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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 6)



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La niebla empezaba a desvanecerse. En los altozanos de
enfrente, situados a dos verstas, todo lo más, de
distancia, se distinguían vagamente las tropas enemigas.
Abajo, a la izquierda, el ruido de los tiros se oía
más claro. Kutuzov se detuvo y empezó a hablar con
el general austriaco. El príncipe Andrés, algo
apartado, les observaba. Necesitó un anteojo de larga
vista y se lo pidió a un ayudante de campo.

– Vea, vea – dijo el ayudante de campo, que miraba no al
ejército lejano, sino al que se encontraba delante de
él, en la montaña -. ¡Son los
franceses!

Los dos generales y los ayudantes de campo cogieron con
un vivo movimiento los anteojos, que se arrancaban de las manos
uno al otro. De pronto, todos aquellos rostros se demudaron; un
frío mortal cruzó por ellos. Creían que los
franceses se encontraban a diez verstas e inesperadamente los
veían ante ellos.

– Sí,, sí, es verdad… ¿Qué
significa eso? – exclamaron diversas voces.

El príncipe Andrés descubrió, a
simple vista, abajo, a la derecha, una fuerte columna francesa
que avanzaba contra el regimiento de Apcheron, a unos quinientos
pasos de donde estaba Kutuzov.

«¡Ha llegado el momento decisivo!
¡Ahora entraré yo en juego!», pensó el
príncipe Andrés.

Y, espoleando a su caballo, se acercó a
Kutuzov.

-Hay que detener al regimiento de Apcheron, Excelencia –
gritó.

Pero en aquel mismo instante, el espacio
cubrióse de humo, las descargas oyéronse muy cerca
y una voz delgada y asustada gritó a dos pasos del
príncipe Andrés: «¡Ya estamos,
camaradas!»

Hubiérase dicho que aquel grito era una orden. Y
al oírlo, todo el mundo echó a correr.

Una multitud que crecía por momentos
corría, retrocediendo hacia el lugar donde cinco minutos
antes las tropas desfilaban por delante de los emperadores. No
sólo era difícil contener a aquella multitud, sino
que al mismo tiempo era imposible evitar el ser arrastrado por
los que corrían. Bolkonski hacía esfuerzos por
mantenerse firme, sin retroceder, y miraba estupefacto a su
alrededor, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos.
Nesvitzki, enardecido, furioso, desconocido, gritaba a Kutuzov
que si no se marchaba inmediatamente de allí
acabarían por hacerle prisionero. Pero Kutuzov no se
movía de su sitio; no respondió a aquel
requerimiento y se sacó un pañuelo del bolsillo. Le
salía sangre de una mejilla. El príncipe
Andrés se abrió paso hasta llegar a su
lado.

– ¿Estáis herido, Excelencia? – le
preguntó, conteniendo a duras penas el temblor de su
mandíbula.

– No está aquí la herida, sino allá
– replicó Kutuzov apretando el pañuelo contra su
mejilla y señalando a los fugitivos -. ¡Contenedlos!
– gritó.

Pero, al convencerse de que era imposible hacerlo,
espoleó a su caballo y se lanzó hacia la
derecha.

El creciente alud de fugitivos le atrapó entre
sus redes y se lo llevó hacia atrás.

Los grupos de soldados que corrían eran tan
compactos que el que caía en medio no lograba
levantarse.

Uno gritaba: «¡Vamos, vamos! ¿Por
qué te detienes?» Y otros se volvían y
disparaban al aire. Un tercero golpeaba al caballo de Kutuzov, el
cual, a costa de duros esfuerzos, logró atravesar la riada
y pasar a la izquierda con su escolta reducida por lo menos a la
mitad, lanzándose hacia donde sonaban los cañones.
Libre del aluvión de fugitivos, el príncipe
Andrés, procurando no separarse de Kutuzov,
descubrió a través del humo, en la pendiente de la
montaña, una batería rusa que continuaba haciendo
fuego y contra la cual avanzaban los franceses. Más
arriba, la infantería rusa manteníase
inmóvil: ni avanzaba ni retrocedía para sumarse a
los fugitivos. Un general montado a caballo se destacó de
la batería y se acercó a Kutuzov. La escolta del
Generalísimo había quedado reducida a cuatro
hombres. Todos estaban pálidos y se miraban en
silencio.

– ¡Detened a esos miserables! – gritó,
ahogándose, Kutuzov al jefe del regimiento
señalándole a los fugitivos.

Pero en aquel mismo instante, como si fuera un castigo a
sus palabras, las balas, semejantes a una bandada de
pequeños pájaros, empezaron a pasar silbando por
encima del regimiento y de la escolta de Kutuzov. Los franceses
atacaban la batería. Al distinguir a Kutuzov, dispararon
contra él. Pasada aquella descarga, el comandante se
llevó una mano a la pierna y algunos soldados cayeron. El
subteniente que llevaba la bandera la dejó resbalar de sus
manos. La bandera se balanceó y cayó,
enganchándose con los fusiles de los soldados que estaban
cerca. Los soldados empezaron a tirar sin esperar ninguna
orden.

– ¡Oh! ¡Oh! – sollozaba Kutuzov con
desesperado acento. Se volvió -. ¡Bolkonski! –
llamó con voz temblorosa, consciente de su debilidad senil
-. ¡Bolkonski! – murmuró designando al
batallón desorganizado y al enemigo -. ¿Qué
es eso?

Pero antes de que acabara lo que deseaba decir, el
príncipe Andrés, que sentía que
lágrimas de vergüenza y de rabia le subían a
la garganta, se bajó del caballo y corrió hacia la
bandera.

– ¡Muchacho, adelante! – gritó Kutuzov con
voz aguda e infantil.

«Ha llegado la hora», pensó el
príncipe Andrés mientras esgrimía el asta de
la bandera, oyendo con placer el silbido de las balas dirigidas a
él.

Los soldados continuaban cayendo.

– ¡Hurra! – gritó el príncipe
Andrés, que con trabajo llevaba la bandera. Se
lanzó hacia delante, seguro de que le seguiría todo
el batallón. En efecto, no había andado sino unos
pasos y ya vio moverse a un soldado, después a otro y
después a todo el batallón gritando:
«¡Hurra!» Y corrieron tanto que le dejaron
atrás.

Un suboficial cogió la bandera, que se balanceaba
por ser demasiado pesada para las manos del Príncipe, pero
pronto cayó mortalmente herido. El príncipe
Andrés volvió a apoderarse de ella y, arrastrando
su mástil por el suelo, corrió hacia el
batallón. Ante sí veía a los artilleros:
unos se batían, otros dejaban las piezas y se iban con el
batallón. Y los soldados de infantería franceses se
apoderaban de los caballos de los artilleros y daban la vuelta a
los cañones. El príncipe Andrés, con el
batallón estaba ya a veinte pasos de las piezas.
Sentía muy cerca los silbidos de las balas y
continuamente, a su derecha y a su izquierda, los soldados
caían lanzando gemidos. Pero él no les prestaba
atención. Miraba tan sólo hacia delante.
Distinguía claramente la cara de un artillero rojo con el
quepis de medio lado, que tiraba del escobillón que un
francés le quería quitar. El príncipe
Andrés veía perfectamente la expresión
rabiosa de aquellos dos hombres que visiblemente no sabían
lo que les pasaba. «¿Qué hacen?»,
pensó el príncipe Andrés mirándolos.
«¿Por qué no huye el artillero rojo, ya que
no tiene ningún arma? ¿Por qué no le mata el
francés? En cuanto el otro quiera huir, el francés
se acordará que tiene un fusil y le matará.»
Efectivamente, otro francés se acercó al grupo,
preparó su arma y el artillero rojo, que no sabía
lo que le esperaba y acababa de arrancar triunfalmente a su
contendiente el escobillón, cayó herido. Pero el
príncipe Andrés no vio cómo terminó
la cosa. Le pareció que algunos soldados, los que
tenía más cerca, le golpeaban en la cabeza con
todas sus fuerzas. Sentía un dolor agudo, pero lo que
más le contrariaba era que tal dolor le distraía y
le privaba de ver lo que deseaba.

«Pero… ¿qué es esto? ¿Me
caigo? ¿Se me doblan las piernas?», pensó. Y
cayó de espaldas.

Abrió luego los ojos para enterarse de
cómo había acabado la lucha de los franceses contra
el artillero. Quería saber si el artillero rojo
había sido muerto o no, si los cañones
habían sido salvados o habían caído en manos
de los enemigos. Pero no veía nada. Sobre él no se
extendía otra cosa que el cielo, el alto cielo, lleno de
nubes grises, que pasaban dulcemente. «¡Qué
dulzura, qué calma, qué solemnidad!
¡Qué distinto es esto de lo de hace un momento,
cuando corría yo, cuando corríamos gritando –
pensaba el príncipe Andrés -, cuando nos
batíamos, cuando, con los rostros furiosos, descompuestos,
el francés y el artillero se disputaban el
escobillón! Entonces no desfilaban de esta forma las nubes
por el cielo infinito. ¿Cómo no me he dado cuenta
hasta ahora de este cielo? ¡Qué contento estoy
ahora! Sí, todo es tontería, engaño, fuera
de este cielo infinito. No existe nada sino este cielo. Pero ni
este mismo cielo existe. No hay sino la calma y el reposo.
¡Alabado sea Dios!»

X

El príncipe Andrés yacía en las
montañas de Pratzen, en el mismo sitio en que había
caído con la bandera en la mano. Se desangraba, medio
desmayado, y gemía plañideramente, dejando escapar
un débil e infantil gemido.

Al atardecer dejó de gemir y calló por
completo. No tenía la menor idea del tiempo que
había durado su desmayo. Sentíase vivir de nuevo
mientras un violento dolor le martilleaba en la
cabeza.

