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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 2)



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– ¡Ah! No me hable de esa marcha, no me hable. No
quiero oír hablar de ello – dijo la Princesa, con el tono
caprichoso que tenía cuando hablaba con Hipólito en
el salón, pero que contrastaba visiblemente en un
círculo de familia del cual Pedro era uno de los miembros
-. ¡Pensar que una ha de interrumpir todas las relaciones
más apreciables… ! Y después… Ya lo sabes,
Andrés – abría sus grandes ojos a su marido -.
¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! – murmuró, y sus
hombros se estremecieron.

Su marido la miró, como extrañado de darse
cuenta de que en la habitación hubiese todavía
alguien más fuera de Pedro y de él, y con una
fría galantería y en tono interrogador
preguntó a su esposa:

– ¿Miedo de qué, Lisa? No
comprendo…

– Ya ve usted si son egoístas los hombres. Todos,
todos, unos egoístas. Me deja porque quiere. Dios sabe por
qué. Y para encerrarme sola en el campo.

-No olvides que estarás con mi padre y mi hermana
-dijo en voz baja el príncipe Andrés.

– Como si fuera sola – contestó ella -. Sin mis
amistades. Y quiere que no tenga miedo – y el tono de su voz era
de rebeldía; su pequeño labio se levantaba,
dándole a la cara no la expresión sonriente, sino
la bestial de una ardilla. Calló, como si considerase
inconveniente hablar ante Pedro de su embarazo, porque en esto
radicaba todo el sentido de su discusión.

-No comprendo por qué tienes miedo-dijo
lentamente el príncipe Andrés sin apartar la vista
de su mujer.

La Princesa, sofocada, agitaba desesperadamente los
brazos.

– No, Andrés. Te digo que has cambiado mucho,
mucho.

– El médico te ha ordenado que te acuestes
más temprano – murmuró el Príncipe -.
Harás muy bien acostándote.

La Princesa no respondió, y, de pronto, su breve
y corto labio cubierto de vello rubio tembló. El
Príncipe se levantó y, encogiéndose de
hombros, comenzó a pasearse por la estancia.

Pedro, por encima de los lentes, miraba con sorpresa e
ingenuidad tanto al Príncipe como a su esposa. Hizo un
movimiento como para levantarse, pero reflexionó y
continuó sentado.

– ¿Y qué importa que esté monsieur
Pedro? – dijo de pronto la Princesa; y su hermoso rostro se
transformó bruscamente bajo la mueca de un fingido sollozo
-. Hacía mucho tiempo que quería
preguntártelo, Andrés. ¿Por qué has
cambiado tanto para mí? ¿Qué te he hecho? Te
vas a la guerra y no me compadeces. ¿Por
qué?

– ¡Lisa! – dijo tan sólo el príncipe
Andrés, y en esta palabra había al mismo tiempo un
ruego y una amenaza, y sobre todo la confianza absoluta de que
ella se detendría al escucharla.

Pero su esposa continuó
apresuradamente:

– Me tratas como si fuera una enferma o una niña.
Lo veo claramente. ¿Hacías esto seis meses
atrás?

– ¡Lisa, por favor, no sigas! – continuó el
Príncipe, con un gesto más expresivo.

Pedro, cada vez más desconcertado por esta
conversación, se levantó y se acercó a la
Princesa. Parecía que no pudiese soportar la visión
de las lágrimas y que también fuese a romper en
llanto.

– Cálmese, Princesa. Le aseguro que todo esto son
figuraciones suyas. Yo sé por qué…, por
qué… Pero perdóneme. Soy un extraño. No,
no. Sosiéguese. Hasta la vista.

El príncipe Andrés le detuvo,
cogiéndole de la mano.

– No, espérate. La Princesa es tan amable que no
querrá privarme de la satisfacción de pasar la
velada contigo.

– Solamente piensa en él – dijo la Princesa, no
pudiendo detener unas lágrimas de rabia.

– ¡Lisa! – dijo secamente el príncipe
Andrés elevando el tono de su voz para demostrar que su
paciencia había ya llegado al límite.

De pronto, la expresión bestial, la
expresión de ardilla del rostro despierto de la Princesa,
adquirió otra más atrayente que incitaba a la
piedad y al temor. Sus hermosos ojos contemplaban a su marido y
apareció en su cara una expresión tímida,
como la del perro que mueve la cola caída en
rápidas y cortas oscilaciones.

– ¡Dios mío, Dios mío! -dijo la
Princesa, y recogiéndose con una mano los pliegues de la
falda se acercó a su marido y le besó en la
frente.

– Buenas noches, Lisa – dijo el príncipe
Andrés levantándose y besándole gentilmente
la mano, como a una extraña.

Los dos amigos quedaron silenciosos. Ni uno ni otro
sabían qué decir. Pedro miraba al Príncipe,
que se pasaba la fina mano por la frente.

-Vamos a cenar-dijo con un suspiro, levantándose
y dirigiéndose hacia la puerta.

Entraron en el comedor, amueblado recientemente, rico y
elegante. Todo, desde la vajilla hasta la plata y el cristal,
tenía ese sello particular de cosa nueva que se advierte
en las casas de los recién casados. A mitad de la cena, el
Príncipe se apoyó sobre la mesa. Tenía un
aire de enervamiento que Pedro no había observado nunca en
él; y, como un hombre que desde hace mucho tiempo tiene el
corazón lleno de amargura y se decide finalmente a
desahogarse, comenzó a hablar.

-No te cases nunca, Pedro, nunca. Es el consejo que te
doy. No te cases nunca antes de haberte preguntado a ti mismo si
has hecho cuanto has podido antes de dejar de querer a la mujer
elegida, antes de verla tal como es.

Pedro se quitó los lentes y su rostro
cambió, apareciendo entonces más lleno de bondad.
Miró a su amigo, estupefacto.

– Mi esposa – continuó el príncipe
Andrés – es una mujer admirable; es una de esas pocas
mujeres con las que un hombre está tranquilo por lo que
respecta a su honor. Pero, ¡Dios mío, qué
daría yo por no estar casado! Tú eres el primero,
el único a quien digo esto, porque te quiero.

Y al pronunciar estas palabras el príncipe
Andrés era todavía mucho más distinto de
aquel Bolkonski que se sentaba en una butaca en casa de Ana
Pavlovna y que con los ojos medio cerrados dejaba escapar frases
francesas entre dientes.

– En casa de Ana Pavlovna – siguió diciendo – se
me escucha. Y esta sociedad imbécil, sin la cual mi mujer
no puede vivir, y esas mujeres… ¡Si pudieses llegar a
saber quiénes son todas las mujeres distinguidas y, en
general, las mujeres! Mi padre tenía razón. El
egoísmo, la ambición, la estupidez, la nulidad en
todo. He aquí a las mujeres cuando se muestran tal como
son. Cuando se les ve en sociedad parece que tengan algo, pero no
tienen nada, nada. Sí, amigo mío, no te cases –
concluyó el príncipe Andrés.

– Me parece divertido – dijo Pedro – que se considere
usted un incapaz y tenga por destrozada su vida. Pero si todo le
favorece, si usted… – no acabó la frase. Tenía a
su amigo en la más alta consideración y esperaba de
él un brillante porvenir.

«Pero ¿cómo puede decir todo
esto?», pensaba Pedro.

Consideraba al príncipe Andrés como modelo
de todas las perfecciones, precisamente porque el príncipe
Andrés reunía en el más alto grado todas las
cualidades que él no tenía y que podían
resumirse con mucha exactitud en este concepto: la fuerza de
voluntad. Pedro admirábase siempre de la capacidad del
príncipe Andrés, de su comportamiento con toda
clase de hombres, de su memoria extraordinaria, de todo lo que
había leído; lo había leído todo, lo
sabía todo y tenía idea de todo. Y, en particular,
admiraba su facilidad para trabajar y aprender. Y si con
frecuencia Pedro se había extrañado de encontrarle
cierta falta de capacidad para la filosofía contemplativa,
a la que Pedro se sentía especialmente inclinado, no
veía en esto un defecto, sino una fuerza.

En las mejores relaciones, las más amistosas, las
más sencillas, la adulación o el elogio son tan
necesarios como la grasa lo es a los ejes de las ruedas para que
funcionen.

– Soy un hombre acabado – dijo el príncipe
Andrés -. Vale más que hablemos de ti – y
calló, sonriendo a sus ideas consoladoras.

Instantáneamente, la sonrisa se reflejó en
la cara de Pedro.

– ¿Qué podemos decir de mí? – dijo,
dilatando la boca con una sonrisa confiada y alegre -.
¿Qué soy yo? Un bastardo – y de pronto se
ruborizó. Evidentemente, había hecho un esfuerzo
extraordinario para decir esto -. Sin nombre, sin fortuna –
añadió – y que, positivamente… – y dejó la
frase sin terminar -. Por ahora soy un hombre libre y me
considero feliz. Pero no sé por dónde empezar. Con
gusto quisiera pedirle a usted un consejo.

El príncipe Andrés dirigió a Pedro
su mirada bondadosa, pero incluso en su amistosa mirada apuntaba
la conciencia de la superioridad.

– Te quiero sobre todo porque entre la gente de nuestro
mundo eres el único hombre que vive. A ti ha de serte muy
fácil. Escoge lo que quieras, que para ti todo será
igual. Por dondequiera que vayas serás un hombre bueno.
Pero permíteme una cosa nada más… No te
relaciones con Kuraguin. Prescinde de esa vida. Ninguna de esas
orgías te conviene y…

– ¿Qué quiere usted que haga, amigo
mío? – preguntó Pedro encogiéndose de
hombros-. Las mujeres, querido, las mujeres…

– No te comprendo – replicó Andrés -. Las
mujeres como deben ser son otra cosa. Pero no las mujeres de
Kuraguin, las mujeres y la bebida. No te comprendo.

Pedro vivía en casa del príncipe Basilio
Kuraguin y compartía la vida licenciosa de su hijo
Anatolio, aquel a quien, para corregirle, querían casar
con la hermana del príncipe Andrés.

