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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 16)



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Ya no quería buscar el objeto de la vida, porque
tenía fe, pero no fe en unos principios, palabras o ideas,
sino fe en Dios vivo. Antes le buscó en sus propios
objetivos, pero, en el fondo, aquella búsqueda era la
búsqueda de Dios. Luego, durante su cautiverio, se
percató, no verbalmente, no mediante razonamientos, sino
por intuición, de lo que su buena fe le venía
diciendo desde largo tiempo atrás: que Dios está
aquí y en todas partes. En el cautiverio se dio cuenta de
que el Dios de Karataiev era más grande, más
infinito, más comprensible que, por ejemplo, el Arquitecto
del universo que reconocen los masones. Y experimentaba la
sensación del hombre que ha tenido a sus pies lo que
buscaba muy lejos. La terrible pregunta «¿por
qué?», que en otras ocasiones había destruido
todos sus razonamientos, ya no existía. Ahora
conocía ya la respuesta, una respuesta sencilla: porque
Dios existe, porque hay un Dios sin la voluntad del cual no cae
ni un solo cabello de la cabeza del hombre.

VIII

A fines de enero llegó a Moscú y se
instaló en el pabellón que por milagro quedaba
todavía en pie.

Hizo una visita al conde Rostoptchin, así como a
otros conocidos recién llegados como él a la
ciudad, y al tercer día se dispuso a partir para San
Petersburgo. Todos estaban radiantes a causa de la victoria; la
vida bullía en la capital destruida, que se
disponía a reanudar su existencia. Todo el mundo
sentía el deseo de ver a Pedro y se interesaban por lo que
él había presenciado. Pedro se sentía bien
dispuesto con todas las personas a quienes se tropezaba; sin
embargo, se mantenía en guardia con objeto de no dejarse
llevar por nada ni por nadie. A todas las preguntas que se le
dirigían – superficiales o importantes-respondía:
«Sí, es posible, ya lo
pensaré.»

Supo que los Rostov estaban en Kostroma, pero pensaba
poco en Natacha y, cuando lo hacía, era como si recordara
un pasado remoto y agradable.

Se sentía libre, no solamente de todas las
condiciones sociales, sino asimismo de un sentimiento que, a su
parecer, se impusiera voluntariamente.

Tres días más tarde de su llegada a
Moscú supo por los Drubetzkoi que también se
hallaba allí la princesa María. La muerte, los
sufrimientos, los últimos días del príncipe
Andrés preocupaban a Pedro con frecuencia y, sobre todo
entonces, se presentaban a su memoria con una vivacidad
sorprendente. Al saber, después de comer, que la princesa
María estaba en Vosvijenka, en su hotel, que se conservaba
intacto, decidió ir a hacerle una visita aquel mismo
día.

Por el camino no dejó de pensar en el
príncipe Andrés, en su amistad, en las muchas veces
que se habían visto, en su último encuentro antes
de la batalla de Borodino.

«¿Habrá muerto en aquel estado de
espíritu tan lamentable en que se encontraba entonces?
¿No se le habrá revelado, antes de morir, la
explicación de la vida?», pensaba.

Recordaba a Karataiev y su muerte, y, a su pesar,
comparaba a aquellos dos hombres tan distintos y al propio tiempo
tan parecidos por el amor que él les profesara, porque los
dos habían vivido y porque los dos habían
muerto.

En la más grave disposición de
espíritu llegó, pues, a la casa de los Bolkonski.
Estaba intacta; todavía ostentaba huellas de la
devastación, pero, aún así, se conservaba lo
mismo que antes.

El viejo mayordomo recibió a Pedro con
expresión severa, como si quisiera darle a entender que la
ausencia del anciano Príncipe no variaba un ápice
el orden de la casa. Le comunicó que la Princesa se
había retirado a sus habitaciones y que le
recibiría el domingo.

– Anúncieme. Quizá quiera recibirme antes
– insistió Pedro.

– Obedezco. Entre en la galería de los
antepasados.

Al poco rato apareció Desalles, el ayo.
Manifestó a Pedro, en nombre de la Princesa, que
ésta sentía muchos deseos de verle, que la excusara
y que hiciera el favor de subir a su departamento.

En una sala del primer piso, iluminada por una sola
bujía, hallábase la Princesa acompañada por
una persona vestida como ella de luto. Pedro recordó que
la Princesa tenía siempre a su lado a una señorita
de compañía, pero ¿quién era y
cómo era? No lo recordaba. «La habrá cambiado
por otra», pensó al contemplar a la persona vestida
de negro.

La Princesa avanzó, rauda, a su encuentro y le
tendió la mano.

– ¡Al fin volvemos a vernos! – exclamó
mirando fijamente aquel rostro cambiado mientras él le
besaba la mano-. ¡Si supiera cómo hablaba mi hermano
de usted…! – agregó mirando con timidez a Pedro primero
y luego a la señorita de compañía -. No
puede imaginarse cuánto me alegro de su liberación.
Fue la única noticia buena que recibimos en todo este
tiempo.

En este punto se volvió inquieta hacia la
señorita de compañía y quiso agregar algo,
pero Pedro la interrumpió.

– En cambio, yo no sabía nada de él.
Creía que había muerto durante la batalla. Luego
supe que encontró a los Rostov. .¡Qué cosas
tiene el destino!

Pedro se expresó vivamente, con animación.
Al fijar los ojos en la señorita de compañía
advirtió que ella clavaba en él una mirada tierna,
de curiosidad, y, como sucede en ocasiones durante una
conversación, se dijo para sí que aquella mujer era
una persona bondadosa que no interrumpiría su charla
íntima con la princesa María.

Pero cuando él pronunció sus
últimas palabras sobre los Rostov, aumentó la
confusión de la Princesa. Su mirada pasó de Pedro a
la señorita de compañía y, al fin,
exclamó:

– Pero ¿es que no se reconocen
ustedes?

Pedro se volvió a mirar el rostro pálido,
delgado, los ojos negros, la boca singular de la señorita.
Y aquellos ojos, que le miraban con atención, suscitaron
en él el recuerdo de un ser querido y olvidado.

«Pero ¡no es posible! – pensó -. No
puede ser ella, con ese rostro pálido, flaco,
envejecido… Debe de ser un reflejo…»

En aquel momento la Princesa exclamó:

– ¡Natacha!

La boca de la mujer de la mirada atenta sonrió
mediante un esfuerzo como puerta que se abre, y aquella sonrisa
inspiró a Pedro, de improviso, una dicha tal, que, a su
pesar, se apoderó de su ser y le dominó por entero.
Al verla sonreír, ya no era posible dudar. Era ella,
Natacha. Y él la amaba todavía.

