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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 13)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

Después de tanto padecer, el príncipe
Andrés experimentó un bienestar como no
había experimentado desde mucho tiempo antes. Todos los
mejores momentos de su vida, los más felices,
particularmente la infancia más lejana, cuando le
desnudaban y le metían en la cama y la vieja criada le
cantaba mientras le balanceaba, cuando, con la cabeza escondida
entre almohadas, se sentía feliz con la sola conciencia de
la vida. Todos aquellos instantes se le presentaban en su
imaginación no como el pasado, sino como la realidad
presente.

Alrededor de aquel herido cuya cabeza no era desconocida
del príncipe Andrés, los médicos trabajaban.
Le levantaron, procurando calmarle.

– ¡Enseñádmela! ¡Oh, oh,
oh!

Sus gemidos eran interrumpidos por sollozos de espanto y
de resignación ante el dolor.

Al oír aquellos gemidos, el príncipe
Andrés quiso llorar. Y fuera porque moría sin
gloria o porque sentía separarse de la vida, ya fuera a
causa de los recuerdos de su infancia, desaparecidos para
siempre, o bien porque padeciera con el dolor de los demás
y por aquellos plañideros gemidos, hubiera querido llorar
con lágrimas de niño, dulces, casi
alegres.

Enseñaron al herido su pierna cortada, calzada
todavía y con la sangre seca.

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! -lloriqueó
como una mujer.

El doctor, de pie ante el herido, evitaba que
Andrés pudiera verlo, al que se apartó.

«¡Dios mío! ¿Qué es
esto?», se dijo el príncipe
Andrés.

En el hombre desgraciado que lloraba, y al cual acababan
de cortarle la pierna, el príncipe Andrés
creyó reconocer a Anatolio Kuraguin. Sostenían a
Anatolio por la axila, mientras le ofrecían un vaso de
agua, cuyo borde casi no podía coger con sus temblorosos e
hinchados labios. Anatolio sollozaba penosamente.

«¡Sí, es él! ¡Sí,
este hombre está ligado a mí por algo íntimo
y doloroso!», pensó el príncipe Andrés
sin reconocer todavía del todo al que se encontraba
delante de él. «¿Qué lazo existe entre
este hombre, mi infancia y mi vida?», se preguntaba, sin
encontrar respuesta. De pronto un recuerdo nuevo, inesperado, del
dominio de la infancia, puro y amoroso, se presentó al
príncipe Andrés. Recordaba a Natalia tal como la
había visto por primera vez en el baile de 1810, con su
fino cuello, sus brazos, su cara resplandeciente y
asustadísima, dispuesta al entusiasmo, y su amor y su
ternura para con ella se despertaron más fuertes que nunca
en su alma. Ahora recordaba qué lazo existía entre
él y aquel hombre que, a través de las
lágrimas que le inflamaban los ojos, le miraba vagamente.
El príncipe Andrés se acordó de todo: y la
piedad y el entusiasmo y el amor por aquel hombre le llenaron de
alegría el corazón.

El príncipe Andrés no pudo contenerse
más. Lloraba lágrimas dulces, amorosas, por los
demás, por sí mismo, por los errores ajenos, por
los errores propios.

«La misericordia, el amor por los demás, el
amor por los que nos aman, el amor por los que nos odian, el amor
por nuestros enemigos. Sí, este amor que Dios ha predicado
en la tierra es el mismo que me enseñaba la princesa
María y que yo no sabía comprender. Por esto siento
abandonar la vida. He aquí lo que en mí
habría si viviera, pero es ya demasiado tarde, lo
sé.»

XXII

Algunas docenas de miles de hombres vestidos de uniforme
yacían muertos, en distintas posiciones, en los campos
propiedad del señor Davidov y de los campesinos del
Tesoro, en aquellos campos y en aquellos prados donde durante
siglos los campesinos de los pueblos de Borodino, Gorki,
Schevardin y Semeonovskoie recogían sus cosechas y
hacían pastar a sus rebaños.

En las ambulancias y en el espacio de una deciatina, la
hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. La muchedumbre de
heridos y soldados de diversas armas con cara de espanto
marchaban a Mojaisk o hacia Valuievo. Otros, atormentados,
hambrientos y conducidos por sus correspondientes jefes,
avanzaban hacia delante. Otros quedábanse donde estaban y
empezaban a tirar.

Por todos los campos, antes tan bellos y alegres, se
confundían las bayonetas y las humaredas brillantes al
sol, la niebla, la humedad y el acre hedor de la pólvora y
de la sangre. Las nubes se habían acumulado y una lluvia
menuda empezaba a caer sobre los muertos y los heridos y sobre la
gente espantada y cansada, que dudaba ya, como si aquella lluvia
quisiera decir: «¡Basta, basta! ¡Hombres,
deteneos, sosegaos, pensad en lo que
hacéis!»

Los hombres de uno y otro ejército, fatigados,
hambrientos, empezaron a dudar igualmente de si era preciso
continuar matándose los unos a los otros; en todos los
rostros se observaba la vacilación, y cada uno se
planteaba la pregunta: «¿Para qué?
¿Por qué he de matar o ser matado? ¡Matad si
queréis, haced lo que queráis, yo ya estoy
harto!» Hacia la tarde, este pensamiento maduraba por igual
en el alma de cada uno.

Todos aquellos hombres podían, en cualquier
momento, horrorizarse de lo que estaban haciendo, abandonarlo
todo y huir.

Pero, a pesar de que al final de la batalla los hombres
sintieran ya todo el horror de sus actos, con todo y que se
hubieran sentido muy contentos deteniéndose, una fuerza
incomprensible, misteriosa, continuaba reteniéndolos, y
los artilleros, sudando a chorro, sucios de pólvora y de
sangre, reducidos a una tercera parte, sin poderse tener en pie,
ahogándose de fatiga, continuaban conduciendo cargas,
cargando, apuntando, encendiendo la mecha y las balas, que, con
la misma rapidez y la misma crueldad, continuaban volando de una
parte a otra y destrozaban cuerpos humanos. Esta obra terrible,
que se hacía no por voluntad de los hombres, sino por la
voluntad de aquel que dirige a los hombres y al mundo, continuaba
cumpliéndose.

Cualquiera que hubiese visto las últimas filas
del ejército ruso hubiera dicho que los franceses no
tenían que hacer más que un ligero esfuerzo para
aniquilarlo. Cualquiera que viera la retaguardia francesa hubiese
dicho que los rusos no tenían que hacer más que un
pequeño esfuerzo para destruir a los franceses. Pero ni
los franceses ni los rusos hicieron este esfuerzo y el fuego de
la batalla se extinguió lentamente.

Pero aunque el objetivo del ejército ruso hubiera
sido el de aniquilar a los franceses, no hubieran podido hacer
este último esfuerzo, porque todas las tropas rusas
estaban batidas y no había una sola parte del
ejército que no hubiera padecido mucho en la batalla, pues
los rusos, al resistir sin moverse de su sitio, habían
perdido la mitad de su ejército. Los franceses, que
habían conseguido el récord de las victorias
obtenidas en quince años, con la seguridad en la
invencibilidad de Napoleón y la conciencia de que se
habían apoderado de una parte del campo de batalla, que
sólo habían perdido una cuarta parte de sus hombres
y que la guardia, de veinte mil hombres, estaba intacta, los
franceses sí que podían hacer aquel esfuerzo. Los
franceses, que esperaban al ejército ruso para desalojarlo
de sus posiciones, habían de hacer este esfuerzo, pues
mientras los rusos cerraran como antes el camino de Moscú,
el objetivo de los franceses no había podido lograrse y
todos sus esfuerzos y todas sus pérdidas eran
inútiles. Sin embargo, los franceses no hicieron este
esfuerzo. Algunos historiadores dicen que Napoleón
debió haber hecho entrar en acción a su vieja
guardia para ganar la batalla. Decir lo que hubiera pasado si
Napoleón hubiese cedido su vieja guardia es igual que
decir lo que pasaría si el otoño se convirtiera en
primavera. Tal cosa no podía ser y no fue. Napoleón
no dio su guardia no porque lo quisiera así, sino porque
no podía.

Todos los generales, oficiales y soldados del
ejército francés sabían que no podía
hacerlo, porque el espíritu del ejército no lo
permitía.

No era solamente Napoleón el que experimentaba
esa sensación propia de un sueño, de la mano que
cae impotente, sino que todos los generales y todos los soldados
del ejército francés, hubieran participado o no en
el combate, después de la experiencia de todas las
batallas precedentes, en las que el enemigo huía siempre
después de esfuerzos diez veces menores, experimentaba un
sentimiento parecido al horror ante un enemigo que después
de haber perdido la mitad de su ejército, al final de la
batalla continuaba tan amenazador como al principio. La fuerza
moral del ejército francés que atacaba se
había agotado. Los rusos no obtuvieron en Borodino la
victoria que se definía por unos harapos clavados en palos
elevados en el espacio, que se llaman banderas, pero obtuvieron
una victoria moral: la victoria que convence al enemigo de la
superioridad moral de su adversario y de su propia debilidad. La
invasión francesa, cual bestia rabiosa que ha recibido en
su huida una herida mortal, se sentía vencida, pero no
podía detenerse, de la misma manera que el
ejército, dos veces más débil, tampoco
podía ceder. Después del choque, el ejército
francés todavía podría arrastrarse hasta
Moscú, pero allí, por un nuevo esfuerzo del
ejército ruso, había de morir desangrado por la
herida mortal recibida en Borodino.

El resultado directo de la batalla de Borodino fue la
marcha injustificada de Napoleón a Moscú, su vuelta
por el viejo camino de Smolensk, la pérdida de un
ejército de quinientos mil hombres y la de la Francia
napoleónica, sobre la cual se posó en Borodino, por
primera vez, la mano de un adversario moralmente más
fuerte.

