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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 3)



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Pedro se detuvo, sin saber qué hacer.
Interrogador, se volvió a Ana Mikhailovna, su guía.
Ana le hizo un signo rápido con los ojos,
indicándole la mano del enfermo, y que hiciera
ademán de besarla. Pedro alargó el cuello con mucho
cuidado, para no enredarse con el cubrecama, y, siguiendo el
consejo, posó los labios sobre la mano amplia y gruesa.
Pero ni la mano ni un solo músculo del Conde se movieron.
De nuevo Pedro miró interrogador a Ana Mikhailovna,
preguntando qué otra cosa tenía que hacer. Con los
ojos le señaló Ana el asiento que se hallaba cerca
del lecho. Pedro, obediente, se sentó sin dejar de
preguntar con la mirada la conducta que había de seguir.
Ana Mikhailovna le hizo una seña de aprobación con
la cabeza. De pronto, en los músculos salientes y las
profundas arrugas de la cara del Conde apareció un
temblor. Aumentó éste y se le desvió la
boca. Hasta entonces, Pedro no comprendió bien que su
padre se encontraba a las puertas de la muerte. De la deformada
boca salió un estertor. Ana Mikhailovna miró
atentamente a los ojos del enfermo, procurando adivinar lo que
quería. Tan pronto señalaba a Pedro como a la
medicina, o, con un ligero susurro, llamaba al príncipe
Basilio o señalaba el cubrecama. Los ojos del enfermo
expresaban impaciencia. Hacía esfuerzos por mirar al
criado que se mantenía inmóvil a la cabecera de la
cama.

– Seguramente debe de querer volverse de lado –
murmuró el sirviente.

Y se levantó para dar vuelta al inerte cuerpo del
Conde y ponerle de cara a la pared.

Pedro se levantó para ayudar al criado. Mientras
le daban la vuelta, una de las manos que le habían quedado
hacia atrás hacía inútiles esfuerzos para
moverse. El Conde observó la aterrorizada mirada que Pedro
dirigía a aquella mano inerte, o quizás otro
pensamiento atravesó en aquel momento su agonizante
cabeza. Pero miró a la mano desobediente, a la
expresión de terror del rostro de Pedro; volvió a
mirarse la mano y en el rostro se le dibujó una
débil sonrisa de sufrimiento que alteraba muy poco la
expresión de sus rasgos y parecía reírse de
su propia debilidad. Contemplando aquella sonrisa inesperada,
Pedro sintió en el pecho un estremecimiento, un escozor en
la nariz y las lágrimas le velaron los ojos.

Volvieron al enfermo de cara a la pared.
Suspiró.

– Se ha amodorrado – dijo Ana Mikhailovna viendo que la
Princesa entraba a relevarla -. Vámonos.

Pedro salió.

XVII

En el recibidor no quedaban ya más que el
príncipe Basilio y la Princesa mayor, que hablaba con gran
animación sentada bajo el retrato de Catalina. En cuanto
vieron a Pedro y a su guía callaron. A Pedro le
pareció que la Princesa escondía alguna cosa. La
Princesa dijo al Príncipe en voz baja: «No puedo ver
a esta mujer.» – Katicha ha hecho servir el té en la
salita – dijo el príncipe Basilio a Ana Mikhailovna -.
Vaya, hija mía; coma algo, porque si no
enfermará.

A Pedro no le dijo nada, pero le estrechó la
mano, apesadumbrado. Pedro y Ana Mikhailovna entraron en la
sala.

A pesar de su apetito, Pedro no probó bocado.
Volvióse a su guía con aire interrogador y la
sorprendió dirigiéndose de puntillas al recibidor
donde habían quedado el príncipe Basilio y la mayor
de las princesas. Pedro, suponiendo que todo aquello
también era necesario, la siguió al cabo de un
instante. Ana Mikhailovna hallábase al lado de la Princesa
y las dos hablaban a la vez en voz baja y alterada.

– Créame, Princesa; sé lo que conviene y
lo que no conviene-dijo la joven, alterada.

– Pero, querida Princesa – decía suavemente, pero
con obstinación, Ana Mikhailovna, impidiendo el paso de la
Princesa a la habitación del enfermo -. ¿Cree usted
que no será demasiado doloroso para el pobre tío,
precisamente en este instante en que el reposo le es tan
necesario? ¡Hablarle de una cosa tan terrenal en este
momento, cuando su alma está ya preparada…!

El príncipe Basilio estaba sentado con su actitud
habitual, cruzadas las piernas. Sus mejillas se contraían
violentamente, y cuando se encogió pareció mucho
más grueso y mucho más interesado en la
conversación de las dos mujeres.

– Querida Ana Mikhailovna – dijo -, deje usted a
Katicha. Ya sabe usted que el Conde la quiere mucho.

– No sé lo que hay dentro de este sobre – dijo la
Princesa dirigiéndose al príncipe Basilio y
enseñándole la cartera que tenía en la mano
-. Sólo sé que el verdadero testamento lo tiene en
su escritorio; esto es un papel olvidado.

Intentaba engañar a Ana Mikhailovna, que
saltó otra vez y le cerró el paso.

– Lo sé, querida Princesa – dijo Ana Mikhailovna
cogiendo la cartera con tanta fuerza que veíase claramente
que no la soltaría con facilidad -. Querida Princesa, se
lo ruego, tenga piedad del Conde. Piense en lo que va a
hacer.

La Princesa calló. Sólo se oía el
rumor de los esfuerzos de la lucha para apoderarse de la cartera.
Comprendía la Princesa que si hablaba no diría
cosas muy amables a Ana Mikhailovna. Ésta cogía la
cartera fuertemente, pero, a pesar de esto, su voz se conservaba
tranquila y dulce.

-Pedro, acércate, hijo mío. Me parece que
no eres un extraño en el consejo de la familia, ¿no
es verdad, Príncipe?

-Pero ¿por qué callas,
Príncipe?-exclamó de pronto la Princesa con un
grito tan fuerte que llegó hasta la salita y
aterrorizó a todos -. ¿Por qué callas,
cuando Dios sabe quién es el que provoca esta escena a la
puerta de un agonizante? ¡Intrigante! – continuó con
voz concentrada y colérica, tirando de la cartera con
todas sus fuerzas.

Pero Ana Mikhailovna dio algunos pasos para no
soltarla.

– ¡Oh! – dijo el príncipe Basilio con
enfado y extrañeza. Se levantó -. Esto es
ridículo – continuó -. Vamos, soltad, les digo. –
La Princesa soltó la cartera -. Y usted
también.

Ana Mikhailovna no le obedeció.

– ¡Suéltela, le digo! Yo tomo la
responsabilidad de esto. Entraré y se lo preguntaré
yo mismo. Yo, ¿comprende usted? Esto ha de
bastarle.

– Pero, Príncipe – dijo Ana Mikhailovna -,
después de haber recibido tan importante sacramento,
concédale un instante de reposo. Aquí está
Pedro. Di tu opinión – dijo al joven, que se acercaba y
miraba extrañado la cara encolerizada de la Princesa, que
abandonaba todo miramiento, y las mejillas temblorosas del
príncipe Basilio.

– Tenga presente que usted será responsable de
todas las consecuencias – dijo severamente el príncipe
Basilio -. No sabe lo que hace.

– ¡Mala mujer! – exclamó la Princesa
lanzándose espontáneamente contra Ana Mikhailovna y
arrebatándole la cartera.

El príncipe Basilio bajó la cabeza y
abrió los brazos. En aquel momento se abrió la
puerta. La terrible puerta, que Pedro contemplaba desde
hacía unos momentos y que ordinariamente se abría
tan poco, se abrió con ruido, chocando contra la pared. La
menor de las Princesas apareció en el marco y, palmeando,
exclamó:

– ¿Qué hacéis? – exclamó
desesperadamente -. Se está muriendo y me dejáis
sola.

La Princesa mayor soltó la cartera. Ana
Mikhailovna se inclinó rápidamente y, recogiendo el
objeto de la disputa, corrió al dormitorio. La Princesa
mayor y el príncipe Basilio, serenándose, fueron
tras ella. A los pocos minutos, la Princesa, con el rostro
pálido y descompuesto, salía, mordiéndose el
labio inferior. Al ver a Pedro, su rostro expresó una
rabia no contenida.

– Ya puede usted estar contento – dijo -. Ya tiene lo
que esperaba.

Y, sollozando, ocultó la cara en el
pañuelo y salió de la habitación.

Tras la Princesa apareció el príncipe
Basilio. Balanceándose, se sentó en el mismo
diván de Pedro y escondió la cara entre las manos.
Pero se dio cuenta de que estaba pálido y que le temblaba
la barbilla como si tuviera fiebre.

– ¡Ah, amigo mío! – dijo cogiendo del brazo
al joven. Y en su voz apuntaba una franqueza y una dulzura que
Pedro no había escuchado nunca -. Tanto pecar, tanto
mentir… ¡Y para qué! Tengo más de cincuenta
años, amigo mío. Para mí, todo se
acabará con la muerte, todo. La muerte es horrible – y
sollozó.

La última en salir fue Ana Mikhailovna. Con
lentos y silenciosos pasos se acercó a Pedro.

– Pedro – dijo.

El joven la miró, interrogador. Ella le
besó la frente y dejó caer algunas lágrimas.
Calló. Luego dijo:

– Ya no existe.

Pedro la miró a través de los
lentes.

– Vamos. Te acompañaré. Procura llorar.
Nada consuela tanto como las lágrimas.

Le acompañó hasta la salita oscura, y
Pedro se sintió muy satisfecho de que nadie pudiera verle
la cara. Ana Mikhailovna le dejó; cuando regresó,
Pedro, que había apoyado la cabeza en la mano,
dormía profundamente.

