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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 5)



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Elena recibió a Pedro con aquella sonrisa clara y
hermosa que usaba para con todos. Pedro estaba tan acostumbrado a
ella, y expresaba tan poco para él, que no le
prestó atención.

Como en todas las veladas, Elena lucía un vestido
muy escotado, tanto por el pecho como por la espalda,
según la moda de la época. Su busto, que a Pedro
siempre le había parecido de mármol, estaba tan
cerca de él que, involuntariamente, con sus ojos miopes,
distinguía la gracia viva de sus hombros y del cuello, que
se encontraban tan cerca de sus labios que con sólo
acercarse un poco hubiera podido besarla. Sentía la
tibieza de su cuerpo, el hálito de sus perfumes, el crujir
del corsé a cada movimiento. No veía la beldad
marmórea que se acordaba a la gracia del traje, sino que
veía y sentía toda la seducción de su cuerpo
cubierto tan sólo por el vestido. Y una vez se hubo dado
cuenta de esto, ya no pudo ver nada más, del mismo modo
que es imposible caer en error una vez demostrado.

«Así, pues, ¿hasta ahora no se ha
dado usted cuenta de que soy hermosa?», parecía que
le dijera Elena. «¿No se había usted dado
cuenta de que soy una mujer?», decía su mirada. Y en
aquel momento Pedro sentía que no solamente Elena
podía ser su mujer, sino que lo había de ser, y que
no podía ocurrir de otro modo. En aquel momento estaba tan
seguro de ello como si se encontrase a su lado al pie del altar.
Sí, exactamente. Pero ¿cuándo? No lo
sabía. No estaba seguro de ello ni poco ni mucho, pero en
el fondo tenía la seguridad de que se
realizaría.

Pedro bajaba y levantaba los ojos, y de nuevo
volvía a verla tan lejana, tan extraña para
él como la vio antes cada día. Pero le era
imposible. No podía. Lo mismo que el hombre que a
través de la niebla confunde una mata con un árbol,
después de haber visto que realmente era una mata, no
puede ya creer que sea un árbol. Ella estaba muy cerca de
él. Ya ejercía sobre él su dominio. Entre
los dos no había obstáculo alguno, fuera de lo que
pusiera su voluntad.

Cuando llegó a su casa y se acostó, Pedro
tardó mucho tiempo en dormirse, pensando en lo que
había ocurrido. ¿Y qué era esto? Nada. Tan
sólo que una mujer a la que conocía de niña
y de quien, cuando alguien le decía que era una belleza,
contestaba discretamente: «Sí, es bonita…»,
tan sólo que aquella mujer, Elena, podía llegar a
ser su esposa.

«Pero no es muy inteligente. Yo mismo lo he dicho
– pensaba -. Hay algo malo en el sentido que ha despertado en
mí, algo que no está bien. Me han dicho que su
hermano Anatolio estaba enamorado de ella; que ella lo estaba de
él; que ha habido algo feo entre los dos; que hay que
alejar a su hermano… Este Hipólito… Su padre… El
príncipe Basilio… No está bien, vaya…»
Pero mientras hablaba así – una de esas conversaciones que
se hacen inacabables -. sentíase contento y satisfecho de
que una serie de razonamientos sucediese a los primeros, y a
pesar de comprobar la nulidad de Elena, pensaba en la posibilidad
de que se convirtiera en su mujer, que pudiera quererlo, que
fuese totalmente distinta de como él la conocía y
que todo lo que había pensado y sentido pudiera ser falso.
Y de nuevo no veía a la hija del príncipe Basilio,
sino su cuerpo cubierto solamente por un vestido gris.
«Pero no. ¿Cómo es que esta idea no se me
había ocurrido antes?» Y sin vacilar se decía
que era imposible, que aquel casamiento sería algo
desagradable e incluso indecente. Recordaba sus frases y sus
juicios de antes, las palabras y las miradas de todos los que le
observaban, y también las palabras y miradas de Ana
Pavlovna. Recordaba asimismo las incontables alusiones del mismo
tipo que le habían dirigido el príncipe Basilio y
otras personas. Se horrorizó. ¿No estaba ya ligado
por el cumplimiento de una mala acción indudable que
él no había de realizar? Pero mientras se formulaba
a sí mismo este temor, en otro rincón de su alma se
erguía la figura de Elena con toda su belleza.

II

En el mes de noviembre de 1805, el príncipe
Basilio había de efectuar un viaje de inspección a
cuatro provincias. Se había proporcionado este
nombramiento para visitar de paso sus arruinadas fincas y para ir
en compañía de su hijo Anatolio, a quien
había de recoger en la ciudad donde se hallaba de
guarnición, a casa del príncipe Nicolás
Andreievitch Bolkonski, con objeto de casarlo con la hija de
aquel potentado. Pero antes de marchar y de emprender estos
nuevos asuntos, el príncipe Basilio tenía que
terminar con Pedro. Cierto era que, durante aquellos
últimos tiempos, Pedro pasaba todo el día en casa,
es decir, en la del Príncipe, donde vivía
emocionado, extravagante, atontado, tal como ha de ser un
enamorado, en presencia de Elena. Pero aún no había
hecho la petición de mano.

«Todo esto está muy bien, pero ha de
terminar», se dijo un día el príncipe Basilio
con un suspiro de tristeza, al reconocer que Pedro, que tan
obligado le estaba (y que Dios no se lo reprochara), no se
portaba tal como debía con respecto a este asunto.
«Juventud… Frivolidad… Pero que Dios provea»,
pensaba el Príncipe, encantado de descubrir tanta bondad.
«Pero esto ha de acabar. Pasado mañana, día
del santo de Lilí, invitaré a algunos amigos, y si
no comprende lo que tiene que hacer, yo se lo haré
entender. Tengo la obligación, porque soy el
padre.»

En la fiesta que se dio para celebrar el santo de Elena,
el príncipe Basilio invitó a unas cuantas personas
de las más íntimas, parientes y amigos, como
decía la Princesa. Los invitados se habían sentado
en torno a la mesa para la cena. La princesa Kuraguin, una mujer
gruesa y monumental, que había sido muy bella ocupaba el
puesto del ama de casa. A ambos lados tenía a los
huéspedes más distinguidos: a un anciano general
con su vieja esposa y a Ana Pavlovna Scherer. Al otro lado de la
mesa se encontraban los invitados más jóvenes,
menos importantes y los familiares. Pedro y Elena estaban juntos.
El príncipe Basilio no se sentó en la mesa. Las
velas ardían con luz clara. La plata y el cristal
resplandecían. Los vestidos de las señoras y el oro
y la plata de las charreteras brillaban del mismo modo. En torno
a la mesa movíanse los criados con libreas
rojas.

En los lugares de honor de la mesa, todos estaban
alegres y animados bajo las más diversas influencias.
Únicamente Pedro y Elena permanecían silenciosos
uno al lado del otro, casi en un extremo de la mesa. En las caras
de ambos se había detenido una sonrisa resplandeciente,
sonrisa de transporte sentimental. Fueran las que fuesen las
palabras, las risas y las bromas de los demás, la
satisfacción de saborear el vino del Rin, la salsa o el
helado, el modo con el cual se contemplaba la pareja, con
indiferencia o negligencia, fuera lo que fuere, se
comprendía, por las furtivas miradas que de vez en cuando
les dirigían, que las anécdotas de los comensales,
las risas e incluso la cena, todo era fingido, y que toda la
atención de los invitados se concentraba en la pareja
formada por Pedro y Elena.

Pedro se daba cuenta de que era el centro de la
atención general y se sentía contento y cohibido.
Encontrábase en el estado de un hombre abstraído en
una ocupación. No veía nada claramente. No
comprendía nada. A veces, tan sólo
momentáneamente y de una forma impensada, algunas
dispersas ideas atravesaban su espíritu y de la realidad
se destacaban únicamente algunas impresiones.
«Así, pues, todo se ha acabado…
¿Cómo ha ocurrido? ¿Cómo tan deprisa?
Ahora comprendo que no es por ella sola, ni por mí solo,
por lo que esto deba de llevarse a cabo forzosamente, sino
también por todo.. A todos les pertenece también un
poco esto. Todos están convencidos de que esto ha de ser,
que no puedo engañarlos. Pero ¿cómo
será? No lo sé, pero será», pensaba
Pedro, contemplando los hombros que resplandecían al mismo
nivel de sus ojos.

De pronto, una voz conocida se deja oír y le dice
dos veces la misma cosa. Mas Pedro está tan absorto que no
sabe lo que le dicen.

– Te pregunto cuándo has recibido carta de
Bolkonski -repitió por tercera vez el príncipe
Basilio-. ¿Estás distraído, hijo
mío?

El príncipe Basilio sonrió, y Pedro se dio
cuenta de que todos le sonreían, y a Elena también.
«Bien, si todos lo saben, es que es verdad», se
decía. Y sonrió con su dulce sonrisa de
niño. También sonreía Elena.

– ¿Cuándo la has recibido? ¿Es de
Olmutz? – repitió el Príncipe, que daba a entender
que tenía necesidad de aquellos datos para resolver la
cuestión.

«Parece mentira que piensen y hablen de esta
tontería», pensó Pedro. Y luego, en voz alta,
suspirando, dijo:

– Sí, de Olmutz.

Después de cenar, detrás de todos, Pedro
acompañó a su dama al salón. Los invitados
comenzaron a despedirse. Algunos se marcharon sin decir
adiós a Elena. Otros, que no querían molestarla en
su seria preocupación, se acercaban a ella un momento y se
alejaban inmediatamente, prohibiéndole que les
acompañara.

– Supongo que la puedo felicitar – dijo Ana Pavlovna a
la Princesa, besándola efusivamente -. Si no tuviera
jaqueca, me quedaría.

La Princesa no dijo nada. Sentíase atormentada,
impaciente con la felicidad de su hija.