– ¿Sabe usted – dijo Pedro, como si se le
ocurriese repentinamente una idea luminosa – que hace mucho
tiempo que pienso en esto seriamente? Con esta vida no puedo
reflexionar ni decidir nada. La cabeza me da vueltas y no tengo
dinero. Hoy me ha invitado, pero no iré.

– ¿Me lo prometes?

– Mi palabra de honor.

VII

En casa de los Rostov se celebraba la fiesta de las dos
Natalias, la madre y la hija menor. Desde por la mañana,
las berlinas conducían a las visitas. Llegaban y
desfilaban ante el gran palacio de la condesa Rostov, muy
conocida de todo Moscú, situado en la calle Povarskaia. La
Condesa, con la hija mayor y las visitas que se sucedían
incesantemente, no se movía del salón.

La Condesa era una mujer de unos cuarenta y cinco
años, de tipo oriental, de rostro ahusado y visiblemente
fatigado por los partos continuos: había tenido doce
hijos. Sus lentos movimientos y la premiosidad de su
conversación, debida a la falta de fuerzas, le daban un
aire imponente que inspiraba respeto. La princesa Ana Mikhailovna
Drubetzkaia, que se encontraba allí como si estuviera en
su casa, la ayudaba a recibir y conversar con las
visitas.

Los jóvenes hallábanse en una
habitación próxima, y no creían necesario
participar de la recepción. El Conde salía a
recibir a las visitas y las invitaba a comer.

– María Lvovna Kuraguin y su hija –
anunció con profunda voz el corpulento criado de la
Condesa abriendo la puerta del salón.

La Condesa reflexionó y aspiró un polvo de
rapé extraído de una tabaquera de oro con el
retrato de su marido.

– Me han rendido las visitas – dijo -. Bien,
recibiré a ésta, pero será la última.
Marea todo esto. Hazlas entrar -dijo al criado con voz triste,
como si le hubiera dicho: «Bien, acaba de
matarme.»

Una dama alta, fuerte, de altivo aspecto, y una joven
carirredonda y sonriente siempre entraron en el salón con
gran rumor de telas.

El tema de la conversación era la gran noticia
del día: la enfermedad del riquísimo y excelente
conde Bezukhov, un hombre viejo, superviviente de la época
de Catalina. También se hablaba de su hijo natural Pedro,
aquel que se había portado tan desgraciadamente en la
velada.

– ¿De veras? – preguntó la
Condesa.

– Compadezco mucho al pobre Conde – dijo la visitante-.
¡Está tan enfermo! Estos disgustos de su hijo lo
matarán.

– ¿Qué ocurre? – preguntó la
Condesa, como si no supiera nada de lo que le hablaba su
interlocutora, a pesar de que en muy poco rato le habían
contado quince veces el motivo de los disgustos del conde
Bezukhov.

– Éstos son los resultados de la educación
actual. Este joven, en el extranjero, no tenía a nadie que
le guiase, y ahora, en San Petersburgo, dicen que comete tales
atrocidades, que ha sido expulsado por la
policía.

– ¿De veras? – preguntó la
Condesa.

– Ha elegido muy malas compañías –
intervino la princesa Ana Mikhailovna -. Según parece,
él, el hijo del príncipe Basilio y un tal Dolokhov
han hecho alguna sonada. Los han castigado a los dos. Dolokhov ha
sido degradado y el hijo de Bezukhov enviado a Moscú. Por
lo que respecta a Anatolio Kuraguin, el padre ha podido echar
tierra sobre el asunto. Pero parece que también le han
expulsado de San Petersburgo.

– Pero ¿qué han hecho? – preguntó
la Condesa.

-Son unos verdaderos bandidos. Sobre todo ese Dolokhov –
dijo la visitante -. Es hijo de María Ivanovna Dolokhova.
Ya ve usted. ¡Una dama tan respetable! Figúrese
usted que los tres cogieron un oso de no sé dónde,
lo metieron en un coche y se fueron a casa de unas
actrices.

Tuvo que ir un policía para calmarlos. Y
¿sabe usted qué hicieron? Cogieron al
policía, lo ataron a la espalda del oso y lo tiraron al
Moika. El oso se puso a nadar, llevando al policía en las
espaldas.

– Querida, debía de ser muy divertido el
espectáculo – exclamó el Conde retorciéndose
de risa.

– ¡Oh, qué horror, qué horror!
¿Por qué se ríe así,
Conde?

No obstante, las damas no pudieron contener la
risa.

– Fue muy difícil salvar a aquel desgraciado –
continuó la visitante -. Y, ya ve usted: el hijo del
príncipe Cirilo Vladimirovitch Bezukhov se divierte de
este modo – añadió -. ¡Lo han educado bien!
¡Tan inteligente como decían que era! Ya ve usted
adónde nos conduce la educación en el extranjero.
Supongo que aquí, a pesar de su fortuna, no le
recibirá nadie. Querían presentármelo, pero
me he negado en absoluto. Tengo dos hijas.

– ¿Por qué dice usted que este joven es
tan rico? -preguntó la Condesa mirando de soslayo a las
dos jóvenes, que inmediatamente hicieron ver que no
escuchaban-. El conde Bezukhov solamente tiene hijos naturales.
Parece que Pedro es también hijo natural.

La visitante hizo un ademán.

– Creo que tiene veinte hijos naturales.

– ¡Y qué joven se conservaba aún el
año pasado! – dijo la Condesa -. Daba gusto
verlo.

– Pues ahora está muy cambiado – dijo Ana
Mikhailovna -. Pero vea usted lo que quería decir –
continuó -: por parte de su mujer, el príncipe
Basilio es el heredero directo, pero el viejo quiere mucho a
Pedro. Se ha ocupado de su educación. Ha escrito al
Emperador, de modo que nadie sabe, cuando muera (y está
tan enfermo que se espera suceda esto de un momento a otro,
puesto que Lorrain, el doctor, ha venido de San Petersburgo),
quién de los dos será el poseedor de esta enorme
fortuna: Pedro o el príncipe Basilio. Cuatro mil almas y
muchos millones. Lo sé muy bien, porque el mismo
príncipe Basilio me lo ha dicho, y Cirilo Vladimirovitch
es pariente mío por parte de madre. Es padrino de Boris –
añadió, como si no diese ninguna importancia a este
hecho.

– El príncipe Basilio llegó ayer a
Moscú. Dicen que va en viaje de inspección – dijo
la visitante.

-Sí, pero, entre nosotras, ya se puede
decir-interrumpió la Princesa -. Esto es un pretexto. Ha
venido para ver al príncipe Cirilo Vladimirovitch, porque
sabe que está enfermo.

– Pero, vaya, querida, ha sido una buena jugada – dijo
el Conde. Y, observando que la visitante no le escuchaba, se
dirigió a las jóvenes-. Ya veo la cara del
policía. ¡Cómo me hubiera reído si lo
hubiese visto!

Y suponiendo cómo debía mover los brazos
el policía, rompió de nuevo a reír, con risa
sonora y profunda, que conmovía su cuerpo repleto, tal
como suelen hacerlo los hombres que han comido bien y, sobre
todo, han bebido copiosamente.

– Así, pues, si ustedes lo desean, comeremos en
nuestra casa – dijo.

VIII

Se extinguió la conversación. La Condesa
miraba a la Princesa con una sonrisa amable, sin ocultar, sin
embargo, que no la molestaría poco ni mucho que se
levantase y se fuera. La hija de la visitante alisábase ya
los pliegues del vestido y miraba interrogadoramente a su madre,
cuando de pronto, desde la habitación vecina, cercana a la
puerta, se oyó el ruido que hacían unos
jóvenes al correr, seguido del de unas sillas movidas
violentamente y caídas luego, y apareció en el
salón una muchacha de trece años que,
escondiéndose algo bajo la corta falda de muselina,
detúvose en medio de la sala. Veíase claramente que
todo aquello obedecía a la casualidad, porque no
había sabido calcular el impulso de su carrera y
encontrábase más allá del lugar a donde se
había propuesto llegar. Casi inmediatamente aparecieron en
la puerta un estudiante con el cuello azul, un oficial de la
guardia, una muchacha de trece años y un jovencito fuerte
y rojo vestido con una chaqueta.

El Conde se levantó y, balanceándose,
abrió los brazos a la joven que entraba
corriendo.

– ¡Ya está aquí! – gritó,
riendo -. Hoy es su santo, querida, su santo.

-Hay un día para todo, querida – dijo la Condesa
fingiendo ser severa -. Las malcrías demasiado,
Elías – añadió dirigiéndose a su
marido.

– Buenos días, hija mía. Para muchos
años – dijo la visitante -. ¡Qué criatura
más deliciosa! – continuó, dirigiéndose a la
madre.

La jovencita, muy despierta, tenía los ojos
negros, grande la boca, una linda nariz, unos hombros desnudos y
gráciles, que temblaban por encima del corsé a
causa de aquella alocada carrera, unos tirabuzones negros y unos
brazos delgados y desnudos; caíanle hasta los tobillos
unos calzones con puntillas y calzaba sus pies con unos zapatos
descotados. Tenía aquella edad deliciosa en que la
niña ya no es una chiquilla y en la que la chiquilla no es
todavía mujer. Se escapó de su padre y
corrió hacia su madre y, sin hacer caso de la severa
observación que le había dirigido, escondió
su ruboroso rostro bajo su chal de puntillas y se echó a
reír. Reíase de algo y, jadeante, hablaba de su
muñeca, que sacó de debajo de sus
faldas.

– Ven ustedes… La muñeca… Mimí…
¿Lo ve?

Y Natacha, sin poder hablar, tan divertido le
parecía, se abandonó a su madre y se echó a
reír con una risa tan fuerte y sonora que incluso todos,
hasta la imponente visitante, hubieron de imitarla a pesar
suyo.

– Bueno, bueno, vete con tu monstruo – dijo la madre
fingiendo rechazar vivamente a su hija -. Es la pequeña –
continuó la Condesa dirigiéndose a la
visita.