Por la mañana, Ana Mikhailovna dijo a
Pedro:

-Sí, hijo mío. Ha sido una gran
pérdida para todos. No lo digo para ti. Dios te
confortará. Eres joven y, si no me engaño, te
encuentras en posesión de una inmensa fortuna. No se
conoce aún el testamento. Pero te conozco a ti lo
suficiente para saber que esto no te hará perder la
cabeza. Impone obligaciones y es preciso ser un hombre. – Pedro
calló -. Más adelante te explicaré, hijo
mío, que si yo no hubiese estado aquí, quién
sabe lo que hubiera ocurrido. Tú ya sabes que mi
tío, todavía anteayer, me prometía acordarse
de Boris. Pero no ha tenido tiempo de decírmelo. Espero,
hijo mío, que cumplirás el deseo de tu
padre.

Pedro no comprendió nada de lo que le
querían decir. Silencioso y sofocado, miró
fijamente a la princesa Ana Mikhailovna. Después de haber
hablado con Pedro, ésta se fue a dormir a casa de los
Rostov. Por la mañana, cuando se levantó, les
contó, tanto a ellos como a sus amigos, los pormenores de
la muerte del conde Bezukhov. Dijo que el Conde había
muerto tal como ella quisiera morir; que su muerte no solamente
había sido conmovedora, sino edificante, y que la
última entrevista entre padre e hijo había sido tan
emocionante que no podía acordarse de ella sin que las
lágrimas anegasen sus ojos; que no sabría decir
quién de los dos se había portado mejor en aquel
terrible instante: el padre, que en los últimos momentos
se había acordado de todo y de todos y que dirigió
al hijo enternecedoras palabras, o Pedro, de tal modo alterado
que inducía a compasión y que se esforzaba en
disimular la emoción para no impresionar a su padre
moribundo.

– Todo esto es muy doloroso, pero hace mucho bien.
Conforta ver a hombres como el viejo Conde y a su digno
hijo.

En cuanto a los actos de la Princesa y del
príncipe Basilio, los contaba, bajo promesa de secreto y
confidencialmente, sin juzgarlos.

XVIII

En Lisia-Gori, en las tierras del príncipe
Nicolás Andreievitch Bolkonski, se esperaba de un
día a otro la llegada del príncipe Andrés y
la Princesa. No obstante, la espera no trastornaba el orden
severo con que discurría la vida en casa del viejo
príncipe.

El general en jefe príncipe Nicolás
Andreievitch, a quien la sociedad rusa denominaba con el
sobrenombre de «rey de Prusia», no se había
movido de Lisia-Gori, con su hija la princesa María y la
señorita de compañía mademoiselle Bourienne,
desde que, reinando todavía Pablo I, había sido
relegado a sus posesiones. A pesar de que el nuevo reinado le
había permitido el acceso a las capitales, continuaba en
el campo su vida sedentaria, diciendo que si alguien lo
necesitaba recorrería las ciento cincuenta verstas que
separan Moscú de Lisia-Gori, pero que él no
necesitaba nada de nadie. Sostenía que los vicios humanos
no tienen sino dos puentes: la ociosidad y la
superstición, y solamente dos virtudes: la actividad y la
inteligencia. Se ocupaba en persona de la educación de su
hija, y para fomentar en ella estas dos virtudes capitales le dio
lecciones de álgebra y geometría hasta los veinte
años y distribuyó su vida en una serie
ininterrumpida de ocupaciones. También él estaba
siempre ocupado: tan pronto escribía sus memorias o se
entretenía en resolver cuestiones de matemática
trascendental como en tornear tabaqueras o vigilar en sus tierras
las construcciones, que no faltaban nunca. Pero teniendo en
cuenta que la condición principal de la actividad es el
orden, éste era llevado en su vida hasta las
últimas consecuencias. Las comidas eran siempre iguales, y
no solamente a la misma hora, sino al mismo minuto exactamente.
Con las personas que le rodeaban, desde su hija hasta los
criados, el Príncipe era áspero y terriblemente
exigente, de modo que, sin ser un hombre malo, inspiraba un temor
y un respeto tales que difícilmente hubiera podido
inspirarlos el hombre más cruel. Con todo y vivir retirado
y sin influencia alguna en los negocios del Estado, todos los
gobernadores de la provincia donde se encontraban sus tierras se
creían en la obligación de presentarse a él,
y, lo mismo que el arquitecto, el jardinero o la princesa
María, el alto funcionario esperaba la hora fijada de la
salida del Príncipe a la sala de su despacho. Todos los
que aguardaban en aquella sala experimentaban el mismo
sentimiento de respeto, por no decir de miedo, cuando se
abría la amplia puerta del gabinete y aparecía, con
su peluca empolvada, la pequeña figura del viejo, de
breves manos apergaminadas, de cejas grises y caídas, que,
al fruncirse, velaban el resplandor de unos ojos brillantes,
inteligentes y amarillentos. Durante la mañana de la
llegada del joven matrimonio, la princesa María, como de
costumbre, entró en el despacho a la hora precisa para el
saludo matinal. Se santiguó, temerosa, y rezó
interiormente. Entraba allí todos los días, y todos
los días pedía a Dios que la entrevista fuese
fácil. El viejo criado empolvado que se encontraba en el
despacho se levantó sin hacer ruido y, acercándose
a la puerta, dijo en voz baja:

– Adelante.

Tras la puerta sentíase el rumor del torno. La
Princesa empujó con timidez la puerta, que se abrió
fácilmente, y se detuvo en el umbral. El Príncipe
trabajaba en el torno. La miró y continuó
trabajando.

La gran sala de trabajo estaba llena de objetos que
visiblemente eran utilizados a menudo. La larga mesa en la que se
hallaban esparcidos libros y planos; la gran librería, con
las llaves colocadas en las puertas; el alto pupitre para
escribir en pie, sobre el cual hallábase una libreta
abierta, y el torno, con todas las herramientas preparadas y los
restos de madera esparcidos por doquier, denunciaban una
actividad infatigable, variada e inteligente. Por el movimiento
de la corta pierna calzada con zapatilla de tacón y
bordada en plata; por la presión firme de la mano delgada
y venosa, veíase en el Príncipe la fuerza tenaz de
una robusta vejez. Después de algunas vueltas del torno,
retiró el pie del pedal, limpió la herramienta, la
colocó en una bolsa de cuero colgada del torno y,
acercándose a la mesa, llamó a su hija. No daba
nunca la bendición a sus hijos, pero al presentarle la
mejilla, no afeitada todavía aquella mañana, y
mirándola con ternura y atención, dijo
severamente:

– ¿Te encuentras bien?
Siéntate.

Cogió el cuaderno de geometría, manuscrito
por él mismo, y con el pie se acercó una
silla.

– Para mañana – dijo, buscando rápidamente
la página y marcando con la uña párrafo por
párrafo -, todo esto.

La Princesa se inclinó sobre el
cuaderno.

– Espera, tengo una carta para ti – dijo el
Príncipe de pronto, extrayendo de una bolsa que
tenía clavada a la mesa un sobre escrito con letra de
mujer.

Al ver la carta, la cara del Príncipe se
cubrió con dos manchas rosadas y la cogió
apresuradamente.

– ¿Es de Eloísa? – preguntó el
Príncipe, descubriendo con una, sonrisa fría los
dientes amarillentos pero fuertes aún.

– Es de Julia – repuso la Princesa mirándole y
sonriendo tímidamente.

-Aún te dejaré pasar dos más. La
tercera la leeré – dijo el Príncipe severamente -.
Temo que os escribáis demasiadas tonterías. La
tercera la leeré – repitió.

-Lee ésta si quieres, papá-dijo la
Princesa enrojeciendo aún más y ofreciéndole
la carta.

– Te he dicho que leeré la tercera –
replicó el Príncipe rechazando la carta. Y,
apoyándose sobre la mesa, tomó el cuaderno
ilustrado de figuras geométricas -. Bien, señorita
– comenzó el viejo inclinándose sobre el cuaderno
al lado de su hija y pasando la mano sobre el respaldo de la
silla en que la Princesa se encontraba sentada, de modo que por
todas partes sentíase rodeada por el olor a tabaco y a
viejo particular de su padre y que ella tan bien conocía
desde hacía muchos años -. Bien, señorita.
Estos triángulos son semejantes. Fíjate en el
ángulo ABC…

La Princesa miraba con terror los ojos brillantes de su
padre. Aparecían y desaparecían en su rostro
manchas rojas. Veíase claramente que no entendía
nada y que el miedo le impediría entender todas las
explicaciones de su padre, por claras que fuesen. ¿De
quién era la culpa, del profesor o del discípulo?
Pero cada día sucedía lo mismo. Los ojos de la
Princesa se nublaban. No veía ni entendía nada en
absoluto. Únicamente notaba cerca de ella el rostro seco
de su severo profesor, su aliento y su olor, y no pensaba sino en
salir cuanto antes del gabinete para dirigirse a sus habitaciones
y descifrar tranquilamente el problema. El viejo se indignaba
ruidosamente. Apartaba y acercaba la silla en la que se sentaba y
hacía grandes esfuerzos para no perder la calma. Pero
diariamente se deshacía en improperios y con frecuencia el
cuadernillo iba a parar al suelo.

La Princesa equivocó la respuesta.

– ¡Eres tonta! – exclamó el Príncipe
apartando vivamente el cuaderno y volviéndose con rapidez;
pero inmediatamente se levantó y se puso a pasear por la
habitación. Pasó la mano por los cabellos de la
Princesa y volvió a sentarse. Se acercó a la mesa y
continuó la explicación -No puede ser, Princesa, no
puede ser – dijo cuando la joven hubo cerrado el cuaderno,
después de la lección, y se disponía a
marcharse -. Las matemáticas son una gran cosa, hija
mía. No quiero que te parezcas a nuestras damas, que son
unas ignorantes. Esto no es nada. Ya te acostumbrarás, y
concluirá por gustarte. – Le pellizcó las mejillas
-. Al final, la ignorancia se te irá de la
cabeza.

La Princesa se disponía a salir, pero él
la detuvo con un gesto y cogió de la mesa un libro nuevo
todavía por abrir.