Mientras salían los invitados, Pedro quedó
algún tiempo solo con Elena en la salita donde se
habían refugiado. Durante aquel último mes se
había encontrado solo frecuentemente con ella, pero nunca
le había hablado de amor. Ahora comprendía que era
necesario, pero no podía decidirse a dar este
último paso. Se avergonzaba y suponía que al lado
de Elena ocupaba un lugar que no le correspondía en modo
alguno. «Esta felicidad no es para ti – le decía una
voz interior -. Es una felicidad para aquellos que carecen de lo
que tú tienes.» Pero había que decir algo y
comenzó a hablar. Le preguntó si estaba contenta de
aquella velada. Ella, como siempre, respondió con
sencillez, diciendo que aquella fiesta había sido para
ella una de las más agradables.

Quedaban en la sala todavía algunos parientes
próximos. El príncipe Basilio se acercó a
Pedro caminando perezosamente. Pedro se levantó y dijo que
era demasiado tarde. El príncipe Basilio le miró
severamente, con un tono interrogador, como si aquellas palabras
fuesen tan extrañas que no valiese la pena escucharlas.
Pero enseguida desapareció la expresión de
severidad, y el príncipe Basilio cogió la mano de
Pedro y le obligó a sentarse, sonriéndole
tiernamente.

– Bien, Lilí – dijo inmediatamente a su hija, con
ese tono negligente y de habitual caricia que adoptan los padres
para hablar con sus hijos, pero que en el príncipe Basilio
no había llegado a exteriorizarse sino a fuerza de imitar
a los demás padres. Le pareció que el
Príncipe estaba contuso.

Esta turbación del viejo hombre de mundo le
impresionó. Se volvió a Elena y ella también
pareció confusa. Con su mirada parecía decirle:
«Usted tiene la culpa.»

«Éste es el momento de dar el salto. Pero
no puedo, no puedo», pensó Pedro. Y de nuevo
comenzó a hablar de cosas indiferentes. Cuando el
príncipe Basilio entró en el salón, la
Princesa hablaba en voz baja con una señora anciana.
Hablaba de Pedro.

– Sí, sin duda es un partido muy brillante, pero
la felicidad, amiga mía…

– Los matrimonios se hacen en el cielo – repuso la
señora de edad.

El príncipe Basilio, como si no hubiese
oído a las dos señoras, se dirigió al
rincón más distante y se sentó en el
diván. Cerró los ojos y pareció adormecerse.
Cabeceó y se despertó.

– Alina, ve a ver qué hacen – dijo a su
mujer.

La Princesa se acercó a la puerta. Pasó
ante ella con aire importante e indiferente y echó una
ojeada a la salita. Pedro y Elena, sentados en el mismo sitio,
hablaban.

– Todo igual por ahora – le dijo a su marido.

El príncipe Basilio arrugó las cejas,
dilató una de las comisuras de sus labios, le temblaron
las mejillas con una expresión tosca y molesta y,
estirándose, se levantó, irguió la cabeza y
con resuelto paso cruzó ante las damas y entró en
la salita. Se acercó a Pedro con paso rápido y
alegre semblante. La cara del Príncipe era tan
extraordinariamente solemne que Pedro, al verle, se
levantó atemorizado.

– Que Dios sea loado – dijo el Príncipe -. Mi
mujer me lo ha contado todo – y con una mano cogió a Pedro
y con la otra a su hija-. Amigo mío, Lilí, estoy
muy contento, muy contento. – Le temblaba la boca -.
Quería mucho a tu padre, y ella será una buena
esposa para ti. Que Dios os bendiga. – Besó a su hija y
después besó a Pedro con su apestosa boca. Por las
mejillas le resbalaban las lágrimas -. Princesa, ven –
gritó.

La Princesa entró y lloró también.
La señora de edad se secaba los ojos con el
pañuelo. Pedro fue besado y besó muchas veces la
mano de Elena. Al cabo de algunos instantes los dejaron
solos.

«Esto había de ocurrir así. No
podía ser de otro modo – pensó Pedro -. Por eso no
hay que preguntar si está bien o mal. Está bien
porque ha terminado y porque me ha quitado de encima la duda que
me trastornaba.»

Silencioso, había cogido la mano de su prometida
y contemplaba su espléndido seno, que se agitaba
suavemente.

-Elena – dijo en alta voz.

Y se detuvo. «En estos casos hay que decir algo
especial», pensó. Pero no podía acordarse de
lo que se decía en semejantes casos.

– Te quiero – dijo, acordándose de pronto. Pero
estas palabras le parecieron tan tontas que se avergonzó
de sí mismo.

Mes y medio más tarde estaba casado y era el
poseedor feliz – así lo decían – de una mujer
hermosísima y de varios millones. Se instaló en San
Petersburgo, en la enorme y ya renovada casa del conde
Bezukhov.

III

En diciembre de l805, el viejo príncipe
Nicolás Andreievitch Bolkonski recibió una carta
del príncipe Basilio anunciándole su llegada y la
de su hijo.

«Salgo de inspección y será para
mí un placer desviarme de mi camino para visitar a mi
querido bienhechor – escribía -. Me
acompañará mi hijo Anatolio. Va a incorporarse al
ejército y espero que le permitirá usted expresar
personalmente el profundo respeto que, al igual que su padre, le
profesa.»

– ¡Vaya! Veo que no hay necesidad de sacar a
María al escaparate. Los pretendientes vienen a ella –
dijo imprudentemente la princesa menor cuando tuvo noticia de la
carta.

El príncipe Nicolás Andreievitch
frunció el entrecejo y no dijo una sola
palabra.

El día de la llegada del príncipe Basilio,
el príncipe Nicolás se mostró menos tratable
y de peor humor que nunca. ¿Estaba de mal humor a
consecuencia de la llegada, o bien le disgustaba ésta a
causa de su mal humor?

Antes de comer, la princesa María y mademoiselle
Bourienne, sabiendo que el Príncipe estaba malhumorado, le
esperaban de pie. Mademoiselle Bourienne tenía una cara
resplandeciente que decía: «No sé nada. Soy
la misma de siempre.» La Princesa estaba pálida,
atemorizada, con los ojos bajos.

Para la princesa María, lo más penoso era
saber que en casos como aquél convenía obrar como
mademoiselle Bourienne, pero no podía. «Si pretendo
no darme cuenta, creerá que no me intereso por sus
disgustos – pensaba -. Si me entristezco, dirá, como ha
sucedido ya en otras ocasiones, que parece que voy a un
entierro.»

El Príncipe miró a la asustada cara de su
hija y resopló.

– O es tímida o es tonta – dijo.
«También a la otra se lo habrá
contado», pensó, refiriéndose a su nuera, que
no estaba en el comedor-. ¿Dónde está la
Princesa?-preguntó -. ¿Se esconde?

– No se encuentra muy bien – replicó mademoiselle
Bourienne con una alegre sonrisa -. Dice que no saldrá.
Claro, en su situación, se comprende…

– ¡Hum! ¡Bah, bah! – dijo el Príncipe
sentándose a la mesa. Vio que el plato no estaba demasiado
limpio, señaló en él una mancha y lo
tiró. Tikhon lo cogió al vuelo y lo devolvió
a la cocina.

La Princesa no estaba indispuesta, pero tenía
tanto miedo al Príncipe que, al saber que no estaba de
buen humor, decidió no moverse de la
habitación.

– Tengo miedo por el niño – dijo a mademoiselle
Bourienne -, y Dios sabe qué consecuencias podría
tener una impresión de terror.

Normalmente, la pequeña Princesa vivía en
Lisia-Gori con un perpetuo sentimiento de miedo y de
antipatía hacia el viejo Príncipe, sentimiento del
cual ni ella misma se daba cuenta, porque el terror que la
dominaba era tan imperioso que ni le dejaba ánimos para
sentirlo. También por parte del Príncipe se daba la
antipatía, pero sofocada por el desdén.

La persona a quien más amaba la pequeña
Princesa en Lisia-Gori era mademoiselle Bourienne. Estaba
constantemente con ella, la hacía dormir en su
habitación y frecuentemente le hablaba de su suegro,
criticándolo.

– Vienen huéspedes, Príncipe – dijo
mademoiselle Bourienne desdoblando con sus pequeñas manos
rosadas la servilleta blanca -. Según he oído
decir, Su Excelencia el príncipe Kuraguin y su hijo,
¿no es verdad? -preguntó con
animación.

– ¡Hum! Esta Excelencia es un… Soy yo quien le
ha dado la carrera – dijo, ofendido -. ¿Y por qué
el hijo? No lo comprendo. La princesa Isabel Karlovna y la
princesa María quizá lo sepan. No sé por
qué trae a su hijo. Por mí, podría
evitárselo – y miró a su hija, que estaba
completamente sofocada -. ¿No te encuentras bien? –
preguntó —-. ¿Te da miedo el ministro, como ha
dicho el imbécil de Alpotitch?

– No, papá.

Aun cuando mademoiselle Bourienne no había tenido
apenas habilidad para elegir la conversación, no se detuvo
y siguió hablando de los invernaderos, de la belleza de
las plantas nuevas, y el Príncipe, después de la
sopa, se calmó bastante. Después de comer
subió a ver a su nuera. La pequeña Princesa estaba
sentada ante la mesita y hablaba con Macha, su doncella. Al ver a
su suegro palideció. Había cambiado mucho. Casi se
había afeado. Sus mejillas estaban fláccidas y el
labio superior se le había levantado aún
más. Estaba muy ojerosa.

– ¿No necesitas nada? – le preguntó el
Príncipe.

– No, gracias, papá.

– Bien, está bien.

El príncipe Basilio llegó al anochecer.
Los cocheros y la servidumbre de la casa fueron a recibirle a la
avenida y condujeron los carros y el trineo al pabellón,
recorriendo el camino cubierto expresamente de nieve. Las
habitaciones para el príncipe Basilio y Anatolio estaban
ya preparadas.