Natacha apartó por un momento la cara del chal de
puntillas de su madre y la miró con los ojos anegados en
lágrimas de tanta risa, y de nuevo escondió el
rostro.

La visita, obligada a asistir a esta escena de familia,
creyó muy delicado tomar parte en ella.

– Dime, queridita – dijo a Natacha -,
¿quién es Mimí? ¿Es acaso tu
hijita?

Este tono indulgente y esta pregunta infantil de la
visitante disgustaron a Natacha. No respondió y
miró seriamente a la Princesa.

En aquel instante, todo el grupo de jóvenes:
Boris, el oficial, hijo de la princesa Ana Mikhailovna;
Nicolás, estudiante e hijo mayor de la Condesa; Sonia,
sobrina del Conde, jovencita de trece años, y el
pequeño Petrucha, el menor de todos ellos, se instalaron
en el salón, esforzándose visiblemente en contener,
dentro de los límites de la buena educación, la
animación y la alegría que aún se reflejaban
en cada uno de sus rasgos. Evidentemente, en la habitación
contigua, de donde los jóvenes habían salido
corriendo con tal calor, las conversaciones eran mucho más
divertidas que los cotilleos de la ciudad y del tiempo. De vez en
cuando mirábanse unos a otros y a duras penas
podían contener la risa.

Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, eran
de la misma edad, amigos desde muy pequeños, y de
arrogante presencia, pero de una belleza muy distinta. Boris era
alto, rubio, de facciones finas y regulares y expresión
tranquila y correcta. Nicolás no era tan alto,
tenía los cabellos rizados y su rostro era absolutamente
franco; en el labio superior le apuntaba ya un bozo negro, y de
todo él parecía desprenderse la animación y
el entusiasmo.

Nicolás ruborizóse en cuanto entró
en el salón. Parecía como si quisiera decir algo y
no encontrase las palabras justas. Boris, por el contrario, se
repuso inmediatamente y contó, tranquilo y bromeando, que
conocía a la muñeca Mimí desde niña,
cuando tenía aún la nariz entera, que en cinco
años había envejecido mucho y que le habían
vaciado el cráneo. Contando todo esto miraba sin cesar a
Natacha. Ésta se volvió hacia él,
miró a su hermano pequeño, que, con los ojos
cerrados, reía conteniendo el estallido de una carcajada,
y no pudiendo contenerse más, la muchacha salió del
salón tan deprisa como se lo permitían sus
ágiles piernas. Boris no reía.

– Me parece que también tú quieres irte,
mamá. Necesitas el coche – dijo, dirigiéndose
sonriente a su madre.

– Sí, ve y dí que enganchen los caballos –
replicó su madre, sonriendo también.

Boris salió lentamente detrás de
Natacha.

El chiquillo corpulento corrió furioso tras
ellos. Parecía muy disgustado de que le hubiesen estorbado
en sus ocupaciones.

IX

Sin contar a la hija mayor de la Condesa, Vera – que
tenía cuatro años más que la pequeña
y se consideraba un personaje -, y la hija de la visitante, de
todo el grupo de jóvenes tan sólo Nicolás y
Sonia, la sobrina, quedaron en el salón. Sonia era una
jovencita morena, poco desarrollada, de ojos dulces sombreados
por unas largas pestañas; una gruesa trenza negra
dábale dos vueltas a la cabeza, y la piel de su rostro,
sobre todo la del cuello y la de sus desnudos brazos, delgados
pero musculados y graciosos, tenía un tono aceitunado. Por
la armonía de sus movimientos, la finura y la gracia de
sus miembros y sus maneras un poco artificiales y reservadas
parecía una gatita no formada aún, pero que,
andando el tiempo, llegaría a ser una gata
magnífica. Sin duda alguna creía conveniente
demostrar con su sonrisa que tomaba parte en la
conversación general, pero, a pesar suyo, sus ojos, bajo
las largas y espesas pestañas, miraban sin cesar al primo
que marchaba a incorporarse al ejército; mirábalo
con una adoración tan apasionada que, en muchos momentos,
su sonrisa no podía engañar a nadie, y
veíase claramente que la gatita no se había
recogido en sí misma sino para saltar con mayor violencia
y jugar luego con su primo, excelente presa, en cuanto Boris y
Natacha hubiesen salido del salón.

– Sí, querida – dijo el viejo Conde
dirigiéndose a la visitante y señalando a su hijo
Nicolás-. Su amigo Boris ha sido nombrado oficial y, por
amistad, no quiere separarse de él. Abandona la
universidad, me deja solo, a mí, a un viejo, para ingresar
en el ejército. Y su nombramiento en la Dirección
de Archivos era ya cosa hecha. ¿Es ésta la amistad?
– concluyó el Conde, interrogando.

– Dicen que ya ha sido declarada la guerra –
replicó la visitante.

– Sí; hace ya mucho tiempo que se dice – repuso
el Conde -; se dice, se dice, y eso es todo. Ésta es la
amistad, querida – repitió -. Ingresa como
húsar.

La visitante bajó la cabeza, no sabiendo
qué contestar.

– No es por amistad – dijo Nicolás
exaltándose y colocándose a la defensiva, como si
hubieran proferido contra él una vergonzosa calumnia -. No
por amistad, sino simplemente porque siento la vocación
militar.

Volvióse a su prima y a la hija de la visitante;
ambas le miraban con aprobación.

– Hoy comerá Schubert con nosotros, el comandante
de húsares de Pavlogrado. Se encuentra aquí con
permiso y se lo llevará con él. ¡Qué
vamos a hacerle! – dijo el Conde encogiéndose de hombros y
hablando con indiferencia de este asunto, que le ocasionaba una
verdadera pena.

– Ya te he dicho, papá – replicó el
oficial -, que si no me dejabais marchar me quedaría. Pero
sé muy bien que no sirvo para nada que no sea para el
ejército. No soy ni diplomático ni funcionario. No
quiero ocultar mis pensamientos – añadió, mirando
con la coquetería de los jovencitos que se creen oportunos
a Sonia y a la bella joven.

La gatita, con la mirada fija en él,
parecía a cada segundo dispuesta a jugar y poner de
manifiesto su naturaleza felina.

– Bien. ¡No hablemos más! – dijo el anciano
Conde -Siempre se exalta de este modo. El tal Bonaparte se sube a
la cabeza de todo el mundo; todos creen ser como él; de
teniente a emperador. Que Dios haga…-dijo, sin advertir la
sonrisa burlona de la visitante.

Los mayores comenzaron a hablar de Bonaparte. Julia, la
hija de la princesa Kuraguin, se dirigió al joven
Rostov:

– Fue una lástima que el jueves no hubiese usted
ido a casa de los Arkharov. Me aburrí mucho sin usted –
añadió sonriendo tiernamente.

Él, halagado, se acercó a ella con la
coqueta sonrisa de la juventud y comenzó una
conversación aparte con Julia, que sonreía y no se
daba cuenta de que su sonrisa era una puñalada de celos
dirigida al corazón de Sonia, que, ruborizada, se
esforzaba en aparentar indiferencia. Pero, en la
conversación, la miró. Sonia le lanzó una
mirada rencorosa y apasionada y, conteniendo violentamente sus
lágrimas, con una sonrisa indiferente en los labios, se
levantó y salió de la sala. Desapareció toda
la animación de Nicolás. Esperó el primer
intervalo en la conversación y, con la inquietud reflejada
en el semblante, salió también de la sala en busca
de Sonia.

X

Cuando Natacha salió de la sala, corrió
hasta el invernadero. Una vez allí, se detuvo y
escuchó las conversaciones del salón mientras
esperaba a Boris. Comenzaba ya a impacientarse, a patear el suelo
y a sentir violentos deseos de llorar porque no aparecía
inmediatamente, cuando se oyó el rumor de los pasos, ni
premiosos ni rápidos, pero seguros, del joven. Natacha
echó a correr entonces y se escondió tras los
arbustos.

Boris se detuvo en el centro del invernadero. Con la
mano se sacudió el polvo del uniforme. Acercóse
luego al espejo y contempló en él su arrogante
figura. Natacha le miraba desde su escondite, observando todos
sus movimientos. Boris paróse aún un momento ante
el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta. Natacha
intentó llamarle, pero se detuvo. «Que me
busque», pensó. En cuanto Boris hubo salido, Sonia
entró corriendo por el lado opuesto, sofocada y murmurando
palabras de rabia a través de sus lágrimas. Natacha
reprimió el impulso de correr hacia ella y no se
movió de su escondite, observando todo lo que
sucedía en torno suyo. Experimentaba con ello un
desconocido y particular placer. Sonia musitaba algo, con la
mirada fija en la puerta del salón. Por ésta
apareció Nicolás.

– ¿Qué tienes, Sonia? ¿Qué
te ocurre? – le preguntó Nicolás acercándose
a ella.

– Nada, nada. Déjame – sollozó
Sonia.

– No, ya sé lo que tienes.

-Pues si lo sabes, déjame.

— Sonia, escúchame. ¿Por qué
hemos de martirizarnos por una tontería?-preguntó
Nicolás cogiéndole las manos.

Sonia las abandonó entre las suyas y dejó
de llorar.

Natacha, inmóvil, conteniendo la
respiración, con los ojos brillantes, miraba desde su
escondite. «¿Qué ocurrirá
ahora?», pensaba.

– Sonia, el mundo no significa nada para mí.
Tú lo eres todo – dijo Nicolás -. Te lo
demostraré.

-No me gusta que hables de este modo.

– Como quieras. Perdóname, Sonia.

Y, acercándola a sí, la
besó.

«¡Qué lindo!», pensó
Natacha. Y cuando se hubieron alejado del invernadero,
salió también y llamó a Boris.

-Boris, ven aquí-dijo dándose importancia
y con un brillo pícaro en los ojos -. He de decirte algo.
Por aquí, por aquí – y atravesando el invernadero
lo condujo hasta su reciente escondite. Boris la seguía,
sonriendo.

– ¿Qué es? – preguntó.

