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Resumen del libro El cielo de los leones, de Ángeles Mastretta (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4

Yo no entiendo de fut y, sin embargo, me cuesta el
escepticismo porque algunos de mis seres más queridos le
tienen veneración. Recuerdo a mis hermanos
jugándolo todas las tardes, todos los sábados y los
domingos en el campito terroso al que tuviera que acudir su
equipo. Los recuerdo al volver del colegio con las caras
hirviendo y un raspón en la rodilla, los recuerdo desde
entonces mentándole la madre a un árbitro por haber
fallado en contra de alguien llamado la Tota Carbajal. No me
acuerdo bien cuál era su equipo predilecto, pero creo que
el Necaxa. Y cuando el Puebla apareció en escena, ya que
todos éramos mayores, pero no por eso menos
enfáticos, la familia entera puso las esperanzas en el
primo Manuel Lapuente y por primera vez los vi gritando un
triunfo. De entonces viene la entrega de uno de nuestros
vástagos a la causa perdida del mentado fútbol.
Arturo, el hijo de mi hermana, fue con tal entrega la mascota del
equipo, que lleva toda su adolescencia entregado a la
fatídica esperanza, que, como va, convertirá en
realidad el contumaz deseo de ser un jugador profesional. La
obsesiva y preclara entrega de este muchacho, inteligente y guapo
como pocos, al solaz de las patadas, me desconcierta tanto como
la admiro. Por sobre otras, su pasión me ha hecho pensar
que algo de extraordinario debe haber en tal juego. Su
pasión y la de un cuñado mío, que a los
cuarenta y algo está dejando el físico en la gloria
semanal de triunfar sobre otra portería.

La verdad es que el gusto por el juego lo entiendo con
bastante más destreza que el gusto por mirar el juego.
¿O será el fútbol como el ballet? Que entre
más cerca lo ha tenido uno, más arrebatador es
mirarlo. Quizás. El caso en mi caso es que no me dice nada
y que ando buscando un quehacer para ejercerlo mientras el
señor de la casa, los jóvenes de la casa, los
amigos y parientes de la casa, y en general, la casa toda mira el
fútbol.

Se me ocurre que durante los partidos puede uno irse a
dormir a un buen hotel. Alguien afortunado quizás
encuentre un amante al que no le guste el fut. ¡Qué
fantasía! De una a tres de la tarde haciendo el amor como
dentro de una película.

Eso, meterse a una película no ha de ser tan
malo. Ir a decirle a Ingrid Bergman que se quede un ratito en
Casablanca. Que no es cosa de abandonar a Lazlo en
definitiva, pero que bien puede siquiera por una semana quedarse
a besar al infortunado y maledicente Rick. Meterse en Out of
África
. Eso me gustaría aún más,
ir de safari con esa mezcla de baronesa Blixen y Meryl Streep,
sentarme en el porche de su casa a oír a Mozart mientras
la veo besar a Robert Redford que al mismo tiempo es Dennys
Finch, el inasible amante inglés. ¿Quién no
ha tenido un amante inasible? Quizás tenerlo en ese
paisaje resulte menos ingrato. No sé qué
opinaría la baronesa Blixen. Sé, sí, que fue
dichosa mientras lo tuvo cerca, con o sin paisaje, y que luego se
convirtió en la más extraordinaria rival de
Scherezada de que se tenga noticia.

De momento, aquí, casi todos los amantes,
inasibles y asibles, ven el fútbol. Y es cosa de ir
haciéndose al ánimo. Una de las primeras noches que
yo tuve para dormir con el amante asible e inasible que hoy es el
señor de la casa, me levanté un momento de la cama
y anduve por el cuarto con el cuerpo entonces joven con el que
andaba sin darme cuenta de que lo era. No sé qué
tontería amorosa le dije detenida en mitad del cuarto.
Entonces él, el querido él, movió su brazo
de izquierda a derecha como toda respuesta. Yo, que por esos
días era la ingenua yo, creí sin más que ese
gesto me llamaba de vuelta a la cama en línea
recta.

-¿Sí? -pregunté, con la miel del
enamoramiento.

-Déjame ver -contestó él, que
había encendido la tele y veía correr a dos hombres
pelándose por una pelota.

Ése es el fútbol. Y así es la cosa.
Resignación, aconsejarían algunos, risa,
diría mi abuelo, ironía, mi padre, alianzas, mi
entendimiento. Lo mejor en el caso del fútbol son las
alianzas. Conversación con las amigas, sueños
incandescentes en audaz y secreta alianza con la almohada,
poesía, novelas, cine, redondo silicón en los
oídos, caminatas por el parque en compañía
del perro que no mira la tele, música.

Toda clase de alianzas. Y ya, en situaciones muy
desesperadas, cuando el aislamiento dominical se haya convertido
casi en un dolor y nos resulte imprescindible el tibio abrigo de
la familia, entonces alianza con los aficionados, con sus
euforias, su griterío, su pena, sus deseos. Alianza con el
poeta diciendo como si nos viera:

Pero es muy triste saber

que hay un minuto en el cielo

que destruye nuestro anhelo

de vivir para entender.

Si yo fuera
rica

Alguien me preguntó hace un tiempo qué
haría yo si fuera rica. Aun sin haber consultado mi cuenta
en el banco, quien hizo la pregunta imaginaba que no soy rica. Se
supone que los escritores no somos ricos, ya no digamos ricos de
los que salen en la revista Forbes, ni siquiera simples ricos. Y
tal cosa se supone con más o menos acierto.

Sin embargo, yo hace años vivo regida por la idea
de que soy rica. Y esto que a unos puede parecerles un claro
equívoco y a otros un afán demagógico que
debía ser evitable, a mí me resulta una certeza
como pocas certezas tengo.

Cuando mi padre murió hace treinta años,
me dejó como herencia una máquina de escribir, una
hermosa madre afligida y cuatro hermanos como cuatro milagros.
Entonces yo tenía veinte mil dudas, diecinueve años
y un deseo como vértigo de saber cuál sería
mi destino. No teníamos dinero, no se veía claro
con mi destreza para los negocios, no estaba yo segura de que el
periodismo, que apenas empezaba a estudiar, me alcanzaría
como única pasión y sustento, no había en mi
presente, ni se veía en mi futuro, uno de esos partidos
conyugales que sólo Jane Austen y mi abuela han logrado
trazar con perfección. En suma, mi patrimonio
parecía precario. Sin embargo, la curiosidad, una herencia
que olvidé mencionar antes, me bastaba como hacienda y me
ayudó a vivir varios años en vilo. Es de esos
tiempos de donde viene mi certeza de que soy rica. Yo creí
entonces, después de intentar no sé cuántas
veces un buen amor, que mi humilde y desaforada persona no estaba
hecha para los buenos amores. Creí, como ahora creo en la
luna y sus desvaríos, que nunca tendría una casa
mía, que yo no era para tener hijos y que la literatura,
que era por esos días una pasión sin frutos, no
sería sino eso en mi vida. De cualquier modo, ya entonces
tenía suficiente como para no sentirme pobre. Tenía
amigas brillantes como luciérnagas, la universidad era mi
patio, y el departamento que compartía con mis hermanos y
mis primos fue la mejor guarida, conseguí un trabajo en el
que cansarme y al cual bendecir, me alegraban el cine, la
música, los amores de paso, los viajes cortos porque no
había de otros y el sueño de un futuro tan incierto
como era mi presente.

A veces, temo que un día la vida me cobre con
dolor su generosidad, pero a diario prefiero más gozarla
que temer. Y me siento muy rica. No es que tenga la salud de
roble que desearía, pero fuera del tiempo, todo lo que
necesito voy pudiendo pagarlo con el trabajo que me hace el favor
de acudir a diario. Y aquel futuro incierto que hoy es mi
presente, me ha regalado dos hijos, cada uno con el caudal de un
cosmos, ha dejado cerca de mí más de un amor, y
durmiendo conmigo a un hombre, a una ilusión y a un
perro.

No podría yo pedir más y aún tengo
más: vivo de mirar el mundo con el afán de
comprenderlo, y a ratos, por instantes, mientras escribo,
sueño que consigo entender de qué se trata este
lío de estar viva. La mayoría de las veces no
entiendo el mundo, pero mis alforjas han aprendido a aceptar las
preguntas como única respuesta. No he perdido a mis amigos
de antes y he ido encontrado nuevos como quien encuentra
promesas. Por si algo me faltara, un perro cuyos ojos declaman a
Quevedo, me sigue como si fuera yo su amante, mientras camino por
el parque en las mañanas. Además, todavía me
perturban los chocolates y los hombres guapos, todavía me
encandilan las playas y las novelas, la poesía y las
tardes de cine, la buena conversación y el silencio de un
abrazo, la ópera, Mozart, una guitarra, un bolero, dos
aspirinas, todo el mes de diciembre.

¿Qué más puedo pedir? ¿Una
casa frente al mar, un mes mirando los volcanes, Antonio Banderas
en el papel de un personaje inventado por mí alguna
mañana, dos semanas de vacaciones, una casa en el cielo,
la luna a cucharadas? O mucho más ambicioso: ¿la
hoguera del enamoramiento nueva siempre como el primer instante,
mis muertos vivos en un mundo que no sea el de los sueños,
la eternidad como un hermoso invento en el que soy capaz de
creer? Ya sería demasiado pedir. No ambiciono ser
más rica de lo que ya soy.

¿Quién
sueña?

¿En qué siglo fue que la condesa
Sanseverina soñó con los amores del implacable
Fabrizio? ¿Y en qué momento Henri Beyle se
soñó el Stendhal que soñó a la
desaforada condesa? ¿Cómo fue el milenio en que
Cleopatra soñaba con el poder y los brazos de Marco
Antonio? ¿En el principio de qué tiempos se
atrevió Magdalena a soñar con un hombre que se
soñaba Dios?