Anatolio; a medio vestir, estaba sentado ante la mesa,
en uno de cuyos ángulos tenía fija la mirada de sus
bellos y grandes ojos, con una sonrisa distraída.
Consideraba su vida como un placer ininterrumpido que alguien,
sin saber por qué, se preocupaba de proporcionarle. En
aquella ocasión había considerado su viaje a la
casa del viejo cascarrabias y de su rica y fea hija como una
consecuencia de ello.

Según su forma de proceder, todo esto
podía ser muy divertido. «¿Por qué no
he de casarme con ella si es rica? -pensaba-. El dinero no
estorba nunca.» Se afeitó, se perfumó con
sumo cuidado, con el refinamiento de costumbre, y entró en
la habitación de su padre con aquella especial
expresión suya de buen chico conquistador y con su hermosa
cabeza erguida. El príncipe Basilio se dejaba vestir por
dos criados, mirando con animación en torno suyo, y cuando
su hijo entró, le saludó alegremente, como
queriendo decir: «Precisamente. Me conviene que te
presentes así.»

-Papá, dejémonos de bromas. ¿Es de
veras tan fea? -preguntó Anatolio, como si continuase una
conversación comenzada distintas veces durante el
camino.

– Calla. No digas tonterías. Procura ser
respetuoso y juicioso ante el Príncipe.

– Si me recibe mal, me marcharé – dijo Anatolio
-. Detesto a estos esperpentos.

– Recuerda lo que te juegas en esto.

Mientras tanto, en la habitación de las
jóvenes no solamente se sabía la llegada del
ministro y de su hijo, sino que detalladamente se conocía
su exterior. La Princesa, sola en sus habitaciones, se esforzaba
inútilmente en dominar la emoción que se
había apoderado de ella.

La Princesa menor y mademoiselle Bourienne habían
ya recibido de Macha, la camarera, todas las informaciones
necesarias: que el hijo del ministro era un guapo mozo; que el
padre, con grandes fatigas, arrastraba los pies por la escalera,
y que él, listo como una ardilla, subía los
escalones de tres en tres. Con todas estas noticias, la Princesa
y mademoiselle Bourienne, a quien María oía
cuchichear en el pasillo, entraron en la habitación de la
Princesa.

– ¿Ya sabes que han llegado, María? -dijo
la Princesa balanceándose y dejándose caer
pesadamente sobre una silla. No vestía ya la blusa que se
había puesto por la mañana, sino uno de sus
más elegantes trajes. Se había peinado
cuidadosamente y en la cara le resplandecía la
animación, que, a pesar de todo, no podía disimular
sus rasgos fatigados y laxos. Vestida con aquel traje, que
ordinariamente llevaba en sociedad en San Petersburgo, era
todavía más visible su afeamiento.

El vestido de mademoiselle Bourienne había sido
igualmente sometido a una discreta reforma, que realzaba el
atractivo de su lindo y fresco rostro.

-Te cambiarás de traje,
¿no?-preguntó Lisa.

La princesa María no contestó. Poco
después volvió a quedar sola. No accedió al
deseo de su cuñada, y no sólo no cambió de
peinado, sino que ni siquiera se miró al espejo. Con los
ojos y los brazos bajos, se sentó abatida y pareció
abstraerse. Se le iba a presentar a un esposo, a un hombre, a una
criatura fuerte, poderosa, incomprensible, atractiva, que la
transportaba de pronto a su mundo, completamente distinto y
feliz. Luego, pegado a su pecho, veía a «su»
hijo, tal como el día anterior había visto a uno en
casa de la hija de su nodriza. Luego, el marido a su lado,
mirando tiernamente a la madre y al hijo.

«No, es imposible. Soy demasiado fea»,
pensó.

– El té está servido. El Príncipe
no tardará en venir – dijo tras la puerta la voz de la
doncella.

María se despertó, asustada, de sus
pensamientos. Antes de bajar se dirigió a su oratorio y
posó su mirada en una imagen del Salvador iluminada por
una lámpara. Quedóse así un momento, con las
manos juntas. A la Princesa, algo se le clavaba en el alma. La
alegría del amor, del amor terrenal hacia un hombre, le
estaba reservada. En sus fantasías sobre el matrimonio, la
princesa María veía la felicidad de la familia, los
hijos; pero su sueño más fuerte, el más
oculto, era el amor terreno. Procuraba esconder ese sentimiento a
los demás y a ella misma, tan vivo lo sentía en su
interior.

« ¡Dios mío! – se decía -.
¿Cómo he de hacer para arrancarme del
corazón estos satánicos pensamientos?
¿Qué he de hacer para dejar para siempre estos
malos deseos y cumplir fácilmente Tu voluntad?»
Inmediatamente dirigía esta súplica a Dios.
Dios
le respondía desde lo más hondo de su
corazón: «No quieras nada para ti. No busques nada.
No te enardezcas. No desees nada. Haz por ignorar el porvenir de
los hombres y tu destino. Vive dispuesta a todo. Si Dios quiere
ponerte a prueba con los deberes del matrimonio, estate pronta a
hacer Su Santa Voluntad.»

Con este pensamiento tranquilizador, pero también
con la esperanza de su sueño terrenal prohibido, la
princesa María se santiguó, suspirando, y
bajó sin acordarse del peinado ni del vestido ni
preocuparse de la forma en que había de presentarse ni de
lo que había de decir. ¿Qué importancia
podía tener todo esto con la predicción de
Dios, sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la
cabeza del hombre?

IV

Cuando la princesa María entró en el
salón, ya se encontraba en él el príncipe
Basilio y su hijo, hablando con la Princesa menor y mademoiselle
Bourienne. Cuando entró María, caminando, como de
costumbre, pesadamente, apoyando todo el pie en el suelo, los
señores y mademoiselle Bourienne se levantaron y la
pequeña Princesa, señalándola a los
huéspedes, dijo:

– Ya está aquí María.

María los vio a todos detalladamente. Se dio
cuenta de que la cara del príncipe Basilio, al verla, se
entenebreció un momento y que inmediatamente se aclaraba
con una sonrisa. Se dio cuenta de que el rostro de la
pequeña Princesa trataba de leer curiosamente en el de los
recién llegados la impresión que María les
había producido. Se dio cuenta de que mademoiselle
Bourienne, con su lazo y su hermosa faz y su mirada más
animada que nunca, se había fijado en
«él». Pero ella no podía verlo.
Advirtió tan sólo una cosa grande, clara, bella,
que se acercaba a ella al entrar. El primero que se le
aproximó fue el príncipe Basilio. María
besó la cabeza calva que se inclinaba hacia su mano y a su
saludo repuso que se acordaba muy bien de él.
Inmediatamente le tocó el turno a Anatolio. Continuaba no
viéndolo. Sentía únicamente una mano suave
que estrechaba fuertemente la suya. Vio tan sólo la frente
blanca sobre la cual brillaban unos hermosos cabellos rubios.
Cuando él miró, su belleza la
entristeció.

-Por ahora, querido Príncipe, le tendremos a
usted con nosotros – dijo la Princesa, en francés, al
príncipe Basilio -. No ocurrirá lo mismo que
durante las veladas de Anuchtka, de donde siempre se escapaba.
¿Recuerda usted a nuestra querida Anuchtka?

– ¡Ah! Supongo que no comenzará usted a
politiquear como Anuchtka.

– ¿Y nuestra mesa de té?

– ¡Oh, sí!

– ¿Por qué no iba usted a casa de
Anuchtka? – preguntó a Anatolio la princesa Lisa -. Ya lo
sé, ya lo sé -dijo guiñando un ojo-. Su
hermano Hipólito me ha hablado de sus aventuras.
¡Oh! -y le amenazaba con el dedo -. Ya conozco sus
aventuras en París.

– ¿Hipólito no te contaba nada? – dijo el
príncipe Basilio dirigiéndose a su hijo y cogiendo
la mano de la Princesa, como si ésta quisiera escaparse y
él la retuviese -. ¿No te contaba cómo
él, Hipólito, se enamoraba de la encantadora
Princesa, y cómo la encantadora Princesa se lo quitaba de
encima? ¡Oh, es la perla de las mujeres! – dijo,
dirigiéndose a la Princesa.

Por su parte, mademoiselle Bourienne, en cuanto
oyó la palabra París, no pudo evitar el mezclar sus
recuerdos personales con la conversación. Se
permitió preguntar si hacía mucho tiempo que
Anatolio estaba fuera de la ciudad, y qué le
parecía París. Anatolio contestó con gusto,
y, sonriendo y comiéndosela con los ojos, le habló
de su patria. En cuanto vio a la linda parisiense, Anatolio
dedujo que en Lisia-Gori se podría pasar un buen rato.
«Esta señorita de compañía no
está mal, nada mal. Supongo que ella, cuando se case,
continuará teniéndola. La pequeña es muy
linda», pensaba.

El viejo príncipe Nicolás entró en
el salón con paso resuelto. Dirigió una mirada en
torno suyo, y, al darse cuenta del traje nuevo de la
pequeña Princesa, de los lazos de mademoiselle Bourienne y
las sonrisas de ésta y Anatolio y del aislamiento de su
hija, extraña en la conversación general,
pensó, mirándola con cólera: «Se ha
vestido como un mamarracho. ¿No le da vergüenza? Ni
él mismo la mira.» Se acercó al
príncipe Basilio.

– Buenos días – dijo -. Estoy muy contento de
verlos.

-Para un buen amigo, unas cuantas verstas no son un
trastorno – dijo el príncipe Basilio, hablando
rápidamente, con aplomo y familiaridad -. Le presento a
usted a mi hijo menor. ¿Puedo atreverme a esperar que le
acogerá gustosamente?

El príncipe Nicolás miró a
Anatolio.

– Un buen mozo – dijo -. Bien, abrázame – y le
ofreció la mejilla.

