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Resumen del libro El cielo de los leones, de Ángeles Mastretta (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4

"Esa catedral tiene una torre, que dan ganas de
traérsela en el bolsillo", dijo.

Decía cosas así.

Otro día nos reunimos con varios amigos
célebres. Sabines hizo la tarde leyendo sus poemas como si
estuviéramos en una cantina y él tuviera veinte
años y nadie supiera de su nombre y él no supiera
de la fama y el nombre de los otros.

"¡Si uno pudiera encontrar lo que hay que decir
cuando todas las palabras se han levantado del campo como palomas
asustadas!"

Leyó largo rato.

"¿En qué lugar, en dónde, a
qué deshoras

me dirás que te amo? Esto es urgente

porque la eternidad se nos acaba."

Al anochecer estaba cansado y lo dejamos ir como quien
ve irse al fuego.

Yo no volví a verlo, pero dejé en el coche
su voz puesta en el tocadiscos hasta que el hombre que se hace
cargo del volante, como de las riendas de un burro necio,
empezó a declamar un desorden.

"Me hablas de cosas que sólo tu madrugada
conoce,

de formas que sólo tu sueño ha
visto."

A los pocos meses, una mujer inolvidable como el mismo
Sabines, tomó de la mano la última noche de su vida
y tras sonreír como nadie podrá volver a hacerlo,
nos arrastró hasta la cubierta del barco en que
viajábamos. La media luna del oriente iluminaba el aire y
al conjuro del rigor con que ella sabía desvelarse, como
quien teje en la oscuridad el deseo de alargar los días,
nos sentamos a sentir la vigilia igual que una oración
mientras oíamos a Sabines. A él le hubiera gustado
saber que ella eligió su voz para cursar por el
último de los mil sueños que cruzó
despierta. Yo no alcancé a contárselo.

Al poco tiempo fui a despedirme de él a su
velorio lleno de gente desolada. Abracé a sus hijos como
si fueran mis hermanos, besé la caja de madera que
guardaba sus huesos y agradecí el privilegio de haberlo
visto vivir en el mismo siglo que yo.

Como el agua, Jaime Sabines pertenece a cada de uno de
nosotros con una naturalidad que resulta única. En
México sus libros se cargan y se leen como amuletos. Lo
hemos querido de mil modos, cada quien a su modo, cada uno como
nadie. A cada cual Sabines le ha dicho cosas como escritas nada
más para sus ojos, para su exacta pena y su
alegría. Por eso todos creemos que es más nuestro
que de ningún otro. Y hemos oído a
solas:

Lo que soñaste anoche,

lo que quieres, está

tan cerca de tus manos, tan imposible

como tu corazón,

tan difícil como apretar tu
corazón.

Decimos a Sabines a media noche y de madrugada, toda una
tarde y toda una semana. Llevamos y traemos sus libros como el
testamento que nos explica de qué se trata el milagro de
estar vivos. Y de casi cualquier mal nos alivia leer:

Si sobrevives, si persistes, canta,

sueña, emborráchate.

Es el tiempo del frío: ama,

apresúrate. El viento de las horas

barre las calles, los caminos.

Los árboles esperan: tú no
esperes,

Éste es el tiempo de vivir, el
único.

Jaime Sabines. Poeta. 1926-1999.

Valientes y
desaforadas

Ella aún recuerda con ahínco la tarde en
que bajó de un paraíso contando la inaudita
historia de amor que dos pájaros tenían en el alero
de una casa. Bajó por una larga escalera que fue
acortándose mientras oía sus palabras. Iba abrazada
de alguien como van abrazados quienes saben que el mar
podría abrirse a su paso. No le temía a la nada en
ese instante, ni buscaba el futuro como se busca el pan.
Sólo venía de un cielo que ella había
conquistado y hablaba de dos pájaros como quien teje
sueños al escucharse hablar.

La escalera que recogió sus pasos de entonces
terminaba en el quicio de una puerta cerrada, que ella tuvo que
abrir con las únicas armas que tenía entre las
manos. Las puertas que bajan del cielo se abren sólo por
dentro. Para cruzarlas, es necesario haber ido antes al otro lado
con la imaginación y los deseos.

Así lo hizo aquella tarde la mujer que hoy
recuerdo y así tendremos que seguir haciéndolo,
cada día nuestro, todas las mujeres. Después uno va
y viene por el umbral como si fuera un pájaro, sin dejarse
pensar ni cuándo ni hasta cuándo volverá
hasta el alero que ha cobijado las migas de su eternidad. Sin
miedo, o mejor dicho, aptas para desafiar a diario los miedos que
les cierren el camino.

Se necesita valentía para cruzar cualquiera de
los umbrales con que tropezamos las mujeres en el momento de
decidir a quién amamos o a quiénes amamos y
cómo, rompiendo con qué enseñanzas
atávicas, qué hacemos con nuestros embarazos,
qué trabajo nos damos, qué opción de vida
preferimos o incluso en qué tono hablamos con los otros,
de qué modo crecemos a nuestros hijos, si tenemos o no
tenemos hijos, qué conversamos, qué no nos
callamos, qué defendemos.

Yo creo que una buena dosis de la esencia de este valor
imprescindible tiene que ver, aunque no lo sepa o no quiera
aceptarlo un grupo grande de mujeres, con las teorías y la
práctica de una corriente del pensamiento y de la
acción política que se llama feminismo.

Saber estar a solas con la parte de nosotros que nos
conoce voces que nunca imaginamos, sueños que nunca
aceptamos, paz que nunca llega, es un privilegio de la estirpe de
los milagros. Yo creo que ese privilegio, a mí y a otras
mujeres, nos lo dio el feminismo que corría por el aire en
los primeros años setenta. Al igual que nos dio la
posibilidad y las fuerzas para saber estar con otros sin perder
la índole de nuestras convicciones. Entonces, como ahora,
yo quería ir al paraíso del amor y sus desfalcos,
pero también quería volver de ahí
dueña de mí, de mis pies y mis brazos, mi desafuero
y mi cabeza. Y poco de esos deseos hubiera sido posible sin la
voz, terca y generosa, del feminismo. No sólo de su
existencia, sino de su complicidad y de su apoyo.

La política y el muchas veces inhóspito
mundo de los hombres me resultaron aceptables y hasta me
sentí capaz de entenderlos gracias a las tesis del
feminismo, a la presencia clave de mujeres que dedicaron y
dedican su vida a explicar y defender las diferencias y audacias
que se valen en el mundo de las mujeres.

Toda mujer que pierde el miedo a cruzar la puerta de
otros paraísos sabiendo que para volver a la inevitable
tierra de todos hay que ser valiente, es una mujer feminista.
Aunque no se considere una militante, aunque no pregone su
filiación, es una feminista.

Aprender a mirar el mundo con generosidad y
alegría es un sueño cuya ambición vale la
pena. Un sueño y un privilegio que yo asocio mil veces en
mi vida diaria a la benéfica aparición de las
ideas, los sueños y desafueros del feminismo.

Vivimos en un mundo casi siempre más dispuesto a
fomentar la desesperanza y el tedio que la paz interior, la
serenidad y la precisa pasión por aquello que nos
deslumbra. De ahí que me parezca un prodigio haber dado
con una teoría dispuesta a cultivar en las mujeres el
impulso de abrir los ojos y las manos a la maravilla diaria que
puede ser la vida. La vida que se sabe riesgosa y ardua, pero
propia.

Darle al espíritu el lujo de crecer no
sólo sin temor sino con audacia es un aprendizaje y no el
más común, pero sí el más crucial. Un
aprendizaje que también es necesario fomentar en los
hombres, pero que según mis ojos, en las mujeres ha sido
fomentado de modo excepcional por el feminismo, en cualquiera de
sus manifestaciones. Incluso, me atrevo a decir, el de las
abuelas o las madres que sin ninguna teoría compleja
quisieron libertad y valor para sus cuerpos y sus vidas, y se
empeñaron en conseguirlos.

Educar seres humanos valientes, dueños de su
destino, tendría que ser la búsqueda y el
propósito primero de nuestra sociedad. Pero no siempre lo
es. Empeñarse en la formación de mujeres cuyo
privilegio, al parejo del de los hombres, sea no temerle a la
vida y por lo mismo estar siempre dispuestas a comprenderla y
aceptarla con entereza es un anhelo esencial. Creo que este
anhelo estuvo y sigue estando en el corazón del feminismo.
No sólo como una teoría que busca mujeres audaces,
sino como una práctica que pretende de los hombres el
fundamental acto de valor que hay en aceptar a las mujeres como
seres humanos libres, dueñas de su destino, aptas para
ganarse la vida y para gozarla sin que su condición sexual
se los impida.

Lo
cálido

Me encanta el calor. Quizás porque soy una
persona de termostato bajo y afanes febriles. Cuando llega la
escasa temporada de calor en el altiplano, yo un buen día,
siempre tarde, ya que los demás se han quejado una semana
o tres del sol que hay en la calle, despierto a la dicha de la
primavera como una bendición.

Este año los pájaros empezaron a cantar
con estrépito mucho antes de que yo notara que
había llegado el calor, pero cuando las jacarandas
iniciaron su asombro, entró a mi cuerpo el júbilo
de los días que amanecen amarillos y anochecen con
lentitud, después de tardes impávidas como
naranjas. Días en que el perro se tira a dormir desde
temprano bajo la luna que crece tibia, y yo no lo puedo remediar:
imagino, ambiciono, sueño despierta. A veces hasta que
nada me parece lógico sino el elogio y de preferencia la
práctica de la locura. Invento personajes, los mando a
Nueva York, a Buenos Aires, los enamoro en el parque de
Chapultepec, aunque esté descuidado, los hago besarse como
entonces, como nunca, como quizás. Y con la calidez del
aire en las costillas empiezo a verlo todo con indulgencia,
aún más noble la vida de lo que puede
ser.