No ha habido una época que no respire un aire
propicio a los sueños. Así como toda época
ha sido denunciada por buena parte de quienes la viven como la
peor de todas, como la menos propicia para los sueños y la
felicidad, así es como en toda época hubo quienes
se empeñaron en soñar tiempos mejores, en forjar
las alegrías de su tiempo con lo mejor de sus
sueños.

Soñar siempre parece ligero y frívolo.
Más aún soñar despiertos. Sin embargo, son
nuestros sueños la tela con que tejemos nuestra
certidumbre de que vale la pena entregarse a el mundo en que
vivimos como se entregan a nosotros los sueños,
dándonos de golpe lo que Rubem Fonseca describió
como grandes emociones y pensamientos imperfectos. Emociones
entre más grandes menos asibles, pensamientos entre
más imperfectos menos abandonados.

Los sueños, en todos los siglos, han sido
consuelo y solaz de quien se atreve a entregarse a ellos. Supongo
que también de ahí viene el éxito del
fascinante Don Quijote, soñador soñado hace siglos
por el lujo de novelista cuyas palabras se han vuelto
sueño nuestro. Y de ahí la razón por la cual
Sancho acaba pareciéndonos el hermano de la mitad del alma
con la que despertamos para reírnos de los atrevimientos y
desvaríos de nuestros sueños.

Conozco a una escribiente que nació en la misma
fecha que Cervantes. Inhibida al saberlo, ha querido abandonar el
sueño de hacer literatura, y sólo a veces acepta
que siempre que abandona tal sueño la abandonan de golpe
todos los demás. Entonces decide soñar que
nació en cualquier otra fecha y que sólo tiene con
Cervantes la obligación de honrar su genio y concederle a
diario la gloria que él se ganó
soñando.

No siempre alcanzamos alegrías cuando
soñamos dormidos, los que soñamos, no los que hacen
planes, no los que ofrecen proyectos, sino los simples
soñadores. A veces, los sueños al dormir nos
atormentan y otras parecen inasibles y sin sentido, gratuitos y
vanos. Sin embargo, también hay quienes han reconocido el
salto de la felicidad mientras duermen. Mi madre, que casi nunca
recuerda sus sueños, y cree que no sueña como algo
cotidiano, aunque ya la ciencia le haya dicho que todos
soñamos, sólo que algunos recuerdan más que
otros, tiene un único sueño recurrente, que es como
una bendición. Sueña que ve a su marido vivo y lo
abraza dichosa, celebrando que no haya muerto, que todo haya sido
la mala jugada de un destino falso que queda en otra parte, en un
lugar que no es la vida real sino un mal sueño. Consigue
entonces una felicidad llana como la de los cuentos y goza de
ella unos instantes parecidos a la eternidad. Luego despierta y
resulta que su marido murió hace muchos años y que
sus hijos han tomado cada uno la vida de la mano y se han ido por
ella. Entonces acuna su sueño de las noches y recuerda los
brazos que ahí la ciñeron y sale a cuidar
árboles y a cultivar sueños vivos. Se hace cargo de
un parque, guisa para los nietos, ambiciona que en su país
haya justicia y cree que olvida el sueño que, de todos
modos, palpita siempre en su entrecejo.

Cuando uno duerme, sus sueños son privados y
personalísimos, cuando soñamos despiertos
compartimos nuestra fiebre con otros. Así es como hemos
imaginado mil veces un país diferente, como hemos
acompañado a otros en sus guerras y en su derrota, como
somos capaces de recordar los delirios que no nos pertenecieron.
La literatura, y el cine, que es un forma de literatura, nos han
acompañado a soñar despiertos tantas veces que no
es extraño encontrarnos con ellos mientras dormimos y
confundir el sueño de la noche con el de cualquier tarde.
Yo he soñado que vivo en África, que conozco la
granja de Karen Blixen y vuelo con ella entre los flamingos, que
en español se llaman flamencos, que flotan sobre un lago
de plata. Le doy la mano al más audaz de los amantes y con
ese sólo gesto nos entendemos mejor que nunca. He
soñado como soñó Meryl Streep que era la
baronesa Blixen, como Sidney Pollack soñó que los
destinos de la baronesa y su amante podían caber en el
celuloide que él usó para filmar a Meryl Streep y a
Robert Redford amándose como si de verdad.

Soñamos en las tardes de sábado con cuanto
sueño de otros quiera ponerse frente a nuestros ojos
ávidos de la ajena imaginaria, y en las del
miércoles soñamos con ir al cine, como fuimos el
sábado. Soñamos en mitad de una noche insomne que
Buenos Aires es nuestro como lo fue de Borges. Que entonces
caminamos bajo un cielo acerado, mirando la ciudad "quieta y
resplandeciente como una dicha que la memoria elige".
Soñamos con el balcón de Fermina Daza en Cartagena,
y si un día vamos al jardín sobre el que
está suspendido, entendemos la tarde en que García
Márquez la soñó allí
cosiendo.

Cita Savater a Nietzsche que a su vez cita a Emerson
cuando dice: "Para el filósofo todas las cosas son
entrañables y sagradas, todos los eventos son
útiles, todos los días santos, todos los hombres
divinos" Creo que tal certeza es también propia de quien
sueña. Dormidos o despiertos, nuestros sueños
convierten todas las cosas, incluso las que nos asustan, en
entrañables y sagradas. Cualquier acontecimiento es un
milagro, cualquier día es santo, cualquier
aparición resulta divina.

¿Sueñan los perros, las jirafas, las
flores? ¿Sueñan el fondo de una laguna o las
crestas del mar? O será que soñar ha sido
privilegio sólo de quien sabe que sufre o necesita: de los
humanos. Porque sufrir y necesitar, como enamorarse o haber ido a
la luna, es sólo privilegio de humanos. Quizás
venga de ahí que a los humanos el preciso azar nos haya
concedido la gloria y el abismo de los sueños.
Soñemos pues, en este y en los futuros siglos. Hagamos
santa la memoria de una luz cayendo a trozos sobre el cuerpo de
otro, divina la extraña aparición de un monstruo
sentado entre la ramas del árbol que asusta nuestra
ventana en mitad de la noche, sagrada la sopa de almejas danzando
cerca de unas cebras en el restaurante italiano que irrumpe en
nuestros sueños cuando aparece Nueva York, milagrosa la
llave que buscamos desesperados por un jardín de helechos
sabiendo desde el principio del sueño que la escondimos
ayer bajo la tercera maceta de la izquierda, entrañable
cualquiera de las mil emociones que nos atraviesan, cada uno de
los imperfectos y escurridizos pensamientos que visitan todas
nuestras noches y cientos de nuestras mejores
mañanas.

El cielo de los
leones

¿Qué es primero, la seducción o el
deseo? Quizás van alternando sus hallazgos y
equívocos. ¿Tras cuánto tiempo de anhelar
algo, llega hasta nuestros ojos y nos rinde como una sorpresa? Ya
creemos olvidado un deseo, ya no lo acoge nuestra piel, desde
hace siglos que no cerca nuestra inteligencia, y vuelve un
día como un milagro, justo como si irrumpiera en el primer
momento en que lo deseamos. Extraña correspondencia la que
existe entre los deseos y la seducción.

Yo paso tardes enteras ambicionando la luna que abre un
río de luz sobre el mar frente a Cozumel, busco el modo de
hacer el viaje, de coincidir con la noche de luna llena para
dormirla bajo su embrujo, marco en la agenda la mañana en
que saldrá el avión y, a partir de ese momento,
aunque falte un mes, ya me interrumpe en las madrugadas el
afán.

Por fin llego al mar y a la puesta de sol, al pescado
frito, al aire húmedo y tibio de un regazo. En la noche me
tumbo a esperar que la luna vaya subiendo hasta que me duermo
quién sabe a qué horas. Medio despierto a veces y
la miro unos minutos, vuelvo a dormir bajo ella hasta el
amanecer. Todo sale de mí, el deseo y la seducción.
Yo he ido a buscarla, yo me rindo a su encanto, ella se queda
impávida, y cuando vuelva a flotar sobre el agua, dentro
de un mes, no extrañará mis ojos, ni mi delirio
contemplándola. ¿O sí?

Si los Santos Reyes no existen, si las noches iluminadas
esperándolos, si el vilo de los días previos a la
clandestina llegada de nuestros padres con los regalos, si todo
eso no fue producto sino del deseo de que fuera cierto, me
pregunto por qué la pura fecha me seduce y me rinde a su
recuerdo.

Tal vez nada sea más seductor que lo que
inventamos para que luego nos seduzca. ¿Deseamos una voz,
la palma de unas manos, la punta de unos dedos? ¿Desde
abajo hasta arriba deseamos unas piernas? ¿O es que todo
eso nos sedujo mucho antes de que imagináramos el deseo?
¿Qué será?

Yo no hubiera querido un chocolate si de ellos no
saliera ese olor a trópico y arrebato. Pero todo fue
probarlos, ¿y qué tarde no quiero un chocolate? A
cuántas pequeñas seducciones hay que negarse.
Ahí está una copa de vino blanco haciéndome
pensar en la risa entregada y fácil que me produce al
darle dos tragos. ¿Cuándo fue que me sedujo el vino
blanco? ¿Cuándo el pan, las aceitunas, el
azúcar? ¿Por qué incluso el encuentro con
esas seducciones tiene que controlarse?

A cada quien lo seduce un abismo distinto: yo
podría ir al cine mañana y tarde todos los
días, podría comer en desorden, todo lo que la edad
y las razones de mi cintura quieren prohibirme, querría
abrazar y abrasarme mil veces más de las que puedo. Yo me
dejo caer en los recuerdos, me persuaden durante horas a la hora
menos indicada.