-Toma. Tu Eloísa te envía esto: La
llave del misterio.
Es un libro religioso y a mí no
me importa nada ninguna religión. Ya lo he ojeado.
Tómalo. Vete si quieres. – Le dio un golpecito en las
espaldas y cerró suavemente la puerta tras
ella.

La princesa María regresó a su alcoba con
una expresión de tristeza y temor que raramente la
abandonaba y afeaba aún más su rostro enfermizo. Se
sentó ante su escritorio, lleno de miniaturas y abarrotado
de cuadernos y libros. La Princesa era tan desordenada como
ordenado su padre. Dejó el cuaderno de geometría y
anhelosamente abrió la carta. Era de su íntima
amiga de la infancia, Julia Kuraguin, la misma que había
asistido a la fiesta de los Rostov.

Julia escribía:

«Querida y excelente amiga:

«¡Qué terrible y desconsoladora es la
ausencia! ¿Por qué no puedo, como ahora hace tres
meses, encontrar nuevas fuerzas morales en tu mirada, tan dulce,
tan tranquila y tan penetrante, mirada que yo amo tanto y que me
parece ver ante mí cuando te escribo?»

Al terminar de leer este pasaje, la princesa
María suspiró y se miró en el espejo que
tenía a su derecha. Vio en él reflejado su cuerpo
sin gracia, mezquino, su delgado rostro. «Me halaga»,
pensó. Y apartando los ojos del espejo continuó la
lectura. Sin embargo, Julia no halagaba a su amiga. En efecto,
los ojos de la Princesa, grandes, profundos, a veces fulgurantes
como si proyectasen rayos de un ardiente resplandor, eran tan
bellos que frecuentemente, a pesar de la fealdad de toda su cara,
sus ojos eran mucho más atractivos que cualquier otra
belleza. No obstante, la Princesa no había visto nunca la
expresión de sus ojos, la expresión que
adquirían cuando no pensaba en sí misma. Como el
rostro de todos, el suyo adquiría una expresión
artificial cuando se miraba al espejo. Continuó
leyendo.

«En Moscú no se habla sino de la guerra.
Uno de mis hermanos está ya en el extranjero, y el otro en
la Guardia que se dirige a la frontera. Además de llevarse
a mis hermanos, me ha privado esta guerra de una de mis
más entrañables amistades. Hablo del joven
Nicolás Rostov, que, lleno de entusiasmo, no ha podido
soportar la inactividad y ha dejado la Universidad para alistarse
en el ejército. Bien, querida María. Te
confesaré que, a pesar de ser muy joven, su ingreso en el
ejército me ha producido un gran dolor. Este muchacho, de
quien te hablaba este verano, posee tal nobleza de
corazón, tan verdadera juventud, que difícilmente
se encuentran personas como él en este mundo en que
vivimos rodeados de viejos de veinte años. Sobre todo, es
tan franco y tan bondadoso, posee un espíritu tan puro y
poético, que mis relaciones con él, por pasajeras
que fuesen, han sido una de las más dulces satisfacciones
para este pobre corazón mío que ha sufrido tanto.
Te contaré un día nuestra separación y lo
que hablamos al marcharse. Ahora, todo esto es demasiado
reciente. ¡Ah, querida mía! ¡Que feliz eres no
conociendo estas alegrías y estas punzantes penas! Eres
feliz porque, generalmente, las penas son más fuertes que
las alegrías. Sé muy bien que el conde
Nicolás es demasiado joven para que pueda ser alguna vez
para mí algo más que un amigo. Pero esta dulce
amistad, estas relaciones tan poéticas y tan puras, han
sido una necesidad para mi corazón. Pero no hablemos
más. La gran noticia del día, que corre de boca en
boca por todo Moscú, es la muerte del viejo conde Bezukhov
y su herencia. Imagínate que las tres princesas no han
heredado casi nada, que el príncipe Basilio nada en
absoluto y que Pedro lo ha heredado todo y ha sido reconocido
como hijo legítimo. Por consiguiente, él es el
actual conde Bezukhov, dueño de la fortuna mayor de Rusia.
Se cuenta que el príncipe Basilio ha desempeñado un
papel bastante feo en toda esta historia y que ha regresado muy
aplanado a San Petersburgo.

«Te confieso que entiendo muy poco de todas estas
cuestiones de legados y testamentos. Lo que sé es que
desde que el joven que todos conocíamos con el nombre de
monsieur Pedro, simplemente, se ha convertido en el conde
Bezukhov y propietario de una de las más grandes fortunas
de Rusia, me divierto mucho observando los cambios de tono y de
tacto de las mamás cargadas de hijas casaderas, e incluso
de aquellas mismas señoritas que se encuentran en
análogas condiciones, con respecto a este sujeto, que,
entre paréntesis, me ha parecido siempre un pobre hombre.
Como quiera que hace dos años que se entretiene la gente
adjudicándome prometidos que muchas veces ni yo siquiera
conozco, la crónica matrimonial de Moscú me ha
hecho condesa Bezukhov. Ya puedes suponer que no me preocupa ni
poco ni mucho llegar a serlo. Y, a propósito de
matrimonio, he de decirte que, no hace mucho, nuestra tía
Ana Mikhailovna me ha confiado en secreto un proyecto matrimonial
con respecto a ti. Se trata ni más ni menos que del hijo
del príncipe Basilio, Anatolio, a quien querrían
situar casándolo con una persona rica y distinguida. A lo
que parece, tú has sido la que han elegido sus padres. No
sé cómo tomarás todo esto, pero me parece
que tenía la obligación de avisarte. Dicen que es
un hombre de buen aspecto y una mala cabeza. Todo esto es cuanto
puedo decirte referente a él.

«Pero dejemos estos chismes. Acabo de llenar la
segunda hoja de papel y mamá me ha enviado recado para que
la acompañe a casa de Apraksin, donde hemos de comer hoy.
Lee el libro religioso que te envío. Aquí se ha
puesto de moda; aún cuando en él hay cosas
difíciles de comprender para la débil
concepción humana, es un libro admirable y su lectura
calma y eleva el espíritu.

«Adiós. Saluda respetuosamente a tu padre
de mi parte y da mis recuerdos a mademoiselle Bourienne. Te
abraza de todo corazón tu amiga,

Julia»

«P. S. Dame noticias de tu hermano y de su
simpática esposa.»

La Princesa quedó un instante pensativa. De
pronto se levantó, se dirigió al escritorio y
comenzó a escribir rápidamente la respuesta a la
carta de Julia.

XIX

El viejo criado hallábase sentado en su lugar de
costumbre y escuchaba los ronquidos del Príncipe. En el
gran gabinete, situado en el ala extrema de la casa,
podían oírse, a través de las puertas
cerradas, los pasajes difíciles de la Sonata de Dussek
repetidos por vigésima vez.

En aquel momento, un coche se detuvo a la entrada y el
príncipe Andrés saltó del carruaje. Dio la
mano a su esposa para ayudarla a bajar y la hizo pasar adelante.
Tikhon, con peluca gris, anunció en voz baja, desde la
puerta del gabinete de trabajo, que el Príncipe
dormía, y cerró la puerta rápidamente.
Tikhon sabía que ni la llegada del hijo ni cualquier otro
acontecimiento, por extraordinario que fuese, podía
trastornar las costumbres establecidas. Seguramente el
príncipe Andrés lo sabía tan bien como el
criado. Consultó el reloj como para comprobar si los
hábitos de su padre habían cambiado desde que hubo
dejado de verlo, e, informado sobre este particular, se
dirigió a su esposa.

– Despertará dentro de veinte minutos – le dijo
-. Mientras tanto vayamos a ver a la princesa
María.

La pequeña Princesa había engordado mucho
durante los últimos tiempos, pero sus ojos y el labio
sonriente sombreado por un ligero bozo elevábase de la
misma manera alegre y encantadora cada vez que comenzaba a
hablar.

– ¡Pero si esto es un palacio! – dijo a su marido,
mirándolo con aquella expresión que se adquiere
para felicitar a un huésped por la magnificencia del baile
que celebra -. Vamos deprisa, deprisa.

Y volvíase sonriente a Tikhon, a su marido y al
criado que les acompañaba.

-Sin duda, María está haciendo escalas. No
hagamos ruido y así le daremos una sorpresa.

El príncipe Andrés subía tras ella
con una expresión tierna y triste.

– Te has hecho viejo, Tikhon – dijo, al pasar, al viejo
criado que le besaba la mano.

Al encontrarse ante la habitación donde sonaba el
clavecín, salió de una puerta lateral la rubia y
hermosa francesa mademoiselle Bourienne. Parecía loca de
alegría.

– ¡Ah! La Princesa se alegrará mucho-dijo-.
Voy a avisarla.

– No, no, hágame el favor. Es usted mademoiselle
Bourienne; ya la conocía por la amistad que mi
cuñada le profesa – repuso la Princesa besando a la
señorita de compañía -. No tiene ni idea de
que estamos aquí.

Se acercaron a la puerta de la salita, tras la cual
oíase el pasaje que se repetía incesantemente. El
príncipe Andrés se detuvo e hizo un gesto como si
escuchara algo desagradable. La Princesa entró. El pasaje
se interrumpió en su mitad. Oyóse un grito, los
pesados pasos de la princesa María y un rumor de besos.
Cuando entró el príncipe Andrés, las dos
cuñadas, que no se habían visto desde poco tiempo
después del matrimonio del Príncipe, se besaban,
todavía abrazadas.

El príncipe Andrés besó a su
hermana.

– ¿Irás a la guerra, Andrés? –
preguntó ella, suspirando.

Lisa también se estremeció.

– Mañana mismo – repuso el
Príncipe.

– Me abandona aquí sólo Dios sabe por
qué. Tan fácil como le hubiera sido ascender
y…

La princesa María, sin escuchar, siguiendo el
hilo de sus propios sentimientos, se dirigió a su
cuñada, mirándole tiernamente la
cintura.

– ¿De veras? – preguntó.

Se turbó el rostro de la Princesa y
suspiró.

– ¡Oh, sí, de veras! -repuso-. ¡Ah!
¡Es terrible!