«¿Dónde está aquel cielo tan
alto, cuya existencia ignoraba y que he visto hoy por primera
vez?» Tal fue su primer pensamiento. «¿Y este
dolor que tampoco conocía? Sí, hasta ahora lo he
ignorado todo, no sabía nada, nada. ¿Pero
dónde me encuentro?» Aplicó el oído y
oyó las pisadas de los caballos que se acercaban y el
sonido de unas voces que hablaban en francés. Abrió
los ojos. Sobre su cabeza resplandecía aún aquel
cielo tan alto por el que flotaban algunas nubes y a
través de las cuales percibíase el azul infinito.
No hacía ningún movimiento con la cabeza, por lo
que no pudo ver a los que se acercaban, según indicaba el
ruido de los cascos de los caballos y de las voces,
deteniéndose cerca de él.

Los jinetes que se acercaban eran Napoleón y dos
de sus ayudantes de campo. Bonaparte recorría el campo de
batalla y daba las últimas órdenes para fortificar
las baterías, lanzando de vez en cuando una mirada a los
muertos y a los heridos que habían quedado en el
campo.

– ¡Bravos soldados! -dijo Napoleón mirando
a un granadero ruso muerto caído boca abajo con el rostro
hundido en la tierra y una mano, ya fría, vuelta hacia
arriba.

– Las municiones de las piezas se han terminado – dijo
en aquel momento el ayudante de campo que acababa de llegar de
las baterías que disparaban contra Auhest.

– Ordene que avancen las reservas – replicó
Napoleón, y alejándose algunos pasos se detuvo
cerca del príncipe Andrés, tendido en el suelo boca
arriba; con el mástil de la bandera en la mano. La bandera
habíansela llevado los franceses como trofeo.

– ¡Bella muerte! – exclamó Napoleón
mirando a Bolkonski.

El príncipe Andrés comprendió que
las palabras dichas por Napoleón se referían a
él. Oyó que daban el tratamiento de Sire a la
persona que las había pronunciado. Pero oíalos como
se oye el zumbar de una mosca. No sólo no les
prestó atención, sino que ni siquiera los tuvo en
cuenta y los olvidó enseguida. La cabeza le ardía,
notaba cómo le corría la sangre, mientras encima de
él veíase el cielo lejano, infinito. Sabía
que el que se encontraba cerca de él era su héroe,
Napoleón, pero en aquel instante Napoleón
parecióle un hombre pequeño, insignificante, en
comparación con lo que le sucedía a su alma bajo
aquel cielo infinito por el que corrían las nubes… No le
preocupaba lo más mínimo que alguien se detuviera
cerca de él y dijese lo que le viniera en gana; sin
embargo, producíale cierta satisfacción; anhelaba
que aquellos hombres le prestaran ayuda y le devolviesen a la
vida, que ahora parecíale tan bella,
comprendiéndola de otra forma ignorada hasta entonces.
Reunió todas sus fuerzas con el fin de ver si
conseguía moverse un poco y podía emitir
algún sonido. Pudo mover débilmente una pierna y de
su garganta brotó un sonido enfermizo, débil, que
hizo que sintiera compasión de sí mismo.

– ¡Ah, aún tiene vida! – exclamó
Napoleón -. Levantadle y conducidle a la
ambulancia.

A continuación, Napoleón dirigióse
a recibir al mariscal Lannes, que, sombrero en mano, se
acercó a él y le felicitó por la
victoria.

El principe Andrés no recordaba lo que
había sucedido después. Llegó al extremo de
perder toda noción de los dolores que le produjo la
instalación en la litera, los baches del camino, el examen
de las heridas en la ambulancia. No volvió en sí
hasta que le llevaron al hospital, con otros oficiales rusos
heridos y prisioneros. Durante el camino se sintió algo
mejor y pudo mirar e incluso hablar.

Las primeras palabras que oyó al volver en
sí fueron las de un oficial francés que
decía precipitadamente:

– Hemos de detenernos aquí. El Emperador no
tardará en pasar y seguramente habrá de gustarle
ver a los señores prisioneros.

-Hay tantos hoy que puede decirse que casi todo el
ejército ruso lo es; por esto mismo creo que le
fastidiará un poco el verlos – dijo otro oficial
francés.

– ¡Lo que usted quiera! Dicen que éste que
va aquí es el jefe de la guardia del Emperador – dijo el
primer oficial señalando a un oficial herido que llevaba
el uniforme blanco de la caballería de la
guardia.

Bolkonski reconoció al príncipe Repnin,
con el que se había encontrado más de una vez en
los salones de San Petersburgo.

A su lado se veía a un muchacho de diecinueve
años, de la caballería de la guardia,
también herido.

Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo el
caballo.

– ¿Cuál es el oficial de más
graduación? – preguntó al ver a los
prisioneros.

Le indicaron al coronel príncipe
Repnin.

– ¿Guardaba la guardia del Emperador de Rusia? –
le preguntó el Emperador.

-Soy coronel y jefe de escuadrón del regimiento
de caballería de la guardia – respondió
Repnin.

– Su regimiento ha cumplido con su deber de un modo
heroico – añadió Napoleón.

— El que le parezca así a un gran hombre es una
magnífica recompensa – replicó Repnin.

-Pues os la concedo de buen grado – dijo
Napoleón-. ¿Quién es ese joven que
está a su lado?

– Es el hijo del general Sukhtelen. Es teniente de mi
escuadrón.

Napoleón dirigió al muchacho una mirada y
dijo sonriendo:

– Joven ha empezado a vérselas con
nosotros.

– No es necesario ser viejo para ser valiente –
respondió Sukhtelen con acento enfático.

– Bien contestado – replicó Napoleón -.
¡Joven, irá usted lejos!

El príncipe Andrés, colocado
también en primer término, para completar el grupo
de prisioneros, no podía pasar inadvertido a la
atención del Emperador. Napoleón debió
recordar haberle visto en el campo de batalla, pues le
dirigió la palabra.

-Y usted, joven, ¿está mejor?

El príncipe Andrés había podido,
cinco minutos antes, dirigir la palabra al soldado que le
transportaba, pero en aquel momento, con los ojos fijos en
Napoleón, guardó silencio.

¡Parecíanle tan pequeños todos los
intereses que ocupaban la atención de Napoleón! Su
héroe parecíale tan mezquino con aquella su
minúscula ambición y la expresión de
alegría que reflejaba su rostro, producida por la
victoria, en comparación con el alto cielo justo y bueno
que veía… Comprendió que no tenía
ánimo para responderle.

¡Parecía todo tan inútil y tan
mezquino al lado de aquellos serenos y majestuosos pensamientos
que hacían brotar en él la debilidad de sus
fuerzas, producida por la pérdida de sangre, los
sufrimientos y la espera de una muerte próxima! Con los
ojos fijos en los de Napoleón, el príncipe
Andrés pensaba en el vacío de la grandeza, en el
vacío mucho mayor de la muerte, del cual ningún ser
viviente puede percibir ni explicarse el sentido.

El Emperador, sin aguardar la respuesta,
volvióse, y mientras se alejaba dirigióse a uno de
los jefes:

– Que atiendan a estos señores. Que los lleven a
mi vivac y que digan a Larrey que mire sus heridas. Hasta la
vista, príncipe Repnin.

Y se alejó al galope.

Su rostro resplandecía de alegría y de
satisfacción; estaba satisfecho de sí mismo. Los
soldados que conducían al príncipe Andrés
habíanle quitado la pequeña imagen que la princesa
María le colgó al cuello; al ver la benevolencia
con que el Emperador había tratado al prisionero,
apresuráronse a devolvérsela.

El príncipe Andrés no vio quién se
la devolvía ni en la forma en que lo efectuaban, pero
encima del pecho, bajo el uniforme, notó de pronto el
contacto de la medalla colgada de la fina cadena de
oro.

«La cosa estaría muy bien si fuera tan
clara y sencilla como cree la princesa María-pensó
mientras miraba aquella medalla que su hermana habíale
colocado en el pecho poseída de tanta piedad como
veneración -. La cosa estaría bien si
supiéramos dónde ir a buscar la ayuda que se
necesita para esta vida y qué nos espera después,
más allá de la tumba. ¡Qué tranquilo
viviría, qué feliz sería si pudiera decir
ahora: Señor, perdonadme! Pero… ¿a quién
decírselo? A una fuerza indefinida, incomprensible, a la
cual no puedo dirigirme ni hacerme entender con palabras: el gran
todo o la nada. ¿Dónde se encuentra ese Dios que
hay aquí, en este amuleto que me ha dado la princesa
María? Nada hay cierto fuera del vacío que alcanzo
a comprender y de la majestad de algo incomprensible mucho
más importante aún.»

La litera seguía avanzando. A cada brusco
movimiento, el Príncipe experimentaba un dolor
insoportable. La fiebre aumentaba; Bolkonski empezaba a delirar.
Pesadillas en las que intervenía su padre, su mujer, su
hermana, el hijo que esperaba; pesadillas en las que tan pronto
surgía la ternura que sintiera durante la noche, la
víspera de la batalla, como la figura del desmedrado, del
ínfimo Napoleón y, dominando todo aquello, el alto
cielo, constituían el tema principal de sus
visiones.

Representábase la vida tranquila y la felicidad
de Lisia-Gori; encontrábase gozando de aquella felicidad
cuando de pronto aparecía el pequeño
Napoleón, con su mirada indiferente, limitado, satisfecho
al comprobar la desventura de otro; y las dudas y los
sufrimientos volvían a aparecer y sólo el cielo
prometíale tranquilidad. De madrugada, los sueños
confundiéronse en un caos de tinieblas y de olvido que,
según la opinión de Larrey, el médico de
Napoleón, no tardaría en resolverse en la muerta o
en la curación.

– Es un individuo muy nervioso y de una gran cantidad de
bilis. No saldrá de ésta – declaró
Larrey.