Natacha se turbó un poco. Miró en torno
suyo y, viendo a la muñeca entre las plantas, la
cogió.

– Dale un beso a la muñeca – dijo.

Boris, con una tierna mirada de extrañeza,
contempló su animado rostro y no
contestó.

– ¿No quieres…? Pues ven
aquí.

Y, acomodándose entre los cajones, tiró la
muñeca.

– Más cerca, más cerca –
murmuraba.

Cogió el brazo del oficial. En su rostro
enrojecido leíase la emoción y el miedo.

– ¿Y no quieres dármelo a mí? –
susurró en voz muy baja, mirando al suelo, llorando y
sonriendo a la vez a causa de la emoción
contenida.

Boris se ruborizó.

– ¡Qué extraña eres! – dijo
inclinándose hacia ella, ruborizándose
todavía más, pero sin atreverse a nada y
esperando.

Natacha saltó sobre un macetero, de modo que su
rostro quedase a la altura del de Boris. Abrazándolo con
sus brazos delgados y desnudos en torno al cuello, lanzó
hacia atrás sus cabellos con un movimiento de cabeza y le
besó en los labios.

Se deslizó por el lado opuesto del macetero,
bajó la cabeza y se detuvo ante Boris.

– Natacha – dijo éste -. Ya sabes que te quiero,
pero…

– ¿Estás enamorado de mí? – le
interrumpió Natacha.

– Sí, pero te ruego que no volvamos a hacer nunca
más esto que hemos hecho ahora… Aún nos faltan
cuatro años… Entonces te pediré a tus
padres…

Natacha reflexionó.

– Trece, catorce, quince, dieciséis… – dijo,
contando con sus ahusados dedos-. Está bien. De
acuerdo.

Y una sonrisa alegre y confiada iluminó su
radiante fisonomía.

– De acuerdo – repitió Boris.

– ¿Para siempre? – añadió ella -.
¿Hasta la muerte?

Y ofreciéndole el brazo, con el rostro
resplandeciente de felicidad, abandonaron lentamente el
invernadero.

XI

Hijo mío – dijo la princesa Mikhailovna a Boris
cuando el coche de la condesa Rostov, que les conducía,
atravesó la calle cubierta de paja y entró en el
amplio patio del conde Cirilo Vladimirovitch Bezukhov -, hijo
mío, sé amable y escucha con complacencia. El conde
Cirilo Vladimirovitch es tu padrino. De él depende tu
carrera. Acuérdate, hijo mío. Sé tan amable
como puedas, como sepas serlo – terminó la madre, sacando
la mano de debajo de su apolillada capa y apoyándola, con
tierno y tímido ademán, sobre el brazo de su
hijo.

A pesar de que al pie de la escalera encontrábase
un coche, el criado examinó de arriba abajo a la madre y
al hijo, que, sin hacerse anunciar, entraban directamente en el
vestíbulo encristalado, entre dos hileras de estatuas
colocadas en hornacinas, y mirando la ajada capa de la madre con
aire de importancia les preguntó qué deseaban y a
quién querían ver, a las Princesas o al Conde. Al
responderle que al Conde, dijo que aquel día Su Excelencia
se encontraba peor y que no recibiría a nadie.

– Ya podemos marcharnos, entonces – dijo el hijo en
francés.

– Hijo mío – dijo la madre, suplicante, apoyando
de nuevo su mano sobre el brazo de su hijo; como si este contacto
pudiera calmarlo o excitarlo, Boris calló y, sin quitarse
el abrigo, miró a su madre interrogadoramente.

–Amigo mío – dijo con voz dulce Ana Mikhailovna
dirigiéndose al criado -, sé que el conde Cirilo
Vladimirovitch está muy enfermo… Por esto hemos venido.
Soy parienta suya… No molestaré a nadie… Pero he de
ver al príncipe Basilio. Sé que está
aquí. Anúncienos, por favor.

El criado tiró del cordón de la campanilla
y se volvió con rostro adusto.

-La princesa Drubetzkaia desea ver al príncipe
Basilio Sergeievitch – gritó al criado de casaca, medias y
zapatos que estaba en lo alto de la escalera.

La madre se arregló tan bien como pudo su vestido
de seda teñida, se miró en un espejo de Venecia que
había en la pared y, resuelta, con sus toscos zapatos,
emprendió el alfombrado camino de la escalera.

-Hijo mío, me lo has prometido-dijo a su hijo,
tocándole de nuevo el brazo. Boris continuaba
dócilmente mirando al suelo.

Entraron en una sala, una de cuyas puertas daba a las
habitaciones del príncipe Basilio.

Mientras la madre y el hijo, parados en medio de la
sala, se dirigían a un criado que se levantó del
rincón en que se hallaba sentado, para preguntarle el
camino, giró el pomo metálico de una de las puertas
y el príncipe Basilio, con un batín de terciopelo
acolchado y luciendo una sola condecoración, salió,
despidiendo a un caballero de cabellos grises y de buen
aspecto.

Este caballero era el célebre doctor Lorrain, de
San Petersburgo.

-Así, ¿todo es inútil?
-preguntó el Príncipe.

– Príncipe, errare humanum est. No obstante… –
respondió el doctor con voz nasal y pronunciando estas
palabras latinas con acento francés.

– Muy bien… Muy bien…

Al percatarse de la presencia de Ana Mikhailovna y de su
hijo, el príncipe Basilio despidió al doctor con un
saludo y, silenciosamente pero con aire interrogador, se
acercó a los recién llegados. El hijo se dio cuenta
de que los ojos de su madre expresaban espontáneamente un
dolor profundo, y sin querer sonrió
imperceptiblemente.

– En qué momentos más tristes nos volvemos
a ver, Príncipe. ¿Y nuestro querido enfermo? –
preguntó, como si no se diera cuenta de la mirada
fría y molesta de que era objeto.

El príncipe Basilio la miró
interrogadoramente, y después a Boris. Éste
saludó correctamente. Sin devolverle el saludo, el
príncipe Basilio se volvió a Ana Mikhailovna y
respondió a su pregunta con un movimiento de cabeza y de
labios que quería decir: «Pocas
esperanzas.»

– ¿De veras? – exclamó Ana Mikhailovna -.
¡Ah! ¡Es terrible! Horroriza pensarlo. Es mi hijo –
añadió señalando a Boris -. Quería
darle a usted las gracias personalmente.

De nuevo Boris se inclinó con
gentileza.

– Créame, Príncipe; el corazón de
una madre no olvidará nunca lo que ha hecho usted por
nosotros.

– Estoy muy contento de haber podido servirla, mi
querida Ana Mikhailovna – dijo el príncipe Basilio,
componiéndose el lazo de la corbata y mostrando con el
ademán y con la voz que en Moscú, ante su protegida
Ana Mikhailovna, su importancia era mucho más grande que
en San Petersburgo en la velada de Ana Scherer.

-Procure cumplir con su deber y hacerse digno de su
nombramiento – añadió dirigiéndose
severamente a Boris -. Me sentiré muy satisfecho de ello.
¿Se encuentra usted aquí con permiso? –
preguntó con tono indiferente.

– Excelencia, estoy aguardando la orden de incorporarme
a mi destino – repuso Boris sin mostrarse molesto por el tono
rudo del Príncipe ni tampoco deseoso de entrar en
conversación, pero sí tan respetuoso y tranquilo
que el Príncipe le miró fijamente.

– ¿Vive usted con su madre?

– Vivo en casa de la condesa Rostov – dijo Boris,
añadiendo un nuevo «Excelencia>.

– Es Ilia Rostov, casado con Natalia Chinchina – dijo
Ana Mikhailovna.

– Lo sé, lo sé – repuso el Príncipe
con su voz monótona -. No he podido comprender nunca
cómo Natalia se decidió a casarse con ese oso
malcriado, una persona absolutamente estúpida y
ridícula. Según dicen, un jugador.

– Pero muy buen hombre, Príncipe – replicó
Ana Mikhailovna sonriendo discretamente, como si quisiera dar a
entender que el conde Rostov merecía esta opinión
pero que, a pesar de todo, quería ser indulgente con aquel
pobre viejo -. ¿Que dicen los médicos? –
preguntó después de un breve silencio. Y su
lacrimoso rostro expresó de nuevo una pena
profunda.

– Pocas esperanzas – contestó el
Príncipe.

– Y tanto como me hubiera gustado agradecer a mi
tío por última vez sus bondades para conmigo y para
con Boris. Es su ahijado – añadió con tono como si
esta noticia hubiese de alegrar extraordinariamente al
príncipe Basilio.

El Príncipe reflexionó y frunció el
entrecejo. Ana Mikhailovna comprendió que temía
encontrarse con una rival en el testamento del conde Bezukhov, e
inmediatamente se apresuró a tranquilizarle.

– Quiero mucho, y estoy muy agradecida, a «mi
tío» – dijo con tono confiado y negligente -.
Conozco muy bien su noble y recto carácter. Pero si las
Princesas quedan solas… Todavía son
jóvenes…-Inclinó la cabeza y añadió
en voz baja -: ¿Ya se ha preparado, Príncipe? Estos
últimos momentos son preciosos. No le haría
daño alguno, pero, si está tan mal, debe
prepararse. Príncipe, nosotras, las mujeres… –
sonrió tiernamente -, sabemos decir mejor estas cosas.
Será preferible que yo le vea, por mucha pena que pueda
producirme. Pero ya estoy hecha al sufrimiento.

El Príncipe comprendió que le sería
muy difícil deshacerse de Ana Mikhailovna.

– Pero mi querida Ana Mikhailovna, ¿no cree usted
que esta entrevista había de serle muy penosa? – dijo -.
Esperemos a la noche. El doctor prevé una
crisis.

– No podemos esperar ese momento, Príncipe.
Piense usted que va en ello la salvación de su alma.
¡Ah, ah! ¡Qué terribles son los deberes del
cristiano!

Ana Mikhailovna se quitó los guantes y, con la
actitud de un vencedor, se instaló en una butaca e
invitó al Príncipe a que se sentara a su
lado.

