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Resumen del libro El cielo de los leones, de Ángeles Mastretta



Partes: 1, 2, 3, 4

  1. No
    oigo cantar a las ranas
  2. El
    abuelo del siglo
  3. La
    casa de Mané
  4. No
    temas al instante
  5. Entre
    lo inverosímil y catedral
  6. Si
    sobrevives, canta
  7. Valientes y desaforadas
  8. Lo
    cálido
  9. La
    plaza mayor
  10. Escenas de la alborada
  11. Las
    mil maravillas
  12. Dos
    alegrías para el camino
  13. Invocando a la seño
    Pilar
  14. Una
    voz hasta siempre
  15. Réquiem por unas
    margaritas
  16. Divagaciones para julio
  17. Nada
    como las vacaciones
  18. Planes para regresar al
    mundo
  19. Jugar
    a mares
  20. Fuera
    de lugar
  21. Si yo
    fuera rica
  22. ¿Quién
    sueña?
  23. El
    cielo de los leones
  24. La
    ley del desencanto
  25. Una
    pasión asombrada
  26. Nueva
    York con luciérnagas
  27. Fiel,
    pero importuna
  28. La
    intimidad expuesta
  29. Don
    Lino el previsor
  30. Tercas batallas
  31. Volando: como las ballenas
  32. Celestes resplandores
  33. Parábola para un
    cumpleaños
  34. Canto
    para la vejez
  35. Delirios y ventura de los
    desventurados
  36. Territorio mítico
  37. Igual
    que un colibrí
  38. Pasión por el tiempo

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No oigo cantar a
las ranas

Hace tiempo que no oigo cantar a las ranas. El
volcán enciende su fuego diario y no puedo mirarlo. El
mundo que no atestiguo está vivo sin mí, para pesar
mío. Mientras el campo revive en otras partes, yo amanezco
en una ciudad hostil y peligrosa, desafiante y sin embargo
entrañable.

Elegí vivir aquí, en el ombligo de mi
país, en esta tierra sucia que acoge la nobleza y los
sueños de seres extraordinarios. Aquí nacieron mis
hijos, aquí sueña su padre, aquí he
encontrado amores y me cobijan amigos imprescindibles.
Aquí he inventado las historias de las que vivo, he
reinventado la ciudad en que nací y ahora empiezo a temer
la vejez no por lo que entraña de predecible decrepitud,
sino por la amenaza que acarrea.

Aquí, este año, voy a cumplir cincuenta y
siento a veces que la vida se angosta mientras dentro de
mí crece a diario la ambición de vivir cien
años para ver cómo sueñan los hombres en la
mitad del siglo veintiuno, cómo lamentan o celebran su
destino y cómo, de cualquier modo, se empeñan en
trastocarlo. A mí me gusta el mundo, por eso quiero
estarme en él cuanto tiempo sea posible, porque creo, como
tantos, que sólo la vida existe, lo demás lo
inventamos.

Para inventar, como para el amor y los desfalcos, es
necesario estar vivos. Sabemos esto tan bien como sabemos de la
muerte. La muerte que es sólo asunto de los vivos, delirio
de los vivos.

Yo temo perder los mares y la piel de los otros, temo
que un día no estaré para maldecir el aire turbio
de las mañanas en la ciudad de México, temo por la
luz que no veré en los ojos de mis nietos, temo olvidar
los chocolates y los atardeceres, temo que no estaré para
el temible día en que desaparezcan los libros, temo que no
sabré de qué color es Marte, ni si lloverá
en abril del dos mil sesenta. Por eso quiero cada minuto de mi
vida y cada instante de las vidas ajenas que pesan en la
mía.

Aún extraño a mi padre, a veces me
pregunto qué será de él, aunque sé
que una parte de la respuesta es mía, porque cada memoria
es responsable del buen vivir de sus muertos. Extraño
también a mis otros amores que se han ido, me pregunto si
alguna vez conseguiré que alguien invoque mi presencia y
me reviva, como yo los revivo a ellos, cualquier tarde en que el
polvo que fui alborote su imaginación.

¿A qué viene todo esto? Dirán
ustedes que ya tienen de sobra con el desacuerdo de los
políticos, con las alzas y los malos augurios, como para
que yo, que otra veces me propongo escribir en busca de un aire
mejor, dé en usar este libro para exhibir un miedo tan
poco original como el que sentimos por la muerte. Puede que
tengan razón al molestarse, pero es que yo no he tenido
otro remedio que traer a esta orilla mi zozobra.

Siempre que acaba un año nos morimos un poco,
pero además el mes pasado, una tarde cualquiera, en la
casa dichosa de una mujer febril como tarde de mayo, estando
entonces ella enferma y yo sana, no tuvo mi cuerpo mejor
ocurrencia que acudir a un desmayo para convocar el
interés de lo que algunos llamarían mi alma y
otros, menos poetas, mi cerebro.

Como me gusta jugar a ser heroína, me fui a un
cuarto aislado para no dar molestias y ahí, sin más
trámite que la sensación de que el piso se
abría a mis pies mientras el corazón se me
ponía en la boca, caí cuan corta soy. Minutos
después, con la costilla como triturada, me
arrastré hasta un sillón y volví a morirme
un rato. Hasta entonces las chismosas que conversaban en el piso
de abajo tuvieron a bien preguntarse qué sería de
mí. Al subir me encontraron ida de su mundo, con los ojos
en otra parte y no sé qué desconcierto entre los
labios. Afligidas con mi aspecto agónico, me hablaron y
jalonearon hasta que temblando volví del mundo raro en que
me había perdido. Las miré un instante a ellas y al
aire, como por primera vez. Unirse así, pero más
largo, más para siempre, debía ser
morirse.