El príncipe Andrés, al igual que los
demás heridos desahuciados por el médico, fue
abandonado a manos de los habitantes del país.

Cuarta
parte

I

De vuelta de la campaña, Nicolás Rostov
fue recibido en Moscú por su familia como el mejor de los
hijos, como un héroe, como el querido Nikolenka. Para
todas sus amistades era un joven respetuoso, amable y gentil, un
guapo teniente de húsares, muy buen bailarín y uno
de los mejores partidos de Moscú.

Los Rostov se trataban con todo Moscú. El Conde
estaba bien de dinero aquel año, pues había
hipotecado por segunda vez todas sus tierras. Nicolás, que
pudo comprarse un buen caballo y encargarse unos pantalones a la
última moda, como aún no se habían visto en
Moscú, y unas botas elegantísimas y puntiagudas,
con pequeñas espuelas de plata, pasaba el tiempo muy
divertido. El joven, al vivir de nuevo en su casa, experimentaba
la agradable sensación de acostumbrarse, después de
la ausencia, a las antiguas condiciones de vida. Parecíale
que se había vuelto muy marcial y que había
crecido. Su disgusto a causa de la mala nota que le dieron en
religión, él préstamo que tomó en
casa del cochero Gavrilo, los besos furtivos que dio a Sonia,
parecíanle chiquilladas de las que ahora se encontraba muy
lejos. Era teniente de húsares, adornaban su pecho varias
tiras de plata y la cruz de San Jorge y estrenaba un caballo,
montado en el cual se reunía con los aficionados
más respetables y distinguidos. Iba a pasar todas las
tardes a casa de una señora del bulevar, dirigió la
mazurca en el baile de los Arkharov, hablaba de guerra con el
mariscal Kaminsky, frecuentaba el club inglés y se tuteaba
con un coronel de cuarenta años que le había
presentado Denisov.

En Moscú se murió un poco su entusiasmo
por el Emperador, ya que no le veía ni tenía
esperanza de poderle ver más adelante. Hablaba mucho de
él, sin embargo, y sacaba a relucir el amor que le
profesaba, dando a entender que no decía todo lo que
podía decir y que en su afecto por el soberano
había algo que no todo el mundo estaba en condiciones de
entender. Todo Moscú profesaba este mismo sentimiento de
adoración por el soberano, a quien llamaban «el
ángel terrenal».

Durante su corta estancia en Moscú, antes de
marchar de nuevo al ejército, Nicolás no se
acercó a Sonia; al contrario, se apartó de ella
todo lo que pudo. Sonia estaba encantadora y era notorio que le
amaba apasionadamente, pero él se encontraba entonces en
ese período de juventud en el que parece que hay tantas
cosas que hacer en el mundo que no queda tiempo para ocuparse de
«ella». Nicolás temía encadenarse para
siempre. La libertad le parecía necesaria por un
puñado de razones. Cuando pensaba en Sonia se
decía: «¡Bueno! Ya quedarán otras como
ella.»

El día 3 de marzo se celebró en el club
Inglés un banquete en honor del príncipe Bagration
al que asistieron trescientas personalidades del ejército
y la aristocracia.

Pedro sentábase enfrente de Dolokhov y de
Nicolás Rostov. Comía y bebía
ávidamente y en gran cantidad, como siempre. Pero los que
le conocían observaron aquel día un gran cambio en
él. No pronunció una palabra durante toda la comida
y estuvo guiñando los ojos y frunciendo las cejas mientras
lanzaba miradas a su alrededor. Otras veces se metía los
dedos en las narices, completamente abstraído. Mostraba un
rostro triste y sombrío y parecía que no se daba
cuenta de lo que pasaba a su alrededor y que tuviera el
pensamiento en alguna cosa penosa e insoluble.

La cuestión insoluble que le atormentaba eran las
alusiones de la Princesa referentes a la intimidad de Dolokhov
con su mujer. Además, aquella misma mañana
había recibido una carta anónima en la que le
decían, con la cobarde desvergüenza de todos los
anónimos, que los lentes no le dejaban ver lo que
tenía ante las mismas narices y que las relaciones de su
mujer con Dolokhov eran un secreto para él, mas para nadie
más. Pedro no concedía ninguna atención ni a
las alusiones de la Princesa ni al anónimo, pero en aquel
momento le era penoso mirar a Dolokhov, sentado frente a
él. Cada vez que sus ojos tropezaban por casualidad con la
mirada insolente de Dolokhov, algo extraño y terrible se
alzaba en su alma y veíase precisado a apartar la vista
inmediatamente. Recordando, a pesar suyo, el pasado de su mujer y
la forma en que Dolokhov se había presentado en su casa,
Pedro se daba cuenta de que lo que decían los
anónimos podía ser cierto. Si no se hubiera tratado
de «su mujer», él habría creído
que la cosa era muy verosímil. Involuntariamente, Pedro se
acordaba de cómo Dolokhov vino a su casa, reintegrado a su
grado, de vuelta de San Petersburgo, después de la
campaña.

Dolokhov, Denisov y Rostov, instalados ante Pedro,
parecían muy alegres. Rostov hablaba animadamente con sus
vecinos de mesa, un bravo húsar y un reputado
espadachín. Este último parecía bastante
cazurro y, de cuando en cuando, lanzaba una mirada de burla a
Pedro, que llamaba la atención por su aire concentrado y
distraído.

Rostov, por su parte, miraba a Pedro con hostilidad, ya
que Pedro, para él, no era más que un hombre civil
y rico, marido de una mujer muy bella, pero, al fin y al cabo, un
cobarde. Además, Pedro, de tan distraído que
estaba, no le había reconocido ni correspondió a su
saludo.

Cuando comenzaron los brindis a la salud del Emperador,
Pedro, que no se daba cuenta de nada, no se puso en pie ni
vació su copa.

– ¿En qué está usted pensando? – le
gritó Rostov mirándole con ojos irritados y
entusiastas -. ¿No oye usted? ¡A la salud del
Emperador!

Pedro, suspirando, se puso en pie dócilmente,
vació su copa y, mientras esperaba a que todos se
volvieran a sentar, miró a Rostov con su sonrisa
bondadosa.

– ¡Caramba! ¡Y yo que no le había
reconocido!

Pero Rostov no se dignó hacerle caso y gritaba:
«¡Hurra!»

– Pero… ¿por qué no le ha contestado
usted? – preguntó Dolokhov a Rostov.

– ¡Bah! ¡Si es un imbécil! –
contestó Rostov.

– Es necesario halagar a los maridos de las mujeres
guapas – dijo Dolokhov.

Pedro no oía lo que decían, pero
comprendió que estaban hablando de él.

-Bien, pues ahora, ¡a la salud de las mujeres
guapas! – dijo Dolokhov.

Y afectando un gesto de seriedad, pero con una sonrisita
en el ángulo de los labios se dirigió a Pedro con
la copa en la mano.

– ¡A la salud de las mujeres bonitas, Pedro, y a
la de sus amantes!

Pedro, con los ojos bajos, bebió sin mirar a
Dolokhov y sin responderle. El criado que distribuía la
cantata de Kutuzov puso en aquel momento una hoja ante Pedro,
como invitado respetable. Pedro iba a coger la hoja, pero
Dolokhov se la arrebató y se puso a leerla. Pedro
miró a Dolokhov y bajó los ojos. Pero de repente,
aquella cosa terrible y monstruosa que le había
atormentado durante toda la comida se apoderó totalmente
de él. Se echó con todo su cuerpo sobre la
mesa.

– ¡Deje usted eso ahí! –
gritó.

Al oír el grito y al darse cuenta de lo que se
trataba, Nesvitzki y su otro vecino de la derecha, asustados, se
dirigieron vivamente a Pedro.

– ¡Cállese usted! ¿Qué le
pasa? – le bisbisearon, inquietos.

Dolokhov, sonriendo, miraba a Pedro con sus ojos claros,
alegres y crueles. Parecía decir: «¡Vamos!
¡Esto me gusta!»

– Me lo quedo – pronunció claramente.

Pálido, con labios temblorosos, Pedro le
arrebató el papel.

– ¡Es usted…, es usted un cobarde! ¡Salga,
si quiere algo conmigo! – exclamó, retirando violentamente
la silla y levantándose de la mesa.

En el mismo momento que Pedro hacía aquel gesto y
pronunciaba aquellas palabras, sintió que la culpabilidad
de su mujer, que tanto le atormentaba aquel día, quedaba
definitivamente resuelta en sentido afirmativo. La odiaba y se
separaría para siempre de ella.

Quedó concertado el desafío.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana,
Pedro y Nesvitzki llegaron al bosque de Sokolniki, donde ya se
encontraban Dolokhov, Denisov y Rostov. Pedro ofrecía el
aspecto de un hombre preocupado por cosas completamente
extrañas al desafío. Su azorado rostro mostraba
señales inequívocas de habérsele removido la
bilis; parecía no haber dormido. Miraba con
expresión distraída todo cuanto le rodeaba y
contraía las cejas como si le molestara la luz del sol.
Dos cosas le absorbían por completo: la culpabilidad de su
mujer, de la cual, tras una noche de insomnio, no dudaba, y la
inocencia de Dolokhov, que no tenía motivo alguno para
respetar el honor de un extraño como era Pedro para
él.

Cuando los sables fueron clavados en la nieve, para
indicar el lugar de cada adversario, y las pistolas cargadas,
Nesvitzki se acercó a Pedro.

– No cumpliría con mi deber, Conde – le dijo con
voz tímida-, ni justificaría la confianza con que
me ha distinguido ni el honor que me ha hecho al elegirme como
testigo en estos momentos graves, terriblemente graves, si no le
dijera toda la verdad. A mi modo de ver, en esta cuestión
no hay motivos lo suficientemente serios para llegar al extremo
de tener que verter sangre… Se ha mostrado usted demasiado
impetuoso; no tiene razón; sufre usted una
obcecación…

– Sí, esto es algo terriblemente
estúpido.