Sé de seguro que hay otros contagiados, los he
visto en la calle, en las estrellas, con un toque de hadas
iluminando la palma de sus manos. Al empezar la calidez de este
año, un muchacho de apariencia escéptica le
llevó a su novia, como regalo, algo escondido dentro de
una cubeta de la que salía una cuerda con un recado en la
punta: "¿Sabes lo que quiero? -decía-. ¡Sigue
la cuerda!" Siguiendo la cuerda, ella tuvo que quitar la tapa,
sacar un juguete y en el fondo del regalo verse en un espejo.
Semejante calidez me llenó de alegría toda una
tarde. Lo mismo que hace no sé cuánto tiempo,
creí ver un incendio entre unas flores azafrán. Hay
veces en que uno necesita tomar prestado el calor de otros para
no sentir frío al pensar en nuestras pérdidas,
nuestros deseos, nuestra gana de pasiones intensas, nuestra
urgencia de vivir como en la cresta de una ola. La calidez de un
buen amor pasa sin más por las lluvias y el invierno, pero
yo creo que abril, mayo, junio, julio y sobra decir el
intrépido agosto de Cozumel y Mérida, acaloran
también con exactitud y bonhomía.

Pensando en Cozumel, hace poco tiempo, bajo la calidez
del cielo iluminado y tras comer un boquinete, mientras el mar
iba y venía como el canto de los amores impredecibles,
pasamos la tarde en un lugar milagroso. Se llama Punta Azul, y el
hombre que nos llevó hasta ahí se ha hecho
entrañable de tanto mostrar lo inaudito. Punta Azul queda
en un extremo de la isla de Cozumel, se llega primero por la
carretera que cruza del malecón frente al mar cobijado,
hasta el Caribe abierto de las olas altas. Al final hay que
entrar por una brecha corta que conduce a la laguna. No se me
ocurrió nunca lo que vería entonces, pero puedo
decir que eso será para siempre mi más claro
recuerdo de un lugar cálido.

Entramos en barca, poco a poco, por una laguna baja, y
frente a nuestros ojos el sol de una tarde avanzada. Cientos de
pájaros se resguardan ahí entre islotes con
árboles pequeños, manglares y maleza. Era la hora
de su regreso al cobijo. Los vimos volver, observarse, convivir
regidos por una envidiable armonía. Hasta flamencos han
llegado en los últimos años. Los nombres locales de
los pájaros tienen un sonido tibio como el medio en que
viven. Chocolateras se llama a unas aves casi moradas,
cucas a unas que en la cabeza tienen un arrogante
peluquín, garzas albas a las cientos de
pequeñas voladoras incapaces de inquietarse ya con la
presencia humana, camachos a unas que no sólo
vuelan sino bucean. Vimos también radiahorcados y
pelícanos volviendo a resguardarse en sus
islotes. Se acababa la tarde en las lagunas y era imposible no
sentir su abrigo.

El sol fue bajando mientras nosotros nos
perdíamos en la contemplación y a nuestras espaldas
empezaba a salir una luna inmensa, dorada y ardiente. Todo
cabía en ese momento, cualquier calidez: el recuerdo de
los ratos junto a la chimenea, la taza de café en las
mañanas de frío, los brazos de alguien excepcional
cobijándonos en la. más clara de las noches.
¿Quién no ambiciona alguna tarde, o siempre, la
calidez como el mejor de los hechizos?

La plaza
mayor

Recuerdo, con la claridad que empieza a tener lo
entrañable cuando lo evocamos, la primera vez que la vi.
Cerrada por los cuatro costados, al mismo tiempo misteriosa y
nítida, secreta y sabida desde mucho antes de
mirarla.

Me detuve en una de las puertas, como quien se detiene a
descubrir un mundo que reconoce. Había llegado a
España por primera vez, pero al pisar la plaza
sentí como si estuviera de vuelta. Me estremeció de
golpe el caprichoso vuelco que sale de uno mismo y a uno mismo
regresa diciendo: aquí ya estuve.

Para mí: una mexicana que habla español,
que ha crecido entre iglesias del barroco, pirámides
altivas y plazas con cuatro lados, descendiente segura de quienes
fundaron ciudades con el deseo de refundar el mundo, hija a
medias de españoles cuya patria era un sueño con
dos patrias, hija descreída de un pasado que ambiciona y
le espanta, llegar a España, por primera vez, fue como
recuperar un mundo que ya me pertenecía.

Algo de mí había estado antes en el centro
de la Plaza Mayor. No sé si la cabeza o los pies de
algún tatarabuelo, si la enagua o las fantasías de
una bisabuela blanquísima. No sé si el ansia
aventurera de un hombre que al ir a comprar habas, ahí
donde antes estuvo el mercado más inquieto y festivo, dio
con otro que le propuso irse de viaje para tener entre las manos
algo más que un puchero a la semana. No sé si el
temor o la audacia de una mujer prodigando su adiós como
quien canta, si la imaginación de un niño o el
sueño de un gitano. No sé qué de todo lo que
intuía o si todo eso me hizo decir sin más:
aquí ya estuve, este lugar fue mío desde antes de
mirarlo, y bajo el cielo rectangular de esta plaza en silencio ya
anduvieron mis pies.

Austera, ambiciosa, brillante, con los rincones sucios y
el olor a guardado que aún tenía la España
en letargo de mil novecientos setenta y seis, la plaza
sabía secretos y oía canciones de antes, la plaza
estaba segura de que un futuro habría, la plaza era
bellísima como la misma vida.

No me pude mover de aquel cobijo, toda la tarde la
pasé mirándola. El rectángulo de cielo azul
se fue haciendo naranja y después plúmbeo, hasta
que le brotaron las estrellas.

Qué lugar para reconocerse, para temer, para
esperar las alas y el valor. ¿De dónde
sacará fuerzas un sitio tan estrecho, tan construido
adrede como para cercarnos, tan falto de horizonte para ser
promisorio y ambiguo como el mar? ¿En cuál de sus
ventanas, en qué ángulo estrecho, entre qué
puerta y qué puerta estará este deseo de quedarse y
dejarla que otros sintieron antes que yo?

Volví al día siguiente. Volví todos
los días de esa semana, a mirarla y mirarla sólo
para mirarla. ¿Quién cruzó por aquí
antes de resolver que su vida continuara a la sombra de dos
volcanes remotos? ¿Cuál de estas ventanas se
abrió para buscar más allá del
océano? ¿Las flores de qué balcón
invocaba la mujer que procreó al padre de la madre de mi
madre? ¿O al abuelo de la madre de mi padre?
¿Quién de todos aquellos que duermen en mi sangre
soñó bajo estos muros hace ya cuántos
años? No lo sabía. No lo sabré nunca. Pero
me bastó y me basta con imaginar que la plaza lo sabe. Por
eso me convoca y guarece. Por eso, cada vez que estoy en Madrid,
vuelvo a la plaza como a una parte de mí misma.

Desde aquel primer día se convirtió en mi
talismán. Ni una promesa me ha hecho jamás la
majestad que alberga, y mil me ha cumplido sin que se las
pidiera. Con los años se ha vuelto aún más
hermosa, más radiante, más viva.

El corazón de la España que me he ido
encontrando desde que la encontré, que me llevo y me
traigo cada vez más acaudalado, pasa siempre por la plaza
y le agradece los privilegios, vuelve a nombrarlos, sonríe
con el íntimo recuerdo de cada uno.

Sin embargo, he visitado la Plaza Mayor menos veces que
amores tengo bajo su sombra. Mi paisaje del alma está
tramado con la índole de estos amores. Está hecho
con las voces y la compañía que no hubiera
alcanzado a soñar, menos aún a pedir, la primera
tarde que llegué a España.

Lo creo cada vez con más fuerza y más
abandono. Este aire también es mío, aquí he
encontrado cómplices excepcionales y anhelos que me
abrazan como algo suyo. No en balde he venido a
buscarlos.

Guardo para mí sus nombres, los bendigo, son el
inaudito tesoro que me confirma a diario cuánta
razón tenía la plaza cuando me hizo sentir, hasta
siempre, parte del mundo que señorea y abriga.

Escenas de la
alborada

Tras una larga caminata por Venecia, nos detenemos en el
puente del Rialto a mirarla brillar abajo. Yo la contemplo como
una maravilla inolvidable, como el sueño al que acudo
cuando no encuentro paz, como la perfecta metáfora de las
mil fantasías que los humanos hemos sido capaces de
sembrar en nuestro planeta. Y la idolatro de manera irracional,
delirante, como todos los que idolatran.

A mi alrededor, los cuatro hijos con quienes he tenido
la fortuna de viajar, y que me convierten en la madre más
presuntuosa de cuantas cruzan la Italia con familias sin
más de un hijo en que se ha convertido la patria del
abuelo, me miran entre conmovidos y mordaces.

"A mí esta ciudad me provoca desconfianza"; dice
Mateo. "Es demasiado perfecta, parece un examen copiado con
errores a propósito"

Yo lo escucho con una idolatría superior a la que
tengo por Venecia y me río de él y de mí
frente a la video-cámara con la que Catalina registra
cuanto puede: un balcón, mil palomas, la luna entre las
nubes, los ojos de sus primos, las frases burlonas de Arturo, la
mirada con que Daniela sedujo a un violinista en el centro de la
plaza San Marcos.

Casi al día siguiente volvimos a México
para participar en las elecciones más esperadas de cuantas
me han tocado vivir en cincuenta años. Las elecciones en
que de manera, para mi gusto, menos sorprendente de lo que puede
resultar Venecia, pero de cualquier modo para muchos más
sorprendente incluso que las pirámides egipcias, un
candidato de oposición al PRI ganó la presidencia
de la República. Cosa que según los expertos, entre
los que no me cuento, nos otorgó de un día para
otro el rango de país democrático, nos puso en el
umbral de un nuevo régimen, nos colocó como por
arte de magia frente a lo que a tantos les parecía
imposible.

Y henos aquí en la nueva época, algunos a
punto de empezar a empalagarnos con las sobrecantadas delicias de
la alternancia y el nuevo régimen. Porque si hay quienes
encuentran empalagosa a la dulce Venecia y el modo en que me
asombra, hay quienes estamos a un instante de saciarnos con el
éxtasis de quienes imaginan que el mundo se ha pintado de
oro molido.

