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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 8)



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Al día siguiente, después de esta
conversación, Natacha se puso un vestido viejo, por el que
sentía una predilección especial, y desde aquella
mañana reemprendió la vida ordinaria, de la que se
había apartado desde el día del baile.
Después de tomar el té fue al salón, que le
gustaba mucho por la resonancia que tenía, y se puso a
solfear.

Cuando hubo terminado la primera lección se
sentó en medio de la sala y repitió una frase
musical que le agradaba especialmente. Escuchaba con placer el
encanto con que sus sonidos se esparcían y llenaban todo
el vacío de la sala y se apagaban lentamente; y
súbitamente se puso alegre.«¿Qué saco
pensando tanto? ¡Se está bien sin eso! », se
dijo, y empezó a pasearse de un lado a otro, por el
parquet sonoro, pero cambiando de paso a cada momento y
deslizándose del tacón a la punta (llevaba los
zapatos nuevos que prefería); después, alegre, como
si oyera el eco de su voz, escuchaba el choque regular del
tacón y el ruido leve de las puntas. Al pasar por delante
del espejo se miraba. «¡Yo soy
así!-parecía que dijera su rostro cuando se
reflejaba en el espejo-. ¡Bueno, no necesito a
nadie!»

Un criado quiso entrar para arreglar el salón,
pero ella no se lo permitió; cerró la puerta tras
de sí y continuó paseándose. Aquella
mañana volvía a su estado predilecto de amor para
consigo misma y de admiración a su persona
«¡Qué delicia esta Natacha!», se
decía de nuevo, como si hubiese sido un hombre quien
hablara de ella. «Bonita, voz encantadora, joven y no hace
daño a nadie; sólo falta dejarla tranquila.»
Pero, a pesar de que la dejaban tranquila, no encontraba sosiego.
De ello se dio cuenta inmediatamente.

La puerta del vestíbulo se abrió; alguien
preguntó si estaban los de la casa. Se oyeron pasos.
Natacha se miraba al espejo, pero no se veía en él.
Oyó hablar en la antesala. Cuando distinguió las
voces se volvió pálida. Era
«él». Estaba segura, a pesar de que apenas
oía su voz a través de las puertas
cerradas.

Pálida y asustada, corrió a la
sala.

– ¡Mamá! ¡Bolkonski ha venido!
¡Mamá, es terrible, es insoportable! ¡Yo no
quiero… sufrir! ¿Qué debo hacer?

Antes de que la Condesa tuviera tiempo de responder, el
príncipe Andrés entraba en la sala, con la cara
trastornada y seria.

Cuando se dio cuenta de la presencia de Natacha, se le
iluminó el rostro. Besó la mano a la Condesa y a
Natacha y se sentó en el canapé.

-Hacía tiempo que no habíamos tenido el
gusto… – empezó la Condesa, pero el príncipe
Andrés la interrumpió, contestando a la pregunta,
deseoso de explicarse.

– No he venido porque he estado todos estos días
en casa de mi padre. Tenía que hablarle de una
cuestión muy importante. He llegado esta noche… – dijo
lanzando una mirada a Natacha -. Quisiera hablarle, Condesa –
añadió después de un minuto de
silencio.

La Condesa suspiró con pena y entornó los
ojos.

– Estoy a su disposición – dijo.

Natacha comprendía que había de retirarse,
pero no sabía hacerlo; tenía la sensación de
que le apretasen el cuello; con atrevimiento miró al
príncipe Andrés con ojos asustados.

«¡Enseguida! ¿Inmediatamente…?
¡Esto no puede ser!», pensó.

Él la miró nuevamente, y aquella mirada la
convenció de que no se engañaba. Sí…,
enseguida, ahora mismo, su suerte sería
decidida.

– Ve, Natacha, ya te llamaré – murmuró la
Condesa.

Natacha miró al príncipe Andrés y a
su madre con espantados y suplicantes ojos y
salió.

– Condesa, he venido a pedirle la mano de su hija – dijo
el Príncipe.

La cara de la Condesa enrojeció y de momento no
contestó nada.

– Su proposición… – empezó lentamente la
Condesa.

El príncipe Andrés permanecía
callado y la miraba.

– Su proposición… – estaba angustiada – nos es
muy agradable y… la acepto y estoy muy contenta. Y mi esposo…
espero… Pero esto es ella misma quien debe
decidirlo…

-Cuando me dé su consentimiento se lo
preguntaré… ¿Me lo permite?-preguntó el
príncipe Andrés.

– Sí… – dijo la Condesa.

Ella le tendió la mano y con un sentimiento
mezcla de ternura y de miedo puso los labios en la frente del
príncipe Andrés, mientras él le besaba la
mano. Ella quería amarlo como a un hijo, pero le
parecía demasiado extraño e imponente
aún.

– Estoy segura de que mi marido consentirá – dijo
la Condesa -. Pero ¿y su padre?

– Mi padre, a quien he comunicado mis intenciones, ha
puesto por condición absoluta, para dar su consentimiento,
que espere un año. Esto es lo que quería decirle. –
Claro que Natacha es muy joven aún, pero una espera tan
larga…

– Es preciso… – dijo él, suspirando.

– Ahora la haré venir – dijo la Condesa, y
salió del salón.

«Señor, Dios mío, ten piedad de
mí», repetía la Condesa mientras iba a buscar
a su hija. Sonia le dijo que Natacha estaba en su
dormitorio.

Se había sentado en la cama, pálida, con
los ojos secos; contemplaba el icono y, persignándose
rápidamente, murmuraba alguna cosa. Al ver a su madre,
saltó de la cama y corrió a su
encuentro.

– ¿Qué, mamá?
¿Qué?

– Ve, ve con él. Ha pedido tu mano – dijo la
Condesa fríamente, según pareció a Natacha
-. Ve, ve – repitió con tristeza detrás de su hija,
que corría; y suspiraba con pena.

Natacha no se acordó que entraba en el
salón. Desde la puerta le vio y se detuvo. «Este
extraño, ¿lo es "todo" para mí desde
ahora?», se preguntaba; y enseguida se respondía:
«Sí, todo. Desde ahora lo amo más que a todo
el mundo.» El príncipe Andrés se le
acercó con los ojos bajos.

– La amo desde el primer día que la vi.
¿Puedo esperar?

La miraba. La expresión grave y apasionada de su
rostro la impresionaba. La suya decía:

«¿Por qué lo preguntas? ¿Por
qué dudar de aquello que es imposible esconder?
¿Por qué hablar cuando uno no puede expresar con
palabras lo que siente? »

Se acercó a él y se detuvo. Le
cogió la mano y se la besó.

– ¿Me quiere?

– Sí, sí -dijo Natacha, como si le pesara;
suspiró profundamente, después aceleró los
suspiros y sollozó.

– ¿Por qué? ¿Qué
tiene?

– ¡Ah, soy tan feliz! – replicó ella,
sonriendo a través de las lágrimas; él se
inclinó hacia ella, reflexionó un segundo, como si
se interrogara, y la abrazó.

El príncipe Andrés le cogía las
manos, le miraba a los ojos y no hallaba en su alma el antiguo
amor por ella. Súbitamente, alguna cosa cambiaba en su
interior, no experimentaba el viejo encanto poético,
misterioso, del deseo, sino la lástima por su debilidad de
mujer y de criatura, el miedo ante su ternura y su confianza, la
conciencia, penosa y alegre a la vez, del deber que le ataba para
siempre a ella. El sentimiento actual, aunque no fuera tan puro y
tan poético como el otro, era más profundo y
más vivo.

– ¿Le ha dicho su madre que debemos esperar un
año?-dijo el príncipe Andrés sin apartar sus
ojos de los de ella.

«¿Soy esta chiquilla juguetona, como todos
dicen de mí? – pensó Natacha -. ¿Soy yo,
desde este momento, "la mujer", la igual de este hombre
simpático, inteligente, que hasta mi padre respeta? Claro
que desde hoy ya no se puede bromear con la vida, que ya soy una
mujer, responsable de todos mis actos; de todas mis palabras.
Sí. ¿Qué me ha pedido? »

– No – dijo Natacha, pero no sabía lo que le
había preguntado.

– Perdóneme – dijo el Príncipe -. Es usted
tan joven y yo he vivido tanto ya… Tengo miedo por usted.
Aún no se conoce usted a sí misma.

Natacha escuchaba con atención, tratando de
comprender todo el sentido de aquellas palabras, sin
lograrlo.

– Por mucho que sienta esta espera, que alarga la hora
de mi felicidad – prosiguió el príncipe
Andrés -, durante este tiempo podré conocerla.
Dentro de un año le pediré que quiera hacer mi
felicidad, pero es usted libre… Nuestro noviazgo quedará
entre nosotros, y si se convence usted de que me ama o me
amaba… – dijo el príncipe Andrés con una sonrisa
forzada.

– ¿Por qué dice usted eso? –
interrumpió Natacha -. Ya sabe usted que le amo desde el
día en que vino a Otradnoie-dijo, firmemente convencida de
que decía la verdad.

– En un año se podrá usted conocer a
sí misma.

– ¡Un año! – exclamó
súbitamente Natacha, que hasta entonces no
comprendió que el matrimonio no se efectuaría hasta
pasado ese tiempo -. ¿Por qué un año?
¿Por qué?

El príncipe Andrés le explicó la
causa.

Natacha no le oía.

– Pero ¿no hay otro remedio? –
preguntó.

El príncipe Andrés no contestó,
pero su rostro expresaba la imposibilidad de modificar esta
decisión.

– ¡Es terrible! No, ¡es espantoso,
espantoso! -dijo Natacha, que volvía a llorar -. Me
moriré si debemos aguardar un año. ¡Es
imposible!

Contempló la cara de su prometido y le
pareció ver en ella una expresión de lástima
y de extrañeza.

– No, no, haré todo cuanto sea preciso – dijo
súbitamente Natacha secándose las lágrimas
-. ¡Estoy tan contenta!