Pedro se había ruborizado, y de tal modo, que se
dio cuenta de que había revelado su secreto.

En vano quiso disimular su emoción. Cuanto
más se esforzaba en ello, más y con mayor claridad
que si hablase ponía de manifiesto aquel amor.

«Es sólo la sorpresa», pensaba,
tratando de engañarse a sí mismo.

Al querer continuar la conversación iniciada,
miró a Natacha, y un rubor más vivo todavía
se le extendió por el rostro, una emoción
más profunda, mezcla de temor y de gozo, le invadió
el alma. Sin saber lo que decía, tartamudeó unas
palabras y calló en mitad de la frase
comenzada.

No había reparado en Natacha al entrar porque no
esperaba encontrarla allí; no la había reconocido
porque desde que la vio por última vez se había
operado un gran cambio en ella.

Estaba más pálida y más delgada.
Pero no era esto lo que impedía reconocerla: eran sus
ojos, en otro tiempo brillantes, risueños, reveladores de
la alegría de vivir, y ahora nublados, atentos, bondadosos
y melancólicos.

Afortunadamente, Pedro no le transmitió su
confusión. Por el contrario, su vista produjo en ella un
placer que iluminó ligeramente su semblante.

IX

Vive conmigo de momento – explicó la Princesa -.
El Conde y la Condesa vendrán cualquier día. La
Condesa se halla en un estado deplorable. Natacha tenía
que ver a un buen médico y por eso vino
conmigo.

– ¿Conoce usted a alguna familia que no padezca
en estos momentos? – preguntó Pedro dirigiéndose a
Natacha -. Yo le vi el mismo día de nuestra
liberación. ¡Qué guapo muchacho
era!

Natacha le miró y se avivó el brillo de
sus ojos en respuesta a aquellas palabras.

– No encuentro palabras para consolarla. En absoluto.
¿Por qué habrá muerto un muchacho tan sano,
tan lleno de vida?

– En estos tiempos sería difícil la
vida… si no se tuviera fe – observó la princesa
María.

– Cierto, cierto – asintió Pedro,
interrumpiéndola.

– ¿Por qué? – interrogó Natacha,
mirándole con atención.

– ¿Cómo que por qué? – dijo la
Princesa -. El solo pensamiento de lo que aquí abajo nos
espera…

Sin escuchar a la princesa María, Natacha
interrogó con la mirada a Pedro.

– Porque únicamente quien cree en la existencia
de un Dios que nos guía puede soportar pérdidas
como las suyas – prosiguió Pedro.

Natacha abrió la boca para decir algo, mas la
cerró de repente. Pedro volvió la cabeza y,
dirigiéndose a la Princesa, le rogó que le hablara
de los últimos días del Príncipe.

La confusión de Pedro se había disipado,
pero, al propio tiempo, se daba cuenta de que su antigua libertad
estaba desapareciendo. Advertía que cada una de sus
palabras y cada uno de sus actos tenía ahora un juez cuya
opinión le era más cara que la de todos los jueces
de la tierra. Ahora, mientras hablaba, pensaba en la
impresión que podían causar sus palabras a Natacha.
No es que dijera aquello que pudiese complacerla, sino que
juzgaba desde el punto de vista de ella todo lo que
decía.

Maquinalmente, como suele hacerse en estos casos, la
princesa María empezó a hablar del estado en que
había hallado al príncipe Andrés. Pero las
preguntas de Pedro, su mirada inquieta y animada, su rostro
tembloroso de emoción, la movieron poco a poco a entrar en
detalles de los que no se quería acordar.

– Sí, sí, así es, así es –
corroboraba Pedro inclinándose y escuchando con avidez el
relato de la Princesa -. Sí, sí. ¿De manera
que se calmó, que se dulcificó después? Con
todas las fuerzas de su alma buscó siempre una cosa: ser
bueno. Por eso no le tuvo miedo a la muerte. Los defectos que
tenía, si es que los tenía, no provenían de
él… ¿De modo que se dulcificó…?
¡Qué dicha que se encontrasen ustedes! –
exclamó de pronto dirigiéndose a Natacha y
mirándola con los ojos llenos de
lágrimas.

El rostro de la muchacha temblaba. Frunció las
cejas un momento y bajó los ojos.

– Sí, fue una dichosa casualidad –
concedió tras un momento de vacilación -. Sobre
todo para mí, fue una suerte.

Calló un momento y
añadió:

-Y él… él… dijo que deseaba mucho
verme…

La voz de Natacha se entrecortaba. Se ruborizó,
apoyó ambas manos sobre las rodillas y de pronto, haciendo
un esfuerzo, levantó la cabeza y comenzó a hablar
rápidamente.

– Nosotros no sabíamos nada cuando salimos de
Moscú. Yo no me atrevía a preguntar por él.
De improviso, Sonia me dijo que viajaba con nosotros. Yo no
pensaba nada; no sabía bien cuál era su estado.
Únicamente experimentaba la necesidad de verle, de estar
junto a él-dijo temblando, sofocada.

Y sin interrumpirse refirió lo que jamás
confesara a nadie, todo lo que sintió durante los tres
meses de su estancia en Iaroslav.

Pedro la escuchaba con la boca abierta, sin bajar los
ojos, llenos de lágrimas. Y al escucharla no pensaba en el
príncipe Andrés ni en su muerte, sino en lo que
ella refería. La escuchaba y sentía
compasión de los sufrimientos que suscitaba en ella su
relato.

La Princesa, que se esforzaba por retener el llanto,
estaba sentada junto a Natacha y escuchaba por vez primera la
historia de los últimos amores de su hermano y de su
amiga.

Aquel penoso relato le era evidentemente necesario a
Natacha. Hablaba mezclando los detalles más nimios con los
más importantes y parecía que no iba a concluir
nunca. Varias veces repitió lo mismo.

La voz de Desalles sonó al otro lado de la
puerta. Preguntaba si Nikoluchka podía entrar para darles
las buenas noches.

– Sí, esto es todo, todo… – concluyó
Natacha.

Cuando entró el niño, se levantó de
un salto y corrió hacia la puerta. Tanta fue su
precipitación que se dio de cabeza contra la cerradura,
disimulada por una cortina. Lanzó un gemido de dolor o de
sorpresa y huyó.

Pedro se quedó mirando el punto por donde
había desaparecido y no comprendió por qué
experimentaba la súbita sensación de hallarse solo
en el mundo.

La princesa María puso fin a su
distracción hablándole de su sobrino, que
entraba.

El rostro de Nikoluchka, que recordó a Pedro el
de su padre, en aquel momento de emoción, le produjo una
impresión tal que, después de abrazar al
niño, se levantó, sacó el pañuelo y
se acercó a la ventana.