La naciente alborada democrática, misma que en mi
opinión venía naciendo hace rato, trae consuelo
para tantas imaginaciones ansiosas de un destino superior, que me
asusta el posible desencanto de quienes en actitud de enamorados
se han entregado a las dichas de la alternancia como bien
supremo. Al mismo tiempo me alegra la fe enaltecida de mi madre y
su esperanza en una vida mejor para tantos que no la
tienen.

La vi, desde mi escepticismo por su causa como remedio
para todos los males de la patria y al mismo tiempo desde mi
pasión por su persona, trabajar en la campaña de
Vicente Fox como si tuviera los veinte años de otros, como
si su edad fuera sólo una marca del tiempo en su acta de
nacimiento, pero de ningún modo en su cabeza o sus
talones. Vino por fin desde Puebla al cierre de la campaña
foxista en el Zócalo, y tras el viaje aguantó los
discursos, las aglomeraciones y el griterío de estos
eventos como si la acompañara el ánimo enaltecido
de un adolescente esperando entrar a la discoteca. Cosa para la
que, saben bien ellos, se necesita tanta tenacidad como la que
pusieron muchos en conseguir que su candidato ganara la
presidencia de la República. Al volver le comentó a
mi hermana, conmovida como frente a un milagro, que cerca de ella
estuvo siempre de pie un viejito de setenta y seis años.
Mi hermana, que no se caracteriza por sus silencios oportunos, le
contestó: "Mamá, el viejito ha de estar en su casa
contando la misma historia. Tú también tienes
setenta y seis años": A lo que ella respondió
apacible: "Sí. Pero yo me recargué en unos
tubos".

Euforias bien correspondidas por los resultados
electorales como las de mi madre, seguramente hay muchas por todo
el país. Del mismo modo en que también las hay como
la de la madre de una amiga que irrumpió a las ocho y
cuarto de la noche en la recámara en que la hija y la
nieta veían una película, hartas ya del festival
político del día, y les espetó sin
más: "¡Ha sucedido una desgracia
terrible!"

Hija y nieta se levantaron corriendo en busca de la
explosión del viejo tanque de gas, cuyo cambio posponen
todos los meses. Y ella las dejó en su sitio al decirles:
"Es peor que eso. Perdió el PRI"

No han faltado tampoco los decepcionados con el hecho de
que cuando al fin se consiguió un triunfo de la
oposición, éste no fue para Cuauhtémoc
Cárdenas, quien, como todos sabemos, lleva sexenios de
pugnar por él. Somos menos los que votamos por
Rincón Gallardo en espera de que nuestro país tenga
un partido que coincida con nuestra certeza de que México
necesita una opción política con propuestas
inteligentes para la vida pública y las libertades
privadas.

Sin embargo, todos, desde los más atribulados
priistas hasta los más extasiados foxistas, pasando
incluso por los escépticos que sólo desean que la
vida resulte impasible y eterna como el fondo del mar,
compartimos una tranquilidad esencial: hemos conseguido creer y
que otros crean que en nuestro país son posibles las
elecciones respetadas y democráticas. No me parece un
logro menor, aunque tampoco me haga sentir transportada de
júbilo alternante, ni plena como si acabara de hacer el
amor con el hombre mezcla de poeta, sabio y memorioso lector del
Kamasutra que está en los sueños de toda mujer
urgida de alimentar sus fantasías, como toda mujer que se
respete.

Así las cosas, bendito sea el bienamado arribo de
la credibilidad electoral. Ya el futuro dirá qué
tantas luces, progreso, honradez y buen juicio nos trae, por lo
pronto ilumina nuestras emociones y con eso parece que nos
bastará por un tiempo.

Sin embargo, hay a quienes les sucede con toda esta
situación lo que a mi hijo Mateo con Venecia. Creen que es
un examen copiado con errores a propósito, y
desconfían del éxtasis en que están quienes
desde la punta del Rialto electoral idolatran las bellezas de la
alternancia con la misma entrega arrebatada que otros ponemos en
contemplar los brillos del sol entibiando las aguas del Gran
Canal.

Salve a la gran Venecia. Salve a nuestra señora
de la democracia. Pero benditos sean también quienes
siembran la duda en mitad de nuestros sueños y nos llaman
a recordar que la hermosa vida no culmina ni en una ni en la
otra.

Las mil
maravillas

Amanezco a un día de sol y cielo claro en la
ciudad de México. Hay pájaros haciendo
escándalo en el árbol frente a mi ventana, el
café huele a promesas, los adolescentes duermen como los
benditos que son y a la casa la conmueve un sosiego de
sueños. Entonces, el historiador que no se pierde una
mañana de periódicos ni aunque le robe toda la paz
del mundo, y que entre otras cosas por eso tiene mi
admiración rendida, trae a nuestra mesa el informe del
World Economic Forum sobre el estado de la seguridad, la
violencia, la evasión fiscal y el crimen organizado, entre
las cincuenta y nueve economías más grandes del
mundo. ¿Y qué me dice? En seguridad, México
ocupa el lugar cincuenta y ocho, está después de
Rusia, Venezuela y Colombia, sólo antes de
Sudáfrica. Es para erizarse. Y en crimen organizado ocupa
el lugar cincuenta y cinco. Sólo hay cuatro países
de esos cincuenta y nueve en los que el crimen está mejor
organizado que en México.

Tiemblo, bebo el café con sus promesas. Las
cumple con un sabor intenso y convoca un ánimo
contradictorio: esta casa, en mitad de un país con ese
riesgo, tiene una estirpe de milagro, como dice el poeta que es
la estirpe de todo privilegio. Tiemblo. Yo que había
amanecido en el ánimo de citar a Bioy Casares y emprender
un texto sobre la necesidad de acudir al recuento de aquello que
nos maravilla. Yo que no quiero contar los desfalcos del mundo,
porque ya están demasiado contados, los traigo hasta
ustedes porque todo miedo disminuye en buena
compañía. Así las cosas, no voy a negarles
el recuerdo de Bioy Casares diciendo: "Mientras recorre la vida,
el hombre anhela cosas maravillosas y cuando las cree a su
alcance trata de obtenerlas. Ese impulso y el de seguir viviendo
se parecen mucho" Sigamos pues, con la vida.

Ya se sabe que el mundo nuestro abunda en horrores, pero
también es cierto que si seguimos vivos es porque sabemos
que no le faltan maravillas, y que muchas de ellas está en
nosotros tratar de alcanzarlas. Me lo digo aunque suene inocente
y parezca que lo único que me importa es negar el espanto.
Me lo digo, porque creo de verdad que el impulso que nos mueve a
vivir está en esa búsqueda con mucha más
intensidad que en el miedo. Hagamos entonces, para nuestro
privadísimo remanso, el recuento de algunas maravillas.
Cada quien las que primero invoque, yo por ejemplo: el aire tibio
de una noche en el Caribe, las estrellas indómitas de
entonces. La cara de mi hijo metiendo una mesa de billar en el
comedor de nuestra casa, el ruido de las bolas chocando abajo
mientras yo trato de leer arriba y oigo a mi abuelo como una
aparición. Mi abuelo que jugaba al billar frente a mis
ojos de niña y cuyo juego aún palpita en mis
oídos como si apenas ayer. Mi abuelo contándome los
huesos de la espalda, apoyado en el taco de billar, sonriendo
como si adivinara. Qué maravilla era mi abuelo
maravillado: frente al tocadiscos de alta fidelidad, frente al
box y los toreros, frente al orden implacable que rige el ir y
venir de las hormigas, bajo la luz de la tierra caliente
cosechando melones, abrazado a la inmensidad inaudita de un trozo
de firmamento impreso en el National Geografic Magazine.
"¿Te fijas mi vida, si la tierra es un puntito en mitad de
estos puntos, qué seremos nosotros?"

Hay maravillas que uno recuerda y maravillas que uno
anhela, hay maravillas que uno descubre como tales en el momento
mismo en que le llegan: en Venecia, juro que vimos la luna salir
anaranjada contra un cielo lila. Y que en ese mismo instante le
agradecimos al destino la luz de este siglo y los ojos en que
guardamos la virtud extravagante de tal
espectáculo.

Hay maravillas que pueden conseguirse todos los
días, pero que necesitan precisión: cualquier
párrafo de Gabriel García Márquez, el sabor
aterciopelado del café cuando no hierve, una flauta de
Mozart sonando en el coche mientras afuera ruge el
tránsito más fiero, una aspirina a tiempo, un beso
a destiempo.

Hay maravillas que no se pueden siempre: una copa de
oporto a cualquier hora, una caricia a deshoras, una buena
película traída por azar del videoclub, una ola de
Cancún en mitad de la tarde aburrida. Pero hay maravillas
que se pueden siempre: tres inclementes frases de Jane Austen,
otro párrafo cualquiera de Gabriel García
Márquez, un enigma de Borges, un juego de Cortázar,
una vertiginosa página de Stendhal.

Hay maravillas inolvidables: Catalina mi hija vestida de
ángel con unas alas de plumas y una aureola de alambre. Y
maravillas inesperadas: la voz de mi madre suave y tímida
saliendo por primera vez de su contestadora.

Hay maravillas que nos estremecen: la libertad de los
veinte años, la audacia de los treinta, el desafuero de
los cuarenta, las ganas de sobrevivir a los ochenta. Y maravillas
que añoramos: Dios y el arco iris.

Hay maravillas que nunca alcanzaremos, ilusiones, pero
ésas dice Bioy que no cabe ignorarlas. El puro anhelo de
alcanzarlas es ya una maravilla. Está entre ellas mi casa
en el mar. Es una casa sobre la playa blanca, una casa breve y
llena de luz a la que el azul del agua, impávida o alerta,
le entra por todas las ventanas. Una casa que me deja salir en
las noches a sentarme en la arena que la rodea y adivinar las
estrellas y oír el ruido del agua yendo y viniendo. No
existe, quiero decir no es mía, pero eso es lo de menos,
tal vez imaginarla es aún mejor que andar pensando en
cómo sacarle los insectos, barrerla cuando estoy lejos,
tener quien me la cuide, amueblarla y decidir a quiénes
puedo invitar y a quiénes no. Así mejor, imaginaria
y prodigiosa.

