – y
señaló a los campesinos -, y espera que os
dignéis… ¿Queréis retroceder un poco, por
favor? – dijo Alpatich con triste sonrisa -; no es muy agradable
hablar delante de… -Alpatich señaló con los ojos
a dos campesinos que rondaban tras ellos, como los tábanos
alrededor de los caballos.

– ¡Eh, Alpatich! ¡Eh, Iakob Alpatich…! Ya
está bien eso… – dijeron los campesinos con sonrisa
alegre.

Rostov miró al borracho, sonriéndose
también.

– ¿Por ventura esto divierte a Vuestra
Excelencia? -dijo Iakob Alpatich con cara seria mientras
señalaba con la mano que tenía libre a los dos
viejos.

-No, aquí no hay nada divertido-dijo Rostov, y
retrocedió -. ¿De qué se trata?

– Si Vuestra Excelencia me lo permite, me
atreveré a explicarle que la gente grosera de este lugar
no quiere dejar salir a su señora y amenaza con
desenganchar los caballos, de modo que están los equipajes
a punto, sin que Su Excelencia pueda marchar.

– No puede ser – exclamó Rostov.

– Os digo la verdad, la pura verdad – confirmó
Alpatich.

Rostov descendió del caballo, que entregó
a su ordenanza, y con Alpatich se dirigió a pie a la casa,
mientras le pedía detalles. Efectivamente, la
proposición de dar trigo a los campesinos, hecha el
día anterior por la Princesa, estropeó la
situación. Por la mañana, cuando la Princesa
ordenó enganchar para emprender la marcha, los campesinos
salieron todos juntos y cerca de la granja advirtiéronle
que no la dejarían salir del pueblo, «que
existía la orden de que nadie saliera», para lo cual
desengancharían los caballos. Alpatich habíales
amonestado, pero le respondieron – el que más hablaba era
Karp; Drone no salía de la muchedumbre – que no
podían dejar marchar a la Princesa, y que respecto a este
punto existía una orden, y que si la Princesa se quedaba,
la servirían y la obedecerían en todo y para todo
igual que antes.

Mientras Rostov e Ilin galopaban por la carretera, la
princesa María, a pesar de los ruegos de Alpatich, de la
criada vieja y de las camareras, daba orden de enganchar, pues
quería salir. Pero al darse cuenta de los caballos que
galopaban – los había tomado por franceses -, los
postillones negáronse a partir y la casa se llenó
de lamentos de mujer.

– ¡Padre, padrecito!.¿Es Dios quien os
envía? – decían las voces mientras Rostov
atravesaba el patio.

La princesa María, asustada y sin fuerzas, estaba
sentada en el salón cuando Rostov fue introducido. No
comprendía quién era ni por qué estaba
allí ni qué pasaría. Al observar su rostro
ruso y al reconocer desde el primer momento y desde las primeras
palabras que tenía delante a un hombre de su mundo, le
miró con mirada profunda, resplandeciente, empezando a
hablar con voz entrecortada y temblorosa por la emoción.
Rostov vio enseguida algo romántico en aquella
presentación. Una muchacha sin defensa, aplastada por el
dolor, sola y abandonada en las manos de groseros campesinos
revolucionarios. «¿Qué extraño azar me
ha traído aquí? ¡Y qué dulzura,
qué nobleza hay en su cara y en su
expresión!», pensaba Rostov mientras la miraba y
oía su tímido relato.

Cuando empezó a decir que todo había
ocurrido al día siguiente de la muerte de su padre, se le
quebró la voz en un sollozo, volvióse y enseguida,
como si temiera que Rostov tomara a mal sus palabras o las
interpretara como un ardid para enternecerlo, le miró,
interrogadora y temerosamente. Rostov tenía las
lágrimas en los ojos. La princesa María
dióse cuenta, mirando a Rostov con agradecimiento, con
aquellos ojos resplandecientes que hacían olvidar la
fealdad de su rostro.

– No puedo expresaros, Princesa, la satisfacción
que siento por haber venido por casualidad aquí y poderme
poner por entero a vuestra disposición – dijo Rostov
levantándose -. Marchad si así os place, yo os
respondo por mi honor que nadie se atreverá a inquietaros
con sólo permitirme que os acompañe. – Y
saludándola con respeto, igual como se saluda a las damas
de sangre real, se dirigió a la puerta. Por su tono,
Rostov parecía querer demostrar que aunque consideraba
como una suerte el conocer a la Princesa, no quería
aprovecharse de su desgracia para relacionarse con
ella.

La princesa María comprendió aquel gesto y
lo agradeció.

– Os estoy muy reconocida – díjole en
francés.

De pronto la Princesa se echó a
llorar.

– Dispensadme – dijo.

Rostov enarcó las cejas y saludó otra vez
profundamente al salir de la habitación.

VIII

Que amable es! ¡Si supieras! ¡Una delicia!
Es mi rubia y se llama Duniatcha.

Pero Ilin, al mirar la cara de Rostov, callóse.
Veía que su héroe, el Comandante, se hallaba en una
disposición de espíritu bien diferente a la que
él se encontraba.

Rostov miró a Ilin con mala cara y sin
responderle se dirigió al pueblo a paso largo.

«¡Ya les enseñaré yo!
¡Ya los meteré en cintura, bandidos!», se
decía.

