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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 4)



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Jerkov, que no hacía mucho había dejado el
regimiento de Pavlogrado, se acercó al coronel.
Después de su destitución del Estado Mayor no se
quedó en el regimiento, alegando que no era tan tonto como
para trabajar en filas cuando en el Estado Mayor, sin hacer nada,
podía ganar muchas más condecoraciones; y con esta
idea había conseguido hacerse nombrar oficial a las
órdenes del príncipe Bagration. Ahora iba a dar una
orden del general de retaguardia a su antiguo jefe.

– Coronel – dijo con sombrío aspecto -, se ha
dado la orden de detención y de prender fuego al
puente.

-¿Quién lo ha mandado? -preguntó el
Coronel con aspereza.

– No lo sé, Coronel – replicó seriamente
Jerkov -, pero el Príncipe me ha ordenado esto: «Ve
y dí al Coronel que los húsares retrocedan tan
deprisa como puedan y que incendien el puente.»

Detrás de Jerkov, un oficial de la escolta se
dirigió al Coronel de húsares con la misma orden.
Tras él, montando un caballo cosaco que a duras penas
podía manejar, galopaba el corpulento
Nesvitzki.

– Coronel – gritó galopando aún -, le he
dicho a usted que incendiaran el puente. ¿Quién ha
rectificado mi orden? Parece que todos se hayan vuelto
locos.

El Coronel detuvo al regimiento sin mucha prisa y se
dirigió a Nesvitzki.

– Me ha hablado usted de materias inflamables – dijo -,
pero no me ha dicho nada con respecto a prender fuego al
puente.

– ¿Cómo se entiende? – dijo Nesvitzki
quitándose la gorra y alisándose con la mano los
cabellos, empapados en sudor -. ¿Cómo es posible
que no le haya dicho yo que prendiera fuego al puente si se han
colocado en él materias inflamables? Amigo
mío…

– Yo no soy para usted ningún «amigo
mío», señor oficial de Estado Mayor, y no me
ha dicho que prendiera fuego al puente. Sé muy bien mi
obligación y acostumbro cumplir estrictamente las
órdenes que se me dan. Usted me ha dicho:
«Prenderán fuego al puente.» Pero
¿quién? No puedo saberlo, diablo.

– Siempre ocurre lo mismo – dijo Nesvitzki con un
ademán -. ¿Qué haces aquí? –
preguntó a Jerkov.

-He venido a dar la misma orden. Vienes muy mojado.
Acércate, acércate…

– ¿Qué dice usted, señor oficial? –
continuó el Coronel con tono ofendido.

– Coronel – le interrumpió el oficial de la
escolta -, hay que darse prisa o de lo contrario el enemigo
acercará sus cañones hasta ponerlos a tiro de
metralla.

El Coronel miró en silencio al oficial de la
escolta, al corpulento oficial de Estado Mayor Jerkov y
frunció el entrecejo.

– Incendiaré el puente – dijo con voz solemne,
como si quisiera dar a entender que, a pesar de todos los
disgustos que se le ocasionaban, haría todo cuanto fuera
necesario hacer. Y espoleando al caballo con sus piernas largas y
musculosas, como si el animal tuviera la culpa de todo, el
Coronel avanzó y ordenó al segundo
escuadrón, aquel en, que servía Rostov bajo las
órdenes de Denisov, que volviera al puente.

Las caras alegres de los soldados del escuadrón
cobraron la expresión severa que tenían cuando se
encontraban bajo las granadas. Rostov miró al Coronel, sin
bajar los ojos. Pero el Coronel no se volvió ni una sola
vez a Rostov, y, como siempre, desde las filas miraba con altivez
y solemnidad. El escuadrón esperaba la orden.

– Aprisa, aprisa – gritaban en torno suyo algunas
voces.

Colgando los sables de las sillas, con gran ruido de
espuelas, precipitábanse a caballo los húsares, sin
saber siquiera lo que iban a hacer. Los soldados se santiguaban.
Rostov no miraba ya al Coronel ni tenía tiempo de hacerlo.
Tenía miedo. Su corazón latía, temiendo que
los húsares llegasen tarde. Cuando entregó su
caballo al soldado le temblaba la mano y sintió que la
sangre afluía a oleadas a su corazón. Denisov
pasó ante él, gritando algo. Rostov no veía
sino a los húsares que corrían en torno suyo,
tropezando con las espuelas y produciendo un gran ruido con los
sables.

– ¡Camilla! – gritó una voz tras
él.

Rostov no se dio cuenta de lo que significaba la
petición de una camilla. Corría, procurando tan
sólo llegar el primero; pero cerca ya del puente dio un
paso en falso y cayó de bruces sobre el pisoteado y
pegajoso barro. Los demás pasaron ante
él.

– Por ambos lados, teniente – decía la voz del
Coronel, que, a caballo constantemente, avanzaba o
retrocedía cerca del puente, con la cara triunfante y
alegre.

Rostov, limpiándose las manos sucias de barro en
el pantalón, miró al Coronel y quiso correr
más allá, imaginándose que cuanto más
lejos fuera mejor quedaría. Pero fuera que Bogdanitch no
le hubiese mirado o reconocido, le llamó con
cólera.

– ¿Quién es ese que corre por el centro
del puente? ¡A la derecha, suboficial, a la derecha y
atrás! – y se dirigió a Denisov, quien, valeroso y
audaz, paseábase a caballo sobre las maderas del
puente.

– ¿Para qué servirá esa
imprudencia, capitán? Mejor será que
desmonte.

– ¡Bah! Solamente cae el que ha de caer –
replicó Denisov volviéndose sobre la
fila.

Mientras tanto, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la
escolta continuaban de pie, agrupados y fuera de tiro,
contemplando aquel puñado de hombres con gorras amarillas,
guerreras verde oscuro con brandeburgos y pantalones azules, que
avanzaban de lejos, y el grupo de hombres con los caballos, entre
los cuales podían distinguirse fácilmente los
cañones.

¿Conseguirían o no prender fuego al
puente? ¿Quién sería el primero? ¿Lo
incendiarían y podrían huir, o bien los franceses
se acercarían lo bastante para ametrallarlos y no dejar a
uno solo con vida? Estas preguntas acudían voluntariamente
a todos los soldados que se encontraban al otro lado del puente y
que, a la clara luz de la tarde, contemplaban a aquél, a
los húsares y a los capotes azules que se movían al
otro lado con las bayonetas y los cañones.

– Esto será terrible para los húsares –
dijo Nesvitzki -; ya se encuentran a tiro de metralla.

– No había necesidad de haber mandado a tantos
hombres – dijo el oficial de la escolta.

– Sí, ciertamente – opinó Nesvitzki -;
para esto, con dos hombres hubiera bastado.

– ¡Ah, Excelencia! – intervino Jerkov, sin separar
la vista de los húsares pero conservando su tono inocente
que no permitía distinguir si hablaba en serio o no -.
¡Ah, Excelencia! ¿Cómo dice usted enviar dos
soldados tan sólo? ¿Quién nos daría
entonces la Cruz de Vladimir? Más vale que se pierdan
todos y que se proponga a todo el escuadrón para la
recompensa, porque todos tendremos entonces una
condecoración. Bogdanitch ya sabe lo que se
hace.

– ¡Ah! – dijo el oficial de la escolta -. Ya
ametrallan – y señalaba a los cañones puestos en
funcionamiento y que avanzaban pesadamente.

Del lado de los franceses donde se encontraban los
cañones se levantó una columna de humo, y casi
simultáneamente una segunda y una tercera, y, mientras
llegaba el ruido del primer disparo, una cuarta. Después
oyéronse dos detonaciones, una tras otra, y luego la
tercera.

– ¡Oh, oh! – dijo Nesvitzki, como si hubiera
sentido un dolor muy agudo, y cogió al oficial de la
escolta por un brazo -. Mire, ya ha caído el primero.
Mire.

– Y me parece que también el segundo.

– Si fuese rey, no haría nunca la guerra – dijo
Nesvitzki volviendo la cabeza.

Los cañones franceses se cargaban de nuevo
apresuradamente. La infantería de los capotes azules
corría hacia el puente; la humareda apareció de
nuevo en diversos lugares y zumbó la metralla,
estrellándose sobre el puente. Esta vez, sin embargo,
Nesvitzki no pudo ver lo que ocurría. Lo cubría
todo un humo espeso. Los húsares habían conseguido
prender fuego y las baterías francesas tiraban contra
ellos no para impedirlo, sino porque los cañones estaban
cargados y no sabían contra quiénes tirar. Los
franceses pudieron tirar tres veces antes de que los
húsares hubiesen tenido tiempo de volver a montar a
caballo. Dos de estos disparos estaban mal dirigidos y la
metralla pasó por encima de los húsares, pero la
tercera cayó en medio del grupo y derribó a
tres.

Rostov se detuvo en medio del puente sin saber
qué hacer. No había nadie a quien atacar de la
forma en que él había imaginado que eran los
combates, y no podía ayudar a incendiar el puente porque
no había cogido brasa ninguna, como hicieron los
demás soldados. Estaba de pie y miraba cuando, de pronto,
algo chocó contra el puente con gran estrépito y
uno de los húsares más cercanos a él
cayó, gimiendo, sobre la baranda. Rostov corrió con
los demás. Alguien gritó:
«¡Camilla!» Cuatro hombres cogieron al
húsar y lo levantaron.

-¡Ay, ay, ay! ¡Dejadme! ¡Por Dios,
dejadme!-gritó el herido.

Pero, a pesar de sus gemidos, le tendieron sobre la
camilla. Rostov se volvió y, como si buscase algo,
miró a lo lejos, al cielo y al sol, sobre el Danubio. El
cielo le pareció magnífico. ¡Era tan azul,
tan sereno, tan profundo…! ¡Qué majestuoso y claro
era el sol poniente! ¡Cuán suavemente brillaba el
agua en el Danubio! Y todavía eran mucho más
hermosas las azulencas y largas montañas tras el
río, los picos misteriosos y los bosques de pinos rodeados
de niebla. Allí todo estaba en calma, todo era
feliz.