Empujada al doctor por la preocupación ajena,
pero segura de que mi desmayo era muy parecido a cualquiera de
esos que en las novelas se resuelven con encontrar las sales,
hablé más de un hora con un experto en
síncope. Tras revisarme, él acordó con la
doctora Sauri, un personaje cuya propensión médica
no he podido sacar de mi entrecejo, que me hacía falta
descanso y una pastilla encargada de bloquear la adrenalina beta
para mantener en orden el ritmo cardiaco. Además,
sería bueno saberlo, siempre que sintiera venir la certeza
de ir a caerme, tendría que acostarme sin más donde
estuviera: la mitad de la calle, un baile, el teatro, la
conferencia, los aviones. Al acostarme, el corazón rejego
volvería a enviarle sangre a mi cerebro y
desaparecería el riesgo de perder la conciencia. No hay
duda: todo lo bueno sucede al acostarse.

Con semejante receta y una "vida ordenada" que no pienso
llevar, se evitan los desmayos y los sobresaltos, el cansancio
injustificado y la propensión a andar por la vida como si
el girar del planeta dependiera de nuestras emociones. Así
las cosas, llevo un tiempo esperando que la acción de la
píldora me cambie la personalidad y, me convierta en la
mujer que muchas veces finjo ser: una dama incólume,
activa, sonriente, juvenil y perspicaz, en lugar de la
señora que se arrastra desde las sábanas hasta los
tenis lamentando siempre no haber dormido dos horas más,
no tener quince años menos, no estar de humor para
responder si sus personajes son simples mujeres inventadas por su
delirio o feministas de los años setenta trasladadas a un
contexto revolucionario y posrevolucionario mexicano. De momento,
para qué presumir, todavía soy la misma,
todavía me mareo en las mañanas y me urge una
aspirina al mediodía, aún vuelvo de la diaria
caminata como si el Everest quedara en Chapultepec, y lloro como
quien canta cuando una amiga me cuenta sus pesares. Sin embargo,
lejos estoy de haberme muerto. Y celebro la vida, como si hubiera
presentido su pérdida. Es una maravilla estar de
vuelta.

Sé que un célebre historiador y analista
político por quien muchos sentimos reverencia me reprocha
desde algún sitio en mi memoria que me haga cargo tan bien
de la proclividad de los escritores a hablar de sí mismos.
Por eso me alegró reencontrar unas frases con las que
Borges y su cerebro genial vinieron en mi ayuda. En ellas me
amparo esta vez. Dicen así: "Quiero dejar escrita una
confesión, que al mismo tiempo será íntima y
general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren
a todos".

Pensemos que Borges quiso decir ser humano, que si le
hubiera dado por ser políticamente correcto, cosa que bien
sabemos le importó un diablo, así hubiera dicho.
Permítaseme entonces asumir que también las cosas
que le ocurren a una mujer les ocurren a todas. De donde la
intimidad de mi privadísimo desmayo, de esa extraña
sensación que es perderse la vida por un rato, puede dejar
de ser sólo mía, sólo mi muy particular
sentir, mi propio miedo, y hacerse acompañar por el miedo
de todos a perder este mundo que a ratos se ilumina y a veces
tiene fuego en las entrañas, prende los volcanes, pinta de
amarillo la luna, tiñe de rojo el mar y nos
deslumbra.

Con semejante miedo en la garganta, sé que
será más fácil caminar por enero
bendiciéndolo. Como hemos de morir alguna tarde,
qué bueno es estar vivos ahora en la mañana y
soñar con la luna de la semana próxima, con abril y
las jacarandas, con julio y su cometa, con la lluvia de agosto y
las palabras de Sabines, con octubre y los cincuenta, con
diciembre y Cozumel, con el futuro como una invocación, y
los años que la vida nos preste como un hechizo sin
treguas.

El abuelo del
siglo

Mi abuelo mexicano tenía siete años cuando
empezó el mil novecientos. Murió a los ochenta y
cuatro, con la misma paz y la misma alcurnia con que supo
conducirse a lo largo del siglo. Le había tocado ver
cambiar el mundo con tal rapidez que una parte de su vida y sus
emociones dependía del gozo que le daban los
descubrimientos sucediéndose como milagros.

Al principio del siglo, los científicos
creían que todo lo que podía saberse de
física se sabía ya. Sin embargo, en el intento por
descifrar una de las escasas y pequeñas incógnitas
que le quedaban a tal ciencia, surgieron la teoría de la
relatividad y el genio de Einstein como una luz de
bengala.

A mi abuelo lo deslumbraba el siglo veinte. Tenía
razones. Cuando él era niño no había en
Puebla sino carros jalados por caballos y medicina de
analgésicos lentos. Para mi abuelo, las aspirinas y los
automóviles, ya no se diga los aviones, la
televisión y los tocadiscos de alta fidelidad, eran lujos
que gozaba, en lugar de un asunto del demonio, como lo vieron por
la época tantos otros viejos. Quizá por eso, el
siglo pasó por él manteniendo su espíritu
inquieto y su confianza en los humanos tan brillantes como en su
primera juventud.

No tenía miedo: ni a los cambios, ni al elocuente
futuro, ni al soberbio pasado. Con su misma pasión por los
descubrimientos, la imaginería de los seres humanos, la
precisa destreza de sus palabras quisiera yo envejecer como quien
se hace joven.