De todos los pecados que condena la Biblia, el primero
es rendirse a la seducción. Yo lo cometo a diario, no
sólo para contradecir las instrucciones bíblicas,
sino porque a veces cuesta vivir, y no hay como abandonarse a la
seducción para encontrar, cada jornada, los mil motivos
que tiene la vida para hacer que la veneremos. Todos los
días nos seduce algo nuevo. El color de la tarde, la luz
con que descubren el sexo los adolescentes de la casa, la
inteligencia con que descifran el mundo, la falda nueva que se
puso ella, la viejísima playera que volvió a
ponerse él. Cualquier mañana puede una carta
convertirnos en jóvenes, cautivar nuestra índole
hasta hacernos creer que la piel de los veinte años se
recupera invocándola. Y ¿cómo negarse a
semejante seducción? ¿Para obedecer cuál
lógica? ¿Para encontrar cuál consuelo?
¿El que se cifra en el entendimiento? Sabe uno bien que se
hace de noche, crecen los adolescentes, deja de haber cartas,
tenemos la piel que cruza por nuestros años. Sin embargo,
qué maravilla cada momento frente a la seducción
del momento. Eva estuvo para lamentarlo, nunca uno de nosotros.
Nunca quienes no quieren ahogarse en este tan renombrado valle de
lágrimas.

Contra cada lágrima el buen conjuro de un deseo,
para cada instante en que se nos agoten los deseos, el alivio y
la insensatez de una seducción. A ratos, movidos por la
cordura y las leyes, tendemos a acusarnos de fáciles, de
excedidos, de tontos: nunca debí enredarme con las nubes,
nunca cantar en público como bajo la regadera, nunca subir
de golpe estos tres kilos, nunca irme a Venecia con la
imaginación, nunca dormir en el piso ¿qué?
del edificio ¿qué?, ¿en qué ciudad?
Nunca creer en los hábitos de la locura. Nunca desafiar la
sensata palabra de la sensatez.

No hay nunca que valga, y como decía tía
Luisa, cielo hay para todos, hasta para los leones debe haber un
cielo. Por eso nos atrapa la seducción. Porque,
¿qué es la bendita seducción, sino el
sueño de que hay tal cosa como el cielo?

La ley del
desencanto

Una semana después de que la nieve cayó
hasta las faldas de los volcanes, cubriendo las llanuras que los
rodean cerca de la ciudad de México, la primavera
irrumpió con su escándalo de pájaros desde
la madrugada, cielos clarísimos, estrellas tempraneras y
una luna inmensa como nuestro deseo de que la vida fuera siempre
así.

La primera de esas tardes, me fui a caminar con la
puesta del sol a mis espaldas, colándose entre los
edificios más altos, tiñéndolos de naranja y
lila como si algo quisiera decirles.

Camino en el único territorio que esta ciudad me
presta para mirar el horizonte. Un horizonte corto, interrumpido
por los tres hoteles que de lejos parecen custodiar el hechizo de
una gran bandera. El único horizonte cercano y por eso el
más entrañable que he podido encontrar en esta
ciudad.

El segundo lago de Chapultepec cobija en estos
días jacarandas como incendios de flores, patos que nadan
exhibiendo tras ellos la hilera de sus hijos, peces cada vez
más grandes que a ratos sacan sus bocas abriendo en el
agua pequeñas lentejuelas. Cobija también una gran
fuente cuyo chorro no se cansa de intentar el cielo y, los fines
de semana, cobija cientos de familias presas de la misma
nostalgia de campo que a tantísimos nos perturba en estas
épocas. Una nostalgia que se alarga en el día y que
deja hasta el anochecer a los más entusiastas bobeando
frente a sus hijos en triciclo, llamando a gritos a sus perros
enfebrecidos por amores inútiles, caminando despacio entre
los árboles, comprando baratijas en los puestos cada vez
más feos que crecen cada semana, tirando basura sin tregua
en botes que nunca alcanzan, persiguiéndose en patines o
mejor que nada: besándose hasta imaginar el
absoluto.

Así, besándose, vi esa tarde a una
muchacha febril, prendida del abrazo de un hombre joven,
temblando. Y entonces, sin más, como sin más se
recuerda, evoqué a Márgara. Tenía la misma
piel morena y el mismo rubor encendiéndole las mejillas y
una chispa parecida en los ojos oscuros.

Márgara llegó a trabajar a la casa en que
mi madre crecía cinco hijos menores de ocho de
años, cuando yo tenía siete y medio. Ella apenas
había cumplido los dieciséis, ahora sé que
también era una niña, pero entonces la vi fuerte y
grande como no imaginé que yo podría ser en ocho
años más.

Venía de un pueblo llamado Quecholac, a unas dos
horas por carretera. Era hija de la mezcla radiante que
habían hecho un mexicano de purísima cepa
náhuatl y una mexicana nieta de alguno de los soldados que
llegaron con Maximiliano y que tras la derrota se quedaron a
ganar un cobijo entre los brazos de un deseo mas cercano que
Francia.

Márgara tenía la nariz respingada de una
bretona, la boca grande y la dentadura eterna de quienes han
comido maíz por generaciones. Yo la veía distinta y
preciosa. Era además inteligente y ávida.
Aprendió a guisar en poco tiempo y era rapidísima
para levantar un desorden, barrer un tiradero, lavar el patio,
tender las camas. Se volvió de la familia, y como de la
familia la quise, aunque sólo de lejos la pude
acompañar en sus dichas y, peor aún, en la
única desdicha que fue incapaz de ocultar.

Por ahí de los dieciocho, se enamoró de
Juan. Un hombre de piel de aceituna y ojos furtivos que sin
embargo sabía mirarla como si la rehiciera. Juan pasaba
por ella todas las tardes y la acompañaba a comprar unos
panes para la cena. Volvían después de un rato de
pasear por el parque frente a la panadería, y si mi madre
no estaba en la casa, se quedaban en la calle, cerca de la
puerta, recargados en un árbol, besándose como si
hubieran encontrado el absoluto.

Poquito antes de que la autoridad volviera,
Márgara entraba como una gloria, cantando a veces, otras
sonriendo para sí, caminando igual que si volara, llena de
una inspiración que las monjas de mi escuela hubieran
creído propia del Espíritu Santo.

Así estuvo unos tres años. Noviando con
Juan todas las tardes y todos los domingos de cielo intenso o de
horizontes nublados. Juan era todo y todos. Era los luceros de su
presente y el único futuro con luceros que hubiera querido
imaginar. Ella iba por la vida con él entre los ojos y
nada le pesaba y ningún trabajo le aburría.
Dueña de todas estas luces, Márgara era para
mí la representación más plena de la
sencilla y ardua felicidad.

Hasta que una noche, en vez de entrar cantando o en
vuelo sobre sus talones o con la sonrisa como una bandera,
entró hecha un vendaval de lágrimas. Nadie se
atrevió a preguntarle qué había pasado. Su
llanto parecía parte de un ritual inexorable y tan
íntimo que intentar calmarlo hubiera sido un
sacrilegio.

La dejamos llorar varios días. Desde el amanecer
y hasta la noche. Una semana detrás de la otra hasta que
estuvo perfectamente claro que Juan no pensaba volver y que todo
aquel llanto era por eso.

"Me quería llevar nomás así -dijo
por fin Márgara una mañana-. Sin casamiento, sin
iglesia, sin ley y sin nada. Nomás así."

Mi madre dijo y pensó que Márgara
había hecho bien en no aceptar. Tras ella, a todo el mundo
le pareció correcto y encomiable el valor con que
Márgara se había negado a irse con Juan
"nomás así". Enamorada desde los pies hasta la
frente clara, desde el delantal hasta las trenzas brillantes y
los labios incendiados, no quiso irse con él. Sujeto su
corazón y sus deseos a la ciega obediencia de unas leyes
cuyo respeto le hubiera parecido la prueba más palpable
(¿la única prueba?) de que tanto abrazarla y tan
intenso besarla quería decir que sólo a ella
quería Juan y sólo en ella pensaba mirarse el resto
de la vida.

No quiso irse con él, se sintió
traicionada cuando lo oyó decir que no se casarían,
que con arrejuntarse estaba bien, que con qué dinero tanta
fiesta, que para qué un jolgorio entre ellos que no fuera
la prolongación de ese que ya traían de tanto
tiempo.

Nada jamás le devolvió a Márgara ni
el aire ni las luces con que había ido por la vida. Se
volvió ensimismada y brusca. Trabajaba con la misma
eficacia, pero sin entusiasmo. Iba al pan como autómata.
Una tarde, mi hermano menor se le escapó ya desvestido
frente a la tina en que lo bañaría y corrió
huyendo del agua y quizás de la pena que la embargaba.
Cuando ella volvió en sí alcanzó la desnudez
del niño en mitad de la calle, para escándalo y
comidilla del vecindario. Márgara ya no era
Márgara, por más que se empeñó en
disimularlo, en no mentar a Juan ni para maldecirlo, en
reírse más fuerte que nunca, en cantar alto
"Diciembre me gustó pa'que te vayas", cada vez que una
Navidad se cerraba de nuevo sobre su desesperanza.

Todavía años después, recuerdo que
una tarde volví a verla llorar mientras trapeaba la
cocina.

Pasó el tiempo. Yo cumplí los
dieciséis que ella tenía cuando llegó, y
cumplí dos más, y cuando yo tenía dieciocho
y ella casi veintisiete, al volver de una de aquellas tardes que
mi amiga de siempre y yo gastábamos soñando con
encontrar un alma como la nuestra, la vi dentro de un taxi
estacionado a unas dos cuadras de mi casa, besándose como
un remolino con un hombre que yo encontré gordo, viejo y
feo.

Márgara la del recuerdo incólume,
besándose con un espanto de señor, cuyo
único mérito era tener un taxi. Márgara
entrando a las diez de la noche retobona y escurridiza.
Márgara entre enojada y desafiante yéndose de
buenas a primeras, así sin más, con un hombre que
encima de feo resultó casado. ¿Quién me lo
iba a decir? Y todo eso regida por la única ley que
acató tras perder a Juan. La más cruel, endemoniada
y duradera de las leyes: la ley del desencanto.

No he podido nunca recordarla sin un dejo de tristeza y
agradecimiento. Pensando en la sonrisa que se dejó una
noche entre el árbol y la puerta de mi casa, me hice de la
certeza, quizás tardía, pero crucial, de que hay
que irse nomás así, desde la primera vez y siempre
que la vida nos lo proponga. Porque no hay ley, ni mandamiento
que valga el abandono de un deseo como aquel.