– Boris – dijo a su hijo con una sonrisa -, yo
entraré a ver a mi tío, y tú, hijo
mío, mientras tanto, sube a ver a Pedro y acuérdate
de transmitirle la invitación de Rostov. Le invitan a
comer. Supongo que no deberá ir, ¿verdad? – le
preguntó al Príncipe.

– Al contrario – dijo el Príncipe, que se
había malhumorado visiblemente -. Le agradeceré
mucho que me saquen a ese hombre de casa. Está
aquí. El Conde no le ha llamado ni una sola
vez.

Se encogió de hombros. El criado
acompañó a Boris al vestíbulo y le condujo
al piso superior, a las habitaciones de Pedro Cirilovitch, por
otra escalera.

XII

Pedro todavía no había sabido escoger una
carrera en San Petersburgo, y, en efecto, había sido
desterrado a Moscú por su carácter alocado. La
historia contada en casa de la condesa Rostov era totalmente
exacta. Pedro había tomado parte en la anécdota del
policía y del oso. Hacía pocos días que
había llegado y, como de costumbre, se había
instalado en casa de su padre.

Al día siguiente llegó el príncipe
Basilio y se hospedó en casa del Conde. Llamó a
Pedro y le dijo:

-Amigo mío, si aquí se comporta usted tan
mal como en San Petersburgo, acabará usted muy mal. Esto
es cuanto tengo que decirle. El Conde está muy enfermo. No
tiene usted que verle para nada.

Después de esto, nadie se había ocupado de
Pedro, y éste se pasaba todo el día en su
habitación del piso superior.

Cuando Boris entró en ella, Pedro se paseaba de
un lado a otro. Al ver a aquel joven oficial, elegante y bien
plantado, se detuvo. Pedro había dejado a Boris cuando
éste tenía catorce años, y ahora no lo
recordaba. No obstante, con su espontaneidad particular y sus
maneras acogedoras, le estrechó la mano y le sonrió
amistosamente.

– ¿Se acuerda usted de mí? –
preguntó Boris tranquilamente, con una amable sonrisa -.
He venido con mi madre a casa del Conde, que dicen no se
encuentra bien.

– Sí. Parece que está muy enfermo. No le
dejan tranquilo – replicó Pedro, tratando de recordar
quién era aquel joven.

Boris vio que Pedro no le reconocía, pero no
creyó necesario presentarse, y, sin experimentar la
más pequeña turbación, le miró
fijamente.

– El conde Rostov le invita a usted a comer hoy en su
casa – dijo después de un silencio bastante largo y
enojoso para Pedro.

– ¡Ah, el conde Rostov! – dijo alegremente Pedro
-Así, pues, ¿es usted su hijo Ilia? No le
había reconocido en el primer momento. ¿No se
acuerda usted de aquella excursión que hicimos a la
Montaña de los Pájaros, con madame Jacquot, hace
tanto tiempo?

– Se equivoca usted – dijo lentamente Boris, con una
risa atrevida y un tanto burlona -. Soy Boris, el hijo de la
princesa Drubetzkaia. El viejo Rostov se llama Ilia, y
Nicolás su hijo. No conozco a ninguna madame Jacquot.
Pedro movió las manos y la cabeza, como si se encontrase
en el centro de una nube de mosquitos o un enjambre de
abejas.

– ¡Dios mío! ¡Todo lo enredo! Tengo
tantos parientes en Moscú… Usted es Boris, en efecto.
¡Vaya! ¡Al fin nos hemos entendido!
¿Qué me cuenta de la expedición de Boulogne?
Los ingleses se verían en peligro si Napoleón
atravesase el Canal. A mí me parece una expedición
muy posible, siempre y cuando Villeneuve no haga
disparates.

Boris no sabía nada de la expedición de
Boulogne. No leía los periódicos y era la primera
vez que oía el nombre de Villeneuve.

– Aquí en Moscú la gente se preocupa
más del cotilleo y de los banquetes que de la
política – dijo con su tono tranquilo y burlón -.
No sé nada de lo que usted me cuenta, ni jamás he
pensado en ello. En Moscú la gente sólo se preocupa
de las murmuraciones – añadió -. Ahora solamente se
habla del Conde y de usted.

Pedro sonrió con aquella sonrisa suya tan
bondadosa, como si temiese que su interlocutor dijera algo de que
hubiera de arrepentirse. Pero Boris hablaba limpia, clara y
secamente, mirando a Pedro a los ojos.

– En Moscú no puede hacerse otra cosa que
murmurar – continuó -. Todos se preguntan a quién
dejará el Conde su fortuna, aun cuando pueda vivir
más tiempo que todos nosotros, lo que yo, lealmente, deseo
de todo corazón.

– Sí, todo esto es muy lamentable, muy lamentable
– dijo Pedro.

Éste temía que el oficial se complicase
inconscientemente en una conversación que incluso para
él hubiera sido embarazosa.

-Y usted debe pensar-dijo Boris, enrojeciendo un poco,
pero sin cambiar el tono de voz – que todos se preocupan tan
sólo por saber si este hombre rico les dejará
alguna cosa.

«Vaya por Dios», pensó
Pedro.

– Yo, para evitar malentendidos, quiero decirle que se
engañarían por completo si entre estas personas se
contara a mi madre y a mí. Somos muy pobres, pero
precisamente porque su padre es tan rico no me considero pariente
suyo, y ni mi madre ni yo pediremos ni aceptaremos nada
suyo.

Pedro tardó mucho en comprender, pero cuando vio
de lo que se trataba se levantó del diván,
cogió la mano de Boris y con su brusquedad un poco tosca,
enrojeciendo más que Boris, comenzó a hablar,
avergonzado y despechado.

– Es muy extraño todo esto. Por ventura yo…
Pero quién podía pensar… Sé muy
bien…

Pero Boris no le dejó concluir y dijo:

– Estoy contento por haberlo dicho todo. Quizá
todo esto es desagradable para usted, pero, perdóneme –
dijo tranquilizando a Pedro, en lugar de ser tranquilizado por
él-; debo suponer que no le he molestado. Acostumbro
hablar con toda franqueza. ¿Qué he de contestar?
¿Irá usted a comer a casa de los Rostov?

Y, visiblemente aliviado de un deber penoso, se
sintió liberado de una situación enojosa y se
dulcificó completamente.

-No; escuche – dijo Pedro serenándose -. Es usted
un hombre sorprendente. Esto que acaba de decirme está muy
bien. Naturalmente, usted no me conoce. Hacía mucho tiempo
que no nos habíamos visto. Éramos niños
todavía. ¿Qué puede usted suponer de
mí? Le comprendo muy bien, le comprendo muy bien. Yo no lo
habría hecho. No tendría valor para hacerlo. Pero
está muy bien. Me siento muy contento por haber reanudado
su conocimiento. Pero es extraño que suponga esto de
mí – añadió sonriendo, después de una
pausa -. Bien. Ya nos iremos conociendo, si usted no tiene
inconveniente en ello – y estrechó la mano de Boris -. No
sé si lo sabe, pero no he entrado a ver una sola vez al
Conde. Tampoco él me ha llamado. Lo compadezco…, pero
¿qué quiere usted que haga?

– ¿Y cree usted que Napoleón podrá
trasladar su ejército? – preguntó Boris
sonriendo.

Pedro comprendió que quería cambiar de
conversación, y, como también él lo deseaba,
comenzó a enumerar las ventajas y desventajas de la
expedición de Boulogne. Un criado llegó en busca de
Boris, de parte de la Princesa. Ésta se iba. Pedro
prometió asistir a la comida, e inmediatamente, para
unirse más a Boris, le estrechó fuertemente la
mano, mirándole con ternura a los ojos por debajo de los
lentes.

Una vez se hubieron marchado, Pedro se paseó
aún un buen rato por su habitación. Pero ya no
atravesaba con la imaginaria espada al enemigo invisible, y
sonreía al recuerdo de aquel joven simpático,
inteligente y resuelto. Como siempre ocurre en la primera
juventud, y más aún cuando se vive aislado,
experimentaba una injustificada ternura por aquel muchacho,
prometiéndose firmemente ser su amigo.

El príncipe Basilio acompañaba a la
Princesa, que no separaba el pañuelo de los ojos. Las
lágrimas resbalaban por su semblante.

– Es terrible – dijo -, pero, ocurra lo que ocurra,
cumpliré con mi obligación. Vendré a velarle
esta noche. No puede dejársele de esta manera. Los
momentos son preciosos. No comprendo qué esperan las
Princesas. Quizá Dios me ayude a encontrar la forma de
prepararle. Adiós, Príncipe. Que Dios le
ayude.

– Adiós, querida – repuso el príncipe
Basilio retirándose.

– ¡Ah! Está en una situación
horrible – dijo la madre al hijo al instalarse en el coche-.
Apenas conoce a nadie.

– Mamá, no comprendo cuáles son las
relaciones del Conde con Pedro – dijo Boris.

– El testamento lo pondrá en claro, hijo
mío. Del testamento depende también nuestra
suerte.

– Pero ¿por qué crees que nos va a dejar
algo?

– ¡Ah, hijo mío! ¡Él es tan
rico, y nosotros tan pobres!

– Pero, mamá, esto no me parece una razón
suficiente.

– ¡Ah, Dios mío, Dios
mío! ¡Qué enfermo está!

XIII

La Condesa Rostov, sus hijas y un gran número de
invitados se encontraban en la sala. El Conde acompañaba a
los caballeros a su gabinete con objeto de enseñarles su
magnífica colección de pipas turcas.

En aquella habitación llena de humo
hablábase de la guerra, anunciada ya por un manifiesto, y
de la orden de incorporación a filas.

El Conde se hallaba sentado en una otomana, al lado de
dos fumadores.

