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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 4)



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Quizás una alternativa más saludable sea
la de dar una larga caminata. El ejercicio activo contribuye a
dominar el enfado y lo mismo puede decirse de los métodos
de relajación, como, por ejemplo, la respiración
profunda y la distensión muscular porque estos ejercicios
permiten aliviar la elevada excitación fisiológica
provocada por el enfado y propiciar un estado de menor
excitación y también obviamente porque así
uno se distrae del estímulo que suscitó el enfado.
El ejercicio activo puede servir además para disminuir el
enfado por una razón similar ya que, después del
alto nivel de activación fisiológica suscitado por
el ejercicio, el cuerpo vuelve naturalmente a un nivel de menor
excitación.

Pero el período de enfriamiento no será de
ninguna utilidad si lo empleamos en seguir alimentando la cadena
de pensamientos irritantes, ya que cada uno de éstos
constituye, por sí mismo, un pequeño detonante que
hace posibles nuevos brotes de cólera. El poder sedante de
la distracción reside precisamente en poner fin a la
cadena de pensamientos irritantes. En su revisión de las
estrategias utilizadas por la mayoría de las personas para
controlar el enfado, Tice descubrió que las distracciones
más utilizadas para tratar de calmarse -ver la
televisión, ir al cine, leer y actividades similares-
ponen coto eficazmente a la cadena de pensamientos hostiles que
alimentan el enfado. No obstante, también tenemos que
matizar, no obstante, como ha explicado Tice, que actividades
tales como comer e ir de compras no tienen el mismo efecto, ya
que resulta sumamente sencillo proseguir con nuestros
pensamientos de indignación mientras recorremos los
pasillos de un centro comercial o damos buena cuenta de un pastel
de chocolate.

A estas estrategias debemos añadir las propuestas
por Redford Williams, psiquiatra de la Universidad de Duke, quien
trata de ayudar a controlar su cólera a las personas muy
irritables que presentan un elevado riesgo de enfermedad
cardíaca. Una de sus recomendaciones consiste en que la
persona aprenda a utilizar la conciencia de si mismo para darse
cuenta de los pensamientos irritantes o cínicos en el
mismo momento en que aparecen y, seguidamente, registrarlos
por escrito
. Cuando los pensamientos irritantes se han
detectado de este modo, pueden afrontarse y considerarse desde
una perspectiva más adecuada; aunque, como Zillmann
descubriera, esta aproximación es más provechosa
cuando la irritabilidad no ha alcanzado todavía la cota de
la cólera.

La falacia de la catarsis

Apenas subí a un taxi de la ciudad de Nueva York,
un joven que quería cruzar la calle se detuvo ante el
vehículo a esperar que el tráfico disminuyera. El
taxista, impaciente por arrancar, tocó entonces el claxon
y comenzó a mover el vehículo lentamente a fin de
que el joven se apartara de su camino. La réplica de
éste fue un ademán obsceno y grosero.

-Eh. tú. hijo de puta! -le espetó,
entonce, el taxista. pisando el acelerador y el freno al mismo
tiempo amenazando con embestirle.

Ante aquella intimidación, el joven se hizo a un
lado bruscamente y descargó un puñetazo sobre la
carrocería del taxi mientras éste trataba de
abrirse paso a través del tráfico. El taxista
soltó entonces una burda letanía de exclamaciones
dirigidas al joven.

-No puedes cargar con la mierda del primer
imbécil que se te cruce en el camino. Tienes que
devolvérsela a gritos. Por lo menos, eso te hace sentir
mejor -me dijo luego el conductor, a guisa de conclusión,
todavía visiblemente afectado.

La catarsis -el hecho de dar rienda suelta a
nuestro enfado- se ensalza a veces como un modo adecuado de
manejar la irritación.

La opinión popular sostiene que «eso te
hace sentir mejor» pero, tal como nos sugieren los
descubrimientos realizados por Zillmann, existe un poderoso
argumento en contra de la catarsis, un argumento que
comenzó a elaborarse a partir de la década de los
cincuenta cuando los psicólogos comprobaron
experimentalmente los efectos de la catarsis y descubrieron que
el hecho de airear el enfado de poco o nada sirve para mitigarlo
(aunque, dada su seductora naturaleza, pueda proporcionarnos
cierta satisfacción). No obstante, existen ciertas
condiciones concretas en las que el hecho de expresar
abiertamente el enfado puede resultar apropiado como, por
ejemplo, cuando se trata de comunicar algo directamente a la
persona causante de nuestro enojo; cuando sirve para restaurar la
autoridad, el derecho o la justicia; o cuando con ello se inflige
«un daño proporcional» a la otra
persona que la obliga, más allá de todo sentimiento
de venganza por nuestra parte, a cambiar la situación que
nos agobia. Hay que decir también que, debido a la
naturaleza altamente inflamable de la ira, esto es más
fácil de decir que de llevar a la
práctica.

Tice descubrió, asimismo, que el hecho de
expresar abiertamente el enfado constituye una de las peores
maneras de tratar de aplacarlo, porque los arranques de ira
incrementan necesariamente la excitación emocional del
cerebro y hacen que la persona se sienta todavía
más irritada. En este sentido, las respuestas ofrecidas
por la gente confirmaron a Tice que el efecto de expresar
abiertamente la cólera ante la persona que la provocaba
había sido el de prolongar su mal humor en lugar de acabar
con él. Parece mucho más eficaz, en suma, que la
persona comience tratando de calmarse y que posteriormente, de un
modo más asertivo y constructivo, entable un
diálogo para tratar de resolver el problema. Como
escuché en cierta ocasión, al maestro tibetano
Chogyam Trungpa cuando se le preguntó por el mejor modo de
relacionarse con el enfado:

«Ni lo reprimas ni te dejes arrastrar por
él».

APLACAR LA ANSIEDAD: ¿QUÉ ES
LO QUE ME PREOCUPA?

¡Oh no! Parece que se ha estropeado el silenciador
del tubo de escape… Tendré que llevarlo a reparar…
Pero ahora no tengo dinero… Tal vez pueda coger el dinero de la
matrícula de Jamie…Pero ¿qué pasará
si luego no puedo pagar su matrícula?… Bueno, el
último informe del instituto ha sido francamente
desalentador… Es muy probable que sus notas sigan siendo malas
y finalmente no pueda matricularse en la universidad. El
silenciador sigue haciendo ruido

Así es como la mente obsesionada da vueltas y
más vueltas, una y otra vez, a un culebrón
aparentemente interminable de preocupaciones concatenadas. El
ejemplo anterior nos los proporcionan Lizabeth Roemer y Thomas
Borkovec, psicólogos de la Pennsylvania University State,
cuya investigación sobre la preocupación -el
núcleo fundamental de la ansiedad- ha llamado la
atención sobre el tema de los artistas y de los
científicos neuróticos. «
Según parece, una vez iniciado, no hay modo alguno de
detener el ciclo de la preocupación. En el extremo
opuesto, la reflexión constructiva acerca de un problema
-una actividad sólo en apariencia similar a la
preocupación- puede permitirnos dar con la solución
adecuada
».

En realidad, toda preocupación se asienta en el
estado de alerta ante un peligro potencial que, sin duda alguna,
ha sido esencial para la supervivencia en algún momento de
nuestro proceso evolutivo. Cuando el miedo activa nuestro cerebro
emocional, una parte de la ansiedad centra nuestra
atención en la amenaza, obligando a la mente a buscar
obsesivamente una salida y a ignorar todo lo demás. La
preocupación constituye, pues, en cierto modo, una especie
de ensayo en el que consideramos las distintas alternativas de
respuesta posibles. En este sentido, la función de la
preocupación consiste, por consiguiente, en una
anticipación de los peligros que pueda presentamos la vida
y en la búsqueda de soluciones positivas ante
ellos.

El problema surge cuando la preocupación se hace
crónica y reiterativa, cuando se repite continuamente sin
procuramos nunca una solución positiva. Un análisis
más detenido de la preocupación crónica
evidencia que ésta presenta todos los rasgos
característicos propios de un secuestro emocional
moderado: parece no proceder de ninguna parte, es incontrolable,
genera un ruido constante de ansiedad, se muestra impermeable a
todo razonamiento y encierra a la persona preocupada en una
actitud unilateral y rígida sobre el asunto que la
preocupa. Cuando el ciclo de la preocupación se
intensifica y persiste, ensombrece el hilo argumental hasta
desembocar en arrebatos nerviosos, fobias, obsesiones,
compulsiones y auténticos ataques de pánico. En
cada uno de estos desórdenes la preocupación se
centra en un contenido diferente: en el caso de la fobia, la
ansiedad se fija en la situación temida; en las
obsesiones, se ocupa en impedir algún posible desastre;
por último, en los ataques de pánico suele gravitar
en torno a la muerte o a la misma posibilidad de sufrir un ataque
de pánico.

El denominador común de todas estas condiciones
es una falta de control sobre el ciclo de la
preocupación
. Por ejemplo, una mujer aquejada de un
trastorno obsesivo-compulsivo se veía obligada a ejecutar
una serie de ceremonias rituales que le ocupaban la mayor parte
del tiempo que pasaba despierta, como ducharse durante cuarenta y
cinco minutos varias veces o lavarse las manos cinco minutos
seguidos veinte o más veces al día. No se sentaba a
menos que antes hubiera limpiado el asiento con alcohol para
esterilizarlo. Tampoco podía tocar a niño o a
animal alguno porque, según decía, estaban
«demasiado sucios». En realidad, todos estos
comportamientos compulsivos estaban motivados por un miedo
mórbido a los gérmenes, puesto que albergaba el
temor constante de que, si no se lavaba y esterilizaba,
terminaría enfermando y moriría."