Una pasión
asombrada

Cuando conocí a Edith Wharton, supe que
había encontrado una amiga de índole intensa y
vocación insaciable, como es insaciable el afán de
absoluto. Por eso me alegró tanto conocerla. A Edith
Wharton me la presentó, con su generosidad de siempre,
Antonio Hass.

Yo no la conocía antes de mil novecientos ochenta
y seis. Mi descubrimiento de la más reciente escritura en
español me entretuvo buena parte de la primera juventud.
Pero esto último no debería decirlo ahora si quiero
aprender alguna vez a seguir uno de los muchos buenos consejos
que he recibido de Edith Wharton: uno puede hacer en la vida lo
que quiera, siempre y cuando no intente justificarlo. Entonces
diré sólo que lamento haber tardado en conocer a
esta amiga cercanísima a pesar de que nació en el
remoto mil ochocientos sesenta y dos, en Nueva York, y
murió en mil novecientos treinta y ocho, doce años
antes de que yo naciera.

Nunca pude abrazarla y, sin embargo, ella me abraza a
cada tanto. A veces de repente, en mitad de una calle cualquiera,
mientras ando perdida entre las casas del viejo Nueva York o me
entretengo mirando cómo se mueven las dóciles hojas
de un árbol que señorea en Central Park, como
debió señorear la abuela Mingott en su inmensa y
extravagante mansión en mitad del ningún lado que
era entonces aquel rumbo. Edith Wharton también me abraza
cuando se lo pido. Y se lo pido con frecuencia. Siempre que
enfrento de cerca o de lejos la pesadumbre de un amor imposible,
la terquedad de unas costumbres aún necias, mi urgencia de
ironizar al verlas, la esperanza y la curiosidad por un mundo que
siempre nos da sorpresas y mil veces nos deslumbra con lo
inesperado.

Amores imposibles. Los de Edith Wharton: todos. El de
Ethan Frome por la mujer encendida y jubilosa que irrumpió
en su vivir de tedio, el de Charity Royal por un hombre elegante
y olvidadizo que representaba y le dio por unos meses, para luego
quitárselo de pronto, todo lo que ella no podría
tener y todo lo que le hubiera gustado ser, el de Susana Lansing
por un sueño, el de la hermosa y ávida joven que
vivió su primera vida en La casa de los mirtos, en medio
de unas parientes al final idiotas y crueles como era previsible
que lo fueran, y murió ambicionando que el mundo resultara
menos estrecho y que ella pudiera ser más apta, libre y
rica o menos equívoca y más valiente de lo que pudo
ser. No se diga la pasión entre el conservador y
trémulo Newland Archer y el aplomo, la belleza, la
inteligencia estremecida y bravía de Ellen, la condesa
Olenska, para su casi perfecta desdicha.

Siempre los personajes principales de la Wharton aman el
mundo y sus delicias, a veces por encima y a veces en contra de
sí mismos. Son siempre desolados y admirables en su
infinita ambición de absoluto. No sólo los de sus
novelas sino también los de sus cuentos, los de la
preciosa colección guardada en Historias de Nueva York, un
libro que perdí en un viaje y cuyo recuerdo, incluso por
eso, resulta mágico y revelador. Y no sólo los
personajes de sus novelas o los de sus cuentos están
cautivos de un amor imposible y liberados por una ambición
de absoluto que cultivan en su gusto por la vida, ella misma y su
relación con Morton Fullerton, el hombre a quien
conoció una tarde en París, y que la hizo escribir
en su diario íntimo, una mañana de mayo, a los
cuarenta y seis años: "¡Es el amanecer!" Ella, que
era una dama discreta, que se había hecho al ánimo
de que su vida emocional fuera como un letargo, acostumbrada
desde siempre a solucionar con la cabeza los problemas del
corazón, vino a descubrir, así de tarde, aunque
nunca sea tarde, el azaroso amor, el peso, las alegrías y
la pena de quien encuentra como un tesoro que no existía
sino en los cuentos, una pasión, un lujo interior que
deberá esconder.

Sus mejores personajes nacen entonces, los personajes
con quienes uno se identifica desde el principio porque de un
modo muy claro ella los ama y privilegia, porque contó una
historia para darles vida. Sus mejores personajes aman y buscan,
de distintos modos, lo mismo: "una sola hora que baste para
irradiar una existencia entera". Por eso sufren siempre. Algunos
temen y huyen, otros enfrentan su deseo con un valor al parecer
inusitado y sin embargo presente desde la primera vez que
irrumpen entre las páginas del libro que motivan. Porque
siempre hay detrás de un libro de la Wharton el valor de
su personaje más entrañable.

Aun cuando los derrota la hostilidad del medio en que
viven, incluso a pesar de la tragedia, en sus personajes
más queridos siempre hay un profundo sentido de lo
ético y de la lealtad a sí mismos. Eso,
según sé, es lo que movió a Martin Scorsese
a desafiar su talento dirigiendo, como nadie, una película
basada en los entresijos de La edad de la
inocencia.

Hay quienes han calificado a Edith Wharton de
conservadora, para condenarla, por supuesto. Yo creo que es una
mujer que describió a su mundo con lo mejor y lo peor que
cabía en él, que supo criticarlo, satirizarlo con
maestría y crear personajes no sólo creíbles
sino inolvidables, con una fidelidad y un ímpetu propio
sólo de quienes lo habían padecido y enfrentado con
audacia.

Ella fue desde muy niña una lectora insaciable. Y
en cuanto empezó a escribir, no sólo una escritora
cuyo gusto por las palabras la hacía decir cosas
inteligentes y bellas, sino una profesional disciplinada, prolija
y ávida hasta el fin de sus días.

Lo que no era Edith Wharton, a pesar incluso de la pena
que podía dejar en sus personajes, es un ser triste,
derrotado, falto de curiosidad y de imaginación. Todo lo
contrario: era una mujer vehemente, aunque educada en la
contención y los buenos modales, irrevocablemente marcada
por tal educación, pero capaz de ironizar sobre la
frivolidad o la mentira innata que rigió el mundo en que
vivía.

Era una viajera más audaz que quienes ahora toman
uno y otro avión en los aeropuertos de los Estados Unidos.
Casada con un hombre al que la unía, escrito por ella, "su
buen humor, su gusto por los viajes y los perros",
empeñó alguna vez el dinero de su anualidad de
rica, para gastarlo en seis meses comprando un velero en el que
recorrer las islas griegas, ya que ahí no iba nadie en
esos años más que en su propio velero y corriendo
sus propios riesgos, que no fueron pocos.

En alguna parte de Una mirada atrás, su
último libro de memorias, escribió:

El hábito es necesario, es el hábito
de tener hábitos, de convertir una vereda en camino
trillado, lo que una debe combatir incesantemente si quiere
continuar viva. Pese a la enfermedad, a despecho incluso del
enemigo principal que es la pena, uno puede continuar viva mucho
más allá de la fecha habitual de
devastación, si no le teme al cambio, si su curiosidad
intelectual es insaciable, si se interesa por las grandes cosas y
es feliz, con las pequeñas.

Gran escritora Edith Wharton, capaz como el mejor de
crear tensión en cualquier diálogo de sólo
unas palabras. Compañía generosa. Hay en mí
ratos de silencio memorables gracias a sus libros, a sus cartas,
a su descripción del tiempo como un ensueño capaz
de convertir el letargo en pasiones, Además de ingeniosa,
rápida, ligera, en el sentido en que lo propone Italo
Calvino, Edith Wharton resulta brillante en todos los sentidos.
Es de verdad un placer haberla conocido, tener el privilegio de
quererla y tratarla con frecuencia. Aun ahora, casi setenta
años después de que ella escribió en el
principio de sus memorias, a sus setenta años: "La vejez
no existe, sólo existe la pena".

Nueva York con
luciérnagas

No soy de los que vieron Nueva York en el cine y la
ambicionaron enamorados desde entonces. Soy, peor aún, de
quienes le temieron al principio, de quienes por primera vez la
pisaron con reticencia, negándose a la entrega, de quienes
poco a poco, pero para siempre, cayeron en el abismo de sus
encantos, enamorándose del lugar con una mezcla de fervor
adolescente y deliberada pasión adulta. Fue hasta esta
última vez, tras visitarla por días y vivirla
semanas durante muchos años, que de verdad la dejé
entrar avasallante y bellísima, tenue al amanecer,
embriagadora por las tardes y hasta que la noche llegaba desde el
Atlántico, abrazándola a pesar de cuanto se
defiende con millones de luces y ruidos y almas apresuradas
cubriéndole el corazón que tiene tibio como si
anduviera siempre en amores.

Esta vez, al principio de abril, con la primavera
incipiente cruzada de lloviznas, con el cielo nublándose
hasta impedirnos la luna, con un frío de diciembre
mexicano, consiguió rendirme a la veneración de sus
luciérnagas y hacer que de repente no sólo esos
días, sino muchos otros de los que la viví
creyéndome a salvo de sus encantos, se volvieran
significativos y tomaran mi ánimo con el hechizo de su
aparente indiferencia, de su vocación de anonimato, de su
mentiroso litigio con la idea de que cada persona es irrepetible,
porque como pocos lugares respeta la certeza de que cada persona
es única y por lo mismo irrepetible, original,
preciosa.