Alpatich, corriendo cuanto le era posible,
acercóse a Rostov.

– ¿Qué determinación os
habéis dignado tomar? – preguntó.

Rostov se paró y cerrando los puños con
gesto amenazador dirigióse bruscamente a
Alpatich.

– ¿Determinación? ¿Qué
determinación? ¡Viejo imbécil! – le
gritó -. ¿A qué aguardas? ¿La gente
se subleva y no sabes arreglarlo? Eres un traidor como ellos. Ya
os conozco. Os arrancaré la piel a todos…

Después, como si temiera gastar
inútilmente su energía, dejó a Alpatich,
echando por el camino más rápido. Alpatich,
ahogando su íntimo sentimiento por la ofensa, le
seguía resoplando, mientras le comunicaba sus
consideraciones. Le explicaba que los siervos vivían en
plena ignorancia y que era imprudente el contradecirlos sin
contar con un destacamento militar, por lo que sería mucho
mejor ir a buscar tropas.

– ¡Ya les daré yo tropas! ¡Ya les
contradeciré! – decía estúpidamente
Nicolás, ahogándose en su insensata cólera
animal y por la necesidad de buscar una salida a aquella
cólera. Sin pensar en lo que debía hacer, se
acercaba a la multitud inconscientemente, resuelto y muy deprisa.
Cuanto más adelantaba, más convencido quedaba
Alpatich de que era un acto irreflexivo del que no podía
resultar nada bueno. Los siervos, al ver su aire resuelto, firme,
y su cara contraída, pensaban lo mismo.

– ¡Y ahora oídme todos! – dijo Rostov
dirigiéndose a los campesinos-. Marchaos a vuestras-
casas; no quiero ni oíros la voz.

-Lo veis. ¡Nosotros no hicimos ningún
daño! Esto ha sido una tontería y nada
más… Una idiotez… Ya os lo decía que la orden
no era ésta… – decían voces que se increpaban
mutuamente.

– ¿Lo veis…? Ya os lo había dicho…
¡Esto no está bien, hijos míos!-dijo Alpatich
reintegrándose a sus funciones.

– Nosotros tenemos la culpa, Iakob Alpatich –
respondieron las voces. Y enseguida la multitud se
dispersó por el pueblo.

Al cabo de dos horas, los carros hallábanse en el
patio de la casa de Bogutcharovo y los siervos cargaban los
equipajes de los señores con animación.

Rostov, para no molestar a la Princesa, no fue a su
casa, sino que se quedó en el pueblo, aguardando la
marcha. Cuando vio que los carruajes de la Princesa
salían, montó a caballo y acompañó a
la Princesa hasta la carretera ocupada por las tropas rusas,
hasta doce verstas de Bogutcharovo.

– ¡Oh, no tiene importancia! – respondió
muy sofocado al expresarle la Princesa su agradecimiento por su
salvación (así denominaba ella su acción) -.
Cualquier policía hubiera hecho lo mismo. Si sólo
tuviéramos que hacer la guerra contra los campesinos, no
dejaríamos al enemigo tan atrás – dijo como si se
avergonzara de algo y quisiera cambiar de conversación -.
Estoy muy contento por haber tenido ocasión de conocerla.
Hasta la vista, Princesa; le deseo buena suerte y consuelo;
espero poderla encontrar en circunstancias más felices. Si
no quiere avergonzarme le ruego que no me dé las
gracias.

Pero si la Princesa no le dio las gracias con palabras,
se las dio con toda la expresión de su cara iluminada por
el agradecimiento y la ternura. No podía creerle cuando le
decía que no tenía nada que agradecer. Al
contrario, para ella era indiscutible que sin él hubiera
muerto seguramente a manos de los revoltosos o de los franceses,
y que «él», para salvarla, se había
expuesto a peligros ciertos y terribles, además de que era
un hombre de alma elevada y noble que había sabido
comprender su situación y su pena. Sus ojos buenos y
honrados, con las lágrimas que en ellos aparecían
cuando ella le hablaba, no se apartaban de su
imaginación.

Cuando le hubo dicho adiós y se encontró
sola, sintió de pronto sus ojos llenos de lágrimas,
y entonces, por primera vez, se le ocurrió esta rara
pregunta: «¿Por ventura me he enamorado de
él?»

Por la carretera, más cerca de Moscú, a
pesar de no ser la situación de la Princesa muy divertida,
Duniatcha, que viajaba en el coche con ella, observó que
muchas veces la Princesa sacaba la cabeza por la ventanilla,
sonriéndole con sonrisa gozosa y triste.

«¿Y si me hubiera enamorado?»,
pensó la princesa María. Por vergüenza que le
causara el confesarse que era ella la primera en enamorarse de un
hombre que quizá no la amaría jamás, se
consoló con el pensamiento de que nadie lo sabría
nunca y de que no sería culpable si, sin decirlo a nadie,
hasta el final de su vida amaba a alguien por primera y
última vez.

«Y tenía que venir a Bogutcharovo
precisamente en este instante, y su hermana tenía que
rechazar al príncipe Andrés», pensaba la
princesa María, viendo en todo ello la voluntad de la
Providencia.