Otra mujer que estaba siendo tratada de un
«trastorno de ansiedad generalizada» -la etiqueta
psicológica utilizada para referirse a una persona
excesivamente aprensiva- respondió del siguiente modo a la
petición de que durante un minuto expresara en voz alta
sus preocupaciones:

«-Podría no hacerlo bien. Sonaría
tan artificial que no nos permitiría hacernos una idea
correcta de la realidad de mi problema y lo que necesitamos es
comprender esa realidad… Porque si no vemos la realidad
jamás me pondré bien y, si no me pongo bien,
jamás podré llegar a ser feliz.»

En este despliegue de preocupación sobre
preocupación, el mismo hecho de pedirle al sujeto que
expresara en voz alta sus preocupaciones durante un minuto
provocó una escalada que terminó desembocando, poco
después, en una conclusión auténticamente
catastrófica: «jamás llegaré a
ser
feliz». El ciclo de la preocupación
suele comenzar con un relato interno que salta de un tema a otro
y que no suele incluir la representación imaginaria del
infortunio en cuestión. En efecto, las preocupaciones son
de carácter más auditivo que visual -es decir, se
expresan en palabras y no en imágenes-, un hecho muy
importante a la hora de intentar controlarlas.

Borkovec y sus colegas comenzaron a estudiar la
preocupación en si misma cuando estaban tratando de
encontrar un tratamiento para el insomnio. La ansiedad, como han
observado otros investigadores, tiene una manifestación
cognitiva -los pensamientos preocupantes- y otra somática,
evidenciada por los síntomas fisiológicos
típicos de la ansiedad (como el sudor, la
aceleración del ritmo cardíaco o la tensión
muscular). Sin embargo, lío como descubrió
Borkovec, el problema principal de la gente que padece insomnio
no es la excitación somática sino los pensamientos
intrusivos. Se trata de aprensivos crónicos que no pueden
dejar de estar preocupados, por más cansados que se
encuentren. Lo único que parece ayudarles a conciliar el
sueño es el hecho de alejar su mente de las
preocupaciones, focalizándola, en su lugar, en las
sensaciones producidas por el ejercicio de algún tipo de
relajación. Resumiendo: se puede cortar el círculo
vicioso de la preocupación cambiando el foco de la
atención.

Sin embargo, la mayoría de las personas
aprensivas no parecen responder a este método, y
según Borkovec, esto se debe a que el ciclo de la
preocupación proporciona una recompensa parcial que
refuerza el hábito. El aspecto positivo, por así
decirlo, de la preocupación, es que constituye una forma
de afrontar las amenazas potenciales y los peligros que puedan
cruzarse en nuestro camino. Como ya hemos dicho, la verdadera
función de la preocupación es la de constituir una
especie de ensayo frente a esas amenazas que nos ayuda a
encontrar posibles soluciones.

Pero el hecho es que este aspecto de la
preocupación no siempre resulta adecuado. Las soluciones
originales y las formas creativas de encarar un problema no
suelen estar ligadas a la preocupación, especialmente en
el caso de la preocupación crónica. En lugar de
buscar una posible solución a los problemas potenciales,
los aprensivos se limitan simplemente a dar vueltas y más
vueltas en torno al peligro, profundizando así el surco
del pensamiento que les atemoriza. Los aprensivos crónicos
pueden albergar miedos frente a un amplio abanico de situaciones
-la mayoría de ellas con escasas probabilidades de
ocurrir- y advierten peligros en el viaje de la vida que los
demás no llegamos siquiera a barruntar.

Sin embargo, según confirmaron a Borkovec algunas
de estas personas, aunque la preocupación pueda ayudarles,
lo cierto es que tiende a autoperpetuarse y a girar
incesantemente en tomo a un mismo y angustioso pensamiento. Pero
¿por qué la preocupación puede terminar
convirtiéndose en una especie de adicción mental?
Posiblemente porque, como señala Borkovec, el
hábito de la preocupación tiene una función
similar al de la superstición.

La gente suele preocuparse por cosas que tienen muy
pocas probabilidades de ocurrir -como la muerte de un ser querido
en un accidente de aviación, la bancarrota y similares-, y
todo este proceso, al menos en lo que se refiere al cerebro
límbico, tiene algo de mágico. Así, del
mismo modo que un amuleto nos protege de algún daño
anticipado, la preocupación proporciona la confianza
psicológica necesaria para hacer frente a los peligros que
nos obsesionan.

Una forma de trabajo con la
preocupación

Ella se había trasladado desde el Medio Oeste
hasta Los Angeles porque un editor le había ofrecido
trabajo pero, una vez ahí, se enteró de que la
editorial había sido comprada por otra empresa y se
quedó sin él. Entonces empezó a trabajar
como escritora independiente, una profesión muy inestable
que lo mismo la sobrecargaba de trabajo que la colocaba en una
precaria situación económica. No era infrecuente
que tuviera que racionar las llamadas telefónicas y por
vez primera carecía de seguro de enfermedad. Aquella
inestabilidad la hacía sentirse tan angustiada que no
tardó en descubrirse teniendo pensamientos sombríos
sobre su salud, convencida de que su dolor de cabeza era el
síntoma de un tumor cerebral e imaginando que iba a sufrir
un accidente cada vez que tomaba el coche. Muchas veces se
descubría completamente perdida en una interminable
secuencia de preocupaciones que la envolvían como una
especie de neblina. Como ella misma decía, sus obsesiones
habían acabado convirtiéndose en una especie de
adicción.

Borkovec también menciona otra ventaja adicional
de la preocupación, ya que, mientras la persona se halla
inmersa en sus pensamientos obsesivos, no parece reparar en las
sensaciones subjetivas de ansiedad (el aumento del ritmo
cardíaco, la sudoración, los temblores,
etcétera) suscitadas por esos mismos pensamientos.
Así pues, la persistencia de la preocupación parece
silenciar esa ansiedad, al menos en lo que respecta al ritmo
cardíaco. Al parecer, la secuencia de la
preocupación es la siguiente: la persona comienza
adviniendo algo que suscita la idea de alguna amenaza o un
peligro potencial, una catástrofe imaginaria que, a su
vez, desencadena un ataque moderado de ansiedad: luego el
aprensivo se sumerge en una serie de pensamientos de angustia,
cada uno de los cuales desata nuevas preocupaciones. Mientras la
atención permanezca circunscrita a este ámbito
obsesivo y se mantenga focalizada en este tipo de pensamientos,
conseguirá apartar de su mente la imagen original
catastrófica que disparó la ansiedad. Como
descubrió Borkovec, las imágenes son más
poderosas que los pensamientos a la hora de activar la ansiedad
fisiológica. Es por esto por lo que la inmersión en
los pensamientos y la exclusión de las imágenes
catastróficas es capaz de aliviar parcialmente la
angustia. Y. en ese sentido, la preocupación se ve
reforzada porque constituye una suerte de antídoto parcial
de la angustia.

Pero la preocupación crónica
también resulta frustrante porque se constituye una
secuencia de ideas obsesivas y estereotipadas que no aportan
ninguna solución creativa que contribuya realmente a
resolver el problema. Esta rigidez no sólo se manifiesta
en el contenido mismo del pensamiento obsesivo -que simplemente
se limita a repetir la misma idea una y otra vez- sino
también a nivel neurológico, en donde parece
presentarse una cierta inflexibilidad cortical y una incapacidad
del cerebro emocional para adaptarse a las circunstancias
cambiantes. En resumen, pues, aunque la preocupación
crónica funcione en ciertos sentidos, no lo hace en otros
aspectos mucho más importantes. Tal vez pueda disipar
parcialmente la ansiedad, pero jamás contribuirá a
aportar la solución a un determinado problema.

En cualquier caso, no hay nada más difícil
para un aprensivo crónico que seguir el consejo que
más frecuentemente se le brinda: «deja de
preocuparte» (o peor todavía: «no te
preocupes; se feliz»). No olvidemos el papel que
desempeña la amígdala en el desarrollo de las
preocupaciones crónicas, un papel que justifica su
irrupción inesperada y su persistencia una vez que han
hecho su aparición en escena. Sin embargo, la
investigación realizada por Borkovec le ha permitido
elaborar un método sencillo que puede ayudar a los
aprensivos crónicos a controlar su
hábito.

El primer paso consiste en tomar conciencia de uno
mismo
y registrar el primer acceso de preocupación tan
pronto como sea posible. En circunstancias ideales, este registro
debería tener lugar inmediatamente, en el mismo instante
en que una fugaz imagen catastrófica pone en marcha el
ciclo de la preocupación y la ansiedad. En este sentido,
el adiestramiento propuesto por Borkovec consiste en comenzar
enseñándoles a darse cuenta de los signos de la
ansiedad y, en especial, adiestrándoles a identificar las
situaciones, las imágenes y los pensamientos ocasionales
que desencadenan el ciclo de la preocupación y las
sensaciones corporales de ansiedad que las acompañan. Con
el debido entrenamiento, la persona puede llegar a captar el
surgimiento de la preocupación en un momento cada vez
más cercano al inicio de la espiral de la ansiedad.
También es posible recurrir al aprendizaje de alguna
técnica de relajación que la persona pueda aplicar
apenas advierta el inicio del ciclo y ejercitarse en ella hasta
ser capaz de utilizarla adecuadamente en el momento
preciso.