Uno tiene maravillas secretas y maravillas
públicas. Las secretas dejémoslas así, que
quizás también en su secreto está su
maravilla; entre las públicas, tengo la vocación
con que vi a mi hermana y a mi madre convertir un basurero
enlodado en un parque con flores y laguna. Tengo el fuego en las
noches de Navidad, y los ojos de todas mis amigas.

Hay maravillas escuchadas: están las dos
Camín contando un diluvio en Chetumal, el tío
Aurelio evocando a su madre detenida junto a un tren, mi hijo y
sus amigos describiendo a las cuatro mujeres que los besaron en
una disco, mi padre silbando al volver del trabajo. Y maravillas
que nunca he visto: el río Nilo, Holbox.

Hay maravillas que aún espero, y maravillas que
no siempre valoro.

Volviendo a esta mañana, he de decir que el
país en que vivo y la casa y las cosas que protege, a
pesar de todos sus peligros, es también, con todo y su
estadística en contra, una maravilla.

Dos
alegrías para el camino

La felicidad suele ser argüendera,
egocéntrica, escandalosa. Su hermana, la dúctil
alegría, es menos imprevista pero más
compañera, menos alborotada pero también menos
excéntrica. Y está en nosotros buscarla y en
nuestro ánimo el hallazgo y no sólo el afán.
Creo que es más tímida, pero más valiente la
simple alegría de cada amanecer,
acompañándonos, que la felicidad como una cresta
impredecible. Depende más de nosotros dar con las
alegrías, vaya o venga el destino, en la diaria
devoción por la vida.

No es posible andar feliz, en vilo, abrazados,
abrasándonos todo el tiempo, pero se puede andar alegre,
serlo. Aunque estemos cavilantes o enfermizos, nostálgicos
o abandonados, podemos tener alegría, no sólo
encontrarla de pronto, efímera, como sucede con la
felicidad. Sino, en medio de cualquier día y de todos,
valorar el privilegio que es la vida misma, como venga. No se
cree en la felicidad: se nos aparece. Sí se cree en la
alegría, quienes la tienen, la construyen a
diario.

Vivir en la ciudad de México, ver vivir a quienes
nos atropellan las esquinas con su diario trabajo o su diario
reproche, a quienes eligen uno u otro, necesita de un afán
que si no está cruzado de alegría se desbarata
entre las manos.

En honor a semejante certidumbre, hablaré de dos
mujeres a quienes admiro por su alegría terca y su falta
de piedad por sí mismas, incapaces de regalar culpas o
reproches.

Todas las mañanas vuelvo de caminar como a las
nueve y media. En la misma esquina encuentro siempre a las dos
vendiendo los mismos dulces. Una es vieja como la vejez, pero
sonríe de un modo infantil y ensimismado, como si mirara
desde lejos. Nos hemos ido acercando por la ventana. Le pregunto
cómo va, dice siempre que bien. No sé cómo,
pero dice que está muy bien. De repente le llevo algo,
pero muchas veces nada más el saludo. De cualquier modo
ella se acerca y me pregunta si no quiero un dulce, aunque sea
unas gomitas.

"Tómalo nomás así", me pidió
el otro día ofreciéndomelas como su regalo de fin
de año.

Tiene las manos llenas de arrugas y pecas, las piernas
delgadísimas al terminar su falda de tablas
brillantes.

Cada vez que se prende el rojo ella sube y baja la calle
como si tuviera veinte años. Hace por lo menos diez que la
encuentro, ha recorrido casi todas las esquinas del rumbo.
Según me cuenta, ahora está en frente del
Panteón de Dolores porque la última vez la
corrieron de Tornel y Constituyentes. Quién sabe
cuántos años tenga, pero por su aspecto
podría tener noventa. No puedo decir que sea una mujer
triste. Tampoco que se le vean motivos de sobra para vivir feliz,
pero vive con el afán de estar viva entre las manos, eso
puedo decirlo porque contagia la fortaleza de su andar por la
ciudad como si navegara por ella bajo un aire luminoso y
acogedor. Todos los días construye su alegría y en
el modo como sonríe despacio, en paz, ofrece cada
mañana su deseo de mantenerse viva mientras nos ve
pasar.

La otra mujer es joven, aunque tiene la edad escondida
entre la pobreza y el trabajo. Durante las vacaciones van con
ella dos niñas. En la época de escuela sólo
la menor, que ha crecido ante mis ojos jugando en la banqueta,
llorando sus catarros, corriendo de un lado a otro, buscando el
delantal de su madre cuando la cree perdida en la
bocacalle.

-¿En dónde andaba usted que la
busqué en la Navidad y no estuvo? -le pregunté
ayer.

-Es que mi esposo compró focos y pusimos un
puesto para vender -dijo, dando por hecho que yo sé que
los focos son las series para los árboles de Navidad y que
el puesto es uno de esas casualidades hechas hábito que
hace que en esta ciudad cualquiera monte un puesto de temporada y
venda focos lo mismo que durante el año vende

chicles.

-¿Y cómo les fue? -pregunto.

-Muy bien. Las niñas anduvieron ahí
contentas -dice como si las hubiera llevado de
vacaciones.

-Me alegro -le digo.

-Mañana aquí estamos -contesta.

Cuando se prende la luz verde está dicho que al
otro día llevaré el aguinaldo que no les di antes.
Y está dicha su tímida pero contumaz
alegría.

Las dos mujeres son dos frases en mi mañana. Dos
frases de otros mundos que son parte del mío, dos
lecciones, un mismo canto.

No se puede decir que mirarlas me dé un golpe de
felicidad, que no me dé pena, doble pena: de
vergüenza y de tristeza, verlas vivir sin la vida cobijada y
de privilegio en que vivo yo, a sólo tres esquinas de
ellas. Pero sí digo, porque es tan cierto como sus
palabras, que nunca reprochan su destino distinto, su país
que es tan otro aunque es también el mío, su mundo,
por azar del destino y nuestros desatinos, tan lejos de mi mundo.
Puedo decir que son dos alegrías en mitad del camino, un
ejemplo para llevarse entre los ojos a lo largo del largo
día.

Invocando a la
seño Pilar

Entre las múltiples argucias que tiene el tiempo,
está esa que trastoca en el recuerdo los sentimientos que
otros nos provocaron.

Pienso ahora en el ciego temor que alguna vez
sentí ante el sólo nombre de la profesora Pilar
Luengas. Directora del colegio María Luisa Pacheco, una
pequeña escuela para niñas cuyos padres prefirieron
educar a sus hijas bajo el extraño y feroz celibato de una
laica, en vez de entregarlas sin más a los
desvaríos de la colección de vírgenes
ignorantes que eran las monjas poblanas de aquellos
días.

Célebre por su rigidez y por la virulencia de sus
disgustos, la señorita Luengas asustó a buena parte
de nuestra infancia con su presencia reservada y arisca, con la
blanca pulcritud de sus uñas cortas, con la dulzura de sus
ojos azules echando llamas como si fueran rojos.

Las maestras de toda la escuela le tenían tanto
miedo a su directora como el que podíamos tenerle las
niñas engarzadas en un sencillo uniforme de algodón
a cuadros rojo y blanco.

A veces incluso se volvían nuestras
cómplices y eran ellas las que nos avisaban del día
y la hora en que la drástica señorita Luengas
revisaría mochilas y pupitres para requisar las
muñecas de papel recortado, las cintas de hule para tejer
llaveros, los chicles envueltos en papel metálico con
dibujitos de colores, los larines o cualquiera de las baratijas
que cada tiempo penetraban la escuela para enfrentarnos a los
rigores de la clandestinidad.

Nada podía ser más atractivo que poseer un
objeto inocente, convertido por la magia de la prohibición
en el tesoro más cuidado del mundo. Quienes vendían
o poseían uno de estos inocentísimos
entretenimientos eran tratados como agentes del comunismo
internacional, o como liberales del siglo XIX, que para la cabeza
de la señorita Luengas eran sinónimos de un mismo
peligro: la pérdida del tiempo que sólo conduce al
equívoco.

Verla venir y sentir en el estómago un
puñal atravesado eran una misma cosa. Extender frente a
ella un trabajo de costura sobre el que podía hincar sus
tijeras para desbaratarlo por mal hecho, enfrentar su presencia
durante la lección de otra maestra a la que ella era capaz
de amonestar frente a nosotras como si fuera la más
fodonga de las alumnas, mirarla recorrer las páginas de un
cuaderno en busca de una mancha de tinta, una letra chueca o
cualquier otro desorden, podía paralizarme hasta el
funcionamiento de los intestinos.

Pero lo peor de todo era saberla en campaña
contra las baratijas que conducían al ocio.

La ociosidad como madre de todos los vicios,
dispensadora de todos los talentos y pervertidora de cualquier
alma que estuviera en el mundo para lo que había que
estar: servir a Dios y regir su destino por los implacables
rigores del deber, era su peor enemiga.

Yo no lo sabía entonces, pero había sido
en el cumplimiento del deber que la señorita Pilar
perdió al amor de su vida. Porque obedecer a la autoridad
fue el primero de los deberes que aprendió, y
obedeciéndola había tenido que renunciar a los
brazos y las palabras de un amor.

Todo esto me lo contó ella misma algunos
años después de mi paso por la escuela primaria,
cuando me había yo convertido en la más ineficiente
maestra de inglés que haya pasado por secundaria
alguna.

En esos tiempos yo tenía por todo guardarropa
tres minifaldas muy comunes y corrientes cuyo uso ella me
mandó pedir que abandonara si pretendía seguir
enseñando algo en su escuela. Para entonces, mi
tardía adolescencia le había perdido parte del
miedo y no hice caso de sus mensajes. Así que me
llamó a conversar con ella tras el escritorio aquel en que
siempre tuvo de pie una estatuilla de la virgen de Fátima
reinando sobre la desolación de su helada
superficie.