Cuando apareció la primera máquina de
escribir eléctrica, mi abuelo fue a comprarla como si se
hubiera propuesto ser novelista. Y cuando supo que habían
llegado al mercado las televisiones a color, fue por una y el
domingo se bebió la corrida de toros, luminosa y vehemente
como debía estarse viendo desde la barrera de la Plaza
México ese diciembre.

Nunca se preguntó si había congruencia
entre su arrebato por los hallazgos de la modernidad y su entrega
a la ancestral locura de matar toros entre aplausos. Aún
ahora, cuando pienso en Islero, el toro que
acribilló a Manolete, me estremezco con el fervor de mi
abuelo y no sé cómo deshacerme de la
propensión a celebrar los delirios de la fiesta brava que
me heredó su eterna idolatría por los toreros.
Muchas veces, cuando le pido a la computadora que me dé
entrada al Internet y sin más abro unas cartas
entrañables, imagino el gozo que tal milagro hubiera
provocado en mi abuelo, y en su nombre le hago una reverencia al
mundo cibernético al que llegué a los
cincuenta.

Cuando mi abuelo cumplió dieciséis
años, su papá, que era otro ávido del
mundanal ruido, tuvo a bien mandarlo a Chicago a estudiar para
dentista. Ahí lavó trastes y ventanas mientras
entendía el inglés y lo aceptaban en la
universidad. Luego aprendió lo que los últimos
adelantos de la medicina les enseñaban a los dentistas y,
siete años más tarde, regresó a ganarse la
vida recorriendo la sierra de Puebla en busca de la no muy
difícil clientela que vivía encaramada entre cerros
y nubes, lejos de cualquier adelanto, más aún de
las manos prodigiosas y los delicados utensilios de un dentista
que, por primera vez para ellos, no era también un
peluquero. Un dentista que usaba guantes y los domingos
practicaba el salto de garrocha en el mismísimo parque de
Teziutlán por el que solía pasearse la joven de
bordado sutil y francés aprendido en el colegio del
Sagrado Corazón, que cayó presa de su perfume y su
extravagancia la primera tarde en que se cruzó con sus
ojos.

Mi abuela tenía la mirada azul aguamarina, la
nariz con la punta hacia arriba y el dedo meñique
entrenado para sobresalir. Quizás fue la única
debilidad por lo antiguo que estremeció a mi abuelo
durante toda su vida. Esa especie de alhaja del diecinueve que
decía a Amado Nervo ruborizándose. Memoriosa y
beligerante, se casó con el dentista a pesar de las
contrariedades que provocó en su madre y la desazón
que puso en su padre. A ninguna de sus hermanas le fue mejor que
a ella.

"¿Quién hubiera podido dar con un hombre
más guapo?"; se preguntaba desde su silla de ruedas el
día en que cumplieron cincuenta años de casados. Le
tenía devoción. Y sólo quiso amenazarlo con
abandono un día en que él, inmerso como siempre en
las buenaventuras del futuro, aceptó, como pago de una
deuda, la verde franja frente al mar de unos terrenos en la
entonces inhabitable bahía de Acapulco.

"Si no cobras en dinero, me voy con tus cinco hijos";
dijo la abuela.

"Y en vez de dejarla ir con su ignorancia a cuestas,
perdí el negocio del siglo"; le contaba el abuelo a la
niña estupefacta que era yo a los siete años.
Caminábamos por el centro de la ciudad en busca de una
tienda en la que comprar el mercurio con el que él
hacía las amalgamas, tras regalarme una pequeña
esfera de espejo que uno podía romper en decenas de
pequeñísimas esferas y volver a reunir y volver a
romper, en un juego sin tregua ni tedio.

El abuelo no creía en Dios y por lo mismo tampoco
lo intimidaba el diablo. Sin embargo, no hacía
proselitismo para contagiarnos su falta de fe y dejó a su
señora esposa disponer en el ánimo y las creencias
de toda la familia. De ahí que entonces todos
fuéramos católicos y, dedicáramos parte de
las misas a rogar que el Espíritu Santo bajara sobre su
desorientado corazón. Siempre pensé que
debía tener motivos para dejarnos creer en la Divina
Providencia, de cuyo cauce él vivía desprendido. Y
cuando poco después de su muerte, a mí me
abandonó la dulce fe en que me crecieron, y supe para
siempre de la congoja que es vivir sin el diario sustento de la
protección divina, entendí que sólo
había caridad y resguardo en sus silencios y su
juego:

-¿De dónde sacan ustedes que es más
respetuoso comulgar en ayunas y después aplastar al cuerpo
de Cristo con el chocolate y los tamales, en vez de comer bien
primero y luego comulgar como quien le pone la cereza al pastel o
acuesta al niño en una cuna blanda?

-No oigas las irreverencias de tu Tito -pedía mi
abuela-. Sergio, eres un insensato.

-Nunca he pretendido otra cosa -contestaba el abuelo
como quien encuentra un elogio.

Era un sueño ese abuelo. Nos sentaba alrededor de
la mesa del desayuno y hacía concursos de todo. Ninguno
tan frecuente como el que premiaba a quien consiguiera batir por
más tiempo la mezcla de azúcar y café
soluble que iba volviéndose blanca entre más durara
la paciencia de quien la movía.

"La paciencia es un arte. Apréndanla, que premia
siempre."

Y había que tener paciencia para esperarlo toda
la jornada en el consultorio con tal de oír por la noche,
camino de su casa, un cuento del "Caballo alas de
oro".