La impresión que la princesa María
causó a Rostov fue muy agradable. Cuando la recordaba se
sentía alegre, y cuando los compañeros, al tener
conocimiento de la aventura que le había ocurrido en
Bogutcharovo, bromeaban diciéndole que había ido
por heno y había vuelto con la heredera más rica de
Rusia, Rostov se disgustó. Se disgustó precisamente
porque la idea del matrimonio con la dulce, agradable y
riquísima princesa María, a pesar suyo, se le
había ocurrido muchas veces. Nicolás no
podía desear una mujer mejor que la princesa María.
Su boda con ella sería la felicidad de la Condesa, su
madre, y reharía los negocios de su padre y hasta –
Nicolás lo veía claro – sería la felicidad
de la princesa María.

Pero ¿y Sonia? ¿Y la palabra dada? Y
Rostov se enfadaba cuando, en broma, le hablaban de la princesa
Bolkonski.

IX

Kutuzov, que había aceptado el mando de los
ejércitos, recordó al príncipe Andrés
y le ordenó presentarse en el Cuartel General.

El príncipe Andrés llegó a
Tzarevo-Zaimistche precisamente cuando Kutuzov pasaba la primera
revista a sus tropas. El príncipe Andrés se
paró en el pueblo cerca de la casa del pope, donde se
encontraba el coche del Generalísimo, y se sentó en
un banco cerca de la puerta cochera, esperando al
Serenísimo, como todos entonces le llamaban. En los campos
que se extendían tras el pueblo, tan pronto se oían
los acordes de las músicas militares como el rumor de una
multitud de voces gritando «¡hurra!» al nuevo
comandante en jefe.

Allí, cerca de la puerta cochera, a dos pasos del
príncipe Andrés, dos asistentes, el ordenanza y el
maitre d'hótel, aprovechaban la ausencia del
Príncipe y el buen tiempo para poder charlar.

Un coronel de húsares, pequeño, moreno,
con un bigote muy espeso y patillas muy pobladas, se
acercó a caballo hacia la puerta y mirando al
príncipe Andrés le preguntó si el
Serenísimo había parado allí y si
volvería pronto.

El príncipe Andrés respondió que
él no pertenecía al Estado Mayor del
Serenísimo y que hacía poco rato que había
llegado. El coronel de húsares se dirigió a un
asistente, y el asistente del comandante en jefe le
respondió, con el menosprecio característico en los
asistentes de los generalísimos cuando hablaban a los
oficiales:

– ¿Qué? ¿El Serenísimo?
Volverá pronto. ¿Qué
queréis?

El coronel de húsares sonrióse por debajo
de su bigote, por el tono del asistente, bajó del caballo,
lo entregó al ordenanza y después,
acercándose a Bolkonski, lo saludo ligeramente. Bolkonski
le dejó sitio en el banco; el coronel se sentó a su
lado.

– ¿También aguardáis al
Generalísimo? – dijo el coronel de húsares -. Dicen
que todo el mundo puede verle, ¡Dios sea loado! ¡En
esos comedores de salchichas es un asco! Por algo Ermelov ha
pedido ser promovido al ejercito alemán, ahora que los
húsares tienen derecho a hablar. Además, el diablo
sabe lo que han hecho hasta ahora. Retroceder, siempre
retroceder. ¿Ha hecho usted la campaña?

– He tenido el placer – replicó el
príncipe Andrés -no sólo de participar en la
retirada, sino incluso de perder en esta retirada a un ser
querido, sin hablar de mis bienes y la casa de mi linaje. Mi
padre murió de pena. Soy de Smolensk.

– ¡Ah!. ¿es usted el príncipe
Bolkonski? Celebro conocerle. El teniente Denisov, más
conocido por el nombre de Vaska – dijo Denisov estrechando la
mano del príncipe Andrés y mirándole con
benévola expresión -. Sí, ya he oído
hablar de usted – añadió con gesto compasivo,
después de un corto silencio-. Esto es una guerra de
escitas. ¡Todo está bien menos para los que lo pagan
con la vida! ¡Ah! Entonces ¿es usted el
príncipe Andrés Bolkonski?

Andrés inclinó la cabeza.

– Celebro veros, Príncipe, celebro de veras
haberle conocido – repitió con una sonrisa triste,
estrechándole de nuevo la mano.

Sonreía así al recordar los tiempos en que
estuvo enamorado de Natacha. Pero enseguida pasó a lo que
le preocupaba intensamente: el plan de campaña que
había imaginado mientras hacía el servicio en la
vanguardia durante la retirada. Había presentado ese plan
a Barclay de Tolly, y ahora se proponía someterlo a
Kutuzov. Su plan se basaba en el hecho de que la línea de
operaciones de los franceses se había alargado demasiado y
que antes que ellos, o al mismo tiempo que ellos maniobraban de
frente, era preciso cerrar el camino a los franceses y atacar sus
comunicaciones. Empezó a explicar su plan al
príncipe Andrés.

-No se podrá defender toda esta línea, es
imposible; yo doy mi palabra de romperla. Deme quinientos hombres
y la romperé. Estoy convencido. ¡Sólo hay un
sistema posible: las guerrillas!

Denisov se levantó y expuso, gesticulando, su
plan a Bolkonski.