«Si estuviera allí, no desearía nada
– pensó Rostov -. En mí y en ese cielo hay tanta
felicidad, y aquí… gemidos, sufrimientos, miedo, esta
inquietud, esta fiebre… Otra vez gritan algo. De nuevo todos
corren hasta allí, y yo corro con ellos. Y he aquí
que la muerte está a mi lado. Un solo instante y no
veré ya más ni este sol, ni este aire, ni estas
montañas…»

Comenzó entonces a ocultarse el sol detrás
de las nubes. Ante Rostov aparecieron las camillas, y el miedo de
la muerte y de las camillas, y el amor al sol y a la vida, se
mezclaban en su cerebro en una impresión enfermiza y
trastornadora.

«¡Oh Dios mío, Señor!,
Tú que estás en los cielos, sálvame,
perdóname y protégeme», murmuró
Rostov.

El húsar corrió hacia los caballos; las
voces se hicieron más fuertes y más tranquilas y
las camillas desaparecieron de sus ojos.

– ¡Vaya, camarada, ya has probado el gusto de la
pólvora! – le gritó Denisov al
oído.

«Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, un
cobarde», pensó Rostov. Gimiendo, cogió las
riendas de Gratchic de manos de un soldado.

– ¿Qué era? ¿Metralla? –
preguntó a Denisov.

– ¡Y vaya metralla! – exclamó Denisov -.
Han trabajado como leones, a pesar de que no era un trabajo
agradable. El ataque es una gran cosa; siempre de cara; pero
aquí, maldita sea, te atacan por la espalda.

Y Denisov se alejó hacia el grupo que, parado
cerca de Rostov, formaba el Coronel, Nesvitzki, Jerkov y el
oficial de la escolta.

«Me parece que nadie se ha dado cuenta»,
pensó Rostov.

En efecto, nadie se había percatado, porque todos
conocían el sentimiento experimentado por primera vez por
el suboficial que todavía no ha entrado en
fuego.

– Será considerada una acción excelente –
dijo Jerkov-. Quizá me propongan para un
ascenso.

-Anuncie al Príncipe que he prendido fuego al
puente – dijo el Coronel con alegría y
solemnidad.

-Si me pregunta las bajas…

– ¡No ha sido nada! – dijo en voz baja el Coronel
-. Un muerto y dos heridos – continuó con visible
alegría, incapaz de reprimir una sonrisa de
satisfacción al pronunciar la palabra
«muerto».

Perseguido por un ejército de más de cien
mil hombres mandados por Bonaparte, entorpecido por habitantes
animados de intenciones hostiles, perdida la confianza en los
aliados, falto de provisiones y obligado a obrar fuera de todas
las condiciones previstas de la guerra, el ejército ruso
de treinta y cinco mil hombres, bajo el mando de Kutuzov,
retrocedía rápidamente siguiendo el curso del
Danubio, deteniéndose allí donde se veía
rodeado por el enemigo y defendiéndose por la retaguardia
tanto como le era necesario para retirarse sin perder bagajes.
Había habido combates en Lambach, Amsterdam y Melk; pero a
pesar del coraje y la firmeza, reconocidos hasta por el propio
enemigo, que los rusos habían demostrado, el resultado de
estas acciones no era sino una retirada cada vez más
rápida. Las tropas austriacas que habían evitado la
capitulación en Ulm, y se habían unido a Kutuzov en
Braunau, habíanse separado últimamente del
ejército ruso y Kutuzov veíase reducido tan
sólo a sus débiles fuerzas ya agotadas. Era
imposible pensar en defender Viena. En lugar de la guerra
ofensiva, premeditada según las leyes de la nueva ciencia
– la estrategia -, el plan de la cual había sido remitido
a Kutuzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de
Guerra austriaco, el único objeto, casi inaccesible, que
entonces se presentaba a Kutuzov consistía en reunirse a
las tropas que llegaban de Rusia, sin perder al ejército
como Mack en Ulm.

El día 28 de octubre, Kutuzov pasaba con su
ejército a la ribera izquierda del Danubio y se
detenía por primera vez, interponiendo el río entre
él y el grueso del ejército enemigo. El día
30 se lanzó al ataque y deshizo la división de
Mortier, que se encontraba en la orilla izquierda del Danubio. En
esta acción consiguió apoderarse de unas banderas,
algunos cañones y dos generales enemigos. También
por primera vez, después de dos semanas de retirada, se
detenía el ejército ruso y, después de un
combate, no solamente quedaba dueño de la
situación, sino que había logrado expulsar a los
franceses.

El l de noviembre, Kutuzov recibió de uno de sus
espías un informe según el cual el ejército
ruso encontrábase en una situación casi
desesperada. El informe decía que los franceses, con un
enorme contingente de fuerzas, después de atravesar el
puente de Viena, se dirigían contra la línea de
comunicación de Kutuzov con las tropas procedentes de
Rusia. Si Kutuzov se quedaba en Krems, los ciento cincuenta mil
hombres del ejército de Napoleón le
impedirían el paso por todas partes, rodearían su
fatigado ejército de cuarenta mil hombres y se
encontraría en la situación de Mack en Ulm. Si
Kutuzov se decidía a abandonar la línea de
comunicación con las tropas procedentes de Rusia,
había de penetrar, ignorando el camino, en el desconocido
y montañoso país de Bohemia, y,
defendiéndose de un enemigo muy superior en número
y armamento, renunciar a toda esperanza de reunirse con
Buksguevden. Si Kutuzov decidía replegarse por la
carretera de Krems a Olmutz para reunirse a las tropas que
venían de Rusia, exponíase a que los franceses que
acababan de atravesar el puente de Viena aparecieran ante
él, viéndose entonces obligado a aceptar la batalla
durante la marcha, con todo el impedimento de bagajes y furgones
y contra un enemigo tres veces superior en número, que le
cerraría el paso por todas partes. Kutuzov se
decidió por esto.

Tal como había anunciado el espía, los
franceses, después de atravesar el río en Viena, se
dirigieron a marchas forzadas sobre Znaim por la carretera que
seguía Kutuzov, a unas cien verstas de distancia. Llegar a
Znaim antes que los franceses era una gran esperanza de
salvación para el ejército. Dejar a los franceses
el tiempo de llegar, indudablemente era infligir al
ejército una derrota comparable a la de Ulm, con la
pérdida total de las fuerzas. Pero anticiparse a los
franceses con todo el ejército era imposible. La marcha de
los franceses desde Viena a Znaim era mucho más corta y
mejor que la que habían de hacer los rusos desde
Krems.

La misma noche que recibió el informe, Kutuzov
envió la vanguardia de Bagration, cuatro mil hombres, por
las montañas, a la derecha de la carretera de Krems a
Znaim y la de Viena a Znaim. Bagration había de llevar a
cabo esta marcha sin detenerse, teniendo delante a Viena y a la
espalda a Znaim, y si conseguía adelantarse a los
franceses había de detenerlos todo el tiempo que pudiera.
Kutuzov en persona, con todo el ejército, se
dirigía a Znaim. Después de recorrer durante una
noche tempestuosa, con soldados descalzos y hambrientos y
desconociendo el camino, cuarenta y cinco verstas a través
de las montañas y perdiendo un tercio de sus fuerzas por
los rezagados, Bagration salió a la carretera de Viena a
Znaim por Hollabrum unas cuantas horas antes que los franceses,
que avanzaban hacia el mismo lugar desde Viena. Kutuzov
tenía todavía que marchar una jornada, con toda la
impedimenta, para llegar a Znaim. Así, pues, para salvar
al ejército, Bagration, con menos de cuatro mil soldados
hambrientos y extenuados, había de retener durante
veinticuatro horas al ejército enemigo, con el que
había de enfrentarse en Hollabrum. Evidentemente, era
imposible. No obstante, la caprichosa fortuna hizo posible el
milagro. El éxito de la estratagema gracias a la cual
había caído el puente de Viena en manos de los
franceses sin disparar un solo tiro impulsó a Murat a
engañar igualmente a Kutuzov. Al hallar al débil
destacamento de Bagration en la carretera, creyó Murat que
tenía ante sí a todo el ejército de Kutuzov.
Con objeto de aniquilarlo por completo, quiso esperar a los
rezagados por la carretera de Viena, y, en consecuencia, propuso
un armisticio de tres días con la condición de que
los dos ejércitos conservarían sus posiciones
respectivas y no darían un solo paso. Afirmaba Murat que
ya se habían entablado negociaciones de paz y que
proponía el armisticio para evitar una inútil
efusión de sangre. El general austriaco que fue a las
avanzadas creyó las palabras de los parlamentarios de
Murat, y al retroceder dejó al descubierto el destacamento
de Bagration. El otro parlamentario se dirigió a la
formación rusa para dar cuenta de la misma noticia de las
entrevistas pacifistas y propuso a las tropas rusas tres
días de armisticio. Bagration contestó que no
podía aceptar ni rechazar tal armisticio y envió
por un ayudante de campo a Kutuzov el informe sobre la
proposición que acababa de serle hecha. El armisticio es
para Kutuzov el único medio de ganar tiempo, de dar
descanso al fatigado destacamento de Bagration y adelantar, con
los furgones y los bagajes cuyos movimientos no veían los
franceses, toda la distancia posible que le separaba de Znaim. La
proposición de armisticio ofreció la única e
inesperada posibilidad de salvar al ejército. Al recibir
esta noticia, Kutuzov envió inmediatamente al ayudante de
campo Witzengerod al campamento enemigo. Witzengerod había
no sólo de aceptar el armisticio, sino proponer
también las condiciones de capitulación, y,
mientras tanto, Kutuzov enviaría a sus ayudantes de campo
a acelerar todo lo posible el movimiento de los furgones y de la
impedimenta por la ruta de Krems a Znaim. Únicamente el
destacamento hambriento y fatigado de Bagration había de
quedar inmóvil ante el enemigo, ocho veces más
fuerte, y cubrir la marcha de todo el ejército y de sus
bagajes.