El día en que vimos llegar el primer hombre a la
impávida luna, lo pasamos oyendo el recuerdo de sus viajes
en tren, en carretela, en barco, en autos a los que había
que darles cuerda y aviones que parecían de papel. Luego,
frente a la televisión, su silencio reverencial fue de tal
modo elocuente que nadie se atrevió a
interrumpirlo.

"Hemos pisado la luna, que era sólo para
soñarla. ¡Qué maravilla!"; celebró.
Después fue hasta el jardín en busca de una caja
con hormigas caminando sobre la arena que había
traído del campo esa mañana. "Habría que
dejarlas pasearse por un pedazo de queso y preguntarles
qué sienten".

Siempre fue un atleta, y hasta el final conservó
los brazos fuertes y los hombros erguidos. Tenía un andar
fácil y una curiosidad sin rivales. Nadie como él
para oír penas de amores y convertirlas en olvido. El
recuerdo de sus abrazos largos aún me alegra en mitad de
una tarde, muchos años después de haberlo visto
cabalgar entre palmeras, seguro de que no tenía ochenta
años, mientras se empeñaba en hacerme entender que
lo importante es la llama, no el bien amado.

"La gente siempre irá y vendrá como le
parezca. Tú quédate contigo. En paz y sin agravios.
Verás que viene mejor de lo que se va."

Nos vio crecer como quien nos veía irnos. Sin
alterarse ni exigir más presencia de la que íbamos
dándole.

"Los nietos son como veleros. Nada más les pega
el aire y desaparecen."

Volvíamos a conversar en el cuarto azul que mi
abuela convirtió en su recinto y al que el abuelo entraba
y salía, incapaz de quedarse quieto mucho
tiempo.

"Juéguenle una canasta a su Mané mientras
voy a hacer unos negocitos"; pedía, liberándose del
ajedrez.

Mi abuela llevaba veinte años paralítica y
no recuerdo haberle oído una queja. Pero su valor
será recuento de otro día. Hoy trato del abuelo y
he de decir que tampoco me acuerdo de haberle oído una
queja. Lo cual resulta otro prodigio, si uno piensa que la
mayoría de los hombres se ponen de muerte cuando a su
mujer le da un catarro.

Acostumbrados a desgranar nuestras obsesiones en
presencia del abuelo, que no entendía de juicios y
prejuicios, quién sabe cómo, durante aquella
célebre canasta, sembramos en Mané, como desde
niña se llamó a sí misma nuestra abuela, una
duda ineludible en torno al uso y desuso de la palabra
orgasmo.

"Canasta de sietes"; dijo la abuela, y el juego
siguió como si nada.

"¿Ustedes por qué le andan hablando de
tecnicismos a Mané?", preguntó el abuelo. "Que no
sepa el nombre de una sonata no quiere decir que no la haya
tocado bien. Estén tranquilas."

"Nunca he tocado una sonata. No las engañes",
dijo Mané.

"No las engaño, María Luisa. Ten por
seguro que las desengaño. Creen que son las primeras en
vivir. Y no. O quizás sí. Pensándolo bien,
uno siempre es el primero en vivir. No estoy yo para decirlo,
pero me siento el primer hombre que llega a viejo y padece
nostalgia. Entre otras cosas, de esa música. Así
que a buscarla niñas, que hay menos tiempo y menos vida de
lo que piensan."

Cuánta razón tenía, me digo ahora
que ando siempre litigando con los minutos, pidiéndole a
la noche que no me toque el sueño, buscando como quien
borda estar en paz conmigo, con el año dos mil, con mis
amores. Y cuánta suerte tuve yo de verlo tantos
años, preso en la vida como en un enigma, dispuesto
siempre al gozo de estar vivo por encima de cualquier
contrariedad, cualquier milagro, cualquier abismo, cualquier
luna.

La casa de
Mané

Sentados en la banca del desayunador oíamos al
abuelo contar la historia del caballo alas de oro,
mientras Mané cocinaba huevos con epazote para todos. Nos
gustaba pasar ahí la noche: cada cosa estaba llena de
pequeñas magias y secretos. El cuarto del abuelo
tenía una ventanita que daba al baño de
atrás, la recámara de Mané una puerta en la
duela por la que podíamos bajar al sótano. En el
corredor había un cuartito del que todas las
mañanas salía la ropa sucia. Mané la contaba
y la distribuía en el tiempo de la lavandera en turno. Mi
abuela nunca pudo lograr que el turno durara más de quince
días.

Tenía los ojos claros y la nariz respingada, la
boca todavía coqueta, la contumacia dirigiendo cada pedazo
de su vida. Pasó veinte años en silla de ruedas y
consiguió que a todos se nos olvidara su pena, incluso a
ella.

Mané fingía ser una niña medio
ingenua, muy consentida y simpática, pero tenía
menos temor y más certezas que toda la familia. Cuando
recordaba los poemas que había aprendido setenta
años antes, en el colegio, era imposible no besarla como a
una hija, aunque fuera mi abuela.

Le gustaba mirar fotografías, decir que iba a
morirse en dos semanas y hacer planes para los siguientes diez
años. Le gustaba conversar y preguntarme; todo lo que yo
hacía en México, la ciudad que a ella le resultaba
incomprensible y brutal. Mientras, dibujaba flores o grecas o
círculos con un lápiz que siempre tenía en
su mano, cerca de un anillo en forma de pepita que su madre
compró hará ciento veinte años en ochenta
pesos.