Quería despedirse de la princesa María,
pero ésta le retuvo.

– No, ni Natacha ni yo nos vamos a la cama antes de las
tres. Quédese, se lo ruego; ordenaré que sirvan la
cena. Baje al comedor; le seguimos enseguida.

En el momento en que Pedro salía de la
habitación dijo la Princesa:

– Es la primera vez que Natacha habla así de
él.

X

Se introdujo a Pedro en el espacioso y bien iluminado
comedor. A poco oyó pasos y entraron en él Natacha
y la Princesa.

Natacha estaba tranquila, pero su rostro volvía a
tener la severa expresión de costumbre.

La Princesa, ella y Pedro experimentaban en aquellos
instantes un mismo sentimiento de confusión: el que
sucede, de ordinario, a una conversación íntima y
seria. Como parece difícil volver sobre los temas
anteriores, uno se avergüenza de decir cosas superficiales,
y, por otra parte, es enojoso estar callado cuando se desea
hablar y no fingir. Los tres se acercaron a la mesa en silencio:
los criados se pararon y luego acercaron las sillas para que se
sentaran. Pedro desplegó la servilleta, decidido a romper
el silencio, y miró a Natacha y a la princesa
María.

Las dos parecían dispuestas a imitarle. En los
ojos de ambas brillaba el placer de vivir, la seguridad que la
vida no nos brinda sólo dolor, sino también
alegrías.

– ¿Quiere un poco de aguardiente, Conde? –
preguntó la Princesa.

Estas sencillas palabras disiparon de pronto las sombras
del pasado.

– Háblenos de usted. Hemos oído referir
tantas cosas…

– Sí – repuso Pedro con la sonrisa dulce e
irónica que le era peculiar entonces -. Ya sé que
se cuentan hechos en que ni siquiera he soñado. El otro
día, durante la comida, María Abramovna me
refirió lo que me ha sucedido o estuvo a punto de
sucederme. Estepan Estepanitch me indicó también lo
que yo debía contar. ¡Qué cómodo es
ser hombre interesante! Porque lo soy, por lo visto. Todo el
mundo me invita para explicar lo que me ha ocurrido.

Natacha sonrió, quiso decir algo, mas la
interrumpió la princesa María.

– Dicen – manifestó – que ha perdido usted dos
millones en el saqueo de Moscú.

– ¿Es cierto?

– Sí; no obstante, soy tres veces más rico
que antes – contestó Pedro -. He ganado la libertad –
comenzó a decir en serio. Pero no continuó. Aquel
tema de conversación era demasiado personal.

– Está volviendo a levantar su casa,
¿verdad?

– En efecto. Me lo aconsejó Savelitch.

-Dígame, ¿sabía que había
muerto la Condesa cuando se quedó en Moscú? –
interrumpió María, y enseguida se ruborizó
al darse cuenta de que su pregunta, después de lo que
él acababa de explicar acerca de su independencia,
podía hacerle creer que sus palabras encerraban un
significado que en realidad no tenían.

– No – repuso Pedro sin molestarse por la
interpretación que parecía haber dado la Princesa a
su alusión a la libertad -. Lo supe en Orel y no puede
imaginarse lo que me impresionó. No fuimos un matrimonio
modelo – añadió con rapidez mirando a Natacha y
observando en su rostro la curiosidad, el deseo de saber lo que
pensaba de su esposa -, pero su muerte me impresionó
extraordinariamente. Cuando media entre dos personas una
desavenencia cualquiera, la culpa es siempre de las dos; y la
culpa de la que conserva la vida es más dolorosa que la de
la persona que ya no existe; además, una muerte
así, sin amigos, sin consuelo… Lo siento mucho,
muchísimo.

Pedro reparó con placer en la gozosa
aprobación impresa en el semblante de Natacha.

– Sí, y ya le tenemos libre otra vez y convertido
en un buen partido… – observó la Princesa.

Pedro se ruborizó y trató de no mirar a
Natacha., Cuando se atrevió a mirarla, al fin, vio que su
rostro era frío, severo y algo desdeñoso, o
así lo pareció.

– ¿Es cierto que habló con
Napoleón? La noticia corre de boca en boca – dijo la
Princesa.

Pedro rió.

– No. Ni siquiera una sola vez. Todo el mundo se imagina
que estar prisionero es como hallarse de visita en casa de
Bonaparte. No sólo no le he visto, sino que ni siquiera he
oído hablar de él. Me rodeaba una sociedad poco
distinguida.

La cena tocaba a su fin, y Pedro, que en un principio
rehuía hablar de su cautiverio, se fue dejando llevar de
la emoción de su relato.

– Pero ¿es cierto que se quedó aquí
animado por la idea de matar a Napoleón? – le
preguntó Natacha sonriendo levemente -. Lo adiviné
cuando nos vimos cerca de la torre Sukhareva, ¿lo
recuerda?

Pedro confesó que era cierto, y, guiado poco a
poco por las preguntas de la Princesa y, sobre todo, por las de
Natacha, se dejó de nuevo arrastrar por el recuerdo de sus
aventuras. Primero se expresó de acuerdo con aquella
opinión irónica y amable que tenía entonces
de los hombres y de sí mismo, pero al referir los
sufrimientos y los horrores que había presenciado,
empezó a hablar, sin darse cuenta, con la emoción
contenida del que revive en su memoria acontecimientos
terribles.

La princesa María, con una dulce sonrisa, miraba
ora a Pedro, ora a Natacha. Durante el relato sólo
veía a Pedro y a su bondad. Natacha, de codos sobre la
mesa, seguía las palabras de Pedro con atención,
reviviendo con él los sucesos que refería. Y no
sólo su mirada, sino sus exclamaciones, las breves
preguntas que le dirigía, demostraban a Pedro que
comprendía precisamente aquello que él
quería dar a entender. Se veía que no sólo
captaba lo que él refería, sino lo que
quería y no podía expresar por medio de la palabra.
Pedro narró también el episodio de la mujer y la
niña, por culpa de las cuales le prendieron.

-Era un terrible espectáculo… Niños
abandonados… y algunos entre las llamas… A las mujeres les
quitaban las joyas…

Pedro enrojeció de pronto y calló un
momento.

– De improviso – añadió -, llegó un
destacamento francés y nos cogieron a todos los que no
habíamos quitado nada.

– Usted no lo dice todo. Usted debió de hacer
algo… algo bueno – observó Natacha.

Pedro continuó su historia. Cuando llegó a
la ejecución, quiso pasar por alto sus horribles detalles,
pero Natacha le exigió que lo refiriera todo.

Luego habló de Karataiev. Natacha le miraba
atentamente.