La esperanza de Kutuzov se realizaba. La propuesta de
capitulación que no obligaba a nada, dio a buena parte de
la impedimenta el tiempo suficiente para pasar, y no hubo de
tardar mucho tiempo en hacerse sentir la equivocación de
Murat. En cuanto Bonaparte, que se encontraba en Schoenbrun, a
veinticinco verstas de Hollabrum, recibió el informe de
Murat y el proyecto de armisticio y capitulación,
sospechó la estratagema y escribió a Murat la
siguiente carta:

«Al príncipe Murat. Schoenbrun, 25 Brumario
de l805. A las ocho de la mañana.

»Me es imposible encontrar palabras para expresar
mi disgusto. Manda usted tan sólo mi vanguardia, y no
tiene derecho a concertar armisticio alguno sin orden mía.
Me hace perder el fruto de una campaña. Rompa
inmediatamente el armisticio y láncese contra el enemigo.
Le dirá usted que el general que ha firmado la
capitulación no tiene poderes para hacerlo y que el
único que tiene este derecho es el Emperador de Rusia.
Siempre y cuando el Emperador de Rusia ratificara dichos
convenios, los ratificaré yo también, pero esto no
es más que una excusa. Destruya al ejército ruso.
Se encuentra usted en situación de apoderarse de todo su
bagaje y artillería. El ayudante de campo del Emperador de
Rusia es un… Los oficiales no son nadie cuando no tienen
poderes, y éste no tenía… Los austriacos se han
dejado engañar en el puente de Viena. Usted se deja
engañar por un ayudante de campo del Emperador.

«Napoleón.»

El ayudante de campo de Bonaparte galopó con esta
carta terrible al encuentro de Murat. Bonaparte, receloso de sus
generales, se dirigió con toda su guardia hacia el templo
de befalls, temeroso de dejar escapar la esperada victima. El
destacamento de cuatro mil hombres de Bagration preparaba
alegremente el fuego, se secaba ante él, se calentaba,
preparaba el rancho, por primera vez al cabo de tres días,
y ni uno de los soldados pensaba ni sabía lo que le
esperaba.

VI

A las cuatro de la tarde, el príncipe
Andrés, que había reiterado con insistencia su
demanda a Kutuzov, se presentó en el campamento de
Bagration. El ayudante de campo de Bonaparte no había
vuelto al destacamento de Murat y el combate no había
empezado aún. Nada se sabía en el destacamento de
Bagration de la marcha general de las cosas, y se hablaba de la
paz sin creer, no obstante, que fuera posible. Hablábase
también de la batalla y también creíasela
inminente. Bagration, que sabía que Bolkonski era el
ayudante de campo favorito y de confianza del general en jefe, le
recibió con una distinción y una benevolencia
singulares. Le dijo que probablemente la batalla
comenzaría aquel día o al siguiente, y le
dejó en absoluta libertad de colocarse a su lado durante
la acción o de ir a la retaguardia para vigilar el orden
durante la retirada, «lo que era también muy
importante».

-Sin embargo, hoy no tendremos acción – dijo
Bagration para tranquilizar al Príncipe, y pensó:
«Si es un cotilla del Estado Mayor enviado a la retaguardia
para obtener una recompensa, la conseguirá igualmente, y
si quiere quedarse a mi lado, que se quede… Si es un valiente,
podrá ayudarme.»

El príncipe Andrés no contestó y
pidió al príncipe Bagration que le autorizara a
recorrer la posición y examinar la situación de las
tropas, con objeto de saber lo que sería conveniente hacer
en el caso en que fueran atacadas. El oficial de servicio, un
muchacho apuesto, vestido elegantemente, con un diamante en el
índice, y que, a propósito, hablaba mal el
francés, se ofreció a acompañar al
Príncipe. Por todas partes veíanse oficiales con
los uniformes chorreando agua, con las caras tristes y la actitud
de quien busca algo que se ha perdido; veíanse
también a muchos soldados que traían del pueblo, a
rastras, puertas, bancos y maderos.

– ¿Ve usted, Príncipe? No se puede hacer
nada con esta gente – dijo el oficial señalando a los
hombres -. Los jefes son demasiado débiles.
Véalos-y señalaba una cantina -; se pasan el
día ahí dentro. Esta mañana los he echado a
todos y ya vuelven a estar. Debemos acercarnos, Príncipe,
y sacarlos de ahí. Es cuestión de un
momento.

– Vamos. Compraré un poco de queso y pan – dijo
el Príncipe, que todavía no había comido
nada.

– ¿Por qué no lo había dicho usted
antes, Príncipe? Yo hubiese podido ofrecerle
algo.

Echaron pie a tierra y entraron en la cantina. Algunos
oficiales, con las caras encendidas y cansados, estaban sentados
ante las mesas comiendo y bebiendo.

-Pero ¿qué es esto, señores?-dijo
el oficial de Estado Mayor con el enojado tono de quien ha
repetido muchas veces la misma frase -. No se pueden abandonar
los puestos de este modo. El Príncipe ha ordenado que
nadie se moviera. Lo digo por usted, capitán-dijo a un
oficial de artillería de baja estatura, sucio, delgado y
que, descalzo, porque había entregado las botas al
cantinero para que se las secara, se levantaba únicamente
con calcetines ante los forasteros, a quienes contemplaba
sonriendo y cohibido.

– ¿No le da a usted vergüenza,
capitán Tuchin? – continuó el oficial de Estado
Mayor -. Me parece que usted, en calidad de artillero,
haría mejor dando otro ejemplo a sus inferiores, y, en
cambio, se presenta aquí sin botas. Cuando se oiga el
toque de alarma, será muy bonito verle en calcetines – el
oficial de Estado Mayor sonrió -. Cada uno a su puesto,
señores – añadió con autoritario
tono.

El príncipe Andrés sonrió
involuntariamente al ver al capitán Tuchin que,
también sonriente y sin decir nada, se apoyaba ora sobre
un pie, ora sobre el otro y miraba interrogadoramente, con sus
grandes ojos bondadosos e inteligentes, tan pronto al
príncipe Andrés como al oficial de Estado
Mayor.

– Los soldados dicen que es más cómodo
andar descalzo – dijo Tuchin sonriendo con timidez y con el deseo
de disimular su turbación con una salida de
tono.

Pero no había terminado aún de hablar –
cuando comprendió que su broma no era bien recibida y
tampoco graciosa. Estaba confuso.

-Haga el favor de retirarse-dijo el oficial de Estado
Mayor procurando aparentar seriedad.

El Príncipe contempló de nuevo la
desmedrada figura del artillero, que tenía algo
extraño y particular, nada marcial, un poco cómico,
pero muy atractivo. El oficial y el Príncipe volvieron a
montar a caballo y se alejaron. Al salir del pueblo, encontrando
y dejando atrás soldados de distintas armas, se dieron
cuenta de que a la izquierda había unas fortificaciones
cubiertas de arcilla roja y fresca, recientemente construidas.
Algunos batallones, en mangas de camisa, a pesar del frío,
movíanse en las trincheras como hormigas blancas. Manos
invisibles lanzaban incesantemente paladas de arcilla roja por
encima de las trincheras. Se acercaron, contemplaron la
fortificación y se alejaron. Tras la trinchera vieron
algunas docenas de soldados que, uno tras otro, salían
afuera. Hubieron de taparse las narices y espolear a los caballos
para salir rápidamente de aquella atmósfera
pestilente.

– He aquí las delicias del campamento,
Príncipe – dijo el oficial de servicio.

Fueron en dirección a la montaña. Desde
allí veíase a los franceses. El príncipe
Andrés se detuvo y comenzó a inspeccionar el
terreno.

– La batería ha sido colocada allí – dijo
el oficial de Estado Mayor señalando el pico -. Es la
batería del oficial de los calcetines. Desde allí
lo veremos todo. Vamos, Príncipe.

– Se lo agradezco mucho, pero no es necesario que me
acompañe. Iré solo – dijo el Príncipe, que
quería deshacerse del oficial -. Por favor, no se
moleste.

VII

El príncipe Andrés, a caballo, se detuvo
para contemplar la columna de humo de un cañón que
acababa de disparar. Sus ojos recorrieron el amplio horizonte.
Vio tan sólo que las masas de soldados enemigos,
inmóviles hasta momentos antes, comenzaban a moverse y
que, a la izquierda, como había sospechado, estaba
emplazada una batería. Aún no se había
disipado el humo sobre este emplazamiento. Dos caballeros
franceses, probablemente dos ayudantes de campo, galopaban por la
montaña al pie de la cual, sin duda para reforzar las
tropas, avanzaba una pequeña columna enemiga, que se
distinguía perfectamente. El príncipe Andrés
volvió grupas y se lanzó al galope en
dirección a Grunt, donde se reuniría con el
príncipe Bagration. Tras él, el cañoneo
hacíase más frecuente y violento. Los rusos
comenzaron a contestar. Abajo, en el lugar donde se entrevistaron
los parlamentarios, tronaban los fusiles.

Lemarrois acababa de llegar al campamento de Murat con
la carta de Bonaparte, y Murat, humillado y deseoso de reparar su
falta, hacía mover rápidamente sus fuerzas con la
intención de atacar el centro de la posición y
rodear los flancos con la esperanza de que antes del anochecer y
de la llegada de Bonaparte desharía al pequeño
destacamento que se encontraba ante él.

«¡Vaya, ya hemos empezado!-pensó el
Príncipe, sintiendo que la sangre afluía más
apresuradamente en su corazón-. ¿Dónde
podré encontrar a Tolon?»