Sus padres entraron en el salón y bendijeron a
los enamorados.

Desde aquel día, el príncipe Andrés
frecuentó la casa de los Rostov como prometido.

X

No hubo fiesta de noviazgo y nadie supo que Bolkonski y
Natacha se habían prometido. El príncipe
Andrés lo quería, a pesar de todo. Decía
que, siendo él la causa de su retraso, él
había de pagar la pena; que su palabra le ligaba para
siempre, pero que no quería que Natacha se comprometiera y
la dejaba en completa libertad. «Dentro de seis meses, si
ella ve que no me ama, tendrá derecho a retirar su
palabra.» No hay que decir que ni los padres de Natacha ni
ella misma querían oír hablar de eso. Pero el
príncipe Andrés insistía. Diariamente iba a
casa de los Rostov, pero no se comportaba como el prometido de
Natacha. La trataba de usted y le besaba la mano. Después
de la petición, entre el príncipe Andrés y
Natacha se establecieron unas relaciones muy distintas de las
simplemente amistosas que tuvieron antes. Hasta entonces no se
conocían. A los dos les gustaba recordar cómo se
juzgaban cuando todavía no eran «nada» el uno
para el otro. Ahora los dos se sentían muy distintos.
Antes disimulaban; ahora eran sencillos y sinceros.

En la familia, de momento, las relaciones con el
príncipe Andrés produjeron cierta incomodidad;
tenía el aspecto de un hombre de otra clase social, y
durante mucho tiempo Natacha hubo de acostumbrar a los suyos al
principe Andrés, afirmando a todos, con orgullo, que
parecía raro, pero que, al fin y al cabo, era como todos;
que a ella no le daba miedo y que nadie había de temerle.
Al cabo de algún tiempo, la familia se acostumbró a
ello, y, sin cohibirse por su presencia, la casa seguía su
vida ordinaria, que él también llevaba.
Sabía hablar de las tierras con el Conde, de vestidos con
la Condesa y Natacha, de álbumes y tapicerías con
Sonia. A veces, los Rostov, entre ellos y delante del
príncipe Andrés, admirábanse de lo que
había ocurrido y de cómo eran evidentes los signos
del destino: la llegada del Príncipe a Otradnoie, su
entrada en San Petersburgo, y muchas otras circunstancias
observadas por los familiares.

En la casa reinaba aquel sopor poético y
silencioso que acompaña siempre la presencia de los
prometidos. A menudo, sentados en el salón, todos
permanecían callados; a veces se levantaban y los
prometidos se quedaban solos y también callaban. Hablaban
muy poco de su vida futura. El príncipe Andrés
sentía miedo y vergüenza de hablar de ello. Natacha
compartía este sentimiento, como todos los demás,
que siempre adivinaba. Una vez, Natacha le habló de su
hijo. El Príncipe se ruborizó, lo que
ocurría muy a menudo, al ver la gran ternura de Natacha, y
dijo que su hijo no viviría con ellos.

– ¿Por qué? – preguntó Natacha,
extrañada.

– No puedo separarlo de su abuelo. Y luego…

– ¡Cómo le querría! – dijo Natacha
adivinándole el pensamiento -. Pero ya lo veo; no quiere
que tenga ningún motivo de acusarnos a usted y a
mí.

El viejo Conde se acercaba a veces al príncipe
Andrés, le abrazaba y le pedía de vez en cuando
consejo para la educación de Petia o la carrera de
Nicolás. La Condesa suspiraba al mirarlo. Sonia, siempre
temerosa de estorbar, buscaba excusas para dejarlos solos,
incluso cuando no era necesario. Cuando el príncipe
Andrés hablaba – hablaba muy bien -, Natacha lo escuchaba
con orgullo; cuando era ella la que hablaba, veía con
miedo y alegría que él la miraba atentamente. Y se
preguntaba: «¿Qué encuentra en mí?
¿Qué quiere decir con esta mirada? ¿Y si no
hallara en mí lo que su mirada busca?»

A veces se sentía locamente alegre; entonces le
gustaba mucho mirarle y escuchar cómo se reía el
príncipe Andrés. Reía muy poco, pero cuando
lo hacía se abandonaba completamente a la risa; y cada
vez, después que ocurría esto, ella se
sentía más cerca de él. Natacha
habría sido totalmente feliz si la idea de la
separación que se acercaba no la hubiera asustado;
él también palidecía y temblaba al
pensarlo.

La tarde anterior al día en que debía
marcharse de San Petersburgo, el príncipe Andrés
llegó acompañado de Pedro, quien no había
vuelto a casa de los Rostov desde el día del baile. Pedro
parecía trastornado y confuso. Habló con la madre.
Natacha se sentó con Sonia cerca de la mesa de ajedrez e
invitó al príncipe Andrés. Éste se
acercó.

– ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a Bezukhov?
¿Es muy amigo suyo?-preguntó el
Príncipe.

– Sí. Es bueno, pero un poco raro.

Y, como siempre que se hablaba de Pedro, Natacha
empezó a explicar anécdotas de sus distracciones,
algunas de las cuales eran inventadas.

– Ya sabe usted que le he confesado nuestro secreto
-dijo el Príncipe-. Le conozco desde pequeño. Tiene
un corazón angelical. Quisiera pedirle, Natacha… – dijo
súbitamente, muy serio -. Me marcho. Dios sabe lo que
puede pasar. Podría dejar de quer… Bueno, ya sé
que no hemos de hablar de esto, pero solamente quiero pedirle una
cosa: pase lo que pase, cuando yo no esté
aquí…

– Pero ¿qué puede ocurrir?

– Cualquier desgracia que sobreviniera, le pido,
señorita Natacha, que se dirija a él en busca de
consejo y ayuda. Es el hombre más distraído del
mundo, pero tiene un corazón de oro.

Ni el padre, ni la madre, ni Sonia, ni hasta el
príncipe Andrés, podían prever el efecto que
produciría en Natacha la separación de su
prometido. Enrojecida por la emoción, los ojos secos,
estuvo recorriendo la casa durante todo el día,
ocupándose de las cosas más insignificantes, como
si no comprendiera lo que la esperaba. No lloró ni
siquiera en el momento en que, diciéndole adiós,
él le besó la mano por última vez.
«¡No se vaya!», le dijo con una voz que le hizo
pensar si realmente había de quedarse y de la que se
acordó durante mucho tiempo. Cuando se hubo marchado,
tampoco lloró, pero no se movió de su
habitación durante algunos días, sentada, no
interesándose por nada y repitiendo de vez en cuando:
«¡Ah! ¿Por qué se ha
marchado?»

Al cabo de dos semanas, con gran sorpresa de todos, se
restableció de la depresión moral y volvió a
ser como antes, pero su personalidad moral había cambiado,
igual que las criaturas que se levantan con otra fisonomía
después de una larga enfermedad…

Séptima
parte

I

Nicolás Rostov se había convertido en un
muchacho de maneras rudas, bueno, a quien las amistades de
Moscú encontraban no muy recomendable, pero que era amado
y respetado por sus compañeros, los subalternos y los
jefes y que estaba satisfecho de su vida.

En aquellos últimos tiempos, en l809, su madre se
quejaba frecuentemente en sus cartas; le decía que los
negocios iban cada día peor y que debería volver a
casa para consolar y hacer compañía a sus viejos
padres.

Al leer estas cartas, Nicolás temía que
quisieran hacerlo salir de aquel medio, en el cual, desligado de
todas las preocupaciones de la vida, se encontraba tan tranquilo
y satisfecho. Comprendía que, tarde o temprano, le
sería preciso volver al engranaje de la vida: atar y
desatar negocios, llevar cuentas con los administradores,
discusiones, intrigas, relaciones, trato social, el amor de Sonia
y la palabra dada.

Todo esto era horriblemente difícil y complicado,
y contestaba a las cartas de su madre con otras frías,
clásicas, que empezaban así: «Querida
mamá», y acababan con: «Su obediente
hijo», pasando por alto todo lo que pudiera hacer
referencia a su vuelta. En 1810 recibió una carta de sus
padres que le anunciaban que Natacha se había prometido a
Bolkonski y que la boda no se celebraría hasta
después de un año, porque el viejo Príncipe
no daba su consentimiento. Esta carta entristeció y
ofendió a Nicolás. En primer lugar, le dolía
que Natacha se marchara, porque la quería más que a
nadie de la familia; en segundo lugar, en calidad de
húsar, se dolía de no haberse encontrado en su casa
para demostrar a aquel Bolkonski que no era un gran honor su
parentesco y que, si verdaderamente amaba a Natacha,
podría prescindir del consentimiento paterno. Durante un
momento dudó si pedir permiso para ver a Natacha
prometida, pero las maniobras se acercaban, y después
pensaba en Sonia, en las preocupaciones de los negocios, y
aplazó otra vez el viaje. Sin embargo, en la primavera
recibió una carta que su madre le había escrito a
escondidas del Conde, y aquella carta le decidió a
marcharse. Le decía que si no regresaba, si no se ocupaba
de los negocios, las tierras se venderían
públicamente y se verían todos reducidos a la
mendicidad; que el Conde estaba muy avejentado, que se
había confiado mucho a Mitenka, que era bueno y que todo
el mundo le había engañado, que todo se
hundía. «En nombre de Dios, te pido que vengas
inmediatamente si no quieres hacernos desgraciados»,
escribía la Condesa.

Esta carta impresionó a Nicolás.
Poseía aquel buen sentido de la mediocridad, que le
dictaba lo que debía hacer.