Sólo estuve cuatro días. Por supuesto que
no me dio tiempo de visitar otra vez todo el Museo Metropolitano,
ni todo el de arte moderno, ni siquiera completo el Gugenheim. No
encontré boletos para oír a Plácido Domingo
por más que iba instalada en el derroche y los hubiera
comprado sin pudor en la reventa, si en la reventa hubiera
habido. No caminé Central Park todos los días, ni
me compré un vestido excepcional, ni crucé con
ardor diez veces por Rockefeller Center, ni vi un musical cada
noche, ni comí tres veces en el Gino's, la comida italiana
más deliciosa que haya pasado por mi boca, ni
encontré a Tomás Eloy Martínez para darle el
abrazo que le debo, ni vi a Thomas Colchie, mi agente, para
reírme con su convicción de que un día
venderemos en "América"; diez veces más de lo que
vendemos en América, ni alcancé a ir de compras o
siquiera pasear tres horas por la Quinta Avenida para afinarme el
gusto entrando a una tienda más sofisticada que el Banana
Republic de la calle Lexington. Pero hice un poco de todo eso, y
no sé cómo se mezclaría una cosa y la otra
en el fondo de mi ánimo que recuperé de golpe el
aroma de otras visitas y vi a través de la luz de esta
última mezcla, cosas que no había visto en lo que
vi antes. Quizás porque otras veces me
empeñé en hacerlo todo y esta vez me dejé
estar como quien busca un diamante sabiendo que ése no se
busca, se encuentra. Además conversé horas y horas
con mi amiga Lola Lozano que iba de ángel guardián
preguntándose de qué me guardaba y con Julie Grau
mi editora y amiga, otra que está segura de que un
año cualquiera no sólo Nueva York, sino la inmensa
y multimillonaria mujer dueña del programa de tele cuya
recomendación vende libros como cafiaspirinas,
leerán mis escritos con la generosa devoción con
que ella los leyó sin haberme visto la cara, oído
el nombre o conocido la risa que tan bien encontramos al
encontrarnos.

Y caminé todas las calles y me rendí a
todos los sueños que la ciudad quiso prestarme. Por unos
días tuve el cuerpo convencido de que no hay edad
más altanera, dichosa y resistente que los cincuenta
años. No me dolieron los pies, ni la cabeza, ni el
estómago, ni la espalda, ni el alma. Estuve cuarenta
minutos detenida frente al gesto indeleble de la planchadora que
pintó Picasso, bailé una tarde bajo la lluvia en la
calle 25, esperando un taxi que no iba a llegar nunca y dejando
que Lola se afligiera por las dos, en un ensayo inconsciente de
lo que sufriría más tarde, también por las
dos y sin que yo pudiera remediarlo, ni ir bendiciéndola
por estar cerca como lo estuvo.

En las mañanas nunca me dio malestares la copa de
las cenas, ni tuve miedo a que me robaran la bolsa, pánico
a perderme entre el Village y el Metro, horror a encontrarme dos
japoneses tomándose fotos en el lobby del Waldorf con la
misma inocencia con que quisiera tomármelas yo, si no
cargara con las dosis de fobia al ridículo que me han
echado encima entre mi hermana Verónica y mis dos hijos.
Fotos en la escalera que aún suena a la música de
Cole Porter. Podría llevarme una y ponerla en mi estudio,
pero esa pena ajena sí que no puedo provocárselas a
mis vástagos. Así que sólo de eso me
privé en esta visita. Pero de nada más. Ni siquiera
de invocar a Corleone caminando por la vieja ciudad, menos
aún de bendecir a la condesa Olenska por haberse atrevido
a ser distinta en una ciudad que terminó siendo como ella
la hubiera soñado: libre y beligerante.

Seguro porque me cayó encima tanta emoción
inesperada, me llevé al aeropuerto una tal cantidad de
energía sobrante que de pronto, sin más aviso que
el sonido de la música tenue y rara que precede mi
epilepsia, me perdí en una crisis. Y no en una cualquiera,
de esas que muy de vez en cuando repican en mi cuerpo como el
recuerdo de que ahí hubo un acantilado que turbó mi
adolescencia y afligió a mis padres como si de verdad
existiera el diablo, sino en una intensa, larga y aguerrida serie
de crisis de energía en desorden por las cuales nunca
acabaré de resarcir a la inerme, asustadísima y al
fin de cuentas valiente Lola que fue conmigo a dar a un hospital
de tercera en el Queens, del cual tengo y quiero tener muy escasa
memoria.

Dicen las estadísticas que el dos por ciento de
la población tiene epilepsia. No sé qué
tanto sabrán las estadísticas, pero eso
haría que sólo en México, yo esté
acompañada en semejante despropósito por dos
millones de personas. Sin embargo, tener epilepsia sería
estar horriblemente sola, si no fuera por quienes a nuestro
alrededor no la tienen y nos acompañan a llevarla y la
miran sin hacernos sentir que les pesamos, que algo de
maldición tenemos, que algo en alguna parte hicimos
mal.

No me gusta hablar de esto, no me gusta cargarlo ni
quejarme porque lo cargo, no me gusta ni siquiera pensarlo. Por
eso voy a Nueva York y a donde tenga que ir, y volveré
aunque lo haga caminando por el borde de un acantilado. Tuve la
fortuna de nacer en el siglo veinte, de que hace muchos
años existan la química y las medicinas, de estar
casi siempre a salvo y de tener cerca la índole ardiente y
generosa de quienes me acompañan cuando no lo
estoy.

Fiel, pero
importuna

"Ésa es una enfermedad de genios", me dijo hace
mucho uno de los escasos pero intensos amores imposibles y al
mismo tiempo entrañables con los que he dado en la vida.
Tenía casi sesenta años más que yo.
Podía haber sido mi abuelo, o un padre tardío, si
yo hubiera salido de él. Pero fue mi amigo-amigo, como
pocos he tenido, y aún lo lloro de sólo recordarlo.
Desde sus ochenta y siete, aquel hombre siempre guapo, me dijo
eso de los genios para consolar la zozobra que me daba ir, cuando
joven, con un mal que a la fecha, es a mí, como mi
hermano, lo mismo que es a Miguel Hernández la pena:
"Siempre a su dueño fiel, pero importuna".

-¿De qué color tendría los ojos tu
epilepsia? -quiso saber este hermano.

-Grises -dije.

-¿Como los de quién?

-Como los de un diablo perdiéndose entre el
paraíso y el olvido.

-¿La muerte tendría sus ojos?

-Ojalá, porque sería una muerte casi
sorpresiva, pero me daría tiempo suficiente para dejarle
dicho al mundo y a quienes amo en él, cuánto los
echaré de menos cuando mi cuerpo se haya mezclado con las
raíces de un árbol casi azul de tan verde y
amarillo, o las de una buganvilia acariciada por aires que no
conoceré jamás.

-¿Da tiempo para decir algo?

-Muchas cosas. Más aún si uno supiera que
en vez de ir a perderse en un abismo, del cual hay un retorno
extenuante y una especie de vergüenza triste por haber
asustado a los otros con la electricidad que no pudimos contener
en nuestro cuerpo o sacar de un modo menos abrupto y perturbador,
uno pensara, como cuando la muerte avisa, que se está
diciendo adiós en esa despedida, sin más regreso
que las marcas que hayamos podido dejar en la memoria de los
demás.

-¿Da tiempo de ver algo, de oír
algo?

-Hay quien ve luces o fantasmas o sueños. Yo no.
Yo escucho ruidos como luciérnagas, oigo fantasmas que
acarician, siento una música que parece un sueño,
que podría ser el envío excepcional de un clarinete
imaginado por Mozart o tres acordes de Schubert o un trozo de la
voz inaudita de María Callas. Sería un
júbilo ese eco si no supiera yo el destino al que me
guía. Nunca he conseguido escucharlo y volver a tenerme
sin antes haber perdido la conciencia por un tiempo que no
sé ni siquiera cuánto puede durar. De ahí
que le tema tanto como me agrada. Por eso siempre
preferiré escuchar a Mozart con la Filarmónica de
Budapest, a Schubert cantado por María Callas y a
María Callas cantando lo que haya querido. Pero esa
música viene de adentro y es como es y no como uno quiere.
Sin embargo, es hermosa. Aseguro que si otros pudieran
oírla, dirían que es hermosa y hasta algo de
compositor se creería que hay en un vericueto de mi
cerebro, en las ligas que hacen y dejan de hacer las neuronas
encargadas de probarme que nadie manda sobre su cabeza. Menos
aún, sobre su corazón.

-Escríbele un poema.

-No sabría cómo. Mirarla puede ser un
poema atroz. Para decirla habría que ser Jaime Sabines. Yo
la siento. Y sólo sé que llegaría a gustarme
si un poema de Sabines fuera. Pero no fue un poema. Puede ser un
temor, pero también un desafío. Yo he querido verla
como un desafío. Así supieron verla quienes me
crecieron y quienes han ido viéndola conmigo. Así
me ayudaron a buscarme la vida en lugar de temer sus
desvaríos.

Cuando murió mi padre, en el naufragio de su
escritorio encontré unos papeles que por primera vez le
pusieron un nombre a lo que siempre se llamó vagamente
"desmayo". Tal nombre aprendí a decirlo con la certeza que
en las noches oscuras nos dice despacio: habrá de
amanecer. Haría entonces unos cinco años que
habían empezado los "desmayos" y yo no les temía,
porque simplemente no sabía lo que eran. Sí me
daban tristeza, pero luego aprendí que tristeza dan aunque
uno sepa que otros los llaman epilepsia. Y eso es parte del juego
todo. Del extraño juego que es vivirla como una
dádiva inevitable.

Cuando encontré los papeles, me había
mudado a vivir a la ciudad de México. Aún no era el
monstruo en que muchos dicen que se ha convertido, pero ya se
veía como un monstruo. A mí me apasionaba por eso.
Por que uno podía perderse en sus entrañas,
recuperarse en sus escondrijos, cantar por sus travesías
inhóspitas, dejarse ir entre la gente que caminaba de
prisa por calles con nombres tan magníficos como
"Niño Perdido"

No se me ocurrió mejor cosa que irme a buscar a
los epilépticos al Hospital General. Los encontré.
Me asustaron. Muchos eran ya enfermos terminales y tenían
crisis cada cinco minutos. Eran, de seguro, personas que fueron
abandonadas desde la infancia a su mal como a una cosa del
demonio. Se hacía por ellos lo que era posible, que era
poco. Cuando le vi la cara al nombre, tuve más reticencias
que terror. De cualquier modo, en muchos meses no volví a
subirme a un Insurgentes-Bellas Artes sin un tubo de
"Salvavidas". Esos caramelos de colores, que no sé si
aún existan pero que me ayudaban a iniciar
conversación con mis vecinos de banca para decirles que
podría pasarme algo raro, que luego describía tan
de espantar como lo vi, pidiéndoles después que no
se asustaran, que yo vivía donde vivía y me llamaba
como me habían nombrado. Lo único que
conseguí entonces fue asustarlos sin que pasara nada
nunca.