Sin embargo, la relajación no basta por sí
sola. Las personas aprensivas también deben afrontar
más activamente los pensamientos perturbadores porque, de
lo contrario, la espiral de la preocupación volverá
a iniciarse una y otra vez. El siguiente paso consiste en adoptar
una postura crítica ante las creencias que
sustentan la preocupación. ¿Cabe ciertamente la
posibilidad de que ocurra el acontecimiento temido? ¿Es
algo absolutamente necesario y no existe más alternativa
que aceptarlo? ¿Hay algo positivo que pueda hacerse al
respecto? ¿Realmente me sirve de algo dar vueltas y
más vueltas a los mismos pensamientos?

Esta combinación de atención y sano
escepticismo puede servir para frenar la activación
neurológica que subyace a la ansiedad moderada. La
inducción activa de este tipo de pensamientos puede
terminar inhibiendo el impulso límbico que alimenta la
preocupación. Paralelamente, la inducción activa de
un estado de relajación contrarresta las señales de
ansiedad que el cerebro emocional envía a todo el
cuerpo.

De hecho, como señala Borkovec, estas estrategias
determinan un curso de actividad mental que es incompatible con
la preocupación. La reiterada persistencia de un
determinado pensamiento obsesivo aumenta su poder persuasivo
pero, en el caso de que logremos desviar la atención hacia
un abanico de alternativas igualmente plausibles, evitaremos
tomar ingenuamente como verdaderos los pensamientos que nos
obsesionan. Este método se ha mostrado eficaz para aliviar
este contumaz hábito hasta con aquellas personas cuyas
preocupaciones son tan serias como para merecer un
diagnóstico psiquiátrico.

Por otra parte, sería también recomendable
-e incluso diríamos que sería una señal de
autoconciencia- que las personas cuyas preocupaciones son tan
graves como para desembocar en fobias, trastornos
obsesivo-compulsivos o ataques de pánico, recurrieran a la
medicación para tratar de interrumpir este círculo
vicioso. No obstante, una reeducación emocional a
través de la terapia sigue siendo imprescindible para
disminuir la probabilidad de que los trastornos de ansiedad
vuelvan a presentarse una vez que se haya dejado la
medicación.

EL CONTROL DE LA TRISTEZA

La tristeza es el estado de ánimo del que la
gente más quiere despojarse y Diane Tice descubrió
que las estrategias para conseguirlo son muy variadas. Sin
embargo, no debería evitarse toda tristeza porque, al
igual que ocurre con cualquier otro estado de ánimo, tiene
sus facetas positivas. La tristeza que provoca una pérdida
irreparable, por ejemplo, suele ir acompañada de ciertas
consecuencias: disminuye el interés por los placeres y
diversiones, fija la atención en aquello que se ha perdido
e impone una pausa momentánea que renueva nuestra
energía para permitirnos acometer nuevas empresas. La
tristeza, en suma, proporciona una especie de refugio reflexivo
frente a los afanes y ocupaciones de la vida cotidiana, que nos
sume en un periodo de retiro y de duelo necesario para asimilar
nuestra pérdida, un período en el que podemos
ponderar su significado, llevar a cabo los ajustes
psicológicos pertinentes y, por último, establecer
nuevos planes que permitan que nuestra vida siga
adelante.

Pero, si bien la tristeza es útil, la
depresión, en cambio, no lo es. William Styron nos
brinda una elocuente descripción de «las
múltiples manifestaciones de la
postración
», entre las que se cuentan el
«odio hacia uno mismo», «la falta de
autoestima», «la pesadumbre enfermiza» que va
acompañada de una «sombría
constricción, cierta sensación de sobrecogimiento y
alienación y, por encima de todo, de una ansiedad
abrumadora». También podemos enumerar las secuelas
intelectuales que acompañan a ese estado:
«confusión, imposibilidad de concentrarse y
pérdida de memoria
» y, en un nivel más
intenso, la mente se ve «caóticamente
distorsionada
» y «los procesos mentales se
ven arrastrados por una marea tóxica y abyecta que impide
cualquier posible respuesta satisfactoria al mundo en que uno
vive
». Además, este estado también tiene
sus correlatos físicos: el insomnio, la
apatía, «una sensación de
embotamiento, nerviosismo y, más concretamente, una
extraña fragilidad
» que van acompañados
de «un inquietante desasosiego». A todo ello
debemos añadir también la disminución de la
capacidad de gozar de las situaciones: «todas las
facetas de la sensibilidad se vuelven difusas y hasta la comida
parece completamente insípida
».
Señalemos, por último, que toda esperanza se disipa
dejando el residuo de una «gris llovizna de congoja»
que genera una desesperación tan palpable como el dolor
físico, un dolor tan insoportable que la única
solución posible parece ser el suicidio.

En el caso de una depresión mayor como la
descrita, la vida se paraliza y parece que no exista la menor
alternativa para salir de la situación. Los mismos
síntomas de la depresión indican que el flujo de la
vida ha quedado estancado. En el caso de Styron, la
medicación y la terapia no sirvieron de gran cosa sino que
fue el paso del tiempo y el internamiento en un hospital lo que
finalmente despejó su abatimiento. Pero, en lo que se
refiere a la mayoría de las personas, especialmente a
aquéllas aquejadas de depresiones más benignas, la
psicoterapia y la medicación pueden ser de gran ayuda. El
Prozac es el tratamiento de moda, pero existe más de una
docena de fármacos que pueden ser útiles para
tratar la depresión.

Sin embargo, mi principal centro de interés es la
tristeza común, o la simple melancolía que,
en sus manifestaciones más extremas, puede llegar a
convertirse, técnicamente hablando, en una
«depresión subclínica». Las personas
con suficientes recursos internos pueden manejar por sí
solas este tipo de melancolía pero, por desgracia, algunas
de las estrategias más frecuentemente empleadas resultan
francamente perjudiciales y no hacen más que empeorar la
situación. Una de estas estrategias consiste en aislarse,
lo cual, si bien puede resultar atractivo cuando nos sentimos
abatidos, también contribuye a aumentar nuestra
sensación de soledad y desamparo. Esto puede explicar, en
parte, por qué Tice constató que la táctica
más extendida para combatir la depresión son las
actividades sociales, es decir, salir a comer, ir a ver un
acontecimiento deportivo o al cine; en resumen, compartir
algún tipo de actividad con los amigos o con la familia.
Este tipo de actividades puede ser muy eficaz siempre que quede
claro que el objetivo que se pretende lograr es que la mente se
olvide de su tristeza porque, en caso contrario, sólo
conseguirá perpetuar su estado de ánimo.

En realidad, uno de los principales determinantes de la
duración y la intensidad de un estado depresivo es el
grado de obsesión de la persona. Preocuparse por aquello
que nos deprime sólo contribuye a que la depresión
se agudice y se prolongue más todavía. En la
depresión, la preocupación puede adoptar diferentes
formas, aunque, sin embargo, todas ellas se focalizan en
algún aspecto de la depresión misma como, por
ejemplo, el agotamiento, la escasa motivación, la faltade
energía o el poco rendimiento.

Pero, por regla general, ninguno de estos pensamientos
va acompañado de una acción decidida a subsanar el
problema. Según la psicóloga de Stanford Susan
Nolen-Hoeksma, que se ha ocupado de estudiar a fondo el
pensamiento obsesivo en las personas deprimidas, otras
estrategias habituales son las de «aislarse, dar
vueltas a lo mal que nos sentimos, temer que nuestra pareja se
aburra de nosotros y pueda llegar a abandonarnos o no dejar de
preguntarnos si vamos a padecer otra noche de
insomnio
». La persona deprimida puede tratar de
justificar este tipo de comportamiento aduciendo que
«sólo intenta conocerse mejor a sí
misma
». Pero el hecho es que, en la mayoría de
los casos, el deprimido sólo se dedica a alimentar el
sentimiento de tristeza sin ocuparse de hacer nada que pueda
sacarle realmente de su estado de ánimo. La terapia puede
resultar muy útil a la hora de reflexionar sobre las
causas profundas de la depresión, siempre que no se trate
de una mera inmersión pasiva -que sólo contribuye a
empeorar la situación y nos permita acceder a visiones o a
acciones tendentes a cambiar las condiciones que la
motivaron-.

Asimismo, el pensamiento obsesivo puede agudizar la
depresión en cuanto que establece condiciones más
depresivas, si cabe. Nolen-Hoeksma nos habla, por ejemplo, del
caso de una vendedora aquejada de depresión que estaba tan
preocupada que no realizaba las llamadas telefónicas tan
necesarias para su trabajo. Entonces las ventas disminuyeron, lo
cual reforzó su sensación de fracaso y
consolidó su depresión. La
distracción, por el contrario, le habría
permitido acopiar la energía necesaria para hacer aquellas
llamadas y también le habría servido para escapar
de las atenazadoras garras de la tristeza. Con ello, las ventas
se habrían incrementado y habría fortalecido la
confianza en si misma, contribuyendo así, en consecuencia,
a reducir su depresión.

Según Nolen-Hoeksma, las mujeres son más
proclives que los hombres a obsesionarse cuando están
deprimidas, lo cual podría explicar el hecho de que la
cifra de mujeres diagnosticadas de depresión duplique a la
de hombres. Obviamente, éste no es el único factor
que tener en cuenta, porque las mujeres también son
más proclives a expresar abiertamente su angustia y tienen
más motivos para deprimirse. Los hombres, por su parte,
como muestran las estadísticas, doblan a las mujeres en su
predisposición a ahogar sus penas en alcohol.

Ciertas investigaciones han puesto de manifiesto que la
terapia cognitiva orientada a modificar estas pautas de
pensamiento resulta tan eficaz como la medicación a la
hora de tratar la depresión leve, y es superior a ella en
cuanto a prevenir su retorno. Dos estrategias, en concreto, se
han mostrado especialmente eficaces en esta lucha: una de ellas
consiste en aprender a afrontar los pensamientos que se
esconden en el mismo núcleo de la obsesión,
cuestionar su validez y considerar alternativas más
positivas. La otra consiste en establecer deliberadamente un
programa de actividades agradables que procure alguna clase de
distracción.