Había llegado la hora de marcharse, si no
licenciándose, por lo menos pidiendo un permiso.
¿Para qué era necesario marcharse? No lo
sabía, pero, después de haber dormido bien,
después de haber comido, ordenó que le ensillaran
su gris Marte, un trotador muy fogoso, que hacía
tiempo no había salido, y al llegar al alojamiento con el
caballo echando espuma por la boca, dijo a Lavrutchka – Rostov se
había quedado con el asistente de Denisov – y a los
compañeros que salieron a verle que le habían dado
un permiso y que se marchaba a su casa. A pesar de que le hubiera
sido difícil y extraño pensar que se marchaba y no
sabría nada del Estado Mayor – lo cual le interesaba
particularmente -, si sería ascendido a capitán y
si le darían la condecoración de Ana en las
últimas maniobras; por extraño que le pareciera
pensar que se iba a marchar sin vender al conde polaco Golukonsky
los tres caballos que pretendía y de los que pensaba sacar
dos mil rublos; por incomprensible que le pareciera su no
asistencia al baile que unos húsares habían de dar
a la señora Pchasdetzka para rivalizar con los ulanos, que
daban otro a la señora Borjozovska, sabía que
debía abandonar aquella buena vida e ir a alguna parte,
allí donde todo eran tonterías y preocupaciones. Al
cabo de una semana recibió el permiso. Los húsares,
no sólo sus compañeros de regimiento, sino
también los de la brigada, le ofrecieron una comida de
quince rublos el cubierto, con orquesta y dos coros. Rostov
bailó el trepak con el mayor Bassov; los
oficiales, borrachos, zarandearon, abrazaron y dejaron caer a
Rostov; los soldados del tercer escuadrón volvieron a
zarandearlo y gritaron «¡hurra!» Por
último, pusieron a Rostov en el trineo y lo
acompañaron hasta la primera parada.

Hasta la mitad del camino, desde Krementchug a Kiev,
todos los pensamientos de Rostov eran aún para el
escuadrón, pero a partir de ese instante se olvidó
de sus caballos, del sargento Dojoveika, y se preguntó con
inquietud qué encontraría en Otradnoie. Cuanto
más se acercaba, con más y más fuerza– como
si el sentido moral estuviera sometido a la ley de la velocidad
de caída de los cuerpos – pensaba en su casa. En la
última parada, antes de Otradnoie, dio tres rublos al
postillón para que bebiera, y como un chiquillo
subió la escalera del portal de su casa.

Después de las expansiones de la llegada, pasada
ya la extraña impresión de disgusto que
experimentó Rostov al no encontrar lo que imaginaba
(«Siempre serán los mismos-pensaba -. ¿Por
qué me he preocupado tanto?»), Nicolás
empezó a acostumbrarse a su antiguo ambiente. Su padre y
su madre eran los mismos que antes, únicamente
habían envejecido algo. Hallaba en ellos cierta inquietud
y a veces cierto desacuerdo, cosa que no había conocido
nunca y que provenía, Nicolás lo supo pronto, de la
marcha dificultosa de los negocios. Sonia tenía ya
diecinueve años. Había dejado de embellecerse, ya
no prometía nada nuevo, pero lo que poseía era
suficiente. Toda su persona respiraba felicidad y amor desde que
Nicolás había vuelto, y el amor constante,
inconmovible, de aquella muchacha actuaba alegremente sobre
él. Petia y Natacha fueron los que más
sorprendieron a Nicolás.

Petia ya era un muchacho de trece años, listo,
inteligente y muy gracioso, cuya voz empezaba a madurar. Natacha
dejó admirado a Nicolás durante mucho tiempo, y
siempre que la miraba sonreía.

– ¡No eres la misma! – decía.

– ¿No? ¿Más fea?

-Al contrario…; pero infundes respeto. ¡La
Princesa! – le murmuraba.

– Sí, sí – decía alegremente
Natacha. Le explicó su novela con el príncipe
Andrés, la llegada de él a Otradnoie y le
enseñó la última carta que había
recibido -. ¿Qué, estás contento? Yo estoy
tan tranquila ahora, ¡soy tan feliz!

– Muy contento – repitió Nicolás -. Es un
buen chico. ¡Bueno! Y tú, ¿estás
enamorada?

– No sé qué decirte. Lo he estado de
Boris, del profesor, de Denisov, pero no era esto. Ahora me
siento tranquila, calmada. No hay mejor hombre que él y me
siento bien y confiada. Es muy distinto de otras
veces.

Nicolás expresó a Natacha el disgusto que
le ocasionaba aquel aplazamiento de un año, pero Natacha,
encolerizándose un poco contra su hermano, le demostraba
que no podía ser de otro modo, que no estaría bien
entrar en la familia contra la voluntad de su padre. Ella
prefería también que fuera así.

-No lo comprendes, no lo comprendes,
vaya-decía.

Nicolás calló sin cambiar de
opinión.

A menudo quedaba extrañado al verla; no le
parecía una prometida enamorada separada del prometido.
Nicolás se extrañaba de esto e incluso miraba con
desconfianza el noviazgo con Bolkonski. No creía que el
destino de su hermana estuviera decidido, tanto más cuanto
que no veía al príncipe Andrés a su
lado.

Siempre le parecía que había algo que no
marchaba bien entre aquel futuro matrimonio.

«¿Por qué el aplazamiento?
¿Por qué prescindir de la ceremonia de la
promesa?», pensaba. Una vez, hablando de Natacha con su
madre, con gran extrañeza por su parte y con íntima
satisfacción, dióse cuenta que, en el fondo de su
alma, la madre veía también a veces con disgusto
aquella boda.

– ¿Ves? Escribe – dijo enseñando a su hijo
la carta del príncipe Andrés, con aquel sentimiento
escondido de hostilidad de la madre por la futura felicidad
conyugal de la hija-. No tiene mucha salud. De esto no habla
nunca con Natacha. No hagas caso de su alegría; es su
última época de soltera; pero no sé
cómo se pone cada vez que recibimos alguna carta. Debemos
creer que, con la ayuda de Dios, irá todo bien – acababa,
y añadía siempre -: ¡Es un hombre
admirable!

II

Al llegar, Nicolás estaba serio e incluso triste.
La obligación de introducirse en aquel enojoso asunto de
la explotación, por lo que su madre le había
obligado a volver, le contrariaba. Con objeto de deshacerse
más rápidamente de esta carga, al tercer día
de haber vuelto, hosco, sin contestar a la pregunta
«¿Dónde vas?», con el ceño
fruncido, dirigióse al pabellón de Mitenka y le
pidió cuentas de «todo». ¿Qué
cuentas de «todo» eran éstas? Nicolás
lo sabía aún menos que Mitenka, que temblaba de
pies a cabeza, asustado y extrañado. La
conversación y las cuentas de Mitenka no duraron mucho
rato.

El stárosta y el elegido de la comunidad, que
estaban aguardando en el vestíbulo del pabellón,
oyeron con placer y también con miedo, primeramente, la
voz del joven Conde, que se elevaba y se hacía cada vez
más fuerte; luego las palabras injuriosas, que
caían una tras otra.

– ¡Ladrón! ¡Desagradecido…! Te
haré pedazos, ¡perro…! Conmigo no harás
como con mi padre. Has robado…

Enseguida aquella gente, con igual miedo e igual placer,
vieron como el joven Conde, rojo de cólera, con los ojos
inyectados, agarraba a Mitenka por el cuello del vestido, con
mucha traza, y entre palabra y palabra le daba de
puntapiés en el trasero, gritándole:
«¡Vete! ¡No te quiero ver jamás!
¡Ladrón…!»

Mitenka rodó por los seis peldaños y
huyó hacia un grupo de árboles. Este bosque era
lugar seguro para los criminales de Otradnoie. El mismo Mitenka
se escondía allí cuando volvía borracho de
la ciudad, y muchos habitantes de Otradnoie que se
escondían de Mitenka conocían la fuerza saludable
de aquel refugio.

La mujer y las nueras de Mitenka, con asustados rostros,
aparecieron en el vestíbulo por la puerta de la
habitación donde hervía el samovar reluciente y
donde se veía el lecho del administrador con un cubrecama
hecho de retales.

El joven Conde, respirando con dificultad, sin darse
cuenta de nada, pasó por delante de ellas con aire
resuelto y entró en la casa.

La Condesa, que inmediatamente había sabido por
las criadas lo que ocurría en el pabellón, se
tranquilizó en parte pensando que la situación
económica de la casa se restablecería desde este
hecho, pero le inquietaba por el efecto que aquello había
de producir en su hijo. De puntillas se acercó a su
puerta, mientras él fumaba una pipa tras otra.

A la mañana siguiente, el viejo Conde
llamó a su hijo y le dijo con tímida
sonrisa:

– ¿Sabes, amigo mío, que te has indignado
inútilmente? Mitenka me lo ha contado todo.

«Ya sabía que aquí, en este mundo de
imbéciles, yo no sabría hacer nada bueno»,
pensó Nicolás.

– Te has exaltado porque no había apuntado estos
setecientos rublos. Están apuntados, con otras cosas, en
la otra página; tú no lo has visto.

– Papá, es un pillo y un ladrón; lo
sé perfectamente. Lo que hice, hecho está, pero, si
quieres, no diré nada más.

– No, hombre, no. – El Conde estaba nervioso.
Comprendía que había administrado mal los bienes de
su esposa y que era culpable ante sus hijos, pero no sabía
de qué modo arreglarlo -. No, hazme el favor de ocuparte
de los negocios. Yo soy ya viejo…

– No, papá, perdóname si te he disgustado;
yo entiendo menos que tú.

«¡Vayan al diablo todos estos aldeanos, este
dinero, estas cuentas!», pensó. Después de
esto no intervino ya más en los negocios, excepto una vez,
cuando la Condesa le llamó y le preguntó qué
debía hacer con una orden de pago de dos mil rublos
suscrita por Ana Mikhailovna.

– Ya te diré lo que pienso – contestó
Nicolás -; dices que esto depende de mí; no me son
simpáticos ni Ana Mikhailovna ni Boris, pero son nuestros
amigos y son pobres. Mira – rompió el documento, y este
acto hizo verter lágrimas de gozo a la Condesa.