– No se pueden ustedes figurar – dijo
deteniéndose -lo que he aprendido de ese
ignorante.

– Hable, hable – insistió Natacha -.
¿Dónde está?

– Le mataron casi delante de mí.

Y Pedro comenzó a referir la retirada, la
enfermedad de Karataiev (su voz temblaba), su muerte.
Habló con pasión de sus aventuras: parecía
haber descubierto una nueva importancia en todo lo que le
había sucedido.

Al propio tiempo, hablar de sí mismo a Natacha le
producía el raro placer que proporcionan las mujeres
escuchando, pero no las mujeres inteligentes que
escuchan tratando de retener lo que se les dice, a fin de
enriquecer su espíritu, y, cuando se presenta la
ocasión, servirse de lo que se les ha contado para
aplicarlo a su situación, sino el que procuran las mujeres
bien dotadas de la capacidad de discernir y de asimilarse lo
mejor que hay en las manifestaciones del alma humana. Sin
embargo, Natacha era toda oídos. No dejaba escapar una
sola palabra, ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni una
contracción del rostro, ni un solo gesto de Pedro. Se
apoderaba al vuelo de las palabras inexpresadas todavía,
las llevaba a su abierto corazón y adivinaba el sentido
misterioso de toda la labor moral del Conde.

La princesa María comprendía y
simpatizaba, pero veía además una cosa que
absorbía toda su atención: veía la
posibilidad del amor y de la dicha entre Pedro y Natacha, y esta
idea que cruzó su mente por primera vez le inundó
de gozo el corazón.

Eran las tres de la madrugada. Los sirvientes, con
rostro triste y grave, entraron para renovar las bujías,
pero ninguno de ellos los miró.

Pedro terminó su relato. Con los ojos brillantes,
animados, Natacha seguía observándole atentamente:
era como si quisiera comprender lo que ya no decía. Lleno
de gozosa confusión, Pedro la miraba de vez en cuando y
buscaba algo que decir para cambiar de conversación. La
princesa María callaba. Ninguno de los tres se daba cuenta
de lo avanzado de la hora:

– Se habla mucho de la crueldad del sufrimiento –
comenzó Pedro-. Si me dijeran: «¿Quieres
volver a ser lo que eras y no pasar lo que has pasado o prefieres
vivir nuevamente lo que has vivido?», respondería:
«¡Que vuelvan el cautiverio y la carne de
caballo!» Cuando se nos arroja de nuestro camino habitual,
creemos que lo hemos perdido todo; sin embargo, es entonces
cuando se empieza a vivir una vida nueva, una vida provechosa.
Mientras dure la existencia, durará la dicha. Todos
tenemos mucho por delante, muchísimo, no me cabe duda –
agregó dirigiéndose a Natacha.

– ¡Sí, sí! También yo
querría recomenzar la vida – exclamó ella en
respuesta a otra pregunta distinta.

Pedro la miró atentamente:

– Sí, sí – repitió
Natacha.

Y de pronto, ocultando el rostro entre las manos,
rompió a llorar.

– ¿Qué tienes, Natacha? – preguntó
la Princesa.

– Nada, nada.

Natacha sonrió a Pedro a través de sus
lágrimas.

– Adiós – dijo -; creo que ya es hora de que nos
vayamos a dormir.

– Adiós – contestó Pedro poniéndose
en pie.

Al volver a verse, como de costumbre, en el dormitorio,
la princesa María y Natacha comentaron lo que Pedro les
acababa de contar.

La princesa María no expresó la
opinión que se había formado de él. Tampoco
Natacha habló de su visitante.

– Bien, buenas noches, María… ¿Sabes lo
que pienso? Que no hablamos nunca de él – el
príncipe Andrés -Tememos deshojar nuestros
sentimientos y le estamos olvidando.

La princesa María suspiró profundamente.
Aquel suspiro parecía confirmar la exactitud de las
palabras de Natacha. Sin embargo, María no
compartía su opinión.

– ¿Acaso se puede olvidar? –
preguntó.

– Te confieso que al expresarme hoy como lo he hecho me
he sentido mejor, mucho mejor. Estaba segura de que Pedro
había estimado de veras a Andrés y por eso se lo he
contado todo. ¿Hice mal? — preguntó
ruborizándose.

– ¡Oh, no! ¡Pedro es muy
bueno…!

– Oye, María – volvió a decir Natacha con
una sonrisa que le iluminaba el rostro -. Pedro ha cambiado
mucho, ¿verdad…? Parece más sano, más
limpio…, como si acabara de salir del baño…
Naturalmente, me refiero a la parte moral…

– Sí, ha ganado mucho.

– A veces le comparo a papá, con su chaqueta
corta y esos cabellos tan recortados…

-Andrés lo quería mucho. Ahora me doy
cuenta.

– ¡Oh, sí! No es un hombre vulgar. Se dice
que los hombres diferentes son más amigos. Y debe de ser
cierto, porque Pedro no se parece en nada a
Andrés.

– No, pero es muy bueno.

– Buenas noches otra vez – dijo Natacha.

Y una frívola sonrisa iluminó su rostro
largo rato.

XI

Pedro no pudo conciliar el sueño aquella noche.
Se estuvo paseando por la habitación, ora frunciendo el
ceño como quien piensa en algo dificultoso, ora
encogiéndose de hombros y estremeciéndose, y a
veces sonriendo feliz. Pensaba en el príncipe
Andrés, en Natacha, en su amor por ella. Se
arrepentía de su conducta anterior, se dirigía mil
reproches, se perdonaba. A las seis de la mañana
todavía no estaba acostado.

«Pero ¿qué hacer si es imposible de
otro modo? Es preciso aceptar las cosas conforme vienen»,
se dijo.

Luego se desnudó deprisa, se metió en la
cama, feliz y conmovido, mas sin sentir ya dudas ni
indecisiones.

«Por extraña, por imposible que pueda
parecer esa felicidad – se dijo -, tengo que hacer lo que pueda
para que se case conmigo.»

Al día siguiente volvió a comer en casa de
la Princesa.

Al recorrer las calles, pasando entre las casas
quemadas, admiró la belleza de las ruinas. Los tubos de
las chimeneas, las demolidas paredes, le recordaron, por su aire
pintoresco, el Rin y el Coliseo. Los cocheros, los viandantes que
le salían al paso, los carpinteros que aserraban las
vigas, los comerciantes, con sus caras alegres, miraban a Pedro y
parecían decirle:

«¡Ah, ya le tenemos aquí! Veremos lo
que ahora sucede.» Al llegar ante la casa de la Princesa le
asaltó una duda: ¿sería, de veras,
allí donde había visto a Natacha, donde
habían hablado?

«Quizá lo haya soñado. Quizás
al entrar vea que no hay nadie.»