Una de las razones por las cuales la distracción
puede ser un remedio eficaz es que los pensamientos depresivos
tienen un carácter automático y se introducen de
manera inesperada en la mente. Aun en el caso de que la persona
deprimida trate de eliminar los pensamientos obsesivos, no
resulta fácil conseguirlo.

Una vez que el tren de los pensamientos depresivos se ha
puesto en marcha resulta muy difícil detener el continuo
proceso de asociaciones mentales que desencadena. Un estudio
realizado con personas deprimidas a quienes se pidió que
ordenaran frases con palabras desordenadas al azar, tuvieron
mucho más éxito con los mensajes negativos
(«el futuro me parece sombrío») que con los
más optimistas («el futuro me parece
espléndido»). La depresión es un estado de
ánimo que tiende a perpetuarse y a eclipsar incluso las
distracciones elegidas por el sujeto. Cuando Richard Wenzlaff,
psicólogo de la Universidad de Texas, llevó a cabo
una investigación en la que proporcionó a varias
personas deprimidas una lista de actividades para apartar de sus
mentes un hecho triste como, por ejemplo, la muerte de un amigo,
casi todos ellos eligieron las alternativas menos
risueñas. En su opinión, las personas deprimidas
deben hacer el sobreesfuerzo de prestar atención a algo
que pueda animarles y poner un cuidado especial en no elegir
inconscientemente todo aquello que les hunda nuevamente (como,
por ejemplo, una película o una novela muy
triste).

Los elevadores del estado de
ánimo

Imagine que está conduciendo en medio de la
niebla por una carretera desconocida, empinada y tortuosa, y que,
de pronto, un coche sale bruscamente de una vía lateral
pocos metros delante de usted sin darle tiempo siquiera a
detenerse. Lo único que puede hacer es pisar a fondo el
pedal del freno, con lo cual su vehículo derrapa de un
lado a otro de la calzada. Un instante antes de oír el
ruido del impacto metálico y de los cristales rotos, se da
cuenta de que el otro coche está lleno de niños y
de que es un transporte escolar que va camino de la escuela.
Luego, tras el breve silencio que sucede a la colisión,
oye un coro de llantos y se las arregla como puede para correr
hasta el otro coche. Entonces descubre consternado que uno de los
niños está tendido en el suelo completamente inerte
y se siente invadido por el sentimiento de culpa de haber sido el
causante de una tragedia…

Escenas tan estremecedoras como la que acabamos de
describir se utilizaron en uno de los experimentos realizados por
Wenzlaff para impresionar a los sujetos que participaban en
él. La tarea que debían llevar a cabo era la de
apartar la escena de sus mentes y registrar, durante un periodo
de nueve minutos, el número de pensamientos ligados a la
escena. Este experimento puso de relieve que, a medida que iba
pasando el tiempo, la mayoría de los participantes
tendían a pensar cada vez menos en las escenas
perturbadoras, pero los deprimidos, por el contrario, mostraban
un marcado incremento en el número de pensamientos
intrusivos, llegando incluso a pensar tangencialmente en la
escena mientras se hallaban inmersos en actividades
distractivas.

Y, lo que es todavía más significativo,
los voluntarios deprimidos solían distraerse recurriendo a
otro tipo de pensamientos aflictivos para tratar de apartar de su
mente la escena en cuestión.

Como me dijo Wenzlaff: «las asociaciones de
pensamientos no sólo se basan en su contenido sino
también según el propio estado de ánimo. Las
personas contamos con un repertorio de pensamientos negativos que
acuden a nuestra mente con mayor facilidad cuando estamos
alicaídos. Quienes son más proclives a la
depresión tienden a establecer fuertes lazos asociativos
entre estos pensamientos, de modo que, una vez que se ha evocado
un determinado estado de ánimo negativo, resulta mucho
más difícil suprimirlo. Por más
irónico que pueda parecer, las personas deprimidas tienden
a distraerse recurriendo a otros pensamientos depresivos, con lo
cual lo único que consiguen es profundizar todavía
más su depresión
».

Según afirma una teoría, el llanto
puede constituir un método natural para reducir los
niveles de neurotransmisores cerebrales que alimentan la
angustia. Pero, aunque el hecho de llorar puede romper a veces el
maleficio de la tristeza, también puede obsesionar a la
persona con la causa de su aflicción. La idea de que
«el llanto es bueno» resulta un tanto equívoca
porque, cuando refuerza el ciclo de pensamientos obsesivos,
sólo sirve para prolongar el sufrimiento. La
distracción, en cambio, es capaz de romper la cadena de
pensamientos sombríos que sostiene a la depresión.
Una de las teorías imperantes que explica el éxito
de la terapia electroconvulsiva en el tratamiento de la mayor
parte de las depresiones graves se basa en el hecho de que
provoca una pérdida de memoria a corto plazo y, en
consecuencia, los pacientes mejoran simplemente porque no pueden
recordar el motivo de su tristeza. Como descubrió Diane
Tice, muchas personas se sacuden las flores mustias de la
tristeza con entretenimientos tales como la lectura, la
televisión, el cine, los videojuegos, los rompecabezas, el
sueño y las ensoñaciones diurnas como, por ejemplo,
divagar acerca de unas fantásticas vacaciones. Wenzlaff
añade que las distracciones más eficaces son
aquéllas que pueden cambiar nuestro estado de ánimo
como, por ejemplo, un apasionante acontecimiento deportivo, una
película divertida o un libro interesante. (Advirtamos
también, en este punto, que algunas distracciones pueden
contribuir a perpetuar la depresión, como lo demuestran
los estudios llevados a cabo con telespectadores empedernidos.
que han puesto de relieve que, después de una
sesión de televisión, suelen hallarse
todavía más deprimidos que antes de
ella.)

Según Tice, el aerobic es una de las
tácticas más eficaces para sacudirse de encima
tanto la depresión leve como otros estados de ánimo
negativos. Pero el caso es que los beneficios derivados de este
elevador del estado de ánimo resultan más palpables
en las personas perezosas, es decir, en aquéllas que no
suelen practicar este tipo de ejercicios. Quienes se atienen a
una rutina diaria de ejercicio físico obtienen, por el
contrario, más beneficios de este tipo antes de llegar a
consolidar el hábito. De hecho, quienes practican
habitualmente un deporte obtienen el efecto inverso sobre el
estado de ánimo y se sienten peor en aquellos días
en los que se saltan su rutina. La eficacia del ejercicio parece
radicar en su poder para cambiar la condición
fisiológica provocada por el estado de ánimo: la
depresión constituye un estado de baja activación
mientras que el aerobic, en cambio, eleva el tono corporal. Por
el mismo motivo, las técnicas de relajación -que
reducen el nivel general de activación física
funcionan adecuadamente para tratar la ansiedad (que es un estado
de alta activación fisiológica) pero resultan
inadecuadas para el tratamiento de la depresión. En todo
caso, cada uno de estos enfoques parece romper el ciclo de la
depresión y de la ansiedad, porque pone al cerebro en
un nivel de actividad incompatible con el estado emocional que lo
embarga
.

Tratar de infundirse ánimo a si mismo mediante
regalos y placeres sensoriales constituye otro antídoto
muy difundido para combatir la tristeza. Entre los métodos
más utilizados por las personas para aliviar su
depresión podemos enumerar el tomar un baño
caliente, disfrutar de las comidas favoritas, escuchar
música o hacer el amor. Hacerse un regalo o invitarse a
uno mismo para tratar de desprenderse de un estado de
ánimo negativo es una estrategia muy común entre
las mujeres, como también lo es, en general, ir de
compras. Tice descubrió asimismo que el hecho de comer es
una estrategia bastante generalizada entre las estudiantes
universitarias -una media tres veces superior a los hombres- para
calmar la depresión. Los hombres, por su parte, parecen
mostrar una inclinación cinco veces superior a las mujeres
hacia el consumo de drogas y alcohol. Pero el hecho de recurrir
al alcohol o a la comida como antídotos para la
depresión constituye una estrategia que tiene sus obvias
contraindicaciones. La sobrealimentación suele provocar
remordimientos mientras que el alcohol, por su parte, es un
depresor del sistema nervioso central cuyas secuelas se suman a
las de la misma depresión.

Según Tice, una aproximación más
constructiva para elevar el estado de ánimo consiste en
proyectar una actividad que pueda proporcionarnos un
pequeño triunfo o un éxito fácil como, por
ejemplo, acometer alguna tarea doméstica que hayamos
pospuesto (como cercar el jardín, por ejemplo) o concluir
alguna actividad pendiente que hayamos estado evitando. Por el
mismo motivo, los cambios de imagen, aunque sólo sea en la
forma de vestirnos o de arreglarnos, también pueden
resultar beneficiosos.

Uno de los antídotos más eficaces contra
la depresión -muy poco utilizado, por cierto, fuera del
contexto de la terapia- es la llamada reestructuración
cognitiva
o, dicho de otro modo, tratar de ver las cosas
desde una óptica diferente. Es natural lamentarse por el
fin de una relación o sumergirse en pensamientos
autocompasivos como, por ejemplo, «esto significa que
siempre estaré solo», pensamientos que no hacen
más que fortalecer la sensación de
desesperación. Sin embargo, el hecho de recapacitar y
reconsiderar los aspectos negativos de la relación o de
ver que esa relación de pareja no era la adecuada -en
otras palabras, reconsiderar la pérdida desde una
perspectiva diferente, bajo una luz más positiva- puede
servir de adecuado antídoto a la tristeza.

