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Resumen del libro El cielo de los leones, de Ángeles Mastretta (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4

Es un arce y lo sembré hace quince años
acompañada por la euforia de mis dos hijos. Tengo una foto
de esos días: estamos los tres junto al remedo de
árbol y yo luzco dueña de una paz meridiana. La
tenía entre las manos. Al menos así lo recuerdo.
Tenía también dos niños con invitados
frecuentes y largos fines de semana para el cine, las
excursiones, las fiestas en pijama, las tareas de recortar y
pegar, el teatro y todo tipo de celebraciones con distinto
disfraz. Entonces, además de hacerme líos con mi
destino, un asunto que va igual que viene, descubrí la
preñez que es de por vida.

Mi madre que, como le satisface decir, sacó
adelante cinco de cinco, me miraba con cierta reticencia y algo
de espanto cuando dejaba yo a los hijos brincar en los sillones
de la sala, rentar más de dos películas en el
videoclub o comer sobre la cama si era su gusto. Menos de diez
veces lo dijo y más de cien debió pensarlo: "pues,
o te sale muy bien o te sale muy mal":

Yo, como he dicho antes, estaba en un encanto.
Había dado y seguía dando mi propia guerra, pero no
sentía irse al mundo dejándome atrás
mientras los acompañaba en las bicis o gastaba la tarde
mojándome en las fuentes. Me sentía tan metida en
el mundo como nadie, aunque el mundo, igual que siempre, rodara
con sus trifulcas sin esperar.

Así pasaron para mis hijos las tres cuartas
partes de los años que tienen y pasó para mí
sólo un rato. Casi hasta ahora, cuando de repente
crecieron para irse a la universidad, enamorarse de cuerpo entero
y dejar de necesitarme para casi todo lo esencial. "Hola mami,
adiós ma", los oigo decir como quien oye correr agua
bendita. Todos los días resuelven con su solo andar la
duda de mi madre: van saliendo muy bien.

El domingo pasado, frente a una puesta de sol tras el
pedazo de mar Caribe que mejor me enloquece, un amigo dijo al ver
a su cónyuge levantarse de un tirón tras el llamado
de la hija: "Si está clarísimo: con las mujeres hay
que ser padre o hijos, todo lo demás es un escuerzo
inútil".

Lo soltó para hacernos reír, nos hizo
reír con la hilaridad de que a las mujeres los hombres no
nos tuercen la vida cuantas veces se les da la gana, y a otra
cosa todos y cada uno. Menos yo, claro está, que
acostumbro levantar las palabras con su carga de
arena.

Durante la semana se lo comenté a mi hija. A los
padres se les consagra por mucho menos de lo que a las madres
apenas y se les dan las gracias.

-¿No te parece injusto y real al mismo tiempo?
-le pregunté-. Pobres de las madres -dije por primera vez,
poniéndome bajo semejante categoría con cierta
pesadumbre.

-Tiene lógica -contestó ella con la
sabionda lucidez que la caracteriza-. Todo se vuelve más
intenso. Lo mismo las cosas buenas que los conflictos.

-Pues lo he venido a descubrir como algo
triste.

-Sí -dijo, haciendo un gesto que descifré
como: pero es lo inevitable, y siguió:

-El tiempo qué ponen las madres en los hijos es
una prueba más de que la especie humana no es
monógama. Creo que en todos los mamíferos son las
hembras las que se hacen cargo de las crías. Los machos no
están en la crianza.

Yo recordé el viaje a ver a las ballenas
entrenando a sus hijos en el Mar de Cortés y hasta
entonces me di cuenta de que ahí no vimos lo que
cabalmente debería llamarse ballenos. No lo dije, pero
debo haber hecho algún gesto como de resignación
mientras ella explicaba más docta que nunca.

-En los pingüinos, que son monógamos, las
hembras ponen los huevos, pero los machos los empollan. Y cuando
nacen sus crías se turnan para ir a buscar comida. Parece
ser que eso no pasa en el común de los mamíferos,
eso de que los hombres estén cerca de los hijos es una
moda reciente -sentenció, sacudiendo su melena oscura y
abriendo aún más la franqueza de sus
ojos.

Pertenezco con meridiana claridad a la generación
de quienes quedamos entre unos padres a los que se acataba porque
estuvo dicho que todo lo sabían y unos hijos que todo lo
saben gracias al canal de Discovery. Sin embargo, y a pesar de la
contundencia de sus reiteraciones, nunca tuvieron mis padres
tanta autoridad moral como la que tienen mis hijos. Yo les he
concedido una devoción que hace años le niego a
cualquier dios. "Pobres criaturas -me digo- haciéndose
libres a pesar de tal culto."

De cualquier modo lo consiguen como si nada.
Quizás si yo fuera ellos me odiaría, fortuna tengo
de que sólo me aclaran que es verdad lo que temí.
Con quien más tiene uno, tiene más de
todo.

-Voy a cortarme el pelo -se me ocurrió decir dos
días después.

-A mí me urge ir -dijo mi hija.

-Pues ven, y a ver si cabemos las dos en una cita
-arriesgué.

Eran las seis de la tarde. No cupimos en una cita. La
ballena que soy dijo: "que te lo corten a ti". Y la
díscola pingüino que no supe ser, sintió: "la
verdad es que deberían cortármelo a mí, a
fin de cuentas acabará queriendo igual a su padre, que
nunca la ha llevado al dentista, ni a ver diez veces la misma
obra de teatro, ni muchísimo menos a la
peluquería".

Sin embargo, como es lógico, pedí que se
lo cortaran a mi hija, porque así hubiera hecho una digna
ballena de Baja California si se hubiera tratado de cortarse las
colas por el gusto. A fin de cuentas yo también soy
mamífero, y si no he tenido que ser monógama,
sí me encanta hacerme cargo de las crías. No me
harán un altar, no importa, con que me hagan un sitio en
el sillón donde conversan estaré a
salvo.

-¿Te cortaron el pelo? -pregunta mi hijo
acomodándose entre su hermana y yo.

-Sí -dijo mi hija.

-No se te nota -contestó el hermano.

-Mi mamá lo notó.

-A ella tampoco se le nota y también fue.
¿Qué están viendo?

-Out of África

-¿Otra vez? Cómo les gustan las
películas tristes.

-Quédate un rato -le pido-. Verla es como mirar
las fotos de familia.

-Un rato -dice-, total ya nos la sabemos, esta
función se ha repetido tanto.

-Y las que faltan -dice mi hija.

-¿Traes un secreto? -le pregunto a Mateo,
haciéndole un lugar en el sillón.

-Ya sabes que es misterioso -dice Catalina,
viéndolo de arriba a abajo y sabiendo que sí, que
anda con un secreto.

-Adelántale hasta la parte en que vuelan sobre
los flamencos -pido.

-No mamá, espérate a que llegue. Tú
todo el tiempo quieres volar.

-Todo el tiempo -digo, y me acomodo junto a ellos como
quien vuela.

Celestes
resplandores

Abrí los ojos a un día húmedo que
puede sentirse aún dentro de las cuatro paredes de mi
cuarto casi en penumbras. Afuera estará nublado, pienso.
Afuera estarán los periódicos y el mundo como un
reto infalible mezclado de inmisericordia. Afuera estará
el dolor de tantos, la pena de tantos, la guerra de tantos, el
miedo de tantos, la muerte.

Y estará la vida, conminándonos a mirarla
como si fuéramos vivos eternos.

Subí al lago a las siete y media. Del agua
salía un vapor frío y mágico. El chorro de
la fuente bailaba sobre mi cabeza que iba tratando de no pensar.
Me alegré de no ser talibán, de no ser suicida, de
haber nacido aquí. Me alegré de no tener más
religiosidad que la devoción por los seres humanos y la
naturaleza que les da vida y el arte del que son capaces una y
otros. Y cuando algo parecido a la tristeza quiso mezclarse en
mis pasos, empecé a tararear una canción
cualquiera.

El perro iba junto a mí, con su desorden y su
dicha.

Había en el aire un rumor tibio de hojas claras.
Me cobijé en ese pedazo de ciudad que es bello
todavía. Caminé rápido, casi corriendo un
rato. Ir de prisa en torno a ese misterio que puede ser el bosque
despertando, los pájaros quitándose el agua de las
plumas, los árboles aún húmedos, me
devolvió la terca paz de contar siempre con mis
fantasías.

Al rato salió el sol de entre las nubes. Un sol
tímido y tenue, que no quería atreverse a
desbaratar el encanto iluminándolo. Con la luz y la
tibieza que traje de allá arriba, me enfrenté a los
periódicos y a la guerra. No tengo ningún argumento
para enfrentar la guerra. Sólo me da tristeza y no quiero
mirarla. Si tú fueras Bush, me preguntan,
¿qué harías? Y entonces me da gusto no ser
Bush. Creo que si fuera él, renunciaría. Creo que
no sería él. Creo también que siempre
habría alguien para ser él. Por
desgracia.

¿Qué pensar?

Me había preguntado tantas veces:
¿cómo vivía la gente en México
mientras la guerra se comía Europa pocos años antes
de que yo naciera? Ahora empiezo a sentir que lo sé. La
gente vivía.

Se enamoraba, tenía pasiones equivocadas, iba al
trabajo, se desenamoraba, hacía hijos, los veía
crecer, recorría un lago en velero, se metía al
mar, contemplaba las montañas, tenía misericordia
de sí misma, y en un hueco de su existir sentía
pena por los otros, mientras trataba de olvidarlos. Vivía
sin más, como vivimos ahora nosotros: hablamos de la
guerra, le tememos, nos espanta, nos enerva, nos entristece, la
espantamos. Hacemos el día y a la mañana siguiente
volvemos cada uno al ritual con que empieza su jornada, mientras
pueda empezarla.