Pero en cuanto se halló en el salón, la
pérdida de la libre disposición de su ánimo
y todo su ser le anunciaron su presencia. Llevaba el mismo
vestido negro, de graciosos pliegues, e iba peinada del mismo
modo que la víspera, pero parecía otra. De haber
estado así la noche anterior, la hubiera reconocido en el
acto.

Estaba lo mismo que cuando la conoció casi
niña y luego, muy pronto, ya prometida del príncipe
Andrés. Sus ojos brillaban alegres e interrogadores, su
rostro adoptaba una expresión tierna muy
particular.

Pedro hubiera querido quedarse un rato después de
comer, mas la princesa María tenía que salir y se
fue con ella.

Al día siguiente volvió muy temprano y
pasó toda la tarde en casa de la Princesa. A pesar de que
María y Natacha estaban encantadas de esta visita y aunque
todo el interés de Pedro se concentraba ahora en aquella
casa, esta vez la conversación se agotó. Pedro
pasaba de un tema insignificante a otro y se interrumpía
con frecuencia.

Aquel día, Pedro se quedó hasta tan tarde,
que Natacha y la Princesa se miraban como si se preguntaran
cuándo iba a decidir marcharse. Pedro se daba cuenta, pero
no podía irse. Estaba molesto, se sentía
incómodo, mas se quedaba porque le era materialmente
imposible ponerse en pie. La princesa María fue la primera
en levantarse, quejándose de dolor de cabeza, y se
despidió.

– ¿De modo que se va mañana a San
Petersburgo? preguntó a Pedro.

– No, no pienso irme – repuso él, sorprendido. Y
al punto rectificó, azorado -: ¿Habla de mi viaje a
San Petersburgo? ¡Ah, sí!, me voy mañana.
Pero no me despido de usted. Ya pasaré por aquí
para ver si desean alguna cosa – contestó.

Natacha le tendió la mano y
salió.

En vez de irse también, María
volvió a sentarse y -con su mirada profunda, radiante,
observó grave y atentamente a Pedro. Se había
desvanecido el dolor de cabeza de que se quejaba poco antes.
Suspiró profundamente y esperó como si se
dispusiera a sostener una larga conversación.

La confusión, la incomodidad que experimentaba
Pedro ante Natacha desaparecieron de pronto y fueron reemplazadas
por una conmovida animación. Acercó su silla a la
de la Princesa.

– Sí, voy a decírselo – dijo respondiendo
a su mirada como hubiera respondido a sus palabras-. Princesa,
¡ayúdeme usted! ¿Qué debo hacer?
¿Puedo esperar…? Princesa, amiga mía, escuche.
Sé que no la merezco. Sé que por ahora será
inútil hablarle de mi cariño. Pero deseo ser su
hermano. No, no la merezco, pero…

Calló y se pasó la mano por la cara, por
los ojos.

– Bueno – prosiguió, haciendo un esfuerzo para
hablar de manera más razonable -. Yo mismo ignoro desde
cuándo la amo. Pero estoy seguro de que es a ella a quien
he amado toda la vida, y la amo tanto, que no puedo imaginar la
vida sin ella. Hoy no me atrevo a pedir su mano, pero, cuando
pienso que puede llegar a ser mía y que he de dejar
escapar esta posibilidad… ¡Es terrible! Dígame,
¿puedo esperar? ¿Qué debo hacer, querida
Princesa? – profirió tras un breve silencio,
tocándole el brazo, porque ella no
respondía.

– Pienso como usted – contestó al fin la Princesa
-. Hablarle ahora de amor…

María calló. Iba a decir: – «No hay
que pensar en ello por ahora.» Pero no lo dijo porque
hacía tres días que venía asistiendo a la
transformación que se operaba en Natacha y sabía
que no sólo no se ofendería de que Pedro le hablase
de amor, sino que tal vez esperaba que él se decidiera a
hacerlo.

– Hablarle ahora… no sería prudente – dijo no
obstante.

– ¿Qué debo hacer en ese caso?

– Confíe en mí – respondió la
Princesa -. Yo sé…

Pedro la miraba a los ojos.

– Diga, diga.

– Sé que le ama…, que le amará –
rectificó.

Apenas hubo acabado de proferir estas palabras, Pedro,
dando un salto y con un gesto de turbación, le asió
de la mano.

– ¿Por qué lo cree? ¿Cree que puedo
esperar? ¿De verdad lo cree?

– Sí – repuso sonriendo la princesa María
-. Confíe en mí; escriba a sus padres. Yo
hablaré con ella en el momento oportuno. Lo deseo y el
corazón me dice que se realizará. – ¡No, no
es posible! ¡Qué feliz soy! ¡No, no es
posible! ¡Qué feliz soy! – repetía Pedro
besando la mano de la Princesa.

-Lo mejor será que se vaya a San Petersburgo. Ya
le escribiré.

– ¿A San Petersburgo? ¿Quiere que me
aleje? Sí. Bueno. Pero ¿podré volver
mañana?

Al otro día volvió, en efecto, para
despedirse. Natacha parecía estar menos animada que la
víspera, mas aquel día, al mirarla de vez en cuando
a los ojos, Pedro se transfiguraba; le parecía que ya no
existía ni él ni ella, sino únicamente un
sentimiento conjunto de felicidad. «¿Será
posible? No, no puede ser», se decía a cada mirada,
a cada gesto, a cada palabra de Natacha, sintiendo henchida de
gozo su alma.

Cuando, al despedirse, le cogió la fina y delgada
mano, no pudo menos de retenerla un momento en la suya, mientras
pensaba:

«Esta mano, ese rostro, esos ojos, todo ese tesoro
de gracias femeninas ¿serán míos para
siempre, tan míos como mi propio ser? ¡No, es
imposible!»

– Conde, hasta la vista – dijo Natacha en voz alta -. Le
esperaré con impaciencia – agregó en voz
baja.

Estas sencillas palabras y la mirada, la
expresión del rostro que las acompañó,
fueron para Pedro, por espacio de dos meses, motivo de recuerdos,
de comentarios, de sueños felices. «"Le
esperaré con impaciencia…" Sí, sí…
Cómo lo dijo? Sí: "Le esperaré con
impaciencia…" ¡Ah, qué feliz
soy!»

XII

Desde la noche en que Natacha supo que Pedro
partía, aquella noche en que, con una sonrisa alegre y
burlona, dijo a la princesa María que él
tenía el aire de salir del baño…, con la chaqueta
corta…, los cabellos recortados…; desde aquel mismo instante,
un sentimiento secreto, ignorado por ella misma, pero invencible,
empezó a despertar en su interior.