Ella había envejecido, y su ex alumna
había crecido lo suficiente como para intuir que no era
mala sino largamente infeliz. Así que pude sostener bajo
sus ojos la primera conversación de nuestras vidas en que
no me recorría hasta el pelo el temblor que me
provocó siempre su presencia.

-Ten cuidado -me dijo-, porque ni a los hombres ni a
casi nadie le gustan las mujeres que se portan como tú.
Las mujeres así acaban quedándose solas.

-¿Por qué lo dice usted? -le
pregunté, admirándome de tener voz con que
hablarle.

-Por experiencia, muchacha -me contestó con una
tristeza cuyo influjo desbarató para siempre mi viejo
terror a su autoridad.

Desde entonces, recuerdo a la seño Pilar con
devoción y sin miedo. La recuerdo pensando en que le debo
mi actual facilidad para acercarme sin temor alguno a quienes
ejercen el poder. A esa mañana de conversación con
ella, le debo para siempre mi certeza de que mi deber no es
resignarme, ni obedecer a ciegas, ni quedarme callada.

Yo normalmente desconfío de los poderosos. Por
eso, entre otras cosas, me inclino frente al recuerdo de Pilar
Luengas. Esa mujer que después de aceptar y callarse una
vez, después de que semejante obediencia la dejó
sola, supo ser fuerte y segura de sí misma en una
época en que lo esperado y lo correcto en una mujer era
dejar que alguien decidiera para siempre su destino. De
ahí para adelante se ganó la vida como una mujer
cabal. Y ahora sé que el sólo verla vivir
marcó la actual destreza para decidir y trabajar en la
construcción de nuestro propio destino, a la que nos
apegamos tantos de nosotros. Ahora valoro de qué modo la
fuerza de su extravagante ejemplo permeó para bien
nuestras vidas.

"Enseñanzas nos da el tiempo", digo a veces
recordándola. Luego le sonrío con humildad a la
certeza con que ella aún acostumbra sermonearme desde
quién sabe qué nube o qué tormenta en otro
mundo.

Una voz hasta
siempre

Es junio y añoro a mi padre con la misma
intensidad que pongo en ambicionar imposibles hasta que a ratos
los consigo. Así como he conseguido que mi hija de
diecisiete años tenga por el abuelo, a quien nunca vio,
una veneración equiparable a la que otros pueden tener por
su entera genealogía.

Mi padre murió una mañana de mayo. Hace
tres décadas. Yo siento que hace de eso tanto tiempo que
ya me resulta cercano. Mi padre solía hacerme reír.
Desde niña tengo recuerdos de su voz jugando a provocar mi
risa. Él, que en el fondo era un hombre triste si
dueño de tristezas es quien sabe que no hay alegría
imposible, quien ironiza con el mundo todo, empezando por su
propia figura y sus magras finanzas.

Caminaba despacio, pero siempre llegó a tiempo a
todas partes. No como sucede conmigo, que corro eternamente y a
todo llego tarde. Aún temo estar a tiempo. Odio ser la que
espera. Esperé una vez que la vida dejara suyo a ese
hombre a quien quiero con devoción y sin matices, como
sólo se quiere a los hijos. Esperé una vez como
quien traga fuego, que mi padre viviera porque le rogué a
su Dios que le dejara el aliento aunque fuera un tiempo. Hasta
entonces, nada de lo que yo había querido pedirle a Dios
me había negado. Así es Dios: todo lo concede hasta
que lo deja de conceder. Y así fue mi fe en él,
todo le creí hasta que dejé de creerle.

Con un tiempo -un año, pensé entonces-,
hubiera tenido para aceptar que aquel silencio como remedo de la
muerte era peor que la muerte. Pero en dos días, todo es
mejor que la muerte. Cualquier trozo de vida, cualquier indicio
de que ahí estaba. Un poco de la luz con que solía
mirar, una mueca evocando el afán de su
sonrisa.

No imaginaba yo lo que pasaría en un año,
pero era tan joven que entonces los años eran largos y
seguro creí que después de un año
tendría las fuerzas que no tenía esa tarde,
caminando de mi casa al hospital mientras miraba caer mis
lágrimas sobre la piedra de las calles como si fueran
lágrimas ajenas.

"Papá ¿por qué nos sigue la luna?";
le había preguntado a los cuatro años, una noche al
volver del campo. Nunca he sabido recordar qué me
respondió, sin embargo recuerdo que su respuesta me
dejó en paz. Tampoco recuerdo cuándo se hizo la
noche de aquel lunes, en que un pedazo de luna me
acompañó abusiva cuando volví del hospital
con la certeza de que el resto de mi vida mis preguntas, mis
desfalcos y mis deseos tendría que vivirlos sin aquella
voz con respuestas. Quién sabe qué tendría
su voz, pero yo recuerdo que siempre me dio paz.

Mi padre silbaba al volver del trabajo. Adivinar por
qué silbaba. Volvía de un trabajo extenuante y mal
pagado, silbando como si volviera de una feria y entrara en otra.
Yo lo escuchaba llegar y corría escalera abajo.

Ahora estoy envejeciendo y aún me estremece la
memoria de aquellas manos en mi cabeza. Para todo lo que tiene
que ver con recordarlo, tengo cinco, diez, catorce años
inermes. Sin embargo, lo recuerdo casi siempre con alegría
y conseguí sobrevivir al abismo de perderlo.

-¿A quién conmoverá mi desolada
vejez de cinco años? -me pregunto.

-A mí -dice una amiga de mi alma-. A mí me
conmueve y me espanta: tienes unos hijos como prodigios, de los
que no te hablo más porque nadie mejor que tú sabe
cuanto debía decirse, has podido encontrar unas lunas de
milagro, tienes al lado un hombre que hace más de veinte
años sobrevive a tus búsquedas, a tu para él
siempre rara pasión por el mar, al hecho irrevocable de
que no te interese ni quieras leer los periódicos y que
desde siempre hayas pasado con pánico y desdén
frente a la televisión en que él cambia canales o
mira el fútbol como tú podrías perder los
ojos, en el horizonte las tardes enteras. Tienes las mejores
amigas que uno pueda soñar, amigas con las que hablas
horas incluso en mitad de una mañana de trabajo, amigas
como hermanas. Tienes una hermana llena de sortilegios a la que
admiras y extrañas mucho más que a los dos volcanes
que están frente a su casa, y que es tu amiga igual que
quien es tu hermana, tienes una madre como una catedral que se ha
ido construyendo durante años hasta convertirse en un ser
extraordinario y adorable. Tienes tres hermanos de sangre con los
que sabes que podrías contar millones. Y hasta te das el
lujo de tener hermanos de elección con los que cuentas a
diario como si fueran tus hermanos. Te ganas el dinero que gastas
y hasta el que otros se gastan cuando se roban tus tarjetas de
crédito. Tienes quienes acuden a tus palabras, algunos que
incluso te quieren sin haberte visto y otros que te quieren a
pesar de saber que no eres la misma que escribe o que
están viendo. Tienes epilepsia y le has perdido el miedo,
como quien tiene una cicatriz y se acostumbra a llevarla aunque a
ratos le recuerde un dolor. Para más, algunas noches, como
si fueras princesa de las óperas, tienes quien desde
adentro te cante: "Guardi le stelle che tremmano d'amore e di
speranza
":

-Te sobra razón -le respondo-. Todos esos lujos y
privilegios, más otros de los que sólo yo
sé, tengo y venero. Mi padre, sin embargo, es todo lo que
no tengo. Todo lo que muchas veces no sé siquiera
qué cosa es. Todo eso, más el recuerdo lejano de
las mañanas en que él caminaba cerca de mí
por un campo cuyo olor aún tengo en la memoria.

Réquiem
por unas margaritas

¿Por qué lloramos? ¿Por qué
han llorado, a lo largo de la historia, en todas las culturas,
todos los seres humanos? ¿Es llorar nuestro privilegio o
nuestra debilidad? ¿Nuestra fortaleza o nuestro
consuelo?

¿Por qué me hace llorar un prado que
perdió las margaritas de un día para otro, como si
con su desaparición hubiera perdido una especie de tesoro
privado? Como si el hecho significara algo más que la
simple respuesta de unos jardineros atropellando su belleza
porque saben que si las dejan secarse será más
arduo cortarlas. ¿Qué me puso a llorar frente a la
sencilla desolación del prado vacío como no me
dejé llorar mientras caminaba bajo las casas derrotadas
por el temblor en mil novecientos ochenta y cinco?

¿Por qué lloro a mi amiga, una
mañana entera, cuatro años después de su
muerte? ¿Cómo pude ir a su entierro con el aire
desesperado, pero sin una lágrima? ¿Por qué
no lloré al responderle sí, cuando me
preguntó si yo creía que iba a morirse? ¿Por
qué el recuerdo de mi mano seca sobre su piel de aquella
tarde me hace llorar ahora, tan tarde? ¿Por qué no
me avergüenzan las lágrimas cuando escucho una
conversación entre mis hijos y veo cómo crecen
mientras hablan? ¿Por qué no lloro cuando lucho
contra el sordo temor de que los hiera esta ciudad en que
vivimos?

¿Por qué a veces es más inevitable
la entereza frente a lo inevitable que las lágrimas al
evocar lo sencillo? ¿A cuál mar van las
lágrimas que lloramos hasta el cansancio, hasta que nos
rinde el sueño o la esperanza?

No lloro en momentos desdichados, ni cuando hay que
tomar decisiones o dilucidar destinos, lloro cuando Fátima
Fernández me escribe una nota por mi cumpleaños,
sobre la página del 9 de octubre en su agenda. Trae una
cita de Nietzsche: "Uno debe seguir teniendo caos dentro de
sí, para dar nacimiento a una estrella
danzante",

Lloro como si llorar fuera un asalto y no una
decisión. Lloro hacia adentro cuando en mí
está que las cosas sigan adelante, y hacia fuera cuando no
importa una llorona más. He llorado hasta el cansancio
frente al abandono, con tal de no darme por vencida. Uno queda
extenuado tras el llanto largo y sin embargo siente un descanso.
El estremecimiento de las lágrimas cuando casi aparecen
porque sí, como quien atestigua un milagro:
¿ése, quién lo explica? Sólo el arte.
Como las noches con estrellas, como el enloquecido
tránsito en la ciudad de México, como el hecho de
que seamos capaces de vivir aquí, como el vértigo
de cada enamoramiento, como la llegada de una garza gris al
contaminado lago de arriba, como los chocolates belgas y las
tortillas recién salidas del comal, como las cascadas y
los atardeceres, como la intrépida memoria: las
lágrimas no piden explicación, se explican
solas.