Yo vuelvo a caminar llevando al perro que aún
rumia su amor del domingo. Tuvo un romance de gran cumplidor, y
seguramente buen memorioso de poesías inolvidables, con
una perrita de raza indefinida. Sus dueños tienen un
puesto de dulces en Chapultepec y hace meses que nos llamamos
consuegros y que me tenían prometida a su no muy limpia
pero adorada perrita para el perro de Quevedo. Los tres
últimos días hemos ido a buscarlos
infructuosamente, como llueve no han ido, y mi perro va oliendo
cada rincón por el que pasó con su amada
móvil. Se queda clavado cerca de un árbol, busca la
camioneta en la que lo encerraron para que su permisiva luna de
miel no la interrumpieran otros perros, busca el puesto de
dulces, el aire del domingo, y no lo encuentra. Luego me alcanza
triste y sigue nuestro camino hasta que la vuelta nos conduce de
nuevo al rincón de sus pesares y repite la ceremonia de la
nostalgia. Tenía que ser este perro, mi perro.

Luego el día volvió a llenarse de guerra y
paz. En la única guerra que pude acompañar, la
extraordinaria Verónica Rascón venció a la
quimioterapia y como si no llevara varios días de sufrir
la barbarie con que debió buscarse la salud, abrió
los ojos con una sonrisa y pidió un poco de música.
Quienes la rodeamos nos hemos rendido a sus pies y a su valor.
Luego que te vi te amé, le ha dicho a la vida, una vez
más.

A la mañana siguiente amanecí tarde y por
fin sin encontrar antes que al sol la sensación de una
patada entre las costillas quitándome el aire y doliendo
por largo rato.

Eran como las nueve y media cuando abrí los ojos
en definitiva. Dormí tan bien que al final alcancé
a soñar hasta con el arrecife frente a Cozumel. El cielo
seguía nublado. Bebí un té negro y con
él la certeza, no sé qué tan duradera, de
que algunas cosas, o todas las cosas, hay que aceptarlas como las
va dando la vida. No en el orden, ni con la frecuencia, ni con la
largueza que uno quisiera, sino en el caos del indeciso y
vacilante azar, con lo que sus leyes tienen de asombroso, de
fugaz, de cometas y oscuridad.

Luego me fui a caminar como a las once, la hora de las
abuelitas y los nietos, las carreolas, los adolescentes de pinta,
el despliegue completo del puesto de refrescos aderezado con
galletas, papas, cuanto pueda ocurrírsele al dueño,
instalado en todo su largo y confuso esplendor. La hora del
tránsito menos arduo, la locura de la ciudad ajustada, por
fin, a la de quienes la habitamos. Todo tan distinto de las
siete, de las nueve de la mañana, tan casi en paz la
diaria pelea que llevan temprano los automovilistas rumbo al
colegio de sus hijos que ya van tarde; la muchacha que se va
pintando en el espejo retrovisor camino a la oficina donde un
jefe le gusta o lo detesta, pero de cualquier modo jugará
todo el día a ser su jefe; el vendedor de
periódicos empeñado en que alguien lo atropelle; el
semáforo haciéndose eterno; el restorán
Meridien repleto de hombres que imaginan posible gobernar el
país, su empresa, su familia, y que por lo mismo miran
poco al lago despertando frente a sus ojos. La hora temprana de
los corredores con reloj, de las señoras que luego de dar
dos vueltas lentas pasarán la mañana desayunando y
de las mujeres que caminan aprisa como si su ritmo cardiaco no
fuera a acelerarse jamás de otra manera. La hora que yo
frecuento más, y en la que menos vengo al caso, con la que
no hago juego, en la que no siempre quiero jugar.

En cambio las once y nublado, qué hora para
andarla despacio, varias vueltas que den lo mismo como el gran
ejercicio, pero que consientan mi ánimo de gozar la
humedad que aún queda en los árboles, de honrar la
extraña llegada de cinco patos salvajes, preciosos en su
infinita y breve libertad, en el orden perfecto de sus plumas
café con ribetes negros en la orilla.
¿Cuánto viven estos patos? No sé. Pero debe
ser ardua su vida buscando lagunas y calor de un país a
otro. ¿A dónde irán después de hoy, o
de la próxima semana tras haber descansado en este lago
falso que tiene a la mitad una fuente y un chorro? ¿A
dónde irán tras permitirme disfrutarlos mirando su
impasible mirada, sus picos más largos y delgados que
aquellos de los que se han vuelto simples parásitos,
torpes presos de las galletas que la gente les avienta de a poco,
echando luego al agua la bolsa en que iban. Gente heroica en el
arte de ensuciar porque sí, para dejarnos a otros el
placer o el disgusto de maldecir el plástico flotando
durante muchos días después de que ellos se han
ido.

¿Cómo no va a faltarle tiempo a nuestro
país? ¿Quién puede creer que las cosas
cambiarán de un día para otro? ¿De
dónde podría esta misma tarde, el mismo
señor que practica, contra un tambaleante ciprés,
la altísima patada de algún arte marcial
recién llegado de Oriente, perderse en el fuego de
algún poema, alabar al menos su propia destreza para
ejercer la calamidad, diciéndole como Quevedo:

"Oh tú del cielo para mí
venida,

de mí serás cantada,

por el conocimiento que te debo

[….] Tú, que cuando te vas,

a logro dejas,

en ajeno dolor acreditado,

el escarmiento fácil heredado […] ".

Las once y media, buena hora para empeñarme en
necedades. Así que pretendo convencer al imaginario
podador de un pasto que ha crecido sin cuidado por lo menos
durante los últimos sesenta y cinco días, hasta
volverse un pastizal tramado con pequeñas flores blancas y
anaranjadas, pretendo convencerlo de que corte solamente el borde
del camino, de que ordene y limpie, pero dejando las
pequeñas flores que están detrás, salpicando
el paisaje como estrellas diurnas, para que no desaparezcan de
golpe sino poco a poco, cuando se vayan los aguaceros o todo se
convierta en el pardo azafrán del otoño en esta
ciudad. Necio empeño. El señor al que me
dirigí no vino a arreglar nada. Así que corto dos
de las flores blancas y dos de las amarillas y me voy caminando
tras el perro, que desde lejos me mira como preguntándose
por qué me detengo a defender la nimiedad indefendible.
Cuando lo alcanzo, le cuento que hasta en otros lugares del mundo
he visto cómo respetan las flores que crecen entre los
pastos a la mitad de los ejes viales. Le seguiría
hablando, pero se ha ido otra vez a correr por la vera del
camino. Entonces continúo el soliloquio: es tan
difícil como entrañable nuestro país, su
gente a prueba de todo, poniendo, por lo mismo, todo a
prueba.

Al volver por una calle estrecha en busca de
Constituyentes, justo antes de encontrarla en el semáforo
frente al Panteón Civil, ahí donde descansan
algunos de los Hombres Ilustres y muchos de los héroes
olvidados frente a los que se besan quienes se aman a
perpetuidad, aunque no los ampare un documento, ahí donde
aún suena, bajo un árbol, la inolvidable risa de mi
amiga Emma, joven hasta el último día; me detengo
tras un camión de carga convertido en carro de la basura.
Va lleno hasta terminar en un cerro que luce bolsas desolladas,
artefactos inservibles, cartón, periódicos,
cáscaras de naranja, huesos de mango, pestilencia. En la
punta, justo rematando el enclave, van dos hombres que parecen
contentos: el más joven usa bigote a la Pedro Infante y
unos anteojos negros como los que llevan en las películas
los contrabandistas, el cuarentón tiene una barriga
estable y la mirada de un camello al que no lo perturba el aire
del desierto. Van conversando entre risas, mitad sentados, mitad
echados sobre las cáscaras, comiéndose unas tortas.
Sí: ¡comiéndose unas tortas! Me pregunto
cómo harán a sus hijos estos señores, en
qué lugar, entre qué piernas, con qué
mujeres, diciendo qué palabras, olvidando qué
promesas.

Vuelvo a la casa. Quiero escribir una novela.
¿Cómo podría caber todo esto en una novela?
Y todo lo otro. Todo lo que resume Quevedo mientras nos dice a
mí y a su perro:

De las cosas inferiores

siempre poco caso hicieron

los celestes resplandores;

y mueren porque nacieron

todos los emperadores.

Sin prodigios ni planetas

he visto muchos desastres

y, sin estrellas, profetas:

mueren reyes sin cometas,

y mueren con ellas sastres.

De tierra se creen ajenos

los príncipes deste suelo,

sin mirar que los más años

aborta también el cielo

cometas por los picaños.

Parábola
para un cumpleaños

Me he puesto en la palma de la mano un puñado de
avena tostada con azúcar y lo como despacio, mientras
trato de no aceptar la carga de melancolía que traen
consigo las tardes de lluvia. Este octubre voy a cumplir
cincuenta años. Me lo digo pensando que aún
podría creer en las hadas y que el mar me conmueve tanto
como la primera vez que lo vi. Me lo digo y apremio una sonrisa.
Todavía estoy dispuesta a confiar en los desconocidos,
todavía despierto en las mañana creyendo que algo
nuevo encontraré bajo el sol, todavía les temo a
las arrugas y soy capaz de cantar bajo la regadera.
Todavía -¿quién lo creyera?- imagino el
color que la luna de antier tuvo sobre otras tierras, y
sueño con el mes próximo y con el siglo
próximo. Así las cosas, cumplir años no
será tan grave. Cincuenta, ochenta o cien, cuantos
años quiera arroparnos el mundo, hay que estarse en calma,
dispuestos a dar las gracias y a pedir más siempre que la
vida pretenda voltear a vernos, para saber si aún la
queremos.