Su expresión, su andar, su mirada, su voz, todo
se modificaba. La fuerza de la vida, la esperanza de una
felicidad insospechada, brotaban en ella y pedían que se
les diera satisfacción. A partir de aquel día,
Natacha pareció olvidar todo lo acaecido anteriormente. Ni
una sola vez volvió a quejarse de su suerte, no
dedicó ni una palabra al pasado, no volvió a temer
a hacer planes alegres para el porvenir. Hablaba poco de Pedro,
pero cuando la princesa María pronunciaba su nombre, una
luz desvanecida hacía tiempo volvía a brillar en
sus ojos y una singular sonrisa desplegaba sus labios.

Esta transformación que se producía en
Natacha empezó por asombrar a la princesa María y,
cuando la comprendió bien, la entristeció.
«Amaba tan poco a mi hermano, que ha podido olvidarlo en
cuatro días», se decía al observar aquel
cambio. Pero cuando tenía ante sí a Natacha no le
hacía ningún reproche, no le guardaba rencor. La
fuerza vital que se despertaba en la joven y se apoderaba de ella
era, evidentemente, tan involuntaria e inesperada que cuando la
veía se daba cuenta que no tenía derecho a
reprocharle nada.

Natacha se abandonaba tan por entero y tan sin reservas
al nuevo sentimiento, que no trataba de ocultarlo, y ya no estaba
triste, sino alegre y contenta.

Cuando, después de su explicación con
Pedro, entró María en su dormitorio, Natacha le
salió al encuentro.

– ¿Lo ha confesado? ¿Lo ha confesado? –
preguntó.

Y una expresión gozosa y lastimera a la vez, como
si quisiera hacerse perdonar su dicha, se pintaba en su
rostro.

– Hubiera querido detenerme a escuchar detrás de
la puerta, pero sabía que tú me lo
dirías.

Por comprensible y conmovedora que fuera para la
princesa María la anhelante mirada de su amiga, y a pesar
de la pena que le produjo su ansiedad, en el primer instante la
hirió su actitud. Se acordaba de su hermano y de su amor
por ella. «Pero ¿qué le vamos a hacer si es
así?», pensó. Y con semblante triste y un
poco severo contó a Natacha todo lo que le había
dicho Pedro. Natacha se sorprendió de que estuviera
dispuesto a marcharse a San Petersburgo.

– ¡A San Petersburgo! – repitió como si no
comprendiera.

Pero, al fijarse en la triste expresión del
semblante de su amiga y adivinar el motivo, se echó a
llorar de repente.

– María, dime lo que debo hacer. Temo ser mala.
Haré lo que tú digas…
Enséñame…

– ¿Le amas?

– Sí – murmuró Natacha.

– Entonces ¿por qué lloras? Lo celebro por
ti – dijo la Princesa, que, a causa de aquel llanto, perdonaba la
alegría de Natacha.

– La boda no se celebrará enseguida, sino
más adelante. ¡Pero piensa en lo feliz que
seré cuando sea su esposa y tú la de
Nicolás!

– ¡Natacha! Te he rogado ya que no me hables de
eso. Hablemos de ti.

Las dos callaron.

– Pero ¿a qué va a San Petersburgo? –
inquirió de súbito Natacha; luego se
apresuró a decir -: Vale más así,
¿verdad, María? Vale más
así.

XIII

El casamiento de Natacha con Bezukhov, en 1813, fue el
último alegre acontecimiento que presenció la
familia Rostov. En aquel mismo año murió el viejo
conde Ilia Andreievitch y, como sucede siempre en estos casos,
tras su desaparición, la familia se deshizo.

Los sucesos del año anterior: el incendio de
Moscú, la muerte del príncipe Andrés y la
desesperación de Natacha, la muerte de Petia y el dolor de
la Condesa, fueron rudos golpes que hirieron, uno tras otro, al
anciano Conde. No pareció comprender, ni podía en
realidad, el porqué de aquellos acontecimientos, por lo
que, inclinando dócilmente la blanca cabeza,
aguardó el nuevo golpe que acabase con él. Ora
aparecía como asustado, ora se mostraba
extraordinariamente animado y activo.

El matrimonio de Natacha, con los mil detalles que lo
rodeaban, le ocupó la atención unos días:
encargaba comidas y cenas, se esforzaba a ojos vistas por
aparentar alegría. Pero ésta no se comunicaba a los
demás, como en otros tiempos, sino que, muy al contrario,
suscitaba la compasión de los que le amaban y
conocían.

Después de la marcha de Pedro y de su esposa se
calmó y comenzó a quejarse de aburrimiento. Al cabo
de pocos días cayó enfermo y hubo de guardar cama.
A pesar de las palabras consoladoras de los médicos,
comprendió desde un principio que no saldría de su
enfermedad. La Condesa permaneció sentada a su cabecera
por espacio de dos semanas. Cada vez que le daba una medicina, el
Conde, sin decir una palabra, le cogía la mano y se la
besaba. El último día le pidió
perdón, sollozando, y, a pesar de que su hijo no estaba
allí, le pidió también a él le
perdonara por haber disipado su fortuna, única gran falta
de que se sentía culpable. Después de comulgar, se
extinguió dulcemente, y al día siguiente la
multitud de amigos y conocidos que fueron a rendirle los
últimos honores llenó el departamento alquilado por
los Rostov.

Las mismas personas que habían comido y bailado
en su casa en tantísimas ocasiones, las mismas que tanto
se habían burlado de él, sentían entonces
pena y remordimiento y se decían para justificarse:
«Sí, era un hombre admirable. Hoy ya no se
encuentran hombres así. ¿Quién está
exento de debilidades…?»

Precisamente cuando le iban tan mal los negocios, que no
se podía suponer cómo concluirían, el Conde
murió de improviso.

Nicolás se encontraba en París con las
tropas rusas cuando le participaron el fallecimiento de su padre.
Enseguida pidió la excedencia y, sin aguardar a que se la
concedieran, se despidió de sus superiores y volvió
a Moscú. Un mes después, desenmarañados los
asuntos de la casa Rostov, la situación era clara: su
padre había contraído una enormidad de
pequeñas deudas cuya existencia nadie sospechaba. Estas
deudas se elevaban al doble del haber.

Parientes y amigos aconsejaron a Nicolás que
renunciase a la herencia, pero el joven, que consideraba esta
renuncia como un reproche a la memoria de su padre, no quiso
oír ni hablar de ello. De modo que la aceptó y, con
ella, la obligación de pagar las deudas.