A media explicación llegaron del campo de revista
gritos, mezclados y confundidos con la música y los
cantos. El pueblo se llenó de ruidos, pasos y
gritos.

– ¡Es él! – gritó un cosaco que se
hallaba en la puerta de la casa.

Bolkonski y Denisov se acercaron a la puerta cochera,
cerca de la cual se encontraba un pequeño grupo de
soldados: la guardia de honor. Vieron que Kutuzov, montado en un
caballo gris y de mediana altura, se acercaba por la calle. Un
grupo de generales le acompañaba; Barclay estaba casi a su
lado. Una multitud de oficiales corría detrás de
él gritando«¡hurra!».

Delante de él, los ayudantes de campo entraron a
galope en el patio. Kutuzov, picando espuelas impaciente al
caballo, que andaba despacio bajo su enorme peso, y saludando
continuamente, acercó su mano a la gorra de cuartel,
redonda y sin visera. Al llegar cerca de la guardia de honor de
bravos granaderos, la mayoría de los cuales ostentaban sus
condecoraciones, que le daban escolta, durante un minuto, en
silencio, los miró fijamente con una mirada obstinada y
fija, volviéndose después hacia la multitud de
generales y oficiales que le rodeaban.

De pronto, su cara tomó una expresión fija
y encogió los hombros con gesto de
extrañeza.

– ¡Retroceder, retroceder siempre con unos
muchachotes así! – dijo -. ¡Vaya! Hasta la vista,
general – añadió. Y, picando espuelas hacia la
puerta, pasó por delante del príncipe Andrés
y de Denisov.

– ¡Hurra, hurra, hurra! – gritaban detrás
de él.

Desde que el príncipe Andrés le
había visto por última vez, Kutuzov había
engordado, haciéndose más pesado; pero su ojo
perdido, su gesto, la impresión de fatiga y de su persona
eran los mismos.

Llevaba la casaca – el látigo sostenido por una
correa fina le atravesaba la espalda – y la gorra blanca de
caballero de la guardia. Andaba columpiándose sobre el
caballo.

Al entrar en el patio se puso a silbar. Su cara
expresaba la alegría tranquila de un hombre que tiene
intención de descansar después de una revista.
Sacó el pie izquierdo del estribo e inclinándose y
moviendo su cuerpo con esfuerzo se levantó de la silla con
dificultad, apoyóse con las rodillas, tosió y
bajó confiando en los brazos del cosaco ayudante de
campo.

Se ajustó la ropa, dirigió la vista a su
alrededor con los ojos medio entornados, miró al
príncipe Andrés-evidentemente sin reconocerlo – y
con su paso de oca entró en el portal. La impresión
de la cara del príncipe Andrés no se unió al
recuerdo de su persona sino al cabo de unos cuantos segundos, tal
como es corriente en los viejos.

– ¡Ah! ¡Buenos días, Príncipe!
¡Buenos días, querido! Vamos…-dijo en un tono de
fatiga mirando a su alrededor. Y subió pesadamente las
escaleras, que crujían bajo su peso. Se desabrochó
la levita y se sentó en el banco que se hallaba bajo el
pórtico de la entrada -. ¿Y cómo está
su padre?

– Ayer supe que había muerto – dijo brevemente el
príncipe Andrés

Kutuzov miró al príncipe Andrés con
los ojos desmesuradamente abiertos y enseguida se
descubrió, persignándose.

– ¡Que Dios le tenga en la gloria! ¡Que se
haga su voluntad sobre todos nosotros. – Suspiró
profundamente y se calló por el momento -. Le
quería y le respetaba; lo compadezco con toda mi
alma.

Abrazó al príncipe Andrés, le
estrechó contra su robusto pecho, reteniéndole un
rato en esta posición. Cuando le soltó, el
príncipe Andrés vio que los gruesos labios de
Kutuzov temblaban y que tenía los ojos llenos de
lágrimas. Suspiró y apoyó las manos en el
banco para levantarse

– Vamos, vamos a casa y hablaremos – dijo.

En aquel momento, Denisov, que no se paraba ni ante los
jefes ni ante el enemigo, a pesar de que los ayudantes de campo
querían pararlo cerca del portal, subió resuelto la
escalera haciendo tintinear sus espuelas. Kutuzov se puso a mirar
a Denisov con mirada fatigada y con gesto de despecho, y con las
manos apoyadas en el vientre repitió:

– ¿Por el bien de la patria? Y bien,
¿qué es esto? ¡Hable!

Denisov se sonrojó como un muchacho. Era
extraño ver sonrojada aquella vieja cara, bigotuda y
pecosa. Con decisión comenzó a exponer su plan para
romper la línea enemiga de operaciones entre Smolensk y
Viazma.

Denisov había vivido mucho tiempo en aquella
región y la conocía bien. Su plan parecía
indiscutiblemente bueno, sobre todo gracias a la fuerza y
convicción con que lo exponía.

Kutuzov se miraba los pies y de vez en cuando echaba una
mirada al patio de la vecina isba como si en aquel lugar
aguardara alguna cosa desagradable. En efecto, de la isba que
miraba mientras hablaba Denisov salió un general con una
cartera bajo el brazo.

– ¿Cómo? ¿Ya estáis a punto?
– preguntó Kutuzov en medio de la explicación que
le hacía Denisov.