El breve labio de Lisa temblaba. Acercó la cara a
su cuñada y de nuevo se echó a llorar.

– Necesitas descansar – dijo el príncipe
Andrés frunciendo el entrecejo -. ¿No es cierto,
Lisa? Llévatela – dijo a su hermana -. Yo iré a ver
a papá. ¿Cómo está? Siempre el mismo,
¿verdad?

– El mismo. No sé cómo lo
encontrarás – dijo la Princesa riendo.

– ¿Las mismas horas, los mismos paseos por los
caminos? ¿Y el torno? – preguntó el príncipe
Andrés con una sonrisa imperceptible que demostraba que, a
pesar de todo, su amor y su respeto por su padre
constituían su debilidad.

– Las mismas horas y el torno, y además las
matemáticas y mis lecciones de geometría –
replicó alegremente la Princesa, como si aquellas
lecciones fuesen una de las cosas más divertidas de su
vida.

Cuando hubieron transcurrido los veinte minutos
necesarios para que despertara el Príncipe, llegó
Tikhon en busca del príncipe Andrés, para
acompañarle al lado de su padre. Para honrar la llegada de
su hijo, el anciano había cambiado un poco sus costumbres.
Ordenó que se le acompañase a su habitación
mientras se preparaba para la mesa.

El Príncipe vestía a la moda antigua, con
caftán, y se empolvaba. En el momento en que el
príncipe Andrés, no con aquella expresión
desdeñosa y afectada que adoptaba en los salones, sino con
el rostro resplandeciente que tenía cuando hablaba con
Pedro, entraba en la habitación de su padre, el viejo se
había sentado al tocador, sobre una silla de brazos de
cuero, y, cubierto con un peinador, abandonaba la cabeza en manos
de Tikhon.

– ¿Qué hay, guerrero? ¡Vas a batir a
Bonaparte! – dijo el viejo sacudiendo la cabeza empolvada todo lo
que la trenza le permitía y que Tikhon tenía sujeta
entre las manos -. Sí, sí. Métele mano. Si
no, pronto seremos todos súbditos suyos. Buenos
días-y le ofreció la mano.

La siesta de antes de comer le ponía de buen
humor. Decía que el mediodía era de plata, pero que
la siesta de antes de comer era de oro. Miró alegremente a
su hijo bajo las espesas cejas caídas. El príncipe
Andrés se acercó a él y le besó en el
lugar que el viejo le señaló. No respondió
nada al tema de conversación predilecto de su padre: la
burla de los militares de hoy y, sobre todo, de
Bonaparte.

– Sí, padre, he venido con mi mujer, que
está encinta – dijo el príncipe Andrés
siguiendo con una mirada animada y respetuosa los movimientos de
cada rasgo del rostro de su padre -. ¿Cómo
estás?

-Amigo mío, solamente los tontos o los depravados
se encuentran mal. Tú ya me conoces. De la mañana a
la noche trabajo con moderación y por esto me encuentro
bien.

-Alabado sea Dios – dijo él hijo
sonriendo.

-Dios no tiene nada que ver con esto-y volviendo a su
idea añadió -: Bien, explícame cómo
los alemanes nos han enseñado a batir a Napoleón,
según esa nueva ciencia vuestra que se llama
estrategia.

– Papá, permíteme que me rehaga un poco –
dijo con una sonrisa que demostraba que la debilidad de su padre
no le impedía respetarlo y quererle -. Todavía no
he abierto las maletas.

– Lo mismo da, lo mismo da – gritó el viejo
sacudiendo la pequeña trenza para ver si estaba bien hecha
y cogiendo la mano de su hijo-. La habitación de tu esposa
está a punto. La princesa María la
acompañará y la instalará allí. Las
mujeres no hacen otra cosa que hablar continuamente. Estoy muy
contento de poderla ver. Siéntate y cuéntame.
Comprendo el ejército de Mikelson, el de Tolstoy y el
desembarco simultáneo… ¿Qué hará
entonces el ejército del Sur? Ya sé que Prusia se
mantiene neutral. Y Austria, ¿qué hace? – dijo
levantándose y comenzando a pasear por la
habitación, seguido de Tikhon, que corría tras
él entregándole las distintas prendas de su
vestido-. ¿Qué hará Suecia?
¿Cómo se las arreglarán para atravesar
Pomerania?

A las preguntas de su padre, el príncipe
Andrés comenzó a exponer los planes de
campaña proyectados, hablando primero con frialdad, pero
animándose paulatina e involuntariamente, pasando, como de
costumbre, del ruso al francés. Explicó que un
ejército de noventa mil hombres había de amenazar
Prusia para sacarla de su neutralidad y arrastrarla a la guerra;
que una parte de este ejército había de unirse a
las tropas de Suecia en Stralsund; que doscientos veinte mil
austriacos, unidos a cien mil rusos, habían de operar en
Italia y en las márgenes del Rin; que cinco mil rusos y
cinco mil ingleses desembarcarían en Nápoles, y,
finalmente, que un ejército de quinientos mil hombres
invadiría Francia por distintos puntos.

El viejo Príncipe, que parecía no escuchar
la explicación, continuaba vistiéndose sin dejar de
andar, interrumpiéndole tres veces de una forma
imprevista. La primera se detuvo y exclamó:

– Blanco. blanco…

Esto quería decir que Tikhon no le entregaba el
chaleco que quería. La otra vez se detuvo y
preguntó:

– ¿Dará pronto a luz tu mujer?

E inclinando la cabeza había dicho en tono de
enfado:

-No va bien. Continúa,
continúa…

– No me has dicho nada nuevo – y, preocupado, el viejo
murmuró rápidamente-: «… No sé
cuándo vendrá.» Ve al comedor.

XX

El príncipe Andrés partía al
día siguiente por la noche. Su padre, una vez hubo
terminado de comer, se retiró a sus habitaciones sin
modificar en nada sus hábitos. La pequeña Princesa
hallábase en las habitaciones de su cuñada. El
príncipe Andrés, vestido de viaje, sin charreteras,
hacía las maletas en su habitación con ayuda del
criado. Después de inspeccionar personalmente el coche y
vigilar la instalación de las maletas, dio la orden de
enganchar. En la alcoba no quedaban sino los objetos que el
Príncipe había de llevar consigo: un cofrecillo,
una caja de plata con los útiles de afeitar, dos pistolas
turcas y una gran espada que su padre le había
traído de Otchalov. Todos estos objetos estaban
perfectamente ordenados, eran nuevos y relucientes y se hallaban
guardados en estuches de terciopelo herméticamente
cerrados.

En el momento de una partida o de un cambio de vida, los
hombres que son capaces de reflexionar sus actos efectúan
generalmente un serio balance de sus pensamientos. En estas
circunstancias, habitualmente se controla el pasado y se idean
planes para lo por venir. El príncipe Andrés
tenía una expresión dulce y pensativa. Se paseaba
de un lado a otro de la habitación con paso rápido,
con las manos cruzadas a la espalda y mirando ante sí con
la cabeza baja y pensativa. ¿Le molestaba ir a la guerra?
¿Le entristecía dejar sola a su mujer?
Quizás una cosa y otra. Pero, evidentemente, no
quería que nadie le viera en aquel estado. Al sentir pasos
en el vestíbulo se quitó las manos de la espalda,
se detuvo al lado de la mesa, como si colocase el cofrecillo en
su estuche, y adquirió su expresión habitual,
serena a impenetrable. Eran los pesados pasos de la princesa
María.

– Me han dicho que has dado orden de enganchar – dijo
jadeando, pues, evidentemente, había corrido -, y deseaba
mucho tener una conversación contigo. Dios sabe
cuánto tiempo estaremos sin vernos. ¿Te molesta que
haya venido? Has cambiado mucho, Andrucha – añadió,
como si quisiera justificar sus preguntas; al pronunciar la
palabra «Andrucha» había sonreído.
Evidentemente, le extrañaba pensar que aquel hombre severo
y arrogante fuese aquel mismo Andrucha, el niño
escuchimizado y parlanchín, su compañero de
infancia.

– ¿Dónde está Lisa? –
preguntó el Príncipe respondiendo con una sonrisa a
las palabras de su hermana.

-Está muy cansada. Se ha dormido en el
diván de mi habitación. ¡Ah, Andrés!
Tu mujer es un tesoro-dijo, sentándose en el diván
ante su hermano-. Es una verdadera niña, una niña
encantadora, alegre, a quien no sabes cómo quiero. – El
príncipe Andrés calló, pero la Princesa
observó la expresión irónica y
desdeñosa que apareció en su semblante -. Hay que
ser indulgente con las pequeñas debilidades humanas.
¿Quién no tiene debilidades en este mundo,
Andrés? Recuerda que ha sido educada en la alta sociedad y
que hoy su situación no es muy feliz. Hemos de situarnos
en el lugar de los demás. Comprender es perdonar. Piensa
que para ella, la pobre, es triste tener que separarse de su
marido y quedarse sola en el campo en el estado en que se
encuentra, después de la vida a que está
acostumbrada… Es muy triste.

Y el príncipe Andrés, mirando a su
hermana, sonrió como se sonríe ante las personas
que creemos conocer a fondo.

-Tú vives también en el campo y, sin
embargo, no te encuentras tan triste – dijo.

– Mi caso es muy distinto. ¿Por qué hemos
de hablar de mí? No deseo otra vida ni puedo desearla,
porque no conozco ninguna más. Créeme,
Andrés. Para una mujer joven y habituada al gran mundo,
enterrarse en el campo en plena juventud, sola. porque
papá está siempre atareado y yo…, ya lo sabes…,
tengo muy pocos recursos aunque soy una mujer acostumbrada al
trato de la sociedad más distinguida…

-María, dime, con franqueza; me parece que
más de una vez te hace sufrir el carácter de
papá – dijo el príncipe Andrés expresamente
para sorprender o poner a prueba a su hermana hablando con tanta
ligereza de su padre.