Arriba del ropero siempre había unos dulces que
le gustaba repartir entre quienes la visitaran. Adentro, sobre
los entrepaños, todo estaba puesto en cajas de colores que
ella me pedía desde el cuarto vecino como si las estuviera
viendo: "Haz favor de traerme la cajita roja con un dibujo dorado
que está entre una de flores y una azul claro".

De ahí sacaba las chácharas más
extravagantes, los sobres más amarillentos, las fotos
más entretenidas.

El billar estaba subiendo una larga escalera de piedra.
Era el refugio del abuelo. Ahí, cuando él
murió, mi abuela siguió creyendo que aún
vivía. Entre los libros más locos y los animales
disecados, estaba la enorme mesa verde sobre la que él
planeaba carambolas perfectas que después fallaba sin
ninguna decepción. Parecía como si se hubiera ido
nada más un ratito.

En el sótano hubo siempre toda clase de tiliches
que fueron desapareciendo junto con la imaginación que me
hacía verlos fantásticos. Sin embargo, al final
encontré cuatro sillas que pertenecieron a mi bisabuela y
que Mané me regaló como una herencia perfecta.
Están viejísimas, a cada rato se les rompe una pata
o el mimbre, pero las compongo porque necesito saber que su larga
vejez vive aún alrededor de la mesa sobre la que va y
viene nuestra vida. Cuatro sillas como cuatro presencias de un
pasado en el que tuve sitio. Cuatro sillas como cuatro certezas,
cuatro buenos deseos, cuatro esperanzas, cuatro miedos
cuidadosamente tallados en madera.

Aquel día besé a Mané por el regalo
y hoy a mi hija que estuvo a punto de caerse con tal de no tirar
a la basura mi regalo.

-¿Cuántos años tienen estas sillas?
-preguntó con la pata en la mano.

-Como ciento veintidós -digo.

-¿Y hasta cuándo vamos a
usarlas?

-No sé. Hasta que se rompan para siempre -digo,
pensando en que eso diría mi abuela. Segura de que lo suyo
no se averiaba jamás. Ni sus cosas, ni su corazón,
ni el destino de su nieta llevándole la contraria en todo
mientras a todo le decía que sí.

No temas al
instante

Caminando en una playa del Caribe mexicano, bajo la
noche impredecible y acogedora, acompañada por el recuerdo
de una estrella que al ceder la tarde irrumpió en el
violeta del cielo dispuesta a dar un deseo a quien se lo pidiera
con fervor, tuve la clara sensación de que el mundo puede
ser cruel mil veces, porque a cambio nos deslumbra otras
tantas.

El mar abierto, junto al que caminábamos,
había tenido una mañana de paz inusual en esa zona
que suele mostrar olas embravecidas, olas capaces de convertir en
peces a simples amantes. Esa noche seguía, como durante la
mañana, más tibio que arisco, más callado
que enardecido, pero yendo y viniendo sin tregua, porque
así va el mar siempre: calmo, fiero, pero nunca
quieto.

No pudimos quedarnos sólo viéndolo,
mirarlo era sentirse convocados. Así que a la vera de una
casa dejamos la ropa y corrimos al agua como si no
lleváramos medio día dentro. Fue entonces, al
detenerme a desatar la traba de mi sandalia, cuando leí la
cita que los dueños de la casa inscribieron sobre su
pared: "No temas al instante, dice la voz de lo
eterno".

Alrededor estaba oscuro y aun así el agua se
empeñaba en el brillo turquesa de sus pliegues, en la
eterna voz de su ir y venir.

Hace rato, mucho rato que no soy adolescente, y sin
embargo siempre vuelvo a serlo cuando corro al encuentro con el
mar. Entonces, como ellos, como los hermosos y desgarrados
niños que han dejado de serlo, no le temo al instante: lo
venero, me apasiona, me deslumbra, me reta.

En momentos así, creo entender con nitidez el
valor, el deleite y la fuerza con que mis hijos y su juventud se
meten en las noches de la ciudad de México como quien
entra en la paz de una fuente. O salen a la carretera oscura tras
bailar hasta la madrugada, o caminan junto al precipicio del
desamor, o se abrazan como si nunca fueran a perderse. Desconocen
el miedo, los deslumbra y apasiona el mundo. Como nos
sucedió a nosotros tantas veces. Y no hay desencanto que
los arredre, ni quemazón que los ahuyente, ni mar que no
los encandile.

Creo que ir hacia el año nuevo, el siglo nuevo,
el nuevo milenio, libres de tan presos en el valor de cada
instante, puede ser la mejor manera de sobrevivir al agobio de
todos los significados que hemos puesto en la llegada de los
próximos días. Si el tiempo lo inventamos los
humanos, podemos escondernos de su cuenta obsesiva y concentrar
nuestras fuerzas, nuestro talento, nuestro imprescindible valor,
en la emoción que debería darnos cada instante de
vida.

¿Qué va a ser de nosotros el
próximo milenio? No sé. No sabemos. Sabemos
sí que el milenio entero estará hecho de instantes,
que nuestras vidas, frente a la eternidad del mar o los volcanes,
son un instante al que debemos entregarnos sin reticencia, sin
temor, ávidos y esperanzados como peces, como amantes,
como niños que apenas hace poco lo eran.