Luego corrió el tiempo generoso y lleno de un
caudal distinto, de amores nobles, delirantes o devastadores, de
pasiones nuevas como la vida misma y, en menos de un año,
volví a perder hasta la precaución, ya no se diga
los temores. Más tarde encontré, para mi paz, un
médico que no sólo conoce los devaneos del demonio
con ojos grises, sino que me ha enseñado a olvidarlos de
tal modo que no acostumbro hablar de ellos, que duermo menos de
lo que debería y a veces hasta gozo el desorden de unas
burbujas como si pudiera ser siempre mío.

¿Qué otros nombres le pondría,
qué tipo de conocimientos, de intimidad, de
frustración, de dicha, incluso, me ha dado?

-Eso -dije a mi hermano-, te lo cuento otra tarde.
Daría para un libro, pero tantas cosas nos pasan, que este
ángel fiel prefiero guardarlo en mi muy personal
biblioteca de asuntos inoportunos para leer a solas.

La intimidad
expuesta

Tal vez de todos los ires y venires que el
vértigo del siglo veinte dejó correr sobre la
intimidad, exponerla, sacarla de la poesía y las novelas a
las revistas y al cine, de los confesionarios a las plazas haya
sido el más drástico. Y la expuso no sólo
por el indeleble placer de mostrarla, sino por el generoso
afán de generalizar algunos privilegios. El placer y las
audacias, entre otros.

Desde siempre hubo seres cuya privilegiada lucidez les
permitió hurgar en lo más interesante de nuestros
recovecos. Quizás nada muy nuevo nos haya tocado descubrir
sobre la intimidad. Sin embargo, nos ha tocado nombrarla,
enseñarla, y al hacerlo, trastocarla sin retorno ni
remedio. No se descubrió el orgasmo femenino en los
últimos tiempos, pero sí dejó de pensarse
que quienes se perdían en él eran unas perdidas.
Nombre que se daba a las putas, que eran algunas de las mujeres
más encontradas con las que hombre alguno pudiera dar.
Sí que debió ser arduo andar por la vida de mujer
cuando hacerlo era no mostrar, callarse, aceptar. Pero
también debió resultar una calamidad ser de los
hombres que convivían con tales mujeres.

Pero quién diría que ahora mismo puede ser
fácil ir por la vida de hombre, o de mujer, creyendo que
la intimidad y sus glorias privilegian a quienes la consiguen y
animan. Quienes le conceden importancia a la intimidad y no
sólo la consienten, sino la procuran como lo mejor de
sí mismos, no siempre la pasan bien. Sin embargo, evitar
la intimidad, prohibirla, castigarla, inhibirla, monogamizarla,
debe ser mucho más arduo. Si un libro me gustaría
saber contar, es uno que sólo eso contara.
¡Cuántas cosas en una! La intimidad permisiva como
afán y descubrimiento, como lujo, derrota y
júbilo.

Mi familia materna tenía el buen hábito de
hablarlo todo. Hasta el desafuero y la necedad, las cosas que le
pasaban a uno les pasaban a todos. Así que, cuando por
ahí de los años setenta, algunos dimos con la
intangible palabra orgasmo, la llevamos a la mesa de las
conversaciones como quien lleva un chocolate.

Mientras transcurría la conversación de
los nietos, nuestra abuela paralítica, y aún
dueña de un entusiasmo pueril, dibujaba flores en un
cartoncito, como si no escuchara. Al cabo de un rato,
levantó la cabeza que era como un milagro de facciones
pequeñas señoreadas por el lujo de unos ojos
turquesa, y le preguntó a nuestro abuelo:

-Sergio, ¿qué es un orgasmo?

-Un orgasmo, mi querida María Luisa -dijo el
abuelo-, es un órgano alemán que tocaban los
protestantes.

A la fecha nos reímos al recordarlo. Sin embargo,
¿supo la abuela lo que era un orgasmo? Yo creo que
sí. Aunque no supiera nombrarlo, ni le importara, la
oí muchas veces hablar de su enamoramiento primero, del
modo en que mi abuelo se había puesto los guantes al
despedirse una tarde, de cómo recorrieron en motocicleta
el norte y cómo pasaron por debajo de las cataratas del
Niágara. Los oí muchas veces, y algunas los
miré mirarse como si aún recordaran su piel entre
las sábanas.

Dirán ustedes que desde entonces yo
guarecía en mi ánimo a una niña fantasiosa,
no voy a negarlo, ahora sigo cargando con una mujer fantasiosa
que para su desventura ha perdido la contundencia y ya no sabe ni
qué decir en torno a uno de los temas que más han
ocupado y ocupan su cabeza. La impredecible, devastadora,
efímera, eterna, iluminada, magnífica, generosa,
hostil, imprudente, recatada, ruin, milagrosa, atroz y llena de
prodigios intimidad.

Yo no encuentro mejor razón para estar viva,
mejor impulso para seguir estándolo, más
interés para la propia literatura que el de recrearnos con
las dichas y desdichas, sean lo que sean con tal de que sean
intensas, de la intimidad.

Nada tan contradictorio como las emociones, crestas y
desfalcos que nos haya traído la intimidad, nada tan
codiciado, nada tan por las tardes compartido durante memorables
horas de recuento.

Esa magnífica serie de libros que nos relata la
Historia de la vida privada va dándonos muestras de
cómo ha cambiado la intimidad a lo largo de los siglos. Y
en los últimos tiempos, para decirlo rápido, de la
época en que yo era niña a mediados del siglo
pasado a, ya no digamos a este ambicioso y global principio del
siglo veintiuno, sino a los desatados años setenta del
siglo veinte, la intimidad cambió como cambian las
estrellas según las estaciones.

Quiero recordar cien vuelcos, pero diré uno. Me
dijeron que la virginidad era un tesoro. Igual se lo
habían dicho a mis bisabuelas, mis abuelas y mi madre, sin
que nadie contradijera el dicho. Pero cuando llegué a la
Facultad de Ciencias Políticas a los veinte años,
cargada con semejante tesoro, fui vista con tal
conmiseración que aún me doy pena al recordarme.
"¿Y ni siquiera te masturbas?"; me preguntaron.

¡Qué escándalo! Dormí entre
sobresaltos preguntándome cómo había podido
vivir hasta entonces. Y sin demasiados besos. ¿A
quién pudo ocurrírsele que aquél era un
mérito? Consideré de un día para otro que
sería mi deber ponerle remedio a semejante desatino. Y se
lo puse. Pasé entonces de la feria de la abstinencia a la
del derroche. Y de cualquier manera, ¿qué? No quise
quedarme sin explorar lo posible, pero seguí ambicionando
lo inaudito.

Exponer la intimidad, soltarla, nos ha dado libertades y
derechos de búsqueda que no existían, hasta los
muebles de nuestras casas tienen un movimiento y una naturalidad
que no tuvieron (las recámaras de los niños de mi
infancia eran para dormir y estar enfermo, no para ver la
televisión, cenar, jugar Nintendo, recibir a los amigos,
brincar en las camas y firmar las paredes, como han sido las
recámaras de mis hijos), sin embargo, aún estamos
inermes frente a la intimidad. Sepamos cuanto creamos saber,
hayamos caminado con el clítoris al derecho y al
revés, conozcamos los más drásticos secretos
del gozo, hayamos visto en la vida y el cine todos los cuerpos
desnudos y brillantes que no vieron nuestros abuelos, la
intimidad, de cualquier modo, nos arrasa. Al enfrentarla,
nuestros hijos, por más que nos digamos que les hemos dado
elementos, soltura, naturalidad, tal vez estén tan inermes
como nosotros. La intimidad, ese monstruo mezclado de hadas, pasa
por el amor y, por lo mismo, por el desasosiego, pasa por la
memoria y sus acantilados, pasa por la rutina, las pieles
incendiadas, el olvido.

Hemos exhibido la intimidad, vamos teniendo por eso
mismo derecho a más gozos, pero también a
más derrotas. Sabemos más de nuestras
alegrías. Ya que hemos aprendido a decirlas, quizás
consigamos aprender de nuestras derrotas. Pero no por eso somos
menos vulnerables, menos propensos al amor y sus desfalcos, menos
ávidos de lo inaudito. La intimidad, por más que la
expongamos, siempre será un abismo conmovedor y asombroso
capaz de ponernos frente a lo impredecible. No importa
cuánto la nombremos, siempre será necesaria una
clave mágica para abrir ese sésamo y entender sus
tesoros.

Don Lino el
previsor

Cuando conocí a don Lino, él tenía
cuarenta y seis años, una incesante disposición a
la bravuconería y la lengua más larga y llena de
ficciones que yo hubiera visto. Ahora lo han alcanzado los
sesenta años, sigue teniendo la lengua larga y las
ficciones a la orden del momento, pero lo bravo se le ha ido
quitando y le ha quedado entre los ojos y en las maneras de sus
pasos un gusto y una urgencia de vivir en paz que casi encuentro
contagiosos. Hace catorce años, don Lino vivía en
una casa de paredes huecas y sin aplanados, cuya propiedad estaba
en duda. Él la había levantado en unas semanas, en
un terreno de nadie que debió ser de alguien, y sobre el
que pesaba la irregularidad de una a otra pared. De semejante
casa, don Lino sacaba cubetas de agua para mojar a quienes se
acercaran a pedirle un voto contra el PRI.

"No señores -solía decir-, a cada quien lo
que es de cada quien. Yo no tenía dónde caerme
muerto, mi padre desapareció desde que era yo niño,
nadie vio por mí nunca, yo solo he tenido que ganarme cada
ladrillo de mi casa y cada peso que les doy a mis hijos, pero el
terreno lo conservo gracias al PRI y no voy a traicionarlo si me
necesita."