Después, el joven Rostov no se metió en
ninguna otra cuestión; se abandonó con
pasión a una cosa nueva para él, la caza, que en
casa del viejo Conde se practicaba con grandes gastos.

III

El conde Ilia Andreievitch había renunciado al
cargo de mariscal de la nobleza, porque ello implicaba muchos
gastos, pero, a pesar de esto, sus negocios no se solucionaban. A
menudo, Natacha y Nicolás sorprendían las
conversaciones misteriosas e inquietantes de sus padres;
oían habladurías sobre la venta de la rica casa
patriarcal y la propiedad cercana a Moscú.

El Conde se hallaba preso entre sus asuntos como en una
red inmensa, y procuraba no darse cuenta de que a cada paso se
enredaba más y más; no tenía fuerzas para
cortar las redes que lo envolvían ni paciencia para
deshacerse de ellas con prudencia.

La Condesa, con su corazón amoroso, se daba
cuenta de que sus hijos se arruinaban, que el Conde no
tenía la culpa, que no podía cambiar, que él
sufría demasiado, aunque lo disimulara, con su ruina y la
de sus hijos, y ella buscaba el modo de solucionarlo. Su talento
de mujer sólo veía un camino: el matrimonio de
Nicolás con una rica heredera. Comprendía que era
la última esperanza y que, si rechazaba el partido que
ella le preparaba, habría que despedirse para siempre de
la posibilidad de reparar la situación. Aquel partido era
Julia Kuraguin, la hija de unos padres buenos y virtuosos, a la
que Rostov conocía de niña y que desde la muerte
del último hermano que le quedaba había pasado a
ser una de las más ricas herederas.

La Condesa escribió directamente a la
señora Kuraguin a Moscú, proponiendo casar a su
hijo con su hija, y recibió una contestación
favorable. La señora Kuraguin contestó que, por su
parte, consentía, pero que todo dependía de su
hija. La señora Kuraguin invitaba a Nicolás a pasar
algunos días en Moscú.

Muchas veces, la Condesa, con lágrimas en los
ojos, decía a su hijo que su único deseo, ahora que
ya podía considerarse tranquila con respecto a sus dos
hijas, era verle casado. Decía que después
podría morir tranquila. Luego daba a entender que
había pensado en una muchacha encantadora y procuraba
adivinar la opinión de su hijo con respecto al
matrimonio.

Otras veces elogiaba a Julia y aconsejaba a
Nicolás que fuese a divertirse a Moscú durante las
fiestas. Nicolás adivinaba el fin de las conversaciones de
su madre, y un día la hizo hablar claramente. Ella le
confesó que la única esperanza de salvar la
situación era su matrimonio con la señorita
Kuraguin.

– Y si me enamorara de una muchacha sin fortuna,
¿me exigirías que sacrificara mi amor y mi honor al
dinero? – le preguntó, sin comprender la crueldad de la
pregunta, queriendo solamente demostrar su nobleza de
sentimientos.

– No, no me comprendes – dijo la madre, no sabiendo
cómo justificarse -. No me has comprendido,
Nicolás. Yo quiero tu felicidad – añadió y,
comprendiendo que no decía la verdad y se embrollaba,
rompió a llorar.

– No llores, mamá; dime sólo que lo deseas
y daré mi vida, todo, con tal que estés tranquila.
Lo sacrificaré todo por ti, hasta mi
corazón.

Pero la Condesa no quería plantear la
cuestión de aquel modo. No quería sacrificar a su
hijo; ella sí hubiese querido sacrificarse por
él.

– No; no me has comprendido; no hablemos más –
dijo, secándose las lágrimas.

«Sí, pero si yo amo a una muchacha pobre –
se dijo Nicolás -, he de sacrificar, pues, mi
corazón y mi felicidad al dinero. Me parece
increíble que mamá me haya dicho esto. Así,
pues, porque Sonia es pobre, ¿no puedo quererla, no puedo
corresponder a su amor fiel y abnegado? Seguro que seré
más feliz con ella que con una muñeca como Julia.
Puedo sacrificar mi corazón en bien de mis padres, pero no
puedo imponerme a mis sentimientos. Si amo a Sonia, mi amor es
más fuerte y está por encima de
todo.»

No fue a Moscú; la Condesa no volvió a
hablarle del matrimonio y, con tristeza y a veces con
cólera, observaba un acercamiento cada vez más
acentuado entre su hijo y Sonia, que no tenía dote. Le
dolía, pero no podía evitar demostrar su disgusto a
Sonia, riñéndola a menudo sin motivo,
tratándola de «usted» y llamándola
«querida». Lo que más disgustaba a la buena
Condesa era, precisamente, que Sonia, aquella sobrina pobre de
ojos negros, fuera tan dulce, tan buena, tan fiel, tan agradecida
a sus bienhechores, tan constante en el amor a Nicolás,
que fuese imposible reprocharle nada.

Nicolás terminaba su permiso. Se había
recibido una carta del príncipe Andrés, desde Roma,
en la que decía que habría ya regresado a Rusia si,
de pronto, a consecuencia del clima cálido, no se le
hubiera abierto la herida. Esto le obligaba a retardar su regreso
hasta la entrada de año.

Natacha estaba también enamorada de su prometido,
también estaba confiada en este amor y también se
sentía accesible a las alegrías de la vida. Pero,
al cabo de cuatro meses de separación, pasaba largas
temporadas de tristeza que no podía dominar.

Se consideraba digna de lástima; le dolía
aquel tiempo perdido para ella, precisamente cuando se
sentía tan dispuesta a amar y a ser amada.

En casa de los Rostov no había mucha
alegría.

IV

Llegó Navidad, y, aparte de la misa solemne, de
las felicitaciones solemnes y enojosas de los vecinos y de los
domésticos, de los vestidos y los abrigos nuevos, no hubo
nada de particular.

Con un frío sin viento y un sol claro y
resplandeciente durante el día, uno sentía la
necesidad de celebrar la fiesta de una manera u otra.

El tercer día, después de comer, todos los
familiares se dispersaron por la casa. Era el momento más
enojoso de la jornada. Nicolás, que por la mañana
había ido a casa de los vecinos, se quedó dormido
en el diván. El viejo Conde descansaba en su gabinete.
Sonia estaba sentada a la mesa redonda del salón y calcaba
un dibujo. La condesa hacía un solitario. Natacha
entró en el salón y se acercó a Sonia,
mirando lo que hacía; después se acercó a su
madre y, en silencio, quedóse quieta.

– ¿Qué te pasa, que vas de un lado a otro
como un alma en pena? – le preguntó su madre.

– ¡Le necesito…, le necesito enseguida! – dijo
Natacha muy seria, los ojos relucientes.

La Condesa levantó la cabeza y miró
fijamente a su hija.

– No me mires, mamá, no me mires, porque
lloraré.

– Ven aquí; siéntate a mi lado – dijo la
Condesa.

– Mamá, le necesito. ¡Me aburro tanto!
¿Por qué será?

La voz se le ahogó en la garganta; las
lágrimas asomaron a sus ojos. Para ocultarlas, se
volvió rápidamente y salió del
salón.

Los criados, disfrazados de osos, de turcos, de
taberneros, de grandes damas, terribles y extraños,
llevaban consigo el frío y la alegría; primero
estrechamente amontonados en la antesala, luego,
escondiéndose uno tras otro, aparecieron en el
salón y con timidez, luego más alegres, poco a poco
empezaron sus canciones, sus bailes, sus rondas y los juegos de
Nochebuena.

La Condesa reconocía las caras, se reía de
los disfraces; después pasó a la sala. El Conde,
con su sonrisa en el rostro, se quedó en el salón,
aprobando a los bromistas. Los jóvenes habían
desaparecido.

Al cabo de media hora entraron otras máscaras:
una vieja dama con paniers era Nicolás; una turca, Petia;
un clown, Dimmler; un húsar, Natacha; un circasiano,
Sonia, con un bigote y unas cejas pintadas con corcho
quemado.

Después de la alegre sorpresa, la broma de no
reconocer a los disfrazados y los elogios de los presentes, los
jóvenes se creyeron tan bien ataviados que sintieron el
deseo de mostrarse ante alguien más. Nicolás, que
quería pasear a todo el mundo en su troika por el
magnífico camino, propuso llevarse diez criados
disfrazados e ir a casa del tío.

– No, le daríais demasiado la lata – dijo la
Condesa -, y en su casa no hay sitio para tanta gente. Si
queréis ir a casa de alguien, id a casa de los
Melukhov.

La señora Melukhov era una viuda que tenía
dos hijos de edad distinta, que también tenían
preceptores e institutrices. Vivían a cuatro
verstas de los Rostov.

– Creo que tiene razón – dijo el anciano Conde
sacudiéndose -. Bueno, me visto en un momento e iré
con vosotros. Ya veréis qué algazara.

Pero la Condesa no le dejó salir, pues
hacía días que tenía dolor en la pierna. Se
decidió que Ilia Andreievitch no podía salir, pero
que si Luisa Ivanovna y la señora Chausse querían
acompañarlos, las señoritas podrían ir a
casa de los Melukhov. Sonia, siempre tímida,
suplicó con insistencia a Luisa Ivanovna que accediera.
Sonia era la mejor ataviada. El bigote y las cejas le sentaban
muy bien; todos decían que estaba preciosa y ella se
encontraba de un humor inmejorable, animada, enérgica. Una
voz interior le decía que su suerte había de
decidirse aquel día o nunca; vestida de hombre
parecía otra persona. Luisa Ivanovna consintió al
fin y, al cabo de media hora, cuatro troikas con
campanillas se acercaban al portal con los patines crujiendo
sobre la nieve helada.

Natacha dio antes que los demás el tono de la
alegría de aquel día de Navidad, y aquella
alegría, pasando del uno al otro, crecía y
crecía y llegó al máximo en el momento en
que el grupo salió de la casa y, hablando, riendo y
gritando, se instalaron en los trineos.