Undécima
parte

I

Cuando tocaba a su fin la batalla de Borodino, Pedro
abandonó por segunda vez la batería de Raiewsky y,
con un grupo de soldados, se dirigió a campo traviesa a
Kniazkovo, donde se unió a la ambulancia.

Pero al ver la sangre y oír los gritos y los
gemidos se apresuró a alejarse, confundido con los
soldados. Un solo afán llenaba su alma: salir lo antes
posible de allí, olvidar las horribles impresiones del
día y echarse a dormir tranquilamente en su
habitación, en su cama. Se daba cuenta de que sólo
en condiciones normales de vida podría comprender todo lo
que había visto y experimentado. Pero le faltaban estas
condiciones.

Ni balas ni granadas silbaban ya en el camino, pero por
todas partes veía lo mismo que allá abajo, en el
campo de batalla: las mismas caras atormentadas, llenas de dolor,
extrañamente transfiguradas; la misma sangre, los mismos
capotes… Y oía las mismas descargas de fusilería,
lejanas pero no por eso menos aterradoras. Además, el
polvo y el calor eran asfixiantes.

Pedro y los soldados se dirigieron, a través de
la densa oscuridad, a Mojaisk. Los gallos cantaban cuando
comenzaron a subir la pronunciada cuesta que conducía al
pueblo.

El albergue estaba totalmente ocupado. Pedro pasó
al patio, subió al coche y reclinó la cabeza sobre
los cojines.

Al levantarse al día siguiente ordenó que
enganchasen, pero él atravesó el pueblo a
pie.

Ya las tropas comenzaban a salir de la población,
dejando detrás diez mil heridos. Se los veía en los
patios y en las ventanas de las casas; otros se agrupaban en la
calle. Cerca de las ambulancias se oían gritos,
invectivas, golpes. Pedro ofreció un sitio en su coche a
un general herido al que conocía y le
acompañó hasta Moscú.

El día 30 entró en la ciudad.

Cuando llegó a su casa era noche cerrada. En
él salón halló a ocho personas: el
secretario del comité, el coronel de su batallón,
su administrador y diversos solicitantes que iban a verle para
que los ayudase a resolver sus asuntos. A Pedro le eran
indiferentes aquellos asuntos, de los que no sabía ni una
palabra, y contestó a las preguntas que le dirigieron con
el único fin de librarse de aquellas gentes. Cuando se
quedó solo, al fin, abrió y leyó una carta
de su mujer. Aturdido, empezó a murmurar: «Los
soldados de la batería…, el viejo…, el príncipe
Andrés muerto… La sencillez, la sumisión a
Dios… Hay que sufrir…, la importancia de todo… Mi mujer…,
es preciso ponerse de acuerdo…, hay que comprender y
olvidar…» Y acercándose a la cama se echó
en ella sin desnudarse y se quedó dormido.

Cuando despertó a la mañana siguiente le
aguardaban en el salón diez personas que tenían
necesidad de verle. Pedro se vistió a escape, pero, en
lugar de ir a verlas, bajó la escalera de servicio y por
la puerta de la cochera salió a la calle.

A partir de entonces, y hasta el fin del saqueo de la
ciudad, nadie volvió a verle ni supo dónde se
hallaba, a pesar de que se le buscó por todas
partes.

II

Los Rostov permanecieron en Moscú hasta el
día 1° de septiembre, es decir, hasta la
víspera de la entrada del enemigo.

Por causa de la indolencia del Conde, llegó el 28
de agosto sin que se hubiera llevado a cabo ningún
preparativo de marcha, y los carros que se esperaban, procedentes
de los dominios de Riazán, para llevarse los muebles, no
aparecieron hasta el día 30.

Durante estos tres días, la ciudad entera estuvo
en movimiento, haciendo preparativos. Por la puerta Dorogomilov
entraban diariamente millares de heridos de la batalla de
Borodino, mientras millares de carros cargados de muebles y de
habitantes salían por otras puertas.

Se adivinaba que iba a descargar pronto la tormenta,
volviéndolo todo de arriba abajo, pero hasta el primer
día de septiembre no se verificó ningún
cambio.

Moscú continuaba su vida habitual. Era como el
criminal a quien se lleva al suplicio y que, aun sabiendo que va
a morir, mira sin cesar a su alrededor y se arregla el sombrero,
que lleva mal puesto.

Durante los tres días que precedieron a la
ocupación de Moscú, toda la familia Rostov
trabajó con afán. El jefe, conde Ilia Andreievitch,
iba y venía sin cesar, recogiendo las noticias y rumores
que circulaban, y en la casa daba órdenes superficiales y
apresuradas sobre los preparativos de la huida.

La Condesa se mostraba descontenta de todo; buscaba a
Petia, que huía siempre de ella, y tenía celos de
Natacha, con quien él estaba a todas horas. Sonia era la
única que se ocupaba prácticamente de todo. Pero
Sonia estaba triste y silenciosa. La carta de Nicolás en
que hablaba de la princesa María había inspirado,
en presencia suya, comentarios alegres de la Condesa, que en este
encuentro de su hijo con María veía la mano de
Dios.

-Los esponsales de Bolkonski con Natacha no me
regocijaron – decía -, pero ahora tengo el presentimiento
de que Nicolás se casará con la princesa
María, como es mi deseo. Eso sería sumamente
agradable.

No obstante su dolor, o quizás a causa de
él, Sonia echaba sobre sus hombros todo el peso del
trabajo de la casa, lo cual la tenía ocupada el día
entero. Siempre que el Conde y la Condesa querían dar
órdenes se dirigían a ella. Petia y Natacha no
sólo no ayudaban, sino que molestaban a todo el mundo,
llenando la casa con sus risas, sus gritos y sus discusiones.
Reían y se regocijaban no porque tuvieran motivo para
ello, sino porque eran de carácter alegre y estaban
contentos, y cualquier cosa los hacía reír y
alborotar. Petia se sentía alborozado porque, habiendo
salido de su casa siendo un niño, volvía a ella
convertido en un hombre valeroso. También estaba contento
porque pensaba batirse en Moscú, recuperando así el
tiempo que había perdido en Bielaia-Tzerkov. Y, sobre
todo, lo estaba porque veía a Natacha feliz. Y Natacha
estaba alegre porque había estado triste mucho tiempo,
porque nada le recordaba la causa de su tristeza y porque se
sentía a gusto. Y también porque Petia la admiraba,
y la admiración era para ella un elemento necesario. Los
dos hermanos estaban gozosos también porque se avecinaba
la guerra a Moscú, porque la gente pensaba batirse en las
murallas, porque comenzaba la distribución de armas,
porque todo el mundo corría, porque, en general, pasaban
cosas extraordinarias, y esto divierte siempre a los
jóvenes.

III

EL sábado 31 de agosto todo andaba manga por
hombro en casa de los Rostov. Las puertas estaban abiertas; los
muebles, fuera de sitio; los cuadros y los espejos, descolgados.
En las habitaciones se veían cofres, heno, papel de
embalaje, cuerdas, todo esparcido por el suelo. Los criados iban
sacando las cosas poco a poco. En el patio se cruzaban los carros
vacíos con los ya repletos. Las voces y los pasos de
domésticos y campesinos recién llegados resonaban
en toda la casa. El Conde había salido muy de
mañana. La Condesa, a la que el ruido y el movimiento
producían dolor de cabeza, estaba echada en un
diván con compresas de vinagre en las sienes.

Petia había ido a ver a un amigo con quien
tenía intención de pasar de la milicia al servicio
activo. Sonia presenciaba en la sala el embalaje de cristales y
porcelanas. Natacha estaba sentada en su dormitorio, cuyo
entarimado se hallaba materialmente cubierto de telas, cintas y
chales. Con la mirada fija en el suelo, tenía entre las
manos un vestido viejo, el mismo que se puso para asistir a su
primer baile en San Petersburgo.

Las conversaciones de las doncellas en la
habitación vecina y sus pasos precipitados por la escalera
de servicio la sacaron de sus reflexiones y fue a mirar por la
ventana. Un enorme convoy de heridos se había parado en la
calle. Doncellas, lacayos, domésticas, cocineras,
cocheros, marmitones, de pie junto a la puerta cochera, miraban a
los heridos.

Natacha se echó por los hombros un pañuelo
blanco y salió a la calle. La vieja María
Kouzminichna se había separado de la muchedumbre que se
apiñaba junto a la puerta y hablaba con un joven oficial,
de rostro pálido, que iba echado en una ambulancia.
Natacha avanzó unos pasos sin dejar de sujetar el
pañuelo con ambas manos y luego se detuvo
tímidamente a escuchar lo que decía el
ama.

– ¿De modo que no tiene usted a nadie en
Moscú? – preguntaba -. Entonces estará mejor en una
casa particular. Por ejemplo, en la nuestra. Mis señores
se marchan.

– Ignoro si me lo permitirán. Vea al jefe –
repuso el oficial con voz débil.

Y le señaló un grueso oficial que entraba
en la calle tras la fila de coches.

Natacha contempló asustada el rostro del oficial
herido y corrió al encuentro del mayor.

– ¿Puedo tener heridos en mi casa? – le
preguntó Natacha.

El mayor se llevó una mano a la gorra,
sonriendo.

– ¿A qué se debe ese servicio,
señorita? – dijo guiñando los ojos.

Natacha repitió la pregunta sin turbarse, y su
rostro y toda su persona cobraron, a pesar del pañuelo,
tal seriedad, que el mayor dejó de sonreír y se
quedó pensativo, preguntándose sin duda si aquello
era factible. Luego repuso afirmativamente.

– ¡Oh, sí! ¿Por qué
no?

Natacha le dio las gracias con una leve
inclinación de cabeza y a paso rápido volvió
junto a María Kouzminichna, que seguía al lado del
oficial y le hablaba con acento compasivo.

– ¡Dice que sí, que podemos tener heridos!
– murmuró.

El coche entró en el patio de la casa, y decenas
de coches llenos de heridos le siguieron por indicación de
sus habitantes, deteniéndose junto a las escaleras de las
casas de la calle Proverskaia.