– Tú eres muy bueno, Andrés, pero tienes
llamaradas de orgullo, y esto es un gran pecado – dijo la
Princesa siguiendo antes el hilo de sus pensamientos que no el de
la conversación -. ¿Quién puede juzgar a su
padre? Y si esto fuera posible, ¿qué otra cosa
distinta de la veneración se puede sentir por un hombre
como él? Estoy muy contenta y me siento muy feliz. Deseo
tan sólo que todos lo sean tanto como yo. – El hermano
bajó la cabeza con desconfianza -. Si he de decirte la
verdad, Andrés, solamente una cosa me es penosa: las ideas
religiosas de papá. No puedo comprender como un hombre de
tan gran talento como el suyo no pueda ver lo que es claro como
la luz y se pierda de este modo. Ésta es mi única
pena. No obstante, de un cierto tiempo a esta parte observo en
él como una sombra de mejoría. Sus bromas no son
tan incisivas, y no hace mucho recibió a un monje y
habló con él un gran rato.

– ¡Ah, hermana! Temo que gastes inútilmente
tu pólvora con estas frases – dijo el príncipe
Andrés, burlón y tierno a la vez.

– ¡Ah, hermano! Únicamente rezo a Dios y
espero que me escuche – dijo tímidamente María
después de un instante de silencio -. Quisiera pedirte
algo muy importante.

– ¿Qué quieres, querida?

-No. Prométeme que no me lo negarás. No te
costará nada y no es nada indigno de ti. Para mí
sería un gran anhelo. Prométeme, Andrés-dijo
hundiendo la mano en su bolso y cogiendo algo, pero sin
enseñárselo todavía ni indicar qué
era el objeto que motivaba la petición, como si no pudiera
sacar aquello antes de haber obtenido la promesa que
pedía. Luego dirigió a su hermano una mirada
tímida, suplicante.

– ¿Y si fuese algo que me costase un gran
esfuerzo? – preguntó el Príncipe, como si adivinase
de qué se trataba.

-Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí. Hazlo.
Yo te lo ruego. El padre de papá, el abuelo, lo
llevó en todas sus campañas.-Aún no
sacó del bolsillo lo que tenía en la mano -.
¡.Me lo prometes?

-Naturalmente. ¿Qué es?

– Andrés; toma mi bendición con esta
imagen y prométeme que nunca te desprenderás de
ella. ¿Me lo prometes?

– Si no pesa mucho y no me siega el cuello…, por darme
susto… – dijo el príncipe Andrés: pero al darse
cuenta de la expresión emocionada que aquella burla
producía en su hermana, se arrepintió -. Estoy muy
contento, muy contento, de veras –
añadió.

-A pesar tuyo, Él te salvará y te
conducirá a Él, porque únicamente en
Él está la verdad y la paz-dijo, con su voz
trémula de emoción, colocando ante su hermano, con
ademán solemne, una vieja imagen oval del Salvador, de
cara morena, enmarcada en plata y pendiente de una cadena del
mismo metal minuciosamente trabajada. María se
santiguó, besó la imagen y se la dio a
Andrés -. Te lo pido, hermano. Hazlo por
mí.

En sus grandes ojos negros fulguraban la bondad y la
dulzura, iluminando su rostro enfermizo y delgado y
dándole una belleza insospechada. El hermano hizo
ademán de coger la imagen, pero ella le detuvo.
Andrés comprendió lo que quería y se
santiguó, besando la imagen. Su rostro tenía una
expresión de ternura – estaba emocionado – y de burla a la
vez.

– Gracias, querido.

María le besó la frente y volvió a
sentarse en el diván. Los dos callaron.

– Créeme lo que te digo, Andrés. Sé
bueno y magnánimo, como siempre lo has sido. No seas
severo con Lisa. ¡Es tan encantadora, tan buena! ¡Y
ahora es tan triste su situación!

– Creo, María, que no digo nada, que no hago a mi
mujer ningún reproche, que no estoy disgustado con ella.
¿Por qué me dices todo esto, entonces?

La princesa María enrojeció y calló
como una culpable.

– Yo no te he dicho nada, y, en cambio, ya te han dicho.
Esto me apena mucho.

En la frente, en el cuello y en las mejillas de la
princesa María aparecieron unas manchas rojas. Quiso decir
algo y no pudo. Su hermano adivinó su intención.
Lisa, después de comer, había llorado,
explicándole su presentimiento de un parto desgraciado, y
el miedo que le producía, y había lamentado su
suerte, la de su suegro y la de su marido. Después de
llorar se había quedado dormida. El príncipe-
Andrés compadecía a su hermana.

– Has de saber, Macha, que no he reprobado, que no
reprocho ni reprocharé nunca más a mi mujer. Pero,
en cambio, no puedo decir que no tenga motivos para hacerlo. Esto
durará siempre y será siempre así, sean las
que fueren las circunstancias. Pero si quieres saber la verdad,
si quieres saber si soy feliz o no, sólo puedo decirte que
no lo soy. ¿Y crees que ella lo es? Tampoco. ¿Por
qué? No lo sé.

Y pronunciando estas palabras se levantó,
acercóse a su hermana y la besó en la frente. Sus
bellos ojos se iluminaron con un resplandor inteligente,
bondadoso y desacostumbrado. Pero no miraba a su hermana; miraba
por encima de sus ojos, por encima de la cabeza de la princesa
Maria, e intentaban penetrar la oscuridad de la puerta
abierta.

– Vamos a verla. He de decirle adiós. O, mejor,
ve tú sola primero. Despiértala; yo iré
enseguida. ¡Petruchka! – llamó a su criado -. Ven
aquí. Coge esto. Colócalo al lado del cochero; y
esto a la derecha.

La princesa María se levantó y se
dirigió a la puerta. En el umbral se detuvo.

– Si tuvieras fe, Andrés, te hubieses dirigido a
Dios para que te diera el amor que no sientes; y tu ruego
habría sido escuchado.

– Sí, quizá sí – dijo el
Príncipe -. Ve, Macha, ve. Yo iré
enseguida.

Yendo a la alcoba de su hermana, a través de la
galería que unía las dos alas del edificio, el
Príncipe tropezó con mademoiselle Bourienne, que
sonrió graciosamente. Por tercera vez aquel día se
la encontraba en lugares solitarios, con su sonrisa entusiasta y
candorosa.

– ¡Ah! Creí que estaba usted en su
habitación – dijo ella sofocándose y bajando los
ojos.

El príncipe Andrés la miró
severamente, y su rostro, sin poderlo contener, expresó la
cólera. No respondió, pero la miró a la
frente y a los cabellos, sin mirar los ojos, con tal
desdén, que la francesa se ruborizó y se
alejó sin decir palabra.

Cuando el Príncipe llegó a la
habitación de su hermana, la Princesa estaba despierta y
su vocecilla alegre, que precipitaba las palabras una tras otra,
sentíase en el pasillo, a través de la puerta
abierta. Hablaba como si quisiera aprovechar el tiempo perdido,
después de una larga abstinencia.

-No. Figúrate a la vieja condesa Zubov, con sus
tirabuzones postizos y su boca llena de dientes tan postizos como
los tirabuzones, como si quisiera plantar cara a los años.
¡Ja, ja, ja!

El Príncipe había oído cinco veces
la misma frase sobre la condesa Zubov, acompañada de la
misma risa, en boca de su mujer. Entró lentamente en la
habitación. La Princesa, pequeña, gordezuela,
rosada, hallábase sentada en una butaca de brazos con la
labor en la mano, hablando, incansable, y recordando escenas de
San Petersburgo e incluso citando frases. El príncipe
Andrés se acercó a ella, le acarició la
cabeza y le preguntó si había ya descansado del
viaje. Ella repuso afirmativamente y continuó la
conversación.

Al pie del portal esperaba el coche con los caballos.
Era una noche oscura de verano. El cochero no distinguía
ni la lanza del coche. A la puerta movíase la gente con
linternas. Las altas ventanas de la casona dejaban filtrar la luz
del interior. En el recibidor agrupábanse los criados, que
deseaban despedirse del joven Príncipe. En el salón
esperaban todos los familiares: Mikhail Ivanovitch, mademoiselle
Bourienne, la princesa María y la princesa
Lisa.

El príncipe Andrés había sido
llamado al gabinete de su padre, que quería despedirse de
él a solas. Todos le esperaban. Cuando el príncipe
Andrés entró en el gabinete, su padre, que
tenía puestas las antiparras y el camisón de
dormir, con cuyo atavío no recibía a nadie, excepto
a su hijo, estaba sentado en el escritorio y escribía. Se
volvió.

– ¿Te vas? – preguntó. Y continuó
escribiendo.

– He venido a decirte adiós.

– Bésame aquí. – Y le mostró la
mejilla, añadiendo -. Gracias, gracias.

– ¿Por qué me das las gracias?

– Para que no pierdas el tiempo, para que no te pegues a
las faldas de las mujeres. El deber es lo primero. Gracias,
gracias-y continuó escribiendo. De su pluma saltaban
salpicaduras de tinta -. Si has de decirme algo –
añadió-, dímelo ahora. No me
estorbas.

– Se trata de mi mujer… Me avergüenza
pedírtelo.

– ¡Vaya una salida! Dime lo que te
convenga.

– Cuando llegue el momento del parto, envía a
buscar a Moscú a un médico para que la
asista…

El viejo Príncipe se levantó y
clavó sus severos ojos en su hijo, como si no le hubiera
comprendido bien.

-Ya sé que nadie puede ayudarla, si la Naturaleza
no la ayuda – dijo el príncipe Andrés visiblemente
turbado-. Creo que de cada millón de casos solamente se
produce uno malo. Pero es una manía mía y de ella
también. ¡Le han contado tantas cosas! ¡Y
tiene tales presentimientos! Tiene miedo.

– ¡Hum. hum! – gruñó el viejo
Príncipe, continuando la carta que escribía -. Lo
haré. – Firmó la carta. De pronto se volvió
vivamente a su hijo y se echó a reír-. El asunto no
va muy bien, ¿verdad?

– ¿Qué asunto? ¿Qué quieres
decir, papá?

-Mujer, eso es todo – dijo lacónicamente el viejo
Príncipe.