Había dos troikas del servicio; la
tercera era la del Conde, con un caballo muy trotador; la cuarta
era la de Nicolás, con su pequeño caballo negro, de
piel áspera, en el centro. Nicolás, que se
había puesto la capa de húsar encima del vestido de
señora anciana, estaba de pie en el centro del trineo y
guiaba.

Hacía una noche tan clara que veíase
brillar el resplandor de la luna en las herraduras de los
caballos y en los ojos de los que pasaban, que miraban asustados
a los pasajeros; éstos metieron mucha bulla bajo los arcos
del portal.

Natacha, Sonia, la señora Chausse y dos criadas
se instalaron en el trineo de Nicolás; en el del Conde, su
mujer y Petia; en los demás, los criados
disfrazados.

– ¡Adelante, Zakhar! – gritó Nicolás
al cochero de su padre, para darse el gusto de adelantarlo en el
camino.

La troika del Conde hacía crujir los
patines como si se agarrara a la nieve y avanzó con la
música de las campanillas. Los caballos de los lados se
estrechaban contra las varas y esparcían la nieve.
Nicolás siguió a la primera troika;
detrás crujían las otras. Arrancaron al trote corto
por un camino estrecho. Mientras pasaban por delante del
jardín, las sombras de los árboles desnudos
cubrían la pista y tapaban la clara luz de la luna. Pero
en cuanto salieron de la finca, la llanura nevada, iluminada por
la luna, brillante como el diamante, de tono azulado,
inmóvil, se abrió de ancho en ancho. Uno, dos; el
trineo de delante recibió un trompazo que se
transmitió al segundo trineo, y, rompiendo con audacia la
calma profunda, los trineos se colocaron en fila.

– ¡Rastro de liebres! ¡Hay muchos agujeros!
– resonó en el aire helado la voz de Natacha.

– ¡Qué claro se ve, Nicolás! –
exclamó Sonia.

Nicolás se volvió y se inclinó para
ver más de cerca el rostro de Sonia. Un rostro nuevo,
atrayente, con cejas espesas y bigote negro, emergía de la
cebellina al claro de luna y le miraba.

«En otro tiempo era Sonia», pensó
Nicolás.

La miró más de cerca y
sonrió.

– ¿Qué quieres, Nicolás?

– Nada.

Y se volvió hacia los caballos.

Cuando se encontraron en la gran pista, donde el claro
de luna permitía ver los rastros de los trineos, los
caballos, sin que nadie les obligase, tendieron las riendas y
aceleraron el paso. El caballo de la izquierda, al volver la
cabeza, estiraba las riendas; el de en medio se mecía,
levantando las orejas como si preguntara: «¿Debemos
empezar o debemos esperar todavía un poco?» Delante,
distanciada, se veía sobre la blanca nieve la
troika negra de Zakhar, que hacía repicar las
pesadas campanillas; desde su trineo se oían las
exclamaciones animadas, las risas y las voces de las
máscaras.

– ¡Eh! ¡Compañeros! – gritó
Nicolás. Estiró las riendas de un lado e hizo un
movimiento con la mano armada con un látigo.

Sólo por el viento que levantaban al pasar y por
lo tensos que marchaban los caballos se podía observar con
qué rapidez volaba la troika.

Nicolás se volvió. Con las risas y los
gritos, restallando el látigo, se obligaba a los caballos
de las demás troikas a galopar. El caballo del
centro se mecía gallardamente bajo su arco y
prometía correr más aún si se lo
exigían.

Nicolás alcanzó a la primera
troika. Emprendieron una bajada y se hallaron en la
pista ancha y lisa, en un campo, cerca del
río.«¿Por dónde pasamos? –
pensó Nicolás -. Seguramente por el prado. Pero
esto es nuevo, no recuerdo haberlo visto nunca. Esto no es ni el
prado de Kossoi ni el monte Diomkino. ¡Dios sabe lo que es!
Esto es algo nuevo y mágico. ¡Bien, es igual!»
Y gritando al caballo, alcanzó y pasó a la primera
troika.

Zakhar retenía los caballos y volvía la
cara, cubierta de hielo hasta las cejas.

Nicolás lanzó los caballos a rienda
suelta. Zakhar alargó los brazos, chascó la lengua
y puso los suyos al galope.

– Tenga cuidado, señor – pronunció
Zakhar.

Las dos troikas volaban una al lado de la otra
y las patas de los caballos se cruzaban cada vez más a
menudo.

Nicolás adelantaba. Zakhar, sin cambiar de
posición, con las manos hacia delante, levantó un
brazo con las riendas.

– Te equivocas, señor – gritó a
Nicolás.

Nicolás dejaba galopar a los caballos y
adelantaba a Zakhar. Los caballos echaban una nube de nieve seca
al rostro de los viajeros. Por todos lados se oían gritos
de mujeres y el crujir de los trineos sobre la nieve.

Nicolás paró de nuevo los caballos y
observó a su alrededor. La misma llanura mágica
salpicada de estrellas, bañada con la luz de la luna, se
extendía ante su vista. «Zakhar me dice que vaya por
la izquierda, pero ¿por qué? – pensó
Nicolás-. ¿Vamos a casa de los Melukhov o al
pueblecito de Melukhova? Dios sabe dónde vamos.
¡Esto es extraño y delicioso!», y miró
el trineo.

-Mira qué blancos están el bigote y las
cejas de esta personita – dijo una de las personas sentadas en el
trineo, señalando a Natacha -. Es extraña, bonita,
con un fino bigote y espesas cejas.

«Me parece que es Natacha – díjose
Nicolás – y aquélla la señora Chausse,
¿quién sabe? ¡Y el circasiano con bigote no
sé quién es, pero me gusta!»

-¿Tenéis
frío?-Preguntó.

– Sí, sí – contestaron unas voces
riendo.

«He aquí un bosque mágico, con
sombras negras, movibles y brillantes, con un tramo de
peldaños de mármol y de cobertizos plateados,
palacio de hadas y un agudo grito de animal. Sí, en
efecto, esto es Melukhova. Aún será más
extraño que, yendo a la ventura, llegásemos a
Melukhova», pensó Nicolás.

Y, efectivamente, era Melukhova y aparecieron en el
portal criados y mozos con rostros risueños, llevando
bujías encendidas en la mano.

– ¿Quién sois? – preguntaron los del
portal.

– ¡Las máscaras de casa del Conde! Ya las
reconozco por los caballos – replicó una voz.

V

Cuando todos hubieron marchado de la casa de Pelagia
Danilovna, Natacha, que lo observaba y lo
descubría todo, se las arregló para instalarse con
Luisa Ivanovna en el trineo, haciendo que Sonia se acomodase con
Nicolás y las criadas.

Nicolás ya no tenía ganas de pasar delante
de nadie, y de vez en cuando miraba fijamente a Sonia a la
extraña luz de la luna, buscando en aquella luz que lo
cambia todo, a través de las cejas y el bigote, la antigua
Sonia y la Sonia nueva de la cual había decidido no
separarse nunca. La miraba fijamente, y se daba cuenta de que era
siempre la misma y siempre diferente. Respiraba a pleno
pulmón el aire helado, y, mirando la tierra que
huía bajo el trineo y el cielo estrellado, se
transparentaba al reino de la magia.

– Sonia, ¿te encuentras bien? – le preguntaba de
vez en cuando.

– Sí – respondía ella -, ¿y
tú?

A medio camino ordenó al cochero que detuviera
los caballos y, corriendo, fue al trineo de Natacha y se
subió a los patines.

– Natacha, ¿sabes?, me he decidido por Sonia –
murmuró en francés.

– ¿Se lo has dicho? – preguntó Natacha
animándose, muy gozosa.

– ¡Ah, qué rara estás con ese bigote
y esas cejas! ¿Estás contenta?

– Muy contenta, soy muy feliz.. Me dabas rabia. No te lo
había querido decir, pero te portabas mal con ella.
¡Tiene tan buen corazón, Nicolás!
¡Qué contenta estoy! A veces soy mala, pero me da
vergüenza ser feliz sola, sin Sonia. Ahora ya estoy
satisfecha. Ve, ve con ella.

– No, espera. ¡Ah, qué rara eres! –
decía Nicolás sin dejar de mirarla y descubriendo
también en su hermana alguna cosa nueva, un aire
desconocido, un encanto y una ternura que nunca le había
sabido ver.

«Si antes la hubiese visto como ahora,
haría tiempo que le habría preguntado lo que
tenía que hacer, hubiera hecho todo lo que ella me hubiese
dicho y todo estaría arreglado», pensaba
Nicolás.

– ¿Estás contenta? Así, pues,
¿he hecho bien?

– ¡Ah, muy bien! No hace mucho tiempo que me
disgusté con mamá porque dijo que ella te
tenía perturbado. ¿Cómo es posible que diga
tal cosa? Me enfadé mucho y no permitiré que nadie
hable mal de ella, ni tan siquiera que lo piense, porque ella es
mejor que nadie.

– Así, pues, ¿te parece bien? –
repitió Nicolás mirando otra vez la
expresión del rostro de su hermana para saber si
decía la verdad; y luego, haciendo crujir las botas,
saltó de los patines y corrió hacia su trineo.
Aquel circasiano, siempre contento y sonriente, con un bigotito y
unos ojos brillantes, que miraban por debajo de la capa de
cebellina, continuaba sentado en el mismo sitio de antes. Aquel
circasiano era Sonia, su futura esposa, contenta y
enamorada.

Al llegar a casa, después de explicar a la
Condesa lo que habían hecho en casa de los Melukhov, las
niñas se retiraron a sus habitaciones.

Al desnudarse, permanecieron sentadas un buen rato,
hablando de su felicidad sin despintarse los bigotes. Hablaban de
su vida cuando estuvieran casadas, de sus maridos, que
serían amigos, y de la dicha que
sentirían.