Divagaciones para
julio

Recuerdo a Cortázar a propósito de muchas
cosas. En cualquier día del mes me detengo a mirar la foto
en la que chupa un cigarro, viendo al frente con el gesto
escéptico y al mismo tiempo lleno de pasiones e
inteligencia que le salía a la cara como a otros les sale
el desencanto, el recelo, la paz interior.

Cuántas cosas aprendí de Cortázar.
Porque las aprendí de su voz, de sus audacias, del encanto
y los afanes con que las escribió. A muchos de nosotros,
Cortázar nos hizo leer lo que sentíamos, lo que
nuestro tiempo ponía sobre la piel y el entendimiento sin
decirnos cómo descifrarlo.

Cortázar me dijo antes que nadie, porque
así vino el orden desordenado de mis lecturas, que esto de
estar solo, de sentirse un día alegre y otro desconsolado,
era de tantos otros, que por más original y devastadora
que pareciera una pena, había sido ya en el cuerpo y la
índole de seres que nos eran entrañables y
resultaron sobrevivientes. Esto de siempre amar el mundo como se
ama lo insólito, de no querer morirse nunca y andar
muriéndose una mañana cualquiera, esto de
enamorarse hasta un día parecer perros callejeros y al
otro dioses repentinos, esto de querer salir a ahogarse una tarde
y querer revivir a media noche, esto de perder el horario oyendo
música, de perderse en el cuerpo de otro y luego no saber
dónde quedó uno, de ser joven como quien es
invulnerable y ser invulnerable hasta despertar envejeciendo.
Tantas cosas: Cortázar. Julio.

Nunca hablé con él. Lo vi sólo una
noche, entrando a Bellas Artes, en medio de una multitud.
Mientras la víbora de gente se movía con nosotros
dentro, yo, para mi sorpresa, justo tras él, tocaba su
espalda, por casualidad, para luego perderla una y otra vez.
Pensé que debía nombrarlo, esperar a que volteara y
entonces decirle de qué modo lo sentía
cerca.

"A las águilas no se les habla por
teléfono", recordé que había escrito
él en no sé en dónde y a propósito de
no sé quién. Así que lo pensé mejor y
le abrevié el agobio de escuchar mi proclividad por sus
delirios.

Quienes lo acompañaron a vivir sienten por su
memoria una devoción envidiable. He visto a García
Márquez y a Fuentes venerar los recuerdos que se les
atraviesan en una cena y reír al evocarse repitiendo con
él tres líneas del Quijote o cantando corridos
hasta las cinco de la mañana.

-Murió Cortázar -le dijo Carlos Fuentes a
Gabriel García Márquez, una mañana, urgido
de compartir la pena.

-¿Quién te lo dijo? -preguntó el
Gabo.

-Ya está en el periódico -respondió
Fuentes.

-Carlos, no hay que creer todo lo que sale en los
periódicos.

Se consolaron. Lo habían sabido antes de esta
conversación, y lo saben siempre; sin embargo, para pensar
en él, siguen sin creer lo que dijeron los
periódicos.

"Mis amigos no se mueren, se van a Nueva York", dice
Gabriel, exorcizando el aire con el poder de su milagrosa
imaginación.

Ya lo sabemos, algunos cronopios no se mueren.
Cortázar aquí anda. Más aún en los
meses que van y vienen con la lluvia trayendo su
nombre.

Cuando yo era niña, en todo el centro de
México había colegio en julio y vacaciones en
diciembre. Sé que iba contra la costumbre internacional y
que provocaba toda clase de complicaciones a la hora de cambiar
de país o de estado, pero era mucho mejor tener vacaciones
en el hermoso invierno nuestro, que en el julio de lluvias que se
disfruta bien tras la ventana, viendo mojarse al mundo mientras
uno le da vueltas a de qué está hecho y cómo
funciona o se descompone.

Julio es un mes hermoso para pensar, para escribir, para
tener nostalgia y contar historias. No sé por qué
me voy de vacaciones cuando tengo cuatrapeada en el alma una
novela que ahora empezaba a buscar rumbo. Pero uno es así,
cuando ve cerca el fuego se echa a correr. Cuando el aire trae
lluvia se echa a correr, cuando los hijos quieren aire corre tras
ellos. Iré de viaje. Con Cortázar en el mes como
una luz y un remordimiento, saldré corriendo de mi deber y
aunque no quiera me siento culpable.

Si uno enciende la pasión por las palabras no
puede andar perdiéndolas cada vez que le silba la
curiosidad, cada vez que Florencia se pinta en el horizonte o
Portugal aparece como una tentación desconocida y Madrid
como la puerta a los amigos que no ha visto, a la sopa de almejas
con azafrán, a las noches iluminadas y
larguísimas.

Si uno quiere escribir sabe negarse al vamos, sabe decir
me importan más los sueños como un deseo que los
sueños mismos, sabe responder aquí me quedo, porque
aquí están mi cuaderno de plasma y las ocurrencias
de las que vivo.

Pero a mí me gana siempre la sonrisa de los
otros, me gana siempre lo que oigo más que lo que
podría contar, me gana el mundo moviéndose,
desafiando, saliendo al paso de mi encierro. Me ganan los otros
yéndose, sin mí o conmigo, a ver qué
encuentran en Brasil, donde Mateo quiere ver a las mujeres,
Catalina quiere descubrir a un director de cine, su papá
quiere presentar un libro y yo sólo quiero ir tras ellos.
Qué poca personalidad, qué corto aliento, yo a
Brasil quiero ir porque irán ellos. Si no aquí me
quedaría, con los dos julios en el pequeño cuarto
que es mi estudio, viendo llover y pensando en cuando fui joven,
como lo será siempre la Maga.

Cuántas locuras hice hace casi treinta
años en nombre de la Maga y su destino incierto. Lo que
fuera con tal de exorcizar la muerte, con tal de no quedarme una
noche sin un Rocamadour entre los brazos, vivo hasta hacerse
adulto y pedirme que lo acompañara a Brasil. Qué
prodigio tener hijos. ¿Qué mejor
destino?

Mientras leía a Cortázar quería ser
escritora, hacerme de un amor eterno, aunque siempre durara tres
meses, sobrevivir a la muerte de quien me dejó viva,
entender la resolución con que vivía mi madre,
volverme tan dueña de mí como veía a mi
hermana ser dueña de sí misma. Quería
encontrar un trabajo que me diera para vivir sin notar que
trabajaba, quería aceptar sin más mi cuerpo, mi
estatura, mi pasión por la música y el caos, mi
terror al deber, mi pánico a perderlo. Mientras
leía a Cortázar era una niña tibia que
había dejado de serlo. No pude entonces haber encontrado
mejor compañía. Julio es siempre un buen mes para
recordarlo, para darle las gracias al destino que se fue
apareciendo con las certezas y los abismos que tanto
ambicioné entonces, hace tanto y tan poco, mientras
leía a Cortázar.

Nada como las
vacaciones

Las mujeres de la expedición estamos echadas
sobre nuestros catres de a treinta pesos diarios, oyendo al mar
altivo y contumaz que juega con la playa. Hemos buscado todos los
días un lugar en el último rincón de arena
soleada que puede albergarnos. A veinte metros de nuestra
cabaña se amontonan decenas de cabañas apretadas de
adolescentes. El revolcadero, que era un lugar remoto en el
Acapulco de mi remota infancia, se ha vuelto la playa de moda en
el Acapulco al que nos lleva la febril adolescencia de mi hijo y
sus amigos. Sigue siendo un lugar de belleza privilegiada. Las
olas vienen abruptas pero nobles, y uno puede jugar en ellas.
Como antes, como mañana.

-Pensar que todo aquí va a seguir igual cuando ya
no estemos para mirarlo -dice Daniela mi sobrina, que pronto
deberá volver a la universidad en la que estudia leyes
como quien las abraza.

-Todo -le contesta Catalina, que este año
empezará el primer año de preparatoria-. Y no
sé cómo pensar en eso sin que me aflija.

Están metidas en sus trajes de baño,
jóvenes y lindas, en apariencia inofensivas, en verdad
audaces. Yo las oigo caer en semejante conversación y
finjo que duermo como quien se ha muerto.

El mar ha seguido viniendo a esta playa los mismos
treinta años que llevaban mis ojos sin venir a mirarlo. Y
ahora que he vuelto lo he encontrado intacto, idéntico,
generoso, como estará cuando yo ya no pueda regresar a
mirarlo. Irse de un sitio entrañable, dejar un paisaje que
nos conmueve y arrebata, sin saber cuándo podremos verlo
de nuevo, si volverá a existir para nosotros, nos
estremece sin remedio como un atisbo de la muerte. Por más
que vivamos como vivos eternos, al despedirnos, dice la
canción, siempre nos morimos un poco.

Por eso alargamos las últimas horas de nuestro
último día de playa, quedándonos sobre la
arena hasta que el sol se perdió entre los cerros y el
cielo se volvió de ese azul oscuro que amenaza con
volverse noche. Hasta entonces recogimos las toallas y las
camisetas, los bronceadores, los libros, y nos decidimos a ir en
busca de los hombres de la expedición, que al contrario
nuestro, tenían una cabaña en el centro mismo del
hervidero de juventud y bikinis de la playa. Ahí se
metían a esperar a unas bellezas rubias que no cayeron
nunca entre sus brazos, pero que como todo sueño, fueron a
ratos una realidad tan intensa como la mismísima
realidad.