– Entonces, permítame que transmita sus excusas.
Estoy seguro de que su adversario las aceptará de buen
grado – dijo Nesvitzki, que, como todos los que intervienen en
estas cuestiones, no estaba muy convencido de que las cosas
hubieran de terminar fatalmente en un desafío -. Ya sabe,
Conde, que es mucho más noble reconocer las propias faltas
que llevar las cosas a extremos irreparables. No ha habido ofensa
por parte de ninguno. Permítame, pues, que trate de
arreglarlo.

– No, ¿por qué? – dijo Pedro -. Así
como así, todo vendrá a quedar igual…
¿Está todo a punto? – añadió -.
Dígame, se lo ruego, cuándo he de avanzar y
cómo he de tirar.

Y en sus labios apareció una sonrisa dulce y
contenida. Cogió la pistola y preguntó cómo
se disparaba, pues hasta entonces no había tenido nunca un
arma en las manos y no quería confesar su
ignorancia.

– ¡Ah, sí, sí! ¡Eso es! Lo
sabía pero no me acordaba – dijo.

– No hay excusas, es inútil – dijo Dolokhov a
Denisov, que también por su parte hacía tentativas
de conciliación.

Y se acercó al lugar señalado.

II

Bien, empecemos – dijo Denisov.

– ¿Qué? Preguntó Pedro, sin
abandonar su sonrisa.

La situación se hacía insostenible. Era
evidente que la cosa no podía detenerse, que marchaba por
sí sola, independientemente de la voluntad de los hombres,
y que tarde o temprano acabaría por consumarse.

Denisov fue el primero en avanzar hasta la señal
y dijo:

– Puesto que los adversarios se niegan a reconciliarse,
pueden empezar. Coged las pistolas y al oír la voz de
«¡tres!» avanzad… Uno…, dos…,
¡tres! – gritó Denisov con acento irritado,
situándose al margen.

Los dos adversarios empezaron a avanzar por el camino
indicado, reconociéndose a través de la
niebla.

Los adversarios podían disparar cuando les
pareciera, mientras avanzaban hacia el límite
señalado. Dolokhov andaba lentamente, sin levantar la
pistola. Miraba al rostro de su adversario con sus ojos claros,
azules y brillantes. En su boca, como siempre, parecía
flotar una sonrisa.

-Así, ¿puedo disparar cuando quiera? –
preguntó Pedro.

A la voz de «¡tres!», avanzó
precipitadamente, apartándose de la línea
señalada, caminando por encima de la nieve. Pedro
sostenía la pistola con el brazo extendido y
parecía como si tuviera miedo de matarse con su propia
arma. Mantenía apartada, haciendo un esfuerzo, su mano
izquierda, porque sentía impulsos de cogerse la mano
derecha, y sabía que esto no podía ser. Cuando hubo
dado seis pasos por encima de la nieve, fuera del camino, Pedro
dirigió la vista al suelo, lanzó una rápida
mirada a Dolokhov y, encogiendo el dedo, tal como le
habían enseñado, disparó. Como no esperaba
una explosión tan fuerte, tuvo un sobresalto,
riéndose a continuación de sí mismo, de su
excesiva impresionabilidad; al fin se detuvo. En el primer
momento, el humo, muy espeso debido a la niebla, impidióle
ver lo que sucedía a su alrededor; sin embargo, el tiro
que esperaba oír no sonó. Tan sólo
oyó los pasos apresurados de Dolokhov, distinguiendo a su
adversario a través de la humareda que se había
formado. Dolokhov se apretaba el costado con la mano izquierda y
con la otra sostenía la pistola con el cañón
apuntando al suelo. Su palidez era muy acentuada.

Rostov corrió hacia él y le dijo alguna
cosa.

– No…, no – dijo Dolokhov con los dientes apretados -.
No, esto no ha terminado aún.

Todavía dio algunos pasos, tambaleándose,
y, al llegar adonde estaba el sable, cayó de bruces sobre
la nieve. Tenía la mano izquierda completamente cubierta
de sangre. Su rostro estaba amarillo, contraído, y sus
labios temblaban.

– Hacedme… -.- empezó a decir, pero hubo de
detenerse antes de acabar -, hacedme el favor… –
concluyó haciendo un esfuerzo.

A Pedro érale casi imposible contener los
sollozos y corrió hacia Dolokhov. Disponíase a
atravesar la raya indicadora de los campos fijados, cuando
Dolokhov gritó:

– ¡A la raya!

Pedro comprendió de lo que se trataba y se detuvo
junto al sable que limitaba su campo. La separación que
existía entre uno y otro era de dos pasos. Dolokhov
cayó al lado de la nieve, la mordió con avidez,
volvió a levantar la cabeza y se incorporó sobre
las piernas hasta que pudo sentarse, mientras buscaba un punto
resistente donde apoyarse. Se tragaba la nieve. Sus labios
temblaban, y al mismo tiempo sonreía; sus ojos brillaban
debido al esfuerzo que hacía y la ira que le dominaba.
Levantó la pistola y apuntó.

— ¡Colóquese de perfil!
¡Cúbrase con la pistola! – exclamó
Nesvitzki.

– ¡Cúbrase! – dijo Denisov al adversario de
su amigo, sin poderse contener.

Pedro, con una sonrisa de lástima y de
arrepentimiento flotando en los labios, manteníase derecho
ante Dolokhov; indefenso, con las piernas abiertas y los brazos
separados del cuerpo, presentaba su amplio pecho, mirando a su
rival con mirada triste y compungida.

Denisov, Rostov y Nesvitzki cerraron los ojos. En aquel
instante oyeron un disparo y un grito despechado de
Dolokhov.

– ¡He errado la puntería! – exclamó,
dejándose caer boca abajo sobre la nieve.

Pedro se cogió la cabeza entre las manos y
echó a correr hacia el bosque. Corría por la nieve,
dejando escapar frases incomprensibles.

– ¡Estúpido…! ¡Estúpido…!
¡La muerte…! ¡La mentira…!-repetía,
frunciendo las cejas.

Nesvitzki logró contenerle y le
acompañó a su casa.

Rostov y Denisov lleváronse al herido.

Dolokhov yacía en el trineo con los ojos cerrados
y no respondía a las preguntas que le dirigían.
Pero al entrar en Moscú pareció reanimarse un poco
y, alzando la cabeza con gran esfuerzo, cogió la mano de
Rostov, sentado a su lado.

La expresión totalmente distinta, entusiasta y
tierna del rostro de Dolokhov maravillaba a su amigo.

– ¿Cómo vamos? ¿Cómo
estás? – le preguntó Rostov.

– Bastante mal, pero eso no tiene importancia – dijo
Dolokhov con voz ahogada -. ¿Dónde
estamos?

– En Moscú.

– Ya lo veo. Por mí, nada, pero ella
morirá, no podrá resistirlo.

– ¿A quién te refieres? – preguntó
Rostov.

– A mi madre, a mi ángel adorado, a mi
madre.

Y Dolokhov lloraba mientras apretaba la mano de
Rostov.

Cuando estuvo algo calmado contó a Rostov que
vivía con su madre y que si ésta le veía
morir no lo podría soportar. Rogó a Rostov que
fuera a su casa y preparara a su madre.

Rostov adelantóse con el fin de cumplir aquella
misión. Con gran extrañeza por su parte, Rostov
descubrió que Dolokhov, aquel cínico, aquel
pendenciero, vivía en Moscú con su madre anciana y
una hermana contrahecha, y que era el más tierno y
cariñoso de los hijos y de los hermanos.

III

A la mañana siguiente, cuando el criado le
entregó el café, Pedro dormía extendido
sobre el diván, con un libro abierto en la mano.
Despertóse, miró durante un rato a su alrededor,
desorientado, sin darse cuenta de donde estaba.

– La señora Condesa ha preguntado si Su
Excelencia estaba en casa – dijo el criado.

No había decidido aún la respuesta que
daría, cuando la Condesa, cubierta con una bata de seda
blanca bordada en plata y peinada con extrema sencillez – dos
enormes trenzas formaban en torno a su bella cabeza una especie
de diadema -, entró en el despacho. Se mostraba tranquila
y majestuosa; sobre su frente marmórea, ligeramente
abombada, parecía flotar, sin embargo, una nube de
cólera.

Haciendo alarde de serenidad, no empezó a hablar
hasta que el criado hubo cerrado la puerta tras de sí.
Habíase enterado de lo del desafío y venía a
tratar del asunto.

Pedro la miraba tímidamente, a través de
sus lentes, como una liebre acorralada por los perros que, con
las orejas en el cogote, permanece agazapada delante de sus
enemigos. Pedro trataba de continuar la lectura, pero
comprendía que sería grotesco e imposible, y
volvía a mirarla tímidamente.

Su mujer permanecía en pie, mirándole con
sonrisa desdeñosa, en espera de que el criado cerrara la
puerta.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has
hecho? – preguntó con entonación severa.

– ¿Yo? ¿Que qué he hecho yo? – dijo
Pedro.

– ¡Ah, se las quiere dar de valiente! Pero,
respóndeme, ¿qué significa ese
desafío? ¿Qué has querido demostrar con
él? ¡Vamos, respóndeme!

Pedro se dejó caer pesadamente en el
diván, abrió la boca y no pudo
responder.

– Si no puedes responderme, ya lo haré yo –
díjole ella -. Crees en todo cuanto te dicen. Te han
dicho… -Elena sonrió – que Dolokhov es mi amante – la
última palabra la pronunció en francés,
recalcándola groseramente -, y tú lo has
creído. ¿Y qué has demostrado con todo eso?
¿Qué has conseguido probar con el desafío?
Que eres un estúpido. Todo el mundo lo sabe. ¿Y a
qué conducirá lo que has hecho? A que yo sea el
hazmerreír de todo Moscú, a que todo el mundo diga
que tú, estando borracho, has provocado a un hombre del
que no tenías motivo alguno para estar celoso -Elena iba
alzando la voz poco a poco y se mostraba más animada cada
vez – y que vale más que tú en todos los
sentidos…

– ¡Hum! – balbuceó Pedro,
restregándose los ojos, sin mirar a su mujer y sin
moverse.