Entre lo
inverosímil y catedral

Era hermana de mi abuela, tía de mi madre y una
feria para mí. Hace unos días la recordé sin
saber cómo, en mitad de la tarde, a propósito de
las películas tristes. Era la hermana menor de mi abuela
materna. Se llamaba Elena, tenía los ojos inquietos y
pequeños, verdes o azules según la intensidad de
sus mañanas. No sabía estarse quieta. Andaba
siempre moviendo de un lado para otro su cuerpo bajito, de
grandes pechos blancos y ninguna cintura. Sonreía como una
diosa complaciente y lloraba con la misma naturalidad con que
otros respiran. Su piel era tan blanca que cualquiera
habría podido creerla una escandinava nacida en
México para ventura de su índole friolenta. Por lo
mismo, las partes de su piel alcanzadas sin más por
nuestro sol eran de un rojo ardiente como la voz con que ella
podía hablar del amor o sus pesares. Siempre supe que ella
no le tenía miedo a la vida y tal vez por eso me alegraba
caminar a su lado cuando era posible. Ninguna maravilla mejor
encontrada que su persona yendo a toda prisa por el centro de la
ciudad.

Yo salía a las compras con mi madre esperando al
azar descubrir su pequeña estampa al torcer una esquina.
Nos besaba rápido para no interrumpir la
conversación que había iniciado apenas al vernos.
Hablaba a una velocidad imposible sin encimar las palabras ni
confundirse, acudiendo cada tres frases al Sagrado Corazón
de Jesús y a los milagros que esperaba de su radiante y
divina prodigalidad. Ni sus penurias económicas, ni el
lejano destino laboral de su esposo podrían resolverse
sino viniendo de ti.
Le había encomendado nada menos
que la solución de sus problemas. Pero tampoco era tanto,
bastaba con que por fin saliera premiado en la lotería el
número que ella compraba todas las semanas, con los
únicos pesos que podía ahorrar.

"¿Quieres venir al cine y a dormir en mi
casa?"

Era la pregunta que yo esperaba entre las muchas que
hacía y las tantas respuestas que por sí misma les
encontraba. "Claro que quieres ¿verdad? Están dando
una película buenísima. Se llora desde el principio
hasta el final."

Y claro que yo quería. Seguirla era ir tras la
promesa de una feria íntima, en la que mis once
años eran tomados en cuenta como si fueran veintinueve, y
mi talento para escuchar historias desafiado como si en novelista
debiera convertirme al día siguiente. En su casa yo no era
una entre cinco hijos, o entre veinte primos o entre doscientas
condiscípulas. Yo era la otra de una pareja capaz de
encaramarse a las nubes de cuanto imposible cruzaba por su rubia
cabeza. Yo era la importante mitad de los mil sueños que
ella tejía mientras preparaba la merienda o se iba
poniendo el delgado camisón de encaje que la hacía
pasar de ser una mujer vestida sin ninguna pretensión, a
ser la reina incandescente de su recámara. Medio cuerpo de
fuera, toda el alma enardecida como la de una
adolescente.

En la familia era tan querida como indescifrable, justo
por la calidad intensa y compleja de sus emociones. Nadie a su
alrededor parecía capaz de permitirse una gama tan ardua
de sentimientos desconocidos. Nadie sino ella. Por eso la quise
yo como quien quiere lo inaudito, y la quisieron todos como quien
cree en lo increíble.

En cuanto yo escuchaba su invitación, abandonaba
la vera de mi madre y me ponía a su lado dispuesta a irme
de viaje a la Tres poniente, a una casa de apartamentos
cuya puerta de hierro negro entreverada de cristales,
cruzábamos sin aliento tras haber ido de la iglesia a la
panadería, pasando por un cine en el que siempre
dábamos con una película "de llorar": Junto a ella
vi más de cinco veces An affair to remember, Ben Hur y
Violetas imperiales
. Todas las de Sarita Montiel y la serie
de tres sobre Elizabeth de Baviera, "Sissi" para nosotros, y Romy
Schneider para los entendidos. Cualquier película en que
pudiese llorar desde casi el principio hasta después del
final. Cualquiera sobre grandes amores imposibles o certeras
jugadas del destino. Cualquiera que le diese pretexto para soltar
su llanto por la temprana muerte de sus padres, la pérdida
de su casa en la colonia Roma, la despiadada juventud que no la
condujo al matrimonio sino hasta los cuarenta años, la
variable y aún intensa calidad de sus deseos, la nostalgia
infinita por su marido que vivía en el Norte y hasta la
dicha diaria de haber crecido bien a su hijo Alejandro, un
hermoso y delgado muchacho de ojos grandes que estudiaba el
segundo año de contaduría.

Era siempre una emoción nueva hacer con ella el
recorrido al cine. Una vez a su lado, me despedía de mi
madre y de la realidad y la emprendíamos por las calles
del centro como por el patio de su casa. Usaba unos zapatos con
agujerito en la punta y plataforma corrida que habían
estado de moda tres años antes de que yo naciera, pero que
hacían un perfecto juego con sus vestidos a media pierna y
sus faldas amplias. Ir de su mano por la ciudad antigua era como
meterse a una zarzuela, como viajar al pasado sin haberse movido
de mil novecientos sesenta y las mismas diez calles alrededor de
catedral. Quién sabe cómo se las arreglaría
para ser amiga de todos los tenderos, para coincidir con varias
comadres y detenerse a comprar golosinas y pan dulce en unas
cantidades seguramente emparentadas con mi actual vocación
por el derroche, siempre que de comprar comida se
trata.

Dinero tenía poco en su pequeña
faltriquera negra, pero lo iba dejando todo en el camino. Cuando
volvíamos a su casa con la leche y la bolsa de pan, el
envoltorio con almendras y chocolate, los cigarros, una revista
de cuentos y el billete de vigésimo para la lotería
de esa noche, nadie hubiera podido sentirse más rico que
nosotros.