– Estoy a punto, Excelencia – dijo el
general.

Kutuzov bajó la cabeza como si quisiera decir:
«¡Cómo es posible que un hombre solo pueda
hacer esto!», y continuó escuchando a
Denisov.

– Doy mi palabra de honor de oficial de húsares
que cortaré las comunicaciones a Napoleón – dijo
Denisov.

-Kiril Andreievitch, el jefe de intendencia,
¿qué parentesco tiene contigo? – le
interrumpió Kutuzov.

– Es mi tío, Alteza.

– ¡Ah! Así, pues, somos amigos – dijo
alegremente Kutuzov -. Está bien, hombre, está
bien; quédate aquí, en el Estado Mayor
mañana hablaremos.

Y saludando con la cabeza a Denisov se volvió y
recogió los papeles que le entregaba
Konovnitzin.

– ¿Vuestra Alteza no se dignará entrar en
la habitación? – dijo el general de servicio con tono de
descontento -. Es necesario examinar los planos y firmar algunos
documentos.

El ayudante de campo que salía por la puerta
anunció que todo estaba preparado dentro. Pero,
evidentemente, Kutuzov quería encontrar la
habitación despejada. Hizo una mueca.

– Bueno, amigo, bueno, di que traigan la mesa. Lo
estudiaremos aquí mismo. Tú quédate
aquí – añadió dirigiéndose al
príncipe Andrés.

X

Después de unos días de mal tiempo, el 25
mejoró, por lo que, después del almuerzo, Pedro
partió de Moscú.

Por la noche, al cambiar de caballos en Perkhuchkovo,
Pedro supo que aquella tarde se había librado una gran
batalla. Decían que en Perkhuchkovo la tierra había
temblado de los cañonazos. Pedro preguntó
quién era el vencedor, pero nadie supo responderle; era la
batalla de Schevardin, del 24. A primeras horas de la
mañana, Pedro llegaba cerca de Mojaisk.

Todas las casas de Mojaisk estaban ocupadas por las
tropas, y en el mesón donde Pedro encontró a su
lacayo y a su cochero no había sitio: los oficiales lo
ocupaban todo.

A partir de Mojaisk se encontraban tropas por todas
partes: cosacos, soldados de infantería, de
caballería, furgones, cajas, cañones… Pedro se
apresuró y cuanto más se alejaba de Moscú,
más se sumergía en este mar de tropas, más
se sentía invadido por una extraña inquietud y por
un sentimiento de alegría desconocido para
él.

El 24, la batalla se había entablado en el
reducto Schevardin; el 25, las tropas no dispararon un tiro; el
26 se había librado la batalla de Borodino.

En la mañana del 25, Pedro partió de
Mojaisk para Tatarinovo. A mano derecha del collado que va hacia
la ciudad delante de la catedral, situada en la cima, Pedro,
cuando la campana anunciaba el oficio, bajó del coche y
echó a andar. Detrás de él descendía
un regimiento de caballería con cantores delante; los
postillones y los campesinos corrían de un lado a otro
azotando a los caballos, gritando cerca de ellos. Las carretas,
en cada una de las cuales iban echados y sentados tres o cuatro
soldados heridos, saltaban por las piedras que tapizaban el suelo
de la rápida cuesta. Los heridos, vendados,
pálidos, con los labios cerrados, las cejas hirsutas, se
cogían a los barandales mientras chocaban los unos contra
los otros dentro de las carretas. Casi todos, con una curiosidad
infantil e inocente, miraban el frac verde y la gorra blanca de
Pedro. El cochero de Pedro gritaba con violencia para que los
convoyes de heridos se apartaran. El regimiento de
caballería que descendía de la montaña
cantando cerró el paso al coche de Pedro. Éste se
detuvo en el margen del camino. El sol no había penetrado
hasta aquel camino profundo, en el que hacía frío y
humedad. Por encima de la cabeza de Pedro brillaba una clara
mañana de agosto y se sentía un alegre campanilleo.
Una carreta de heridos se detuvo cerca de Pedro. El
postillón, un campesino con lapti,corrió
resoplando hacia el carro, puso una piedra bajo las ruedas de
atrás y empezó a arreglar la guarnición del
caballo.

Un viejo soldado herido, con el brazo vendado, que
andaba al lado de la carreta, cogióle la mano,
volviéndose hacia Pedro.

– ¿Nos arrastraréis hasta Moscú? –
preguntó.

Pedro, de tan pensativo como estaba, no entendió
la pregunta; tan pronto miraba al regimiento de
caballería, que en aquel momento se cruzaba con el convoy
de heridos, como a la carreta que tenía cerca, en la que
iban dos heridos sentados y uno echado, y le pareció que
allí, en presencia de aquellos heridos, se encontraba la
solución que buscaba. Uno de los soldados sentado en la
carreta estaba herido, probablemente en la mejilla; tenía
la cabeza vendada con jirones de tela; una de sus mejillas estaba
tan hinchada que parecía una cabeza de niño; la
boca y la nariz se le habían torcido. El soldado
miró a la iglesia y se persignó. El otro, un
muchacho joven – un recluta -, rubio y blanco, miró a
Pedro con una bondadosa sonrisa, acartonada, que se destacaba en
una cara fina completamente exangüe. Los cantores del
regimiento de caballería pasaban a la altura de la
carreta. Cantaban una canción de soldados. Como
respondiéndoles, pero con otro género de
alegría, los rayos tibios del sol acariciaban la cima
opuesta de la montaña. Abajo, al pie, cerca de la carreta
de los heridos y del caballito voluntarioso, parado junto al
coche, había mucha humedad y tristeza.