– ¿Por qué, por qué has
creído que era mi amante? ¿Por qué? Acaso
porque me gusta estar entre personas, ¿no es así?
Si fueras más inteligente y más amable
preferiría tu compañía.

– No sigas…, te lo ruego – murmuró Pedro con
voz enronquecida.

– ¿Por qué he de callar? Estoy en mi
derecho al decir, y lo diré muy alto, que habría
muy pocas mujeres que con un marido como tú no tuvieran un
amante. Yo, en cambio, no lo tengo.

Pedro hacía esfuerzos por hablar; miraba a su
mujer con ojos extraños, cuya expresión ella no
acertaba a comprender. Luego volvió a tumbarse en el
diván.

En aquel momento sufría físicamente.
Sentía una opresión en el pecho, no podía
respirar. No dudaba que para acabar con aquel sufrimiento
debía hacer alguna cosa, pero lo que deseaba hacer era
demasiado terrible.

– Es mejor que nos separemos – dijo con voz
ahogada.

– Nos separaremos si quieres, pero ha de ser a
condición de que me des lo que me pertenece –
díjole Elena –. ¡Separarnos! ¿Tratas de
infundirme miedo con eso?

Pedro saltó del diván y
tambaleándose se acercó a su mujer.

– ¡Te mataré! – gritó, arrancando,
con fuerza para ella desconocida e insospechada, el mármol
de la mesa.

Pedro alzó el mármol en el aire y dio un
paso hacia ella.

El rostro de la joven adoptó una expresión
terrible. Dio un grito y se echó hacia atrás. La
sangre de su padre se manifestaba ahora en Pedro;
dominábale en aquel instante la exaltación y el
goce del furor. Arrojó el mármol contra el suelo,
rompiéndose en dos pedazos. Con los brazos extendidos se
acercó a Elena y le gritó:
«¡Vete!», con voz tan terrible que toda la casa
se estremeció al oírle.

Dios sólo sabe lo que hubiera hecho si Elena no
llega a salir huyendo del despacho.

Una semana más tarde, Pedro remitía a su
mujer poderes para administrar todas las haciendas de la Gran
Rusia, cesión que equivalía a más de la
mitad de su fortuna. Hecho esto, Pedro dirigióse a San
Petersburgo.

IV

Dos meses habían transcurrido desde que en
Lisia-Gori se habían recibido noticias de la batalla de
Austerlitz y de la desaparición del príncipe
Andrés. A pesar de todas las cartas cursadas por
mediación de la Embajada, a pesar de todas las pesquisas,
su cadáver no había podido ser hallado, ni tampoco
su nombre figuraba en la lista de prisioneros.

Lo terrible para su familia era que aún
tenía la esperanza de que hubiese sido recogido en el
campo de batalla y que se encontrase convaleciente, o tal vez
moribundo, solo entre extraños, sin posibilidad de enviar
noticias suyas. Los periódicos, por los cuales el viejo
Príncipe se había enterado de la batalla de
Austerlitz, decían, con palabras breves e imprecisas, como
de costumbre, que los rusos, después de brillantes
combates, habíanse visto obligados a retirarse y que la
retirada se había efectuado con el orden más
perfecto. El viejo Príncipe comprendió, por aquella
noticia oficial, que los rusos habían sido aniquilados.
Una semana después de recibir el periódico con la
noticia, el viejo Príncipe recibió una carta de
Kutuzov dándole cuenta de la hazaña de su
hijo.

«Su hijo – decía la carta -, ante mis ojos,
ante el regimiento entero, ha caído con la bandera en la
mano, como un héroe digno de su padre y de su patria. Con
harto dolor por parte mía y de todo el ejército,
debo decirle que actualmente no se sabe si vive o ha muerto.
Deseo creer, igual que usted, que su hijo vive aún, pues
de otro modo sería mencionado entre los oficiales hallados
en el campo de batalla que indica el registro que me han remitido
los parlamentarios.»

El viejo Príncipe recibió aquella noticia
muy tarde, cuando se encontraba solo en su gabinete de trabajo.
Al día siguiente, como de costumbre, salió para dar
su paseo matinal. Mostróse ante el mayordomo y el
jardinero con expresión taciturna, y, pese a poner cara de
pocos amigos, no riñó a nadie.

Cuando, a la hora usual, la princesa María
entró en la habitación de su padre, el viejo
Príncipe permanecía de pie junto al torno,
trabajando, pero, contra su costumbre, no se volvió al
oírla entrar.

– ¡Ah, Princesa! – exclamó de pronto con la
mayor naturalidad.

Abandonó el torno y la rueda continuó
girando por su propia inercia. Mucho tiempo después,
aún recordaba la princesa María el chirriar, que se
debilitaba por momentos, de la rueda. Y este chirrido se
confundía en su memoria con todo lo que sucedió a
continuación.

– ¡Padre! ¿Andrés? – exclamó
aquella joven tan poco favorecida por la Naturaleza, con tal
tristeza y un olvido tan completo de ella misma, que a su padre
le fue imposible sostener la mirada, volviendo la cabeza hacia
otro lado, sollozando.

-He recibido noticias. No se encuentra entre los
prisioneros ni entre los muertos. Kutuzov me escribe – dijo con
voz estridente, como si quisiera alejarla -. ¡Ha
muerto!

La Princesa no se desplomó ni se desmayó.
Pálida, desencajada, al oír aquellas palabras, la
expresión de su rostro cambió. En sus bellos ojos
brilló algo, como si una especie de alegría, una
alegría superior; independiente de las tristezas y de las
alegrías de este mundo, flotara por encima del profundo
dolor que latía en su corazón. Olvidóse del
miedo que le inspiraba su padre; se le acercó, tomó
su mano y, tirando de él, se abrazó a su descarnado
cuello, surcado de venas.

– ¡Padre, no te apartes! Lloremos los dos –
dijo.

– ¡Bandidos! ¡Cobardes! – exclamó el
viejo desviando la vista -. ¡Perder un ejército!
¡Perder a todos sus hombres! ¿Por qué? Ve y
díselo a Lisa.

Cuando María regresó de hablar con su
padre, la pequeña Princesa estaba ocupada en su labor. Su
rostro tenía aquella expresión particular, eco de
una serenidad que únicamente se da en las mujeres
próximas a ser madres. Miró a la princesa
María, pero sus ojos no la veían, sino que
permanecían contemplando un no sé qué
beatífico y misterioso que acontecía dentro de
ella.

– María… – dijo alejándose de la rueca
-. Pon la mano aquí. – Cogió la mano de la Princesa
y la colocó sobre su vientre. Sus ojos reían. Su
labio superior, más corto que el otro, cubierto de una
especie de bozo, dábale una expresión infantil y
feliz.

La princesa María cayó de rodillas a los
pies de su cuñada y escondió el rostro entre los
pliegues de su vestido.

– ¿No lo notas? ¿No lo notas? ¡Me
parece una cosa tan insólita! ¡Cómo lo voy a
querer!-dijo Lisa mirando a su cuñada con ojos brillantes
y felices.

La princesa María no podía levantar la
cabeza. Estaba llorando.

– ¿Qué te ocurre, Macha?

– Nada… No lo sé, estoy triste… Triste por
Andrés -dijo, enjugándose las lágrimas en
las rodillas de su cuñada.

Durante aquella mañana, la princesa María
intentó varias veces preparar a su cuñada, pero
siempre echábase a llorar. Aquellas lágrimas
turbaban a la pequeña Princesa, que no comprendía
la razón de ellas. Guardaba silencio, mirando, inquieta, a
su alrededor, como si buscara alguna cosa. El viejo
Príncipe, a quien temía tanto, entró en el
aposento antes de comer. Parecía trastornado y se
marchó sin decir una palabra. Lisa miró a la
princesa María y quedóse pensativa, con aquella
expresión de sus ojos que parecían mirar hacia
dentro. De pronto echóse a llorar.

– ¿Se han recibido noticias de Andrés? –
preguntó.

– No; ya sabes que no han podido llegar, pero nuestro
padre se inquieta por ello y esto es terrible para
mí.

– Así. ¿No hay nada?

– Nada – repuso la princesa María mirando
fijamente a su cuñada con sus ojos
resplandecientes.

Había decidido no decirle nada y tratar de
convencer a su padre de que ocultara la terrible noticia a su
nuera hasta después del parto, que tendría lugar al
cabo de pocos días.

V

Querida – dijo la pequeña Princesa la
mañana del l9 de marzo, después de almorzar, y su
labio superior, cubierto de bozo, se le levantó como de
costumbre. Pero como la casa rezumaba tristeza desde que se
recibiera la terrible noticia, la sonrisa de la pequeña
Princesa, que obedecía a la impresión general de
ignorancia de la causa, resultaba tan singular que hacía
resaltar más la tristeza del ambiente -. Querida, temo que
el almuerzo me haya hecho daño.

– ¡Cómo! ¿Qué tienes?
Estás amarilla…, amarilla del todo – dijo espantada la
princesa María acercándose con su pesado andar a su
cuñada.

– Excelencia, ¿y si hiciéramos venir a
María Bogdanovna? – preguntó una criada que se
encontraba en la estancia.

María Bogdanovna era una comadrona del pueblo
vecino, que desde hacía dos semanas estaba instalada en
Lisia-Gori.

– Sí – repuso la princesa María -, tal vez
sería lo mejor. Ya iré yo a buscarla. ¡No
tengas miedo, querida!