Natacha estaba visiblemente encantada de entrar en
contacto con gentes nuevas en aquellas extraordinarias
circunstancias de la vida, y, ayudada por María
Kouzminichna, procuró hacer entrar en el patio al mayor
número de heridos posible.

– Pero antes habría que pedir permiso a su padre
– objetó María.

– ¡No, no, no vale la pena! Nosotros podemos
ocupar el salón. Que los heridos se instalen en nuestras
habitaciones. Sólo se trata de un día.

– ¡Ah, señorita! No se haga ilusiones. Hay
que pedir permiso incluso para entrar en el pabellón de la
servidumbre.

– Bien, lo pediré.

Natacha corrió a la casa y franqueó de
puntillas la puerta entreabierta; se situó ante el
diván impregnado del olor del vinagre y de las gotas de
Hoffmann.

— ¿Duermes, mamá?

-¡Cualquiera duerme! – repuso la Condesa, que, sin
embargo, acababa de despertarse.

– Mamá querida – dijo Natacha
arrodillándose ante su madre y acercando su cara a la de
ella -, perdona que te haya despertado; no volveré a
hacerlo. Me envía María Kouzminichna. Nos traen
oficiales heridos porque no saben dónde meterlos.
¿Lo permites, verdad? ¡Sí, ya sé que
lo permites! – añadió en el acto.

– ¿De qué oficiales hablas?
¿Quién los ha traído? No te entiendo – dijo
la Condesa.

Natacha se echó a reír. A los labios de su
madre asomó una débil sonrisa.

– Ya sabía yo que lo permitirías. Voy a
decirlo.

Abrazó a su madre, se puso en pie y
salió.

En el salón tropezó con su padre, que
traía malas noticias.

– El club está cerrado; se marcha la
policía – dijo sin poder disimular su despecho.

-Papá, he invitado a los heridos. ¿Verdad
que no te importa?

– No – repuso el Conde, distraído -. Pero
dejémonos de bobadas y ayudemos a embalar las cosas. Hay
que partir mañana mismo.

Después de comer, toda la familia Rostov se
dedicó a embalar objetos y a preparar la marcha con una
actividad febril. El viejo Conde no salió en toda la
tarde. Iba y venía sin cesar del patio a la casa y de la
casa al patio, incitando a los criados a que se dieran prisa. Sus
órdenes contradictorias desorientaban a la pobre Sonia.
Petia daba voces de mando en el patio. Los sirvientes chillaban,
disputaban, alborotaban, corrían a través de las
habitaciones y del patio. Natacha trabajó con el mismo
ardor que ponía en todo. Su intervención
suscitó al principio desconfianza. Se esperaba escuchar de
sus labios alguna broma, y los criados se preguntaban si
deberían obedecerla o no. Pero ella, con su
obstinación y su calor habituales, exigía
obediencia; cuando se la desobedecía se enfadaba o
lloraba, y por fin logró que todos la
escucharan.

Gracias a ella se trabajó con rapidez. Las cosas
inútiles se desechaban, las útiles se embalaban de
la mejor manera posible. Pero, aún así,
llegó la noche sin que estuviera todo preparado. La
Condesa se dormía. Él Conde su fue a la cama,
dejando la marcha para el día siguiente.

Sonia y Natacha se acostaron vestidas en el cuarto
tocador. La noche les trajo por la calle Proverskaia a un herido
nuevo, y María Kouzminichna, que se encontraba junto a la
puerta cochera, le hizo entrar.

«El herido – se dijo – debe de ser persona
importante, porque se le conduce en un coche cerrado.»
Junto al cochero iba sentado un viejo ayuda de cámara de
aire respetable. Detrás, en otro coche, le seguían
un médico y dos soldados.

– Entren si gustan. Los señores se marchan. Toda
la casa quedará vacía – explicó María
Kouzminichna al viejo servidor.

– Nosotros tenemos casa puesta en Moscú –
explicó éste -, pero está lejos y
además no hay nadie.

– Entren, entren, por favor. Aquí hallarán
todo lo necesario – insistió María.

El criado abrió los brazos.

-Antes voy a hablar con el doctor – dijo.

Se apeó de la calesa y se acercó al
segundo coche.

– ¡Bueno! – concedió el
médico.

El criado volvió junto a la calesa,
dirigió una ojeada al interior, bajó la cabeza, se
colocó al lado de María y ordenó al cochero
que entrara en el patio.

– ¡Dios mío! – exclamó
ella.

Luego propuso entrar el herido en la casa.

– Los amos no dirán nada…

Mas, como no se le podía subir por la escalera,
se le condujo al pabellón y allí quedó
instalado. ¡El herido era el príncipe Andrés
Bolkonski!

IV

Fue un domingo, un hermoso y tibio día de
otoño, cuando sonó la última hora de la
ciudad. Las campanas de las iglesias repicaron como en todas las
fiestas llamando a los fieles. Nadie se daba cuenta
todavía de lo que a Moscú le tenía deparado
el destino.

Únicamente los dos barómetros del Estado y
de la sociedad: la plebe (es decir, los pobres) y las
subsistencias, revelaban lo precario de la
situación.

Obreros, criados, campesinos, formando una muchedumbre a
la que se mezclaban funcionarios, seminaristas y gentileshombres,
se dirigieron a primera hora a las Tres Montañas. Pero
convencidos, tras permanecer allí algún tiempo, de
que era inútil esperar a Rostoptchin y de que Moscú
se entregaría, se dispersaron por las tabernas. Los
precios que tenían las cosas aquel día indicaban lo
mal que estaba la situación. El valor de las armas, del
oro, de los coches, de los caballos, subía cada vez
más; en cambio, el de los billetes de Banco y el de los
artículos de primera necesidad bajaba incesantemente.
Determinadas mercancías caras, como el terciopelo, se
vendían a precios irrisorios y, sin embargo, se pagaban
hasta quinientos rublos por un caballo del campo. Muebles,
bronces, espejos, carecían de valor; se cedían
gratis.

Empero, en la vieja y cómoda mansión de
los Rostov se desconocía aún la abolición de
las antiguas condiciones de vida. La numerosa servidumbre
conservaba su fidelidad. Durante la noche desaparecieron tres
hombres, pero ninguno había robado nada, pese a que los
treinta carros que se habían cargado contenían
riquezas incalculables que despertaron la codicia de más
de cuatro. A cambio de ellas se había ofrecido a Rostov
dinero constante y sonante. Y no sólo le ofrecieron sumas
considerables por los carros, sino que también se
prodigaron súplicas. Al despuntar el nuevo día y
durante todo él, los heridos que se alojaban en la casa, e
incluso los de las casas vecinas, enviaron a sus criados a casa
del Conde para pedir un vehículo con que poder salir de la
ciudad. El mayordomo a quien se dirigieron estas demandas se
compadecía de los heridos, pero se negó a
complacerlos bajo pretexto de no atreverse a hablar de ello con
el Conde. Porque era evidente que, de haberles cedido un carro,
hubiera tenido que ceder muy pronto otro, y luego el tercero, y
así sucesivamente hasta el último, sin mencionar
los coches de los señores. Treinta carros no bastaban, en
realidad, para el transporte de tantos heridos, y por eso el
mayordomo decidió pensar primero en él y en la
familia.

Lo hacía en beneficio de sus amos.

Por la mañana, el primero que salió de su
habitación, sin hacer ruido, para no despertar a la
Condesa, que se había dormido de madrugada, fue el conde
Ilia Andreievitch. Los carros, ya cargados, se hallaban en el
patio; los coches, delante de la escalera de entrada. El
mayordomo, de pie junto a ella, hablaba con un viejo asistente y
con un pálido y joven oficial que llevaba un brazo en
cabestrillo. Al divisar al Conde, el mayordomo les ordenó
con un gesto severo que se alejaran.

-Bien, Vassilitch; ¿está todo
dispuesto?-preguntó el Conde enjugándose la calva y
mirando, benévolo, al asistente y al oficial, a los que
saludó con una inclinación de cabeza, porque le
gustaba ver caras nuevas.

– Sí, Excelencia. Vamos a enganchar
enseguida.

– ¡Bien! La Condesa despertará; luego
partiremos con la ayuda de Dios. ¿Qué desean
ustedes, señores? – agregó dirigiéndose
especialmente al oficial -. ¿Son ustedes de
casa?

El oficial avanzó. Su rostro había
enrojecido de pronto.

– Conde, se lo suplico… Le ruego…, en nombre de
Dios…, que me permita acompañarle. Como nada poseo, no
me importa ir dondequiera que sea. En el carro de los
equipajes…, encima de ellos…, donde usted
disponga.

El asistente dirigió la misma súplica al
Conde en nombre de su superior.

– ¡Ah, sí! ¡Con mucho gusto! – se
apresuró a responder Ilia Andreievitch -. Vassilitch, da
las órdenes. Di que se vacíen dos carros,..,
aquellos de allá abajo. Haz todo lo que sea
preciso.

La calurosa expresión de agradecimiento que
adquirió la fisonomía del oficial le afirmó
en su decisión, y dirigió una ojeada a su
alrededor. En el patio, en la puerta cochera, en las ventanas del
pabellón, vio soldados y heridos. Todos le miraron cuando
se acercó a la puerta.

– Pase a la galería, Excelencia – dijo el
mayordomo -. ¿Qué debo hacer con los
cuadros?

El Conde repitió la orden de no negar sitio en
los carros a los heridos que desearan salir de la
ciudad.

– Se puede quitar alguna cosa – dijo con un acento muy
dulce, en voz baja, como si temiera ser oído.

Cuando la Condesa se despertó eran las nueve.
Matrena, la vieja doncella que la asistía, le
comunicó que el Conde, en su bondad, dio orden de que
descargasen algunos carros para facilitar el traslado de los
heridos. La Condesa mandó llamar a su marido.