Al pasar ante las compañías que
hacía un cuarto de hora comían el rancho y
bebían aguardiente, vio por doquier los mismos movimientos
rápidos de los soldados, que ocupaban sus posiciones y
escogían los fusiles. En todas las caras brillaba
idéntica animación que él sentía en
su pecho. «Ya ha empezado esto. Es terrible y alegre a la
vez», parecía que dijeran las caras de cada soldado
y cada oficial. Antes de llegar al atrincheramiento que estaban
construyendo, a la claridad de un crepúsculo de un
día nuboso de otoño, percibió a un caballero
que se dirigía hacia él. Éste, cubierto con
un abrigo de cosaco y montando un caballo blanco, no era otro que
el príncipe Bagration. El príncipe Andrés se
detuvo para esperarle, y el otro paró el caballo y,
reconociendo al príncipe Andrés, le saludó
con una inclinación de cabeza. Continuó mirando
ante sí, mientras el ayudante le contaba cuanto
había visto. También la expresión de:
«Ya ha empezado todo esto» leíase en el moreno
rostro del príncipe Bagration, cuyos ojos, medio cerrados,
parecían no mirar a ninguna parte, como si no hubiera
dormido. El príncipe Andrés contempló este
rostro inmóvil con una inquieta curiosidad. Quería
saber si aquel hombre pensaba y sentía y qué era lo
que sentía y pensaba en aquel momento. «¿Hay
algo tras esta cara inmóvil?», se preguntaba el
Príncipe sin cesar en su contemplación. El
príncipe Bagration, con su acento oriental hablaba con
particular lentitud, como si no creyese necesario apresurarse. No
obstante, hizo galopar a su caballo en dirección a la
batería de Tuchin, y el príncipe Andrés se
reunió a los oficiales de la escolta, constituida por el
oficial de servicio, el ayudante de campo personal del
Príncipe, Jerkov, el ordenanza, el oficial de Estado Mayor
de servicio, montado en un hermoso caballo inglés, un
funcionario civil y un auditor que por curiosidad había
pedido autorización para asistir a la batalla. Todos se
acercaron a aquella batería, desde la cual Bolkonski
había estado estudiando el campo de batalla.

– ¿De quién es esta
compañía? – preguntó el príncipe
Bagration al suboficial de guardia que estaba al lado de los
cañones.

En realidad, en vez de hacer esta pregunta
parecía como si quisiera inquirir:
«¿Aquí no tenéis miedo?», y el
artillero lo comprendió.

– Es la compañía del capitán
Tuchin, Excelencia – dijo el interpelado irguiéndose y con
voz alegre. Era un artillero rubio, con la cara cubierta de
pecas.

Poco después, Tuchin informaba al
Príncipe.

– Está bien – dijo Bagration por toda respuesta.
Y, pensando algo, comenzó a examinar el campo de batalla
que se extendía ante él.

Los franceses acercábanse cada vez más a
aquel lugar. De abajo, donde se encontraba el regimiento de Kiev,
y en el lecho del río, oíase el ruido de la
fusilería, y más a la derecha, tras los dragones,
hallábase una columna de franceses que rodeaban uno de los
flancos de las tropas rusas y que había despertado la
atención del oficial de la escolta, y así se lo
daba a entender al Príncipe. A la izquierda estaba
obstruido el horizonte por un bosque vecino. El príncipe
Bagration dio órdenes a los dos batallones centrales para
reforzar el ala derecha. El oficial de la escolta se
atrevió a objetar al Príncipe, diciéndole
que una vez los batallones estuvieran fuera de la posición
quedarían los cañones al descubierto. El
príncipe Bagration le miró fijamente y en silencio
con una mirada vaga. La observación del oficial de la
escolta pareció justa e indiscutible al príncipe
Andrés, pero en aquel momento el ayudante de campo del
jefe del regimiento, que se encontraba abajo, llegó con la
noticia de que enormes contingentes de tropas francesas avanzaban
por la llanura y que el regimiento se había dispersado y
retrocedía para unirse a los granaderos de Kiev. El
príncipe Bagration inclinó la cabeza en
señal de aprobación y de consentimiento. Al paso de
su montura, se dirigió a la derecha y envió al
ayudante de campo a los dragones con la orden de atacar a los
franceses. Pero el ayudante volvió al cabo de media hora y
anunció que el comandante del regimiento de dragones se
había replegado tras el torrente para evitar un
cañoneo concentrado y terrible dirigido a su
posición, por cuanto perdería a los hombres
inútilmente. Por este motivo dio orden a los tiradores de
echar pie a tierra y huir en dirección al
bosque.

– Bien – dijo Bagration.

Mientras se alejaba de la batería en
dirección a la izquierda, también oíanse
tiros en el bosque, y como la distancia hasta el flanco izquierdo
era demasiado grande para poder llegar oportunamente, el
príncipe Bagration envió a Jerkov para que dijera
al general en jefe, aquel mismo que en Braunau mandaba el
regimiento que revistó Kutuzov, que retrocediera tan
rápidamente como le fuera posible y se situase tras el
torrente, ya que el flanco derecho no podría resistir sin
duda demasiado tiempo el empuje del enemigo. Tuchin y el
batallón que le cubría fueron olvidados. El
príncipe Andrés escuchaba atentamente las palabras
que dirigía el príncipe Bagration a los jefes y las
órdenes que daba, y con gran extrañeza suya
veía que en realidad no se daba ninguna orden y que el
Príncipe procuraba dar a todo aquello, que se hacía
por necesidad, por azar o por la voluntad de otros jefes, la
apariencia de actos realizados, si no por orden suya, por lo
menos de acuerdo con sus intenciones. Gracias al tacto que
mostraba el príncipe Bagration. El príncipe
Andrés comprendió que, a pesar del giro que
pudieran tomar los acontecimientos y su independencia con
respecto a la voluntad del jefe, la presencia del general era
importantísima. Los jefes que se acercaban a Bagration con
las caras descompuestas se reanimaban; los soldados y los
oficiales le saludaban alegremente, cobrando nuevos ánimos
en su presencia, y ante él se exaltaba su
coraje.

VIII

Llegado al punto culminante del flanco derecho de las
tropas rusas, el príncipe Bagration comenzó a
descender hacia donde se dejaba oír un continuado fuego y
donde nada se veía, consecuencia de la espesa humareda de
la pólvora. Cuanto más se acercaba al llano,
más difícil se hacía el ver las cosas, pero
más sensible la proximidad del verdadero campo de batalla.
Comenzaron a encontrar heridos: dos soldados llevados en brazos;
uno de ellos tenía la cabeza descubierta y llena de
sangre; del pecho salíale a la boca un estertor y vomitaba
frecuentemente. Sin duda la bala le había destrozado la
boca o la garganta. El otro caminaba solo valientemente, sin
fusil. Gritaba y movía el brazo, donde tenía una
herida reciente, de la que brotaba la sangre sobre el capote como
de una botella. Su cara daba más sensación de
terror que de sufrimiento. Hacía un minuto que
había sido herido.

Después de atravesar la carretera comenzaron a
bajar por el atajo, y en el declive vieron a algunos hombres
tumbados. Encontraron un gran número de soldados, muchos
de los cuales estaban heridos. Subían la montaña
respirando afanosamente, y, a pesar de la presencia del general,
hablaban en alta voz moviendo las manos. Delante, entre el humo,
veíanse los capotes grises colocados en fila, y el
oficial, al ver llegar a Bagration, corrió gritando tras
los soldados que subían en multitud y les hizo retroceder.
Bagration se acercó a la fila donde por un lado y por otro
oíase el rumor de los disparos, que se sucedían
rápidamente y que ahogaban las conversaciones y los gritos
del general. El aire estaba impregnado del humo de la
pólvora. Las caras de los soldados, ennegrecidas ya,
resplandecían de animación. Unos limpiaban los
fusiles con las baquetas, otros los cargaban extrayendo los
cartuchos de las cartucheras, y otros, en fin, disparaban. Pero
¿contra quién tiraban? No era posible verlo a causa
del humo, que el viento era incapaz de barrer. Con frecuencia
oíanse los agradables rumores de un zumbido o de un
silbido.

«¿Qué será esto?-pensaba el
príncipe Andrés al acercarse al grupo de soldados
-. No puede ser un ataque, porque no avanzan. Tampoco pueden
formar el cuadro, por cuanto no es ésta la
formación justa.»

Un viejo delgado, de aspecto enfermizo, el comandante
del regimiento, con una amable sonrisa y con los párpados
medio cerrados sobre sus ojos fatigados por los años, lo
que le daba una dulce expresión, se acercó al
príncipe Bagration y lo recibió como el cabeza de
familia recibe a un querido huésped. Contó al
Príncipe que los franceses habían dirigido un
ataque de caballería contra su regimiento. Que el ataque
había sido rechazado, pero que la mitad de sus soldados
habían muerto. El comandante del regimiento decía
que el ataque había sido rechazado, aplicando este
término militar a lo que le había ocurrido a su
regimiento, pero, realmente, ni él mismo sabía
qué habían hecho sus tropas durante aquella media
hora, y no podía decir con seguridad si la carga
había sido rechazada o el regimiento aniquilado.
Sabía tan sólo que al principio, durante el
cañoneo dirigido contra sus fuerzas, alguien había
gritado: «¡La caballería!», y que los
rusos habían comenzado a disparar. Que habían
disparado hasta entonces y que continuaban tirando
todavía, no contra la caballería, que había
retrocedido, sino contra la infantería francesa, que en
aquel momento disparaba contra los rusos desde la llanura. El
príncipe Bagration bajó la cabeza, como si quisiera
manifestar que la batalla se desarrollaba según lo que
deseaba y suponía. Se dirigió al ayudante de campo
y le dijo que enviase de la montaña dos batallones del
sexto de cazadores, ante los cuales acababan de pasar. El
príncipe Andrés quedóse sorprendido del
cambio que se había operado en el rostro del
príncipe Bagration. Su fisonomía expresaba aquella
decisión concentrada y optimista del hombre que
después de un día caluroso se dispone a lanzarse al
agua y efectúa los últimos preparativos. Sus ojos
ya no parecían adormecidos, ni su mirada vagaba, ni
tampoco su actitud era tan profundamente grave. Sus ojos de
lince, redondeados y resueltos, miraban hacia delante con cierta
solemnidad y con cierto desdén, y, aparentemente, no se
detenían en nada, a pesar de que en este movimiento
todavía hubiese la lentitud y regularidad de antes. El
jefe del regimiento se dirigió al príncipe
Bagration y le suplicó que se alejase de aquel lugar
demasiado peligroso.