Anatolio besó al viejo y le miró con
curiosidad perfectamente tranquila, esperando de él una de
aquellas originalidades que su padre le había
prometido.

El príncipe Nicolás se sentó en su
lugar habitual, en el rincón del diván.
Acercó la silla destinada al príncipe Basilio y,
señalándola, comenzó a interrogarle sobre
las cuestiones políticas y las últimas noticias.
Parecía que escuchase con atención el relato del
príncipe Basilio, pero no separaba la mirada de su hija, a
la que se acercó para decirle:

– Te has endomingado para los huéspedes,
¿no? Me gusta, me gusta mucho. Para los huéspedes
te has vestido como una muñeca, pero te advierto delante
de los huéspedes que no lo hagas nunca más sin mi
permiso.

– Papá, yo tengo la culpa – dijo,
ruborizándose, la pequeña Princesa.

– Tú eres libre de hacer lo que te parezca – dijo
el príncipe Nicolás inclinándose ante su
nuera -, pero ella no tiene ninguna necesidad de desfigurarse sin
motivo. Ya es bastante fea – y volvió a sentarse en su
sitio, sin prestar ninguna atención a su hija, que estaba
a punto de llorar.

– Al contrario, este peinado le sienta muy bien –
intervino el príncipe Basilio.

-Bien, querido joven Príncipe-dijo el
príncipe Nicolás dirigiéndose a Anatolio-.
Ven aquí. Hablemos. Trabemos amistad.

«Va a comenzar la farsa», pensó
Anatolio. Y, sonriendo, se sentó al lado del viejo
Príncipe.

– Bien, querido, según me han dicho, te has
educado en el extranjero. Veo que no has sido como los otros,
como tu padre y yo, a quienes un sacristán
enseñó a leer y a escribir. Dime, ¿sirves en
la Guardia Montada? – y miraba a Anatolio fijamente.

– No. Sirvo en el ejército regular – repuso
Anatolio, que a duras penas contenía la risa.

– ¡Ah, bien, muy bien! Es decir, que quieres
servir al Emperador y a la patria. Estamos en guerra. Un chico
como tú ha de cumplir su deber. ¿Estás en
activo?

– No, Príncipe. Nuestro regimiento ha marchado
ya, y yo estoy agregado… ¿A qué estoy agregado? –
preguntó, riendo, Anatolio.

-Buen servicio. «¿A qué estoy
agregado?» ¡Ja, ja, ja!

El príncipe Nicolás reía y Anatolio
reía aún más que él. De pronto, el
príncipe Nicolás frunció el
entrecejo.

– Bien, ya puedes irte.

Anatolio sonrió y volvió al grupo de las
damas.

– Le has educado en el extranjero, ¿verdad? –
dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose al
príncipe Basilio.

– He hecho todo lo que he podido. He de reconocer que la
educación en el extranjero es mucho mejor que en nuestro
país.

– Sí, hoy, claro. Todo, según la moda del
tiempo. Un buen chico, un buen chico… ¡Vaya! Vamos
arriba.

Cogió al príncipe Basilio y lo
llevó al taller.

En cuanto se encontraron solos, el príncipe
Basilio expuso sus pretensiones al príncipe
Nicolás.

– ¿Qué crees? – dijo, molesto -.
¿Crees que la tengo presa, que no puedo separarme de ella?
La gente lo supone – añadió encolerizado -. Por
mí, mañana mismo, únicamente quisiera
conocer más a mi yerno. Ya sabes mis principios. Las
cartas boca arriba. Mañana, ante ti, le preguntaré
si está conforme. Si dice que sí, se quedará
aquí algún tiempo. Después, ya veremos.-El
Príncipe resopló -. Que se case. Me tiene sin
cuidado – gritó, con aquella voz penetrante con que se
había despedido de su hijo.

-Príncipe, hay que reconocer que sabe usted
apreciar a los hombres enseguida – dijo el príncipe
Basilio con el tono del hombre que se ha convencido de la
inutilidad de su picardía ante la perspicacia de su
interlocutor -. Anatolio, realmente, no es un genio, pero es un
chico correcto y bueno. Y muy buen hijo.

– Está bien, está bien. Ya
veremos.

Después del té pasaron todos al
salón de música, y la Princesa fue invitada a tocar
el clavicordio. Anatolio se acomodó ante ella, al lado de
mademoiselle Bourienne, y sus risueños ojos contemplaban a
la princesa María, que, aterrorizada y alegre,
sentía sobre sí aquella mirada. Su sonata
predilecta la transportaba al mundo de la poesía
más íntima, y la mirada bajo la cual se
sentía añadía a este mundo una poesía
mayor aún. La mirada de Anatolio, a pesar de haberse
fijado en ella, nada tenía que ver con la Princesa; estaba
pendiente del pequeño pie de mademoiselle Bourienne, que
en aquel momento tocaba él con el suyo por debajo del
clavecín. Mademoiselle Bourienne miraba también a
la Princesa, que igualmente leyó en sus hermosos ojos una
nueva expresión de alegría temerosa y de
esperanza.

«¡Cómo me quiere esta muchacha!
¡Qué feliz soy en este momento, y qué feliz
puedo ser con una amiga y un marido así! Pero ¿es
un marido?», pensó la Princesa, no
atreviéndose a mirarle a la cara y sintiendo
constantemente su mirada sobre sí.

Por la noche, cuando, después de la cena, se
dispersó la reunión, Anatolio besó la mano
de la Princesa. Ella no sabía cómo tomar aquella
audacia. Pero miró fijamente al bello rostro que se
ofrecía a sus miopes ojos. Después Anatolio se
acercó para besar la mano de mademoiselle Bourienne. Esto
era una inconveniencia, pero lo hacía con tanta sencillez
y con tanto aplomo… La muchacha se ruborizó y
miró con terror a la Princesa.

«¡Qué delicadeza! ¿Por
ventura, Amelia-era el nombre de mademoiselle Bourienne-cree que
estoy celosa y que no sé comprender la pureza de su afecto
por mí?», pensó la Princesa, y se
acercó a mademoiselle Bourienne y la besó
fuertemente. Anatolio se aproximó a la pequeña
Princesa para besarle la mano.

– No, no, no. Cuando su padre me escriba
diciéndome que se porta usted bien, le dejaré
besarme la mano. Antes no – y levantando su minúsculo dedo
salió sonriendo de la habitación.

V

Aun cuando Anatolio y mademoiselle Bourienne no hubieran
tenido explicación alguna, habíanse entendido por
completo. Habían comprendido que tenían muchas
cosas que decirse en secreto, y por eso buscaban la oportunidad
de tener una conversación a solas. Mientras la Princesa
dejaba pasar la hora acostumbrada en el taller de su padre,
mademoiselle Bourienne veíase con Anatolio en el
jardín de invierno. Aquel día, la princesa
María acercóse a la puerta del taller con un
sentimiento especial. Le parecía que no solamente
sabían todos que había de decidirse aquel
día su suerte, sino que todos sabían también
qué pensaba: leyó esto en la expresión del
rostro de Tikhon y en la del criado del príncipe Basilio,
con quien se cruzó en el corredor cuando trasladaba el
agua caliente a su amo, saludándola con una
inclinación de cabeza. Aquella mañana, el viejo
Príncipe se encontraba extraordinariamente amable y
benévolo con su hija. Pero la princesa María
conocía demasiado bien aquella acariciadora
expresión. Era la misma que aparecía en su
semblante cuando apretaba con rabia los puños porque la
Princesa no entendía un problema de aritmética. Se
alejaba de ella y repetía muchas veces las mismas palabras
en voz baja. Inmediatamente comenzó la
conversación, tratándola de
«usted».

– Me ha sido hecha una petición para usted – dijo
con una sonrisa poco natural-. Supongo que habrá adivinado
que el príncipe Basilio no ha venido en
compañía de su pupilo – no se sabe por qué,
el Príncipe trataba a Anatolio de pupilo – por mi cara
bonita. Me han hecho una petición para usted, y como ya
conoce usted mis principios, lo dejo para que usted misma
resuelva.

– ¿Cómo quiere que le entienda,
papá? – dijo la Princesa, que se ruborizaba
continuamente.

– ¿Cómo? – gritó con cólera
el Príncipe -. El príncipe Basilio cree que
reúne usted toda clase de condiciones como nuera, y te
pide en matrimonio para su hijo. Esto es lo que has de
comprender. ¿Qué opinas de todo esto? Es lo que te
pregunto.

– No lo sé, papá. Usted mismo ha de
decirlo – murmuró la princesa María.

– ¿Yo…? ¿Yo…? Déjame en paz. No
soy yo quien ha de casarse. ¿Qué piensas? Esto es
lo que me interesa saber.

La Princesa comprendió que su padre había
recibido aquélla petición con hostilidad, pero en
aquel momento tuvo la idea de que su vida había de
decidirse entonces o nunca. Bajó los ojos con el deseo de
no encontrarse con su mirada, bajo cuya influencia se
sentía incapaz de pensar y ante la cual no sabía
hacer otra cosa sino obedecer. Luego dijo:

– Sólo deseo una cosa: hacer su voluntad. Pero si
hubiese de manifestar mi deseo…-no pudo concluir de hablar,
porque el Príncipe la interrumpió.

– Está bien – dijo -. Tomará tu mano, con
tu dote correspondiente, y con mademoiselle Bourienne.
Ésta será la mujer, y tú… – El
Príncipe se detuvo, observando la impresión que
estas palabras habían producido en su hija.

La Princesa bajó la cabeza, a punto de
llorar.

– Bien, bien, ha sido una broma – dijo el
Príncipe -. Recuerda siempre que nunca me moveré de
este principio: la mujer tiene derecho a elegir, y tú ya
sabes que dispones de toda la libertad. Acuérdate tan
sólo de una cosa: de que de tu decisión depende la
felicidad de tu vida. No has de preocuparte para nada de
mí.