"No pelona, todavía no quiero que me lleves", le
decía a la muerte mi abuela materna, tras veinte
años de silla de ruedas y uno de cáncer.
Tenía más de ochenta y conservaba una dosis de
inocencia que yo había perdido antes de entrar a la
primaria.

Pienso en mi abuela porque a pesar de su apego a la
vida, a la edad que yo cumplo en octubre ella había dejado
de batallar con muchas de las obligaciones y placeres que las
actuales mujeres de cincuenta nos empeñamos en mantener.
Tampoco se veía en guerra, estaba dispuesta a cobijar
nietos sobre los tersos almohadones que eran sus pechos,
comía sin culpa tres largas veces al día y
parecía retirada del sexo, las imprudencias, la angustia
de las cosas que son para no ser, y por supuesto la
obligación de la juventud.

Dice Verónica mi hermana que eso era más
sabio. Tal vez. Lo cierto es que nosotras ya no podríamos
regresar a ser así. Sin embargo, muchas cosas, a veces
extraordinarias no sólo por efímeras, tendremos que
ir perdiendo sin guardar rencor, sin estropearnos el alma, sin
maldecir al tiempo que tanto nos bendice.

Tratando de aceptar estas pérdidas, que a veces
me cuesta tanto asumir, he dado con el recuerdo de una
anécdota llamada, para mi consumo personal, la
parábola del avión.

En abril pasado, mi madre, mi hermana, mi hija y yo
hicimos un viaje a Italia, vía Madrid. Tras un vuelo tan
arduo como cualquier vuelo que cruce el océano, llegamos a
Barajas a las dos de la tarde y corrimos a la sala en que estaba
previsto que saliera, a las tres, el avión rumbo a
Milán. La inolvidable sala doce.

Con toda calma, ahí se nos dijo que el vuelo
estaba retrasado y que volveríamos a tener noticias en
cuarenta minutos. Nos sentamos a esperar conversando, y al cabo
de los cuarenta minutos una señorita de Iberia
volvió a pedirnos que esperáramos cuarenta minutos
más. Regresamos a esperar. Fuimos al baño, tomamos
café, compramos libros y tras una hora revisamos el
pizarrón en el que nuestro vuelo aparecía como
demorado y sin horario. Así las cosas, nos dedicamos a ir
de hora en hora revisando el pizarrón y acudiendo al
mostrador de Iberia hasta que pasaron por el aeropuerto y
nuestros pies, piernas, ojeras y humores, siete horas de tedio y
vueltas. Ya para entonces, de hora en hora, habíamos
recorrido todas las tiendas de perfumes, ropa, tarjetas postales
y bisuterías varias que caben en el aeropuerto. Volvimos a
ver el pizarrón, volvimos a preguntar en el mostrador de
la puerta doce, y volvimos a tener como respuesta que
preguntáramos en una hora. Así las cosas, nos
fuimos a comer, y cuando estábamos recién
instaladas frente al jamón serrano, por no dejar, miramos
la pizarra. Entonces vimos que nuestro vuelo ya tenía
hora: salía en tres minutos. Lo dejamos todo sobre la mesa
y corrimos a la puerta doce, tan rápido como
corríamos siendo jóvenes. Estaba lejos, pero a no
más de cinco minutos. Verónica y yo llegamos
jadeantes y entregamos los pases de abordar a una mujer morena,
joven y alejada que había tomado posesión de la
puerta doce. Ella los revisó despacio y nos dijo sin
más: "El avión a Milán se ha
marchado".

-¿Qué? -preguntamos incrédulas y
asustadas. Ella fingió otras ocupaciones.

-¿Qué? -volvimos a decir conteniendo los
gritos, pero temblando de cansancio y abandono.

-Se ha marchado -dijo de nuevo la mujer, sin siquiera
pedir una disculpa.

Lo que siguió fue un largo alegato, con manoteo,
explicaciones, demandas, y furias de nuestra parte, al que la
mujer no hizo sino responder varias veces: "Pues se ha
marchado".

Volvíamos nosotras a no poder creerlo,
volvíamos a preguntar si podíamos correr a la
pista, si no podíamos detener el avión que
aún se veía desde la ventana y que dimos en llamar
para más confundir las cosas y con gran fiereza el "pinche
avión"; si no podíamos lo que fuera, incluso lo
inaudito. Y así durante diez, quince, eternos minutos.
Hasta que ella, tan impaciente como puede ser una impaciente
burócrata de Iberia, nos dijo en el colmo de la
contundencia hispánica:

-Señoras, tenéis que aceptarlo,
entendedlo, el avión se ha marchado, iba completo y se ha
marchado. ¡Aceptadlo! ¡Aceptadlo ya!

Junto a nosotros había otros quince italianos, a
los que también había dejado el sobrevendido vuelo,
tan enfurecidos y aún más gritones que nosotros.
Los abandonamos como líderes del reclamo en castellano y
nos miramos con una sensación de fracaso compartido cuyo
recuerdo aún me conmueve. Mi hermana detesta darse por
vencida.

"Esta pesada tiene razón -dijo, apoyándose
en un sentido práctico que siempre ha ido adelante del
mío-, más nos vale aceptar que el pinche
avión se fue y nos dejó. No sólo a nosotros,
sino a todos éstos. Y que ni regresándolo
tendríamos lugar adentro."

Me dieron ganas de abrazarla, pero me contuve porque
ella no es de las que sobrellevan con desparpajo las efusiones
públicas. Así que sin decir palabra dimos vuelta
sobre nuestros talones, reconocimos el alto coeficiente emocional
de mi hija y nuestra madre, quienes se habían ahorrado la
discusión con la azafata y discutían entre ellas si
era correcto hacer unas últimas compras para exorcizar la
desgracia, y aceptamos la pérdida del vuelo, y con
él la de nuestras maletas, como algo irrevocable. Tomamos
el primer taxi que quiso llevarnos a Madrid, que no fue ni
remotamente el primero que pasó a nuestro lado, y nos
fuimos a buscar un hotel cualquiera en el que dormir sin pijama,
sin cepillo de dientes, sin medicinas, sin un pedazo de nuestras
almas, y exhaustas.

Sucedió entonces un pequeño pero hermoso
milagro: encontramos dos cuartos en un hotel perfecto, con vista
a la hermosa noche, la fuente de Neptuno rodeada de tulipanes
amarillos, la cúpula de la iglesia de los Jerónimos
y el Museo del Prado. Encontramos una tina de agua caliente, una
cena con postre de fresas y pan dorado, unas batas de toalla en
las que arroparnos. Y sobrevivimos con facilidad al desfalco de
que el avión se hubiera ido, sin esperarnos, tras ocho
horas de esperarlo nosotras.

Así pasa en la vida muchas veces. Aunque nos
empeñemos en negarlo, en no aceptar que las cosas no son
como querríamos que fueran, como soñamos que
fueran, que la piel no nos brille como brillaba, o el reloj no
camine tan despacio como en la infancia, o las novelas no acudan
como pájaros a la playa, los desfalcos se imponen sin
más ley ni más argumento que su contundencia. Y uno
tiene que aceptar que el avión se ha marchado y no morirse
ni de rabia ni de pena, ni de vejez. Y no dejarse entristecer, al
menos no entristecerse para siempre. Todo fuera como esperar otro
avión o cumplir cincuenta años.

Canto para la
vejez

Ayer, la voz cortándose de nuestra amiga
común me avisó que había muerto la hermosa
señora Conde. Hace ochenta años la llamaron
Patricia, como si hubieran adivinado, quienes le dieron nombre,
el destino de elegancia interior y lujo de alma que le
esperaba.

Descanse en paz, que paz daba verla vivir como quien
sueña. Hace ya dos décadas que la conocí.
Quiero decir, la vi entrar al salón de belleza donde,
hasta la fecha, han seguido acogiéndonos cada semana.
Empecé a quererla bien, mucho más tarde. Porque
durante años ella entraba en silencio escondida en un
libro y en silencio se iba sin notarse más que por la
fineza de su andar y la sobriedad de su gesto.

Era bonita entonces y siguió siéndolo
hasta el día de su muerte. Esa mañana, como quien
se va de pinta, entré en busca del solaz que puede ser mi
salón de belleza por ahí de las once y media. La
estaban peinando y ella veía hacia el espejo con
desacuerdo.

"¡Qué guapa estás!", le dije, porque
al verla me subió a la lengua una alegría. Estaba
maquillada con mesura, tenía sobre el regazo las delgadas
manos de un Greco con las uñas recién pintadas de
rojo.

Movió la cabeza de un lado para otro como si mis
palabras no hicieran sino confirmar su certeza de que la vejez
desbarajusta cualquier belleza. Alguna tarde me había
respondido a un elogio del mismo estilo: "A estas alturas, con no
asustar tiene uno".

Se habían ido muriendo sus amores.

"Ya no dan ganas de contestar el teléfono.
Sólo llaman para avisar de un entierro"; dijo otro
día.

Nos encontrábamos a cada tanto, y cada vez
descubríamos que era grato quererse. Yo acabé
necesitando de su figura para pensar con claridad a un personaje
al que quiero dedicar parte de la novela que me anda por dentro y
con la que lidia en desorden mi desordenada cabeza. Ahora no me
quedará sino inventarle la vida que ella había
prometido contarme.

Tengo para mí el conocimiento de que a la una y
media le entraba el antojo de un tequila, de que a las cinco, los
martes, jugaba bridge, de que oía mal y lo confesaba, de
que era tan coqueta y perfeccionista que murió el mismo
día en cuya mañana nos encontramos frente al
espejo.