– ¿He oído bien, amigo mío?
¿Por qué se descargan los carros?

– ¡Ah, querida…! Pensaba decírtelo…
Verás. Ha venido un oficial a pedirme que le cediera unos
cuantos vehículos de transporte para los heridos… Los
objetos pueden volver a comprarse, ¿comprendes?, y ellos
no pueden quedarse aquí. Ten presente que los hemos
invitado a alojarse en nuestra casa y que están en el
patio…

El Conde dijo todo esto con timidez.

La Condesa estaba habituada ya a aquel tono que
precedía siempre a un proyecto ruinoso para sus hijos: la
construcción de una galería, de un invernadero, de
un teatro o de una sala para una orquesta. Estaba acostumbrada,
pues, y consideraba su deber contradecirle cuando se expresaba
con aquella voz temblorosa. De modo que en esta ocasión
dijo a su marido, adoptando un aire de tímida
sumisión:

– Escucha, querido: nos has colocado en una
situación tal que ya nadie quiere dar nada por la casa y
ahora te empeñas en perder también toda la fortuna
de tus hijos. Tú mismo has dicho que todavía nos
quedan objetos por valor de cien mil rublos. Yo no puedo
consentir que se pierdan. Deja que el Gobierno se ocupe de los
heridos. Mira delante de ti; los Lapukhin se llevaron ayer cuanto
les pertenecía. Es lo que hacen todos, porque no son
tontos como nosotros. Si no tienes compasión de mí,
tenla al menos de tus hijos.

El Conde agitó las manos y salió sin
pronunciar una sola palabra.

– ¿Qué hay, papá? – preguntó
Natacha, que entraba en aquel momento en la habitación de
su madre.

– Nada. ¡Nada que te concierna! – exclamó
el Conde, irritado.

– No, pero lo he oído todo. ¿Por
qué no consiente mamá?

– ¿Qué te importa a ti? – volvió a
gritar el Conde.

Natacha se acercó a la ventana y se quedó
pensativa.

-Padre, ahí llega Berg – anunció
después de mirar a la calle.

Berg, el yerno de Rostov, era ya coronel, condecorado
con la orden de San Vladimiro y de Ana, y ocupaba siempre la
misma posición, tranquila y agradable, de ayudante del
jefe de Estado Mayor del segundo cuerpo de
ejército.

El 1° de septiembre había salido para
Moscú.

Llegó a casa de su suegro en su cochecito, limpio
y reluciente, tirado por un par de caballos bien alimentados,
dignos del carruaje de un príncipe. Cuando se detuvo en el
patio, dirigió una atenta ojeada a los carros y a la
puerta de entrada, sacó un limpísimo pañuelo
del bolsillo y se hizo un nudo. Luego atravesó la
antecámara y entró en el salón andando como
un pato. Allí abrazó al Conde, besó las
manos de Sonia y de Natacha y se informó del estado de
salud de su suegra.

La Condesa se levantó en este momento del
diván, con aire sombrío y descontento. Berg se
precipitó a su encuentro para besarle la mano, se
volvió a informar del estado de su salud y, después
de expresarle con un ademán su compasión, se detuvo
junto a ella.

– Sí, madre; es verdad. Los tiempos son tristes y
penosos para todos los rusos. Pero no hay que inquietarse con
exceso. Aun les queda tiempo para partir…

– No comprendo qué demonios hacen los criados –
se quejó la Condesa dirigiéndose a su marido -.
Acaban de decirme que no hay nada listo todavía. Es
preciso que alguien se encargue de dirigir. ¡Acabemos de
una vez!

El Conde quiso decir algo, pero se abstuvo.

Se levantó de la silla y se acercó a la
puerta.

Berg se sacó en este momento el pañuelo
del bolsillo como si fuera a sonarse, y al ver el nudo se
quedó pensativo. A continuación inclinó la
cabeza y dijo grave y tristemente:

-Padre, deseo pedirle algo muy importante.

El Conde frunció las cejas.

– Habla con tu madre. Yo no mando
aquí.

– Se trata de Vera… He adquirido para ella un armario
y un tocador maravillosos…, ya sabe usted cuánto le
gustan a ella estas cosas, y quisiera que me dejara usted
disponer de uno de esos campesinos que he visto en el patio para
que los transportara…

– ¡Bah! ¡Id al diablo! La cabeza me da
vueltas. – Y el Conde salió de la
habitación.

La Condesa se echó a llorar.

– Sí, mamá. Vivimos días muy duros
– dijo Berg.

Natacha salió tras su padre. Primero le
siguió, luego reflexionó un momento y echó a
correr escaleras abajo.

Petia estaba en la calle, se ocupaba del armamento de
los campesinos que salían de Moscú.

En el patio estaban todavía los
carros.

Dos estaban vacíos. Un oficial, ayudado por su
asistente, subía a uno de ellos.

– ¿Sabes la causa? – preguntó
Petia.

Natacha comprendió que preguntaba por qué
habían reñido sus padres. Sin embargo, no
contestó.

– Papá quería ceder nuestros carros a los
heridos – explicó su hermano-. Me lo ha dicho
Vassilitch.

– ¡Oh! ¡Es una mala acción, una
cobardía! – exclamó de pronto Natacha -. Algo que
no tiene nombre. ¿Acaso somos alemanes? – En su garganta
temblaban los sollozos y, temiendo dejar escapar alguno en su
cólera, volvió a Petia la espalda y echó a
correr.

Sentado junto a la Condesa, Berg la consolaba con
palabras respetuosas; el Conde, con la pipa en la mano, paseaba
por la habitación. De pronto entró Natacha como un
huracán, con el semblante transfigurado por la ira, y se
acercó a su madre.

– ¡Es una cobardía! – exclamó -. No
es posible que tú hayas ordenado eso.

Berg y la Condesa la miraron con asombro,
asustados.

-Mamá, eso no puede ser. Mira al patio. ¡Se
quedan!

– Pero, ¿qué te pasa? ¿De
quién hablas? ¿Qué quieres?

– ¡De los heridos! Es imposible, mamá…
Mamá, palomita, dime que no es cierto. ¿Qué
importa que se queden aquí los muebles? Mira al patio.
¡No, mamá, no es posible!

El Conde estaba junto a la ventana y, sin volver la
cabeza, escuchaba lo que decía Natacha.

La Condesa miró a su hija, reparó en su
emoción, en su semblante avergonzado y comprendió
por qué no estaba su marido de su parte. Con un gesto de
perplejidad miró a su alrededor.

– ¡Dios mío! Hacéis de mí
cuanto queréis. ¿De qué os privo yo? –
exclamó sin ceder del todo.

– ¡Madrecita, paloma mía,
perdóname!

La Condesa rechazó a su hija y se aproximó
al Conde.

– Manda lo que sea conveniente, amigo mío –
murmuró bajando los ojos-. Yo no sé…

– ¡Claro! ¡Los polluelos enseñando a
la gallina! – dijo el Conde derramando lágrimas de
alegría.

Y abrazó a su mujer, que ocultó en su
pecho el avergonzado rostro.

– Padrecito, madrecita, ¿puedo dar
órdenes? – interrogó Natacha -. Nos llevaremos lo
más indispensable.

El Conde afirmó con un ademán y Natacha
pasó de la sala a la antecámara a buen paso, y de
la escalera al patio.

Los criados, reunidos a su alrededor, no dieron
crédito a la extraordinaria orden que les
transmitió hasta que, en nombre de su mujer, el mismo
Conde la confirmó, diciéndoles que vaciasen los
carros para los heridos y que transportasen los cofres y las
cajas a la bodega. En cuanto comprendieron la orden, los criados
se aprestaron a cumplirla con verdadero afán. Así
como un cuarto de hora antes encontraban natural llevarse los
muebles y abandonar a los heridos, ahora les parecía
lógico lo contrario.

Los heridos salieron de las habitaciones y, con la
alegría reflejada en sus pálidos rostros, subieron
a los carros.

El rumor se propaló hasta las casas vecinas, y
los heridos que se hallaban en ellas acudieron a casa de los
Rostov. Varios pidieron que no se descargasen los carros,
diciendo que ellos se colocarían encima; pero la
resolución de vaciarlos ya estaba tomada y se
ejecutó sin vacilaciones. Los cajones llenos de vajilla,
de bronces, de cuadros, de espejos, todo ello embalado tan
cuidadosamente la noche anterior, se depositaron en el patio, y
todavía se estudiaba la posibilidad de vaciar nuevos
carros.

– Pueden utilizarse cuatro más – declaró
el administrador -. Yo cedo el mío.

-Dad también el destinado a mi ropa – dijo la
Condesa.

Dicho y hecho. No solamente se cedió el carro de
ropa, sino que se mandó por más heridos a dos casas
vecinas. Todos los familiares y domésticos se
sentían contentos y animados. Natacha era presa de una
animación entusiasta y gozosa que hacía largo
tiempo no experimentaba.

– ¿Dónde hay una cuerda? – preguntaban los
criados mientras colocaban una caja en la parte trasera del
coche-. Debimos dejar un carro desocupado por lo
menos.

-Pues ¿qué hay dentro de la
caja?-preguntó Natacha.

– Los libros del Conde.

– ¡Bah! Vassilitch lo arreglará. No son
necesarios. El carro ya está lleno. ¿Dónde
se colocará Pedro Ilitch?

– Junto al cochero.

– ¡Petia! Tú te sentarás junto al
cochero – le gritó Natacha.

Tampoco Sonia permanecía un momento inactiva.
Pero el objeto de su actividad era distinto al de Natacha. Ella
arreglaba los objetos que iban a dejarse. Hacía con ellos
una lista, de acuerdo con los deseos de la Condesa, y trataba de
llevarse la mayor cantidad de cosas posible.

V

A las dos, cuatro coches de los Rostov esperaban,
enganchados y dispuestos a ponerse en camino, ante la puerta de
entrada. Los carros llenos de heridos salían ya, uno tras
otro, del patio. La calesa del príncipe Andrés
llamó la atención de Sonia, que, con ayuda de una
doncella, preparaba un asiento para la Condesa en un gran coche
detenido ante los peldaños de la entrada.