En cuanto entrábamos a su casa por la puerta de
la cocina, ponía a cocer unas salchichas con las que
preparaba los más deliciosos hot dogs que niño
alguno haya probado. A mí me fascinaban desde la
época en que ella había tenido una pequeña
tienda llamada "El caracolito", donde vendía comida y
billetes de lotería, que yo nunca supe por qué ni
cómo dejó de tener. Tras la merienda, que recuerdo
como una celebración religiosa porque para ella guisar y
comer eran como decir una plegaria, iba con sus pasos cortos y
rápidos hasta la imagen del Sagrado Corazón que
tenía en el corredor. Bajaba una veladora ya
lánguida de la repisa sobre la que imperaba la figura del
único Dios en que creían sus ojos, y la cambiaba
por una nueva que encendía con los mismos cerillos con que
más tarde iba encendiendo los cigarros que fumaba antes de
irnos a la cama.

Decía "La Magnífica" con una fe cuyo
sonido aún me estremece y se ponía en manos de la
Divina Providencia como quien se entrega a una pasión sin
limites. Luego nos metíamos en su cama y yo quedaba junto
a ella, contagiada por su falta de orden y su gozo infantil, como
dentro de una fiesta.

La suya había sido una larguísima y ardua
jornada. Trabajaba como mecanógrafa en el noveno piso de
una oficina de gobierno que no tenía elevadores. Y dada su
perenne inquietud, su urgencia de conversación, aire libre
y cigarros, no sólo copiaba cuartillas con una rapidez de
vértigo sino que descendía y remontaba varias
veces, durante las ocho horas de trabajo, los nueve pisos de
aquellas oficinas.

"Estoy muerta"; decía, encendiendo el
último cigarro de la noche, recargada la espalda en la
cabecera.

"¿Cómo llegaron tus abuelos a Campeche?" o
"¿Cuál era tu lugar preferido en los alrededores de
Teziutlán?" o "¿Por qué vendiste el entero
de la lotería?", le preguntaba yo para desatar con algo
cualquier recuerdo suyo. Porque cualquiera venía ensartado
con otros y cualquiera tenía una colección de
anécdotas en torno a las cuales desvelarse. Entonces ella
se iba por el mar Caribe en el barco que trajo a los Lanz a
México, o me llevaba hasta la cumbre de un cerrito
nublado, en la sierra de Puebla, que a ella le gustaba escalar
mientras comía pepitas de calabaza recién doradas
en el horno de su madre. Con frecuencia se echaba a llorar, como
una liebre corre, tras la memoria del ingrato atardecer en que
habiéndose ganado en un rifa de lotería el entero
más caro de la historia, no fue capaz de venderlo confiada
en que la mano de la Divina Providencia estaba dándole
desde ya el premio mayor.

Nadie sabe nunca lo que pretende la Divina Providencia
-decía-. Me dio el verbo, pero no el sustantivo. Confiando
en su mano, guardé el billete completo a pesar de que tus
tíos me pedían que lo vendiera y me quedara con los
mil pesos de su precio. Pero creyendo yo que el Sagrado
Corazón me había mandado el entero para mandarme
luego el premio, lo guardé. Lo guardé para ganarme
los millones con los que hubiéramos ido de viaje a Europa,
y hubiéramos comprado la casita en la avenida de la Paz, y
le hubiera yo puesto un negocito a tu tío Rafael para que
pudiera venirse a vivir a Puebla y a dormir aquí en su
cama junto a la pobre de tu tía Nena que esto te cuenta
para contentarse y que por andar imaginándose que eran
más amplios los designios de la Providencia, se
quedó un mes enferma del hígado. "Porque un mes
estuve grave, pero grave, mijita. Del coraje y de la pena que no
se van sino con tiempo. Con tiempo y lágrimas
-decía, llorando luego sin alarde y sin ruido como quien
sonríe-. ¿Quién entiende a la Divina
Providencia? Nadie. Nadie."

Yo la acompañaba en su relato acariciando la mano
en que ella no tenía cigarro. No era piedad, ni
lástima, ni pesadumbre lo que daban sus lágrimas.
Era una sensación de entereza, de invulnerable lucidez, de
sabiduría sin alardes, la que ella toda contagiaba al ir
viviendo así, tan a la intemperie y tan a buen resguardo.
Luego de oírla me quedaba dormida en su regazo tibio y
amplio, dueña de una paz que sólo podía
venir de tan buen cobijo.

Abría los ojos hasta la mañana siguiente,
cuando ella estiraba la mano para prender su lámpara y me
anunciaba que desde hacía un buen rato la luz se
había filtrado entre los oscuros de madera. Iba a ser hora
de levantarse. A tientas buscaba el botón que
encendía su lámpara y la cajetilla de cigarros.
Cogía uno y se incorporaba a encenderlo, mientras el
camisón se le torcía dejando buena parte de sus
pechos al aire como una provocación.

"¿Quién entiende a la Divina Providencia?
-preguntaba-. ¿Habrá quién la
entienda?"

Después le daba cinco largas fumadas, a su
cigarro y saltaba de la cama con sus sesenta años
anhelantes como debieron serlo sus diecinueve, esgrimiendo en su
persona las dos mitades de humanidad en que según un
personaje de Oscar Wilde se divide el mundo: "los que creen lo
increíble y los que hacen lo
inverosímil…"

"¿Un chocolate con panqué?" -decía,
caminando descalza hacia la cocina.