-Estoy leyendo un libro espléndido sobre la
vejez. -le dije, porque yo sabía que era una lectora
apasionada.

-¡Qué tema! -contestó.

-Te lo voy a regalar. Está escrito por un sabio
italiano llamado Norberto Bobbio que tiene ahora noventa y un
años. Tres más de los que tendría mi padre
si no se hubiera muerto.

-¡Qué horror vivir tanto tiempo!

-A él se le nota en paz. Dice que es pesimista,
pero yo no creo que uno pueda vivir tantos años
siéndolo.

-Quizás por eso ha vivido tanto. Los pesimistas
nunca se decepcionan.

-¿Y tú crees que uno se muera de
decepciones? Porque yo soy optimista hasta la idiotez y quiero
vivir muchos años.

-Yo no sé de qué se morirá uno.
Quizás de cansancio -me había dicho otro
día-. A veces es cansado vivir siendo viejo. Nada
más anda uno de un achaque para otro.

-Pues no los luces. ¿Cómo te fue en
Acapulco?

-Muy bien. Todavía me deslumbra. Por eso fui a
despedirme. Ya no voy a regresar.

-Todos tenemos una puerta que hemos cerrado hasta nunca.
Eso ya lo escribió Borges. Pero a tu mar has de
volver.

-No creo -dijo, y cambió de tema.

Días después la visité en su casa.
Llovía como llueve en agosto, como si el cielo quisiera
herirnos. Me alivió entrar a su estancia cobijada por una
luz tenue.

"Siéntate de este lado porque de este otro no
oigo nada y ya aprendí a decirlo. Así no le agrego
al lío de no oír el de tener que inventar lo que no
he oído. Si vieras las conversaciones inventadas que
llegué a tener con mi marido. Horas y horas de adivinarnos
y contestar sin saber ni uno ni otro de qué
estábamos hablando. ¿Quieres tomar
algo?"

Le pedí un té y me lo sirvió con
misericordia. Ella prefirió beber whisky. Nos acomodamos a
conversar hasta que la noche se hizo alta.

De nuestra conversación de aquella tarde obtuve
mi certeza de que le hubiera gustado leer a Bobbio. Por eso la
recuerdo mientras releo:

El dudar de mí mismo, y el descontento por
las metas alcanzadas, inesperadas e imprevistas muchas de ellas,
siempre han brotado si no cabalmente de la convicción,
sí de la sospecha de que la facilidad con que logré
recorrer mi camino, para muchos de mis coetáneos
inaccesible, se debía más a la buena suerte y a la
indulgencia ajena que a mis virtudes, cuando no incluso a algunos
de mis defectos vitalmente útiles, como saber retirarme a
tiempo.

O cuando leo: "Al no haber estado en paz conmigo mismo,
traté desesperadamente de estar en paz con los
demás .

Le conté de mi padre, que vivió en Italia
veinte años y sólo volvió al finalizar la
segunda guerra.

"Nunca dijo una palabra sobre el pasado", le
comenté. Volví a pensar en eso cuando leí en
Bobbio:

El fascismo fue una vergüenza en la historia de
un país que se contaba hacía mucho en la historia
de las naciones civilizadas. De esta vergüenza sólo
nos libraremos si logramos comprender a fondo el precio que el
país hubo de pagar por la prepotencia impune de unos pocos
y la obediencia aunque forzosa y no siempre bien soportada de
muchos.

Ya no pude prestarle el ensayo sobre la vejez a la
señora Conde. Me hubiera gustado compartir con ella los
subrayados que ahora quiero dejar aquí para compartirlos
con quienes piensan que la vejez es triste, para los que piensan
que no es sabia, para los que no quieren ni pensarla o para los
que, como yo, la imaginan como un lujo y se atreven a anhelarla
como parte de su futuro.

Siempre me han atraído los viejos. Desde
niña quise verlos como quien mira por una esfera de
cristal. Pero tras leer las reflexiones de Bobbio en torno a su
vejez y la vejez, he querido atreverme a soñar que
pasaré los cincuenta y ocho años en que
murió mi padre, que estaré a los setenta y siete
tan viva como ahora mi madre y que tendré en mi voluntad
el arrojo que ella tiene en la suya cuando me promete. sin
más este domingo que vivirá para alcanzar los
noventa y uno en que Bobbio dice "Nunca hubiera imaginado que
yo viviría tanto
"

De senectute es un ensayo sobre la vejez.

Yo quiero, como quien dice una plegaria, transcribir
algunos subrayados en homenaje a los viejos que he perdido, en
invocación de los viejos que hemos de ser y en franca
reverencia por el viejo sabio que los escribió.

No siempre quienes hablan uno con otro hablan de
hecho entre sí: cada cual habla para sí y para el
patio de butacas que lo escucha. Dos monólogos no
constituyen un diálogo.

[…]

Podría hacer mía, aunque en forma
paródica, la autodefinición de un poeta
japonés: "No poseo una filosofía sino solamente
nervios".

[…]

El elogio del diálogo y el elogio de la
templanza pueden perfectamente ir unidos y sostenerse y
completarse el uno al otro.

[…]

Hablar de sí es un hábito de la edad
tardía. Y sólo en parte cabe atribuirlo a la
vanidad.

[…]

Biológicamente, yo sitúo el comienzo
de mi vejez en el umbral de los ochenta años. Pero
psicológicamente siempre me consideré un poco
viejo. Incluso cuando era joven. Fui un viejo de joven, y de
viejo me consideré todavía joven hasta hace unos
años. Ahora creo que soy un viejo-viejo.

[… ]

No conviene generalizar. Pero estoy dispuesto a
reconocer que hay gran cantidad de obras filosóficas,
literarias y artísticas que ya no logro entender y que
rehuyo porque no las entiendo.

[…]

El viejo satisfecho de sí de la
tradición retórica y el viejo desesperado son dos
actitudes extremas. Entre estos dos extremos hay otros infinitos
modos de vivir la vejez.

[…]

El mundo de los viejos, de todos los viejos, es de
forma más o menos intensa el mundo de la memoria. Se dice
que al final eres lo que has pensado, amado, realizado. Yo
añadiría: eres lo que recuerdas… Que te sea
permitido vivir hasta que los recuerdos te abandonen y tú
puedas a tu vez abandonarte a ellos.

[…]

Diré con una sola palabra que tengo una vejez
melancólica, entendiendo la melancolía como la
conciencia de lo no alcanzado y de lo ya no alcanzable. La
melancolía está atemperada, no obstante, por la
constancia de los afectos que el tiempo no
consumió.

[…]

La sensación que experimento al estar
todavía vivo es sobre todo de estupor, casi de
incredulidad.

[…]

La fortuna tiene los ojos vendados, pero el
infortunio nos ve perfectamente. Hasta ahora he estado bajo la
protección de la invidente, cuyos protegidos, precisamente
por ser elegidos a ciegas, no pueden jactarse de nada: Pero no
estoy en condiciones de responder a la pregunta: ¿hasta
cuándo?… No lo sé ni quiero saberlo. El azar
explica demasiado poco, la necesidad explica
demasiado.

[…]

Los hombres son muy distintos entre sí. Se
suele distinguirlos sobre la base de mil criterios. Imposible e
inútil enumerarlos todos. Pero siempre me ha asombrado que
se dé tan poca importancia a un criterio que
debería marcar más profundamente su irreductible
diferencia: la creencia o no en un más allá
después de la muerte.

[…]

Que los hombres son mortales es un hecho. Que la
muerte real que hemos de constatar día tras día a
nuestro alrededor y sobre la cual no cesamos de reflexionar, no
es el fin de la vida sino el tránsito a otra forma de vida
imaginada y definida de distintas maneras según los
distintos individuos, las distintas religiones, las distintas
filosofías, no es un hecho, es una
creencia.

Cuando leo los elogios de la vejez que proliferan en
la literatura de todos los tiempos, me asalta la tentación
de sacar del proverbio erasmiano (en torno a la guerra) esta
variante: quien alaba la vejez no le ha visto la
cara.

[…]

Desde que empecé a reflexionar sobre los
problemas últimos, siempre me he sentido más cerca
de los no creyentes.

[…]

Para el no creyente, el argumento principal es la
conciencia de la propia poquedad frente a la inmensidad del
cosmos, un acto de humildad ante el misterio de los universos
mundos.

[…]

La respuesta del no creyente excluye cualquier otra
pregunta.

[…]

Siento curiosidad por saber cómo se imaginan
la vida después de la muerte quienes creen en
ella.

[…]

Tomar en serio la vida significa aceptar firme y
rigurosamente, lo más serenamente posible, su
finitud.

[…]

Todo lo que ha tenido un principio tiene un final.
¿Por qué no iba a tenerlo también mi vida?
¿Por qué el final de mi vida iba a tener a
diferencia de todos los acontecimientos, tanto los naturales como
los históricos, un nuevo principio?

[…]

Dicen que la sabiduría consiste, para un
viejo, en aceptar resignadamente sus límites. Mas para
aceptarlos es preciso conocerlos. Para conocerlos es preciso
tratar de explicárselos. No me he vuelto sabio. Los
límites los conozco bien, pero no los acepto. Los admito
únicamente porque no tengo otro remedio.

[…]

He llegado al final sin ser capaz de una respuesta
sensata a las vicisitudes de las que fui testigo me plantearon de
continuo. Lo único que creo haber entendido, aunque no era
preciso ser un lince, es que la historia, por muchas razones que
los historiadores conocen perfectamente pero que no siempre
tienen en cuenta, es imprevisible.