Besó a Lisa y se dispuso a salir de la
habitación.

– No, es el estómago… Dile que es el
estómago; díselo, María.

Y la pequeña Princesa lloraba como un chiquillo
que sufre, caprichosamente, e incluso con cierta
exageración retorcíase las manos hasta hacer que
crujiesen sus dedos. La Princesa salió de la
habitación para ir a buscar a la comadrona.

– ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Oh…! – oía decir a la pequeña Princesa
mientras se alejaba.

La comadrona le salió al paso. La
expresión de su rostro era grave y tranquila mientras se
frotaba las manos, blancas y regordetas.

– María Bogdanovna, creo que la cosa ha empezado
– dijo la princesa María a la comadrona con ojos
asustados.

– ¡Alabado sea Dios, Princesa! – repuso
María Bogdanovna lentamente -. Usted, que es una muchacha,
no tiene necesidad de saber de estas cosas.

– Sí, pero ¿cómo nos las
arreglaremos? El doctor de Moscú no ha llegado
todavía – dijo la Princesa.

Con el fin de satisfacer el deseo de Lisa y
Andrés, habían llamado a un especialista de
Moscú y esperaban su llegada de un momento a
otro.

– La cosa no tiene importancia, Princesa; no os
preocupéis, que aun sin médico todo saldrá
bien – dijo María Bogdanovna.

Cinco minutos más tarde, la Princesa, desde su
habitación, oyó arrastrar algo muy pesado.
Abrió la puerta y vio a unos criados que trasladaban al
dormitorio el diván de cuero del despacho del
príncipe Andrés. La cara de los hombres que lo
llevaban tenía una expresión solemne y tranquila.
La princesa María permaneció sola en su
habitación y escuchaba todos los ruidos de la casa. De vez
en cuando, al oír los pasos de alguien que pasaba por
delante de su puerta, María abría y miraba lo que
se hacía en el pasillo.

Los criados iban de un lado a otro con ligero paso;
miraban a la Princesa y se volvían. La joven no se
atrevía a preguntarles nada; volvía a cerrar la
puerta y se sentaba. Tan pronto cogía un libro de
oraciones como se arrodillaba ante las imágenes. Con harta
pena y no menos extrañeza comprobaba que sus plegarias no
la aligeraban del peso de su emoción. De pronto la puerta
de la habitación empezó a abrirse poco a poco y en
el umbral apareció una vieja criada envuelta en un chal.
Era Prascovia Savichna, que, por prohibición del
Príncipe, casi nunca entraba en el aposento de la
joven.

– He venido a hacerte un poco de compañía,
Machenka, y he traído los cirios del casamiento del
Príncipe para encenderlos delante de la santa imagen –
dijo la vieja criada suspirando.

-¡Cuánto te lo agradezco!

– ¡Que Dios te proteja, paloma
mía!

La vieja encendió el cirio y lo colocó
ante las imágenes, sentándose luego cerca de la
puerta a hacer calceta. La Princesa cogió un libro y
empezó a leer. Pero cuando oía pasos o voces,
adoptaba, con la mirada extraviada, un gesto interrogador,
mientras la criada contemplábala con expresión
tranquila.

El sentimiento que experimentaba la princesa
María derramábase por todos los rincones de la
casa. Como la tradición dice que cuantos menos saben que
una mujer está en los dolores del parto menos padece la
parturienta, todos hacían ver que lo ignoraban. Nadie
hablaba de ello, pero todos, por encima de la gravedad y respeto
ordinarios, que eran la regla en casa del Príncipe,
demostraban una atención general, un entretenimiento
profundo, al mismo tiempo que les dominaba la convicción
de que un grande e incomprensible acontecimiento se estaba
consumando.

No se oían risas en la habitación
perteneciente a las criadas; los criados permanecían
sentados, en silencio, en espera de alguna cosa. El viejo
Príncipe se paseaba por su despacho, y de vez en cuando
enviaba a Tikhon a preguntar a María Bogdanovna si
había alguna novedad. «Di que el Príncipe te
ha enviado a preguntar, y ven a darme la
respuesta.»

– Di al Príncipe que el parto ha empezado –
respondía María Bogdanovna mirando al criado con
expresión grave.

Tikhon salía y llevaba la respuesta al
Príncipe.

– Bien – respondía el Príncipe cerrando la
puerta tras de sí.

Tikhon no oía el más pequeño ruido
dentro del despacho.

Algo más tarde entró Tikhon con el
pretexto de arreglar las bujías. El Príncipe se
había tendido en el diván. Tikhon le miró y,
al darse cuenta de la expresión trastornada de su rostro,
se le acercó poco a poco y le besó el hombro,
saliendo sin despabilar las bujías y sin decir el motivo
por el cual había entrado.

El misterio más solemne del mundo estaba en
vías de cumplirse.

Transcurrió la tarde, vino la noche, y la
sensación de la espera ante lo incomprensible no
disminuía, sino que, por el contrario, aumentaba. Nadie
dormía en la casa.

Era una de aquellas noches de marzo en que el invierno
parece que quiere recuperar sus fueros y arroja con rabia las
últimas nieves y desata los últimos
temporales.

Había sido enviado un carruaje hasta el
límite de la carretera para recibir al doctor
alemán de Moscú; pero como éste no
podía pasar de allí, unos hombres, provistos de
faroles, avanzaron hasta el recodo del camino para
acompañarle.

Hacía tiempo que la princesa María
había dejado el libro de oraciones. Sentada, en silencio,
permanecía con sus brillantes ojos fijos en el arrugado
rostro de la criada que conocía en todos sus detalles, en
el mechón de cabellos grises que le salía por
debajo del pañuelo y en las profundas arrugas que le
atravesaban el cuello.

La vieja criada, con las agujas de hacer calceta entre
los dedos, contaba, sin darse cuenta ella misma de lo que
decía, historias relatadas centenares de veces:
cómo la difunta Princesa había dado a luz a la
princesa María en Kishinev, asistida por una campesina
moldava. «Si Dios lo quiere, los médicos no son
necesarios.»

De súbito, una fuerte ráfaga de viento
chocó contra los cristales, abrió las ventanas mal
cerradas, hinchó la cortina y arrojó dentro de la
estancia un puñado de nieve, apagando la luz. La princesa
María se estremeció. La criada dejó la labor
que estaba haciendo, se acercó a la ventana y,
asomándose, trató de cerrar los postigos de la
parte de afuera. El viento helado agitaba la punta de su
pañuelo y el mechón de cabellos grises.

– Princesa, por el camino viene gente con faroles…
Debe de ser el médico – añadió, cerrando los
postigos sin echar la falleba.

– ¡Dios sea loado! – exclamó la princesa
María -. Vamos a recibirle; no habla ruso.

La princesa María se echó sobre los
hombros un chal y corrió a recibir al que llegaba. Al
atravesar la sala vio por la ventana varias luces y un coche bajo
el porche del portal. Corrió hacia la escalera.

En ésta había una candela, que el viento
hacía estremecer. Felipe, el mayordomo, en cuyo rostro se
retrataba una expresión de miedo, estaba más abajo,
en el primer rellano, con un cirio en la mano. Al final, en la
entrada, oíanse los pasos precipitados de una persona
calzada con botas forradas y una voz que la princesa María
creyó reconocer. La voz decía:

– ¡Gracias a Dios! ¿Y mi padre?

– En la cama – respondió la voz de Damián,
el criado, que se encontraba en la entrada.

La voz conocida pronunció algunas otras palabras
y el ruido de pasos fue acercándose.

«¡Es Andrés! – pensaba la princesa
María -. Pero no, no es posible. Sería demasiado
extraordinario.»

Y en aquel mismo instante apareció en el rellano,
donde esperaba el mayordomo con la candela, el príncipe
Andrés, con el cuello de su abrigo cubierto de nieve.
Sí, era él, pero pálido, delgado, con una
expresión distinta, de una rigidez extraordinaria,
trastornado por completo. Subió la escalera y
abrazó a su hermana.

– ¿No has recibido ninguna carta mía? –
preguntó. Sin esperar respuesta, que no podía
obtener, debido a que la Princesa había quedado como muda,
volvióse y con el médico que marchaba tras
él (se habían encontrado en la última
parada) continuó subiendo con paso ligero, abrazando otra
vez a su hermana.

– ¡Qué suerte, querida Macha!

Y, quitándose el abrigo y las botas, se
dirigió a la habitación de su mujer.

VI

Le pequeña Princesa, que tenía puesta una
cofia blanca, estaba tendida entre almohadones; los dolores
habían cesado poco antes. Sus negros rizos le caían
alrededor del rostro, que la fiebre cubría de sudor. Su
boca, pequeña y graciosa, estaba entreabierta;
sonreía, animada. El príncipe Andrés
entró en el aposento y se detuvo ante ella, al pie del
diván.

Los brillantes ojos de Lisa, que miraban asustados y
llenos de emoción, como los de un niño, se posaron
sobre su marido sin cambiar de expresión: «Os quiero
a todos y no hice mal a nadie; ¿por qué he de
sufrir tanto, pues? ¡Ayudadme!», parecían
decir. Veía a su marido, pero no comprendía lo que
significaba su presencia allí.

El príncipe Andrés le besó la
frente.

– No tengas miedo, corazón – nunca le
había dicho esta palabra -. Dios será
misericordioso.

Ella le miraba con aire interrogador, infantil, como
reconviniéndole.

«Yo esperaba que tú me ayudarías,
¡y no lo haces! », decían sus ojos. No se
extrañaba de su regreso. No comprendía lo sucedido.
Aquel regreso no tenía relación alguna con sus
dolores ni con el remedio que los podría
calmar.

Y los dolores comenzaron de nuevo. María
Bogdanovna aconsejó al príncipe Andrés que
saliera de la habitación.

Entró el médico. El príncipe
Andrés salió y hallóse con la princesa
María. Comenzaron a hablar en voz baja, pero la
conversación deteníase a cada momento. Callaban y
escuchaban.