Este tipo de discursos los tuvo en la punta de la lengua
y a disposición de quien quisiera escucharlos durante
tantos años, que cuando hace tres lo vi cambiarse al PRD
sin más aviso que una breve conversación,
imaginé que algo grande se había fracturado en su
ánimo.

Sin embargo, en todo lo demás, menos en su voto y
su extraño silencio en torno a su ruptura con el PRI,
permaneció tan inalterable, callejeador y
parlanchín como siempre.

Es la persona que con más facilidad se hace de
amigos que yo haya visto en la vida, cualquiera que necesite
adeptos debía tenerlo entre sus huestes. Conversa con
quien se deje y con quien no, se encompadra con los chinos que
lavan camisas, con la mujer de la tintorería en Juan
Escutia y los cuidacoches del mercado en Montes de Oca. Le presta
al zapatero de Colima y le pide prestado lo mismo a doña
Emma que a mí que a la gerencia de la revista Nexos. Pero
con todos cumple, a todos tiene bajo cuidado, a quien le pide
trabajo se lo consigue y a quien le pide un trabajador se lo
encuentra. Viven con él su madre de ochenta y tantos
años y su esposa de abolengo adventista. Tiene una
colección de hijos y nietos distribuidos de Baja
California a Cancún y dispuestos a votar cada cual por
quien mejor se le apetezca y le convenga, sin por esto fraccionar
las lealtades familiares. De ahí que sea fácil
convertirlo en encuestador y no quedar muy lejos de los
resultados.

Don Lino es un hombre que trabaja hasta la
zozobra.

Los domingos cuida una milpa en el pueblo, de lunes a
viernes hace en mi casa viajes de todo tipo, y al salir a las
seis tiene un taxi que maneja hasta las nueve de la noche y una
parte del sábado.

Creo que se debió al taxi y al papeleo propio de
tenerlo que se disgustó con el PRD a los pocos meses de
haber colaborado a ponerlo en el gobierno del Distrito
Federal.

Fue ahí cuando me acabó de quedar claro
que los apegos políticos de don Lino carecían de
pliegues y de motivaciones reivindicativas de la Patria, los
demás, los menos afortunados o cualquiera que no fuera
él mismo y los miembros de su clan. Por eso nunca ha
engañado a nadie, está con quien lo cobija, y
descobija a quien deja de estar con él, o así se lo
parece a su muy particular punto de vista. De ahí que
ahora me tenga tan sorprendida su reciente tendencia a dudar de
por quién votará en las próximas elecciones.
Él, en quien nunca cabía la duda. Él, que a
su decir ha prosperado como nadie en la colonia y luego le ha
dejado la casa chica a su hija y se ha construido una más
grande en terreno regularizado y otra en el pueblo al que sale
corriendo en cuanto la vida le permite robarles unas horas a los
múltiples deberes que toma y deja según le vienen
las finanzas; él, que está guardando dinero para
que unos mariachis empiecen a tocar en el instante en que se
muera y no dejen de hacerlo sino hasta que esté bajo la
tierra de un cementerio bajo el Nevado de Toluca. Él, que
sabe con meses de anticipación cuándo
empezará a llover y hasta cuándo durarán los
incendios forestales; él, a quien nunca detiene un
policía más de cinco minutos; él, que se
duerme mientras yo peroro en una sala de conferencias y al verme
salir, con el rabo de un ojo, despierta y asegura que nadie
pretendió asaltarlo mientras se abandonaba a sus
sueños con las llaves pegadas al encendido del auto.
Él, que tiene la certeza de que el teléfono celular
descompone los imanes que lo curan de un posible cáncer;
él, que tiene recetas para cada uno de los achaques de
cada quien, dijo con desazón hace unos días cuando
le pregunté por quién votaría esta
vez:

-Estoy confundido.

-No puedo creerlo. ¿Y sus amigos, por
quién van a votar? -dije, urgida de saber si como siempre
tendré una encuesta confiable antes de que los
encuestadores formales acaben de ponerse de acuerdo.

-Están divididos. 'Ora sí no se ve por
dónde -respondió consternado.

-No le entiendo -dije.

-Esta vez no consigo saber por dónde viene. Y yo
siempre voto según por donde venga.

-¿Por donde venga qué? -pregunté,
para quedar como la dueña de un terreno en la luna que
él siempre ha pensado que soy.

-Pues el que vaya a ganar -dijo-. Hay que votar por
ése para no perder uno.

-¡Ah! -contesté desde mi terraza en la
luna-. Y si usted vota por el que parece que va a ganar y
ése no gana, ¿qué hará?

-Eso no pasa -dijo-. Por el que yo vote gana
siempre.

Tercas
batallas

La verdadera desgracia de Marta Santiago empezó
junto con su incapacidad para comprender por qué mujer
soltera de su estirpe y pasiones no podía enamorarse de
hombre casado por más pasión y buena estirpe que lo
guiara. Que él tuviera varios hijos cuando ella acunaba un
vientre nuevo no parecía impedimento mayor en la
década de libertades recién pulidas que
cobijó el desenfreno de los años setenta.
¿Por qué detenerse ante un pacto cuya validez
llevaba más de un siglo de ser severamente criticado? Si
no por la mayoría, que nunca se ha caracterizado por
criticar nada a buen tiempo, sí por la mente lúcida
de seres cuyos libros ella había tenido quién sabe
si la buena fortuna, pero sí la fatalidad de encontrar
entre las altas paredes de la biblioteca universitaria en la cual
se encerró muchas tardes a cumplir las desordenadas
recomendaciones bibliográficas de un puño de
maestros seguros de que el mundo estaba por fundarse en la mente
y la intrepidez de todos y cada uno de los alumnos que por
entonces cruzaban las aulas.

No soy capaz de repetir la lista de tratados y novelas
que recorrió durante su estancia en la universidad, baste
sólo contar que tal lista fascinó con su infinita
extravagancia el corazón de Marta, y que con ella
labró sin más el código de su
educación sentimental. No había gran orden, pero
tampoco desconcierto en aquella mezcla. A su sombra, Marta
perdió los miedos y aprendió a vivir bajo la
incertidumbre del siglo, sin más paradigma que una
deslumbrada ambición de libertad. Se volvió una
mujer de incansables atardeceres y tercas batallas, que al final
de los años setenta había probado el amor en varios
frascos y se ganaba la vida haciendo un trabajo grato, por el que
no le pagaban mal.

Se creía invulnerable, era experta en dar
consuelo a las amigas con amores infortunados, en
acompañar depresiones, euforias y desacatos varios. No le
hacía falta más, le bastaban el sol y sus dos
piernas. Con ellos tuvo suficiente para recorrer el país y
no ambicionar la metafísica. No le hacía falta
más, por eso lo buscó.

El hombre tenía un andar pausado y unos ojos de
miel que lo hicieron codiciable desde el primer momento en que la
vida lo llevó a pararse sobre el incierto vivir de
Marta.

"¿Te gustan las alcachofas?", le preguntó,
como hubiera podido preguntarle: ¿Te gusto yo?

Al menos ésa fue la sensación que
recorrió siempre el cuerpo de Marta cuando invocaba el
momento aquel, frente a la lluvia de una tarde verde.

De ahí para adelante, todo fue reto y tributos a
Coatlicue, la diosa de la tierra y los corazones sin luz. "Con
que no me embarace estaré en santa paz mientras duren las
glorias de este amor"; se dijo, y acudió a los
métodos anticonceptivos más modernos de la
época.

Así empezó mirándolo al principio,
como un amor sin más futuro que la mañana
siguiente. Pero tras varias semanas de una tarde tras otra uncida
a la pasión de aquellas manos apretadas a su cintura,
dejó de imaginar la vida lejos del cuerpo y la lujuria de
un hombre que habiéndole jurado fidelidad eterna a otra
mujer, enhebraba su cuerpo al de Marta con la naturalidad con que
hubiera entrado en la casa de su infancia. Y no había
juego, ni deseo, ni reclamo que no encontrara contento sobre la
cama y los milagros de aquel par de locos. ¿Quién
lo hubiera soñado?: después de sus amores
había tal cosa entre ellos como el sosiego color naranja
que sólo alcanzan algunos dioses.

Como por esos días no se hablaba tantísimo
de los múltiples males que acarrean los cigarros, ellos
fumaban sin remordimientos tras ir y venir buscándose las
estrellas en el cuerpo. Prendía su cigarro con unos
cerillos que se prestaban a prolongar el juego de aquella
idolatría cuando al soplarles para apagar su llama no
cedían, empeñados en su diminuto
incendio.

Quién sabe de cuál vieja
premonición se sacaron aquello de que llama que no se
apaga al soplarle, quiere decir dueño de amores que no se
gastan. Pero así las cosas, él mantuvo siempre el
cerillo entre sus dedos sin soplarle sino hasta que la llama,
comiéndose el pabilo, empezaba a quemarle las yemas..
Entonces ella se burlaba de su tontera mientras le hacía
juramentos al oído.

Que el hombre era casado y dueño de otros
paraísos, no lastimó a Marta sino hasta la
mañana en que lleno de culpas y asustado como si dentro de
él viviera algún demonio, le contó a Marta
que su esposa, esa señora que ella mal llegó a
pensar que no existía, estaba embarazada del quinto hijo,
y no precisamente por obra del Espíritu Santo. Sólo
entonces, presa de unas furias que no debían caber en el
cuerpo de lo que ella y sus teorías consideraban una
feminista cabal, se estremeció de tristeza y celos y se
quiso morir y matarlo, volverse loca o tonta para toda la vida.
Salió corriendo al primer bar y a su mejor amiga, una
mujer en cuya paz de alma vertió la quemazón en que
ardía y sobre cuyo regazo lloró hasta el amanecer
en que borracha de ron y CocaCola volvió a su casa de
soltera codiciada, con buen trabajo y libertades vastas, a dormir
la desgracia todo el fin de semana.