La suerte de la Princesa se había decidido, y
felizmente. Pero la alusión a mademoiselle Bourienne que
había hecho su padre la aterrorizaba. No era verdad, es
cierto, pero hubiese sido horrible. No podía evitar
pensarlo. Caminaba mirando ante sí, a través del
jardín de invierno, sin ver ni oír nada, cuando, de
pronto, el conocido murmullo de la conversación de
mademoiselle Bourienne la despertó de su ensimismamiento.
Levantó los ojos y vio a Anatolio abrazar a la francesa
por la cintura, murmurando algo a su oído. Anatolio, con
una expresión terrible en su hermoso rostro, se
volvió a la princesa María y momentáneamente
soltó la cintura de mademoiselle Bourienne, que no
había visto aún a la Princesa.

«¿Qué ocurre? ¿Qué
quiere? Espere», parecía decir el semblante de
Anatolio.

La princesa María les miró en silencio. No
comprendía lo que deseaba. Por último, mademoiselle
Bourienne dio un grito y huyó. Anatolio saludó a la
Princesa con una amable sonrisa, como invitándola a que
riera también de aquel extraño caso, y,
encogiéndose de hombros, atravesó el umbral de la
puerta que daba al interior de la casa.

Una hora después, Tikhon fue en busca de la
princesa María, rogándole que subiera a la
habitación de su padre y añadiendo que el
príncipe Basilio estaba con él. Cuando Tikhon
entró en la alcoba de la princesa María,
ésta hallábase sentada en el diván,
estrechando entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, que
lloraba desconsoladamente. Acariciábale con ternura la
cabeza; los bellos, resplandecientes y serenos ojos de la
Princesa miraban con ternura y con pasión el hermoso
rostro de mademoiselle Bourienne.

-No, Princesa, ya lo sé. He perdido su afecto
para siempre – dijo mademoiselle Bourienne.

– ¿Por qué? La quiero a usted más
que nunca, y haré cuanto esté en mi mano por su
felicidad – repuso la Princesa.

-Pero me desprecia. Es usted tan pura que no
podrá comprender nunca este extravío de la
pasión. ¡Ah! Sólo mi pobre
madre…

– Lo comprendo – dijo la Princesa tristemente -.
Cálmese, querida. Voy a ver a papá – y
salió.

Cuando la princesa María fue al encuentro de su
padre, el príncipe Basilio, con las piernas cruzadas y la
tabaquera en la mano, estaba sentado con una sonrisa de espera en
los labios, y parecía extraordinariamente emocionado. Como
si tuviera miedo de enternecerse demasiado, olió un polvo
de rapé.

– ¡Ah, querida, querida! – dijo
levantándose y cogiéndole ambas manos.
Suspiró y continuó luego -: La suerte de mi hijo
está en sus manos. Decídase, querida y dulce
María, a quien siempre he querido yo como una
hija.

Se alejó. En efecto, una lágrima temblaba
en sus ojos.

El príncipe Nicolás murmuró algo
ininteligible.

– El Príncipe – continuó después -,
en nombre de su pupilo…, su hijo…, te pide en matrimonio.
¿Quieres ser la mujer del príncipe Anatolio
Kuraguin? Contesta sí o no – exclamó -. Me reservo
mi parecer para más tarde. Sí, mi parecer y nada
más – añadió, dirigiéndose al
príncipe Basilio en respuesta a su ansiedad -.
¿Sí o no?

-Mi deseo, papá, es no dejarte nunca. No separar
jamás mi vida de la tuya. No quiero casarme – dijo
resueltamente, mirando con sus claros ojos al príncipe
Basilio y a su padre.

– Tonterías, tonterías,
tonterías… – exclamó el príncipe
Nicolás frunciendo el entrecejo. Cogió a su hija de
la mano, la acercó hacia sí y no la besó,
sino que únicamente acercó su frente a su rostro y
le estrechó con tal fuerza la mano que a la Princesa se le
escapó un grito. El príncipe Basilio se
levantó.

– Querida Princesa. He de decirle que no olvidaré
nunca, nunca, este momento. No obstante, ¿no nos
dará usted un poco de esperanza de que su corazón,
tan bueno y tan generoso, se incline alguna vez? Diga usted que
tal vez… El tiempo nos guarda tantas sorpresas… Diga usted…
¡Quién sabe!

– Príncipe, lo que he dicho es todo lo que hay en
mi corazón. Le agradezco el honor que me hace con su
petición, pero no seré nunca la mujer de su
hijo.

– Bien, esto ha terminado, amigo mío. Estoy muy
contento de verte, muy contento. Vete, Princesa – dijo el viejo
Príncipe -. Estoy muy contento de verte – repitió
al príncipe Basilio, abrazándole.

«Mi vocación es otra – pensaba la princesa
María -. Mi vocación es ser feliz con la felicidad
de los demás. Mi felicidad es la felicidad del sacrificio,
y cueste lo que cueste haré la dicha de la pobre Amelia.
¡Le quiere tanto! Está realmente enamorada.
Haré cuanto pueda por concertar su matrimonio con
él. Si no es rica, yo le daré todo lo necesario. Se
lo pediré a mi padre. Le imploraré a mi hermano. Se
considerará tan feliz siendo su mujer… Es tan
desgraciada… Se encuentra en un país extranjero, sola,
sin nadie que la ayude. ¡Dios mío! ¡Con
qué pasión ha de quererlo, habiéndose
olvidado de tantas cosas hasta ese punto! Quién sabe si yo
hubiera hecho lo mismo que ella.»

VI

El día l6 de noviembre de l805, al despuntar el
alba, el escuadrón de Denisov, al cual pertenecía
Nicolás Rostov y que formaba parte del destacamento del
príncipe Bagration, dejó el campamento para marchar
a la línea de fuego, como se decía. Se paró
en medio de la carretera, a una versta de distancia
aproximadamente de los otros escuadrones, que le
precedían. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primer y
segundo escuadrón de húsares, a los batallones de
infantería, junto con la artillería; vio luego
pasar a caballo a los generales Bagration y Dolgorukov, ayudantes
de campo. Todo el miedo que había pasado en el frente la
otra vez, toda la lucha interior por dominarse, todos los
sueños de distinguirse como húsar habían
sido vanos. Su escuadrón quedaba en reserva y
Nicolás Rostov pasó el día aburrido y
adormilado.

A las nueve de la mañana oyó las
descargas, los gritos de triunfo, vio heridos – no muchos – que
eran retirados, y, por fin, a un centenar de cosacos que
conducían a un destacamento entero de caballería
francesa hecho prisionero. Evidentemente, la acción
había terminado. No tuvo una gran importancia, pero
resultó feliz para los rusos. Los soldados y los oficiales
que volvían hablaban de una brillante victoria, de la toma
de Vischau, de la captura de un escuadrón entero.
Después de la ligera helada de la noche, el tiempo se
había aclarado y el radiante brillo de aquel día de
otoño coincidía con la nueva de la victoria, que
confirmaban no solamente el relato de los que habían
tomado parte en la acción, sino también la
expresión alegre de las caras de todos los demás
soldados, de los oficiales, de los generales, de los ayudantes de
campo, que pasaban y volvían a pasar ante Rostov. Para
Nicolás, la cosa era tanto más dolorosa cuanto que
había sentido el miedo que precede a las batallas sin
haber recogido luego ninguna de las alegrías del
triunfo.

– Rostov, ven aquí. Bebamos para ahuyentar las
penas – le gritó Denisov, instalándose en la cuneta
del camino ante la botella y fiambres. Los oficiales hicieron
coro a su alrededor y se pusieron a hablar mientras
comían.

– ¡Mirad, todavía traen a otro! –
exclamó uno de los oficiales señalando a un
dragón francés que dos cosacos conducían a
pie. Uno de los cosacos traía sujeto por la brida a un
caballo francés de excelente estampa: el del
prisionero.

– ¡Véndeme el caballo! – gritó
Denisov al cosaco.

– Si lo deseáis; Excelencia…

Los oficiales se levantaron y rodearon a los cosacos y
al prisionero francés. El dragón era un joven
alsaciano que hablaba francés con acento alemán.
Con el rostro encendido por la emoción, que le ahogaba, al
oír hablar francés, empezó a hablar
rápidamente a los oficiales, dirigiéndose tan
pronto al uno como al otro. Explicaba cómo le
habían cogido, afirmando que no era suya la culpa, sino
del cabo que le había enviado a buscar los atalajes;
él ya había anunciado que los rusos se encontraban
cerca. Entre palabra y palabra, añadía:
«Sobre todo, no hagáis daño al
caballo.» Y lo acariciaba. Saltaba a la vista que no
sabía dónde se encontraba. Se excusaba por haberse
dejado coger y, creyéndose tal vez delante de sus
superiores, trataba de hacer valer su exactitud de soldado y la
atención que prestaba al servicio. Aquel individuo
traía a la retaguardia rusa la atmósfera del
ejército francés, tan extraña para los
rusos.

Los cosacos vendían el caballo por dos luises, y
Rostov, que había recibido dinero y era el más rico
del grupo, lo compró.

– Sobre todo, que no hagan daño al caballo – dijo
ingenuamente el alsaciano a Rostov al serle entregado el caballo
a éste.

Rostov, sonriente, tranquilizó al dragón y
le dio algún dinero.

– ¡Vamos, vamos! -dijo el cosaco, empujando con la
mano al prisionero para que caminara.

– ¡El Emperador, el Emperador! – oyeron gritar de
pronto los húsares.

Todos empezaron a moverse, echaron a correr, y Rostov
vio avanzar por la carretera a unos cuantos jinetes con plumeros
blancos. En un abrir y cerrar de ojos, ocuparon todos sus puestos
y quedaron esperando.