– En nombre de Dios, se lo ruego, Excelencia – dijo
tratando de encontrar ayuda entre los oficiales de la escolta,
que volvieron la cara -. Por favor, hagan el favor de mirar — y
los hacía darse cuenta de las balas que zumbaban
constantemente y cantaban silbando en torno a ellos. Hablaba en
tono de súplica huraña, como un leñador que
dijera a su patrón: «Esto, nosotros lo hacemos muy
bien, pero a usted se le llenarían las manos de
ampollas.» Hablaba como si las balas no le pudieran tocar a
él, y sus ojos, entornados, daban a sus palabras un tono
aún más persuasivo. El oficial de Estado Mayor
unió sus exhortaciones a las del jefe del regimiento, pero
el príncipe Bagration no le respondió y se
limitó a ordenar que hiciera cesar el fuego y que se
formaran para dejar sitio al segundo batallón, que estaba
ya cerca. Mientras hablaban, las nubes de humo, que el viento
hacía oscilar de derecha a izquierda y que ocultaban por
completo el valle y la montaña de enfrente, cubierta de
franceses en marcha, se abrieron ante ellos como corridas por una
mano invisible. Todos los ojos se fijaron involuntariamente en
aquella columna de franceses que avanzaba hacia las tropas rusas,
serpenteando por las anfractuosidades del terreno. Podía
ya distinguirse la gorra alta y peluda de los soldados.
Distinguíase a éstos de los oficiales, y
veíase a la bandera flamear al viento.

– Marchan muy bien – dijo alguien de la escolta de
Bagration.

El jefe de la columna llegaba ya al llano. El encuentro
había de efectuarse por aquel lado del declive. El resto
del regimiento ruso que se hallaba en fuego se puso en fila
apresuradamente y se apartó a la derecha. Por
detrás acercábanse, en perfecta formación,
dos batallones del sexto de cazadores. No habían llegado
aún donde se encontraba Bagration, pero oíanse los
pasos lejanos, pesados, cadenciosos, de toda aquella masa de
hombres. Al lado izquierdo de la formación marchaba en
dirección al Príncipe el jefe de la
compañía, un hombre joven y apuesto de redonda
cara, de tímida y satisfecha expresión.
Evidentemente, en aquel instante no pensaba en nada, a
excepción de que iba a desfilar ante su jefe.
Poseído de la ambición de ascender, marchaba
alegremente, moviendo las musculosas piernas como si nadara. Se
erguía sin esfuerzo, y por esta ligereza se
distinguía del paso pesado de los soldados, que marchaban
acordando sus pasos a los de él. Cerca de la pierna
llevaba el sable desnudo, delgado, estrecho, un pequeño
sable curvo que no parecía un arma. Volviéndose
hacia su superior o hacia el lado opuesto, no sin perder el paso,
daba gravemente la media vuelta y parecía que todos sus
esfuerzos estuvieran dirigidos a pasar ante su superior de la
mejor manera posible, y se presentía que había de
considerarse feliz si lo conseguía. «¡A la
izquierda…! ¡A la izquierda…! ¡A la
izquierda!», parecía que dijera a cada paso. Y
siguiendo este compás, el contingente de soldados,
agobiados por el peso de los fusiles y las mochilas, avanzaba, y
cada uno de ellos, después de cada paso, parecía
que repitiese mentalmente: «A la izquierda… A la
izquierda… A la izquierda…» El grueso Mayor,
resoplando, perdía el paso, tropezando con cada matorral.
Un rezagado, jadeante, con el semblante aterrorizado a causa de
su retraso, corría con todas sus fuerzas para alcanzar la
compañía. Una bala, rasgando el aire, pasó
sobre el príncipe Bagration y su escolta, como siguiendo
el compás: «A la izquierda… A la izquierda… A la
izquierda… »

– Apretad las filas – gritó con voz firme el
comandante de la compañía.

Los soldados, describiendo un arco, rodearon algo en el
lugar donde había caído la bala. El viejo
suboficial condecorado, que se había demorado un poco con
los heridos, se unió a su fila; dio un salto para cambiar
el paso, pero tropezó y se volvió con
cólera. «A la izquierda… A la izquierda… A la
izquierda…», y estas palabras parecían
oírse a través del lúgubre silencio y del
rumor de los pies pisando simultáneamente el
suelo.

– Muy bien, hijos míos – exclamó
Bagration.

Las palabras «orgulloso de formar» se oyeron
por toda la fila. El arisco soldado que desfilaba a la izquierda,
al gritar como los demás, dirigió a Bagration una
mirada que parecía decir: «Lo sabemos de
sobra.» Otro, sin volverse, por temor a distraerse,
abría la boca, gritaba y continuaba la marcha. Se dio
orden de detenerse y de sacar las cartucheras. Bagration
recorrió las filas que desfilaban ante él y
echó pie a tierra, entregó las bridas a un cosaco,
se quitó la burka, estiró las piernas y se
compuso la gorra. En lo alto de la loma apareció la
columna francesa con los oficiales a la cabeza.

– Dios nos proteja – dijo Bagration con su voz firme y
clara.

Se volvió al frente y, balanceando los brazos,
con el paso torpe de todo soldado de a caballo, avanzó por
el terreno desigual con aparente dificultad. El príncipe
Andrés sentíase impulsado hacia delante por una
fuerza invencible y experimentaba una gran
alegría.

Los franceses estaban ya muy cerca. El príncipe
Andrés se encontraba al lado de Bagration;
distinguía claramente las charreteras rojas e incluso las
caras de los franceses. Veía perfectamente a un viejo
oficial enemigo que, con las torcidas piernas enfundadas en las
polainas, subía la montaña con grandes esfuerzos.
El príncipe Bagration no dio orden alguna, y, silencioso
siempre, marchaba delante de las tropas. De pronto, del lado de
los franceses partió un tiro, luego otro y después
un tercero. En las filas dislocadas del enemigo se dispersaba el
humo. Comenzaron las descargas. Cayeron algunos rusos, entre
ellos el oficial carirredondo que desfilaba alegremente y con
tantas precauciones. En el mismo momento en que se oyó el
primer disparo, Bagration se volvió para
gritar:

– ¡Hurra! ¡Hurra!

Un grito largo le respondió, un grito que
recorrió todas las líneas rusas. Pasando ante el
príncipe Bagration, pasándose unos a otros, los
rusos, en mezcla confusa, pero alegre y animada, bajaron
corriendo al encuentro de los franceses, cuyas formaciones se
habían roto.

IX

El ataque del sexto de cazadores aseguraba la retirada
del flanco derecho. En el centro de la posición, la
olvidada batería de Tuchin, que había conseguido
incendiar Schoengraben, paraba el movimiento enemigo. Los
franceses se dirigieron a apagar el fuego, que el viento
propagaba, y esto dio tiempo para preparar la retirada. En el
centro de la posición, la retirada, a través de los
torrentes, se efectuaba con prisa y con estrépito, pero
las tropas se replegaban en buen orden. No obstante, en el flanco
izquierdo, formado por los regimientos de infantería de
Azov, Podolia y los húsares de Pavlogrado, habían
sido atacados y rodeados a la vez por las fuerzas más
considerables mandadas por Lannes. De un momento a otro
parecía seguro su aniquilamiento. Bagration envió a
Jerkov al comandante que mandaba el flanco, con la orden de
retroceder a toda prisa. Jerkov, valientemente, sin separar la
mano del quepis, picó espuelas y se lanzó al
galope, pero en cuanto se encontró a cierta distancia de
Bagration, sus fuerzas le abandonaron y un terror pánico
se apoderó de su espíritu, impidiéndole ir
hacia el peligro.

El escuadrón en que servía Rostov, el cual
a duras penas había tenido tiempo de montar a caballo,
estaba parado ante el enemigo. Otra vez, como en el puente del
Enns, no había nadie entre el escuadrón y el
enemigo. No había nada sino aquella misma terrible
línea de lo desconocido y del miedo, parecida a la
línea, que separa a los vivos de los muertos, y las
preguntas «la pasarán o no» y
«cómo» les trastornaban.

El coronel se acercó al frente y respondió
con cólera a las preguntas de los oficiales, como un
hombre desesperado de tener que dar una orden cualquiera. Nadie
decía nada en concreto, pero en el escuadrón
circulaba el rumor de un ataque próximo. El mando dio una
orden. Inmediatamente prodújose un rumor de sables al
desenvainarse, pero aún no se movía nadie. Las
tropas del flanco izquierdo, la infantería y los
húsares comprendían que ni los mismos jefes
sabían qué hacer, y la indecisión de
éstos se transmitía a las tropas.

«Aprisa, aprisa. Tanto como se pueda»,
pensaba Rostov, comprendiendo que, por último,
había llegado el momento de experimentar la emoción
del ataque, esa emoción de la que tanto habían
hablado sus compañeros húsares.

-Con la ayuda de Dios, hijos míos – gritó
la voz de Denisov -. Al trote… Marcha…

En las filas delanteras ondularon las grupas de los
caballos. Gratchik arrancó, como los
demás. A la derecha, Rostov veía las primeras filas
de sus húsares, y, un poco más lejos, hacia
delante, una línea oscura que no podía definir pero
que suponía era la línea enemiga. Oyéronse
dos disparos.