Al vernos levantadas recogiendo, don Tomás se
acercó con su paso suave y su hijo de la mano. Nos hicimos
amigos durante los días singulares en que él
dejó su trabajo de herrero para trabajar vendiendo
refrescos y armando cabañas en la playa. Ahí lo
encontramos, entre la multitud de vendedores de todo tipo que
atormenta a los turistas melindrosos y entretiene nuestra feliz
ociosidad sobre la arena.

Hay a quien lo perturba el caos de vendedores y
litigantes de la playa, yo debo decir que a mí me gusta su
desorden, que el ir y venir de los únicos moradores de la
playa que no están de visita, y que por lo mismo la miran
con la indiferencia y precaución que sería
imposible pretender entre los bañistas, me resulta una
más de las diversiones que concede el alebrestado
Acapulco.

Mientras uno pretende olvidar las mil cosas que no ha
hecho en el año de trabajo, ellos acuden a nuestro
comportamiento de lagartijas y le ofrecen a nuestro asueto toda
clase de fantasías: tamarindos, vestidos, cocos, lentes,
collares, caracoles, trencitas, tatuajes, quesadillas, caballos,
canciones, refrescos, hieleras, lanchas, tablas, paseos, motos,
sombreros, faldas, pulseras, plata. Y otra vez: tamarindos,
vestidos, cocos, lentes. Si al rato se decide, me llamo Mario,
Rosi, Tadeo, Juan, Luli, Toño, Meche,
Guadalupe.

Yo les agradezco que insistan, porque si algo me urge es
entrenarme en el "no" como posible respuesta, como tabla de
salvación, y después de algunas compras,
inevitablemente hay que entregarse a practicar el "no, gracias"
como recurso para la supervivencia. Ni aunque uno cargue con un
mes de sueldo en efectivo, alcanza para comprar todo lo que
ahí venden a diario. Y uno no va a la playa cargando su
sueldo, pero después del primer día de gastos y
decepciones se aprende que algo del sueldo hay que llevar si
pretendemos tener sombra y cobijo, antojos y tamarindos. Porque
caballos no quisimos nunca.

La ecológica Daniela se encargó de
hacernos ver la crueldad que se ejerce contra los pobres y
huesudos animales que caminan la playa cargando gordos bajo el
sol inclemente. En cambio ella y Cati se pusieron tatuajes
temporales y ellos comieron quesadillas y desperdiciaron
ceviches, mientras yo lamía el celofán de los
tamarindos, como si algo del pasado irredento pudieran
devolverme.

En la infancia íbamos a Acapulco en memorables
viajes de cinco coches seguidos, y hacíamos nueve horas
para recorrer el paisaje que esta vez recorrimos en tres y media.
La última hora jugábamos a buscar el mar con un
premio para el que primero lo viera. Y durante decenas de curvas
despiadadas, lo íbamos buscando en el horizonte, hasta dar
con una línea azul y lejana como la mejor de las
promesas.

La tarde que les cuento, el mar acompañó
nuestra despedida de don Tomás regalándole a su
hijo una cantidad triplicada de los "chiquilites" que a diario
recogía de entre la espuma en un juego obsesivo. Lo
veíamos perderse, pequeño y escurridizo, entre las
olas más bajitas, para luego aparecer con varios
crustáceos de aspecto extravagante, mezcla de camarones
con caracoles, entre las manos. Corría con ellos hasta
nuestra cabaña, que para efectos prácticos era
también la suya, y ahí buscaba la gran botella de
agua que su padre le había conseguido para guardar los
bien buscados chiquilites.

"Niño, quítale tus desórdenes a la
señora", le decía don Tomás. Y él
como que no lo oía y yo como que no me daba cuenta de sus
desórdenes, y todos en paz.

El niño hizo su refugio junto a nosotros porque
le caímos bien, y nosotros no podíamos sino
agradecerle su preferencia rápida y sonriente.
Podría haber puesto su botella con animales y sus gastadas
chanclas en la cabaña de alguien más, pero
escogió la nuestra, y ahí se metía entre
pesquisa y pesquisa en busca de sombra, reconocimiento y
agua.

-Mira señora este grandote -me decía,
esgrimiendo al infeliz crustáceo que había sacado
del mar retorcido y precioso. Luego lo ponía en la botella
con los otros y volvía al agua corriendo para no quemarse
los pies al ir despacio por la arena ardiente.

-¿Y qué les haces? -le pregunté el
día que nos conocimos.

-Se los llevo a mi mamá para que los fría
con ajo. O los olvido, como ayer que aquí se
quedaron.

-¿Saben buenos? -pregunté.

-Saben como a camarón -dijo don Tomás,
apareciendo con los refrescos de a diez pesos cada uno. Precio
que podía parecer un escándalo si se le comparaba
con los tres pesos que cuesta un refresco en la calle, pero que
era una ganga en esa playa en la que el primer día los
pagamos a quince pesos. Con ciento cincuenta, en lugar de cien
por la cabaña.

-¿Y usted por qué da más barato?
-le pregunté.

-Es que los otros aprovechan porque nada más de
esto viven, y cuando ven gente, abusan -dijo don Tomás-.
Yo, como tengo un oficio, durante el año trabajo
allá por mi colonia y sólo ahora que anda el
gentío, pues vengo para traer al niño y para
descansar, como usted. Y si me disculpa, al rato seguimos la
plática -dijo, yéndose.

Seguimos la plática a lo largo de la semana y nos
amarchantamos de lleno con don Tomás como nuestro
proveedor universal de aguas, cocos, Cocas y Yolis.
También como el encargado de calibrar los precios de otras
mercancías y de echarles un ojito a nuestras pertenencias
mientras nos íbamos al mar como a la guerra, pero sin
más arma que nuestro corazón alborotado y nuestras
ganas de sal y golpes.

Yo no tardé en darme cuenta de que eran muy pocos
mis contemporáneos entre las olas. Sólo
jóvenes había regados por la playa, promisorios y
omnipotentes. De mi edad había uno que otro vendedor o
vendedora, pero al parecer casi nadie con mis años se
expone a que le peguen sin tregua las aguas del revolcadero. Tan
sola me vi, que en lugar de sentirme desolada, me
consideré dueña del privilegio de representar a mi
ruinosa generación. Ya ni siquiera tuve vergüenza de
no poseer un cuerpo firme y atlético como los que me
rodeaban, pasé sin más a considerarme original y
protegible como se considera a los monumentos
arqueológicos. Tuve la certeza de que si hubiera habido
por ahí un representante del Instituto Nacional de
Antropología e Historia, me hubiera puesto en su lista de
ruinas por amparar. Y ya no me importó lucir la
pátina, ni que me faltaran algunos escalones y me sobraran
otros. Así somos las ruinas: altaneras y tercas, me dije,
corriendo tras el niño en busca de las olas, sin tratar ni
por juego de moverme como la chica de Ipanema o las chicas de mi
alrededor. Daniela y Catalina venían conmigo,
condescendientes y divertidas como arqueólogas.

Todos los días el mismo rito de flojear y
cansarnos, perder los ojos en el horizonte y perdernos donde se
perdían nuestros ojos. Seis milagrosos días de
playa. ¿Quién sueña con otros privilegios?
No nosotros.

La tarde que nos despedimos de don Tomás y su
hijo, tras varias fotos y múltiples promesas de mutua
fidelidad el próximo año, alcanzamos a sentirnos
tristes, a pesar de tanto recontar nuestras dichas. La noche
anterior habíamos visto la luna anaranjada crecer sobre
Pichilingue como un planeta en fuego, y varias tardes nos tomaron
la mirada entre el cielo y los cerros en el generoso
balcón de los generosos Minkov.

-Salgan de la tele -les pedí a los hombres del
grupo que tras la playa quedaban catatónicos frente a las
peores películas de acción que haya dado un canal
de cable. Se preparaban así para luego perderse en el
ruidero de las discotecas hasta las seis de la
mañana.

-Estamos de vacaciones -alegaron.

-Y están perdiéndose la mejor puesta de
sol que haya yo visto en mi vida -dijo Catalina. Segura de que
sus catorce años pueden considerarse una vida.

-Tú pareces vieja, Catalina -le dijo su hermano
Mateo.

-Soy vieja -respondió Catalina, arrellanada en el
blanco e inolvidable balcón de los Minkov. Y luego
volvió a pedir conmigo-: ¡Vengan a ver!

Como vampiros salieron los tres de su cuarto oscuro a
una tarde que había encendido todas las nubes del cielo, y
se quedaron mudos. Todavía no sabemos si de pena o de
gloria, pero consideramos mejor no preguntarles.

Al día siguiente los llevamos a Pie de la Cuesta.
Donde yo recordaba como un sueño unas olas inmensas
devorando al sol inmenso, al tiempo en que unos hombres se
columpiaban en ellas, diminutos y frágiles, haciendo un
circo para dioses. Llegamos tarde. El sol se había metido
y las olas del verano son cortas. Quedé como una
fantasiosa, pero lo mismo nos reímos todo el trayecto, que
se ha vuelto un escabroso ir entre cerros sobrepoblados que antes
fueron desiertos, un viaje largo al parecer hacia ninguna
parte.

-Una hora y media de camino para llegar a unas olas
más chicas que las nuestras. ¿No dijiste que eran
inmensas? -preguntó Mateo con la hilaridad en que le
fascina regodearse cuando fracasan mis recuerdos.

-Suelen ser inmensas -dije yo, sin poder creer lo que
veía-. ¿Verdad señora que suelen ser
inmensas? -pregunté, llamando en mi apoyo a la mujer que
vendía cocadas.

-Son inmensas -dijo ella-. Hoy no, pero sí son
inmensas.

-Perfecto mamá, te creemos. ¿Ahora hay que
desandar el camino largo o hay uno corto?

-El regreso es más largo porque es oscuro -dije
yo-. Pero para que veas que me disculpo, pon a cantar a Eros
Ramazotti, aunque me desespere su voz desesperada.

Volvimos cantando:

"única como tú

no hay nada más bello que tú".

Y yo le dediqué la canción a la playa y
él a una novia que un día tendrá, como quien
tiene una esmeralda.