– ¿De quién es esa calesa? –
preguntó Sonia asomándose a la
ventanilla.

– ¿No lo sabe, señorita? – contestó
la doncella -. De un Príncipe herido. Llegó anoche
y parte con nosotros.

– Pero ¿quién es? ¿Cómo se
llama?

— Es «nuestro» antiguo prometido, el
príncipe Bolkonski – repuso la doncella suspirando -.
Dicen que está muy grave.

Sonia se apeó de un salto y corrió junto a
la Condesa. Ésta, vestida ya de viaje, con chal y
sombrero, paseaba inquieta por el salón, donde, una vez
cerradas las puertas, rezaría con toda la familia las
últimas oraciones. Natacha no se encontraba a su
lado.

– Mamá – dijo Sonia -, el príncipe
Andrés está aquí. Le han herido de gravedad.
Parte con nosotros.

La Condesa abrió unos ojos asustados, asió
a Sonia de la mano y volvió la cabeza.

La noticia tenía, lo mismo para ella que para
Sonia, una importancia extraordinaria, pues, como conocía
bien a Natacha, temían el efecto que la novedad
podía producirle, y este temor ahogaba en ellas la
compasión que hubiera podido inspirarles un hombre al que
estimaban.

– Natacha no sabe nada todavía, pero el
Príncipe nos acompaña.

– ¿Dices que está herido de
gravedad?

Sonia hizo un ademán afirmativo.

La Condesa la abrazó llorando.

«Los caminos del Señor son
intrincados», pensó dándose cuenta que en
todo lo que estaba sucediendo se manifestaba la mano todopoderosa
que se oculta a las miradas de los hombres.

– Mamá, todo está a punto – dijo Natacha
entrando en la habitación con rostro animado, y
preguntó, mirándola -. ¿Qué
tienes?

– Nada. Si todo está a punto,
partamos.

La Condesa bajó la cabeza para disimular su
turbación. Sonia cogió a Natacha por la cintura y
le dio un abrazo.

Natacha la miró con un gesto de
curiosidad.

– ¿Qué tienes? ¿Qué ha
sucedido?

– Nada… Nada…

– ¿Es algo malo para mí?
¿Qué ocurre? -preguntó la perspicaz
Natacha.

Sonia suspiró, sin contestar. La Condesa se
dirigió a la sala de los iconos y Sonia la halló
arrodillada delante de las pocas cruces que todavía
pendían de las paredes. Se llevaban los iconos más
preciosos por estar de acuerdo con la tradición de la
familia.

Como suele ocurrir, en el último momento se
olvidaron de infinidad de cosas. El viejo cochero Eufemio, el
único que inspiraba confianza a la Condesa, estaba ya
sentado en su elevado asiento y ni siquiera volvía la
cabeza para ver lo que sucedía a su alrededor. Su
experiencia de treinta años de servicio le decía
que tardarían en decirle: «¡Con la ayuda de
Dios!» y que, después de decírselo, le
obligarían a detenerse por lo menos un par de veces, para
que fuera por los paquetes olvidados, todo ello antes de que la
Condesa se asomase a la portezuela y le suplicara en nombre de
Cristo que llevara cuidado cuando llegase a las cuestas. Eufemio
sabía todo esto, y porque lo sabía, haciendo
más acopio de paciencia que los caballos (uno de los
cuales, sobre todo Sokol, el de la derecha, tascaba el bocado y
hería la tierra con los cascos), aguardaba los
acontecimientos. Por fin se sentaron todos los viajeros, se
levantó el estribo del coche y se cerró la
portezuela. Se envió a buscar un cofrecito. La Condesa
asomó la cabeza por la ventanilla y dijo lo que
hacía al caso. Eufemio se quitó lentamente el
sombrero y se santiguó. El postillón y los criados
le imitaron: «¡Con Dios!», dijo Eufemio
poniéndose el sombrero.

– ¡Adelante!

Nunca había experimentado Natacha un sentimiento
de alegría tan intenso como el que experimentaba entonces,
sentada en el coche, al lado de la Condesa y mirando las murallas
del abandonado y revuelto Moscú, que desfilaban lentamente
ante sus ojos. De vez en cuando sacaba la cabeza por la
ventanilla y recorría con la vista el largo convoy de
heridos que les precedía.

Pronto distinguió la capota de la calesa del
príncipe Andrés, sin saber a quién
conducía. Pero, cada vez que observaba el convoy, la
buscaba con la mirada. En Kudrino, a la altura de las calles
Nikitzkaia, Presnia y el bulevar Podnovinski, el convoy de los
Rostov encontró otros convoyes parecidos, y en la calle
Sadovia los carros y los coches marchaban ya en dos
filas.

Al doblar la esquina de la calle Sukhareva, Natacha, que
miraba con curiosidad a las personas que pasaban junto a ella, a
pie o en coche, exclamó con asombro, llena de
alegría:

– ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Mirad!
¡Es él!

– ¿Quién?

– ¡Bezukhov! ¡Sí, no cabe
duda!

Y Natacha sacó la cabeza por la ventanilla para
mirar a un hombre de aventajada estatura, grueso, vestido de
cochero, que, a juzgar por su aspecto, era un señor
disfrazado. A su lado iba un viejo de cara amarilla e imberbe,
con un capote de lana echado sobre los hombros. Se acercaban al
arco de la torre Sukhareva.

-Es Bezukhov en caftán, acompañado de un
viejo desconocido. Estoy segura. ¡Mirad, mirad!

– No, no es él. No digas bobadas.

-Mamá, apostaría la cabeza a que es
él. ¡Para, para! – gritó Natacha al cochero.
Pero el cochero no pudo parar porque por la calle seguían
bajando carros y coches y se increpaba al convoy de Rostov para
que avanzara y dejase el paso libre a los otros.

En efecto, al fin, y aunque ya estaba mucho más
distante, todos los Rostov vieron a Pedro, o a una persona muy
parecida a él, vestido de cochero, que subía por la
calle con la cabeza gacha y el rostro grave, acompañado de
un viejecillo sin barba que tenía aire de criado. El viejo
reparó en el rostro pegado a la ventanilla, en sus ojos
fijos en él, y, tocando respetuosamente el codo de Pedro,
le dijo unas palabras y le señaló el coche. Pedro
tardó en comprender lo que le quería decir, tan
absorto estaba en sus pensamientos; luego miró en la
dirección que su acompañante le indicaba. Al
reconocer a Natacha se dirigió al coche, obedeciendo a un
primer impulso. Pero después de dar varios pasos se
detuvo. Era evidente que acababa de recordar algo. En el rostro
de Natacha brillaba una ternura burlona.

– ¡Venga acá, Pedro Kirilovich! ¡Le
hemos reconocido! ¡Es asombroso! – exclamó
tendiéndole la mano -. ¿Por qué va usted
vestido de esta manera?

Pedro tomó la mano que se le tendía y, sin
detenerse, porque el coche seguía avanzando, la
besó con torpeza.

– ¿Qué le sucede, Conde? – preguntó
la Condesa con acento sorprendido y compasivo.

– No me lo pregunte – contestó Pedro; y se
volvió a Natacha, cuya mirada alegre y brillante, que
sentía sin verla, le atraía.

– ¿Acaso piensa quedarse en
Moscú?

Pedro calló un instante. Luego repuso,–
¿En Moscú? Sí, en Moscú.
Adiós.

– ¡Ah, cómo me gustaría ser hombre!
Si lo fuera, me quedaría con usted – declaró
Natacha -. ¡Mamá, permíteme que me
quede!

Pedro la miró con aire distraído y Natacha
quiso decir algo, pero la interrumpió la
Condesa:

– Sabemos que estuvo usted en la batalla.

– Sí – replicó Pedro -. Mañana se
librará otra… – comenzó a decir. Pero le
interrumpió Natacha:

– ¿Qué tiene, Conde? Le encuentro muy
cambiado…

– ¡Ah!, no me lo pregunte, no me lo pregunte. Ni
yo mismo lo sé. Mañana… Bueno, adiós,
adiós. ¡Vivimos días terribles!

Y, separándose del coche, subió a la
acera.

Natacha volvió a asomar la cabeza por la
ventanilla y le miró largo rato con una sonrisa tierna,
alegre, un poco burlona.

VI

En la noche del lº de septiembre, Kutuzov dio orden
a las tropas rusas de retroceder por el camino de Riazán
hasta más allá de Moscú.

Las primeras tropas echaron a andar de noche. Durante
esta marcha nocturna no se apresuraron; avanzaban lentamente y en
buen orden. Mas, al salir el sol, las que estaban ya cerca del
puente Dragomilov vieron ante ellas, y al otro lado, grandes
masas de hombres que inundaban calles y callejones y se daban
prisa por alcanzar el puente. Entonces se apoderaron de las
tropas rusas una prisa y una turbación inmotivadas. Todos
se lanzaron hacia delante, se dispersaron por el puente, hacia el
muelle, hacia las embarcaciones. Kutuzov había ordenado
que se le condujera por calles apartadas al otro lado del
Moscova.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana, no
quedaban ya en el arrabal Dragomilov más que tropas de
retaguardia. Todo el ejército se hallaba ya al otro lado
del río, más allá de
Moscú.

El mismo día y a la misma hora, Napoleón
se hallaba con sus tropas en el monte Poklonnaia y contemplaba el
espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Desde el 26
de agosto hasta el 2 de septiembre, desde la batalla de Borodino
hasta la entrada del enemigo en Moscú, durante toda
aquella semana extraordinaria y memorable, hizo ese tiempo
magnífico en otoño que siempre sorprende: el sol
calienta más que en primavera, todo brilla en la
atmósfera ligera y pura, el pecho respira con placer los
perfumes de la estación, las noches son tibias y, cuando
llega la oscuridad, caen del cielo a cada instante estrellas
doradas.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana,
hacía un tiempo parecido. Una luz fantástica lo
inundaba todo. Moscú se extendía ante el monte
Poklonnaia con su río, sus jardines, sus
iglesias, y parecía poseer una vida propia con sus
cúpulas que centelleaban como astros bajo los rayos del
sol.