Por esta misma razón, los pacientes aquejados de
cáncer, sea cual sea la gravedad de su estado, se
encuentran de mejor humor cuando pueden pensar en otro paciente
cuyo estado es todavía peor («a fin de cuentas yo no
estoy tan mal.; por lo menos puedo andar»), mientras que,
por el contrario, quienes se comparan con personas sanas solo
consiguen deprimirse más. Este tipo de comparaciones
resulta sorprendentemente estimulante porque lo que
parecía desesperanzador pierde súbitamente sus
connotaciones negativas.

Otro eficaz elevador del estado de ánimo consiste
en ayudar a quienes lo necesitan. Puesto que la depresión
se alimenta de obsesiones y preocupaciones que giran en torno a
uno mismo, el hecho de ayudar a quien se halla afligido puede
contribuir a que nos desembaracemos de este tipo de
preocupaciones. De este modo, entregarse a una actividad de
voluntariado -hacerse entrenador de la liga infantil, convertirse
en una especie de hermano mayor o ayudar a los indigentes-
constituye, según Tice, uno de las estrategias más
adecuadas, pero también menos frecuentes, para elevar el
estado de ánimo.

Debemos señalar, por último, que existen
también personas que pueden encontrar cierto alivio a su
tristeza orientándose hacia un poder trascendente.
Según me dijo Tice: «la oración constituye
una actividad especialmente indicada para elevar el estado de
ánimo de las personas con una orientación
religiosa».

LOS REPRESORES DE LA EMOCIÓN-LA
NEGACIÓN OPTIMISTA

La frase comenzaba diciendo «aunque pisó a
su compañero de habitación en el
estómago»… y finalizaba… «sólo
quería encender la luz».

Esa transformación de un acto agresivo en una
inocente -aunque poco plausible- confusión refleja
vivamente la represión emocional y fue escrita por un
estudiante universitario que se había ofrecido como sujeto
voluntario en una investigación realizada sobre los
represores, es decir, aquellas personas que parecen borrar
sistemáticamente todo rastro de angustia emocional de su
campo de conciencia. Una de las pruebas consistía en
completar una frase que comenzaba diciendo: «pisó a
su compañero de habitación en el
estómago…». Otros tests demostraron que este
pequeño acto de evitación mental forma parte de un
patrón general que oblitera la práctica totalidad
de los trastornos emocionales.

A diferencia de las conclusiones extraídas por
las primeras investigaciones realizadas en este sentido, que
apuntaban que los individuos represores constituían un
caso manifiesto de incapacidad para experimentar las emociones
-lo que les convertía en parientes cercanos de los
alexitimicos-, la tendencia actual los considera personas
suficientemente aptas como para regular sus emociones. Se
diría, pues, que estas personas están tan
acostumbradas a protegerse de los sentimientos
problemáticos que ni siquiera son conscientes de sus
aspectos negativos. A la vista de lo anterior tal vez fuera
más adecuado no llamarles represores -como resulta
habitual entre los investigadores- sino impasibles.

La mayor parte de esta investigación, llevada a
cabo por Daniel Weinberger, psicólogo de la Case Western
Reserve University, demuestra que, aunque estas personas puedan
parecer completamente tranquilas e inalterables, a veces se
encuentran sometidas a una serie de alteraciones
fisiológicas de las que no son conscientes. Durante la
prueba de formar frases que hemos mencionado anteriormente, los
voluntarios también fueron monitorizados con el fin de
controlar su nivel de activación
fisiológica.

De este modo, el barniz de calma que aparentan los
represores se ve desmentido por el elevado grado de
agitación corporal que evidencian los síntomas
manifiestos de ansiedad (aceleración del ritmo
cardíaco, sudoración y aumento de la tensión
arterial) cuando deben enfrentarse a la tarea de completar la
frase sobre un compañero de habitación violento u
otras similares. Sin embargo, cuando se les pregunta al respecto
afirman rotundamente que se sienten perfectamente
tranquilos.

Esta continua falta de sintonía con
respecto a emociones tales como el enfado y la ansiedad es
bastante habitual y. según Weinberger, afecta a una de
cada seis personas. Las causas teóricas que explican los
motivos por los cuales un niño desarrolla este
patrón de relación con sus emociones son muy
distintas. Una de ellas, por ejemplo, afirma que se trata de una
estrategia de supervivencia ante una situación
problemática tal como un padre alcohólico en una
familia que ni siquiera admite la existencia del problema. Otra
posibilidad consiste en tener unos padres que son ellos mismos
represores emocionales y que de este modo transmiten el continuo
ejemplo de una despreocupación o de una rigidez muscular
que se refleja en la elevación del labio superior ante
cualquier sentimiento angustioso. O tal vez se trate simplemente
de un rasgo heredado. En cualquier caso, todavía no
estamos en condiciones de determinar cómo y a qué
altura de la vida se origina esta pauta de conducta: sin embargo,
en el momento en que las personas represoras alcanzan la madurez,
ya se muestran fríos e indiferentes cuando se sienten
coaccionados.

Lo que todavía nos queda por determinar, de
hecho, es cuán calmos y fríos se mantienen en
realidad. ¿Es posible que realmente no sean conscientes de
los síntomas físicos que provocan las emociones
perturbadoras y que simplemente estén fingiendo una
tranquilidad aparente? La respuesta a esta pregunta nos la brinda
la hábil investigación llevada a cabo por Richard
Davidson, psicólogo de la Universidad de Wisconsin y
anterior colaborador de Weinberger. Davidson pidió a
varias personas que presentaban esta pauta de impasibilidad, que
efectuaran una serie de asociaciones libres sobre una lista de
palabras, muchas de ellas neutrales, aunque algunas poseedoras de
connotaciones sexuales o violentas capaces de suscitar ansiedad
en la mayoría de las personas. La investigación
puso de manifiesto que las asociaciones realizadas con las
palabras más perturbadoras -aquéllas cuyos
síntomas fisiológicos revelaban una evidente
respuesta de angustia- también demostraban un claro
intento de eliminar las connotaciones más negativas. Por
esto si, por ejemplo, la primera palabra era «odio»,
la respuesta ofrecida por ese tipo de sujetos solía ser
«amor».

El estudio de Davidson se benefició
considerablemente del hecho de que (en las personas diestras) la
mitad derecha del cerebro constituye el centro clave del
procesamiento de las emociones negativas, mientras que el centro
del habla se halla en el hemisferio izquierdo. Cuando el
hemisferio derecho reconoce una palabra perturbadora, transmite
esta información al centro del habla a través del
cuerpo calloso, que conecta ambos hemisferios cerebrales, y es
entonces cuando aparece una palabra como respuesta.
Sirviéndose de un elaborado dispositivo óptico,
Davidson mostraba cada palabra de modo que ésta ocupara
sólo la mitad del campo visual y, por la peculiar
disposición neurológica de la visión, si la
palabra se presentaba de modo que incidiera en el lado izquierdo
del campo visual, primero era reconocida por el hemisferio
cerebral derecho, con su acusada sensibilidad para las
perturbaciones. Si, por el contrario, incidía en el lado
derecho del campo visual, la señal era captada por el
hemisferio cerebral izquierdo sin experimentar ninguna
alteración.

Asimismo, cuando las palabras problemáticas se
presentaban de tal modo que eran captadas fundamentalmente por el
hemisferio cerebral derecho, se producía una demora en la
respuesta de las personas impasibles. En cambio, no había
ningún intervalo apreciable en la velocidad de
asociación frente a las palabras neutras, y el retraso
sólo aparecía cuando las palabras se presentaban
ante el hemisferio derecho, pero no ante el izquierdo. Dicho de
otro modo, la impasibilidad parece originarse en un mecanismo
neural que lentifica o interfiere con el flujo de
información perturbadora. Ello significaría que
tales personas no están fingiendo una falta de conciencia
ante la angustia que puedan sentir, sino que es su mismo cerebro
el que les mantiene alejados de esta clase de información.
Para ser más exactos, el barniz de sentimientos positivos
que encubre las percepciones amenazantes bien podría
originarse en la actividad del lóbulo prefrontal
izquierdo. Para mayor sorpresa, cuando Davidson cuantificó
los niveles de actividad de los lóbulos prefrontales,
quedó patente un marcado predominio de la actividad del
lóbulo izquierdo (el centro del bienestar) y un descenso
en la actividad del lóbulo derecho (el centro del
malestar).

Según me comentaba Davidson, estas personas
«se ven a sí mismas desde una perspectiva
positiva, con un estado de ánimo teñido de
optimismo, niegan que el estrés les cause ningún
trastorno y muestran una pauta de activación frontal del
lóbulo izquierdo cuando están descansando, lo que
suele estar ligado a la aparición de sentimientos
positivos. Este tipo de actividad cerebral podría ser la
clave que explicara su pretendido optimismo a pesar de la
existencia de una excitación fisiológica subyacente
muy semejante a la angustia
». Davidson sostiene que,
en términos de actividad cerebral, el intento de
experimentar continuamente los acontecimientos perturbadores bajo
una luz positiva exige un gasto enorme de energía.
Así pues, el aumento de la activación
fisiológica podría estar originado en el sostenido
intento por parte del circuito neurológico, tanto de
mantener los sentimientos positivos a cualquier precio como de
suprimir o inhibir cualquier clase de sentimientos
negativos.