– Vuelve allí – dijo la princesa
María.

El príncipe Andrés volvió cerca de
su mujer. En la espera, sentóse en una habitación
contigua. Del aposento de la pequeña Princesa salió
una mujer con rostro asustado, y al ver al príncipe
Andrés quedóse confusa. Él escondió
su cara entre las manos y permaneció algunos momentos en
esta posición. A través de la puerta llegaban
gemidos de un dolor animal. El príncipe Andrés se
levantó y se dirigió a la puerta con ánimo
de abrirla. Alguien le detuvo.

– No se puede pasar. No se puede pasar – dijo una voz
asustada.

El Príncipe se puso a dar paseos por la
habitación.

Los gritos cesaron. Transcurrieron unos segundos. De
pronto, un terrible grito – no era ella; ella no podía
gritar de aquella manera – estalló en el aposento
contiguo. El Príncipe corrió hacia la puerta.
Solamente oíase el llanto de un niño.

«¿Por qué han traído un
chiquillo? – pensó de momento el príncipe
Andrés -. ¿Una criatura? ¿Cuál?
¿Por qué está allá? ¿Es un
recién nacido?'

Y de súbito comprendió todo el gozoso
significado de aquel grito. Las lágrimas le ahogaban. Se
apoyó en el marco de la ventana y echóse a llorar
como un niño. La puerta se abrió. El doctor, en
mangas de camisa, arremangado, pálido, temblorosa la
barba, salió de la habitación tambaleándose.
El príncipe Andrés se le acercó. El
médico le miró tristemente y pasó ante
él sin decirle nada.

Salió una mujer. Al darse cuenta de la presencia
del Príncipe, se detuvo perpleja en el umbral de la
puerta. El Príncipe entró en el aposento de su
mujer. Estaba muerta, tendida tal como la viera cinco minutos
antes. Y a despecho de la inmovilidad de su mirada y de la
palidez de sus mejillas, en su bonito rostro, casi infantil, de
labio corto sombreado de bozo, se reflejaba la misma
expresión.

«Os quiero a todos y no hice daño a nadie;
¿qué habéis hecho conmigo?»,
parecía decir su bello rostro, triste y sin
vida.

En un rincón de la estancia, una forma
pequeña, rosada, que sostenían las manos blancas y
temblorosas de María Bogdanovna, respiraba y
prorrumpía en agudos gritos.

Dos horas más tarde, el príncipe
Andrés, con lento paso, penetraba en el despacho de su
padre. El anciano estaba ya enterado de todo lo ocurrido. Se
hallaba en pie, cerca de la puerta, y, en cuanto vio a su hijo,
le enlazó el cuello silenciosamente, con sus manos duras
como tenazas, y lloró como un niño.

Los funerales de la pequeña Princesa
celebráronse tres días más tarde. El
príncipe Andrés, de pie en las gradas del
catafalco, le daba el último adiós. En el
ataúd, el rostro, a pesar de tener los ojos cerrados,
continuaba diciendo: «¡Ah! ¿Qué me
habéis hecho?»

Y el príncipe Andrés sentía que
algo se desgarraba en su alma y que era culpable de alguna
desgracia irreparable e inolvidable. No podía llorar. El
viejo Príncipe también subió al catafalco y
besó una de las manitas de cera, que permanecían
inmóviles una encima de otra. También a él
le decía el rostro de la pequeña Princesa:
«¿Por qué se han portado así
conmigo?» Y al darse cuenta de este reproche, el viejo
volvióse con visible enojo.

Cinco días después bautizaron al
pequeño príncipe Nicolás Andreievitch. La
nodriza sujetaba la envoltura, mientras el sacerdote
ungía, con una pluma, las encarnadas y arrugadas palmas de
las manitas y la planta de los pies.

Era padrino el abuelo, quien, temeroso de que se le
cayese el chiquitín, lo llevó temblando hasta la
pila bautismal, donde lo entregó a la madrina, la princesa
María. El príncipe Andrés, presa de un
terrible miedo de que ahogaran al niño, permanecía
en el aposento contiguo, esperando el fin de la ceremonia. Cuando
la vieja criada le trajo el bebé, le miró con gozo,
inclinando la cabeza en señal de aprobación cuando
la anciana le contó que el pedazo de cera echado a la pila
– en el que se habían pegado unos cabellos del niño
– había flotado.

VII

La participación de Rostov en el desafío
de Dolokhov y Pedro quedó oculta gracias a las gestiones
del anciano Conde, y Rostov, en lugar de ser degradado como
esperaba, fue nombrado ayudante de campo del general gobernador
de Moscú. Por este motivo no pudo ir al campo con su
familia y pasó todo el verano en Moscú.

Dolokhov se repuso y Rostov estrechó sus lazos de
amistad con él, sobre todo durante la convalecencia.
Dolokhov había pasado todo el tiempo que duró su
curación en casa de su madre, que le quería
apasionadamente. La anciana María Ivanovna, que apreciaba
mucho a Rostov a causa de la amistad que le unía a su
hijo, siempre le hablaba de éste.

– Sí, Conde, tiene demasiado noble el
corazón y demasiado pura el alma para vivir en este mundo
actual, tan depravado – decía -. Nadie tiene en aprecio la
virtud, porque, vamos a ver, dígame: ¿es honesto lo
que ha hecho Bezukhov? Mi Fedia, llevado por su buen natural, le
quería, y ni ahora dice nada contra él. ¿No
se burlaron de la policía juntos en San Petersburgo? Pues
a Bezukhov no le ocurrió nada y mi hijo cargó con
todas las consecuencias. ¡Y lo que ha tenido que aguantar!
Claro que le rehabilitaron, ¡pero cómo no lo
habían de hacer si estoy segura de que hijos de la patria
tan valerosos como él existen muy pocos! ¡Y ahora
este desafío! Estos hombres desconocen lo que es el honor.
¡Provocarle sabiendo que es único hijo y hacerle
blanco de ese modo…! Pero Dios ha querido guardármelo. Y
total, ¿por qué? ¿Quién se ve libre
de intrigas en estos tiempos? ¿Y qué culpa tiene mi
hijo si el otro tiene celos…? Comprendo que desconfiara…,
pero el asunto ya tiene un año de duración… Y
vamos…, lo provocó suponiendo que Fedia no
aceptaría el reto porque le debe dinero. ¡Ah,
cuánta vileza! ¡Cuánta cobardía! Veo,
Conde, que comprende a mi hijo; por eso le quiero con todo mi
corazón. Le comprenden muy pocos. ¡Tiene un gran
corazón y un alma muy pura!

A menudo, durante su convalecencia, Dolokhov
decía cosas a su amigo que éste jamás
hubiera sospechado oír de sus labios.

– Me creen malo, y lo sé – decía -. Pero
me es igual. No quiero conocer a nadie excepto a los que aprecio,
y a éstos les quiero tanto que hasta daría la vida
por ellos; a los demás, los pisotearía si los
hallara en mi camino. Tengo una madre inapreciable, que adoro,
dos o tres amigos (tú uno de ellos), y en cuanto a los
otros poco me importa que me sean útiles o perjudiciales.
Y casi todos estorban, las mujeres las primeras. Sí, amigo
mío; he tropezado con hombres enamorados, nobles y
elevados, pero mujeres, salvo las que se venden (condesa o
cocinera, que para el caso es lo mismo), no he hallado ninguna.
Todavía no me ha sido dado hallar la pureza celestial, la
devoción que busco en la mujer. Si hallara una, le
daría mi vida. Y las demás… – hizo un gesto
despreciativo -. Puedes creerme que si aún me interesa la
vida es porque espero hallar a esa criatura divina que me
purificará, me regenerará, me elevará. Pero
tú no puedes comprender esto…

– Lo comprendo muy bien – dijo Rostov, que se hallaba
bajo la influencia de su nuevo amigo.

La familia Rostov regresó a Moscú en
otoño. Denisov volvió durante el invierno y
permaneció una temporada en la ciudad.

Los primeros meses del invierno de l806 fueron muy
felices para Rostov y su familia.

Nicolás llevaba a muchos jóvenes a la casa
de sus padres. Vera era una bella muchacha de veinte años.
Sonia, una jovencita de dieciséis, con todo el esplendor
de una flor acabada de abrir. Natacha, ni capullo ni mujer, tan
pronto con zalamerías de niña como con el encanto
de una mujercita.

Durante aquella época, la casa de los Rostov
estaba saturada de una atmósfera de amor, como suele
acontecer en la casa donde hay muchachas bonitas.

Todos los jóvenes que acudían a casa de
los Rostov, al contemplar aquellos rostros jóvenes,
móviles, sonrientes a cualquier cosa – probablemente a su
misma felicidad -, al ver aquel animado movimiento, al oír
aquel charloteo inconsecuente pero tierno para todos, al
oír las canciones y la música, sentían la
misma atracción del amor, el mismo deseo de felicidad que
experimentaban los jóvenes habitantes de la casa de los
Rostov.

Entre los jóvenes que Nicolás había
presentado en primer lugar se hallaba Dolokhov, que gustó
a toda la familia excepto a Natacha. A causa de Dolokhov se
peleó con su hermano. Ella decía que se trataba de
una mala persona y que en el desafío con Bezukhov la
razón estaba de parte de éste y no de Dolokhov, a
quien consideraba como único culpable, y además le
hallaba desagradable y lleno de pretensiones.

– Sí, sí, todo lo que quieras, pero es
malo – decía Natacha obstinadamente -, es malo; no tiene
corazón. Tu Denisov sí que me gusta; es un calavera
y no sé cuántas cosas más, pero aun
así me gusta. No sé cómo decírtelo:
en Dolokhov, todo está calculado, y esto no lo puedo
aguantar, mientras que en Denisov…

– Denisov es otra cosa – replicó Nicolás
como dando a entender que Denisov, comparado con Dolokhov, no era
nada -. Es preciso verle al lado de su madre. ¡Tiene un
gran corazón!