A la vista de este esplendor desconocido, de aquella
arquitectura singular, Napoleón sintió esa
curiosidad un poco envidiosa e inquieta que experimentan las
gentes al contemplar formas de vida que desconocen.

Todos los rusos, cuando miran la ciudad de Moscú,
ven en ella una madre; los extranjeros que la observan no
perciben su condición de madre, pero sí su
carácter de mujer. Y Napoleón advirtió todo
esto.

«Ciudad asiática, de innumerables iglesias,
Moscú la Santa… He ahí, por fin, la famosa
población. Ya era hora», dijo. Y bajando del caballo
ordenó que se desplegase ante él el plano de la
ciudad y llamó al traductor Lelorme d'Ideville. «Una
ciudad ocupada por el enemigo se parece a la doncella que ha
perdido el honor», pensaba, lo mismo que había
pensado en Tutchkov y en Smolensk. Y en esta disposición
de espíritu examinaba a la bella oriental, a aquella
desconocida extendida a sus pies. A él mismo le
parecía raro ver satisfechos unos deseos que le
habían parecido irrealizables. A la clara luz matinal
miraba ora a Moscú, ora al plano, observando sus detalles,
y la seguridad de su posesión le conmovía y le
asustaba a la vez.

– Que me traigan a los boyardos – ordenó
después dirigiéndose a su
quito.

Un general partió al punto al galope.

Transcurrieron dos horas justas. Napoleón se
había desayunado y se hallaba en el mismo lugar que antes
en el monte Poklonnaia, mientras aguardaba a los boyardos. En su
imaginación se dibujaba con claridad el discurso que
pensaba dirigirles. Este discurso estaba lleno de esa dignidad y
esa grandeza tan propias del gran guerrero. Sin embargo, sus
mariscales y sus generales sostenían a media voz una
discusión agitada en las últimas filas del
séquito. Porque las personas que habían ido en
busca de los señores rusos volvían con la noticia
de que la ciudad estaba desierta, de que todo el mundo se
había marchado. Los rostros estaban pálidos y
conmovidos. No era el vacío de la ciudad ni la partida de
los habitantes lo que los asustaba, no obstante la
impresión que ello les producía. Lo que sobre todo
los inquietaba era tener que comunicar la noticia al Emperador.
¿Cómo enterar a Su Majestad de aquella
situación terrible, que ellos juzgaban ridícula?
¿Cómo decirle que no debía esperar a los
boyardos y que en la ciudad no había más que una
multitud de borrachos? Unos opinaban que, costara lo que costase,
había que presentarle una diputación cualquiera.
Otros rechazaban esta idea y juzgaban que lo mejor era ir
diciendo con prudencia y precaución toda la verdad al
Emperador.

– Sí, es preciso comunicárselo enseguida –
dijo un oficial de su séquito -. Pero,
señores…

La situación era tanto más penosa cuanto
que, mientras elaboraba sus planes magnánimos, el
Emperador iba y venía febrilmente, mirando de vez en
cuando el camino de Moscú y sonriendo con orgullosa
alegría.

– Es imposible – decían alzando los hombros los
oficiales, sin decidirse a pronunciar aquellas palabras que
equivalían a una sola.
«Ridículo».

En este momento, el Emperador, cansado de esperar y
dándose cuenta por instinto de que el momento sublime se
prolongaba demasiado, comenzó a impacientarse e hizo un
movimiento con la mano. Sonó un cañonazo y las
tropas que rodeaban Moscú se lanzaron hacia los arrabales
de Iverskaia, Kalujskaia y Dragomilov. Dejándose
atrás unas a otras, las fuerzas avanzaban a toda prisa,
desaparecían bajo las nubes de polvo que ellas mismas
levantaban y llenaban el aire con sus gritos.

Arrastrado por su ejército, Napoleón
llegó con él a los arrabales, pero allí se
detuvo de nuevo, se apeó del caballo y anduvo largo tiempo
junto a las murallas del Kamer College en espera de los
representantes de la ciudad.

Pero Moscú estaba desierto. Todavía
quedaba en la ciudad una pequeña parte de la
población, pero estaba vacía, abandonada, como
colmena sin reina.

VII

Las tropas de Murat entraron a las cuatro de la tarde.
Aunque hambrientos y reducidos a la mitad, los soldados franceses
desfilaron en buen orden. Era un ejército fatigado,
maltrecho, pero temible todavía y listo para el
combate.

Todo acabó, empero, cuando se instalaron en las
casas. El ejército dejó de serlo en cuanto
entró en las suntuosas mansiones desocupadas. A partir de
entonces ya no estuvo formado por soldados ni tampoco por
habitantes, sino por una cosa intermedia que recibió el
nombre de merodeadores. Cuando, cinco semanas después,
estos hombres salieron de Moscú, ya no constituían
un ejército, sino una banda de forajidos que se llevaba
consigo lo que juzgaba más valioso o necesario. Ya no
anhelaban conquistar, sino conservar lo robado. Como simio que
luego de meter el brazo en una vasija de cuello estrecho y de
coger un puñado de nueces del fondo, no quiere abrir la
mano para no dejar caer su presa, los franceses, a su salida de
Moscú, debían perecer fatalmente, porque
arrastraban tras de sí el producto de su saqueo. Abandonar
lo que habían robado era tan imposible para ellos como
para el simio abrir la mano llena de nueces.

Diez minutos después de la entrada de un
regimiento francés en un distrito cualquiera de
Moscú, no quedaba un solo soldado ni oficial. Por las
ventanas de las casas se veían hombres uniformados que
iban gritando por las habitaciones.

Estas mismas gentes buscaban un botín en las
bodegas y en los sótanos. Al entrar en los patios
abrían las puertas de las cocheras y de las cuadras;
encendían fuego en las cocinas; guisaban con los brazos
arremangados, asombrados y divertidos; acariciaban a mujeres y
niños. En los comercios, en las casas, en todas partes se
veían los mismos hombres. El ejército no
existía ya.

Los oficiales franceses dictaron inmediatamente
órdenes diversas destinadas a impedir que las tropas se
dispersaran por la ciudad, prohibiendo bajo severas penas
cualquier clase de violencia contra sus habitantes, todo lo cual
se repitió por la tarde en un llamamiento general; pero, a
pesar de todas las prohibiciones y medidas, los hombres que
formaban el ejército se diseminaron por una ciudad
opulenta y vacía, en la que abundaban las comodidades y
las reservas. Como ganado hambriento que marcha unido por un
campo yermo, pero que se separa en cuanto se tropieza buenos
terrenos de pasto, se esparcieron aquellas tropas por la
ciudad.

Los franceses atribuyen el incendio de Moscú al
feroz patriotismo de Rostoptchin; los rusos, al salvajismo de los
franceses. En realidad, las causas del incendio de Moscú
fueron fortuitas, aun cuando se quieran atribuir a un elevado
personaje. Moscú ardió porque tenía que
arder. Cualquier ciudad que estuviera en sus condiciones y que
fuese, como ella, de madera, hubiera ardido lo mismo, a pesar de
sus ciento treinta bombas contra incendios. Moscú
tenía que arder después de quedarse sin habitantes.
Era un hecho tan inevitable como la inflamación de un
montón de paja sobre el que por espacio de varios
días cayeran chispas sin cesar. Una ciudad de madera en la
que, cuando se encontraban en ella sus habitantes y su
policía, había incendios diariamente, no
podía dejar de incendiarse cuando no solamente se hallaba
abandonada, sino que albergaba soldados que fumaban en pipa, que
hacían hogueras con las sillas del Senado en la plaza del
mismo nombre y que guisaban en el exterior sus dos comidas
diarias.

Aun en tiempo normal, basta que las tropas se alojen en
una población para que aumente enseguida el número
de incendios. ¿Cómo, pues, no habían de
aumentar enormemente las probabilidades de combustibilidad en una
ciudad vacía, de madera, que ocupaba un ejército
extranjero? Por ello no se puede hablar del patriotismo feroz de
Rostoptchin ni del salvajismo de los franceses. Moscú
ardió a causa de las pipas, de las cocinas, de la falta de
precaución de los soldados y de la indiferencia de los
habitantes, que no eran propietarios de sus casas. Moscú,
entregado al enemigo, no quedó intacto como Berlín,
como Viena, etc., porque los moscovitas no sólo no dieron
el pan y la sal y las llaves de la ciudad a los franceses, sino
que, además, la abandonaron.

La dispersión del ejército, ocurrida el
día 2 de septiembre, no se extendió hasta por la
tarde al distrito habitado por Pedro. Éste se hallaba en
un estado muy próximo a la locura después de dos
días de aislamiento y de vivir en condiciones
extraordinarias. Una sola idea le dominaba. No sabía por
qué ni desde cuándo, pero este pensamiento le
obsesionaba con una fuerza tal que no comprendía nada; no
se daba cuenta de lo que veía ni oía; vivía
como en sueños.

No había dejado su casa más que para huir
de las complicaciones que, dada su situación, no era capaz
de desenredar.

Cuando, después de comprar el caftán
(únicamente para participar en la proyectada defensa de
Moscú) encontró a los Rostov y habló con
Natacha, que le dijo: «¡Ah!, ¿Se queda usted?
Bien hecho», le pareció que, en efecto, hacía
bien en quedarse y en participar del destino de la
ciudad.