La impasibilidad, en suma, constituye un intento de
negación optimista, una especie de disociación
positiva y, muy posiblemente, la clave que explicaría el
mecanismo neurológico que interviene en estados
disociativos
más graves, como los que suelen existir
en los desórdenes de estrés postraumático.
Pero, según Davidson, cuando se trata simplemente de
conseguir una cierta estabilidad, «parece una
estrategia positiva para la autorregulación
emocional
», el coste adicional para la conciencia de
uno mismo resulta todavía desconocido.

6. LA APTITUD MAESTRA

Una sola vez en la vida me he visto
paralizado por el miedo.

Fue con ocasión del examen de cálculo del
primer curso de universidad, un examen para el que no me
había preparado lo suficiente. Todavía recuerdo el
momento en que entré en el aula con una intensa
sensación de fatalidad y culpa. Había estado en
aquella sala muchas veces pero aquella mañana no vi nada
más allá de las ventanas y tampoco puedo decir que
prestara la menor atención al aula. Mientras caminaba
hacia una silla situada junto a la puerta, mi vista
permanecía clavada en el suelo, y cuando abrí las
tapas azules del libro de examen, la ansiedad atenazaba el fondo
de mi estómago y escuché con toda nitidez el sonido
de los latidos de mi corazón.

Bastó con echar un rápido vistazo a las
preguntas del examen para darme cuenta de que no tenía la
menor alternativa. Durante una hora permanecí con la vista
clavada en aquella página mientras mi mente no dejaba de
dar vueltas a las consecuencias de mi negligencia. Los mismos
pensamientos se repetían una y otra vez, como si se
tratara de un interminable tiovivo de miedo y temblor. Yo estaba
completamente inmóvil, como un animal paralizado por el
curare. Lo que más me sorprendió de aquel
angustioso lapso fue lo encogida que se hallaba mi mente. Durante
aquella hora no hice el menor intento de pergeñar algo que
se asemejara a una respuesta, ni siquiera ensoñaba,
simplemente me hallaba atenazado por el miedo, esperando que mi
tormento llegara a su fin.1

El protagonista de este relato de terror soy yo mismo y
ésta ha sido la prueba más palpable que he tenido
hasta el momento del impacto devastador que causa la
tensión emocional sobre la lucidez mental. Hoy en
día sigo considerando aquel suplicio como el testimonio
más rotundo del poder del cerebro emocional para sofocar,
e incluso llegar a paralizar, al cerebro pensante.

Los maestros saben perfectamente que los problemas
emocionales de sus discípulos entorpecen el funcionamiento
de la mente. En este sentido, los estudiantes que se hallan
atrapados por el enojo, la ansiedad o la depresión tienen
dificultades para aprender porque no perciben adecuadamente la
información y. en consecuencia, no pueden procesarla
correctamente. Como ya hemos visto en el capítulo 5, las
emociones negativas intensas absorben toda la atención del
individuo, obstaculizando cualquier intento de atender a otra
cosa. De hecho, uno de los signos de que los sentimientos han
derivado hacia el campo de lo patológico es que son tan
obsesivos que sabotean todo intento de prestar atención a
la tarea que se esté llevando a cabo. Cualquier persona
que haya atravesado por un doloroso divorcio (y cualquier
niño cuyos padres se hallen en este proceso) sabe lo
difícil que resulta mantener la atención en las
rutinas relativamente triviales del trabajo y la escuela, y
cualquier persona que haya padecido una depresión
clínica sabe también que, en tal caso, los
pensamientos autocompasivos, la desesperación, la
impotencia y el desaliento son tan intensos que impiden cualquier
otra actividad.

Cuando las emociones dificultan la concentración,
se dificulta el funcionamiento de la capacidad cognitiva que los
científicos denominan «memoria de
trabajo
», la capacidad de mantener en la mente toda la
información relevante para la tarea que se esté
llevando a cabo. El contenido concreto de la memoria de trabajo
puede ser algo tan simple como los dígitos de un
número de teléfono o tan intrincado como la trama
de una novela. La memoria de trabajo es la función
ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que hace posible
cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar una frase
hasta formular una compleja proposición lógica. Y
la región cerebral encargada de procesar la memoria de
trabajo es el córtex prefrontal, la misma región,
recordemos, en donde se entrecruzan los sentimientos y las
emociones. Es por ello por lo que la tensión emocional
compromete el buen funcionamiento de la memoria de trabajo a
través de las conexiones límbicas que convergen en
el córtex prefrontal, dificultando así -como yo
mismo descubrí durante aquel angustioso examen de
cálculo- toda posibilidad de pensar con
claridad.

Consideremos ahora, por otra parte, el importante papel
que desempeña la motivación positiva -ligada
a sentimientos tales como el entusiasmo, la perseverancia y la
confianza- sobre el rendimiento. Según los estudios que se
han llevado a cabo en este dominio, los atletas olímpicos,
los compositores de fama mundial y los grandes maestros del
ajedrez comparten una elevada motivación y una rigurosa
rutina de entrenamiento (que, en el caso de las auténticas
«estrellas», suele comenzar en la misma infancia). El
promedio de tiempo dedicado al entrenamiento por los atletas de
doce años del equipo chino que participó en las
olimpiadas de 1992 era el mismo que el invertido por los
integrantes del equipo americano durante los primeros veinte
años de su vida (de hecho, muchos de los chinos
habían comenzado a entrenarse a la edad de cuatro
años). Del mismo modo, los mejores virtuosos de
violín del siglo veinte comenzaron su aprendizaje
alrededor de los cinco años de edad y los campeones
mundiales de ajedrez lo hicieron cerca de los siete años
(mientras que aquellos que adquirieron un prestigio de
ámbito exclusivamente nacional habían comenzado a
eso de los diez años de edad). Se diría que el
hecho de comenzar antes permite un margen de tiempo mucho mayor:
los alumnos más aventajados de violín de la mejor
academia de música de Berlín -todos ellos de poco
más de veinte años- habrán invertido unas
diez mil horas de práctica en toda su vida, mientras que
aquéllos que ocupan un segundo o tercer lugar sólo
habrán promediado un total de unas siete mil quinientas
horas.

Lo que parece diferenciar a quienes se encuentran en la
cúspide de su carrera de aquéllos otros que,
teniendo una capacidad similar, no alcanzan esa cota, radica en
la práctica ardua y rutinaria seguida a lo largo de
años y años. Y esta perseverancia depende
fundamentalmente de factores emocionales, como el entusiasmo y la
tenacidad frente a todo tipo de contratiempos.

El nivel sobresaliente logrado por los estudiantes
asiáticos en el mundo académico y profesional de
los Estados Unidos demuestra que, al margen de las capacidades
innatas, la recompensa añadida del éxito en la vida
depende de la motivación. Una revisión completa de
los datos existentes sobre este sugiere que los alumnos
americanos de origen asiático suelen tener un CI promedio
superior en unos tres puntos al de los blancos. Por su parte, los
médicos y abogados de origen asioamericano se comportaron,
grupalmente considerados, como si su CI fuera muy superior (el
equivalente a un CI de 110 para los de origen japonés y de
un 120 para los de origen chino) al de los blancos. La
razón parece estribar en que, en los primeros años
de escuela, los niños asiáticos estudian más
que los blancos. Sanford Dorenbush, un sociólogo de
Stanford que ha investigado a más de diez mil estudiantes
de instituto, descubrió que los asioamericanos invierten
casi un 40% más de tiempo en sus deberes que el resto de
los estudiantes. «La mayoría de padres americanos
blancos parecen dispuestos a admitir que sus hijos tengan
asignaturas más flojas y a subrayar, en cambio, las
más fuertes, pero la actitud que sostienen los padres
asiáticos es la de que "si no te lo sabes
estudiarás esta noche y si aun así tampoco te lo
sabes mañana, te levantarás temprano y
seguirás estudiando". Ellos consideran que, con el
esfuerzo adecuado, todo el mundo puede tener un buen rendimiento
escolar».

En resumen, una fuerte ética cultural de
trabajo
se traduce en una mayor motivación, celo y
perseverancia, un auténtico acicate emocional.

Así pues, las emociones dificultan o favorecen
nuestra capacidad de pensar, de planificar, de acometer el
adiestramiento necesario para alcanzar un objetivo a largo plazo,
de solucionar problemas, etcétera, y, en este mismo
sentido, establecen los límites de nuestras capacidades
mentales innatas y determinan así los logros que podremos
alcanzar en nuestra vida. Y en la medida en que estemos motivados
por el entusiasmo y el gusto en lo que hacemos -o incluso por un
grado óptimo de ansiedad- se convierten en excelentes
estímulos para el logro. Es por ello por lo que la
inteligencia emocional constituye una aptitud maestra, una
facultad que influye profundamente sobre todas nuestras otras
facultades ya sea favoreciéndolas o
dificultándolas.

EL CONTROL DE LOS IMPULSOS: EL TEST DE LAS
GOLOSINAS

Imagine que tiene cuatro años de edad y que
alguien le hace la siguiente propuesta: «ahora debo
marcharme y regresaré en unos veinte minutos. Si lo deseas
puedes tomar una golosina pero, si esperas a que vuelva, te
daré dos». Para un niño de cuatro años
de edad éste es un verdadero desafío, un
microcosmos de la eterna lucha entre el impulso y su
represión, entre el id y el ego, entre el deseo y el
autocontrol, entre la gratificación y su demora. Y sea
cual fuere la decisión que tome el niño, constituye
un test que no sólo refleja su carácter sino que
también permite determinar la trayectoria probable que
seguirá a lo largo de su vida.