Uno de los interlocutores no era militar, tenía
la cara arrugada, biliosa, afeitada y enjuta; era casi un anciano
y vestía como el más elegante joven. Se
había acomodado con las piernas sobre la otomana, como un
huésped muy familiar, y con el ámbar de la pipa
hundido profundamente en la boca, pegado a una de las comisuras,
aspiraba ruidosamente el humo entornando los ojos. Era Chinchin,
primo hermano de la Condesa, una mala lengua, como se
decía de él en los salones de Moscú. Cuando
hablaba parecía conferir un honor extraordinario a su
interlocutor.

El otro era oficial de la guardia, de fresco y rosado
rostro, irreprochablemente acicalado; tenía abotonado por
completo el uniforme y se había peinado cuidadosamente.
Fumaba con la boquilla de ámbar colocada justamente en el
centro de la boca, y con los labios, rojos apenas, ni aspiraba el
humo, que dejaba escapar en pequeños círculos. Era
el teniente Berg, oficial del regimiento de Semenovsky, el mismo
al que había de incorporarse Boris, objeto de la
ironía de Natacha para con Vera considerándolo su
prometido. El Conde hallábase sentado entre los dos y
escuchaba atentamente. Después del juego del boston, la
ocupación predilecta del Conde era actuar de oyente, sobre
todo cuando podía enfrentar a dos
conversadores.

Los demás invitados, viendo que Chinchin
dirigía la conversación, se acercaron a él
para escuchar. Berg, no dándose cuenta de la burla ni de
la indiferencia, continuaba explicando cómo solamente por
el hecho de pasar a la Guardia había avanzado un grado a
sus compañeros de cuerpo porque durante la guerra
podían matar al jefe de la compañía y,
siendo él el de más edad, podía ser nombrado
jefe muy fácilmente, ya que todos le querían en el
regimiento y su padre se sentía muy satisfecho de ello.
Berg encontraba un verdadero placer en contar todo esto, y
parecía que no sospechase siquiera que los demás
hombres pudiesen tener intereses particulares. Pero todo lo que
contaba era tan encantador, tan moderado, la inocencia de su
joven egoísmo era tan evidente, que desarmaba a los que le
escuchaban.

– Bien, amigo mío, sea en caballería o en
infantería, irá usted muy lejos. Se lo digo yo –
dijo Chinchin dándole unas palmaditas en la espalda y
bajando las piernas de la otomana.

Berg esbozó una sonrisa de felicidad. El Conde, y
tras él los invitados, se dirigían a la
sala.

Pedro había llegado un momento antes de comer y
se había sentado en medio de la sala, en la primera silla
que encontró. Sin darse cuenta, cerraba el paso a los
demás. La Condesa quería hacerle hablar, pero
él, ingenuamente, miraba en torno suyo a través de
los lentes, como si buscase a alguien, respondiendo con
monosílabos a todas las preguntas de la Condesa.
Estorbaba, y era el único que no se daba cuenta. La
mayoría de los invitados, que conocían la
anécdota del oso, contemplaban a aquel muchacho dulce,
alto y fornido, y se extrañaban de encontrarlo tan pesado
y molesto para ser el autor de una broma como
aquélla.

– ¿Hace poco que ha llegado usted? – le
preguntó la Condesa.

– Sí, señora – respondió, mirando
en torno suyo.

– ¿No ha visto todavía a mi
marido?

– No, señora – y sonrió
estúpidamente.

– Creo que no hace mucho se encontraba usted en
París. ¿No es cierto? Debe de ser muy
interesante.

La Condesa miró a Ana Mikhailovna, que
comprendió se le pedía entretuviese a aquel joven,
y ésta, sentándose a su lado, comenzó a
hablarle de su padre. Pero, lo mismo que a la Condesa, no se le
respondió sino con monosílabos. Los convidados
hablaban entre sí: «Los Razomovski… Ha sido
delicioso… ¡Oh, es usted muy amable…! La condesa
Apraksin…», oíase por doquier. La Condesa se
levantó y se acercó a la puerta

– María Dimitrievna – dijo desde
allí.

– La misma – respondió una recia voz femenina, e
inmediatamente María Dimitrievna entró en la
sala.

Todas las jóvenes, e incluso las damas,
exceptuando a las más viejas, se levantaron.

María Dimitrievna se detuvo en el umbral de la
puerta, levantó la cincuentenaria cabeza, adornada con
bucles grises, y contempló a los invitados.
Después, inclinándose, comenzó a arreglarse
lentamente las amplias mangas del vestido. María
Dimitrievna hablaba siempre en ruso.

– Mis más cordiales felicitaciones a la querida
amiga a quien homenajeamos y a sus hijos-dijo con su voz fuerte,
grave, que ahogaba todos los demás sonidos -Viejo pecador
– dijo al Conde, que le besaba la mano -, me parece que te
fatigas en Moscú, donde no hay cacerías que
celebrar. Pero ¡qué le vamos a hacer! Cuando estos
pájaros crecen – dijo señalando a las chicas -,
tanto si quieres como no, has de buscarles prometido. Y bien,
querido cosaco – María Dimitrievna siempre llamaba
así a Natacha; y al decirlo acariciaba la mano de la
joven, que se había acercado alegremente y sin miedo -. Ya
sé que eres un duendecillo, pero me gustas.

Sacó de su enorme bolsillo unos pendientes en
forma de pera, se los dio a Natacha, que enrojeció de
gozo, y, volviéndose, se dirigió inmediatamente a
Pedro.

-¡Eh!, ven aquí, querido – dijo con una voz
que se esforzaba en ser dulce y amable -, ven aquí. – Y
con severa actitud se recogió un poco más las
mangas.

Pedro fue hacia ella, mirándola con inocencia a
través de los lentes.

-Acércate, hombre, acércate. Incluso a tu
propio padre, cuando era poderoso, era yo quien le decía
las verdades. Y Dios me pide que te las diga a ti.

Calló. Todos callaron, esperando lo que iba a
suceder, porque comprendían que aquello no era nada
más que la introducción.

– He aquí un valiente muchacho. No hay nada que
decir de él. El padre agonizando y él
divirtiéndose. Ata a un policía a la espalda de un
oso. Una vergüenza, amigo mío, una vergüenza.
Era preferible ir a la guerra. – Se volvió y dio la mano
al Conde, que no sabía que hacer para aguantar la risa -.
Me parece que ya debe de ser hora de sentarnos a la
mesa.

Ella y el Conde pasaron delante, seguidos de la Condesa,
a la que daba el brazo un coronel de húsares, un hombre
muy útil, a cuyo regimiento había de incorporarse
Nicolás. Chinchin daba el brazo a Ana Mikhailovna, Berg a
Vera y Nicolás a la sonriente Julia Kuraguin. Tras ellos
siguieron los restantes grupos, que se diseminaron por el
comedor, y por último, separados, los chicos, las
institutrices y los preceptores. Comenzaron a moverse los
criados; se sintió ruido de sillas y en la galería
superior comenzó a sonar la música, a cuyos acordes
se sentaron los invitados. Con el sonido de la música se
mezcló el de los cuchillos y los tenedores, el murmullo de
las conversaciones de los invitados y el rumor de los pasos
discretos de la servidumbre. La Condesa se sentaba a uno de los
extremos de la mesa. Tenía a su derecha a María
Dimitrievna y a su izquierda a Ana Mikhailovna y a las
demás invitadas. En el otro extremo, el Conde había
sentado a su izquierda al coronel de húsares y a su
derecha a Chinchin y al resto de los invitados. A un lado de la
larga mesa se habían acomodado los jóvenes de
más edad: Vera, al lado de Berg, y Pedro, al de Boris. En
el otro lado, los niños, las institutrices y los
preceptores. El Conde, por detrás de la cristalería
y de los fruteros, miraba a su mujer y su cofia de cintas azules.
Atentamente, servía el vino a los invitados, sin olvidarse
de sí misma. La Condesa, por su parte, sin descuidar los
deberes de ama de casa, dirigió, tras las piñas de
América, una digna mirada a su marido, al despejado
cráneo y a su encendido rostro, y le pareció que
todavía éste contrastaba más con sus
cabellos grises. Por el lado de las mujeres, la
conversación era regular, y por el lado de los hombres
oíanse voces cada vez más altas, sobre todo la del
coronel de húsares, que, gracias a lo que había
comido y bebido, enrojecía de tal modo que el Conde lo
ponía de ejemplo a los demás. Berg, con una tierna
sonrisa, decía a Vera que el amor no es un sentimiento
terrestre, sino celestial. Boris enumeraba a su nuevo amigo Pedro
los invitados que se hallaban en torno a la mesa, y cambiaba
miradas con Natacha, sentada ante él. Pedro hablaba poco;
contemplaba las caras nuevas y comía mucho. Después
de los dos primeros platos, entre los cuales eligió la
sopa de tortuga y los pasteles de perdiz, no pasó por alto
ni un solo manjar, ni uno solo de los vinos que el maitre le
servía con las botellas envueltas en una servilleta y que
misteriosamente, tras el hombro del invitado, decía:
«Madera seco», o «Hungría», o
«Vino del Rin». Cogió la primera de las cuatro
copas de cristal colocadas ante cada cubierto, que tenía
grabado el escudo del Conde, bebió con fruición y
después miró a los demás con creciente
satisfacción. Natacha, sentada ante él, miraba a
Boris de la forma en que las muchachas de trece años miran
al joven a quien han besado por primera vez y de quien
están enamoradas. A veces dirigía esta misma mirada
a Pedro, quien, ante esta chiquilla turbulenta y vivaz, sin saber
por qué, sintió ganas de reír.

Nicolás estaba sentado lejos de Sonia, al lado de
Julia Kuraguin, y también, con su involuntaria sonrisa, le
decía algo. Sonia se esforzaba en sonreír, pero la
devoraban los celos. Tan pronto palidecía como se
ponía encarnada como la grana, y poniendo en acción
todos sus sentidos procuraba escuchar lo que se decían
Nicolás y Julia.

XIV

La servidumbre preparaba las mesas de juego. Se
organizaron las partidas de boston y los invitados se
diseminaron por los dos salones, el invernadero y la
biblioteca.