Al día siguiente llegó hasta la muralla de
las Tres Montañas animado por la única idea de
hacer todo lo posible para no dejarlos escapar. Mas cuando
regresó a su casa convencido de que Moscú no se
defendería, se dio cuenta de que lo que poco antes
había sido una posibilidad era ahora necesario e
inevitable. Debía permanecer en Moscú ocultando su
nombre y salir al encuentro de Napoleón para matarle.
Entonces perecería o pondría fin a la desgracia de
toda Europa, que, según él, procedía
únicamente del Emperador.

Pedro conocía todos los detalles del atentado que
un estudiante alemán llevó a cabo en Viena contra
Bonaparte en 1809 y sabía que dicho estudiante fue
fusilado. Pero el peligro de muerte que suponía el
proyecto le excitaba más todavía.

Dos sentimientos igualmente fuertes atraían a
Pedro a este móvil: primero la necesidad de sacrificarse,
de sufrir, de participar de la desgracia general, sentimiento que
el día 25 le había conducido a Mojaisk, al
corazón mismo de la batalla, y que le movía ahora a
vivir fuera de su casa sin el lujo y las comodidades que siempre
había tenido, a dormir vestido en un diván duro y
comer lo mismo que sus criados.

El otro sentimiento era ese vago impulso interior,
exclusivamente ruso, que lleva al hombre de esta nacionalidad a
despreciar todo lo que es un estado artificioso, todo lo que la
mayoría considera como el bien supremo de la
vida.

Como sucede siempre, el estado físico de Pedro
coincidía con su estado normal. Los malos alimentos, a los
que no estaba acostumbrado; el aguardiente, que bebía sin
cesar; la privación del vino y de los cigarros: la ropa,
que no se podía mudar; dos noches sin dormir sobre un
diván demasiado estrecho, le tenían en un estado de
excitación que lindaba con la locura.

Eran las dos de la tarde. Los franceses comenzaban a
entrar en Moscú. Pedro lo sabía, pero, en vez de
actuar, no hacía más que pensar en los detalles de
su empresa. En sus sueños, Pedro no se representaba bien
ni la manera de dar el golpe ni la muerte de Napoleón,
pero, con un placer melancólico y una claridad
extraordinaria, veía su propia muerte y su valor
heroico.

«Sí, yo solo debo llevar a cabo la proeza,
aunque me cueste la vida – pensaba -. Me acercaré a
él y luego, de pronto… ¿Con la pistola o con el
puñal? Da lo mismo. "No soy yo, sino la mano de la
Providencia, la que lo castiga", diré – Pedro pensaba
proferir estas palabras al matar a Napoleón-. Bien,
¿y qué? ¡Cogédme!»,
seguía diciéndose con expresión triste y
firme y bajando la cabeza.

De pronto, una voz de mujer, un grito penetrante,
resonó en la puerta de entrada y la cocinera
irrumpió en la antecámara.

– ¡Ya vienen! – exclamó.

Y al punto sonaron unos golpes en la puerta de la
casa.

VIII

Los habitantes que se alejaban de la ciudad y las tropas
que retrocedían por caminos diversos vieron con
sentimientos parecidos el resplandor del primer incendio, que
estalló el 2 de septiembre.

Los Rostov se encontraban aquella noche en Mitistchi, a
veinte verstas de Moscú. Habían salido de la ciudad
el día primero a última hora de la tarde. La
carretera estaba tan llena de carros y de tropas, se
habían olvidado de tantas cosas, que enviaron a los
criados a buscarlas y, mientras éstos volvían, se
quedaron a pasar la noche a cinco verstas de
Moscú.

Al otro día por la mañana se levantaron
tarde y de nuevo tuvieron que detenerse tantas veces por el
camino, que llegaron a Mitistchi a las diez. Los Rostov y los
heridos que los acompañaban se instalaron en los patios y
en las isbas del gran burgo. Los domésticos, los cocheros
de los Rostov y los asistentes de los heridos salieron a las
puertas después de servir a sus amos, de cenar y de dar el
pienso a los caballos.

En la isba vecina se hallaba, con un brazo roto, el
ayudante de campo de Raiewski; sus sufrimientos eran tan
horribles que gemía sin descanso. Sus ayes resonaban
lúgubremente en la oscuridad de aquella noche de
otoño. La primera noche la pasó el herido en el
patio que ocupaban los Rostov. La Condesa se quejó
más tarde de que no había podido cerrar los ojos a
causa de aquellos gemidos, y en Mitistchi se la alojó en
una isba menos cómoda con el único objeto de que
estuviera lejos de los heridos.

A través de la alta carrocería del coche
que se hallaba cerca de la entrada del patio, uno de los criados
vislumbró en la oscuridad nocturna el nuevo y débil
resplandor de un incendio.

Hacía tiempo que se veía otro, y todos
sabían que era Mitistchi la Menor la que ardía,
incendiada por los cosacos de Mamonov.

– ¡Otro incendio, amigos! – anunció el
sirviente.

Todas las miradas se clavaron en aquella luz.

– Se dice que los cosacos de Mamonov han incendiado
Mitistchi la Menor.

-Sí, pero Mitistchi queda más lejos. El
incendio no puede ser allí.

– ¡Mira! Se diría que el fuego arde en
Moscú.

Dos criados que se hallaban a la puerta del patio se
acercaron y tomaron asiento en el estribo del coche.

– Está más a la derecha… Mitistchi
está allá, en el otro extremo.

Otros criados se unieron a éstos.

-Fijaos bien. El incendio es en Moscú, bien por
la parte de Suchevskoi, bien por la de Rogojsloi.

Nadie contestó; todos estuvieron mirando largo
rato, silenciosos, la llama lejana del nuevo incendio.

Danilo Terentitch, viejo ayuda de cámara del
Conde, se acercó al grupo y llamó a
Michka.

– ¿Qué será lo que tú no
hayas visto, chismoso? El Conde te llama. Ve a preparar los
trajes.

Michka dijo:

– Sólo he venido al patio por agua.

– ¿Qué te parece, Danilo Terentitch:
proviene o no ese resplandor de Moscú? – preguntó
uno de los servidores.

Danilo no contestó y todos callaron. El
resplandor se extendía más y más.

– ¡Que Dios nos asista! El viento y el aire son
secos – clamó una voz.

– Mirad cómo avanza. ¡Señor,
Señor! Guarda a estos pecadores de todo mal.

– Probablemente se detendrá.

– ¿Quién? – dijo Danilo Terentitch, que
había guardado silencio hasta entonces -. Es Moscú
la que arde, hermanos… Es ella, nuestra madre
blan…

Se le quebró la voz de pronto y sollozó
como sólo sollozan los viejos, y como si todos esperasen
oír aquello para comprender el significado del resplandor,
se oyeron suspiros, oraciones y los sollozos del viejo ayuda de
cámara del Conde.

IX

Un criado le dio al Conde la noticia. Este se puso la
bata y salió al exterior para contemplar el incendio.
Sonia, que aún no se había desvestido, salió
también. Natacha y la Condesa se quedaron en la
habitación (Petia no acompañaba a sus padres: se
había adelantado a su regimiento, que marchaba hacia la
Trinidad).

Al saber que ardía Moscú, la Condesa se
echó a llorar. Natacha, pálida, con la mirada fija,
se sentó en un banco bajo los iconos; no prestó
atención a las explicaciones de su padre. Escuchaba los
gemidos del ayudante de campo, que, aunque el herido distaba de
ellos tres casas, se oían con claridad.

– ¡Qué horror! – exclamó Sonia
volviendo del patio transida y asustada -. Creo que está
ardiendo todo Moscú. El resplandor es inmenso. Natacha,
mira por aquí; se ve ya desde la ventana – dijo para
distraer a su prima.

Pero Natacha la miró como si no comprendiera sus
palabras y volvió a posar la vista en la estufa. Desde por
la mañana, cuando Sonia, suscitando el despecho y el
asombro de la Condesa, creyó necesario, sin que se supiera
por qué, notificar a Natacha que el príncipe
Andrés estaba herido e iba en el convoy, estaba sumida en
un estado de estupor. La Condesa se había enfadado con
Sonia de un modo desacostumbrado; Sonia lloró y le
pidió perdón, y ahora, como no podía borrar
su falta, se ocupaba de su prima sin cesar.

– ¡Mira cómo arde, Natacha!

– ¿Qué es lo que arde? ¡Ah,
sí! Moscú…

Y como si no quisiera ofender a Sonia y deseando,
además, que la dejara tranquila, Natacha se acercó
a la ventana y luego volvió a sentarse.

– ¡Pero si no has visto nada!

– Sí, sí, lo he visto – repuso con acento
de súplica.

Deseaba que la dejasen tranquila. Sonia y la Condesa
comprendieron que ni Moscú ni el incendio le importaban lo
más mínimo en aquellos momentos.

El Conde se retiró tras el biombo y se
acostó. La Condesa se aproximó a Natacha, le
tocó la cabeza como hacía siempre que estaba
enferma y enseguida, apoyando los labios en su frente para
comprobar si ardía, la besó.

– Tienes frío, estás temblando.
Acuéstate.

– ¿Qué me acueste? Sí, bueno.
Enseguida, enseguida voy.

Al saber, por la mañana, que el príncipe
Andrés iba con ellos, se hizo numerosas preguntas:
«¿Dónde tendrá la herida?
¿Cómo le habrán herido?
¿Estará grave? ¿Podré verle?»
Mas, al enterarse de su gravedad, aunque no corría peligro
su vida, y de que no le permitirían que lo visitara, sin
creer nada de lo que le decían, es más, convencida
de que le dirían siempre lo que no era, dejó de
hablar y de hacer preguntas. Durante todo el día, con los
ojos muy abiertos, expresión que ya conocía y
temía la Condesa, permaneció inmóvil en un
rincón del coche. E inmóvil seguía ahora
sentada en el banco donde se había dejado caer a su
llegada. Pensaba en algo que resolvía o que había
resuelto ya en su interior. La Condesa estaba segura de ello.
¿Qué sería? Lo ignoraba, y ello la
atormentaba y la llenaba de inquietud.

-Desnúdate, Natacha, hijita, y acuéstate
en mi cama.