El soldado de la mejilla hinchada miraba colérico
a los cantores.

– ¡Oh! ¡Qué presumidos! – dijo con
desdén.

– Hoy no han tenido bastante con los soldados y
también han cogido a los campesinos. ¡Hasta a los
campesinos…! También los cazan…, hoy todos somos
iguales. Quieren lanzar a todo el pueblo. ¡Quieren acabar
de una vez! – dijo con una sonrisa triste, dirigiéndose a
Pedro, el soldado que iba dentro de la carreta.

A pesar de la oscuridad de las palabras del soldado,
Pedro comprendió todo lo que quería decir e
inclinó la cabeza en señal de
aprobación.

La carretera quedó libre. Pedro descendió
y se fue un poco más lejos. Miró a los dos soldados
del camino, buscando una cara conocida, pero no encontraba
más que rostros desconocidos de militares de diversos
regimientos, que miraban con extrañeza su gorra blanca y
su frac verde. Después de haber recorrido cuatro verstas
encontró a un conocido al que interpeló con
alegría. Era uno de los médicos en jefe del
ejército e iba en un cabriolé; seguía un
camino distinto al de Pedro; a su lado iba un médico
joven. Al reconocer a Pedro, mandó parar al cosaco que iba
en el asiento del cochero.

– ¡Conde! ¡Excelencia! ¿Cómo
se encuentra usted aquí? – preguntó el
doctor.

– Nada, he querido ver…

– Sí, sí, ya le aseguro yo que hay muchas
cosas por ver.

Pedro descendió y se puso a hablar con el doctor,
explicándole su propósito de participar en la
batalla.

– ¿Por qué quiere encontrarse Dios sabe
dónde, en un lugar desconocido, durante la batalla? – dijo
cambiando una mirada con su joven compañero -.
Además, el Serenísimo le conoce y le
recibirá con mucho gusto. Créame, hágalo
así, querido.

El doctor parecía cansado y nervioso.

– Así, pues, piensa… ¡Ah! También
quisiera preguntarle dónde se encuentra exactamente la
posición – dijo Pedro.

– ¿La posición? Esto no es de mi
especialidad. Pase por el pueblo de Tatarinovo, allá
preparan algo, y suba al collado, desde allí se ve todo –
dijo el doctor.

– ¿De veras? Si usted…

Pero el doctor le interrumpió y se acercó
al cabriolé.

-De buena gana le acompañaría, pero le
juro que estoy hasta aquí – el doctor señalaba su
cuello -. Voy corriendo al comandante del cuerpo. Lo hemos
arreglado como hemos podido. ¿Sabe usted, Conde? La
batalla está decidida para mañana, y por cien mil
hombres hay que calcular por lo menos unos veinte mil heridos, y
no tenemos literas, ni camas de campaña, ni médicos
ni para seis mil. Tenemos diez carretas, pero no es esto
sólo lo que se necesita, y ahí queda eso,
arréglate como puedas…

Este pensamiento extrañó a Pedro: entre
aquellos millares de hombres vivos y sanos, jóvenes y
viejos, a los que causaba una alegre admiración su gorra,
había seguramente unos veinte mil destinados a ser heridos
o a morir – quién sabe si aquellos mismos que veía
-; este pensamiento le aplastó: «Quizá mueran
mañana. ¿Por qué piensan en otras cosas que
en la muerte?» Y de pronto, por una asociación
misteriosa de ideas, se representó vivamente la salida de
Mojaisk, la carreta con los heridos, la campana, los rayos
inclinados del sol, las canciones de los de caballería.
«Los jinetes van a la batalla, encuentran heridos y no
piensan ni por un instante lo que les espera, y echan adelante
mientras guiñan el ojo a los heridos. Y de todos estos
hombres, veinte mil están destinados a la muerte, y a
pesar de ello se preocupan de mi gorra. ¡Qué
extraordinario!, pensaba Pedro dirigiéndose al pueblo de
Tatarinovo.

Cerca de la casa señorial, a izquierda del
camino, se encontraban coches, carros y una multitud de
asistentes y centinelas. El cuartel del Serenísimo se
hallaba allí. Pero cuando Pedro llegó casi no
había nadie del Estado Mayor. Todos estaban en el oficio
de acción de gracias. Pedro marchó más
lejos, en dirección a Gorki. Después de subir una
cuesta, al entrar en una calleja del pueblo, Pedro se dio cuenta
por primera vez de los campesinos milicianos, con sus gorras y
camisas blancas, que, hablando y gritando animados y sudorosos,
trabajaban a la derecha del camino, en un inmenso reducto
cubierto de hierba. Los unos cavaban con azadones, los otros se
llevaban la tierra sobrante sobre unas tablas y los otros no
hacían nada.