– No te comprendo – repuso su hijo.

– Sí, sí, no se puede hacer nada, amigo
mío. Todas son iguales. No tengas miedo. No se lo
diré a nadie, ya lo sabes. – Cogió la mano de su
hijo con la suya, huesuda y pequeña, la sacudió y
le miró a los ojos con su mirada rápida y
penetrante. De nuevo estalló su risa
fría.

El hijo suspiró, confesando con aquel suspiro que
el padre le había comprendido bien. Éste
cerró y selló la carta con su acostumbrada
vivacidad. Después la lacró, puso el sello sobre el
lacre y la dejó sobre la mesa.

– ¡Qué le vamos a hacer! Haré todo
lo que sea necesario. Estate tranquilo.

Andrés calló. Le era agradable y le
disgustaba a la vez saberse comprendido por su padre. El viejo se
levantó y le entregó la carta.

– Escucha – le dijo -. No te preocupes por tu mujer. Se
hará cuanto humanamente sea posible. Ahora
escúchame. Aquí tienes una carta para Mikhail
Ilarionovitch. Le escribo para que te dé un empleo y no te
deje mucho tiempo de ayudante de campo. Es un mal trabajo ese.
Dile que me acuerdo mucho de él y que le quiero.
Escríbeme contándome el recibimiento que te haya
hecho. Si te recibe bien, continúa sirviéndole. El
hijo de Nicolás Andreievitch Bolkonski no servirá
nunca a nadie por favor. Bien, ven aquí. –
Hablaba tan deprisa que no pronunciaba la mitad de las palabras;
pero su hijo ya estaba acostumbrado a oírle y lo
comprendía todo. Acompañó a éste al
lado del escritorio, lo abrió, cogió una caja y
sacó de ella un cuaderno cubierto por su letra alta y
apretada -. Es probable que muera antes que tú. Si esto
sucede, has de saber que aquí están mis memorias.
Después de mi muerte se las envías al Emperador.
Aquí tienes los billetes de Lombart y una carta. Es un
premio para el que escriba la historia de la guerra de Suvorov.
Hay que enviarlo a la Academia. Aquí están mis
notas. Léelas cuando haya muerto. Encontrarás cosas
útiles.

Andrés no dijo a su padre que seguramente
viviría todavía muchos años, y
comprendió que no había tampoco necesidad de
decírselo.

– Haré cuanto me dices, papá.

– Bien. Ahora, adiós.

Le dio la mano para que la besara y le
abrazó.

– Recuerda, príncipe Andrés, que, si te
matan, tu muerte será para mí, para un viejo, muy
dolorosa… -Calló. De pronto dijo con voz aguda -: Y que
para mí sería una vergüenza que no te
comportaras como hijo de Nicolás Bolkonski.

– No tenías que haberme dicho esto, papá –
replicó el hijo sonriendo. El viejo guardó silencio
-. También quería pedirte – añadió –
que si yo muriese y me naciera un hijo, lo conservaras a tu lado,
como te dije ayer. Que se eduque contigo, te lo ruego.

– Esto quiere decir que no se lo deje a tu mujer,
¿verdad? – dijo el viejo riendo.

Estaban frente a frente, silenciosos. Los inquietos ojos
del anciano miraban fijamente a los de su hijo. Algo temblaba en
la parte inferior del semblante del viejo
Príncipe.

– Ya nos hemos dicho adiós. Ve – dijo de pronto
-, ve. – Y con voz enojada abrió la puerta del
gabinete.

– ¿Qué ocurre, qué ocurre? –
preguntó la princesa María viendo al
príncipe Andrés y al viejo, que gritaba como si
estuviese encolerizado y aparecía en el umbral con su
camisón blanco, sin peluca y con las enormes
antiparras.

El príncipe Andrés suspiró y no
repuso nada.

– Vaya – dijo dirigiéndose a su mujer. Y este
«vaya» tenía un tono burlón y
frío. Parecía que quisiera decir: «Anda, haz
todas las muecas que tengas que hacer.»

– ¿Ya, Andrés? – dijo la pequeña
Princesa palideciendo y mirando temerosa a su marido.

Él la besó. Ella dio un grito y
cayó desmayada en sus brazos.

El Príncipe la sostuvo suavemente, le miró
la cara y la dejó con cuidado sobre una butaca.

– Adiós, María – dijo con ternura a su
hermana. La besó y salió de la habitación
con paso rápido.

Mademoiselle Bourienne friccionaba el pulso de la
Princesa echada en la butaca. La princesa María la
sostenía; con sus bellos ojos tristes miraba a la puerta
por donde había desaparecido el príncipe
Andrés y se santiguaba. En el gabinete oíanse,
repetidos y violentos, como si fueran golpes, los ruidos que el
viejo producía al sonarse. En cuanto el príncipe
Andrés hubo salido, se abrió bruscamente la puerta
del gabinete y la severa figura del viejo, con el camisón
blanco, apareció en el umbral.

– ¿Se ha marchado? Está bien – dijo
mirando severamente a la Princesa desmayada. Bajó la
cabeza con actitud de descontento y cerró la puerta de un
empellón.

Segunda
parte

I

En octubre de 1805, el ejército ruso ocupaba las
ciudades y los pueblos del archiduque de Austria, y otros
regimientos procedentes de Rusia, que constituían una
pesada carga para los habitantes, acampaban cerca de la fortaleza
de Braunau, cuartel general del general en jefe
Kutuzov.

El 11 de octubre de aquel mismo año, uno de los
regimientos de infantería, que acababa de llegar a
Braunau, formaba a media milla de la ciudad, esperando la revista
del Generalísimo. Con todo y no ser rusa la localidad,
veíanse de lejos los huertos, las empalizadas, los
cobertizos de tejas y las montañas; con todo y ser
extranjero el pueblo y mirar con curiosidad a los soldados, el
regimiento tenía el aspecto de cualquier regimiento ruso
que se preparase para una revista en cualquier lugar del centro
de Rusia. Por la tarde, durante la última marcha,
había llegado la orden de que el general en jefe
revistaría a las tropas en el campamento.

Por la larga y amplia carretera vecina, flanqueada de
árboles, avanzaba rápidamente, con ruido de
muelles, una gran carretela vienesa de color azul. Tras ella
seguía el cortejo y la guardia de croatas. Al lado de
Kutuzov hallábase sentado un general austriaco, vestido
con un uniforme blanco que contrastaba notablemente al lado de
los uniformes negros de los rusos. La carretela se detuvo cerca
del regimiento. Kutuzov y el general austriaco hablaban en voz
baja. Cuando bajaron el estribo del carruaje, Kutuzov
sonrió un poco, como si allí no se encontraran
aquellos dos mil hombres que le miraban conteniendo el aliento.
Oyóse el grito del jefe del regimiento. Éste se
estremeció otra vez al presentar armas. En medio de un
silencio de muerte, oyóse la débil voz del
Generalísimo. El regimiento dejó oír un
alarido bronco:

– ¡Viva Su Excelencia!

Y de nuevo quedó todo en silencio. De momento,
Kutuzov permaneció en pie, en su mismo lugar, mientras
desfilaba el regimiento. Después, andando,
acompañado del general vestido de blanco y de su
quito, pasó ante las filas. Por el modo que el
jefe del regimiento saludaba al Generalísimo, sin separar
de él los ojos; por el modo de caminar inclinado entre las
filas de soldados, siguiendo sus menores gestos, pendiente de
cada palabra y de cada movimiento del Generalísimo,
veíase claramente que cumplía sus deberes de
sumisión con mucho más gusto aún que sus
obligaciones de general. El regimiento, gracias a la severidad y
a la atención de su general, hallábase en mejor
estado con relación a los que habían llegado a
Braunau simultáneamente. Había únicamente
doscientos diecisiete rezagados y enfermos y todo estaba mucho
más atendido, excepto el calzado.

Kutuzov pasaba ante las filas de soldados y se
detenía a veces para dirigir algunas palabras amables a
los oficiales de la guerra de Turquía a quienes iba
reconociendo, y también a los mismos soldados. Viendo los
zapatos de la tropa, bajó con frecuencia la cabeza
tristemente, mostrándoselos al general austriaco, como no
queriendo culpar a nadie, pero sin poder disimular que estaban en
muy mal estado. Constantemente, el jefe de toda aquella tropa
corría hacia delante, temeroso de perder una sola palabra
pronunciada por el Generalísimo con respecto a su tropa.
Detrás de Kutuzov, a una distancia en que las palabras,
incluso pronunciadas a media voz, podían ser oídas,
marchaban veinte hombres del séquito, quienes conversaban
entre sí y reían de vez en cuando. Un ayudante de
campo, de arrogante aspecto, seguía de cerca al
Generalísimo. Era el príncipe Bolkonski y
hallábase a su lado su compañero Nesvitzki, un
oficial de graduación superior, muy alto y grueso, de cara
afable, sonriente, y ojos dulces. Nesvitzki, provocado por un
oficial de húsares que iba cerca de él, a duras
penas podía contener la risa. El oficial de
húsares, sin sonreír siquiera, sin cambiar la
expresión de sus ojos fijos, con una cara completamente
seria, miraba la espalda del jefe del regimiento, remedando todos
sus movimientos. Cada vez que el General temblaba y se inclinaba
hacia delante, el oficial de húsares temblaba y se
inclinaba también. Nesvitzki reía y tocaba a los
que tenía más próximos, para que observaran
la burla de su compañero.

Kutuzov pasaba lentamente ante aquellos millares de ojos
que parpadeaban para ver a su jefe. Al encontrarse ante la
tercera compañía, detúvose de pronto. El
séquito, que no preveía este alto, se
encontró involuntariamente en contacto con
él.

– ¡Ah, Timokhin! – dijo el Generalísimo
dándose cuenta de la presencia del capitán de la
nariz colorada, el cual había sido amonestado a causa del
capote azul.