– Eso no lo sé; pero es un hombre que no me
gusta. ¿Ya sabes que está enamorado de
Sonia?

– ¡Qué estupidez…!

– Estoy convencida. Ya lo verás.

Lo que dijo Natacha se realizaba.

Dolokhov, que no era aficionado a la
compañía de mujeres, empezó a frecuentar
asiduamente la casa de los Rostov, y la pregunta ¿a
qué debe venir? fue muy pronto contestada, a pesar de que
nadie hablase de ello. Iba por Sonia. Y Sonia, sin
confesárselo a sí misma, lo sabía, y cuando
entraba Dolokhov enrojecía como una amapola.

Dolokhov se quedaba muy a menudo a cenar en casa de los
Rostov, no perdía ningún espectáculo a los
que éstos asistían y asimismo frecuentaba los
bailes de adolescentes en casa de Ioguel, donde acudían
siempre los Rostov. Mostraba una deferencia especial para con
Sonia, y la miraba con tal expresión que no sólo
ella no podía resistir aquella mirada, sino que la misma
Condesa y Natacha enrojecían al sorprenderla.

Se veía muy claramente que aquel hombre
frío, raro, se hallaba bajo el influjo invencible que
sobre él ejercía la jovencita, morena, graciosa,
enamorada de otro.

Rostov observó que algo ocurría entre
Dolokhov y Sonia, pero no sabía definir de qué se
trataba. «Están enamoradas de uno o de otro»,
pensaba de Sonia y de Natacha. Pero no sentía la misma
libertad que antes cuando se hallaba en compañía de
Sonia y Dolokhov, y ya no permanecía tanto en su
casa.

Pasado el otoño de l806, todo el mundo hablaba,
aún con más ardor que el año anterior, de
una nueva guerra con Napoleón. Se había decidido el
alistamiento de diez regimientos de reclutas, y, por si ello no
fuera suficiente, se tomaban nueve reclutas más por cada
mil campesinos. Por todos lados se maldecía a Bonaparte, y
en Moscú no se hablaba de otra cosa que de la futura
guerra.

Para la familia Rostov, todo el interés de esos
preparativos guerreros se resumían en que Nicolás
no quería permanecer en Moscú en modo alguno, y
sólo esperaba que Denisov terminara su licencia para
marchar con él a su regimiento, pasadas las fiestas. Su
partida no le vedaba el divertirse, antes por el contrario, le
excitaba más. Pasaba la mayor parte del tiempo en cenas,
fiestas y bailes.

VIII

El tercer día de las fiestas navideñas,
Nicolás quedóse a comer en su casa, cosa que muy
pocas veces hacía durante aquella última temporada.
Se trataba de la cena oficial de despedida, ya que él y
Denisov partían después de la Epifanía, para
incorporarse a su regimiento. Asistían unos veinte
invitados, entre los que se hallaba Dolokhov.

Nunca la atmósfera del amor se había hecho
sentir con tanta fuerza en casa de los Rostov como durante
aquellas Navidades. «¡Toma el momento de felicidad,
obliga a amar y ama tú también! Ésta es la
única verdad de este mundo. Todo lo demás son
tonterías. Y aquí solamente nos ocupamos de
amar», decía aquella atmósfera.

Rostov, después de haber hecho cansar a dos
caballos sin poder llegar, como siempre, donde precisaba,
llegó a su casa en el instante de sentarse a la mesa. Al
entrar observó y sintió la amorosa atmósfera
de la casa, pero también descubrió una especie de
inquietud que reinaba entre algunos de los allí
reunidos.

Sonia, Dolokhov, la anciana Condesa y Natacha
también se hallaban particularmente trastornados.
Nicolás comprendió que antes de la comida
había ocurrido algo entre Sonia y Dolokhov, y con la
delicadeza de corazón que le distinguía
procuró portarse con uno y otra, durante la cena, con todo
el afecto posible. Aquella misma noche, en casa de Ioguel – el
profesor de danza – se daba el acostumbrado baile de Navidad, al
que asistían los discípulos.

– Nikolenka, ¿irás a casa de Ioguel? Ven
con nosotros, por favor; te invito yo especialmente. Basilio
Dmitrich – Denisov – también vendrá – dijo
Natacha.

– ¿Dónde no iría yo si la Condesa
me lo ordenaba? – dijo Denisov, que por pura chanza, entraba en
casa de los Rostov como caballero de Natacha -. Estoy dispuesto a
bailar el paso del chal.

– Si puedo, sí. Me he comprometido con los
Ankharov. Tienen soirée – dijo Nicolás -.
¿Y tú? – preguntó a Dolokhov; y al formular
la pregunta comprendió que hubiera hecho mejor en
callarse.

– Sí, tal vez sí – contestó
fríamente y con disgusto Dolokhov mirando a Sonia;
después, con las cejas contraídas, dirigió a
Nicolás la misma mirada que había lanzado a Pedro
durante la comida del club.

«Ha ocurrido algo», pensó
Nicolás. Y su suposición se confirmó al ver
que Dolokhov marchaba inmediatamente después de cenar.
Entonces preguntó a Natacha lo que había
sucedido.

-Dolokhov se ha declarado a Sonia. Ha pedido su mano –
contestóle Natacha.

Nicolás, en aquellos últimos tiempos,
habíase olvidado mucho de Sonia, pero al oír a su
hermana sintió que algo se le desgarraba en su interior.
Dolokhov era un partido aceptable, y hasta brillante, para Sonia,
huérfana y sin dote. Desde el punto de vista de la anciana
Condesa y de la sociedad, no existía ningún motivo
para rechazar la petición. Por ello, su primer impulso fue
de cólera por la negativa de Sonia. Iba a decir:
«Hay que olvidar las promesas que uno hace cuando es
niño; y es preciso aceptar las peticiones… », pero
no tuvo tiempo de decir nada.

– ¿Y sabes qué ha contestado ella? Pues
que no; tal como lo oyes. Le ha dicho que estaba enamorada de
otro – añadió después de un instante de
silencio.

«Claro, Sonia no podía obrar de otra
manera», pensó Nicolás.

– Mamá ha insistido mucho, pero ella ha dicho que
no y que no, y yo sé que nadie le hará cambiar de
parecer; cuando ella se pone de esta manera…

– ¿Mamá ha insistido? – preguntó
Nicolás con tono de reconvención.

– Sí – contestó Natacha -; mira,
Nicolás, no te lo tomes a mal, pero yo sé que nunca
te casarás con Sonia. No sé por qué, pero
estoy convencida de ello.

-¡Oh! Tú no puedes saber nada…-dijo
Nicolás-. Pero he de hablar con ella… ¡Sonia es
una criatura deliciosa! – añadió
sonriendo.

– Tiene mucho corazón. Le voy a decir que venga.
-Y Natacha abrazó a su hermano y alejóse
corriendo.

Unos minutos más tarde, Sonia, asustada,
avergonzada, con aire de culpable, se presentaba ante
Nicolás. Acercósele éste y le besó la
mano. Era la primera vez que estaban a solas desde el regreso de
Nicolás.

– Sonia – le dijo tímidamente; luego fue
excitándose poco a poco -, si quieres rechazar un buen
partido, un brillante partido, y hasta conveniente, porque es un
buen muchacho, noble, amigo mío…

Sonia le interrumpió:

– Le dije ya que no.

– Si lo haces por mí, temo que…

Sonia volvió a interrumpirle. Le miró con
expresión suplicante, asustada.

– Nicolás, no digas eso.

– Te lo tengo que decir. Tal vez es presuntuoso por mi
parte, pero te lo tengo que decir. Si es por mí por lo que
le dices que no, yo he de confesarte la verdad: te quiero, tal
vez eres lo que quiero más…

-Con eso tengo bastante – dijo Sonia
ruborizándose.

– No. Me he enamorado miles de veces y probablemente
volveré a hacerlo; aunque solamente guardo para ti ese
sentimiento compuesto de amistad, confianza y amor.
También hemos de pensar que soy muy joven. Mamá se
opone a nuestro matrimonio. En una palabra: yo no puedo
prometerte nada, y te ruego que reflexiones sobre la
pretensión de Dolokhov – dijo Nicolás, pronunciando
con pena el nombre de su amigo.

– No digas eso. Yo no quiero nada. Te quiero como a un
hermano. Te querré siempre, y no deseo otra
cosa.

– ¡Eres un ángel! Me siento indigno de ti.
Pero tengo miedo a engañarte.

Y Nicolás volvió a besarle la
mano.

Quinta
parte

I

Avivábase la guerra y su teatro se acercaba a la
frontera rusa.

En todas partes se oían maldiciones contra el
enemigo del género humano, Bonaparte. De los pueblos donde
eran reclutados los soldados y del teatro de la guerra llegaban
noticias diversas, como siempre; falsas y, por tanto,
interpretadas diferentemente.

Las vidas del príncipe Bolkonski, del
príncipe Andrés y de la princesa María
habían cambiado mucho a partir de l805.

En l806, el anciano Príncipe había sido
nombrado uno de los ocho generales en jefe de las milicias
formadas en toda Rusia. El anciano Príncipe, a despecho de
la debilidad propia de sus años, debilidad que se
había acentuado mientras creyó que su hijo
había muerto, decía que no cumpliría con su
deber si se negaba a desempeñar una función a cuyo
ejercicio había sido llamado por el mismo Emperador.
Aquella nueva actividad que se abría ante él le
excitaba y le daba fuerzas. Viajaba siempre por las tres
provincias que le habían sido confiadas; llevaba su
cometido hasta la pedantería; se mostraba severo hasta la
crueldad con sus subordinados y quería conocer
personalmente hasta los más pequeños
detalles.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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