Dos oficiales daban órdenes. Al ver a aquellos
campesinos que el nuevo estado militar animaba, Pedro se
acordó otra vez de los heridos de Mojaisk y
comprendió lo que quería decir el soldado cuando le
dijo «que querían lanzar a todo el pueblo». La
vista de aquellos campesinos barbudos, que trabajaban en el campo
de batalla, pesados, con botas que no eran de su pie, con los
cuerpos bañados de sudor, con las camisas abiertas, por
las cuales se veían los huesos de las clavículas,
impresionó más vivamente a Pedro que todo lo que
había visto y sentido hasta entonces respecto a la
solemnidad e importancia del instante presente,

XI

Pedro descendió de su coche y subió a un
collado desde el que se veía el campo de
batalla.

Eran las once de la mañana. El sol, un poco a la
izquierda por detrás de Pedro, a través del aire
puro y suave, iluminaba vivamente un enorme panorama, que se
abría como un anfiteatro ante su vista.

Encima y a la izquierda, rompiendo aquel anfiteatro,
pasaba la carretera de Smolensk, que atravesaba el pueblo de la
iglesia blanca, que se hallaba exactamente debajo, a unos
quinientos pasos delante del collado; era Borodino. La carretera,
más allá del pueblo, atravesaba un puente y,
serpenteando cada vez más, seguía hacia el pueblo
de Valluievo, que se percibía a la distancia de unas seis
verstas. Napoleón se encontraba allí. Detrás
de Valluievo, la carretera desaparecía en el bosque que se
veía amarillear en el horizonte. En aquel bosque de
abetos, a la derecha de la carretera, brillaba al sol la cruz
lejana y el campanario del convento de Kolotzki. Entre toda
aquella lejanía azulada a derecha e izquierda del bosque y
de la carretera, en diversos lugares, se veían las
hogueras humeantes y las masas imprecisas de las tropas rusas y
las del enemigo. A la derecha, a lo largo de los ríos
Kolotcha y Moscova, el país estaba lleno de cavernas y era
muy accidentado. Lejos, en uno de los valles, se divisaban los
pueblos de Bezubovo y Zakharino. Por la izquierda, el terreno era
más regular, con campos de trigo; se veía el pueblo
de Semeonovskoie.

Todo lo que Pedro veía tanto a derecha como a
izquierda era tan impreciso que en ningún sitio encontraba
algo para satisfacer su imaginación. En ninguna parte
descubría aquel campo de batalla que esperaba encontrar;
sólo veía campos, llanuras, tropas, bosques,
cortijos, hogueras, pueblos, collados, torrentes, y Pedro, por
más que mirara, no podía descubrir en aquel paisaje
la posición y tampoco podía distinguir las tropas
rusas de las del enemigo.

«He de informarme con alguien que entienda»,
pensó y se dirigió a un oficial que miraba curioso
su enorme persona, tan poco marcial.

– ¿Quiere usted hacerme el favor de decirme
qué pueblo es aquel de allá abajo, enfrente de
nosotros?

– Burdino, ¿no? – dijo el oficial
dirigiéndose a su compañero.

– Borodino – rectificó el otro.

El oficial, visiblemente contento por la ocasión
que se le presentaba de hablar, se acercó a
Pedro.

-Los nuestros ¿están allá abajo? –
preguntó Pedro.

– Sí, y más lejos están los
franceses. Mire, mire, ¡si se ven! – dijo el
oficial.

– ¿Dónde? ¿Dónde? –
preguntó de nuevo Pedro.

– Se distinguen a simple vista. Mire.

El oficial señalaba el humo que veía a la
izquierda, detrás del río, cuando apareció
en su rostro aquella expresión severa y grave que Pedro
había ya observado en muchos de los rostros que
había visto.

– ¡Ah! ¿Son franceses? Y allá a lo
lejos…-Pedro señaló a la izquierda del collado,
cerca del cual se veían tropas.

-Son los nuestros.

– ¡Ah! ¡Los nuestros!

Pedro señalaba un collado lejano con un gran
árbol, cerca del pueblo que se divisaba en el valle;
allí también se veía humareda de fuegos y
algo que se movía.

– Es «él» también – dijo el
oficial (era el reducto de Schevardin) -. Ayer se encontraban los
nuestros, hoy está «él».

– Así, pues, ¿cuál es nuestra
posición?

– ¡La posición! – dijo el oficial con una
sonrisa de placer -. Le puedo hablar con gran conocimiento de
causa, pues yo soy quien ha construido casi todas las
fortificaciones. ¿Ve? Allá abajo tenemos el centro
de Borodino. ¿Ve aquello? – y señalaba al pueblo
con la iglesia Blanca que se hallaba delante -, ahí
está el paso para atravesar el Kolocha. Allá,
¿lo ve?, allá donde se divisan aquellas gavillas de
heno… Es el puente, es nuestro centro. Aquí tenemos
nuestro flanco derecho – señalaba muy a la derecha, lejos,
hacia los valles-. Allá abajo está el río
Moscova, sobre el que hemos construido tres reductos muy fuertes.
El flanco izquierdo… – El oficial se detuvo -. Verá
usted, eso es muy difícil de explicar. Ayer nuestro flanco
izquierdo se encontraba allá abajo, en Schevardin, donde
está el roble; ahora hemos retrocedido nuestra ala
izquierda hacia atrás. ¿Ve usted el pueblo y la
humareda, allá a lo lejos? Es Semeonovskoie, y mire
allí también – señaló al collado de
Raievski -. Pero no es muy probable que la batalla se dé
aquí. Es para tendernos una celada el hecho de que
«él» haya hecho pasar sus tropas hacia esta
parte; es casi seguro que dará la vuelta, dejando
Moscú a la derecha. Pero es lo mismo, muchos de nosotros
caeremos mañana – acabó el oficial.