Cuando el General le dirigía alguna
observación, Timokhin se ponía tan rígido
que materialmente parecía imposible que pudiera envararse
más. Pero cuando le habló el Generalísimo,
el capitán se envaró de tal forma que visiblemente
no era posible que pudiese mantenerse en este estado si la mirada
del Generalísimo se prolongaba algún rato. Kutuzov
comprendió enseguida esta situación, y como
apreciaba al capitán se apresuró a volverse. Una
sonrisa imperceptible apareció en la cara redonda y
cruzada por una cicatriz del Generalísimo.

-Un compañero de armas de Ismail – dijo -. Un
bravo oficial. ¿Estás contento de él? –
preguntó Kutuzov al General.

Éste, reflejado como en un espejo en los gestos y
ademanes del oficial de húsares, tembló,
avanzó y repuso:

– Muy contento, Excelencia.

– Todos tenemos nuestras debilidades – dijo Kutuzov
sonriendo y alejándose-. La suya era el vino.

El General se aterrorizó como si él
hubiese tenido la culpa y no dijo nada. En aquel momento, el
oficial de húsares vio la cara del capitán de nariz
colorada y vientre hundido y compuso tan bien su rostro y
postura, que Nesvitzki no pudo contener la risa. Kutuzov se
volvió. No obstante, el oficial podía mover su
rostro como quería. En el momento en que el
Generalísimo se volvía, el oficial pudo componer
una mueca y tomar enseguida la expresión más seria,
respetuosa e inocente.

La tercera compañía era la última,
y Kutuzov, que se había quedado pensativo, pareció
como si recordara algo. El príncipe Andrés se
destacó de la escolta y dijo en francés y en voz
baja:

– Me ha ordenado que le recuerde al degradado Dolokhov,
que se encuentra en este regimiento.

– ¿Dónde está? – preguntó
Kutuzov.

Dolokhov, que se había puesto ya su capote gris
de soldado, no esperaba que le llamasen. Cuidadosamente vestido,
serenos sus ojos azul claro, salió de la fila, se
acercó al Generalísimo y presentó
armas.

– ¿Una queja? -preguntó Kutuzov frunciendo
levemente el entrecejo.

– Es Dolokhov – dijo el príncipe
Andrés.

– ¡Ah! – repuso Kutuzov -. Espero que esta
lección te corregirá. Cumple con tu deber. El
Emperador es magnánimo y yo no te olvidaré si te lo
mereces.

Los ojos azul claro miraban al Generalísimo con
la misma audacia que al jefe del regimiento y con la misma
expresión parecían destruir la distancia que separa
a un generalísimo de un soldado.

– Sólo pido una cosa, Excelencia – replicó
con su voz sonora y firme -: que se me dé ocasión
para borrar mi falta y probar mi adhesión al Emperador y a
Rusia.

Kutuzov se volvió. En su rostro apareció
la misma sonrisa que había tenido al dirigirse al
capitán Timokhin. Frunció el entrecejo, como si
quisiera demostrar que hacía mucho tiempo sabía lo
que decía y podía decir Dolokhov, que todo aquello
le molestaba y que no era necesario. Se dirigió a la
carretela. El regimiento formó por
compañías, marchando a los cuarteles que les
habían sido designados, no lejos de Braunau, donde
esperaban poder calzarse, vestirse y descansar de una dura
marcha.

II

Kutuzov se había replegado hacia Viena,
destruyendo tras de sí los puentes del Inn en Braunau y el
del Traun en Lintz. El 23 de octubre, las tropas rusas pasaban el
Enns. Los furgones de la artillería y las columnas del
ejército pasaron el Enns en pleno día, desfilando a
cada lado del puente. El tiempo era bochornoso y llovía.
Ante las baterías rusas que defendían el puente,
situadas en unas lomas, abríase una amplia perspectiva
velada tan pronto por una cortina de lluvia como
desaparecía ésta y al resplandor del sol se
distinguían los objetos a lo lejos, resplandeciendo como
si estuvieran cubiertos de laca. Abajo veíase la ciudad
con las casas blancas y los tejados rojos, la catedral y los
puentes, por cuyas bocas, apelotonándose, fluían
las tropas rusas. En el recodo del Danubio veíanse las
embarcaciones, la isla y el castillo con el parque rodeado por
las aguas del Enns, que desembocaban en aquel lugar en el
Danubio, y distinguíase la ribera izquierda, cubierta, a
partir de este río, de roquedales y bosques que
perdíanse en la lejanía misteriosa de los picos
verdes y los azulencos collados. Veíanse aparecer los
pequeños campanarios del monasterio, surgiendo por encima
de un bosque de pinos silvestres, como una selva virgen; y lejos,
delante, en lo alto de la montaña, al otro lado del Enns,
veíanse las patrullas enemigas. En medio de los
cañones emplazados en aquella altura, el comandante de la
retaguardia, con un oficial de su séquito, examinaba el
territorio con unos anteojos de campaña. Un poco hacia
atrás, Nesvitzki, a quien el general en jefe había
enviado a la retaguardia, estaba sentado en la cureña de
un cañón. El cosaco que le acompañaba le
entregó un pequeño macuto y una botella, y
Nesvitzki obsequió a los oficiales con pastas y un doble
kummel autentico.

Los oficiales le rodeaban muy animados, unos
arrodillados y otros sentados a usanza turca sobre la hierba
húmeda.

– En efecto, el príncipe austriaco que
reconstruyó aquí este castillo ya sabía lo
que hacía. ¡Que lugar más encantador!
¿Por qué no comen, señores? – dijo
Nesvitzki.

– Gracias, Príncipe – repuso uno de los
oficiales, encantado de poder hablar con un personaje tan
importante del Estado Mayor -. Un lugar magnífico. Al
pasar por el parque hemos visto a dos ciervos. Es un castillo
incomparable.

– Príncipe – dijo otro que tenía un vivo
deseo de coger otro dulce pero que no se atrevía y
fingía por eso admirar el paisaje -, mire; nuestros
soldados ya están allí. Mire, allí abajo,
aquel claro, tras el pueblo. Hay tres que arrastran algo.
¡Oh! Vaciarán este palacio – dijo,
exaltado.

– Sí, exactamente, exactamente – dijo Nesvitzki
-. Me tienta- continuó, acercando un dulce a su boca
perfectamente dibujada y húmeda – ir allí. –
Señalaba al monasterio, cuyos campanarios
distinguía. Luego sonrió, entornando los ojos-.
Estaría muy bien, ¿verdad, señores? -Los
oficiales sonrieron -. ¡Ah! ¡Si pudiéramos
asustar a esas monjas! Dicen que hay unas italianas muy lindas.
De buena gana daría cinco años de mi vida por darme
este gusto.

– Esto, prescindiendo de que las pobres se molesten –
añadió, riendo, el oficial más
audaz.

Mientras tanto, un oficial del séquito, que se
hallaba en primer término, señalaba algo al
General, y éste observaba con los anteojos.

– Sí, sí, tiene usted razón, tiene
usted razón – dijo con cólera, dejando de mirar por
los anteojos y encogiéndose de hombros -. En efecto,
atacarán cuando atravesemos. ¿Qué es aquello
que arrastran por allí?

Desde el otro lado, a simple vista, veíase al
enemigo en sus baterías, de las cuales ascendía una
humareda blanca y lechosa. Tras la humareda oíase una
detonación lejana y veíanse a las tropas
apresurarse a atravesar el río.

Nesvitzki, por fanfarronería, se levantó
y, con la sonrisa en los labios, se acercó al
General.

– ¿No quiere usted probar un poco,
Excelencia?

– Mal negocio – dijo el General sin contestarle -. Los
nuestros se han rezagado.

– ¿Hay que ir, Excelencia? – preguntó
Nesvitzki.

– Sí, vaya, por favor – repuso el
General.

Y repitió la orden que ya había dado
detalladamente:

– Diga a los húsares que pasen los últimos
y que incendien el puente, tal como ya he ordenado.
Además, que inspeccionen las materias inflamables que ya
han sido colocadas.

– Muy bien – replicó Nesvitzki.

Llamó al cosaco de a caballo y le ordenó
preparase la cantina, e irguió ligeramente su cuerpo sobre
la silla.

-Me vendrá muy bien. De paso visitaré a
las monjas – dijo a los oficiales, que le miraban con media
sonrisa, y se alejó por el sinuoso sendero de la
montaña.

– Vaya, capitán, veamos el blanco — dijo el
General dirigiéndose al capitán de
artillería -. Distráigase un poco.

– ¡Artilleros, a las piezas! – ordenó el
oficial.

En un abrir y cerrar de ojos, los artilleros,
alegremente, corrieron a las piezas y cargaron el
cañón.

– ¡Número uno! – exclamó una
voz.

El número uno disparó, ensordeciendo con
su sonido metálico a todos los que se hallaban en la
montaña. La granada se elevó zumbando; y lejos,
ante el enemigo, por el humo, indico dónde había
estallado al caer. Las caras de los soldados y de los oficiales
se iluminaron al oír la detonación. Todos se
levantaron e hicieron observaciones sobre los movimientos de sus
tropas, que veíanse abajo, como sobre la mano, y
también sobre el enemigo que avanzaba. En aquel momento,
el sol disipó por completo las nubes y el agradable sonido
de un cañonazo aislado se fundió en el claro
resplandor del sol, en una impresión de coraje, entusiasmo
y alegría.

III

Dos granadas enemigas habían atravesado el
puente, produciendo un gran remolino. El príncipe
Nesvitzki echó pie a tierra. Hallábase en medio del
puente y apoyó su enorme cuerpo contra la baranda.
Volvióse y llamó al cosaco que, con los dos
caballos cogidos por la brida, marchaba algunos pasos más
atrás. En cuanto el príncipe Nesvitzki intentaba
avanzar, los soldados y los carros precipitábanse sobre
él, empujándole contra la baranda. Y esto, no
obstante, le producía cierta complacencia.

– ¡Eh, camarada! – dijo un cosaco a un soldado
encargado de una furgoneta, que seguía a la
infantería apelotonada al lado de las ruedas y de los
caballos-. ¿No podrías esperar un poco? ¿No
ves que el General ha de pasar?