Rostov no se dio cuenta de cómo había
llegado a su puesto y montado a caballo. El disgusto que
sentía por no haber intervenido en la acción, el
mal humor que le producía el encontrarse siempre con las
mismas personas, todos sus pensamientos egoístas, se
desvanecieron instantáneamente. Su atención estaba
absorbida por la felicidad que le producía la presencia
del Emperador. Esta felicidad le compensaba con creces del
aburrimiento de todo el día. Sentíase feliz como el
enamorado que ha obtenido la entrevista deseada. Inmóvil
en la fila, sin atreverse a mover la cabeza, sentía
«su» proximidad gracias a una especie de instinto
apasionado y no por el ruido que producían los cascos de
los caballos que se acercaban; la percibía porque al mismo
tiempo que se iban acercando todo se volvía más
alegre, más importante, más solemne. A medida que
el sol avanzaba, derramando a su alrededor un rayo de luz suave,
majestuosa, sentíase aprisionado por aquel rayo y
oía su voz acariciadora, tranquila, augusta y querida. Y
cuando Rostov comprendió que se encontraba allí
hízose un silencio de muerte y en medio de aquel silencio
dejóse oír la voz del Emperador.

– ¿Los húsares de Pavlogrado? –
preguntó.

– A la reserva, Sire – replicó una voz cualquiera
de timbre muy humano comparada con aquella sobrehumana que
había dicho: «¿Los húsares de
Pavlogrado?»

El Emperador se detuvo cerca de Rostov. El rostro de
Alejandro resplandecía. Era tanta la alegría que
brillaba en él, tal la inocente juventud qué
transparentaba, que recordaba la expresión de un muchacho
de catorce años; pero además poseía el fuego
del rostro de un gran emperador. Al recorrer el escuadrón
con la mirada, sus ojos tropezaron por casualidad con los de
Rostov, y permanecieron fijos en ellos escasamente dos segundos.
El Emperador comprendió lo que sucedía en el
ánimo de Rostov – éste pensó que lo
había comprendido -, pero sólo durante dos segundos
permanecieron sus azules ojos, de los que brotaba una luz suave,
cenicienta, fijos en el rostro de Rostov.

A continuación arqueó las cejas. Haciendo
un brusco movimiento, espoleó su caballo con el pie
izquierdo y salió al galope. El joven Emperador deseaba
asistir al combate y, no obstante las observaciones de los
cortesanos, a mediodía galopó hacia las
avanzadillas, dejando atrás la tercera columna, que le
acompañaba. Antes de llegar adonde estaban los
húsares, algunos ayudantes de campo le dieron la noticia
del feliz término de la acción.

El combate, que se redujo a la captura de un
escuadrón francés, fue presentado como una
brillante victoria sobre el enemigo, y ésta fue la causa
de que el Emperador, y con él todo el ejército,
creyeran, hasta que el humo de la pólvora no se hubo
disipado, que los franceses habían sido vencidos y
retrocedían a marchas forzadas. Minutos después de
haber pasado el Emperador, la división de húsares
de Pavlogrado recibió órdenes de avanzar. Rostov
volvió a ver al Emperador en Vischau, un pueblo
alemán. En la plaza del pueblo, donde antes de la llegada
del Emperador había habido un duro encuentro, se
veían algunos soldados heridos y muertos que aún no
habían sido retirados.

El Emperador, rodeado por su séquito militar y
civil, montaba un alazán; ligeramente inclinado hacia
delante, llevó los lentes de oro a los ojos con gesto
gracioso para mirar a un soldado tendido en el suelo, que
había perdido el casco y tenía la cabeza llena de
sangre. El herido estaba tan sucio, su aspecto era tan grosero,
que Rostov extrañóse de que pudiera estar tan cerca
del Emperador. Rostov observó que los hombros del
Emperador temblaban, al parecer bajo la influencia del
frío, y que con el pie izquierdo espoleaba nerviosamente
el flanco del caballo, que, habituado a tales
espectáculos, contemplaba al herido indiferente y sin
moverse. Un ayudante de campo apeóse de su caballo,
cogió al herido por los sobacos y le instaló en una
camilla.

El soldado gemía.

– Más despacio, más despacio. ¿No
puede hacerse más despacio? – dijo el Emperador, quien
parecía sufrir más que el soldado
agonizante.

Acto seguido se alejó de allí.

Rostov vio que el Emperador tenía los ojos llenos
de lágrimas, y, mientras se iba, oyó que
decía a Czartorisky:

– ¡Qué cosa más terrible es la
guerra!

Las tropas de vanguardia formaban delante de Vischau,
frente a un enemigo que durante todo el día no
hacía otra cosa que ceder terreno a la más
pequeña escaramuza. Las felicitaciones del Emperador
fueron transmitidas a la vanguardia; prometiéronse
condecoraciones, y los soldados recibieron doble ración de
aguardiente. Las hogueras brillaban mucho más que la noche
anterior, y en torno a ellas resonaban las canciones de los
soldados. Denisov celebraba aquella noche su ascenso a
comandante, y Rostov, que había bebido más de la
cuenta durante el banquete, propuso que se brindase a la salud
del Emperador. Pero no a la del emperador imperator, tal como se
hace en los banquetes oficiales, sino a la salud del Emperador
hombre bueno, gentil y grande. «¡Bebamos a su salud y
por la victoria segura contra los franceses!»

– Si hemos combatido – dijo -, si no hemos retrocedido
ante los franceses como en Schoengraben, ¿qué no
seremos capaces de hacer ahora que el Emperador marcha ante
nosotros? ¡Moriremos satisfechos, moriremos por él!
¿No es cierto, señores? Tal vez no me explico bien.
He bebido demasiado, pero lo siento como lo digo y a vosotros os
pasará lo mismo. ¡A la salud del Emperador!
¡Hurra!

– ¡Hurra! ¡Hurra! – repitieron las voces
aguardentosas de los oficiales.

Kirstein, el viejo jefe de compañía,
gritó con no menos animación y fuerza que Rostov,
joven de veinte años.

Cuando los oficiales hubieron bebido y roto las copas,
Kirstein llenó otras y, en mangas de camisa y con una copa
en la mano, acercóse a las hogueras de los soldados; en
actitud majestuosa, agitando la mano en el aire – su bigote gris
brillaba mientras mostraba el vello de su pecho por entre la
camisa desabrochada -, detúvose junto al resplandor de las
hogueras.

-Hijos míos, ¡a la salud del Emperador!
¡Por la victoria contra los franceses! ¡Hurra! –
gritó con su fuerte voz de barítono el viejo
húsar.

Los húsares se agruparon y respondieron con
grandes gritos.

Muy avanzada la noche, una vez recogidos todos, Denisov,
con su mano sarmentosa, tocó el hombro de Rostov,
¡su amigo predilecto!.

– En campaña no sabe uno de quién
enamorarse, y se enamora uno del Emperador.

– Denisov, no bromees con estas cosas – exclamó
Rostov -. Es un sentimiento tan elevado, tan noble…

– Lo sé, lo sé, yo también lo
siento…

– No, tú no sabes lo que es.

Y Rostov se puso en pie y empezó a andar
maquinalmente por entre las hogueras, mientras pensaba en el goce
de morir, no por salvar la vida del Emperador – no se
atrevía a tanto -, sino sencillamente por merecer una
mirada suya.

En efecto, estaba enamorado del Emperador, de la gloria
de las armas rusas y de la esperanza del próximo
triunfo.

Pero no era él el único que experimentaba
tales sentimientos en aquel día memorable que
precedió a la batalla de Austerlitz. De cada diez soldados
y oficiales rusos, nueve estaban enamorados en aquella
época, aunque quizá con menos entusiasmo que
Rostov, del Emperador y de la gloria de las armas.

VII

Rostov pasó la noche con su pelotón en las
avanzadas del destacamento de Bagration. Los húsares
estaban situados en última línea, de dos en dos, y
Rostov recorría aquella línea, tratando de dominar
el sueño invencible que le cerraba los ojos. A su espalda
extendíase un inmenso espacio iluminado por las hogueras
del ejército ruso, las cuales resplandecían a
través de la niebla. Delante, todo eran sombras y
niebla.

Por más que hacía esfuerzos para atravesar
con la vista aquel muro de sombras, no lo conseguía.
Allí donde suponía que debía encontrarse el
enemigo, tan pronto creía descubrir un resplandor gris
como alguna cosa oscura, o el débil resplandor de las
hogueras. A veces creía que todo era una aberración
de su vista. Los ojos se le cerraban a pesar suyo y en la
imaginación se le presentaba el Emperador, o bien Denisov,
y a. ratos los recuerdos de Moscú. Se esforzaba entonces
en abrir los ojos, y entonces veía muy cerca, ante
él, la cabeza y las orejas del caballo que montaba y,
más allá, las siluetas negras de los
húsares, que pasaban a seis pasos de él. Y a lo
lejos, siempre la misma oscuridad, la misma niebla.
«¿Por qué no? – pensaba Rostov -. Es muy
posible que el Emperador se me ponga delante y me dé una
orden como a cualquier oficial, diciéndome: "Ve a hacer un
reconocimiento allá abajo." ¿No dicen que todo pasa
por casualidad? Pues nada, él puede ver a un oficial y
ocurrírsele tomarle a su servicio. ¿Y si me llevase
consigo? ¡Oh, cómo le serviría, cómo
le diría toda la verdad, cómo le denunciaría
a los traidores!» Y Rostov, para representarse vivamente su
amor y su devoción por el Emperador, se imaginaba al
enemigo, un alemán traidor, enemigo al que mataría
no solamente con alegría, sino que, además,
querría abofetearlo delante del Emperador. Un grito lejano
le despertó de pronto. «¿Dónde estoy?
¡Ah, sí! En el frente. Y eso es el santo y
seña: Olmutz. ¡Qué lástima que
mañana esté en mi escuadrón de reserva!
Pediré que me envíen al frente. Sólo
así podré estar al lado del Emperador. El relevo no
tardará ya mucho. Todavía tengo tiempo de dar una
vuelta y luego iré a ver al general, a
pedírselo.» Se acomodó en la silla y
picó espuelas al caballo, con objeto de ver una vez
más a sus húsares. Le pareció que la noche
se había aclarado. Hacia la izquierda se distinguía
una suave pendiente iluminada y ante ella una pequeña
montaña negra que parecía vertical como una pared.
Sobre esa montaña negra había un espacio blanco
totalmente inexplicable para Rostov: ¿era un claro del
bosque iluminado por la luna donde la nieve no se había
fundido todavía o bien eran casas blancas? Hasta le
pareció que en aquella mancha blanca había algo que
se movía. «Seguramente es nieve esa mancha… Una
mancha… Pero no, no es una mancha – pensó Rostov -.
Natacha, mi hermana, la de los ojos negros… ¡Natacha! Se
quedará muy admirada cuando le diga que he visto al
Emperador. Natacha, Natacha…»

– Apártese a un lado, señor. Aquí
hay aliagas – dijo la voz de un húsar que caminaba tras
Rostov.