Sólo la Condesa dormía en un lecho. Las
dos muchachas lo hacían sobre paja desparramada en el
suelo de madera.

– No, no, mamá. Me echaré aquí, en
el suelo – replicó Natacha. Y fue a abrir la
ventana.

Desde entonces los gemidos del ayudante de campo se
percibieron más claramente. Natacha sacó la cabeza
para aspirar el aire fresco de la noche, y la Condesa vio temblar
los sollozos en su garganta.

La joven sabía que aquellos gemidos no eran del
príncipe Andrés, que dormía en la isba
vecina, separada de ella por un tabique, pero las lúgubres
e ininterrumpidas quejas le destrozaban el
corazón.

La Condesa cambió con Sonia una mirada
significativa.

-Acuéstate, hijita. Acuéstate, tesoro
mío – insistió dándole un golpecito en
el hombro -. Ea!, acuéstate de una vez.

– ¡Ah, sí…! Me acostaré. Me
acostaré enseguida.

Para ir más deprisa, Natacha se arrancó el
cordón de la falda. Después de quitarse la ropa y
de ponerse la de dormir, se sentó en el lecho de paja
formado en el suelo, estirando las piernas, y se puso a trenzarse
los cabellos. Sus finos, largos y hábiles dedos
hacían rápidamente la trenza. Con un gesto
característico volvía la cabeza ya a un lado, ya al
otro, pero sus grandes ojos miraban siempre en línea
recta. Cuando concluyó su tocado se deslizó, sin
ruido, hasta quedar sentada cerca de la puerta, sobre la tela que
cubría la paja.

– Colócate en el centro – le indicó
Sonia.

– No; aquí estoy bien – repuso ella -. Pero
acostaros también vosotras – agregó con despecho. Y
dejó caer la cabeza sobre la almohada.

La Condesa y Sonia se desvistieron en un abrir y cerrar
de ojos y se acostaron. En la habitación no quedó
más luz que la de una lamparilla; pero el patio estaba
iluminado por el incendio de Mitistchi la Menor, que distaba dos
verstas de allí, y se oían los gritos de los
campesinos en una granja que habían destruido los cosacos
del regimiento de Mamonov, así como los incesantes gemidos
del ayudante de campo.

Natacha permaneció inmóvil, escuchando
ruidos que llegaban hasta allí procedentes de la casa y
del exterior.

Oyó la oración y los suspiros de la madre,
el crujido de su lecho y la respiración acompasada de
Sonia. Luego llamó la Condesa, pero ella no
contestó.

– Debe de haberse dormido, mamá – murmuró
Sonia.

Tras un breve silencio, la Condesa volvió a
llamar a Natacha. Tampoco obtuvo contestación.

Poco después, Natacha oyó la
respiración regular de su madre. Pero no se movió
aunque tenía un pie fuera de la paja y se le helaba sobre
el frío suelo.

Como si festejara su victoria sobre el mundo,
surgió el «cri-crip» de un grillo de un
boquete del pavimento. Un gallo cantó a lo lejos; otro,
cercano, le contestó. Los gritos habían cesado en
la granja y sólo se oían los gemidos del ayudante
de campo. Natacha se incorporó.

– ¡Sonia!, ¿Duermes…?
¡Mamá!

No obtuvo respuesta de ninguna de las dos. Natacha se
levantó sin hacer ruido, se santiguó, y, al poner
los delgados y desnudos pies sobre el suelo entarimado,
éste crujió. Con la elasticidad de un gato joven,
avanzó unos pasos y tocó la fría cerradura
de la puerta.

Le pareció que algo pesado golpeaba las paredes
de la isba. Era su corazón que palpitaba de angustia, de
miedo, de amor. Abrió la puerta, franqueó el umbral
y sentó la planta en la tierra fría y húmeda
del vestíbulo. El frío que se apoderó de
ella le serenó. Sus pies desnudos tropezaron con un hombre
dormido. Saltó por encima de él y abrió la
puerta de la isba donde se hallaba el príncipe
Andrés. La isba estaba a oscuras. En el fondo, en un
rincón, cerca de un lecho donde había alguien
acostado, se fundía un trozo de bujía, semejante a
una gran seta, que descansaba sobre un banco.

Desde que había sabido aquella mañana que
estaba allí el príncipe Andrés había
decidido ir a verle. Sabía que la entrevista sería
penosa, pero, sin que supiera bien por qué, la consideraba
necesaria.

Durante todo el día acarició el
pensamiento de verle por la noche; y ahora, llegado el momento,
se sentía sobrecogida de terror. ¿Cómo
sería la herida? ¿Qué quedaría de
él? ¿Estaría en un estado parecido al de
aquel ayudante de campo que gemía incesantemente?
Sí, así debía de ser. En su magín,
era el Príncipe la personificación de aquellos
gemidos pavorosos. Al distinguir en el rincón una masa
confusa que tenía las rodillas levantadas bajo la manta
creyó hallarse ante un cuerpo mutilado y se detuvo con
terror. Pero una fuerza invisible la impulsaba a seguir adelante.
Dio prudentemente un paso, luego otro, y se encontró en
mitad de una isba llena de gente. En el banco, bajo los iconos,
había un hombre acostado (era Timokhin), y en el suelo,
otros dos hombres: el médico y el ayuda de
cámara.

Este último se incorporó murmurando
palabras incomprensibles. Timokhin, al que mantenían
desvelado los dolores de la pierna herida, contemplaba la
singular aparición de aquella muchacha que se
cubría con un camisón blanco, una chambra y un
gorro de dormir. Las palabras temblorosas del criado:
«¿Qué quiere? ¿Qué viene a
hacer aquí?» apresuraron la marcha de Natacha en
dirección de la persona acostada en el rincón. Por
terrible que fuera el espectáculo, tenía que verlo.
Pasó por delante del ayuda de cámara sin responder.
La seta de sebo se dobló y Natacha vio con claridad al
príncipe Andrés. Estaba acostado, con las manos
puestas sobre el embozo de la sábana, tal como se lo
representaba siempre.

En realidad, era el mismo, pero el rubor que la fiebre
ponía en su rostro, el brillo de los ojos, que posaba en
ella con entusiasmo, y sobre todo aquel cuello delgado, juvenil,
que emergía del de la camisa de dormir, le daban un aire
particular de inocencia que jamás le había visto.
Se aproximó a él y, con un movimiento repentino,
irreflexivo, gracioso, cayó de rodillas. El le
tendió la mano sonriendo.

X

Desde que el príncipe Andrés abrió
los ojos en la ambulancia, después de la batalla de
Borodino, hasta aquel momento habían transcurrido siete
largos días. Casi todo este tiempo había estado
sumido en una especie de síncope. Tenía fiebre y
una inflamación en los lesionados intestinos, mortal de
necesidad según el dictamen médico. Pero al
séptimo día comió con placer un poco de
tarta con el té, y el doctor observó que la
temperatura disminuía. Aquella mañana había
recuperado el conocimiento.

La primera noche tras la salida de Moscú hizo
mucho calor y dejaron dormir al Príncipe en su coche, pero
al llegar a Mitistchi el herido pidió que le sacaran del
vehículo y le dieran una taza de té. Los dolores
que sintió durante el traslado a la isba le arrancaron
fuertes gemidos y volvió a perder el conocimiento. Cuando
se le colocó sobre el lecho de campaña, estuvo
largo rato inmóvil y con los ojos cerrados. Mas apenas los
abrió dijo en voz baja: «Pero ¿y ese
té?» Este recuerdo de los pequeños detalles
de la vida llamó la atención del doctor. Le
tomó el pulso y, con sorpresa y descontento,
observó que estaba mejor. La mejoría le desagradaba
porque su experiencia le decía que el príncipe
Andrés no podía vivir y que, si no moría
entonces, moriría más adelante en medio de
sufrimientos mayores todavía. Timokhin, el mayor de su
regimiento, herido en una pierna también en la batalla de
Borodino, fue colocado en la misma isba, para que le hiciera
compañía. Estaba con ellos el médico, el
ayuda de cámara del Príncipe, su cochero y dos
asistentes.

Se sirvió el té al Príncipe. Se lo
bebió ávidamente, con los ojos febriles fijos en la
puerta, como si tratase de comprender o recordar algo.

— No quiero más – dijo -. ¿Está
ahí Timokhin? – preguntó luego.

Timokhin se deslizó por el banco.

– Aquí estoy, Excelencia.

– ¿Cómo va la herida?

– ¿La mía? Bien. ¿Y la de
usted?

El príncipe Andrés se quedó otra
vez pensativo; parecía recordar algo.

– ¿Querrá buscarme un libro?

– ¿Qué libro?

– El Evangelio. No tengo ninguno aquí.

El doctor prometió buscárselo y
comenzó a preguntarle qué sentía. Al
Príncipe le costaba hablar o no quería hacerlo,
pero respondió razonablemente a todas las preguntas del
doctor. Luego, como no estaba cómodo, pidió que le
pusieran algo debajo de la almohada. El doctor y el ayuda de
cámara levantaron el capote que cubría su cuerpo y,
haciendo una mueca a causa del olor sofocante de carne podrida
que se desprendía de él, se pusieron a examinar la
horrible herida. El doctor quedó descontento del examen.
Hizo una cura y volvió al herido del otro lado, lo que le
arrancó nuevos gemidos y le hizo perder el conocimiento. A
continuación, el Príncipe comenzó a delirar.
Repetía que le trajesen el libro inmediatamente y que le
llevaran a él allá abajo.

– ¿Por qué no me lo dan? No tengo ninguno.
Buscadlo, por favor. Ponédmelo delante un momento –
suplicaba con acento quejumbroso.

El doctor salió del vestíbulo para lavarse
las manos.

– Es un mal tan terrible que no sé cómo
puede soportarlo – dijo al ayuda de cámara que le echaba
el agua en las manos.

– Pues me parece que le tenemos bien instalado,
señor.

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