VI

Poco después de Navidad, Nicolás
declaró a su madre el amor que sentía por Sonia y
su deseo irreductible de casarse con ella. La Condesa, que
hacía mucho tiempo se daba cuenta de lo que pasaba entre
Sonia y Nicolás, y por tanto esperaba aquella
declaración, escuchó en silencio las palabras de su
hijo, le dijo que podía casarse con quien quisiera, pero
que ni ella ni su padre bendecirían aquella
unión.

Por primera vez Nicolás comprendió que su
madre estaba descontenta de él y que a pesar de toda la
ternura que le profesaba no se avendría nunca a dar su
consentimiento. Fría, sin mirar a su hijo, mandó a
buscar a su marido. Cuando el Conde entró, la Condesa, que
se proponía explicarle la cuestión brevemente y con
calma, en presencia de Nicolás, no se pudo contener: se
puso a llorar de despecho y salió del cuarto. El anciano
Conde empezó a exhortar a Nicolás, a rogarle que
renunciara a su proyecto. Nicolás respondió que no
podía retirar la palabra dada, y el padre, suspirando, muy
confuso, interrumpió muy pronto las explicaciones y fue a
reunirse con su esposa. Durante el tiempo que había
discutido con su hijo sintió la convicción de que
él había faltado y administrado mal sus bienes; por
ello no podía enojarse contra su hijo, que se negaba a
casarse con una mujer rica y prefería a Sonia sin dote. En
aquella circunstancia recordaba más vivamente que nunca
que si sus negocios no se encontraran en una tan lamentable
situación, no podía desear para Nicolás una
esposa mejor que Sonia, y que él solo, con Mitenka y con
sus costumbres incorregibles, era el único culpable de la
desastrosa situación de su fortuna.

Ni el padre ni la madre volvieron a hablar más de
este casamiento a su hijo; pero al cabo de unos cuantos
días la Condesa llamó a Sonia y con una crueldad
que ni la una ni la otra podían esperar echó en
cara a su sobrina el haber enamorado a su hijo, y su ingratitud.
Sonia, con los ojos bajos, escuchaba aquellas palabras crueles de
la Condesa y no comprendía qué se exigía de
ella. Estaba siempre dispuesta a sacrificarse por sus
bienhechores. Pero en aquel caso no podía comprender
cómo y cuándo debía efectuarse el
sacrificio. No podía dejar de amar a la Condesa y a toda
la familia Rostov, pero tampoco podía dejar de amar a
Nicolás ni ignorar que su felicidad dependía de
aquel amor. Estaba silenciosa, triste y no respondía ni
una palabra. Nicolás no pudo soportar más tiempo
aquella situación y fue a explicarse con su madre. Tan
pronto le suplicaba que le perdonase a él y a Sonia, como
que consintiera aquel casamiento, como amenazaba a su madre con
casarse seguidamente, en secreto, si tanto le
contrariaban.

La condesa, con una frialdad que su hijo no le
había conocido nunca, le respondía que ya era mayor
de edad y que podía casarse sin el consentimiento de sus
padres, pero que ella nunca reconocería a aquella
«intrigante» como a hija suya.

Furioso por la palabra «intrigante»,
Nicolás levantó la voz y dijo a su madre que no
había pensado nunca que quisiera obligarle a vender su
afecto y que, si realmente era así, se marcharía
para no volver más… Pero no tuvo tiempo de pronunciar
esta palabra decisiva, que su madre, a juzgar por la
expresión de su rostro, esperaba con terror, y que tal vez
quedaría para siempre entre ellos dos como un penoso
recuerdo; no había tenido tiempo de pronunciar aquellas
palabras, ya que Natacha, pálida y grave, entró en
la sala por la puerta tras la cual había escuchado la
conversación.

– ¡Nikolenka! No digas tonterías, calla.
¡Te digo que calles…! – gritó casi ahogando su voz
-. Mamá querida, no es precisamente eso, pobre mamá
– dijo dirigiéndose a su madre, que, sintiéndose al
borde mismo de la separación definitiva, miraba a su hijo
con espanto, pero que por testarudez y por la excitación
de la lucha no podía ni quería ceder -.
Nicolás, ya te lo explicaré; ahora vete.
Escúchame, mamá.

Sus palabras no tenían ningún sentido,
pero dieron el resultado que ella esperaba.

La Condesa, sollozando, ocultó el rostro en el
pecho de su hija. Nicolás se levantó y salió
de la sala con las manos en la cabeza.

Natacha se encargó de la reconciliación y
la llevó hasta el extremo de que Nicolás
recibió de su madre la promesa de que Sonia no
sería perseguida y él prometió no hacer nada
a escondidas de sus padres.

Con la firme intención de volver y de casarse con
Sonia después de haber arreglado sus asuntos en el
regimiento y conseguido el retiro, Nicolás, triste y
serio, en desacuerdo con sus padres, pero apasionadamente
enamorado, según él creía, marchó al
regimiento a principios de enero.

Después de la marcha de Nicolás, la casa
de los Rostov quedó más triste que nunca. La
Condesa, a consecuencia de aquellos disgustos, cayó
enferma.

Sonia estaba muy triste por la marcha de Nicolás,
pero aún lo estaba más por la actitud hostil que la
Condesa no podía dejar de demostrarle. El Conde estaba
más preocupado que nunca por la mala situación de
sus negocios, que exigían medidas radicales. Era preciso
vender la casa de Moscú y las haciendas cerca de la
ciudad, y para la venta era preciso ir allá, pero la salud
de la Condesa retrasaba el viaje.

Natacha, que al principio soportaba bien y hasta
alegremente la separación con su prometido, le echaba
luego mucho de menos y sentíase impaciente. El pensar que
el mejor tiempo de su vida, aquel que podía dedicar a
amarle, pasaba inútilmente para todos, era un tormento
continuo para ella. La mayoría de sus cartas la
disgustaban. Le era difícil pensar que mientras ella
vivía sólo pensando en él, él
vivía una vida propia, veía países nuevos,
conocía personas diferentes que le interesaban. Cuanto
más interesantes eran sus cartas, más despechada se
sentía, y las cartas que ella le escribía no le
causaban ningún consuelo, antes las tomaba como un deber
enojoso y falso.

No le gustaba escribir porque no podía comprender
la posibilidad de expresar francamente en una carta la
milésima parte de lo que ella estaba habituada a expresar
con la voz, la mirada, con la sonrisa. Le escribía cartas
secas, clásicamente monótonas, a las que ni ella
misma daba importancia y de las cuales la Condesa le
corregía las faltas de ortografía en los
borradores.

La salud de la Condesa no mejoraba, pero, por otra
parte, era imposible retardar más el viaje a Moscú.
Era preciso vender la casa, hacer el ajuar e ir a esperar a
Andrés en Moscú, donde aquel invierno vivía
el príncipe Nicolás Andreievitch, y Natacha
tenía el convencimiento de que Andrés ya
había llegado.

La Condesa se quedó en el campo y el Conde, con
Sonia y Natacha, marchó a Moscú a últimos de
enero.

Octava
parte

I

Al empezar el invierno, el príncipe
Nicolás Andreievitch Bolkonski y su hija llegaron a
Moscú. Por su historia, su talento y su originalidad – y
principalmente a causa del actual descenso de entusiasmo por el
reinado del emperador Alejandro y de la corriente de
opinión francófoba y patriótica que entonces
existía en Moscú -, el príncipe
Nicolás Andreievitch se convirtió enseguida en
objeto de un respeto particular por parte de los moscovitas y el
centro de oposición de Moscú.

El Príncipe había envejecido mucho aquel
año. Los indicios irrecusables de la vejez eran bien
manifiestos en él: somnolencias intempestivas, olvido de
acontecimientos inmediatos y memoria de acontecimientos
antiguos.

Ultimamente, la vida se había hecho muy penosa
para la princesa María. En Moscú se veía
privada de sus mayores alegrías: las conversaciones con
gente devota y la soledad reconfortante de Lisia-Gori, y no
encontraba ninguna compensación en las alegrías de
la capital. No frecuentaba el mundo; todos sabían que su
padre no la dejaba salir sin él, y él mismo no
podía salir por culpa de la salud y por ello no la
invitaban ni a las reuniones y veladas ni a las cenas. La
princesa María había abandonado la esperanza de
casarse: veía con qué frialdad y con qué mal
humor el príncipe Nicolás Andreievitch
recibía y alejaba a los jóvenes que podían
resultar pretendientes y que a veces iban a su casa. La vuelta
del príncipe Andrés y el momento de su matrimonio
se acercaban, y la misión de preparar a su padre no
solamente no la había cumplido, sino que, al contrario, la
cosa parecía totalmente confusa: recordar al anciano
Príncipe la existencia de la condesa Rostov era
exasperarle, tanto más cuanto que aun sin eso el mal humor
casi nunca le abandonaba.

A últimos de enero, el conde Ilia Andreievitch
llegó a Moscú con Sonia y Natacha. La Condesa, que
estaba enferma, no había podido acompañarlos, y
había sido imposible esperar su total restablecimiento. El
príncipe Andrés era esperado en Moscú de un
día a otro; era preciso hacer el ajuar, vender la casa de
las cercanías de Moscú, y debía aprovecharse
la estancia del anciano Príncipe en la ciudad para
presentarle su futura nuera. La casa de los Rostov en
Moscú no estaba en condiciones, venían por poco
tiempo y la Condesa no les acompañaba; por todas estas
razones, el Conde decidió quedarse en casa de María
Dmitrievna Akhrosimovna, que en muchas ocasiones había
ofrecido hospitalidad al Conde.