[…]

Cuantos de la historia hacen una profesión y
con mayor motivo los políticos, que son asimismo actores
de la historia de un país, harían bien en comparar
de vez en cuando sus previsiones, en las cuales entre otras cosas
se inspira su conducta, con los hechos realmente acaecidos y en
medir la magnitud y la frecuencia con que se corresponden unos
con otros. A menudo realizo ese control sobre mí mismo. Es
muy instructivo y, considerados los resultados del cotejo,
mortificante.

[…]

Ahora ya es demasiado tarde para entender todo lo
que hubiera querido entender y me he esforzado por entender.
Ahora he alcalizado la tranquila conciencia, tranquila pero
infeliz, de haber llegado solamente a los pies del árbol
del saber.

[…]

El gran patrimonio del viejo está en el mundo
de la memoria. Maravilloso, este mundo, por la cantidad y
variedad insospechable de cosas que encierra. No te detengas. No
dejes de seguir sacando. Cada rostro, cada gesto, cada palabra,
cada canto por lejano que sea, recobrados cuando parecían
perdidos para siempre, te ayudan a sobrevivir.

[… ]

Delirios y
ventura de los desventurados

Hay quien ni se suicida, ni se deprime, ni se alborota
de más ni se alegra en exceso, ni llora durante
días, ni se cree los amores repentinos, ni
muchísimo menos se los inventa para ayudarse a sobrevivir
cuando la vida no es todo lo altanera y hermosa que
debería. Hay el mundo de los seres sensatos, de quienes
aman la prudencia y jamás comen lo que les hace
daño. No pertenezco a él, le temo, creo que a pesar
de su buena fama está aún más lleno de
tentaciones y falsas promesas que el desprestigiado mundo de la
avidez y los delirios.

Este mundo de los que le hacen espacio a la nostalgia y
a veces extrañan sin remedio. ¿A quién? A
tantos. A uno mismo. A la yo que fui un mes de marzo, a la
música que ya no me estremece, al aire que respiraba un
hombre al bajarse de un auto cerca del Duomo en el Milán
de 1938. ¿A quién? A ella. A la hechicera que
deseó ser un abril ya remoto, a sus pies calientes, a la
húmeda sonrisa de su noche y sus días.
¿Extrañar qué? Tantas cosas: la Plaza de San
Marcos, un par de guantes, los corales inasibles bajo el agua, la
cara de la niña que fue mi hermana rascando el fondo de su
alcancía para sacarle el último peso, la Navidad de
hace diez años y las de hace cuarenta. Porque uno pierde
dos infancias: la suya y la de sus hijos.

Sin embargo, mil veces la vida diaria nos exige, igual
que a tantos, acatar la cordura como una inexorable rutina a la
que uno cede con tal de no perder para siempre lo que reconoce
como las leyes de su destino desatinado.

Por más reverencia que uno le tenga al desafuero,
se pliega a ir al trabajo cuando no querría ni quitarse la
pijama, se hace al ánimo de que sus hijos ya no la
necesiten para ir al cine o entretenerse en el parque, pero
sí para que se haga comida en la casa aunque ellos no
sepan si vendrán a comer o no.

Por más que haya jurado ir de vacaciones, si los
demás no van, uno se queda en la ciudad de México
cuando querría irse al agua del Caribe, opta cuando
está segura de que quien elige abandona, acepta que su
hermana tenga la razón cuando le habla del inútil
abismo de tristezas que puede uno crearse si se empeña en
desear lo que otros no pueden darle.

Semejante obediencia no deja de propiciar desfalcos. Lo
supongo cuando tras el meticuloso escrutinio de una panza que me
duele como la mordida de una tintorera, la en apariencia casual
sabiduría del doctor Goldberg pregunta como al pasar:
¿Y has estado tranquila?

Yo sé que pregunta para cumplir con el protocolo
profesional, pero él sabe, porque sabe, que yo no estoy ni
soy, ni anestesiada podría ser tranquila. Y mejor
así, tal vez el colon sea sólo ese lugar del cuerpo
al que muchos mandamos nuestro terror a la tranquilidad, nuestra
constante ambición de crestas o nuestro inerme deseo de
encontrar, alguna vez, tal cosa como una euforia mezclada de
armonía. Un tono de vida que pudiera sentirse como suena
el adagio del concierto para clarinete de Mozart.

Quién sabe, es un dolor tan caprichoso. Y si uno
lo padece y lo comenta descubre que no sólo es caprichoso,
sino que abunda. Yo he ido de la dimeticona al té de
comino, pasando por las últimas sofisticaciones de la
ciencia gastrointestinal, y lo único que puedo recomendar
es buscarse una tregua. Una tregua de esas que sólo uno
conoce y sólo en uno está darse. Una tregua que se
siente en el cuerpo como sé que el silencio puede sentirse
en el aire tras un ciclón o en la tierra tras un
terremoto. Una flexible y generosa tregua para dejar que la mente
deambule sin más, para tirarse a oír Soave sia
el vento
, para ir al cine, comer un helado y aceptar que ni
modo, la pasión de Flaubert por su trabajo fue mayor que
la nuestra, ¿qué digo?, mucho mayor. Y a otra cosa.
A la vida como el enigma persuasivo que puede ser. A los otros,
al elogio de quienes, como dijo Borges, prefieren que otro tenga
la razón. A quienes conversan de la trivia crucial de su
cada día, su pena y sus esperanzas, ayudados por el orden
de una sopa, el solaz de un postre con chocolate, el punto de un
pescado a la sal.

Me doy una tregua y recalo en la fascinación que
provocan las fábulas de Ovidio recién traducidas
por un hombre que quiso traerlas a nuestro siglo como quien trae
a la mesa el mejor vino. Voy a un concierto con mi amiga de la
infancia. Viva a pesar de lo que había dicho su destino
que debía ser. Y en mitad de la música, la bendigo
por haber superado la tarde en que creyó desear la muerte
como sólo la vida se desea. Creyó cualquier
barbaridad, pero sobrevivió para salvar con ella desde un
atisbo del cielo que sólo sus ojos atestiguaron hasta la
memoria de aquel dulce de almendra que hacía su abuela. Y
tantas cosas.

Me doy una tregua y pregunto mientras lo invoco:
¿quién hornearía el pan negro con pasitas
que tuve un día de luz sobre mi mesa?

¿Quién le dio a mi madre la receta del
bacalao y quién la rigurosa armonía con que lo
guisa?

¿Cómo agradecer con precisión a
quienes le han dado a José Mas, ciego desde la infancia,
poeta y escritor de tiempo completo, la posibilidad de recibir en
su computadora la carta que oye leída por una voz
cibernética y puede imprimir en sistema Braille si le
interesa?

Tantos otros nos hacen felices.

Los que pusieron la enorme rueda de la fortuna que
ilumina las noches en París.

El cocinero que abrió en Venecia un
restorán para vender su memorable pasta negra con
mariscos.

Los adolescentes que trajeron a su casa la segunda
temporada de Sex and the City y amanecen, tras su propia
noche de fiesta y ciudad, amorosos y despeinados como en la
infancia.

El adulto que se duerme ruidosamente en mitad de una
escena de lágrimas que me tiene en vilo como a una de
treinta. ¡Increíble! Mister Big resulta
capaz de comprometerse. Pero claro, de ninguna manera con
Carrie, sino con una dulzona espátula de veinte
años, complaciente y aburrida. Entonces tres amigas le
cuentan a una cuarta de cómo lo mismo pasó en
Memories con Robert Redford. ¿Could it be
that it was all so simple then?
Cantan desentonadas
¿O podrá ser que el tiempo lo rescribe todo? Canto
yo en un inglés que no escribo para que no se le note la
mala pronunciación.

El pianista Gonzalo Romeu, tocando cubano, mientras los
cinco que cenamos bajo su música tejemos el futuro como
Penélope sus esperanzas. ¿Cómo
agradecer?

El perro saltando seis veces más de lo que mide
para celebrar que lo llevemos a caminar.

La voz de las hadas pidiéndome que no
tiemble.

Y cuando menos la esperamos, la inaprensible ventura:
omnipotente, quebradiza y a ratos tan fácil, tan
insólita, en el milagro de una estrella
naranja.

No hay más: sólo atisbarla unos segundos,
creer en lo inaudito, estremecerse. ¿Quién pide
más?

Territorio
mítico

Allí donde uno atesoró los amuletos de su
infancia, donde la esquiva luna dijo una tarde nuestro nombre,
donde aprendimos a oír como quien sueña y a evocar
porque sí. Allí donde el deseo, altivo como nunca,
nos insinuó lo que sería de por vida, donde por
primera vez confundimos el miedo con la audacia, el amor con el
imposible y el absoluto con lo verosímil, allí
está para siempre el territorio prometido, el lugar
mítico del que todo depende. Allí están sin
duda nuestras pasiones más asiduas y el rescoldo de la
memoria desde el que todo reinventamos.

Puebla es mi territorio mítico. Como tal se me
cruzó en la vida y a cambio sólo me ha pedido el
afán de recontar sus delirios, imaginar lo que tal vez
conocen sus montañas, elogiar sus campanarios y sus
atardeceres, deshacerla, reconstruirla, maldecir sus sospechas y
bendecir las puertas de sus casas.

Aquí en Puebla, bajo mis ojos, envejecieron mis
abuelos, se quisieron mis padres, nacieron mis hermanos.
Aquí en Puebla, en el jardín de mi amiga Elena,
está el fresno que habitamos mil tardes, en el que la
recuerdo detenida, como a las hadas de su nombre, antes de
conocer las letras de una pena. Aquí está el
río transparente que veneró mi abuelo, el lago en
cuyo cielo aprendí el orden estremecido que rige a las
estrellas.