Éste alzó la cabeza, caída sobre
las crines del caballo, y se paró al lado del
húsar. El sueño juvenil, infantil, se apoderaba de
él involuntariamente. «Sí, ¿en
qué pensaba? No quiero que se me olvide.
¿Cómo le hablaré al Emperador? No, no es
esto. Esto será mañana. Sí, sí,
Natacha. ¿Quién? ¡Los húsares!
¡Los húsares! ¡Los bigotes! Este húsar
del bigote ha pasado por la calle Tverskaia. Cuando yo estaba
delante de casa Guriev, todavía pensaba en él…
¡El viejo Guriev! ¡Ah, Denisov es un buen chico, un
buen chico! Sí, todo son niñerías. Lo
principal es que el Emperador esté aquí. Cuando me
miró me quería decir alguna cosa, pero no se ha
atrevido. Sí, es una broma. Pero lo que hace falta, sobre
todo, es no olvidarme de lo que he pensado. Sí, Natacha,
sí, sí. Está biena. Y de nuevo se le
caía la cabeza sobre el cuello del caballo. De pronto le
pareció que disparaban.

– ¿Qué? ¿Qué?
¿Quién tira? – dijo,
despertándose.

En el momento de abrir los ojos, sintió ante
él, donde estaba el enemigo, los gritos prolongados de
miles de voces. Tanto su caballo como el del húsar que iba
cerca de él levantaron la cabeza. En el sitio donde se
oían los gritos se encendían y se apagaban luces
una detrás de otra y, encima de un altozano, donde estaban
las líneas francesas, se encendían también
luces y los gritos aumentaban cada vez más. Rostov
oía ya el acento de las palabras francesas, pero no
podía entender ninguna. Gritaban demasiadas voces a la
vez. No distinguía otra cosa que: «¡Raaa!
¡Rrrr!» – ¿Qué es eso?
¿Qué te parece que es? – preguntó al
húsar que estaba a su lado -. ¿Son los
franceses?

El húsar no respondía.

– ¿No me has oído? – preguntó de
nuevo Rostov, cansado de esperar la respuesta.

– ¡Quién sabe, señor! –
respondió de mala gana el húsar.

– Por la posición, tienen que ser los franceses –
repitió Rostov.

– Puede que sí, puede que no – dijo el
húsar -. ¡Pasan tantas cosas en la noche!
¡Sooo!-gritó al caballo, que se
impacientaba.

El caballo de Rostov también se impacientaba,
golpeando con la pata la tierra helada, escuchando los ruidos y
mirando las luces. Los gritos aumentaban, confundiéndose
con un clamor general, que solamente un ejército de muchos
miles de hombres podían producir. Las lucecitas se
extendían, probablemente por toda la línea del
campo francés. Rostov no tenía ya sueño. Los
gritos alegres, triunfantes, del ejército enemigo le
excitaban. «¡Viva el Emperador! ¡El
Emperador!», oyó en aquel momento Rostov.

-Eso no debe de ser muy lejos. Detrás del arroyo
-dijo al húsar.

El húsar, sin responder, se contentó con
lanzar un suspiro y tosió malhumorado. En la línea
de los húsares se oían las pisadas de los caballos
que marchaban al trote y, de pronto, de la niebla de la noche
emergía la figura de un suboficial de húsares que
parecía un enorme elefante.

– ¡Señoría, los generales! – dijo el
suboficial acercándose a Rostov.

Rostov, sin perder de vista las luces y escuchando los
gritos, marchó con el suboficial a recibir a algunos
caballeros que avanzaban por la línea. Uno de ellos
montaba un caballo blanco. El príncipe Bagration y el
príncipe Dolgorukov, acompañados por los ayudantes
de campo, venían a observar el extraño
fenómeno de las hogueras y de los gritos en el campo
enemigo. Rostov se acercó a Bagration, le informó y
luego, reuniéndose con los ayudantes de campo,
escuchó lo que decían los generales.

– Créame usted. Esto no es más que una
estratagema – decía Dolgorukov a Bagration -. Se retiran y
han mandado a la retaguardia que enciendan hogueras y que hagan
mucho ruido para engañarnos.

– Me parece que no – contestó Bagration -. Esta
noche les he visto encima del altozano. Si retroceden,
querrá decir que se han ido de allí. Señor
oficial, ¿todavía están en su puesto los
espías? – preguntó a Rostov.

– Esta tarde estaban todavía, pero ahora no lo
sé, Excelencia. Si lo ordena usted, iré con los
húsares.

Bagration, sin responder, procuró distinguir la
cara de Rostov entre la niebla.

– Bien, vaya usted – contestó tras un corto
silencio.

– Obedezco.

Rostov espoleó al caballo, llamó al
suboficial y a dos húsares y, mandándoles que le
siguieran, subió al altozano al trote, en dirección
a los gritos.

Rostov, con un estremecimiento de alegría, iba
solo, seguido de los tres húsares, hacia aquella
lejanía hundida en la niebla, misteriosa y llena de
peligro, adonde nadie había ido antes que él. Desde
lo alto del montículo donde se hallaba, Bagration le
gritó que no pasara del arroyo, pero Rostov fingió
que no le oía y, sin detenerse, iba hacia delante,
engañándose a cada paso. Tomaba a los
árboles por hombres. Marchaba al trote, y muy pronto
dejó de ver tanto las luces de su campamento como las del
enemigo, pero oía más fuertes y más claros
los gritos de los franceses. Al fondo distinguió ante
él algo como un río, pero cuando llegó hasta
allí dióse cuenta de que era la carretera.
Paró, indeciso, el caballo; tenía que seguirla o
bien meterse por los campos a través de la oscuridad,
hacia el monte de enfrente. Seguir la carretera, que se
veía perfectamente entre la niebla, era bastante
peligroso, pues se podía distinguir con facilidad a los
que pasaran por ella. «¡Seguidme!»,
gritó. Y, atravesando la carretera, emprendió al
galope la subida al montecillo donde por la tarde había
visto a un piquete francés.

– ¡Señor, ya estamos! – pronunció
tras él uno de los húsares.

Rostov apenas si había tenido tiempo de darse
cuenta de que algo parecía negrear entre la niebla cuando
se vio un fogonazo, sonó un tiro y una bala pasó
por encima de ellos, silbando como un gemido. Se vio el fogonazo
de otro disparo, pero no se oyó ruido alguno. Rostov dio
la vuelta en redondo y siguió galopando. En diversos
intervalos sonaron cuatro tiros y cuatro balas silbaron cerca de
ellos en la niebla, produciendo cuatro notas distintas. Rostov
contenía al caballo, excitado como él por los
tiros, y subía al paso. «¡Vaya, arriba,
arriba!», decía en su interior una alegre
voz.

No oyó ningún tiro más. Cuando se
iba acercando a Bagration, puso de nuevo su caballo al galope y
luego se acercó al General llevándose la mano a la
visera.

Dolgorukov insistía en su parecer de que los
franceses retrocedían y que sólo habían
encendido las hogueras para despistarlos.

– … ¿Y qué prueba eso? – decía
mientras Rostov se les acercaba -. Pueden haber retrocedido,
dejando este piquete ahí.

– Evidentemente, Príncipe, todavía no se
han ido todos. Mañana por la mañana lo sabremos de
cierto – afirmó Bagration.

– Excelencia, el piquete está todavía en
lo alto del montecillo, en el mismo sitio que esta tarde –
replicó Rostov inclinado y con la mano en la visera. Con
trabajo podía contener la alegre sonrisa que había
provocado en él aquella correría y principalmente
el silbido de las balas.

– Está bien, está bien. Gracias,
señor oficial – dijo Bagration.

– Excelencia, permítame que le haga una
petición.

– Diga.

– Mañana, nuestro escuadrón está
destinado a la reserva; le pido que me sea permitido agregarme al
primer escuadrón.

– ¿Cómo se llama usted?

– Conde Rostov.

– Bien, quédese conmigo de ordenanza.

– ¿Hijo de Ilia Andreievitch? – preguntó
Dolgorukov.

Pero Rostov no le respondió.

– Así, ¿puedo esperar,
Excelencia?

– Ya daré la orden.

«Es muy posible que mañana me manden al
Emperador con una orden – pensó -. ¡Alabado sea
Dios!»

VIII

A las ocho de la mañana, Kutuzov, a caballo, se
dirigía a Pratzen a la cabeza de la cuarta columna de
Miloradovitch, que era la que había de situarse en el
lugar que antes ocupaban las columnas de Prjebichevski y de
Lageron, que habían llegado ya al río.
Saludó a los soldados del regimiento que estaban delante y
dio la orden de marcha, para demostrar que tenía la
intención de conducir él mismo la columna. Se
detuvo muy cerca del pueblecito de Pratzen. El príncipe
Andrés iba tras el general en jefe, entre el montón
de personas que formaban su escolta. Estaba emocionado,
malhumorado, pero resuelto y tranquilo como generalmente se
encuentran los hombres cuando llega un momento largamente
deseado. Estaba firmemente convencido de que aquel día
sería su Tolón y su Puente de Arcola.