Los acreedores habían guardado silencio largo
tiempo, en vida del Conde, a causa de la influencia indefinible
pero profunda que ejerció su bondad sobre ellos. Ahora
recurrieron, sin previo aviso, a los Tribunales. Como suele
suceder en parecidas ocasiones, obedecieron al impulso de unos
celos disimulados, y gentes como Mitenka y otros, que recibieron
del Conde regalos importantes, fueron los acreedores más
exigentes. No se dio a Nicolás tregua ni respiro, y las
mismas personas que lloraban al Conde – el causante de sus
pérdidas – se ensañaban, implacables, con el joven
heredero, que era inocente y se encargaba de pagarles.

Ninguno aceptó ni uno solo de los arreglos que
propuso Nicolás. Al ser vendidas por necesidad, las
posesiones tuvieron que cederse a bajo precio y la mitad de las
deudas quedaron sin pagar. Nicolás aceptó de
Bezukhov, su cuñado, treinta mil rublos para poder pagar
lo más imprescindible, y para que no le detuvieran – pues
los acreedores le amenazaban con la cárcel – pensó
en reanudar el servicio.

Pero volver al ejército, donde figuraba en el
cuadro de ascensos con el grado de comandante, le fue imposible
porque él era el último apoyo de su madre. Por este
motivo, y a pesar de las pocas ganas que tenía de
permanecer en Moscú, donde todo el mundo le
conocía, y no obstante su repugnancia a la vida civil,
aceptó un empleo, renunciando al venerado uniforme, y se
instaló con su madre y Sonia en un departamento de la
calle Sivtez-Vrajek.

Natacha y Pedro, desde San Petersburgo, tenían
una idea poco clara de la situación de Nicolás.
Éste había aceptado el préstamo de su
cuñado con ánimo de ocultar su miseria. La
situación de Nicolás era particularmente penosa
porque, con sus mil doscientos rublos de sueldo, debía no
sólo alimentar a su madre y a Sonia, sino vivir de manera
tal que su madre no se diera cuenta de su pobreza. La Condesa no
podía comprender la vida sin el lujo que había
conocido desde la infancia, y como no se daba cuenta de los
conflictos que creaba con ello a su hijo, exigía a cada
momento un coche para ir a ver a una amiga, carne de calidad
superior para ella, vino para su hijo, dinero para hacer regalos
a Natacha, a Sonia, al mismo Nicolás.

Sonia se ocupaba del manejo de la casa, cuidaba de su
tía, soportaba sus caprichos y ayudaba a Nicolás a
disimular la pobreza en que se hallaban. Nicolás se
sentía deudor de Sonia y, viendo lo que la muchacha
hacía por su tía, admiraba su paciencia y su
abnegación. Sin embargo, procuraba mantenerse
espiritualmente alejado de ella. Le reprochaba su exceso de
perfección, que no hubiera nada censurable en ella. Sonia
poseía, verdad es, todo lo que inspira aprecio a las
gentes, pero poco de lo que nos hace amarlas.

Habiendo tomado al pie de la letra la carta en que ella
le devolvía la libertad, la trataba como si hubiera
olvidado lo pasado.

La situación de Nicolás fue de mal en
peor; porque la sola idea de hacer economías con su sueldo
era un sueño. Es más: no sólo no
economizaba, sino que, para satisfacer las exigencias de su
madre, contraía pequeñas deudas.

La situación no parecía tener salida. La
idea de su matrimonio con una rica heredera que sus parientes le
propusieron le repugnaba. Otra solución, la muerte de su
madre, ni siquiera le pasaba por el pensamiento. No deseaba nada,
no esperaba nada, y, en el fondo de su alma, experimentaba un
austero placer en aquella pasiva aceptación de su suerte.
Evitaba tropezarse con antiguas amistades, con su
compasión y su oferta compasiva de ayuda; evitaba toda
distracción y placer, y en casa tampoco se ocupaba en
nada, salvo en tener paciencia con su madre, andar en silencio
por la habitación y fumar pipa tras pipa. Parecía
fomentar aquel humor sombrío, única cosa que le
ayudaba a soportar la vida.

XIV

La princesa María regresó a Moscú a
principios del invierno. Por los murmuradores supo enseguida la
situación de los Rostov y, sobre todo, que «el hijo
se sacrificaba por la madre», según
decían.

«No esperaba menos de él»,
pensó, llena de gozo, porque el hecho le confirmaba que
merecía el amor que le tenía.

En vista de ello, su amistad, casi su parentesco, con la
familia la movieron a pensar en hacerle una visita.

Pero, al recordar sus relaciones con Nicolás en
Voronezh, temió verlo. Al fin, cogiendo firmemente con las
dos manos las riendas de su voluntad, fue a casa de los Rostov
dos semanas justas después de su llegada.

¡Qué casualidad! A quien primero se
tropezó fue a Nicolás, porque para llegar a la
habitación de la Condesa tuvo que pasar por la de
él.

Pero, en vez de expresar la alegría que ella
esperaba, el rostro de Nicolás adquirió al vuelo
una expresión fría, de sequedad, de orgullo, que
ella no había visto nunca en él. Después de
informarse del estado de su salud le acompañó hasta
la habitación de su madre y allí la
dejo.

Al despedirse la Princesa, le salió al encuentro
y la acompañó hasta el recibidor con aire grave y
frío. A las preguntas de María, nada
contestó.

«¿Qué mal le he hecho yo?
¡Déjeme en paz!», parecía contestarle
con la mirada.

Y cuando se alejó el coche de la Princesa,
exclamó delante de Sonia, en voz alta, incapaz de reprimir
su despecho:

– ¿A qué viene? ¿Qué quiere?
¡Detesto a esas mujeres y sus amabilidades!

– ¡Ah, Nicolás! ¿Cómo puedes
hablar así? – replicó Sonia disimulando mal su
satisfacción -. Es muy buena y mamá la quiere
mucho.

Nicolás no respondió ni volvió a
hablar de la Princesa. Pero la anciana Condesa comenzó a
mentarla cien veces al día a raíz de su visita. La
alababa, rogaba a su hijo que fuera a verla, expresaba el deseo
de tenerla al lado con más frecuencia. Pero, al mismo
tiempo, la ponía de mal humor hablar de ella.

Nicolás callaba y su silencio enojaba a la
Condesa.

– Es una muchacha muy digna y muy buena – decía
la madre -. Debes ir a hacerle una visita. No quiero que te
aburras a nuestro lado. Debes tener amistades.

– ¡Pero si no las necesito,
mamá!

– Antes hubieras deseado verla continuamente; ahora no
la quieres. Con franqueza, hijo mío, no te comprendo.
Dices que te aburres, y te niegas a ver a la gente…

– No he dicho que me aburra…

-Pero sí que no quieres verla. Es una mujer
dignísima. Antes te gustaba; ahora, en cambio…
¡Todos me ocultáis vuestros verdaderos
sentimientos!