Tal vez no haya habilidad psicológica más
esencial que la de resistir al impulso. Ese es el fundamento
mismo de cualquier autocontrol emocional, puesto que toda
emoción, por su misma naturaleza, implica un impulso para
actuar (recordemos que el mismo significado etimológico de
la palabra emoción, es del de «mover»). Es muy
posible -aunque tal interpretación pueda parecer por ahora
meramente especulativa- que la capacidad de resistir al impulso,
la capacidad de reprimir el movimiento incipiente, se traduzca,
al nivel de función cerebral, en una inhibición de
las señales límbicas que se dirigen al
córtex motor.

En cualquier caso, Walter Misehel llevó a cabo,
en la década de los sesenta, una investigación con
preescolares de cuatro años de edad -a quienes se les
planteaba la cuestión con la que iniciábamos esta
sección -que ha terminado demostrando la extraordinaria
importancia de la capacidad de refrenar las
emociones y demorar los impulsos. Esta
investigación, que se realizó en el campus de la
Universidad de Stanford con hijos de profesores, empleados y
licenciados, prosiguió cuando los niños terminaron
la enseñanza secundaria. Algunos de los niños de
cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que
seguramente les pareció una verdadera eternidad hasta que
volviera el experimentador. Y fueron muchos los métodos
que utilizaron para alcanzar su propósito y recibir las
dos golosinas como recompensa: taparse el rostro para no ver la
tentación, mirar al suelo, hablar consigo mismos, cantar,
jugar con sus manos y sus pies e incluso intentar dormir. Pero
otros, más impulsivos, cogieron la golosina a los pocos
segundos de que el experimentador abandonara la
habitación.

El poder diagnóstico de la forma en que los
niños manejaban sus impulsos quedó claro doce o
catorce años más tarde, cuando la
investigación rastreó lo que había sido de
aquellos niños, ahora adolescentes. La diferencia
emocional y social existente entre quienes se apresuraron a coger
la golosina y aquéllos otros que demoraron la
gratificación fue contundente. Los que a los cuatro
años de edad habían resistido a la tentación
eran socialmente más competentes, mostraban una mayor
eficacia personal, eran más emprendedores y más
capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Se trataba de
adolescentes poco proclives a desmoralizarse, estancarse o
experimentar algún tipo de regresión ante las
situaciones tensas, adolescentes que no se desconcertaban ni se
quedaban sin respuesta cuando se les presionaba, adolescentes que
no huían de los riesgos sino que los afrontaban e incluso
los buscaban, adolescentes que confiaban en sí mismos y en
los que también confiaban sus compañeros,
adolescentes honrados y responsables que tomaban la iniciativa y
se zambullían en todo tipo de proyectos. Y, más de
una década después, seguían siendo capaces
de demorar la gratificación en la búsqueda de sus
objetivos.

En cambio, el tercio aproximado de preescolares que
cogió la golosina presentaba una radiografía
psicológica más problemática. Eran
adolescentes más temerosos de los contactos sociales,
más testarudos, más indecisos, más
perturbados por las frustraciones, más inclinados a
considerarse «malos» o poco merecedores, a caer en la
regresión o a quedarse paralizados ante las situaciones
tensas, a ser desconfiados, resentidos, celosos y envidiosos, a
reaccionar desproporcionadamente y a enzarzarse en toda clase de
discusiones y peleas. Y al cabo de todos esos años
seguían siendo incapaces de demorar la
gratificación.

Así pues, las aptitudes que despuntan
tempranamente en la vida terminan floreciendo y dando lugar a un
amplio abanico de habilidades sociales y emocionales. En este
sentido, la capacidad de demorar los impulsos constituye una
facultad fundamental que permite llevar a cabo una gran cantidad
de actividades, desde seguir una dieta hasta terminar la carrera
de medicina. Hay niños que a los cuatro años de
edad ya llegan a dominar lo básico, y son capaces de
percatarse de las ventajas sociales de demorar la
gratificación de sus impulsos, desvían su
atención de la tentación presente y se distraen
mientras siguen perseverando en el logro de su objetivo: las dos
golosinas.

Pero lo más sorprendente es que, cuando los
niños fueron evaluados de nuevo al terminar el instituto,
el rendimiento académico de quienes habían esperado
pacientemente a los cuatro años de edad era muy superior
al de aquéllos otros que se habían dejado arrastrar
por sus impulsos. Según la evaluación llevada a
cabo por sus mismos padres, se trataba de adolescentes más
competentes, más capaces de expresar con palabras sus
ideas, de utilizar y responder a la razón, de
concentrarse, de hacer planes, de llevarlos a cabo, y se
mostraron muy predispuestos a aprender. Y, lo que resulta
más asombroso todavía, es que estos chicos
obtuvieron mejores notas en los exámenes SAT. El tercio
aproximado de los niños que a los cuatro años no
pudieron resistir la tentación y se apresuraron a coger la
golosina obtuvieron una puntuación verbal de 524 y una
puntuación cuantitativa («matemática»)
de 528, mientras que el tercio de quienes esperaron el regreso
del experimentador alcanzó una puntuación promedio
de 610 y 652, respectivamente (una diferencia global de 210
puntos)."

La forma en que los niños de cuatro años
de edad responden a este test de demora de la
gratificación constituye un poderoso predictor tanto del
resultado de su examen SAT como de su CI; el CI, por su parte,
sólo predice adecuadamente el resultado del examen SAT
después de que los niños aprendan a leer. "Esto
parece indicar que la capacidad de demorar la
gratificación contribuye al potencial intelectual de un
modo completamente ajeno al mismo CI. (El pobre control de los
impulsos durante la infancia también es un poderoso
predictor de la conducta delictiva posterior, mucho mejor que el
CI
.)"' Como veremos en la cuarta parte, aunque haya quienes
consideren que el CI no puede cambiarse y que constituye una
limitación inalterable de los potenciales vitales del
niño, cada vez existe un convencimiento mayor de que
habilidades emocionales como el dominio de los impulsos y la
capacidad de leer las situaciones sociales es algo que puede
aprenderse
.

Así pues, lo que Walter Misehel, el autor de esta
investigación, describe con el farragoso enunciado de
«la demora de la gratificación autoimpuesta
dirigida a metas
» -la capacidad de reprimir los
impulsos al servicio de un objetivo (ya sea levantar una empresa,
resolver un problema de álgebra o ganar la Copa Stanley)-
tal vez constituya la esencia de la autorregulación
emocional. Este descubrimiento subraya el papel de la
inteligencia emocional como una metahabilidad que determina la
forma -adecuada o inadecuada- en que las personas son capaces de
utilizar el resto de sus capacidades mentales.

ESTADOS DE ÁNIMO NEGATIVOS,
PENSAMIENTOS NEGATIVOS

«Estoy preocupada por mi hijo. Acaba de ingresar
en el equipo de fútbol de la universidad y sé que
puede lesionarse en cualquier momento. Me pone tan nerviosa verle
en el campo que no quiero asistir a ninguno de sus partidos.
Estoy segura de que esto le resulta decepcionante, pero la verdad
es que simplemente no puedo soportarlo.»

Quien así habla es una mujer que está en
terapia a causa de su ansiedad. Ella comprende perfectamente que
su preocupación no le permite vivir como le
gustaría pero cuando llega el momento de tomar una
decisión tan sencilla como ir o no a ver el partido que
jugará su hijo, su mente se ve asediada por terribles
pensamientos. En tales condiciones no es libre de elegir porque
sus preocupaciones desbordan su razón.

Como ya hemos visto, la preocupación es la
esencia de los efectos perniciosos de la ansiedad sobre todo tipo
de actividad mental. La preocupación es, en cierto
modo, una respuesta útil aunque desencaminada, una especie
de ensayo mental ante la previsión de una amenaza Pero
este ensayo mental se convierte en un auténtico desastre
cognitivo cuando nuestra mente se queda atrapada en una rutina
obsoleta que captura nuestra atención e impide todo
intento de focalizarla en cualquier otro sitio.

La ansiedad entorpece de tal modo el
funcionamiento del intelecto que constituye un predictor casi
seguro del fracaso en el entrenamiento o el desempeño de
una tarea compleja, intelectualmente exigente y tensa como la que
llevan a cabo, por ejemplo, los controladores de vuelo. Como ha
demostrado un estudio realizado sobre 1.790 estudiantes de
control del tráfico aéreo, es muy probable que los
ansiosos terminen fracasando aunque sus puntuaciones en los tests
de inteligencia sean francamente elevadas. De hecho, la ansiedad
también sabotea todo tipo de rendimiento académico.
Ciento veintiséis estudios diferentes que implicaban a
más de 36.000 personas han puesto de relieve que cuanto
más proclive a preocuparse es la persona, más pobre
resulta su rendimiento académico (sin importar que el tipo
de medición utilizada fuera la clasificación por
tests, la puntuación media o los tests de
rendimiento).

Cuando a las personas que tienden a preocuparse se les
pide que lleven a cabo una tarea cognitiva como, por ejemplo,
clasificar objetos ambiguos en una o dos categorías, y que
describan lo que pasa por su mente mientras lo están
haciendo, suelen mencionar la presencia de pensamientos negativos
-como «no seré capaz de hacerlo», «yo no
soy bueno en este tipo de pruebas», etcétera- que
obstaculizan directamente el proceso de toma de
decisiones.