¿Cómo sucedería tal cosa? No lo
sabía, pero se hallaba plenamente seguro de que
llegaría a ser un hecho. Conocía el país y
la situación de las tropas como cualquier otro del
ejército ruso. Su plan estratégico había
sido dado de lado; las circunstancias habían hecho que
fuera imposible de ejecutar. Y mientras se acomodaba al plan de
Veyroter, pensaba en los azares que podían producirse y
suscitar la necesidad de sus consideraciones rápidas y de
su resolución.

Abajo, a la izquierda, en la niebla, se oían las
descargas entre tropas invisibles. La batalla se concentraba,
pues, abajo, tal como el príncipe Andrés
había supuesto. Era allí donde estaba el
obstáculo principal. «Seré enviado a la
batalla con una brigada o una división, y yo
seguiré adelante con la bandera en la mano, deshaciendo
todo lo que me salga al paso», pensaba.

El príncipe Andrés no podía mirar
con indiferencia las banderas de los batallones que pasaban.
Contemplándolas, pensaba continuamente:
«¿Quién sabe si será esta misma
bandera la que tendré que coger para conducir a las
tropas?.»

La niebla de la noche, cuando se hacía de
día, se transformaba en rocío y escarcha y quedaba
en las cimas, pero en el fondo todavía se extendía
como un lácteo mar. En el fondo de la hondonada, hacia la
izquierda, por donde bajaban las tropas rusas y por donde se
oían las descargas, no se veía nada. Sobre las
cimas aparecía el cielo azul oscuro y a la derecha
brillaba el amplio disco del sol. Enfrente, a lo lejos, en la
otra orilla de aquel mar de niebla, distinguíanse las
gibosas colinas en las que debía encontrarse el
ejército enemigo, alcanzándose a distinguir alguna
cosa.

A la derecha, al penetrar en la niebla, la guardia
dejaba a sus espaldas un sordo rumor de pasos y de ruedas; de vez
en cuando veíase el brillo de las bayonetas.

A la izquierda, detrás del pueblo, las masas de
caballería avanzaban también y sé
percibían en la niebla. La infantería marchaba
delante y detrás. El general en jefe permanecía
estacionado a la salida del pueblo y las tropas desfilaban por
delante de él. Aquella mañana, Kutuzov
parecía cansado y malhumorado. La infantería que
pasaba por delante de él deteníase
desordenadamente; debía de haber algo que
entorpecía su camino.

– Ordene que se dividan en batallones y que den la
vuelta al pueblo – dijo Kutuzov con acento de cólera a un
general que se acercaba -. ¿No se da usted cuenta de que
es imposible avanzar en fila por las calles de un pueblecito
cuando se marcha hacia el enemigo?

– Había pensado formar detrás del pueblo,
Excelencia – replicó el general.

En los labios de Kutuzov dibujóse una amarga
sonrisa.

– Será mejor, mucho mejor, que despliegue usted
cara al enemigo.

-El enemigo está todavía lejos,
Excelencia, y según la disposición…

– ¿Qué disposición? –
exclamó Kutuzov en tono de riña -.
¿Quién le ha dicho a usted eso? Haga el favor de
hacer lo que le ordeno.

– A sus órdenes.

-Querido amigo, el viejo está hoy de un humor de
todos los diablos – bisbiseó Nesvitzki al príncipe
Andrés.

Un general austriaco, luciendo uniforme azul y un
plumero verde, aproximóse a Kutuzov y le preguntó,
en nombre del Emperador, si la cuarta columna había
entrado ya en acción.

Kutuzov volvióse sin responder y su mirada fue a
fijarse por casualidad en el príncipe Andrés, que
encontrábase a su lado. Al darse cuenta de la presencia de
Bolkonski, la mirada colérica y amarga de Kutuzov se
suavizó como si quisiera decir con ello que su ayudante de
campo no tenía la menor culpa de lo que pasaba. Sin
responder una palabra al ayudante de campo austriaco,
dirigióse a Bolkonski.

– Hágame el favor de ir a comprobar si la tercera
división ha pasado ya del pueblo. Dígales que se
detengan y que esperen mis órdenes.

El Príncipe apresuróse a cumplir la orden;
Kutuzov le detuvo.

– Y pregunte si los tiradores están en
posición – añadió -. Pero ¿qué
están haciendo? – dijo como para sí, prescindiendo
en absoluto del general austriaco.

El Príncipe se lanzó al galope para hacer
cumplir la orden que le habían dado.

Una vez se hubo adelantado al batallón que
marchaba a la cabeza, detuvo a la tercera división,
comprobando que, en efecto, delante de las columnas rusas no
había ni un solo tirador.

El jefe del regimiento que iba en cabeza quedóse
muy sorprendido al escuchar la orden del Generalísimo
disponiendo que colocaran tiradores. Estaba más que
convencido de que delante de él tenia tropas rusas y
pensaba que el enemigo encontrábase a unas diez verstas.
En efecto, ante él extendíase una desierta sabana
de suave pendiente cubierta de una espesa niebla.

Después de transmitida la orden del
Generalísimo, el príncipe Andrés
regresó a su puesto. Kutuzov continuaba en el mismo lugar;
su voluminoso cuerpo descansaba sobre la silla y continuos
bostezos se escapaban de su boca mientras entornaba los ojos. Las
tropas no se movían, permaneciendo en posición de
descanso, con las culatas de los fusiles apoyadas en
tierra.

– Muy bien, muy bien – dijo al príncipe
Andrés. Y acto seguido dirigióse al General, el
cual, reloj en mano, indicábale que era hora de ponerse en
marcha, pues todas las columnas del flanco izquierdo
encontrábanse ya abajo.

– Ya tendremos tiempo, Excelencia – repuso Kutuzov,
después de lanzar un bostezo -. No tenemos prisa
-añadió.

En aquel momento, detrás de Kutuzov
oyéronse a lo lejos los gritos de los regimientos que
saludaban, y los sonidos empezaron a propagarse
rápidamente por los haces de columnas que avanzaban. Aquel
a quien saludaban debía pasar evidentemente muy aprisa.
Cuando los soldados del regimiento delante del cual se encontraba
Kutuzov empezaron a gritar, el Generalísimo se echó
un poco hacia atrás y volvióse a mirar con las
cejas fruncidas.

Habríase dicho que por el camino de Pratzen
galopaba un escuadrón completo de caballería
vestido con uniforme de diferentes colores. Los jinetes avanzaban
delante de los demás, corriendo al galope. Uno de ellos
vestía un uniforme de color negro y lucía un
plumero blanco; montaba un caballo alazán; el otro llevaba
un uniforme blanco y su caballo era negro: eran los dos
emperadores, seguidos de su escolta. Kutuzov, con la
afectación propia de un subordinado que está de
servicio, ordenó: «¡Firmes!», y se
acercó al Emperador, saludando militarmente. Su persona y
su actitud cambiaron de súbito. Ofrecía el aspecto
de un subordinado que no discute las órdenes. Con respeto
afectado, que pareció disgustar al Emperador, se
acercó a él y le saludó.

– ¿Por qué no empieza usted, Mikhail
Ilarionovitch? -preguntó ásperamente el emperador
Alejandro a Kutuzov, dirigiendo una mirada cortés al
emperador Francisco.

– Esperaba a Vuestra Majestad – respondió Kutuzov
haciendo una respetuosa reverencia.

El Emperador acercó su oreja y frunció
ligeramente las cejas, dando a entender que no había
oído bien.

– Espero a Vuestra Majestad – repitió
Kutuzov.

El príncipe Andrés observó que al
pronunciar la palabra «espero», el labio
inferior de Kutuzov tembló de una manera
anormal.

-Las columnas todavía no están reunidas,
Majestad.

El Emperador oyó la respuesta y todos pudieron
darse cuenta que no era de su agrado. Se encogió de
hombros y miró a Novosiltzov, que se encontraba cerca de
él, y con la mirada se quejó de Kutuzov.

– No estamos en el Campo de Marte, Mikhail
Ilarionovitch, para que hayamos de esperar que todos los
regimientos estén en línea – dijo el Emperador
mirando otra vez al emperador Francisco, como si le invitara, si
no a intervenir en el diálogo, por lo menos a escuchar lo
que decían.

El emperador Francisco, sin embargo, seguía
mirando a su alrededor sin prestar oído.

-Es precisamente por eso, Majestad, por lo que no
empiezo – replicó Kutuzov con voz sonora y clara, como si
quisiera que sus palabras fueran comprendidas por todos. En su
rostro algo parecía temblar -. No empiezo, Majestad,
porque no estamos en una revista ni en el Campo de
Marte.

En la escolta del Emperador, en todos los rostros, que
al oír aquellas palabras se miraron los unos a los otros,
dibujóse una expresión de disgusto y de censura:
«Por viejo que sea, no tiene derecho ni pretexto alguno
para hablar de ese modo», querían decir todos
aquellos semblantes.

El Emperador tenía la mirada clavada en los ojos
de Kutuzov, en espera de que éste dijera alguna otra cosa.
Kutuzov inclinó respetuosamente la cabeza y
también pareció quedar en espera de
algo.

– No obstante, si Vuestra Majestad lo ordena… – dijo
Kutuzov alzando la cabeza.

Y, cambiando de tono una vez más, habló
como un general en jefe que obedece sin discutir.

IX

Kutuzov seguía al paso a los fusileros que
acompañaban a sus ayudantes de campo.

Después de haber recorrido una media versta en la
cola de la columna, se detuvo delante de una casa solitaria,
probablemente una posada, que sus dueños habían
abandonado, situada en el cruce de dos caminos. Las dos
carreteras que convergían en aquel punto
descendían de una montaña y las tropas
subían tanto por la una como por la otra.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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