El Conde, con la baraja en la mano, apenas podía
sostenerse, porque tenía la costumbre de dormir la siesta,
y sonreía a todo. Los jóvenes, conducidos por la
Condesa, se agruparon en torno al clavecín y el arpa.
Julia, accediendo a la petición general, comenzó el
concierto con una variación de arpa, y al terminar, con
las demás muchachas, pidió a Natacha y a
Nicolás, cuyo talento musical era muy conocido, cantasen
algo. Natacha, que se hacía rogar como si fuera una
persona mayor, sentíase muy orgullosa de ello, pero
también un poco cohibida.

– ¿Qué cantaremos? –
preguntó.

– «La fuente» – repuso
Nicolás.

– Pues empecemos. Boris, ven aquí.
¿Dónde se ha metido Sonia?

Se volvió y, no viendo a su amiga, corrió
en su busca. No encontrándola en su habitación, fue
a buscarla a la de los niños. Tampoco estaba allí.
Entonces Natacha comprendió que Sonia debía de
estar en el pasillo, sentada sobre el arca. Éste era el
lugar de dolor de la juventud femenina de casa de los Rostov. En
efecto, Sonia, arrugando su ligera falda de muselina rosa, estaba
sentada sobre el edredón azul y deslucido que se hallaba
sobre el arca, y con la cara entre las manos lloraba, sacudiendo
convulsivamente los tiernos hombros desnudos. La cara de Natacha,
animada por la alegría de un día de fiesta, se
ensombreció de pronto. Sus ojos perdieron su resplandor;
experimentó en el cuello un estremecimiento y las
comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo.

– Sonia, ¿qué tienes? Dime,
¿qué tienes? Por favor – y Natacha, abriendo la
boca y afeándose completamente, lloró como una
niña, sin saber por qué, únicamente porque
Sonia lloraba. Ésta quería levantar la cabeza,
quería responder, pero no lo lograba y aún se
escondía más. Natacha, con el rostro cubierto de
lágrimas, se sentó sobre el edredón azul y
besó a su amiga. Finalmente, Sonia, haciendo acopio de
fuerzas, se levantó y, enjugándose las
lágrimas, dijo:

– Nicolás se va dentro de una semana. Ya… ha
recibido la orden… Él mismo me lo ha dicho. Pero no
lloraría por esto. – Le enseñó un papel
escrito que tenía en la mano, con unos versos de
Nicolás -. No lloraría por esto, pero tú no
sabes… Nadie puede comprender… el corazón que tiene…
– Y a causa de la bondad de su corazón lloró de
nuevo -. Tú…, tú eres feliz. No te envidio por
esto. Te quiero y también quiero mucho a Boris – dijo
recobrando fuerzas -. Para vosotros no habrá ninguna
dificultad. Pero Nicolás y yo somos primos. Será
necesario que el metropolitano… Y, a pesar de todo, no
podrá ser. Además, mi mamá… – Sonia
consideraba a la Condesa como una madre y la nombraba siempre
así -. Dirá que estropeo la carrera de
Nicolás, que soy una egoísta, que no he tenido
corazón, y la verdad… Te lo juro – se santiguó -;
quiero tanto a mamá y a todos vosotros… Pero,
¿qué le he hecho a Vera…? Os estoy tan agradecida
que con gusto lo sacrificaría todo. Pero no tengo
nada.

Sonia no podía hablar y de nuevo escondió
la cara entre las manos, sobre el edredón. Natacha
intentó tranquilizarla, pero por la expresión de su
semblante veíase claramente que comprendía la
magnitud del dolor de su amiga.

– Sonia – dijo de pronto, como si adivinase la verdadera
causa de la pena de su prima -, después de comer te ha
hablado Vera, ¿no es cierto?

– Sí. Nicolás ha escrito estos versos y yo
los he copiado con otros que tenía suyos. Me
encontró así, escribiendo sobre la mesa de mi
habitación, y me ha dicho que se los
enseñaría a mamá, diciéndome,
además, que soy una ingrata, que mamá no le
dejará nunca casarse conmigo y que se casará con
Julia. Ya has visto que durante todo el día no se ha
apartado de su lado… ¿Y por qué, Natacha? –
Lloró más fuertemente que antes. Natacha le
levantó la cabeza, la besó y, sonriendo a
través de las lágrimas, se esforzó en
tranquilizarla.

– No hagas caso, Sonia. No creas nada de lo que dice.
Sucederá lo que tenga que suceder. Aquí tienes al
hermano del tío Chinchin, casado con una prima hermana.
También nosotros procedemos de primos. Boris dice que es
muy fácil. Yo, ¿sabes?, se lo he contado todo.
¡Es tan inteligente y tan bueno! – dijo Natacha -. No
llores más, Sonia, pobrecita – y la besó riendo -.
Vera es mala. Que Dios haga que sea bondadosa. Todo irá
bien. Ya verás como mamá no dice nada.
Nicolás mismo se lo dirá. Y estate segura de que no
piensa nada en Julia.

Bajó la cabeza. Sonia se levantó; se
animó la gatita, le brillaron los ojos y parecía
como si estuviera dispuesta a mover la cola, a saltar con sus
ligeras patas y a correr de nuevo persiguiendo el
ovillo.

XV

Mientras en el salón de los Rostov se bailaba la
sexta inglesa al son de una orquesta que desafinaba
debido al cansancio de los músicos, y mientras los criados
preparaban la cena, el conde Bezukhov sufría el sexto
ataque. Declararon los médicos que no había ya
ninguna esperanza. Se leyeron al enfermo las oraciones de la
confesión. Comulgó y se hicieron los preparativos
para la extremaunción. Toda la casa estaba presa de la
agitación que se produce en tales momentos. Fuera de ella,
los agentes de pompas fúnebres se escondían
detrás de los coches que llegaban, con la esperanza de una
ceremonia de primera.

Ira, general y gobernador de Moscú, a cuyos
ayudantes enviaba uno tras otro a informarse del estado de salud
del Conde, fue aquella noche en persona a despedirse del
célebre dignatario de Catalina, el conde
Bezukhov.

El magnífico recibidor estaba lleno. Todos se
levantaron respetuosamente cuando el gobernador, después
de pasar media hora a solas con el enfermo, salió de la
alcoba, respondiendo apenas a los saludos y procurando pasar lo
más aprisa posible ante las miradas, fijas en él,
de médicos, sacerdotes y parientes. El príncipe
Basilio, amarillo y adelgazado después de aquellos
días de agonía, acompañaba al gobernador y
en voz baja le repetía frecuentemente la misma
cosa.

Después el príncipe Basilio se
sentó a solas en un rincón de la sala, con las
piernas cruzadas, apoyando el codo en la rodilla y
tapándose los ojos con la mano. Así estuvo un buen
rato. Luego se levantó y, con paso rápido,
dirigiendo en torno suyo una mirada temerosa, atravesó un
largo pasillo y se dirigió a las habitaciones de la
Princesa, situada al otro extremo de la casa.

Entre tanto, el coche de Pedro, a quien se había
mandado a buscar, entraba en el patio. Cuando las ruedas rodaron
silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas del
palacio, Ana Mikhailovna dirigió a su compañero
consoladoras palabras y, dándose cuenta que el hombre se
había dormido durante el trayecto, lo
despertó.

Una vez despierto, Pedro bajó del coche tras Ana
Mikhailovna y pensó entonces en la entrevista que iba a
celebrar con su padre agonizante. Se dio cuenta de que
había descendido no ante la puerta principal, sino ante
otra. En el momento de poner el pie en el suelo, dos hombres se
deslizaron apresuradamente de la puerta y se escurrieron a la
sombra del muro. Parándose, Pedro se fijó que a la
sombra de la casa, a uno y otro lado, había otros hombres
como aquellos. Pero ni Ana Mikhailovna, ni el criado, ni el
cochero se habían fijado en ellos. «No hay
remedio», se dijo Pedro. Y siguió a Ana
Mikhailovna.

Ésta subía la escalera, débilmente
iluminada, a grandes zancadas. Llamó a Pedro que
subía tras ella y que, no comprendiendo por qué era
necesario ver al Conde y mucho menos subir por las escaleras de
servicio, deducía, por la decisión y prisa de Ana
Mikhailovna, que todo aquello debía de ser necesario. A
mitad de la escalera, unos hombres que descendían con
cubos estuvieron a punto de hacerlos caer. Les dejaron paso y no
demostraron la menor extrañeza por encontrarlos en aquel
camino.

– ¿Está aquí la habitación
de las Princesas? – preguntó Ana Mikhailovna a uno de
ellos.

– La puerta de la izquierda, señora – repuso el
criado con voz fuerte y atrevida, como si desde aquel momento le
estuviese permitido todo.

– Quizás el Conde no me haya llamado – dijo Pedro
en cuanto llegaron al rellano-. Tal vez fuera mejor que subiera a
mis habitaciones.

Ana Mikhailovna se detuvo para aguardar a
Pedro.

– ¡Ah, hijo mío! – dijo con el mismo
ademán de por la mañana, al hablar con su hijo,
tocándole la mano -. Créeme que sufro tanto como
tú. Pero has de ser un hombre.

– ¿De veras he de ir? – preguntó Pedro,
mirando dulcemente a Ana Mikhailovna a través de los
lentes.

– ¡Oh, amigo mío! Olvida todas las malas
pasadas que hayan podido hacerte. Piensa que es tu padre, que tal
vez está en la agonía. – Suspiró -. En
cuanto te conocí te quise como a un hijo. Ten confianza en
mí. No abandonaré tus intereses.

Pedro no comprendía nada. De nuevo tuvo el
convencimiento de que todo aquello no podía ser de otro
modo y obedeció a Ana Mikhailovna, que abría ya la
puerta.