Dos días después de su llegada, y por
consejo de María Dmitrievna, el conde Ilia Andreievitch
fue con Natacha a casa del príncipe Nicolás
Andreievitch. El Conde no estaba muy alegre al pensar que
debía hacer esta visita. El Principe le daba miedo. La
última entrevista que había tenido con él,
cuando el alistamiento, durante el cual, en respuesta a su
invitación a comer, había recibido una severa
represión por no haber proporcionado bastantes hombres, la
tenía clavada en la memoria. Natacha, que se había
puesto su mejor traje, estaba, por el contrario, de muy buen
humor. «No es posible que no me quieran; todo el mundo me
ha querido siempre y yo estoy dispuesta a quererlos, porque
él es su padre y ella su hermana; no tendrán
ningún motivo para no quererme», pensaba
Natacha.

Llegaron a la vieja casa sombría de Vozdvijenka y
entraron en el vestíbulo.

– ¡Que Dios nos ayude! – exclamó el padre,
mitad de veras, mitad de broma. Natacha, sin embargo,
observó que su padre se atribulaba al entrar en el
vestíbulo y preguntaba tímidamente, en voz baja, si
el Príncipe y la Princesa estaban en casa. Cuando se supo
su llegada se produjo un cierto barullo entre los criados del
Príncipe: el criado que había ido a anunciarlos era
detenido por otro criado, y ambos hablaban en voz
baja.

Una camarera corrió a la sala muy apresurada y
dijo algo referente a la Princesa. Finalmente apareció un
criado viejo; con cara severa informó a Rostov que el
Principe no podía recibirlo, pero que la Princesa les
rogaba que pasaran a sus habitaciones. La primera que
salió a recibirlos fue la señorita Bourienne.
Saludó a padre e hija con una cortesía particular y
los acompañó adonde estaba la Princesa, que, con el
rostro descompuesto, cubierta de manchas rojas, salió con
paso tardo a recibir a los visitantes haciendo todo lo posible
para aparentar aplomo y vivacidad. Natacha, al primer golpe de
vista, no agradó a María. La encontraba demasiado
bien vestida y le parecía frívola, alegre y
vanidosa. La princesa María no se daba cuenta de que antes
de conocer a su futura cuñada ya sentía una
prevención involuntaria por su belleza y celos por el amor
de su hermano. A más de esta antipatía invencible,
en aquel momento la princesa María estaba aún
emocionada porque, al tener noticia de la visita de los Rostov,
el anciano Príncipe había dicho que no los
necesitaba para nada, que la Princesa los podía recibir,
si quería, pero que prohibía que los hicieran
entrar en sus habitaciones. La Princesa se había decidido
a recibirlos, pero sufría temiendo que el viejo
Príncipe hiciera alguna de las suyas, ya que la llegada de
los Rostov le había conmovido mucho.

– Estimada Princesa, ya lo veis, os traigo una cantatriz
– dijo el Conde saludando y mirando a su alrededor como si
temiera que el Príncipe entrase -. Estoy
contentísimo de que tengamos ocasión de
conocernos… Siento que el Príncipe continúe tan
delicado.

Y después de pronunciar algunas frases triviales
se levantó.

-Si me lo permitís, Princesa, os dejaré a
Natacha unos momentos. He de ir a dos pasos de aquí, a la
plaza de los Perros, a casa de Ana Semionovna, y después
pasaré a buscarla.

Ilia Andreievitch había inventado aquella
estratagema diplomática para dar tiempo a la futura
cuñada de su hija de explicarse con ella (después
lo confesó a Natacha), y también para evitar la
posibilidad de encontrarse con el Príncipe, al que
temía de un modo extraordinario. No lo dijo a su hija,
pero Natacha se dio cuenta del miedo y de la inquietud de su
padre y se sintió ofendida. Se avergonzaba por su padre,
se enojaba más aún por haberse puesto encarnada y,
con mirada atrevida, provocadora, como para demostrar que ella no
tenía miedo, miró a su futura cuñada.
María agradeció la visita al Conde, le rogó
que no tuviera prisa por volver e Ilia Andreievitch
salió.

La señorita Bourienne no se iba, a pesar de las
miradas significativas que le dirigía la Princesa, que
quería encontrarse a solas con Natacha, y seguía
imperturbable la conversación sobre la vida mundana de
Moscú y los teatros. Natacha estaba ofendida por el
barullo que se había producido en la antecámara,
por el azoramiento de su padre y el tono forzado de la Princesa,
que parecía hacerle un favor al recibirla, y por ello todo
le era desagradable. La princesa María no le gustaba; la
encontraba fea, afectada y seca. De súbito, Natacha se
alzó moralmente y a pesar suyo tomó un tono
negligente que la distanció aún más de la
princesa María. A los cinco minutos de conversación
penosa, forzada, se oyeron los pasos rápidos de unas
pantuflas que se acercaban. El rostro de la princesa María
expresó el espanto. La puerta de la sala se abrió y
el Príncipe entró; iba con gorro de dormir blanco y
bata.

– ¡Ah, señoras! – dijo -. La señora
Condesa, la condesa Rostov, si no me equivoco. Os pido
perdón, excusadme, porque no lo sabía,
señorita. Os aseguro que no sabía que os hubierais
dignado hacernos el honor de una visita. ¡He venido al
cuarto de mi hija con esta indumentaria! Os ruego que me
excuséis; os aseguro que no lo sabía –
repitió falsamente, recalcando las palabras en un tono tan
desagradable que la princesa María, con los ojos bajos, no
se atrevía a mirar ni a su padre ni a Natacha. Ésta
se levantó y volvió a sentarse sin saber lo que
tenía que hacer.

Sólo la señorita Bourienne sonreía
agradablemente.

– Os ruego que me excuséis. ¡Dios sabe que
lo ignoraba!-murmuró de nuevo el viejo, y, examinando a
Natacha de pies a cabeza, salió.

La señorita Bourienne fue la primera en serenarse
después de aquella aparición y entabló
conversación sobre la enfermedad del
Príncipe.

Natacha y la princesa María se miraban en
silencio, y mirándose así, sin decir lo que
querían decirse, se juzgaban la una a la otra. Cuando el
Conde volvió, Natacha, con visible descortesía, se
mostró muy satisfecha y se apresuró a
marcharse.

En aquel momento casi aborrecía a aquella vieja y
seca Princesa que la había puesto en aquella
situación tan desagradable y había dejado pasar
media hora sin decirle nada del príncipe Andrés.
«No había de ser yo precisamente la primera en
hablar de él ante aquella francesa», pensaba
Natacha. Pero la princesa María también se
decía lo mismo: sabía que había de
decírselo, pero no podía, primero porque la
presencia de la señorita Bourienne se lo privaba, y
después porque, aún no existiendo ninguna
razón particular, le era penoso hablar de aquel
casamiento. Cuando el Conde hubo salido de la estancia, la
princesa Maria se acercó rápidamente a Natacha, le
tomó la mano y suspirando penosamente dijo:
«Espérese…, yo… » Natacha, con un aire
burlón que ni ella misma sabía explicarse,
miró a la princesa María.

– Querida Natacha, ya sabéis que estoy muy
contenta de que mi hermano haya encontrado la
felicidad…

La princesa María se detuvo, porque no
decía verdad. Natacha observó aquella
vacilación y comprendió la causa.

– Creo, Princesa, que no es muy cómodo hablar de
eso en este momento – dijo Natacha con una dignidad y una
frialdad extraordinarias, y las lágrimas le apagaron la
voz.

«¿Qué he dicho? ¿Qué
he hecho? », pensó así que hubo Salido de la
estancia.

Aquel día, Natacha se hizo esperar mucho a comer.
Sentada en su dormitorio, lloraba como una niña y se
sonaba ruidosamente. Sonia estaba a su lado y le besaba el
pelo.

– Natacha, ¿qué tienes? Pero
¿qué importa todo eso? Ya pasará, Natacha –
le decía Sonia.

– No, si supieras cómo hiere…

– No digas eso, Natacha, tú no tienes ninguna
culpa. ¿Qué te importa? Abrázame.

Natacha levantó la cabeza, abrazó y
besó a su amiga en los labios y descansó su rostro
húmedo en el de Sonia.

– Ya lo sé que nadie tiene la culpa. La tengo yo.
Pero todo eso hace mucho daño. ¡Ah!, ¿por
qué no viene? – decía Natacha.

Cuando bajó a comer tenía los ojos
enrojecidos. María Dmitrievna, que sabía
cómo había recibido el Príncipe a los
Rostov, daba a entender que no se daba cuenta de la tristeza de
Natacha, y durante la comida bromeó con mucha
animación con el Conde y los demás
visitantes.

II

Aquella noche, los Rostov fueron a la ópera;
María Dmitrievna había adquirido las localidades.
Natacha no quería ir, pero era imposible corresponder con
una negativa a aquella atención que María
Dmitrievna tenía precisamente para ella. Cuando, ya
arreglada y a punto de salir, pasó al salón para
esperar a su padre, se encontró bella al mirarse al
espejo, muy bella y aún se entristeció más,
con una tristeza dulce y afectuosa.

«Dios mío, si él estuviera
aquí no sería como antes, estúpidamente
tímida ante cualquier cosa, sino que lo abrazaría,
lo apretaría muy fuerte, le obligaría a mirarme con
aquellos ojos curiosos, como me miraba muy a menudo, y enseguida
le haría reír a la fuerza, como reía
entonces – pensaba Natacha -. ¿Qué tengo yo que ver
con su padre y su hermana? Yo sólo le quiero a él;
amo su rostro, sus ojos, su sonrisa viril e infantil a la vez…
No, vale más no pensar en ello, olvidar, olvidarlo todo
por ahora. No podría soportar esta espera y
lloraría.» Se alejó del espejo haciendo un
esfuerzo para contener las
lágrimas.«¿Cómo puede querer Sonia a
Nicolás tan resignadamente, tan tranquilamente y esperar
tanto tiempo con esta paciencia?», pensó mirando a
Sonia, que entraba vestida y con un abanico en la mano.
«No, ¡ella es muy diferente, pero yo no
puedo!»