Aquí en Puebla vio mi padre a los primeros
muertos de las varias guerras que acortaron su vida, aquí
lo vi perderse mirando desde la puerta de nuestra casa
cómo nos íbamos antes que él.

Aquí mi madre padeció la belleza con que
aún nos deslumbra su perfil, aquí ha encontrado la
paz y la sabiduría que muchos nunca encuentran.

Aquí en Puebla perdí los ojos tras el
primer hombre, que entonces era un niño, y aquí
vengo a reconocer que hasta el último hombre que me cruce
la vida será siempre un niño.

Puebla, el siglo pasado, me concedió el
descubrimiento de las misceláneas y las mercerías.
Me enseñó los secretos de abril y el anhelo de
diciembre. En Puebla siempre está lo que me urge. Siempre
agosto como una promesa, siempre octubre con las flores moradas,
siempre el primer deseo, siempre los viernes de Dolores, los
viernes de luna llena, los viernes prodigiosos que abrían
las vacaciones. Siempre el ambiguo temblar de la vuelta al
colegio: con los libros radiantes y los lápices nuevos.
Siempre el aire bendito de la primera papelería que
conocí, siempre la gramática y sus leyes como el
primer atisbo de una pasión que redime todos mis
días. Siempre la nieve de limón con sabor a cinco
de la tarde, siempre la primavera al mismo tiempo que el
otoño, siempre la perfecta memoria de las lluvias: aunque
arda una sequía o corra el aire denso de una polvareda.
Siempre el mundo completo como creí de siempre que
sería.

Para mí, en Puebla puede ser siempre Navidad y
siempre está mi abuelo Guzmán sembrando flores,
jugando ajedrez, amaneciendo como quien va de fiesta. Siempre mi
abuela con los ojos clarísimos haciendo sumas al mismo
tiempo en que repite un poema. Siempre el velero ineludible que
construyó el tío Roberto, para irse por el lago en
compañía de la niña que fui y de una botella
de ron que se bebía mientras la proa tomaba cualquier
deriva. Siempre la tía Nena caminando de prisa, entre lo
inverosímil y catedral. Siempre la casa vacía del
médico que fue mi bisabuelo y siempre adentro una tertulia
del siglo diecinueve con una flauta y una mujer que empollaba
elefantes cada vez que algo le dolía, y cuya
heterogénea descendencia le ha dado al mundo desde
matemáticos hasta bailarinas, pasando por toreros,
cantantes, cirujanos, físicos, marineros, pintores, poetas
y otros cientos de fanáticos aspirantes a la gloria diaria
de seguir en el mundo.

En Puebla siempre está Alicia Guzmán
vestida de blanco, volviendo de jugar frontón con la
sonrisa premonitoria de quien se sabe eterna. Siempre la
tía Maicha entre pinturas, distraída de todo,
incluso de sí misma, preguntando en desorden si me siento
feliz. Siempre el tío Sergio construyendo una casa de dos
pisos a la que se le olvidó ponerle una escalera, siempre
el tío Alejandro tocando el piano como quien juega
solitarios, siempre la memoria de un rincón del
jardín, cercano al árbol de nísperos, en el
que estuvo la tumba de su perra Diana, dándome desde
entonces la certeza de que en toda lápida, hasta en las de
los perros, hay un pasado que se busca eterno. Siempre la
diminuta escuela que dirigía con espíritu de
heroína una mujer solitaria a quien entre más pasa
el tiempo más admiro. Y siempre, basta sólo con
detenerse en el barrio de Santiago, siempre hay una familia,
hecha de varias familias, empeñada en salir a que los
hijos conozcan el mar: mi larga e irrevocable familia de la
infancia.

Aquí en Puebla está el jardín de
Marcela con una jacaranda y todas las certezas de quien duda.
Está Sergio mi hermano cavilando el futuro, memorizando
los abismos de la sierra, despierto todas las madrugadas con el
ansia de atestiguar un imposible tras las imposibles noticias
diarias. Aquí están los eucaliptos que
sembró mi abuelo paterno y que mi madre le defendió
a una herencia como quien defiende un reino. Está el
edén con sus hijos y sus nietos jugando un pertinaz
fútbol de chicos contra grandes.

Aquí está Mónica con su aroma a
chocolate y promesas, aquí anda aún mi prima
María Luisa, con un loro en el hombro y un tigre en el
anillo, viviendo como en África el amor de su vida.
Aquí está Pepa jurándome que ella es una
novela y Tere sonriéndole al olvido. Aquí Adriana
con todo su buen juicio cuidando el de otros como quien cuida
luces de bengala, y aquí María Isabel, que
aún salta con la lengua entre los dientes, como si ganar
el juego fuera ganar la gloria.

Aquí puedo pensar en Alis a los nueve
años, vestida de ángel, con los ojos enormes como
las matemáticas en las que después ha puesto la
vida. Aquí está Checo armando un globo de papel
para mandar al cielo una caja con nuestro viento y su fuego.
Aquí José Luis Escalera ha reconstruido una casa
para llenarla con libros y la ha llamado Profética, guiado
por la inclinación de quien sabe que cada libro busca en
sí mismo el cumplimiento de una
profecía.

No es deber de escritores ser profeta. Los profetas
adivinan el futuro, yo he andado una parte de la vida tratando de
adivinar el pasado. Escribo libros que intentan la
profecía al revés, y no sólo me cuesta
trabajo hablar del futuro, sino incluso indagar en el presente.
Por eso recuerdo los detalles más impensables y olvido los
más preclaros.

Aquí en Puebla aprendí a decir Carlos para
nombrar a mi abuelo paterno, un italiano suave y
enigmático cuya voz aún oigo de repente en mis
hermanos. Aquí mi padre se empeñó en
heredarle a su hijo Carlos la pasión por los autos de
carrera que él hoy hereda a sus hijos junto con otras
pasiones de igual rango. Aquí lo vio Daniel mi hermano
dibujar con tinta verde unas letras perfectas como las
líneas que él ahora dibuja, mientras silba despacio
una canción que sólo ellos comparten.

Aquí, sentada en los mosaicos rojos de una casa
blanca, oí muchas tardes el ruido de unas manos
emparentadas con la dicha mientras escribían.

La escritura y la felicidad me fueron enseñadas
como una misma cosa. No tengo cómo pagar semejante
herencia. Como una misma cosa aprendí las palabras y la
fiesta, la conversación y la leyenda, el juego y la
sintaxis, la voluntad y la fantasía. Como una misma cosa
miro mi historia y la del mundo en que crecí y al que
vuelvo sin tregua lo mismo que quien vuelve por agua.

Aquí perdí antes de mirarla a una
tía de nombre Carolina, como el hermoso edificio en que
hoy estamos. Aquí encuentro para toda la vida a la
tía Tere horneando unas galletas con su fuego y a la
tía Catalina dándole a cada quien el destino que
quiere al extender la mano. Aquí recibió Marcos
Mastretta las cartas que le llegaron desde Italia, contando las
batallas y la esperanza de su hermano. Y aquí
volvió Carlos Mastretta a dar con la insólita mujer
que estaba destinada para él, con los hijos que nunca
imaginó y que aún se empeñan en imaginar
cómo sería su paso si, en vez de morir joven como
su risa, hubiera conseguido vivir los noventa años que hoy
tendría.

Aquí está la Iztaccíhuatl
impávida, impredecible y sola como toda mujer dormida
junto a un guerrero que, desde hace cuatro millones de
años, estalla a cada tanto cubriéndola de cenizas y
lumbre.

Yo no concibo el mundo sin los volcanes atestiguando las
luces de este valle, acompañándonos la vida entera
mientras pasa un instante de sus vidas. Ni siquiera imagino al
mar que tanto venero, sin los volcanes como la contraparte de su
inmensidad.

Quienes fundaron Puebla en este valle, movidos por la
imaginación y los sueños del Renacimiento, supieron
elegir el paisaje. Ser de Puebla, a pesar de la fama de
insondables que no sé cómo hemos creado, es ser de
todas partes, es heredar la vocación ecuménica de
las muchas generaciones que han mezclado aquí su
fantasía y sus linajes. Ser de Puebla, para nuestra
fortuna, es ser mestizo, es ser hijo de viajeros, de peregrinos,
de asilados. Por eso cuando ando por Puebla ando un poco por
todas partes.

Basta ver el daguerrotipo del bisabuelo Juan para saber
que algo de olmeca tiene mi familia. También algo de maya
y algo de fenicia. El gesto de la bisabuela María es de
una andaluza, lo cual nos hace también árabes,
abisinios. Tuve un bisabuelo campechano y rubio, mitad hijo de
Alsacia y mitad de Turquía. Un tatarabuelo judío,
una griega mezclada de maya y seguramente una veneciana que
casó de casualidad con un romano. Por eso viajo lo mismo a
Mérida que a Oviedo, a Nepantla que a Granada, a
Teziutlán que a Buenos Aires, a Cartagena que al
Adriático, al Vesubio que a Tlaxcala, al desierto, a
Cozumel o al Mediterráneo diciendo siempre: yo estuve
aquí, bajo este firmamento tuve amores, por estas calles
me perdí una tarde. Puebla es mi centro y mi destino
porque es el inaudito cruce de muchas veredas.

Aquí en Puebla vi una mañana a Emilia
Sauri atándose a Daniel Cuenca tras el mostrador de una
botica, aquí me convenció Milagros Veytia de
cuán urgente era contarla como si la hubiera conocido.
Aquí supe la historia de un cacique implacable a quien en
mi cabeza tuve a bien casar con una mujer que aprendería a
burlarlo. Todo con tal de conjurar la carga que ese mundo
llegó a tener en el recuerdo de quienes ni siquiera lo
vivimos. Aquí aún me parece cierto que las hembras
de la especie humana hayan logrado desde hace muchos años
reírse de sí mismas, torcer el destino que les
estaba señalado, mirar el mundo con la benevolencia y la
dicha de quien se sabe parte de su travesía.