– ¡Acelerad el trote! – ordenó una
voz.

Y Rostov sintió que su caballo contraía
las patas y se lanzaba al galope. Presentía todos estos
movimientos y cada vez estaba más alegre. Vio ante
sí un árbol aislado. Momentáneamente, este
árbol estaba en el centro de aquella línea que
parecía tan terrible, pero la línea había
sido atravesada y no solamente no había en ella nada de
terrible, sino que cuanto más avanzaba, más alegre
era todo y más animado se sentía.

«Le daré un buen golpe», pensó
Rostov empuñando valerosamente el sable.

– ¡Hurra! – gritaban las voces en torno
suyo.

«Que caiga uno ahora en mis manos», pensaba
Rostov, espoleando a Gratchik, suelta la brida, con
ánimo de pasar ante los demás. Veíase ya
claramente al enemigo. De pronto, algo como una enorme escoba
fustigó al escuadrón. Rostov levantó el
sable dispuesto a dejarlo caer, pero en aquel momento el soldado
Nikitenk, que galopaba ante él, se desvió, y
Rostov, como en un sueño, sintió que continuaba
galopando hacia delante con una rapidez vertiginosa y que, sin
embargo, no se movía de su sitio. Un húsar a quien
conocía se le acercó corriendo por detrás y
le miró severamente. El caballo del húsar se
encabritó y después continuó el
galope.

«¿Qué ocurre? ¿Qué es
esto? ¿Por qué no avanzo? He caído. Me han
matado», se preguntaba y respondía a la vez. Estaba
solo en medio del campo. En lugar de caballos galopando y de
espaldas de húsares en torno suyo veía tan
sólo la tierra inmóvil y la niebla de la llanura.
Debajo de él sentía correr la sangre
caliente.

«No estoy herido. Han matado a mi caballo.»
Gratchik se levantó sobre las patas delanteras,
pero cayó inmediatamente sobre las piernas del jinete.
Caía la sangre de la cabeza del caballo, que se
debatía pero que no podía levantarse. Rostov
también quiso erguirse, pero volvió a caer. El
sable se le había enredado en la silla.

«¿Dónde están los nuestros?
¿Dónde los franceses?» No lo sabía, no
había nadie en torno suyo. Cuando pudo soltarse la pierna
se levantó. «¿Dónde está la
línea que separaba claramente a ambos
ejércitos?», se preguntó, sin poder
contenerse. «¿Ha ocurrido algo malo? Accidentes como
éste son corrientes, pero ¿qué hay que hacer
cuando ocurren?», se preguntaba mientras se levantaba. Y en
aquel momento algo le tiraba del brazo izquierdo adormecido.
Parecía que la mano no fuera suya. La examinó
inútilmente, buscando sangre. «¡Ah! Veo
hombres. Ellos me ayudarán», pensó
alegremente viendo a gente que corría hacia donde
él se hallaba. Alguien, con una gorra extraña y un
capote azul, sucio, con una nariz aquilina, corría delante
de aquellos hombres. Detrás corrían otros dos y
después muchos más todavía. Uno de ellos
pronunció unas palabras, pero no en ruso. Entre unos
hombres parecidos a aquellos, cubiertos con la misma gorra y que
les seguían encontrábase un húsar ruso. Le
llevaban cogido por detrás, con las manos, y
conducían su caballo de la brida.

«Seguramente un prisionero de los nuestros…,
sí… ¿También me cogerán a
mí? ¿Quiénes son estos hombres? »
Miraba a los franceses, que se acercaban a él;
hacía pocos segundos se había lanzado contra ellos
para aniquilarlos y su proximidad le pareció tan terrible
que se resistía a creer lo que veía.

«¿Quiénes son? ¿Por
qué corren? ¿Por mí? ¿Corren por
mí? ¿Y por qué? ¿Para matarme?
¿A mí, a quien todos quieren tanto? »
Recordó el amor que le profesaba su madre, su familia, sus
amigos, y la intención de sus enemigos de matarle le
parecía mentira. «Sí, de veras. Vienen a
matarme. » Permaneció de pie más de diez
segundos, sin moverse, no comprendiendo su situación. El
francés de nariz aquilina, el primero, estaba tan cerca
que ya se distinguía la expresión de su rostro. La
fisonomía roja, extraña, de aquel hombre que, con
la bayoneta calada, corría hacia él conteniendo la
respiración, le heló la sangre en las venas.
Sacó la pistola y en lugar de dispararla se la
arrojó al francés y con todas sus fuerzas
corrió hacia los matorrales. No corría con aquel
sentimiento de duda y lucha que experimentó en el puente
de Enns, sino con el miedo con que la liebre huye de los galgos.
Un sentimiento de invencible miedo por su vida, joven y feliz,
que llenaba totalmente su existencia, le animaba, saltando a
través de las matas con la agilidad con que en otro tiempo
corría cuando jugaba al gorielki, sin girar un solo
momento su rostro pálido, bondadoso y joven y sintiendo en
la espalda un estremecimiento de terror. «Es mejor no
mirar», pensaba, pero al llegar cerca de los matorrales se
volvió. Los franceses perdían distancia, incluso
aquel que le perseguía más de cerca, que se
volvió y gritó algo a los compañeros que le
seguían. Rostov se detuvo. «No, no es esto –
pensó -No es posible que quieran matarme. » El brazo
izquierdo le pesaba como si colgase de él un peso de
cuatro libras. No podía correr más. También
el francés se había detenido. Apuntó. Rostov
cerró los ojos y se agachó. Pasó una bala
ante él, zumbando. Con un esfuerzo supremo se cogió
la mano izquierda con la derecha y corrió hacia los
matorrales. Tras ellos había tiradores rusos.

X

Los regimientos de infantería, atacados
inesperadamente, huían del bosque, y en una mezcla de
compañías se alejaban con gran desorden. Un soldado
pronunció con terror una frase que no tiene sentido
alguno, pero que en la guerra es terrible: «¡Nos han
copado!» Y la frase se comunicó a todos con un
estremecimiento de espanto.

«¡Rodeados! ¡Copados!
¡Perdidos!», gritaban las voces con pánico.
Inmediatamente, el comandante del regimiento oyó las
descargas y los gritos, comprendió que algo terrible le
sucedía a su regimiento, y la idea de que él, el
oficial modelo, que llevaba muchos años de servicio sin
que nunca se le hubiera hecho una sola observación,
podía ser ante su jefe tildado de negligente o de haber
faltado al orden, le turbó tanto que, olvidando
instantáneamente al indisciplinado coronel de
caballería y su importancia de general, y más que
nada el peligro y el instinto de conservación,
cogióse a la silla y espoleando a su caballo galopó
hacia el regimiento, bajo una lluvia de balas que, por fortuna,
caían más lejos de él. Tan sólo
quería una cosa: saber qué era lo que
ocurría, ayudar, costase lo que costara, y corregir la
falta, si él había sido su causa, eliminando su
culpa, la de un oficial modelo que en veinte años de
servicio no había cometido una sola falta. Por milagro
pasó ante los franceses, se acercó al campamento,
detrás del bosque, a través del cual corrían
los rusos, y sin preocuparse de nada bajó al galope la
montaña. El momento de vacilación moral que decide
la suerte de las batallas había llegado.
¿Escucharían los soldados la voz de su comandante o
se volverían contra él y correrían
más lejos? A pesar del grito desesperado del jefe del
regimiento, tan terrible en otro tiempo para los soldados, a
pesar de la cara feroz del comandante, enrojecida y desfigurada,
a pesar de la agitación de su sable, los soldados
huían, hablaban, disparaban al aire y no obedecían
orden alguna. La vacilación moral que decide la suerte de
las batallas poníase, evidentemente, de parte del
miedo.

El general enronquecía de tanto gritar y a causa
del humo de la pólvora. Se detuvo, desesperado. Todo
parecía perdido. No obstante, en aquel momento, los
franceses, que perseguían a los rusos, de pronto, sin
causa aparente que lo motivara, echaron a correr y en el bosque
aparecieron los tiradores rusos. Era la compañía de
Timokhin, la única que se había mantenido
ordenadamente en el bosque y que, escondida en la trinchera,
cerca de la entrada del bosque, atacaba violentamente a los
franceses. Timokhin se lanzó sobre el enemigo con un grito
tan feroz, con una audacia tan loca y blandiendo el sable como
única arma, que el enemigo, sin tiempo para rehacerse,
arrojaba las arenas y huía. Dolokhov, que corría al
lado de Timokhin, mató a un francés casi a
quemarropa, y antes que nadie cogió por el cuello del
uniforme a un oficial, que se rindió. Los fugitivos,
rehechos, volvían a sus puestos. Los batallones
rehacían sus formaciones, y los franceses, que
habían conseguido dividir en dos las tropas del flanco
izquierdo, eran rechazados momentáneamente. Las reservas
tuvieron tiempo de llegar y los fugitivos se detuvieron. El jefe
del regimiento estaba cerca del puente con el Mayor Ekonomov. Se
adelantaban a ellos las compañías que habían
retrocedido cuando, de pronto, un soldado se agarró al
estribo y casi se le apoyó en la pierna. El soldado
vestía un capote de paño azul, pero no llevaba ni
gorra ni mochila. Tenía la cabeza vendada y colgaba de sus
hombros una cartuchera francesa. Tenía en las manos una
espada francesa también. Estaba pálido; sus azules
ojos miraban con descaro al rostro del comandante y
sonreía su boca. A pesar de que el comandante estaba
ocupado dando órdenes al Mayor Ekonomov, no podía
dejar de percatarse de la presencia de aquel soldado.

– Excelencia, he aquí dos trofeos – dijo Dolokhov
mostrando la espada y la cartuchera -. He hecho prisionero a un
oficial y lo tengo arrestado en la
compañía.

Dolokhov jadeaba de fatiga y hablaba
entrecortadamente.

– Toda la compañía lo ha visto. Le ruego
que lo recuerde, Excelencia.