Pero el conductor del furgón, sin hacer caso del
título de general, gritó a los soldados que le
impedían el paso:

– ¡Eh, eh! ¡Sorches! ¡Pasad a la
izquierda y esperad!

Pero la infantería, apoyando hombro contra
hombro, entrecruzando las bayonetas, movíase sobre el
puente como una masa compacta, sin detenerse. Mirando hacia abajo
por encima de la baranda, el príncipe Nesvitzki
contemplaba las rápidas y rumorosas ondas del Enns, que,
mezclándose y rompiéndose contra los pilares del
puente, encaballábanse unas sobre otras. En el puente
veíanse las mismas ondas, pero vivas, de los soldados: los
quepis, las caras de pronunciados pómulos, las hundidas
mejillas, las fisonomías fatigadas y las piernas que se
movían sobre el fango pegajoso que cubría las
maderas del puente. A veces, en medio de las ondas
monótonas de los soldados, levantábase, como la
espuma blanca en las ondas del Enns, un oficial con capa, de
fisonomía muy distinta a la de los soldados; a veces
cerrábanse las ondas de la infantería y
llevábanse consigo, como un trozo de madera sobre el
río, a un húsar a pie, a un asistente o a un
aldeano. A veces, como una rama sobre el agua movediza, una
carreta de la compañía, cargada hasta los topes y
cubierta de cuero, resbalaba sobre el puente rodeado por todas
partes.

– Esto es como si se hubiera roto una esclusa – dijo el
cosaco, deteniéndose desesperado -. ¿Hay muchos
allá todavía?

– Un millón, poco más o menos – repuso un
soldado que, con la capa hecha jirones, pasó a su lado y
desapareció. Tras él venía otro soldado
viejo.

-Si «él», el enemigo, se pudiera
precipitar contra el puente – dijo el soldado viejo
dirigiéndose a un compañero -, se te
pasarían las ganas de rascarte.

El soldado pasó. Tras él, otro soldado iba
en un carro.

– ¿Donde diablos has puesto los calcetines? –
decía un hombre que corría tras un carro, buscando
en él.

También el carro y el soldado se alejaron.
Aparecieron después otros soldados alegres; evidentemente,
habían bebido más de la cuenta.

-Amigo mío, le he dado un buen culatazo en los
dientes-decía alegremente un soldado que tenía
subido el cuello del capote, agitando las manos.

– ¡Ja, ja, ja! Le deben haber gustado los jamones
– replicó el otro riendo.

Y pasaron tan deprisa que Nesvitzki no supo a
quién habían herido en los dientes ni qué
significación tenía la palabra
«jamón».

– ¿Por qué corren tanto? ¿Porque
«él» ha tirado? Di que no quedará
ninguno-dijo con malicia y tono de reconvención un
suboficial.

– Cuando la granada pasó por delante, me
quedé deslumbrado – decía, conteniendo la risa, un
joven soldado de enorme boca -. Te juro que me moría de
miedo – continuaba diciendo, como si presumiera de su
terror.

También paso. Venía detrás un carro
muy diferente de cuantos habían pasado hasta entonces. Era
una carreta tirada por dos caballos. Sentadas encima, en un
colchón, veíase a una mujer con una criatura de
pecho, una anciana y una zagala fuerte, de rostro
colorado.

– ¡Mirad, mirad! La gente no deja moverse al
oficial – decía desde diversos puntos la multitud, parada
pero mirando y empujándose continuamente hacia la
salida.

Mientras Nesvitzki contemplaba las aguas del Enns
sintió de pronto otra vez el sonido, nuevo para él,
de algo que se acercaba rápidamente, el pesado sonido de
algo que caía al agua.

– Mira dónde apunta – dijo severamente un
soldado, cerca de Nesvitzki, al oír el sonido.

– Quiere que pasemos más deprisa – dijo otro,
inquieto.

La multitud volvió a agitarse. Nesvitzki
comprendió que se trataba de una granada.

– ¡El cosaco! ¡El caballo! – dijo -.
Apartaos vosotros. Dejadme paso.

A duras penas llegó hasta el caballo, y sin dejar
de gritar, avanzó. Los soldados se apretujaban para
dejarle paso; de nuevo le empujaron de tal modo que incluso le
hicieron daño en las piernas. Pero los que se hallaban
más cerca de él no tenían la culpa, porque
se sentían empujados fuertemente por quienes estaban
más lejos.

– ¡Nesvitzki, Nesvitzki! ¡Eh, animal! – dijo
tras él una voz ronca.

Nesvitzki se volvió y a quince pasos tras
él, más allá de la masa de la
infantería en marcha, vio a Vaska Denisov, enrojecido, con
la cara sucia, despeinado, con la gorra en la coronilla y el
dormán tirado graciosamente sobre la espalda.

– Ordena a estos diablos que dejen paso – gritó
Denisov, visiblemente indignado. Sus ojos inquietos, negros como
el carbón, resplandecían. En la mano desnuda,
pequeña, tan roja como su cara, empuñaba el sable
envainado aún.

– ¡Eh, Vaska! ¿Qué te ocurre? –
gritó alegremente Nesvitzki.

– No puedo hacer pasar al escuadrón –
gritó Denisov mostrando rabiosamente los dientes blancos y
espoleando a su hermoso corcel negro, un pura sangre que,
inquieto por el brillo de las bayonetas, movía las orejas,
piafaba, esparciendo en torno suyo la espuma que escurría
por sus flancos, pateando la madera del puente y pareciendo
dispuesto a saltar sobre la baranda si quien lo montaba se lo
permitía.

– ¿No lo ves? Son corderos, verdaderos corderos.
¡Dejadme paso! ¡Apártate! – gritaba, sin
pronunciar las erres-. ¡Carretero del diablo, me
abriré paso a sablazos! – y, en efecto, desenvainó
el sable y comenzó a blandirlo.

Los soldados, con las caras descompuestas,
apretujábanse unos contra otros, y Denisov pudo alcanzar a
Nesvitzki.

– ¿Cómo es que no estás
todavía borracho hoy? – preguntó Nesvitzki a
Denisov cuando se acercó a él.

– No dan tiempo ni para beber – repuso Denisov -. Nos
pasamos el día arrastrando al regimiento de un lado para
otro. Hemos de entrar en combate inmediatamente, porque si no
sólo el diablo sabe lo que pasará.

-Estás hoy muy elegante-dijo Nesvitzki
mirándole, contemplando su dormán nuevo y los
arreos de su caballo.

Denisov sonrió. Sacó su pañuelo
impregnado en perfume y lo volvió bajo la nariz de
Nesvitzki.

– ¿Qué quieres que haga? Vamos a entrar en
fuego. Ya ves; me he afeitado, me he limpiado los dientes y me he
perfumado.

La imponente figura de Nesvitzki, acompañado de
su cosaco, y la perseverancia de Denisov, que blandía el
sable y enronquecía a gritos, produjeron tanto efecto que
pudieron atravesar el puente y detener a la infantería.
Cerca de la salida, Nesvitzki encontró al coronel a quien
había de dar la orden, y en cuanto hubo cumplido su
comisión, retrocedió.

IV

El resto de la infantería atravesaba el puente a
paso de maniobra, apelotonándose a la salida. Una vez
hubieron pasado todos los carros, los empujones dejaron de ser
tan violentos y el último batallón penetró
en el puente, únicamente los húsares de Denisov
manteníanse al otro extremo del puente, frente al enemigo.
Éste, que se distinguía a lo lejos, sobre la
montaña situada ante el río, no veíase
aún desde el puente, y el horizonte se encontraba limitado
a una media versta de distancia por un collado por donde se
deslizaba un arroyuelo. Hacia delante extendíase una
especie de desierto donde maniobraban unas patrullas de cosacos.
De pronto, sobre las lomas opuestas a la carretera, aparecieron
tropas con capotes azules y artillería. Eran franceses. El
destacamento de cosacos se dirigió al trote hacia las
lomas. Todos los oficiales y soldados del escuadrón de
Denisov, a pesar de que procuraban hablar de cosas indiferentes y
miraban de soslayo, no cesaban de pensar en lo que se preparaba
al pie de la montaña y contemplaban constantemente las
manchas que producían en el horizonte las tropas
enemigas.

Al mediodía aclaró el tiempo otra vez y
cayó el sol a plomo sobre el Danubio y las montañas
oscuras que le rodeaban. No corría ni la más
insignificante brisa y de vez en cuando llegaban desde la
montaña el sonido de los clarines y el grito del enemigo.
Entre el escuadrón y éste no veíase a nadie,
a excepción de algunas patrullas; un espacio vacío
de unas trescientas sagenes les separaba. El enemigo
había dejado de disparar y la línea terrible,
inabordable e inalcanzable, que dividía los dos campos
adversarios hacíase aún más
sensible.

– El diablo sabe lo que se traen entre manos –
gruñó Denisov-. ¡Eh, Rostov!-gritó al
joven, que parecía muy contento -. Por fin se te ve – y
sonrió con aire de aprobación, evidentemente muy
satisfecho del suboficial.

Rostov, en efecto, sentíase completamente feliz.
En aquel momento apareció un jefe en el puente y Denisov
acercóse a él al galope.

– Excelencia, permítame atacar. Yo les
haré retroceder.

– ¿Cómo habla usted de ataque? – dijo el
jefe con voz enojada, frunciendo el entrecejo, como si quisiera
apartar de sí una mosca molesta -. ¿Qué hace
usted aquí? ¿No ve que se retira a la descubierta?
Haga retroceder al escuadrón.

El escuadrón atravesó el puente y se
colocó fuera de tiro, sin perder un solo hombre.
Después del escuadrón pasó otro, que se
encontraba en línea, y los últimos cosacos
abandonaron aquel lado del río.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado atravesaron
el puente, uno tras otro, en dirección a la
montaña. El coronel Karl Bogdanitch Schubert se
acercó al escuadrón de Denisov y siguió su
camino no lejos de Rostov sin prestarle la menor
atención.

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