– No, mamá, te equivocas.

– Si te pidiera algo enojoso… Pero te pido que hagas
una visita, que seas cortés. Bueno, ya te lo he pedido. De
hoy en adelante no volveré a mezclarme en tus asuntos,
puesto que tienes secretos para tu madre.

– Si tanto lo deseas, iré.

– A mí me da igual. Lo decía por
ti.

Nicolás suspiró, se mordió el
bigote, trató de desviar la atención de su madre de
aquel asunto.

Pero al día siguiente, y al otro, y al otro, la
Condesa sacó a relucir el mismo tema.

Entre tanto, el frío e inesperado recibimiento de
Nicolás convenció a la princesa María de que
tenía razón al no atreverse a ir a ver a los
Rostov.

«No cabía esperar otra cosa. Por suerte, no
tengo nada que ver con él, únicamente quería
volver a ver a la anciana, que fue siempre muy bondadosa conmigo
y a quien debo mucho», se decía, llamando en su
ayuda al orgullo.

Pero tales razonamientos no tenían la virtud de
calmarla; cada vez que recordaba la pasada visita la asaltaba una
especie de remordimiento, y, aunque estaba firmemente resuelta a
no volver a casa de los Rostov y a olvidarlo todo, se
sentía siempre como en una postura falsa, y acabó
por tener que confesarse que la atormentaba la cuestión de
sus relaciones con Nicolás. Su tono frío, correcto,
no se derivaba de sus sentimientos – estaba segura -, sino de
alguna otra cosa, y hasta que consiguiera explicarse lo que era
aquella cosa no estaría tranquila.

A mediados del invierno se hallaba en el cuarto de
estudio, repasando las lecciones de su sobrino, cuando le
anunciaron la visita de Nicolás Rostov.

Firmemente resuelta a no hacerse traición ni a
demostrar enojo, llamó a la señorita Bourienne y
entró con ella en el salón.

Le bastó una mirada para comprender que
Nicolás estaba allí para pagar una deuda de
cortesía, y decidió mostrarse igualmente
cortés.

El empezó por hablar de la salud de la Condesa,
de los conocidos comunes, de las últimas noticias de la
guerra, y cuando transcurrieron los diez minutos que exige la
buena educación, saludó y se puso en
pie.

La Princesa sostuvo muy bien la conversación con
ayuda de la señorita de compañía, pero, al
levantarse Nicolás, estaba tan fatigada de haber hablado
de cosas que no le incumbían, y tan abrumada por la
dolorosa idea de las pocas alegrías que la vida le
proporcionaba, que, con las brillantes pupilas fijas en el
vacío, continuó sentada e inmóvil, sin
advertir que Nicolás se hallaba de pie ante
ella.

Nicolás la miró y, para disimular que se
había dado cuenta de su ensimismamiento, cruzó
todavía algunas palabras con la señorita Bourienne.
Luego volvió a mirar a la Princesa. Seguía sentada
e inmóvil; su dulce semblante tenía una
expresión de sufrimiento.

De súbito, Nicolás la compadeció.
Pensando vagamente que quizá fuera él la causa de
aquel dolor, quiso pronunciar una palabra amable, pero, no
encontrándola, dijo:

– Adiós, Princesa.

María salió de su ensimismamiento,
ruborizándose, y exhaló un profundo
suspiro.

– ¡Ah! Perdone, Conde. ¿Se va usted ya?
¿Y el almohadón para la Condesa?

– ¡Un momento! Voy a buscarlo – rogó la
señorita Bourienne, echando a correr.

María y Nicolás callaban. De vez en cuando
cambiaban una mirada.

– Sí, Princesa – habló al fin
Nicolás sonriendo con melancolía-. Todo parece
reciente, y, no obstante, ¡cuánta agua ha corrido
desde que nos vimos por vez primera en Bogutcharovo! Entonces nos
juzgábamos desgraciados, y, sin embargo,
¡cuánto daría yo por volver a aquellos
tiempos! Pero eso es imposible…

La Princesa clavaba en él sus ojos radiantes.
Parecía esforzarse por comprender el sentido misterioso de
aquellas palabras que le explicarían lo que él
sentía por ella.

– En efecto – contestó -, pero no debe usted
lamentar lo pasado, Conde. Usted recordará siempre con
placer su vida actual, porque los sacrificios que está
haciendo…

– No puedo aceptar sus alabanzas – se apresuró a
decir él, interrumpiéndola-. La verdad es que no
dejo de dirigirme reproches. Pero, en fin, esto es muy poco
interesante y divertido…

Su mirada volvió a adquirir una expresión
fría, seca. Mas la Princesa había vuelto a ver en
él al hombre que amaba, y se dirigía a aquel
hombre.

– He creído que me permitiría esta
confianza. Como estamos tan unidas las dos familias… Nunca
creí que mis cumplidos le parecieran excesivos. Pero ya
veo que me he equivocado.

Empezó a temblarle la voz.

-No sé por qué, pero antes era usted muy
distinto a como es ahora… – prosiguió,
rehaciéndose.

– Existen motivos a millares – repuso Nicolás
recalcando sus palabras -. De todos modos, gracias,
Princesa.

«Ya lo comprendo; ahora lo comprendo todo –
decía una voz en el alma de la Princesa -. No es
sólo esa mirada de expresión bondadosa y franca, no
es sólo la belleza externa la que vi en él. Es su
alma noble, valiente, abnegada. Ahora él es pobre y yo soy
rica. Esto explica su actitud… Pero ¿y si no fuera
así…?»

Sin embargo, al recordar su antigua ternura, al reparar
en la expresión bondadosa y triste de su rostro, se
convenció de que estaba en lo cierto.

– ¿Qué le ocurre, Conde, qué le
ocurre? Dígamelo usted – exclamó acercándose
a él involuntariamente -. Debe
decírmelo.

El callaba.

– Ignoro las razones que tiene para adoptar esa
actitud…, pero me resulta penoso, puede usted creerlo… No
quisiera verme privada de su antigua amistad.

Las lágrimas brotaban de sus ojos, temblaban en
su voz.

– Tengo tan pocas alegrías, que perder una
más me resulta muy doloroso. Perdóneme.
Adiós.

De improviso se echó a llorar y se dirigió
a la puerta.

– ¡Princesa! ¡Espere! ¡En nombre de
Dios, espere! – exclamó Nicolás -.
¡María…!

Ella se volvió. Por espacio de unos segundos se
miraron en silencio. Y lo que parecía imposible, lejano,
se convirtió de improviso en algo muy próximo,
posible, inevitable.

En el otoño de aquel mismo año,
Nicolás Rostov y la princesa María se
casaron…

FIN

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

"A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD
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Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2014.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR
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