– Bien, bien – dijo el comandante, y se dirigió
al Mayor Ekonomov. Pero Dolokhov no se movía. Se
desató el pañuelo que le vendaba la cabeza y
mostró la sangre pegada a sus cabellos.

– Una herida de bayoneta. No me he movido de la fila.
Recuérdelo, Excelencia.

XI

El viento se calmaba. Las nubes negras que pasaban bajas
sobre el campo de batalla en el horizonte se confundían
con el humo de la pólvora. En dos lugares aparecieron
más claros entre la oscuridad los resplandores del
incendio. Se debilitó el cañoneo, pero el ruido de
los disparos de fusil en la retaguardia y a la derecha continuaba
cada vez más cercano. Cuando Tuchin, con sus
cañones, pasando sobre los heridos, salió del fuego
y se dirigió al torrente, encontró a los jefes y a
los ayudantes de campo, entre los que se encontraban el oficial
de Estado Mayor y Jerkov, que le habían sido enviados dos
veces y que ni una sola de ellas habían podido llegar a la
batería. Todos, interrumpiéndose unos a otros,
daban y transmitían las órdenes por el camino que
se había de emprender, y todos le hacían reproches
y observaciones. Tuchin no dio orden alguna, y en silencio,
temeroso de hablar, porque a cada palabra, sin saber por
qué motivo, le venían ganas de llorar, iba
detrás de todos montado en su mula. Aun cuando
había sido dada la orden de abandonar a los heridos,
algunos arrastrábanse tras las tropas, suplicando que los
colocaran sobre los cañones. Un bravo oficial de
infantería yacía con una bala en el vientre sobre
la cureña de Matvovna. Al salir de la montaña, un
suboficial de húsares, muy pálido, que se
sostenía una mano con la otra, se acercó a Tuchin y
le pidió que le dejara sentarse.

– Capitán, por el amor de Dios, me han herido en
el brazo – suplicaba tímidamente -. Por el amor de Dios,
no puedo caminar más. – Evidentemente, aquel suboficial
había pedido muchas veces permiso para sentarse y siempre
le había sido negado. Con voz tímida y vacilante
suplicaba -: Ordene que me siente, por el amor de
Dios.

– Siéntate, siéntate – dijo Tuchin -.
Tío, dale tu capote – dijo a su soldado favorito -.
¿Dónde está el oficial herido?

– Lo han abandonado. Estaba muerto – replicó
alguien.

– Siéntate, siéntate, amigo,
siéntate. Pon tu cabeza, Antonov…

El suboficial era Rostov. Con una mano se
sostenía la otra. Estaba pálido y un temblor febril
le movía la barbilla. Lo colocaron sobre
Matvovna, el mismo cañón del cual
habían quitado al oficial muerto. El capote que le
ofrecieron estaba sucio, lleno de sangre que manchó el
pantalón y el brazo de Rostov.

– ¿Qué hay, querido? ¿Dónde
le han herido? – preguntó Tuchin acercándose al
cañón donde Rostov estaba sentado.

– No, es una contusión.

-Entonces, ¿de quién es esta sangre de la
cureña?

– Del oficial, Excelencia – replicó un artillero,
limpiando la sangre con la manga del capote, como
excusándose por la suciedad del arma.

Con penas y fatigas, ayudado por la infantería,
habían podido hacer pasar los cañones por la
montaña y llegar al pueblo de Gunthersdorf, donde se
detuvieron. Era tan oscura la noche que se hacía imposible
distinguir a dos pasos el uniforme de los soldados. El tiroteo
comenzaba a calmarse. De pronto, hacia la derecha,
oyéronse de nuevo gritos acompañados de descargas.
Brillaban los disparos en la oscuridad. Era el último
ataque de los franceses, al que respondían los soldados
desde las ventanas de las casas del poblado. De nuevo todos se
precipitaron hacia el pueblo, pero los cañones de Tuchin
no se podían mover, y los artilleros, Tuchin y Rostov se
miraron en silencio, abandonándose a su suerte. Las
descargas cesaron. Por una calle adyacente aparecieron soldados
que hablaban con animación.

– ¡Petrov! ¿Vives todavía? –
preguntó uno.

– Les hemos sentado las costuras, hermano. No
tendrán ganas de volver – decía otro.

– No se ve nada.

– ¿Dicen que han tirado contra los
suyos?

– Esto está como la boca de un lobo.

– ¿No hay nada que beber?

De nuevo habían sido rechazados los franceses.
Entre la oscuridad más absoluta, los cañones de
Tuchin, protegidos por la bulliciosa infantería, marchaban
de nuevo a algún sitio. En la oscuridad, como un
río invisible y tenebroso que corriera siempre en la misma
dirección, oíanse las conversaciones, el ruido de
los zapatos y las ruedas. En medio del clamor general, a
través de todos los demás ruidos, el más
claro, el más perceptible, era el gemir de los heridos.
Parecía que llenasen todas las tinieblas, que rodeasen a
las tropas. Gemidos y tinieblas se confundían en aquella
noche. Momentos después, la emoción
estremeció a la multitud que avanzaba. Alguien, montado en
un caballo blanco, pasó, seguido de una escolta, y al
pasar pronunció unas palabras.

– ¿Qué ha dicho? ¿Hacia
dónde vamos? ¿Hemos de detenernos? ¿Ha dicho
que estaba contento?

Las más afanosas preguntas llovían de
todas partes, y la masa movediza comenzó a atascarse,
debido a que, evidentemente, se paraban los que iban delante.
Circulaba el rumor de que había sido dada la orden de
detenerse, y todos lo hicieron en medio de la carretera fangosa.
Se encendieron las hogueras. La conversación se hizo
más perceptible. El capitán Tuchin, después
de dar órdenes a la compañía, envió a
un soldado en busca de la ambulancia o de un médico para
el suboficial, y después se sentó al lado del fuego
que los soldados habían hecho en medio de la carretera.
Rostov se arrastró también a su lado. Un temblor
febril, ocasionado por el dolor, el frío y la humedad,
sacudía todo su cuerpo. Se apoderaba de él un
sueño invencible, pero el dolor de la mano lesionada, que
no sabía dónde posarse, le impedía dormir.
Tan pronto cerraba los ojos o miraba al fuego, que le
parecía resplandeciente y acogedor, como contemplaba la
figura curva y desmedrada da Tuchin, sentado a la turca a su
lado. Los enormes, bondadosos e inteligentes ojos de Tuchin le
miraban con lástima y compasión. Comprendía
que Tuchin deseaba con toda su alma auxiliarlo, pero que nada
podía hacer. De todas partes llegaba el rumor de los pasos
y las conversaciones de la gente de a pie y de a caballo, que se
instalaba por los alrededores. El sonido de las voces, de las
herraduras de los caballos que chapoteaban en el fuego, el
chisporroteo próximo o lejano de la leña,
mezclábanse en un murmullo flotante. Ahora ya no era como
antes el río invisible que corría en las tinieblas.
Se había convertido en un mar oscuro que se calmaba,
tembloroso, después de la tempestad. Rostov miraba y
escuchaba sin comprender nada de todo cuanto sucedía ante
sí o en torno suyo. Un soldado de infantería se
acercó al fuego, se agachó sobre las puntas de los
zapatos, bajó las manos sobre las llamas y movió la
cara.

– ¿Me permite, Excelencia? – dijo
dirigiéndose interrogadoramente a Tuchin -. He perdido la
compañía, Excelencia, y no sé dónde
está. Ha sido una desgracia.

Con el soldado se acercó un oficial de
infantería con una mejilla vendada y, dirigiéndose
a Tuchin, le pidió que hiciera retroceder un poco los
cañones para dejar paso a los carros de bagaje.
Detrás del mando de la compañía
corrían dos soldados en dirección al fuego. Se
injuriaban y disputaban desesperadamente por arrancarse un zapato
de las manos.

– ¡Sí, vaya! ¡Todavía
pretenderás ser tú quien lo haya encontrado!
¡Dámelo, ladrón!-gritaba uno de ellos con voz
ronca.

Después se acercó un soldado delgado,
pálido, que tenía vendado el cuello con unas tiras
de tela empapada en sangre. Con irritada voz pidió agua a
los artilleros.

– ¿Hemos de morir como perros? –
preguntaba.

Tuchin ordenó que le dieran agua. Inmediatamente
llegó corriendo un soldado, muy alegre, que pidió
fuego para la infantería.

– ¡Fuego para la infantería! ¡Que os
vaya bien, buena gente! El fuego que nos dais os lo devolveremos
con creces – dijo, llevándose un tizón encendido en
medio de la oscuridad.

Después de él pasaron ante el fuego cuatro
soldados que llevaban algo pesado en un capote. Uno de ellos
tropezó.

– ¡Maldita sea! ¡Han derramado la
leña por la carretera! – murmuró uno.

– Si está muerto, ¿por qué lo hemos
de llevar? – dijo otro.

– Anda, sigue adelante.

Y desaparecieron los cuatro con su carga en la
oscuridad.

– ¿Qué? ¿Le duele? –
preguntó Tuchin en voz baja a Rostov.

– Sí.

– Excelencia, que vaya a ver al general. Está
aquí, en la isba – dijo un artillero que se acercó
a Tuchin.

– Ahora voy, amigo.