Natacha en aquel momento se sentía tan tierna,
tan dulce, que no tenía bastante con amar y saberse amada;
necesitaba besar al hombre amado, escucharle palabras de amor,
porque su corazón desbordaba este sentimiento. Mientras
iba hacia el carruaje al lado de su padre y miraba
soñolienta las luces que se deslizaban sobre el cristal
cubierto de escarcha, aún se sentía más
tierna y más triste y hasta olvidaba con quién
estaba y adónde iba. En la hilera de coches, el de los
Rostov, haciendo crujir la nieve bajo sus ruedas, se acercaba al
teatro. Natacha y Sonia bajaron ligeras recogiéndose las
faldas; el viejo Conde bajó ayudado por los criados, y,
entre las damas y los caballeros que entraban y entre los
vendedores de programas, los tres penetraron en el corredor de
los palcos. Detrás de la puerta cerrada se oía la
música.

– Natacha, el cabello – murmuró Sonia.

El criado, cortésmente, se deslizó ante
ellas y abrió la puerta del palco. La música se
oía más distintamente; la hilera iluminada de
palcos brillaba de mujeres con los brazos desnudos y el patio
chispeaba de uniformes.

La dama que entró en el palco contiguo
observó a Natacha con una mirada de envidia
femenina.

El telón aún no se había levantado,
iniciábase la sinfonía. Natacha, alisándose
el vestido, entró con Sonia y se sentó de cara a la
fila iluminada de palcos del otro lado. La sensación, no
experimentada desde hacía mucho tiempo, de centenares de
ojos que le miraban los brazos y el cuello desnudos se
apoderó de ella de súbito desagradablemente, y le
excitaron una serie de recuerdos, de deseos correspondientes a
aquella sensación.

Las dos muchachas, notablemente bonitas,
acompañadas del conde Ilia Andreievitch, al que
hacía tiempo no se le veía en Moscú,
atraían la atención general. De otra parte, todo el
mundo conocía vagamente las relaciones de Natacha con el
príncipe Andrés; se sabía que los Rostov
habían ido a vivir al campo, y la prometida de uno de los
mejores partidos de Rusia era mirada con curiosidad.

Todo el mundo encontraba que Natacha, desde que
vivía fuera de allí, había ganado en
belleza, y aquella noche, a causa de la emoción, estaba
más bella que de costumbre. Impresionaba por la plenitud
de vida y de belleza ligada a la indiferencia para todo lo que la
rodeaba. Sus ojos negros miraban a la gente sin buscar a nadie;
su brazo delgado, desnudo hasta el codo, se apuntalaba en la
barandilla, cubierta de terciopelo, e inconscientemente se
abandonaba arrugando el programa según el ritmo de la
sinfonía.

Ante la orquesta, en el centro, vuelto de espaldas al
escenario, Dolokhov estaba de pie, con su pelo espeso, rizado,
echado hacia atrás; llevaba traje persa. Era el punto de
mira de toda la sala, y, con todo y saber que lo miraban, se
mantenía con tanto aplomo como si estuviera en su casa. A
su alrededor se agrupaba la juventud dorada de Moscú, y se
veía bien que él la dirigía.

En el palco vecino apareció una dama bella y de
buen porte, con una trenza enorme, la espalda y el pecho muy
escotados, blancos y opulentos. El doble collar de gruesas perlas
rodeaba su cuello. Tardó un buen rato en instalarse,
haciendo crujir la falda de seda.

Natacha, a pesar suyo, miraba aquel cuello, aquellos
hombros, aquellas perlas y aquel peinado y admiraba su belleza.
Mientras Natacha la miraba por segunda vez, la dama se
volvió y tropezó con la mirada del conde Ilia
Andreievitch, que conocía a todo el mundo; el Conde se
inclinó y le dirigió la palabra.

– ¿Hace mucho tiempo que está aquí,
Condesa? Iré a besarle la mano. Yo he venido para resolver
unos negocios y he traído a las niñas. Dicen que
Semionovna trabaja divinamente. ¿El conde Pedro Kirilovich
se acuerda de nosotros? ¿Está
aquí?

– Sí, tenía intención de venir –
dijo Elena; y miró atentamente a Natacha.

El conde Ilia Andreivitch volvió a ocupar su
sitio.

– Es hermosa, ¿eh? – murmuró el viejo
Conde.

– Es una maravilla. Comprendo que se enamoren de ella –
replicó Natacha.

En aquel momento sonaba el último acorde de la
obertura y el director de orquesta golpeaba el atril con su
batuta. En el patio, los caballeros que entraban retrasados se
acomodaban en sus respectivos asientos.

Se levantó el telón.

Enseguida, en los palcos y en el patio se hizo el
silencio; los hombres, viejos y jóvenes, de uniforme o de
etiqueta, todas las damas, con sus bustos cubiertos de
pedrería, fijaron ávidamente su atención en
la escena. Natacha miró también.

III

Llegada del campo y en aquella disposición seria
en que se encontraba Natacha, todo aquello, le pareció
bárbaro y grosero. No podía seguir el curso de la
ópera ni podía escuchar la música;
veía sólo cartones pintados, hombres y mujeres
extrañamente vestidos que, bajo una luz cruda, se
movían de una manera rara, hablaban y cantaban.
Sabía lo que quería representar todo aquello, pero
en conjunto era tan fingido, tan poco natural, que tan pronto se
avergonzaba por los comediantes como se reía. Miraba las
caras de los espectadores a su alrededor, y buscaba en ellas el
mismo sentimiento de extrañeza que ella experimentaba,
pero todos estaban atentos a lo que pasaba en la escena y
expresaban una admiración que a Natacha le parecía
fingida. «Probablemente debe ser así»,
pensaba. Seguía mirando las hileras de cabezas llenas de
pomada del patio, las damas escotadas de los palcos y, sobre
todo, a su vecina Elena, que, apenas vestida, con una sonrisa
quieta y tranquila, no apartaba los ojos del escenario; y
sentía la luz clara que llenaba la sala y el aire que la
multitud calentaba. Poco a poco, Natacha empezó a entrar
en un estado de embriaguez que hacía mucho tiempo no
había sentido. No se acordaba de quién era, ni
sabía dónde estaba, ni lo que hacían ante
ella.

Miraba y pensaba, y las ideas más raras, las
más inesperadas, sin conexión, le pasaban por la
mente. Tan pronto le acudía la idea de saltar al
escenario, de cantar el aria que entonaba la actriz, como, con el
abanico, quería tocar a un viejecito sentado cerca de ella
o bien inclinarse hacia Elena y hacerle cosquillas.

En uno de aquellos momentos, cuando en la escena todo
estaba silencioso esperando la entrada de un aria, la puerta de
entrada al patio rechinó por el lado del palco de Elena y
se oyeron pasos de hombres. «¡Kuraguin!»,
murmuró alguien. La condesa Bezukhov se volvió
sonriente hacia el que entraba. Natacha miró en la misma
dirección de los ojos de la Condesa y vio a un ayudante de
campo de bella estampa, seguro y cortés a un tiempo, que
se acercaba a un palco. Era Anatolio Kuraguin, que hacía
tiempo no se dejaba ver y que era recordado desde el baile de San
Petersburgo. Llevaba el uniforme de ayudante de campo, con unas
charreteras de aiguillettes. Andaba con aire contenido y
bravo, que hubiese sido ridículo si él no hubiera
sido tan hermoso y si en su rostro no apareciera aquella
expresión de satisfacción jovial y alegre. A pesar
de haber empezado la representación, andaba por la
alfombra del pasillo sin prisa, haciendo tintinear ligeramente
las espuelas y el sable, alta la hermosa cabeza perfumada.
Mirando a Natacha, se acercó a su hermana, apoyó la
mano izquierda en la barandilla del palco, le hizo una
seña con la cabeza e, inclinándose, le
preguntó algo designando a Natacha.

– ¡Muy bonita! – dijo refiriéndose
evidentemente a Natacha, que más bien lo comprendía
por el movimiento de los labios que por lo que oía.
Enseguida se puso en primera fila, se sentó al lado de
Dolokhov, al que tocó amistosamente con el codo y con
negligencia, contrariamente a los demás, que lo trataban
con tantos miramientos. Le sonrió, guiñando el ojo,
y apoyó el pie delante.

– ¡Cómo se parecen hermano y hermana!
¡Qué hermosos son ambos! – dijo el Conde.

El primer acto había terminado. Los
músicos se levantaron y dejaron sus puestos.

El palco de Elena se llenaba, y ella, rodeada, por el
lado del patio, de los hombres más espirituales y
más ilustres, parecía querer envanecerse con su
amistad.

Durante todo el entreacto, Kuraguin estuvo de pie cerca
del escenario, al lado de Dolokhov, mirando el palco de los
Rostov. Natacha veía que hablaban de ella y se
sentía muy satisfecha. Se volvía de manera que la
pudieran ver de perfil, porque creía que aquella
posición la favorecía. Antes de empezar el segundo
acto, Pedro, al que los Rostov aún no habían visto
desde que habían llegado, apareció en el patio.
Tenía cara triste y había engordado en el tiempo
que Natacha no lo había visto. Sin fijarse en nadie,
pasó a primera fila; Anatolio se le acercó y le
dijo algo, señalando el palco de los Rostov.

Pedro se animó al ver a Natacha y, resuelto,
atravesó las filas hasta llegar al palco. Apoyado en
él, sonriente, conversó con Natacha.

Durante la conversación con Pedro, Natacha
oía en el palco de Elena una voz de hombre; adivinó
que era la de Kuraguin. Se volvió y sus miradas se
encontraron. Él, casi sonriendo, la miró de hito en
hito a los ojos, con una mirada tan entusiasta y tan tierna, que
a ella le pareció extraño encontrarse tan cerca de
él, que la mirase de aquella forma, convencida de
agradarle y no conocerlo.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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