– ¡Helos aquí! Llevan… van… usted…
Estarán aquí enseguida – dijeron de pronto las
voces.

Los oficiales, los soldados y los milicianos se
precipitaron a la carretera.

La procesión, que había salido de la
iglesia de Borodino, descendía la cuesta. Delante de
todos, por la polvorienta carretera, marchaba la
infantería, con la cabeza descubierta y los fusiles a la
funerala. Detrás de la infantería se oía el
canto de los sacerdotes. Los soldados y los milicianos corrieron
con la cabeza descubierta, pasando por delante de
Pedro.

– Traen a la Madre de Dios. ¡La protectora!
¡Iverskai…!

– Es Nuestra Señora de Smolensk – corrigió
otro.

Los milicianos, tanto aquellos que se hallaban en el
pueblo como los que trabajaban en la batería, dejaron las
palas y los picos para correr hacia la procesión.
Detrás del batallón que avanzaba por la polvorienta
carretera seguían los sacerdotes con sus casullas. El uno
era viejo y usaba hábito; le acompañaban los
asistentes y los chantres. Detrás de ellos, soldados y
oficiales transportaban una gran imagen de cara morena, muy
decorada. Era la imagen que se habían llevado de Smolensk
y que desde entonces seguía al ejército. Alrededor
de la imagen andaban, corrían y saludaban haciendo
reverencias, con la cabeza descubierta, multitud de
militares.

De pronto, la multitud que rodeaba a la imagen se
apartó y alguien, probablemente algún personaje
importante a juzgar por la prisa con que todos le dejaban sitio,
empujó a Pedro y se acercó a la imagen. Era
Kutuzov, que inspeccionaba la posición. Al entrar en
Tatarinovo se había acercado para asistir a la
acción de gracias. Pedro reconoció a Kutuzov
enseguida por su particular figura, muy distinta de cualquier
otra; su cuerpo enorme, con una larga levita y cargado de
espaldas, la blanca cabeza descubierta y un ojo vacío.
Kutuzov, con su paso cansado y vacilante, penetró dentro
del círculo y se detuvo ante el sacerdote. Se
persignó con un movimiento maquinal, con la mano
tocó hasta el suelo y, suspirando muy profundamente,
inclinó su Blanca cabeza. Benigsen y el séquito
seguían a Kutuzov. A pesar de la presencia del comandante
en jefe, que atraía toda la atención de los
oficiales superiores, los soldados y los milicianos continuaron
rezando sin mirarlo.

Cuando la ceremonia terminó, Kutuzov se
acercó a la imagen y se arrodilló pesadamente con
una gran reverencia, costándole después mucho
levantarse, debido a su obesidad y a su debilidad; su blanca
cabeza se congestionaba con los esfuerzos. Finalmente se
levantó y con expresión infantil e inocente fue a
besar la imagen, y de nuevo saludó con la mano hasta tocar
la tierra. Los generales siguieron su ejemplo, después los
oficiales y después de éstos, empujándose
los unos a los otros, resoplando y con la cara congestionada, los
soldados y los milicianos, a los que por fin les llegó el
turno.

XII

Perdido entre la gente como se hallaba, Pedro
miró a su alrededor.

– Conde Pedro Kirilovich, ¿cómo es que se
encuentra aquí? – dijo una voz.

Pedro buscó a su alrededor.

Boris Drubetzkoi, sacudiéndose el polvo de las
rodillas del pantalón, que se le habían ensuciado,
acercóse sonriendo a Pedro. Boris vestía
elegantemente prendas llenas de marcialidad: usaba una larga
túnica e, igual que Kutuzov, llevaba un largo
látigo atravesado sobre la espalda.

Entre tanto, Kutuzov volvía al pueblo y se
sentaba a la sombra de la casa más próxima, en un
banco que un cosaco le trajo corriendo y que otro se había
apresurado a cubrir con una pequeña alfombra. Un numeroso
y brillante séquito rodeaba al
Generalísimo.

Pedro explicaba su intención de participar en la
batalla y de inspeccionar la posición.

– Lo mejor será que haga usted lo que le digo –
indicó Boris-. Yo le haré los honores del
campamento. Desde donde se encuentra el conde Benigsen
podrá usted verlo todo. Estoy con él; soy agregado.
Le haré un informe y si quiere recorrer la posición
puede venir con nosotros. Iremos primeramente al flanco izquierdo
y volveremos enseguida. Le ruego que me haga el honor de pasar la
noche conmigo. Jugaremos una partida. ¿Conoce usted a
Dmitri Sergueich? Se aloja aquí – y señaló
la tercera casa de Gorki.

-Pero yo quisiera ver el flanco derecho. Dicen que se
halla muy fortificado – dijo Pedro -. Quisiera atravesar el
Moscova y ver toda la posición.

– ¡Oh, eso no puede ser! Lo principal es el flanco
izquierdo.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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