Aquí vive con todas sus luces la más
intrépida, la mejor de cuantas hermanas puede alguien
tener: Verónica, rápida como los pájaros,
incansable, asida a la razón que según ella es su
ley primera y según yo su debilidad única,
cambiando de lugar todas las cosas sin perder de vista una sola,
sin negarle a la agudeza de su lengua ninguno de sus mil deberes.
Aquí está Daniela su hija con el rigor de la ley
entre las manos y una sonrisa como un bálsamo. Desde
aquí Lorena ayudándome a buscar a un perro capaz de
enamorarse como sólo Quevedo y de perderse de mí
como sólo yo suelo perderme. Aquí los dos Arturos:
el que vivió conmigo para mi fortuna y el que vive con mi
hermana como quien teje su fortuna.

Aquí crecieron todas la vacaciones de mis hijos,
aquí su extraordinaria abuela les enseñó a
jugar ajedrez y a tener paciencia, aquí aprendieron a
andar en bicicleta y a venerar la tierra y sus prodigios,
aquí vuelven cada vez que les urge saber quiénes
son y dónde está la imprescindible métrica
de sus vidas. Aquí anda su padre, leyendo siempre un
libro, inteligente y ensimismado como si estuviera en todas
partes. Aquí también están cada uno y todos
mis grandes amores: los posibles, los imposibles y los que siendo
inconfesables se volvieron perennes. Aquí, como si todo
esto que nombro no fuera suficiente, la Universidad de Puebla me
entrega hoy un grado que me enaltece y me alegra, un privilegio
al que pretendo hacer honor el resto de mis
días.

Nada me asombra y me regocija más que los seres
humanos. Trato a diario de contar su vida y sus milagros porque
imagino que al contarlos conseguiré asir uno que otro de
sus deseos y sus contiendas. Sé que imagino mal: la gracia
de los demás está en que sabemos de ellos tan poco
como conseguiremos saber de nosotros. Yo querría ser
audaz, pero creo que escribo por temor. Le temo al día en
que no veré más cómo llega la noche,
cómo se crece el mar, cómo entra la llovizna leve
sobre el cauce de las montañas, cómo crecen mis
hijos, cómo se enamorarán los hijos de mis hijos. Y
le temo todos los días, con más reticencia que a la
muerte, a la posibilidad de que no me quieran aquellos a quienes
reverencio. Este premio será siempre un conjuro contra
semejante temor.

Las venturas, como la vida misma, son un regalo
impredecible. Acepto con alegría el espléndido
estímulo que es estar aquí, acogida por ustedes y
por este claustro, símbolo de cuantos caminos cruzan
nuestra ciudad. Lo acepto con la única sensatez de la que
soy capaz, la que me dice que es imperioso aceptar la generosidad
con que nos miran otros, porque nos urge aprender a mirar a los
otros con la misma generosidad.

Igual que un
colibrí

Arrebatada, repentina, inevitable, la felicidad cruza
dejándonos el silencio como hacen los ángeles y las
luciérnagas, igual que un colibrí o las
hadas.

No se busca la felicidad, se encuentra. Aparece cuando
menos la esperábamos y es huidiza, quebrantable,
embaucadora. Como la luz de las mañanas, como el ruido del
mar, como el amor desordenado, las hojas de los árboles o
el azul de los volcanes.

Uno puede recontar sus momentos de felicidad, aunque no
siempre pueda explicarlos y no a todos les resulten deseables.
Quien se apasiona por el mar es feliz de sólo verlo, quien
lo teme o le parece prescindible pasa frente a la orilla de su
prodigio sin conmoverse. Quien juega a la lotería goza con
el atisbo de un premio. Quien siente que su vida está
signada por el azar vive jugando a la lotería, y
entreverada con la diaria existencia se va encontrando la
felicidad. A cualquier hora, como una gota de agua: en el aire o
al fondo de un abismo.

Hará un mes que una voz pedregosa irrumpió
en el teléfono a las dos de la mañana. Me
preguntó si yo era yo. Dije que sí.

-Véngase rápido al puente Conafrut, su
hijo chocó, se desbarató el coche.

-¿Y él? -pregunté, volviendo a
creer en el infierno.

-Él está bien, pero véngase
rápido. Rápido.

Le pedí que me dejara oírlo, quise saber
quién llamaba, pero del otro lado sólo
respondió el aire oscuro de una ausencia.

Su papá y yo nos vestimos en segundos y salimos
tras la voz creyendo en ella tanto como desconfiábamos.
Casi sin hablarnos, con tal de no decir lo que íbamos
pensando. Fuimos hasta la carretera a Toluca, anduvimos por su
oscuridad como a tientas, tratando de recordar en dónde
está el puente por el que hemos pasado tan pocas veces y
con tanta luz como nuestro hijo lo tiene en la memoria de quien
transita a diario la descabellada carretera.

Él y la voz que nos llamó debían
estar del otro lado, llegando a la ciudad, no
abandonándola. De lejos vimos el coche colgado de una
grúa bajo las luces de una patrulla.

¿Y el hijo?

Un pánico mudo nos recorrió el cuerpo.
Cruzamos la eternidad en tres kilómetros: y ahí
estaba el hijo. Inmensamente vivo, entero, agitando los brazos. Y
ahí estaba, indeleble, fortuita: la felicidad.

¿Cómo agradecer ese instante?
¿Qué premio de cuál lotería nos lo
dio un jueves cualquiera? No se busca la felicidad: se
encuentra.

Quizás lo más inquietante de todo lo suyo
es que mil veces resulta imprevisible.

Ayer pasé la tarde sola en mi casa. A las nueve
de la noche aún no había oído a nadie
llegar. Estuve un tiempo largo frente a la computadora,
entretenida con sus letras haciendo las mías. Ni un solo
ruido. Semejante silencio comparado al trajín que agobia
las mañanas me pareció una humilde manera de
vislumbrar la felicidad.

Abrí el correo electrónico: varias cartas,
dos contraseñas. Una fue de mi hermana: "ven a Puebla,
caminaremos" dice. Y dice tanto. La pienso. Ella nunca
pregonaría: "¡qué feliz soy!" Es mucho
más enigmática y mucho más clara que eso:
sabe hacer felices a otros. ¿Quién puede lo segundo
sin lo primero?

Como a las diez un cansancio sin alas me cayó en
los párpados. Terminaba otro día de lluvia.
Apagué la luz de mi estudio. El perro se levantó de
su rincón, adormilado y perezoso. Dos chispas negras le
juegan en los ojos y con ellas lo mismo se entristece que se
encandila. Me siguió moviendo la cola sin causa cierta.
Tiene el don de los perros: me hace creer que traigo en mí
su felicidad. ¿Qué mejor podría
darme?

Iluminé la escalera, canté el final de un
tango. Me lo sé mal, pensé, pero me gusta. Arriba
los cuartos estaban a oscuras. Yo querría que los hijos
tuvieran diez años y me llamaran al terminar la Historia
sin fin, para ver por centésima vez cuando el niño
vuela sobre el mundo montado en su blanquísimo perro
dragón. Ahí estuvo entonces la felicidad: en ellos,
en el niño, en el sonriente dragón volando sobre
nuestras cabezas.

Pero mis hijos han crecido tanto que de seguro el
niño del dragón ya tuvo un hijo. Y arriba los
cuartos estaban oscuros. Caminé hasta la puerta del
mío. "¿Ma?"; llamó la voz de la cineasta que
es Catarina cuando usa los anteojos, y también cuando no.
En la penumbra de su cuarto estaba viendo la tele, con medio
cuerpo sobre el sillón y el otro medio recostado en su
novio. Me la encontré sin más, sin saber que
ahí estaba.

Hace tan poco tiempo que volvió dichosa, con una
estrella pegada en la frente tras su primer día de
colegio. Me la enseñó como una novedad. Yo supe, y
sigo sabiendo, que ya la traía puesta el día que
nació.

-¿Cómo andan? -pregunté para
ocultar el pueril regocijo con que los descubrí como a un
tesoro inesperado.

-Estamos viendo La guerra de las galaxias hasta sabernos
todos los parlamentos. Te invitamos -condescendió conmigo
como si la chiquita fuera yo.

¿Qué podía ser su voz sino la
inexpugnable felicidad? Y otra vez, como tantas, le vi una
estrella en la frente.

Dos frases célebres tiene mi madre: "la vida
es difícil"
y "no todo se puede". Sin
decírselo ni decírmelo, yo he pasado la vida
intentado probar la improbabilidad de sus decires. He hecho de
todo con tal de que todo se pueda, he puesto cara de que no me
duele lo que sí me duele, de que fue muy fácil lo
que resultó tan arduo. Una y otra vez he caído de
bruces sobre las dos certezas clave de mi madre, sin por eso
dejar de empeñarme en que no tenga
razón.

Hace unos días me despedí de su paz y su
jardín para volver a mi ajetreo. La vi como siempre:
hermosa, con sus setenta y ocho años y su espíritu
indómito.

-Sabes madre, creo que terminaré dándote
la razón. No sé bien cuándo, de momento
pienso seguir en mi empeño, pero a la larga, lo veo
llegar, acabaré aceptando que no todo se puede y que la
vida es difícil. Hasta mi último día les
pondré matices y reparos a tus dos grandes certidumbres,
pero acabaré dándote la razón.