Más tarde caminamos por la ensordecedora costera
recontando las estrellas que aún no se traga la luz de los
hoteles y mirando a la gente iniciar su noche como una fiesta.
Ningún día fue el mismo y todos se parecían
en su idéntica armonía ociosa. Estuvimos felices.
No sé qué pueda haber mejor que las vacaciones. Lo
digo sin remordimientos, con la eterna nostalgia que me toma
septiembre.

Planes para
regresar al mundo

Me gusta invocar las tardes de lluvia frente a los
volcanes, tengo nostalgia de la vida que transcurre como una
conversación entre amigos: lenta, sin destino preciso, sin
ansia de predominio, sin demasiadas ideas en litigio, con la
certeza de que cada palabra, cada cosa que pasa entre ellos
importa y no es prescindible. Llevo varios meses con la vida en
vilo, sin conversar con muchos de quienes me resultan necesarios,
sin caminar la tierra húmeda y enrojecida que rodea la
casa de mi hermana, sin el placer hospitalario que puede
otorgarnos una semana entera de no hacer otra cosa que ir leyendo
los libros que se acumulan sobre el escritorio y la mesa de noche
como una demanda y una promesa. Hacer eso y llamarlo trabajo,
como si no fuera un juego.

Llevo meses convertida en una yo que vive más
para afuera que para adentro. No he tenido tiempo para ir al cine
ni siquiera una vez cada dos semanas, ni he sabido del gozo que
es levantarse en la mañana con la sensación de que
no necesito dormir más. Llevo meses perseguida por el
deber como un loro perseguido a trapazos. Y a pesar de todas las
cosas buenas que un año de prisas y viajes me ha dejado,
ambiciono el regreso a la rutina, al silencio, al tiempo como un
juego, al aire de las noches en que uno llega a la oscuridad con
el deseo de mirar la luna y reverenciarla.

Siempre vuelvo de las vacaciones cargada con una lista
de planes. Hacer planes, como bien lo sabía la lechera,
entusiasma los pasos y ayuda a subir la cuesta. Si después
se nos cae el cántaro de leche no necesitaremos llorar,
porque estaremos en la cumbre de algún sueño y
desde ahí será menos arduo volver al
trabajo.

Quizás valga la pena y el divertimento hacerse
una lista de planes para leerlos cuando el desasosiego quiera
preguntarnos: ¿De qué sirve que vayas por el mundo?
¿A quién le dejas algo con tu presencia? ¿Y
qué has hecho de bueno?

Para ese tipo de preguntas es para lo que la lista puede
ser de una utilidad inalterable. Ahora que si no lo fuera,
habría que hacer la lista sólo por el placer de
hacerla. Me preguntarán qué tan grande puede ser
tal placer, les diré que tan grande como uno quiera. La
medida de la ambición no es siempre la misma.

Para quienes van al dentista cada seis meses, no
será ningún acierto apuntar en su lista que este
año irán dos veces, pero para alguien como yo, el
solo hecho de registrar tal propósito me hace sentir
medianamente buena, y si la fortuna me permitiera cumplir a
medias el propósito, nadie podría sentirse
más orgulloso de los cuidados que le prodiga al futuro de
sus muelas.

¿Cuál podría ser la
metodología más adecuada para organizar una lista
de planes? Yo no lo sé porque siempre hago planes en
desorden y me doy el lujo de suponer que en eso está la
gracia de los planes. Sé que hay escritores que escriben
tras haber diseñado el plan general que guiará su
novela; es más, sé que entre esos escritores
están algunos de los que admiro como a nadie. Ni con esto,
yo he podido siquiera poner entre mis planes el plan de intentar
un plan de novela. Sin embargo, ahora que he vuelto de un
trayecto por los volcanes y el mar me da el ánimo para
creer que es posible iniciar mi lista de planes
así:

1. De diez a dos de la tarde, todos los días y
hasta conseguirlo, redactar el plan que ordenará mi
siguiente novela.

2. Conseguir una pianola.

3. Ir a la gimnasia.

4. Hacerme el análisis del colesterol.

3. Leer a Kant, a Dante, a Brocht. A Jane Austen en
inglés y al Quijote sin saltarme
páginas.

5. Dormir siete horas diarias.

8. Comprar plantas para el patio.

9. Escribir la conferencia para Gijón.

10. No aceptar conferencias ni aunque sean en
Gijón.

11. Dejar en paz el pan y los chocolates.

12. No decirles a mis hijos que la disciplina es
prescindible.

13. Tener esta certeza: todo sueño cabe en una
lista de planes, incluso el que nos predispone a soñar,
escribir, volver a las vacaciones, seguir buscándole los
modos a la vida o, mejor aún, tratar de que la vida y lo
que hemos elegido hacer cuando no estamos de vacaciones sea
todavía más placentero que las mismas
vacaciones.

Jugar a
mares

No a todo el mundo le sucede lo mismo con el mar. Hay
quienes lo detestan o le temen. Cada quien descansa como puede y
se busca la ruina y el éxtasis cerca de donde puede. Yo
que nací bajo tres montañas, necesito del mar como
de un consuelo único. Porque en ninguna parte, bajo
ningún cielo, soy capaz de abandonarme a la sencillez y la
generosidad como cerca del mar. Por eso ahora he puesto entre mis
planes uno que me permita permanecer en el estado de inocencia y
valor que predomina en mí cuando el mar está cerca.
Aun cuando pretenda descifrar el mundo, y una vez tras otra no lo
consiga, quiero imaginar que lo comprendo aunque sea un rato cada
día. Por eso hay que poner en nuestros planes el deber de
jugar.

Jugar, lo mismo que leer o enamorarse, es hacer un viaje
a mundos redondos, asibles, perfectos. Jugamos para entregar
todas nuestras emociones a un solo pensamiento, al lujo de
olvidar todo lo que de insoportable pueda haber en el mundo. Por
eso amamos los juguetes, por que sugieren, nos hablan, de lo
mejor que tenemos y podemos ser. Los juguetes, como los
sueños, nos permiten volar sin lastimarnos, tocar sin
temer el rechazo, imaginar sin desencanto, conmovernos sin rubor.
Y no hay edad que no los necesite, ni mujer ni hombre que pueda
abandonarlos.

Al crecer, cambiamos las muñecas y los patines
por las computadoras y las obras de arte, los libros, el amor y
los teléfonos, los estetoscopios o los automóviles.
Así, seguimos jugando. Incluso con más asiduidad
que cuando éramos niños, jugamos cuando adultos
urgidos de encontrar cobijo para nuestra memoria, olvido para
nuestros litigios.

Alguna vez creí que la necesidad de sentirse
parte del absoluto iría mermándose con el paso de
los años, hasta que todo fuera un sosiego más
regido por el desencanto que por la euforia. No sé si por
fortuna, pero me equivoqué. El tiempo que nos aleja de la
infancia, de la primera juventud, de lo que suponíamos la
perfecta inocencia, no sólo no devasta la esperanza, sino
que la incrementa hasta hacerla febril, hasta en verdad
perfeccionar la inocencia haciéndola
invulnerable.

Nadie más dispuesto a creer que un avión
de papel puede cruzar el mundo, ni más apto para viajar en
los entresijos del barquito que soltamos sobre una fuente, que un
adulto desencantado. Nadie más listo para entregarse a su
fantasía como al único camino que lo salve del
tedio de vivir confiando sólo en lo que los
periódicos o la ley consideran posible.

Los niños juegan con la concentración con
que los dioses griegos se hacían la guerra. Los adultos
inventamos juguetes más urgidos de juegos y de
concentración que de guerra. El viento no se ve, la sombra
que cae de los árboles no se toca, la luz que enceguece la
mañana no se puede guardar, pero algo de toda esa magia
puede caber en un juguete que por un momento nos explique el
viento, la luz, las sombras, el árbol. La tierra siempre
guarda secretos, los juguetes siempre nos ayudan a soñar
que algún secreto desciframos, que algún
paraíso nos pertenece.

Fuera de
lugar

Si la envidia es el pesar por el bien ajeno, entonces no
puedo decir que yo les tenga envidia a quienes gozan con el
fútbol, porque me alegra que les guste. Tan es así,
que cuando por alguna razón caigo en la sinrazón de
enfrentar un partido de fútbol, me acomodo para ver
más al público que a la tele. Puede ser fascinante
el modo en que le gritan al aparato, en que se llenan de
júbilo o incertidumbre, de risa o desconsuelo, de
lágrimas y, a veces, creo que más de las que uno
alcanza la dicha de contar durante una luna de miel, hasta del
sagrado y pleno hálito que sólo se querría
propio del orgasmo.

Me divierte mirarlos, por desgracia no tanto como para
no temerles a los días en que sólo de eso se habla
y nada más sucede. ¿Cómo portarse entonces?
¿Qué podemos hacer quienes nunca hemos entendido lo
que es un fuera de lugar, quienes nos decretamos incapaces de
pasión alguna cuando se discute durante horas si una
patada fue o no fue patada, fue o no fue penalty, fue o no fue
culpa del árbitro ciego?

Lo he pensado ya durante varios campeonatos mundiales,
me conozco distintas actitudes a la hora de enfrentar la
temporada y no sé cuál de todas haya sido la
mejor.

Hay desde luego el escepticismo. Sin embargo cada
día es más difícil practicarlo. Como no se
mudara uno a una isla desierta, es materialmente imposible andar
por la vida diaria fingiendo que uno ni sabe, ni quiere, ni puede
saber del tema. En los últimos tiempos hasta una parte del
sector femenino se interesa en el fut. Sin lugar a dudas, los
hombres las miran desconfiados, como a unas arribistas ignorantes
que gritan cuando no se debe y desfallecen creyendo que un
autogol fue bueno para su equipo. Por eso hay que decir, en
defensa de su interés real, que hay muchas para las que
sí resulta una pasión. Incomprensible desde mis
ojos, pero una pasión. No en balde lloraban así las
partidarias de los Pumas la tarde que tan gallardamente perdimos
frente al América. Y digo perdimos, porque yo no entiendo
una palabra de fut, pero una buena parte de lo que sí
entiendo entró en mi cabeza y mis emociones gracias a la
UNAM.

Partes: 1, 2, 3, 4
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