De hecho, cuando a un grupo de control de sujetos
normalmente despreocupados se les pidió que se preocupasen
durante quince minutos, su rendimiento disminuyó
considerablemente. Y cuando, por el contrario, a quienes suelen
preocuparse se les ofreció una sesión de
relajación -que reduce el nivel de preocupación- de
quince minutos antes de emprender la tarea, llegaron a
desempeñarla sin ningún tipo de problemas. Richard
Alpert, que fue quien primero estudió
científicamente la ansiedad en la década de los
sesenta, me confesó que el motivo que despertó su
interés en este tema radicaba en las malas pasadas que le
hicieron los nervios en los exámenes de su etapa de
estudiante, algo que a su compañero Ralph Haber, por el
contrario, parecía estimularle. Esa investigación,
entre otras muchas, ha demostrado que existen dos tipos de
estudiantes ansiosos: aquellos a quienes la ansiedad menoscaba su
rendimiento académico y aquéllos otros que son
capaces de trabajar bien a pesar de la tensión o. tal vez,
gracias a ella. La paradoja es que la misma excitación e
interés por hacerlo bien que motiva a los estudiantes como
Haber a prepararse y estudiar para la ocasión, puede
sabotear, en cambio, los esfuerzos de otros. En las personas que,
como Alpert, muy ansiosas, la excitación previa al examen
interfiere con el pensamiento y el recuerdo claro necesarios para
estudiar eficazmente, enturbiando también durante el
examen la claridad mental requerida para el buen
rendimiento.

La magnitud de las preocupaciones que tiene la gente
mientras está haciendo un examen es proporcional a la
pobreza de su ejecución, porque los recursos mentales
invertidos en una determinada tarea cognitiva -la
preocupación- reducen los recursos disponibles para
procesar otro tipo de información. En este sentido, si
estamos preocupados por suspender el examen dispondremos de mucha
menos atención para elaborar una respuesta adecuada. Es
así como nuestras preocupaciones terminan
convirtiéndose en profecías autocumplidas que
conducen al fracaso.

En cambio, quienes controlan sus emociones pueden
utilizar esa ansiedad anticipatoria -por ejemplo, sobre un examen
o una charla próxima- para motivarse a si mismos,
prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo bien.
Según afirma la psicología, la
representación gráfica de la relación
existente entre la ansiedad y el rendimiento -incluido el
rendimiento mental- constituye una especie de U invertida. En la
cúspide de esta U invertida está la relación
óptima entre la ansiedad y el rendimiento,
el mínimo nerviosismo que permite alcanzar el
máximo rendimiento. Pero muy poca ansiedad -la parte
izquierda de la U- genera apatía o muy poca
motivación, mientras que el exceso de ansiedad -la parte
derecha de la U- sabotea todo intento de hacerlo bien.

Un estado ligeramente eufórico -al que
técnicamente se le denomina hipornania– parece
óptimo para escritores y otro tipo de profesiones
creativas que exigen un pensamiento fluido e imaginativo, un
estado que se halla en la cúspide de la U
invertida.

Pero cuando la euforia se descontrola, como ocurre en la
exaltación del estado de ánimo tornadizo del
maniaco-depresivo, se convierte en franca manía, un estado
en el que la agitación socava toda capacidad de pensar de
un modo lo suficientemente coherente como para
desempeñarse adecuadamente bien, aunque las ideas fluyan
con libertad, en realidad, con demasiada libertad como para poder
persistir en cualquiera de ellas y elaborar un producto
terminado.

Los estados de ánimo positivos aumentan la
capacidad de pensar con flexibilidad y complejidad, haciendo
más fácil encontrar soluciones a los problemas, ya
sean intelectuales o interpersonales. Esto parece indicar que una
forma de ayudar a alguien a resolver un problema consiste en
contarle un chiste. La risa, al igual que la euforia, parece
ampliar la perspectiva y, de ese modo, ayuda a la gente a pensar
con más amplitud y a asociar con mayor libertad,
advirtiendo relaciones que, de otra manera, podrían pasar
inadvertidas, una habilidad mental importante, no sólo
para la creatividad sino también para el reconocimiento de
las relaciones complejas y la previsión de las
consecuencias de una determinada decisión.

Los beneficios intelectuales de una buena carcajada son
más sorprendentes cuando se trata de resolver un problema
que exige una solución creativa. Un estudio ha descubierto
que quienes acaban de ver una película cómica en
video resuelven mejor los rompecabezas que suelen usar los
psicólogos que se ocupan de valorar el pensamiento
creativo. «En esa investigación se le da a la gente
velas, cerillas y una caja de tachuelas y se les pide que busquen
la forma de colgar la vela a un panel de corcho para que pueda
arder sin que la cera gotee al suelo. La mayor parte de la gente,
ante este problema, cae en una especie de «fijación
funcional» y sólo piensa en utilizar los objetos de
un modo convencional pero, comparados con aquéllos otros
que habían visto una película de
matemáticas, quienes acababan de ver la película
cómica descubrieron un uso alternativo de la caja y
llegaron a una solución creativa, clavándola con
tachuelas a la pared y utilizándola como
palmatoria.

Incluso los cambios más ligeros de estado
de ánimo pueden llegar a modificar nuestros
pensamientos. La capacidad de planificar y tomar
decisiones de las personas de buen humor presenta una
predisposición perceptiva que les lleva a pensar de una
manera más abierta y positiva. Esto se explica, en parte,
porque la memoria es un fenómeno específico de
estado, es decir que, por ejemplo, en un estado positivo, solemos
recordar acontecimientos positivos. De este modo, en la medida en
que nos sentimos a gusto mientras estamos pensando en los pros y
los contras de un determinado curso de acción, nuestra
memoria busca datos en una dirección positiva,
inclinándonos, por ejemplo, a emprender acciones
más aventuradas y arriesgadas.

De la misma manera, los estados de ánimo
negativos sesgan también nuestros recuerdos en una
dirección negativa, haciendo más probable que nos
contraigamos en decisiones más temerosas y suspicaces.
Así pues, el descontrol emocional obstaculiza la labor del
intelecto pero, como ya hemos visto en el capitulo 5, podemos
volver a hacernos cargo de las emociones descontroladas, la
verdadera aptitud maestra que facilita otros tipos de
inteligencia. Veamos ahora algunos casos pertinentes a este
respecto, las ventajas de la esperanza y el optimismo y aquellos
momentos difíciles en los que la gente se supera a si
misma.

POLLYANNA* Y LA CAJA DE PANDORA: EL PODER
DEL PENSAMIENTO POSITIVO

* N. de los T. Personaje literario creado por la
novelista Eleanor Poner y caracterizado por su desmesurado
optimismo.

¿Qué es lo que harías en el caso de
que acabaras de saber que has suspendido un examen parcial en el
que esperabas sacar un notable?

La respuesta a esta situación hipotética
depende casi exclusivamente del nivel de expectativas. Los
estudiantes universitarios con un alto nivel de expectativas
contestaron que trabajarían duro y pensaron en las muchas
cosas que podían hacer para aprobar el examen final;
aquéllos otros cuyo nivel de expectativas era moderado
también pensaron en varias alternativas posibles, pero
parecían menos dispuestos a lograrlo y, comprensiblemente,
los estudiantes con bajo nivel de expectativas, se desalentaron y
dijeron que renunciarían a presentarse al examen
final.

Pero no estamos hablando de algo puramente
teórico porque cuando C. R. Snyder, el psicólogo de
la Universidad de Kansas que llevó a cabo este estudio,
comparó el rendimiento académico real de
universitarios con alto y bajo nivel de expectativas,
descubrió que éste nivel era un mejor predictor de
los resultados de los exámenes del primer semestre que sus
puntuaciones en el SAT, un test (que tiene, por cierto, una
elevada correlación con el CI) supuestamente capaz de
predecir el rendimiento de los universitarios. Una vez
más, dado aproximadamente el mismo rango de capacidades
intelectuales, las aptitudes emocionales son las que establecen
las diferencias
.

La conclusión de Snyder fue la siguiente:
«los estudiantes con un alto nivel de expectativas se
proponen objetivos elevados y saben lo que deben hacer para
alcanzarlos. El único factor responsable del distinto
rendimiento académico de estudiantes con similar aptitud
intelectual parece ser su nivel de
expectativas».

Según cuenta la conocida leyenda, los dioses,
celosos de su belleza, regalaron a Pandora, una princesa de la
antigua Grecia, una misteriosa caja, advirtiéndole que
jamás debía abrirla. Pero un día la
curiosidad y la tentación pudieron más que ella y
finalmente abrió la tapa para ver su contenido, liberando
así en el mundo las grandes aflicciones, para cerrar la
caja justo a tiempo de evitar que se escapara de ella la
esperanza, el único remedio que hace soportable las
miserias de la vida.

Según los modernos investigadores, la esperanza
no sólo ofrece consuelo a la aflicción sino que
desempeña un papel muy importante en dominios tan diversos
como el rendimiento escolar y el hecho de soportar un trabajo
pesado. Técnicamente hablando, la esperanza es algo
más que la visión ingenua de que todo irá
bien; en opinión de Snyder se trata de «la creencia
de que uno tiene la voluntad y dispone de la forma de llevar a
cabo sus objetivos, cualesquiera que éstos
sean».

Ciertamente, no todo el mundo tiene el mismo grado de
expectativas. Hay quienes creen que son capaces de salir de
cualquier situación o de encontrar la forma de resolver
los problemas, mientras que otros simplemente no se ven con la
energía, la capacidad o los medios de alcanzar sus
objetivos. Según Snyder, las personas con un alto nivel de
expectativas comparten ciertos rasgos, entre los que destacan la
capacidad de motivarse a sí mismos, de sentirse lo
suficientemente diestros como para encontrar la forma de alcanzar
sus objetivos. de asegurarse de que las cosas irán mejor
cuando están atravesando una situación
difícil, de ser lo bastante flexibles como para encontrar
formas diferentes de alcanzar sus objetivos -o de cambiarlos en
el caso de que le resulten imposibles de alcanzar- y de saber
descomponer una tarea compleja en otras más sencillas y
manejables.

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