Tuchin se levantó y se alejó del fuego,
ajustándose la ropa. No lejos de la hoguera de los
artilleros, en la isba que había sido habilitada
expresamente para Bagration, hallábase el Príncipe
ante la cena, hablando con algunos jefes que se habían
reunido con él. Hallábase entre ellos el viejo
desmedrado de ojos casi cerrados, que roía
ávidamente un hueso de carnero; un general, con
veintidós años de servicio, irreprochable, colorado
por la cena y el aguardiente. El oficial de Estado Mayor se
dormía. Jerkov miraba inquieto en torno suyo, y el
príncipe Andrés estaba pálido, con los
labios apretados y los ojos brillantes de fiebre. En un patio de
la isba había una bandera tomada a los franceses, y el
auditor, con cara de inocencia, tocaba la tela y movía la
cabeza con admiración, quizá porque, en efecto, se
interesaba por aquella bandera, o porque le molestaba ver que en
la mesa faltaba un cubierto para él. El coronel
francés que el dragón había hecho prisionero
encontrábase en una isba cercana. Los oficiales rusos se
afanaban para verle. El príncipe Bagration dio las gracias
a los jefes y les preguntó pormenores de la acción
y de las pérdidas sufridas. El jefe del regimiento de
Braunn explicaba al Príncipe que en cuanto comenzó
la acción retrocedió hacia el bosque, reuniendo
allí a los soldados entretenidos en hacer acopio de
leña, y con dos batallones se habían lanzado a la
bayoneta contra los franceses, consiguiendo
dispersarlos.

– Cuando me di cuenta, Excelencia, de que el primer
batallón estaba deshecho, me detuve pensando:
«Dejaré ahora a éstos y ya encontraré
al enemigo cuando la batalla llegue a su punto culminante.»
Y esto ha sido todo.

El comandante del regimiento quería haber hecho
esto mismo. Le molestaba tanto no haberlo podido hacer que
llegó a creerse que había sucedido todo como
él decía, y quién sabe si realmente
había ocurrido así. ¿Acaso era posible
saber, en medio de todo aquel desorden, qué era lo que
había ocurrido y lo que no se había
hecho?

– También he de hacer notar a Vuestra Excelencia
– continuó, recordando la conversación de Dolokhov
con Kutuzov y su última entrevista con el degradado – que
el soldado degradado, ante mí, ha hecho prisionero a un
oficial francés y se ha distinguido muy
particularmente.

– En el intermedio, Excelencia, he visto el ataque del
regimiento de Pavlogrado – intervino Jerkov mirando en torno suyo
con inquietud. En todo aquel día no había visto ni
poco ni mucho a los húsares, y únicamente
había oído hablar de ellos a un oficial de
infantería -. Han aniquilado a dos cuadros,
Excelencia.

Algunos sonrieron al oír las palabras de Jerkov,
creyendo que bromeaba, como de costumbre, pero al ver que su
relato era también glorioso para las armas rusas en
aquella jornada, adoptaron una grave expresión a pesar de
que muchos de los allí presentes sabían que las
explicaciones de Jerkov eran pura fábula. El
príncipe Bagration se dirigió al viejo
coronel.

– Les doy las gracias a todos, señores. Todas las
armas: infantería, artillería, y caballería,
se han comportado heroicamente. ¿Cómo han quedado
abandonados dos cañones? – preguntó, buscando a
alguien con los ojos, y no se refería a los cañones
del flanco izquierdo, porque sabía que desde el comienzo
de la acción todos aquellos cañones habían
sido abandonados -. Creo que ya se lo he preguntado a usted –
dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.

– Uno de ellos estaba destruido – respondió el
oficial de servicio -, y el otro… No puedo comprenderlo. Estuve
allí casi todo el tiempo que duró la acción.
Di las órdenes y desde que me fui… Cierto es que la
refriega era allí muy dura – añadió
modestamente.

Alguien dijo que el capitán Tuchin estaba cerca
del fuego y se le había ido a buscar.

– Sí, usted estaba allí abajo – dijo el
príncipe Bagration al príncipe
Andrés.

– Ciertamente. Por poco nos encontramos – dijo el
oficial de servicio sonriendo amablemente a Bolkonski.

– No he tenido el placer de verle – replicó
fríamente el príncipe Andrés.

Todos callaron. En el umbral de la puerta
apareció Tuchin, que asomaba tímidamente tras la
espalda de los generales. Al entrar en la estrecha isba, confuso,
como siempre que se encontraba ante sus superiores, no se dio
cuenta del asta de la bandera y tropezó con ella. Algunos
de los que allí estaban se echaron a
reír.

– ¿Cómo es que uno de los cañones
ha sido abandonado? – preguntó Bagration frunciendo el
entrecejo, tanto por el capitán como por los suyos, entre
los cuales Jerkov se distinguía por su risa.

Ahora, en presencia de los demás, Tuchin
representábase por primera vez todo el horror de su crimen
y la vergüenza de haber perdido dos cañones, quedando
él con vida. Había estado tan emocionado hasta
aquel momento que no había tenido tiempo de pensar en todo
aquello. Las risas de los oficiales todavía le turbaron
más. Ante Bagration, el labio inferior le temblaba. A
duras penas pudo decir:

– No lo sé…, Excelencia… No disponía
de bastantes hombres, Excelencia…

– ¿Y no podía usted echar mano de tropas
auxiliares?

Tuchin no respondió diciendo que no
existían las tales tropas auxiliares, con todo y ser
verdad. Diciendo esto temía «comprometer» a
algún jefe, y, silencioso, con los ojos inmóviles,
contemplaba fijamente a Bagration, del mismo modo que el escolar
que no sabe qué contestar mira a los ojos de su
examinador.

La pausa fue muy larga. El príncipe Bagration,
que visiblemente no deseaba ser severo, no sabía
qué decir. Los demás no se atrevían a
mezclarse en la conversación. El príncipe
Andrés miró a Tuchin de reojo y sus manos se
agitaron nerviosamente.

– Excelencia – dijo el príncipe Andrés con
su voz seca y quebrando el silencio -, se dignó usted
enviarme a la batería del capitán Tuchin. Fui y
encontré a las dos terceras partes de los hombres y de los
caballos muertos, dos cañones rotos y ninguna tropa
auxiliar.

El príncipe Bagration y Tuchin contemplaban con
igual fijeza a Bolkonski, que hablaba con modestia y
emoción.

– Si me permite, Excelencia, que exprese mi propia
opinión – continuó -, diré que la mayor
parte del éxito de esta jornada la debemos a esa
batería, a la firmeza heroica del capitán Tuchin y
a sus hombres.

Y sin esperar respuesta, el príncipe
Andrés se levantó y se alejó de la mesa. El
príncipe Bagration miró a Tuchin. Veíase
claramente que no quería poner en duda el juicio de
Bolkonski y que, por otra parte, le era imposible creerlo en
absoluto. Inclinó la cabeza y dijo a Tuchin que
podía retirarse. El príncipe Andrés
salió tras él.

– ¡Ah, gracias, querido! ¡Me ha salvado
usted! -le dijo Tuchin.

El príncipe Andrés le miró y se
alejó sin pronunciar palabra. Estaba triste y disgustado.
Todo aquello era tan distinto y tan extraño de como lo
había imaginado…

Tercera
parte

I

En Moscú, Pedro cayó en manos del
príncipe Basilio, que se las ingenió para que le
dieran el nombramiento de gentilhombre de cámara, lo que
equivalía entonces al título de consejero de
Estado, e insistió para que fuese con él a San
Petersburgo y se instalase en su casa. Como por casualidad, el
príncipe Basilio hacía todo lo necesario para casar
a Pedro con su hija. Si hubiese imaginado sus planes
prematuramente, no hubiera podido proceder con tanta naturalidad
ni hubiese sabido encontrar aquella sencillez familiar en sus
relaciones con los hombres situados por encima o por debajo de
él. Algo extraño le atraía hacia los hombres
más poderosos o más ricos que él, y estaba
dotado del raro talento de encontrar el instante que necesitaba o
del que podía aprovecharse.

Pedro, de una forma absolutamente inesperada, se
había enriquecido y convertido en conde Bezukhov y
después de su soledad reciente y de su
despreocupación sentíase de tal modo atareado y
rodeado de gente, que tan sólo en el lecho podía
permanecer a solas consigo mismo. Había de firmar papeles,
frecuentar las oficinas administrativas, cuya importancia no
comprendía, interrogar con respecto a una a otra cosa a su
primer intendente, visitar su finca cercana a Moscú,
recibir a una cantidad de personas que en otra época ni
siquiera quisieron saber que existía y que ahora se
hubieran sentido molestas y ofendidas si él no las hubiese
podido recibir. Todas estas personas, hombres de negocios,
parientes, relaciones, se sentían igualmente bien
dispuestas y amables para con el joven heredero. Todos, evidente
e indiscutiblemente, estaban convencidos de las altas cualidades
de Pedro.

A principios del invierno de 1805, el joven
recibió de Ana Pavlovna el habitual billete color de rosa,
invitación a la que se habían añadido estas
palabras: «Encontrará usted en casa a la bella
Elena, que nadie se cansaría de ver.» Al leer esto,
Pedro comprendió por primera vez que entre él y
Elena nacía un lazo reconocido por las demás
personas, y este pensamiento, con todo y atemorizarle un poco y
darle la sensación de imponerle un deber que él no
podía cumplir, le gustaba como una divertida
suposición.

Fue recibida por Ana Pavlovna con una tristeza que
evidentemente dedicaba a la reciente pérdida que
había aquejado al joven heredero: la muerte del conde
Bezukhov.

Luego le dijo:

-Tengo un plan para usted esta noche.

Y, mirando a Elena, sonrió.

– ¿No la encuentra usted encantadora? –
añadió, señalando a la majestuosa beldad que
se alejaba-. ¡Qué figura! ¡Y qué tacto!
¡Qué maneras más artísticas de
comportarse, en una muchacha! Esto nace del corazón.
¡Dichoso quien la consiga! Con ella, el marido menos
mundano ocupará, a pesar suyo, la situación
más brillante. ¿No lo cree usted así?
Únicamente querría saber su parecer.

Y le dejó marchar. Pedro respondió
afirmativamente, con toda franqueza, a la pregunta de Ana
Pavlovna con respecto al arte de Elena de moverse en sociedad. Si
alguna vez se le ocurría pensar en Elena, era precisamente
por su belleza y su talento sosegado y extraordinario para
permanecer digna y silenciosa en una velada.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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