Ésta daba a la antecámara. El viejo criado
de las Princesas hacía punto de media sentado en un
rincón. Pedro no había estado nunca en aquel lado
del palacio, ni sospechaba siquiera la existencia de aquellas
habitaciones. Ana Mikhailovna preguntó a una camarera que
le salió al paso con una botella sobre una bandeja,
llamándola «querida» y «corazón
mío», cómo se encontraban las Princesas, y
condujo a Pedro por el pasillo embaldosado. Del corredor pasaron
a una sala apenas iluminada, que daba al salón de recibir
del Conde. Era una de aquellas habitaciones frías y
lujosas que Pedro ya conocía, pero entrando por la puerta
de la escalera grande. En medio de esta habitación
encontrábase una bañera vacía y un gran
charco en torno suyo sobre la alfombra. Al verlo, el criado y un
sacristán, que tenía en la mano un incensario,
desaparecieron de puntillas, sin prestarle gran atención.
Entraron en la sala de recibir, que reconoció Pedro por
dos ventanas italianas que daban al jardín de invierno, un
gran busto y un retrato de tamaño natural de
Catalina.

En la sala, las mismas personas, casi con las mismas
actitudes, hallábanse sentadas y hablaban en voz baja.
Todos callaron para contemplar a Ana Mikhailovna, con su cara
pálida y llorosa, y al corpulento Pedro, que la
seguía con la cabeza baja.

La cara de Ana Mikhailovna expresaba la
convicción de que había llegado el momento
decisivo. Con la actitud de una pequeña burguesa atareada,
entró en la sala sin dejar a Pedro, mostrándose
aún más tierna que por la mañana.
Comprendía qué conduciendo ella a aquel que el
agonizante había solicitado ver tenía asegurada la
visita. Dirigió una rápida mirada a todos los que
se hallaban en la habitación y, viendo al confesor del
Conde, sin inclinarse, pero acortando la marcha, se acercó
a él, recibió respetuosamente la bendición a
inmediatamente la de otro sacerdote.

– Gracias a Dios que hemos llegado – dijo al sacerdote
-. Toda la familia temía tanto que no volviera… Este
joven es el hijo del Conde – y añadió en voz
más baja -. ¡Qué momento más
terrible!

Diciendo estas palabras se aproximó al
doctor.

– Querido doctor – dijo -, este joven es el hijo del
Conde. ¿No hay ninguna esperanza?

El doctor, silencioso, levantó los ojos y los
hombros con un movimiento rápido. Ana Mikhailovna
levantó también los suyos con idéntico
movimiento. Después suspiró y, separándose
del doctor, se acercó a Pedro. Se dirigió a
él con un respeto particular y una triste
ternura.

– Ten confianza en su misericordia – y,
señalándole el pequeño diván para que
le aguardara sentado, se dirigió serenamente a la puerta
que todos miraban y desapareció, cerrándola tras de
sí.

Pedro, decidido a obedecer en todo y por todo a su
guía, dirigióse al pequeño diván que
le había designado.

No habían pasado todavía dos minutos
cuando el príncipe Basilio, con la túnica de las
tres condecoraciones, alta la cabeza y el aire majestuoso,
entró en la sala. Parecía que desde por la
mañana se hubiese adelgazado más, y sus ojos se
agrandaron cuando, al observar la concurrencia, se dio cuenta de
la presencia de Pedro. Se acercó a él y le
cogió la mano, cosa que todavía no había
hecho nunca hasta entonces, estrechándosela con fuerza
hacia abajo, como si quisiera probar su resistencia.

– ¡Animo, amigo mío, ánimo! Te ha
llamado… Conviene…

Quiso irse, pero Pedro creyó necesario
interrogarlo.

– La enfermedad… – Se detuvo, no sabiendo si
había de añadir «del agonizante»,
«del Conde» o de «mi padre», y se
avergonzó.

– No hace todavía media hora que ha tenido otra
crisis, otro ataque. Ánimo, amigo mío.

El príncipe Basilio dirigió algunas
palabras a Lorrain y desapareció de puntillas por la
puerta de la habitación del enfermo. Esta manera de
caminar no le era nada cómoda y tenía que dar de
vez en cuando algunos saltitos para conservar el equilibrio. Tras
él entró la mayor de las Princesas; después
el clero, los chantres y también los criados. Tras la
puerta sentíase un continuo movimiento. Por último,
siempre con la misma cara pálida, pero firme en el
cumplimiento de su deber, salió Ana Mikhailovna y
tocó la mano de Pedro.

– La bondad divina es infinita – dijo -. Va a comenzar
la ceremonia de la extremaunción.

Pedro pasó la puerta, caminando sobre la
alfombra, y observó que el ayudante de campo, una
señora desconocida y algunos criados iban tras él,
como si desde aquel momento no fuese necesario pedir permiso para
entrar en aquella habitación.

XVI

Pedro conocía perfectamente aquella gran alcoba
dividida por arcos y columnas y cubierta de tapices persas.
Más allá de las columnas, a un lado,
hallábase un gran lecho de caoba con dosel y cortinas de
seda, y en el otro un enorme altar lleno de iconos. Todo este
lado estaba iluminado a diario, como las iglesias durante el
oficio vespertino. Dentro del cuadro de luz del altar
veíase una especie de asiento muy largo, con la cabecera
llena de almohadas blancas como la nieve, no arrugadas
aún, que, evidentemente, habían sido colocadas
hacía poco. En él yacía, envuelta hasta la
cintura en un cubrecama verde claro, aquella vieja figura que
Pedro conocía tan bien: su padre, el conde Bezukhov. Era
el mismo, con el pelo gris leonado, la frente despejada y cruzada
por profundas arrugas y el semblante de una palidez rojiza.
Yacía casi estirado ante los iconos. Sus manos, largas y
gruesas, descansaban sobre el cubrecama. En la derecha, entre el
índice y el pulgar, tenía una vela que
sostenía un viejo criado inclinado sobre la cabecera. En
torno a aquel asiento, los sacerdotes, con sus brillantes
hábitos de ceremonia, con sus largas cabelleras, con
cirios en la mano, oficiaban lenta y solemnemente.
Hallábanse las dos Princesas pequeñas detrás
del asiento, con el pañuelo a los ojos, y ante ellas
Katicha, la mayor, con actitud agresiva y resuelta, no separaba
la mirada de los iconos, como queriendo decir que no
respondería de sí misma si por desgracia
volvía la cabeza. Ana Mikhailovna, con su actitud de
tristeza resignada y de benevolencia para todos, hallábase
cerca de la puerta con la señora desconocida. El
príncipe Basilio encontrábase al otro lado de la
puerta, cerca del sitial del Conde, tras una silla esculpida
tapizada con terciopelo, en cuyo respaldo apoyaba la mano
izquierda, que sostenía un cirio, mientras se santiguaba
con la derecha, levantando la mirada cada vez que se llevaba los
dedos a la frente. Su rostro expresaba una piedad tranquila y la
sumisión a la voluntad de Dios. Parecía como si
quisiera decir con sus rasgos: «Si no sabéis
comprender este sentimiento, peor para
vosotros.»

En medio de la ceremonia, las voces de los oficiantes
callaron de pronto. Los sacerdotes murmuraban algo entre
sí y en voz baja. El viejo criado que sostenía la
mano del Conde se levantó y se dirigió a las
señoras. Ana Mikhailovna se acercó e,
inclinándose sobre el enfermo tras el respaldo, hizo con
el dedo una señal al doctor Lorrain. El médico
francés no sostenía cirio alguno y estaba apoyado
contra una columna con la actitud respetuosa de un extranjero
que, a pesar de su indiferencia religiosa, demuestra que
comprende toda la importancia del acto que contempla y que
incluso aprueba. Imperceptiblemente se acercó al enfermo,
le cogió la mano que tenía libre sobre el cubrecama
verde y le tomó el pulso con aire pensativo. Dio algo de
beber al moribundo. Todos se agitaron en torno suyo e
inmediatamente volvieron a sus lugares respectivos y
continuó la ceremonia.

Los cantos religiosos cesaron y oyóse la voz de
un sacerdote que felicitaba respetuosamente al enfermo por la
recepción de los sacramentos. El enfermo estaba
semiacostado, inmóvil, exánime. Todos
movíanse en torno suyo. Sentíanse pasos y
diálogos confusos, entre los cuales sobresalían las
palabras de Ana Mikhailovna. Pedro la oyó decir: «Es
necesario transportarle al lecho. Supongo que no será
imposible.»

Los médicos, las Princesas y los criados rodeaban
de tal modo al enfermo que Pedro no veía ya aquella cara
rojiza ni aquellos cabellos grises que, a pesar de la presencia
de todos los asistentes al acto, no se borraron ni un momento de
su espíritu durante toda la ceremonia. Por los prudentes
movimientos de las personas que rodeaban al agonizante, Pedro
adivinó que lo levantaban para transportarlo.

Durante un momento, entre los hombros y cuellos de los
hombres, muy cerca de Pedro, aparecieron el pecho alto, fornido y
desnudo y los amplios hombros del enfermo, levantado por los
hombres a fuerza de brazos, y la cabeza leonada, gris y
caída. Aquella cabeza, de frente extraordinariamente
amplia y carnosa, con una bella boca sensual y mirada majestuosa
y fría, no había sido afeada por la proximidad de
la muerte. Era la misma que Pedro había visto tres meses
antes, cuando el Conde le envió a San Petersburgo. Pero
ahora movíase inerte a causa de los pasos vacilantes de
los portadores, y la mirada fría y vaga no sabía
dónde detenerse. Durante un momento hubo mucha
animación en torno al gran lecho. Los hombres que
condujeron al enfermo se alejaron. Ana Mikhailovna tocó la
mano de Pedro y le dijo: «Ven.» Pedro, con ella, se
acercó al lecho donde el enfermo yacía en una
actitud de abandono que, evidentemente, tenía alguna
relación con el sacramento que le acababan de
administrar.

Estaba extendido, con la cabeza levantada por las
almohadas y las manos colocadas simétricamente sobre el
cubrecama de seda verde. Cuando Pedro se acercó a
él, el Conde le miró fijamente, pero con aquella
mirada de la cual el hombre no puede comprender ni el sentido ni
la importancia; o aquella mirada no significaba absolutamente
nada, a excepción de que un hombre cuando tiene ojos
necesita mirar a un lado o a otro, o significaba demasiadas
cosas.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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