No bien abrió los ojos al lunes, sintió de
nuevo una guerra en todo el cuerpo.

"Pinches hombres", dijo, levantándose a trabajar
en las euforias de una campaña publicitaria que
ganó por concurso al fin de la semana.

"Pinches hombres", se dijo, y no volvió a
contestar el teléfono ni a dejarse mirar por los ojos del
casado aquel al que juró poner en la historia de sus
desaciertos, aunque no pudiera arrancarlo ni de su
imaginación ni del caprichoso anhelo de su
entrepierna.

"Pobre gente", leyó en Pessoa. "Pobre gente, toda
la gente."

Durante dos meses rumió una soledad como un
abismo y no tuvo ganas de pensar en nada, ni en el sentido
íntimo de las cosas, ni en el orden implacable que debe
regir las menstruaciones de una mujer que todas las noches toma
anticonceptivos. Llevando un vaso de agua a la fuente de sus mil
dudas visitó a la doctora Ledezma, la ginecóloga
más comprensiva de la larga ciudad, quien tras breve y
ceremoniosa indagación puso sobre sus oídos una
noticia que no pudo sonar sino a penumbra. Tenía dos meses
de preñada.

No se habló mucho. ¿Qué de mucho
podrían decirse dos mujeres sensatas y tristes? En
México está penado el aborto. Se castiga con
cárcel para quien lo practica y para quien lo reclama.
Ambas lo sabían. Pero una estuvo dispuesta a practicarlo
cuando la otra se lo pidió como quien pide que le abran
una puerta para salir del infierno. Y Marta no lloró,
porque hay dos cosas que una mujer puede evitar mejor que nadie:
una de ellas es llorar, por más que los actuales anuncios
de El Palacio de Hierro se empeñen en decir lo contrario.
La otra es embarazarse, por más que Marta se hubiera
embarazado a pesar de todas las modernidades que utilizó
para evitarlo.

Se hicieron amigas. Varias veces durante los siguientes
diez años Marta remitió con la doctora Ledezma a
cuanta mujer en circunstancia de fertilidad indeseada le
pidió ayuda y consejo. Nunca faltaba alguna a la que
ayudar incluso con la paga. Cada quien su batalla, Marta dio
ésa sin alarde y sin tregua.

Con el tiempo y una cantidad adecuada de noches en vela,
cambió la publicidad por el periodismo y convirtió
la destreza con que solía hacer frases para
campañas políticas en una pausada vocación
por la poesía. No estaba sola.

El hombre al que unió sus amaneceres se
había enamorado poco a poco, a lo largo de largas horas,
de la aureola de rizos diminutos que Marta dejó de alaciar
sobre su frente. Nunca se casaron. Tenían hijos, una casa
y una pléyade de amigos en común. Pero ésa
es otra historia, la de hoy sólo tiene que ver con eso que
Marta alguna vez llamó su verdadera y única
desgracia, y con aquella doctora que le salvó el cuerpo de
la falsa compañía que había olvidado en
él su amante. La doctora Ledezma, a quien Marta y sus
amigas perdieron de vista de repente, de un día para otro
su consultorio se esfumó de la faz de la colonia Roma. En
vano la buscaron los grupos feministas y las mujeres desoladas.
Desapareció. Como si no urgieran médicos con su
cordura entre las manos.

Casi pasaron otros diez años durante los cuales
la palabra democracia se puso tan de moda, que todas las
pequeñas causas a su alrededor palidecieron frente a la
euforia nacional que la invoca como el único sortilegio
capaz de mejorar la tierra de nuestros mayores y la de nuestros
hijos. Tal fue el énfasis y las alegrías que
produjo que Marta dio en creer con toda la gente, que al
conseguir la democracia como quien encuentra oro, todo
vendría por añadidura y nada faltaría por
resolver que no pudiera encontrarse en Internet convertido en
historia.

Despenalizar el aborto parecía una causa vieja.
Ya nadie hablaba de eso, sonaba a los setenta, a los días
de la guerra sucia en que una amiga de Marta perdió a su
novio en una balacera de la que nunca informó
ningún periódico, a la época en que los
presidentes de la República hacían campaña
sin tener rival, a las tardes en que era una vergüenza pedir
un condón en la botica. Según el decir general,
ahora el país había cambiado, al menos eso
decían el radio, los noticieros y hasta las
telenovelas.

Eso, sin embargo, no lo dice aún el Código
Penal que nos rige. Para el Código de 1931 mil cosas no
han cambiado, entre ellas la que se refiere a la
penalización del aborto. Y esto a Marta, convertida en
madre de adolescentes y líder de un suplemento cultural
próspero y posmoderno, se le había simplemente
olvidado. Sin embargo, la voz de la doctora Ledezma saliendo de
su contestadora como un enigma por resolverse le alegró
una mañana. Quedaron de comer juntas.

No la hubiera reconocido. Marta la recordaba unos diez
años mayor que ella, pero la mujer que la abrazó a
la entrada del restorán estaba hecha una
anciana.

-¿Doctora Ledezma? -pudo decir.

-María Ledezma -dijo la mujer, extendiendo una
sonrisa triste-. Hace tiempo dejé de ser
doctora.

Se pusieron a conversar como no lo habían hecho
jamás. Marta no tenía tiempo de conversar en los
setenta, y la doctora Ledezma menos.

-Me he tardado -dijo María Ledezma después
de una hora de recontar la atroz peripecia que la arrancó
del consultorio-, pero estoy empezando a perder el miedo. No me
lo vas a creer, hasta hace casi un año hablaba siempre
bajo, como si temiera que mi voz se escuchara. La pasé
mal.

-No lo dudo -dijo Marta, inclinándose para
besarla-. Te extrañamos tanto. ¿Por qué no
pediste ayuda?

-Porque no pude pensar en otra cosa que en esconderme.
Hasta de mí misma quería esconderme.

Marta quiso sonreír y proteger a su amiga con la
perfecta luz de sus dientes, pero no le dio el ánimo.
Así que se conformó con extender su mano hasta la
de ella y apretarla.

María Ledezma le había contado una
historia larga, que resumió para ahorrarle
sinsabores:

Ella estaba una tarde de tantas, con la antesala del
consultorio llena de tantas mujeres como siempre, cuando
irrumpieron en su oficina dos judiciales. Marta los
imaginó avasallando la tibia sala de la doctora y no pudo
evitar que la estremeciera un escalofrío.

"Usted practica abortos -le dijeron-. Usted es una
asesina, tiene que venir con nosotros."

No la dejaron hablar. Ni de qué hubiera servido.
Se la llevaron a un encierro de tres días, durante los
cuales informaron a los periódicos sobre la vida y malos
milagros de la cazacigüeñas. Sus hijas adolescentes
no querían verla más, su marido se creyó
cubierto de vergüenza y la visitó en la cárcel
para pedirle que cediera en todo lo que le ordenaran. Media hora
después entraron a su celda otros judiciales con un
escrito largo que ella debía firmar si quería la
libertad. Y la quiso. Como al aire y la luz de marzo quiso correr
de aquel encierro. En el texto que firmó aceptaba ser ella
la autora de un aborto practicado a la novia de un asesino.
¿Con qué propósito la hicieron firmar eso?
Con el de quedar a salvo de la culpa de haber torturado a esa
mujer hasta sacarle un conato de hijo y la febril
confesión de que su novio había matado a un hombre
al que por otra parte, sí había matado.

Esmeralda se llamaba ella, y era la novia de Moro
Ávila, el asesino de Manuel Buendía.

La doctora Ledezma no quiso ni volver a su consultorio.
Su marido se hizo cargo de cerrarlo antes de morir de un infarto.
Con los años, sus hijas acabaron por entender las razones
que ella no les dio a tiempo y que una buena parte de la sociedad
"posmoderna" aún censura y rechaza. ¿Qué
remedio? La democracia no ha traído todos los bienes,
lejos está. ¿Quién manda sobre el cuerpo de
quién? es una incógnita que aún no nos
atrevemos a resolver.

Marta lo sabe, como tantas otras. María Ledezma
entre ellas.

Sobre la mesa pasó un ángel. María
apretó un cigarro entre los dientes, Marta se lo
encendió con un cerillo que detuvo entre los dedos hasta
que la flama le quemó las yemas antes de
extinguirse.

-¿Sigues creyendo que el amor no se gasta? -le
preguntó María Ledezma con el preciso recuerdo de
su primera conversación.

-Si lo dudara me bastaría con verte.
¿Dónde quieres que firme?

María Ledezma extendió su desplegado y
Marta firmó un alegato en torno a la necesidad de
actualizar el Código Penal incluyendo tres causas
más de aborto no punible.

-Habría que despenalizarlo completo. Se oye todo
tan antiguo.

-En tu cabeza.

-Pero, ¿a quién sirve que un aborto sea
delito?

-Marta, baja de tu nube -pidió María
Ledezma.

-Hago lo posible -se disculpó Marta,
inclinándose sobre la mesa y pasándole un brazo por
el hombro a la envejecida doctora. Después jugueteó
con la cajita de los cigarros y buscó los cerillos para
encender otro.

Empezaba a oscurecer. Eran las ocho de la noche del
nuevo horario y el viejo código penal imperaba aún
sobre la patria de ellas y sus hijos.

"Pobre gente" -dijo Pessoa. "Pobre gente toda la
gente."

Volando: como las
ballenas

Nunca he podido pensar en los ires y venires de la
maternidad sin estremecerme. Ni de niña cuando
seguía a mi madre por la casa como si en el llavero que
ella solía cargar de un lado a otro tuviera la llave de un
reino. Menos ahora, que la veo vivir igual que si por fin hubiera
descifrado las leyes del enigma. Doy por sentado que, una vez
adquirida, la maternidad es tan irrevocable como aún es
versátil la paternidad.

Hace poco estuve cavilando estos dislates mientras
miraba al árbol lleno de grillos que crece por encima de
mi ventana. Entonces no se me ocurrió mejor cosa que
tirarme al llanto como si se tratara de cantar un
tango.

Partes: 1, 2, 3, 4
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