Yo me quedaba otro momento en la cama y la oía
detenerse en el corredor frente a la imagen, revisar la veladora
y decir:

"Buenos días, Sagrado Corazón. ¿Hoy
me vas a hacer el milagro? ¿O piensas seguir sin hacerme
ningún caso? Como tú quieras. Siempre es como
tú quieres. ¿Qué remedio? Yo por eso me voy
a trabajar ahorita mismo, porque con algo hay que pagar el
llanto. El cine cuesta, Sagrado Corazón. Aunque tú
no lo creas, el cine cuesta. Llorar bien, cuesta. Todo cuesta,
Sagrado Corazón. Me lo quieras creer o no. Todo cuesta.
Hasta rezar el Credo cuesta, Sagrado Corazón. Buenos
días."

Si sobrevives,
canta

Aún guardo el encanto de la primera vez que lo
vi. Guardo sus ojos claros, su risa iluminada.

Era un encuentro con mucha gente, en un jardín
grande. Él estaba al fondo, bebiendo y conversando entre
un grupo de hombres. Entonces yo tenía menos años y
menos temor a mis emociones del que ahora tengo. Así que
caminé hacia su cuerpo y me incliné hasta quedar a
sus pies.

Con el pudor del que no acierta a entender la
devoción que provoca, Jaime Sabines dijo cinco palabras
que no olvido.

Cuando le pedí que me las regalara para ponerlas
al principio de un cuento, sonrió como si le pidiera yo un
pedazo de aire y me las regaló. Creo que nos hicimos
amigos. Pero no sé. Temo que él me
dijera:

Dentro de poco vas a ofrecer estas páginas a
los desconocidos como si extendieras en la mano un manojo de
yerbas que tú cortaste.

Dices que eres poeta porque no tienes el pudor
necesario del silencio.

¡Bien te vaya ladrón, con lo que le
robas a tu dolor y a tus amores!

¡A ver qué imagen haces de ti mismo con
los pedazos que recoges de tu sombra!

Volvíamos a encontrarnos cuando la vida lo
permitía. Y siempre, pero siempre, algo me regalaba. Una
vez me contó la historia de su madre, recién
enamorada de su padre, llegando a dormir a un cuartel entre
soldaderas estridentes y soldados maltrechos. Apenas hacía
días, señorita de lujo y esmeros, había
amanecido enamorada en un catre de campaña entre dos
cortinas, y escuchó sobre los gallos a una mujer gritarle
al hombre con el que había dormido: "Oye
cabrón, quítame de aquí estos
miados":

A ella la estremeció semejante lugar, pero lo
había dejado todo para casarse con un libanés que
huyendo de la guerra y la pobreza de su país llegó
a México y se hizo a nuestra guerra hasta terminar
convertido en jefe de un regimiento. No le quedaba más que
seguirlo y ni tembló.

-¡Qué historia! -opiné como quien
habla para sí.

-Te la regalo -dijo él-. Yo no escribo
novelas.

Tiempo después, lo llamé para decirle que
la usaría en un libro.

-Si es tuya -contestó sin más.

Jaime tuvo siempre trabajos para dar y repartir.
Estudió medicina y vivió de todos modos, incluso
como vendedor. Siempre, por sobre cualquier cosa, escribía
de madrugada, fumando y haciéndose las preguntas que
aún nos resuelve.

La siguiente vez que lo encontré fue en el teatro
de Bellas Artes, bajo los claveles, una noche radiante y
memorable.

Para entrar a verlo hicimos una fila larguísima,
ordenada y en silencio. Cuando se abrió el telón y
ahí estaba él, de pie, con sus setenta años
de penas y sabiduría, con su perfecta sencillez a cuestas,
con su valor entero, le aplaudimos hasta hacerlo
decir:

"Éstos son aplausos que lo lastiman a
uno."

Luego, sin más, se puso a leer y nos leyó
todo cuanto pudo y le pedimos:

"Lento, amargo animal

que soy, que he sido,

amargo desde el nudo

de polvo y agua y viento…"

Como si él fuera un juglar y no el poeta
sofisticadísimo que era, nos sabíamos sus palabras
y las íbamos diciendo con él, adelantándonos
a veces, igual que hacen algunos cuando rezan y otros cuando
cantan.

Al terminar le aventamos flores gritándole hasta
quedar en paz y dejarlo extenuado. No quiero nunca olvidar esa
noche.

Al poco tiempo estuvo en el hospital. Fui a verlo.
Mientras conversábamos quiso fumar a escondidas y me
pidió que abriera la ventana. Lo habían puesto en
un cuarto para él solo y lo cuidaban bien, por más
que de tan poco sirviera.

"No quieren que fume. ¿Para qué
disgustarlos?" dijo.

"¿Qué otra cosa sino este cuerpo
soy

alquilado a la muerte por unos cuantos
años?

Cuerpo lleno de aire y de palabras,

Sólo puente entre el cielo y la
tierra."

Cuando mejoró comimos juntos en una casa con
manzanas y música. Ya para entonces se había hecho
de unos cigarros de plástico con sabor a limón que
guardaba en la bolsa de su traje y sacaba de vez en cuando para
estarlos acariciando o chuparlos un rato. Me regaló uno y
nos tomaron una foto. La tengo en mi estudio, al lado de la
cajita en que guardo el cigarro de mentiras. Jaime había
ido a Coahuila la semana anterior.

Partes: 1, 2, 3, 4

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