-Porque la tengo hija. Ni modo -sentenció serena
y sonriente. Y tras la sentencia vi sus labios y el rabito de sus
ojos y vi en ellos la complacida felicidad de quien convence a la
inconvencible: no se puede todo, la vi pensar, pero hoy pude
contigo. La besé para decir adiós. Y me
sentí torpe y necesariamente feliz.

El señor de la casa entró silbando. Trae
en la cabeza diez periódicos, cuarenta conversaciones
cruciales, setecientos pendientes. Oigo sus pasos llegar y me doy
cuenta de lo atrasada que ando en mis arreglos para ir a la cena.
Me pinto las pestañas espantando al sueño como a un
mal pensamiento. Tengo un letrero enmarcado que advierte desde
siempre: "si me corretean me tardo más".
Él nunca le ha hecho ningún caso.

Oigo subir el silbido y la danza del silbante. Lo que
sigue es un "vámonos" como una sentencia. En un segundo
los pasos andan el camino entre la escalera y nuestro cuarto, y
el señor de la casa detiene el silbido:
"¿Qué crees? -dice-. Se suspendió la
cena".

Suelto el rimel y recupero el alma. Que no todo se
puede, dijo mi madre, pero a veces se puede lo imposible, digo
yo. Y entra la felicidad: discreta, imperceptible casi, a dar su
guerra tibia.

No se busca la felicidad: se encuentra.

Pasión por
el tiempo

No sé ni cómo, pero mi ventana se abre a
la gloria de tres árboles. Dos enfrente, uno a la
izquierda. El de la izquierda es un fresno inmenso. Está
del otro lado de la calle, pero no importa, en los asuntos
cruciales ha estado siempre aquí, a veces demasiado cerca.
Hoy en la tarde, que de pronto se ha hecho clara cortando su
camino a través de una polvareda, alrededor del fresno
vuelan decenas de pájaros jóvenes. Parece que andan
adiestrándose en el arte, porque salen de entre las ramas
y cruzan tramos breves, luego dan la vuelta y recalan en el
árbol. Hacen lo mismo una vez tras otra mientras el cielo,
que asombra de tan claro, empieza a volverse rojizo. Cerca ha
salido una luna pálida, casi transparente. Uno
diría que la tarde es inaudita en una ciudad como esta.
Pero no lo es. Se repiten las tardes así en esta ciudad
tan apretada de tan fea o tan bella que aquí estamos
apretados. ¿Quién mira la tarde aquí?
¿Quién se detiene a intentar asirla?

Yo sé, vanamente, que yo. Y sé que hay
quienes. Incluso sé que hay quien las ama, quienes bajo
ellas se aman.

A veces, de saberlo, tiemblo. Ya no está de moda
vivir así. Soy una anticuada, una cursi, una perdedora del
tiempo. Tengo pasión por perder el tiempo. Y tengo tantas
pasiones por las que no dan título en la
universidad.

Yo sé cuándo hay luna llena aunque la
noche esté nublada, y sé por qué sale
temprano a veces y muy tarde otras. No lo sé por
astrónoma, sino por lunática. Del mismo modo en que
no sé un ápice de ecosistemas, pero me angustia no
mirar el horizonte para reconocer en cuál habito. Igual
que me pasmo bajo las estrellas y deliro de furia porque
aquí no se ven. Miro el tiempo alargarse entre las nubes,
dicen que no existe. Lo bien creo.

Mi madre solía justificarme diciendo: "es que
ella es muy intensa". Lo decía con toda la boca, entre
asustada y compadecida. Otros lo piensan. No falta quien lo teme,
quienes lo censuran y lo encuentran de plano muy, pero muy fuera
de lugar. O de verdad aburridísimo, inapropiado y
necio.

Afuera hay un ruido como el que debería decirse
que hay en algún infierno. Se oye pasar una sirena, un
avión y otro, una parvada de automóviles desde hace
rato inmóviles. Todo el que puede tocar la bocina y
quiere, la toca como si estuviera en una orquesta. Y eso sucede
justo aquí afuera, en mi calle. Además, de la
ciudad toda llega un incesante pavor al silencio.

Evoco el mar, la costa abriéndose al Caribe que
se abre al infinito. Ese ruido sí que vale su
escándalo. No atormenta, no cansa, no ensordece. Oigo a
Chopin. Atormentado. Ése sí que era intenso. No yo.
Pálida copia mal habida. Viviendo aquí, en la
ciudad de México, en el año dos mil tres. Ya
podría yo ser más actual. ¿Qué hago
buscando cómo se cambia de color el cielo entre los
árboles y la ventana? ¿Qué hago donde se
acaba el horizonte al otro lado de la calle, justo donde un
hombre gordo y atrabiliario ha tatuado en la pared de su casa un
letrero que reza como si aullara de tan feo: "Centro
Médico Oncológico"? ¿Qué
hago?

Aquí vivo. Aquí ando buscándole a
la vida todos los días una emoción cabal. Una tras
otra las pasiones como si tuviera los veinte años de mis
hijos. ¡Qué vergüenza!

"¡Carajo!"; decía mi hermano Sergio por
cualquier cosa, y digo yo por ésta.

"¿Qué tal? ¡Adiós! Me voy, me
voy, me voy"; dice el doctor Aguilar y dijo el conejo de Alicia
mirando su reloj.

"¿Ma?"; dicen mis hijos y rasgan el universo
abriendo el tiempo en que eran niños y todo el tiempo era
nuestro.

"Cuídate"; dice alguien más para no decir
más y dicen mis amigas que así dicen
más.

"Me voy a meter en la carrera de los once
kilómetros" dice Luisa mientras pica una cebolla para la
sopa.

"¿Por qué nos regresamos de Cozumel?",
pregunta el correo de Verónica mi hermana.

Fuimos a Cozumel y estuvimos de tal modo en la cuesta de
la ola, que, en las noches, exhaustas, volvíamos a la casa
de quienes nos prestaron el mundo con su mundo, y nos
acostábamos a mirar las estrellas y a conversar hasta
ponernos bizcas, para irnos a la cama con la beatitud entre los
ojos. Fuimos a Cozumel, al mar cerrado y al abierto, a comer
boquinete en la playa y la mejor pasta con los Arenal, tamales
con doña Migue y horizonte en la casa de Nahíma y
Pedro. A beber café con don Nassim, cambiarnos el color de
la piel y contarnos desde los grandes amores hasta la mugre de
las uñas. Fuimos a Punta Sur, a la laguna, a ver
cómo anochecen los pájaros más dichosos de
la tierra y los más impasibles cocodrilos. Al día
siguiente nos perdimos en Chankanab sobre los peces de colores
que nadaron bajo nosotros sin ninguna sorpresa, sin siquiera lo
que debía parecerles nuestro insoportable fervor frente a
ellos.

Cozumel es el sueño de un dios arrebatado por la
paz y la perfección. Un sueño que en vano intentan
arruinar a saltos las bocinas gritonas de alguna mala tienda.
Cozumel todavía es un sueño, quizás siempre
sea un sueño. Mientras yo viva, será uno de mis
sueños, una de mis pasiones, uno de mis imposibles.
¿Por qué nos regresamos de Cozumel?

Supongo, me digo, que porque ahí no vivimos. Yo
vivo aquí en el Distrito Federal y mi hermana, mucho
más sabia, vive frente a los volcanes.

Yo aquí vivo porque esto elegí, no me
tocaba vivir aquí. Vine a la ciudad de México
movida por la pasión de sentir cosas. Y aquí
podían estar todas las cosas. Sería presumido y
mentiroso decir que vine porque la universidad, las
oportunidades, una manera distinta de ver el mundo me esperaban.
Vine a buscar. Y ni por atrevida ni por guerrera, sino por
curiosa. Porque nunca he tenido claro lo que busco, siempre lo
que me urge es encontrar.

Esta ciudad ya era horrible y bellísima hace
treinta años. No es ninguna sorpresa que no exista el
horizonte ni en mi barrio ni en ningún otro. No
existían desde entonces. Sólo sucede que la ciudad
ha crecido en horrores tanto como le brotan maravillas. La verdad
es que los jóvenes de entonces tenían un toque
divino parecidísimo al que tienen los de ahora.
Sólo que entonces yo estaba entre ellos y ahora estoy
sólo para tenerles devoción. Algunos viejos
había entonces que aún añoro, a pesar de que
ahora tanta gente se enferma y envejece porque siempre son muchos
los que se nos parecen. Hay que estar embarazada para notarlo.
Nunca mira uno tantas mujeres preñadas como cuando lo
está. Por todas partes hermosas mujeres barrigonas a las
que entonces yo veía más bien horribles. Eran
preciosas, lo sé ahora. Igual que lo es la vida en todo el
que la tiene. Ni se diga en los viejos, en cuyas filas empiezo a
formarme: los de setenta ya dicen frente a mí: "en
nuestros tiempos"
y se refieren también a "mis
tiempos" cuando lo dicen, aunque yo tenga veinte, dieciocho
años menos.

Para conversar y escribir me he vuelto una anciana en el
asunto de que las cosas tengan alguna lógica. ¿No
estaba yo contando cómo vuelan los pájaros?
¿Dije que algunos tienen la cabeza enrojecida?

Se hizo la noche clarísima y yo aún sigo
pensando en las pasiones. ¿Qué haría uno sin
pasiones? Yo, morirme, porque mi pasión crucial es andar
viva. Por eso tengo tan poco sentido de lo que significa perder
el tiempo. Mientras por aquí yo ande y mi ventana se abra
a la gloria de tres árboles en los que duermen hasta otra
luz cientos de pájaros, tendré siempre
pasión por soltar el tiempo como quien juega arena entre
las manos.

FIN

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

"A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD
DE INFORMACION"®

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2014.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH
– POR SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3, 4
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