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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, la
esperanza significa que uno no se rinde a la ansiedad, el
derrotismo o la depresión cuando tropieza con dificultades
y contratiempos. De hecho, las personas esperanzadas se deprimen
menos en su navegación a través de la vida en
búsqueda de sus objetivos y también se muestran
menos ansiosas en general y experimentan menos tensiones
emocionales.

EL OPTIMISMO: EL GRAN MOTIVADOR

Los americanos interesados en la natación
abrigaban muchas esperanzas en Matt Biondi, un miembro del equipo
olímpico de los Estados Unidos en 1988. Algunos
periodistas deportivos llegaron a afirmar que era muy probable
que Biondi igualara la hazaña realizada por Mark Spitz en
1972 de ganar siete medallas de oro. Pero Biondi terminó
en un desalentador tercer puesto en la primera de las pruebas,
los 200 metros libres, y en la siguiente carrera, los 100 metros
mariposa, fue superado por otro nadador que hizo un esfuerzo
extraordinario en el sprint final.

Los comentaristas deportivos llegaron a decir que
aquellos fracasos desanimarían a Biondi, pero no
habían contado con su reacción, una reacción
que le llevó a ganar la medalla de oro en las cinco
últimas pruebas. A quien no le sorprendió la
respuesta de Biondi fue a Martin Seligman, un psicólogo de
la Universidad de Pennsylvania que había estado valorando
el grado de optimismo de Biondi aquel mismo año. En un
determinado experimento realizado con Seligman, el entrenador le
dijo a Biondi que, en una de sus pruebas favoritas, había
realizado un tiempo muy malo cuando lo cierto es que no fue
así. Pero a pesar del aparente mal resultado, cuando se le
invitó a descansar e intentarlo de nuevo, su marca
-realmente muy buena- mejoró más todavía. No
obstante, cuando otros miembros del equipo -cuyas puntuaciones en
optimismo eran ciertamente bajas-, a quienes también se
les dio un tiempo falso, lo intentaron por segunda vez, lo
hicieron francamente peor.

El optimismo -al igual que la esperanza- significa tener
una fuerte expectativa de que, en general, las cosas irán
bien a pesar de los contratiempos y de las frustraciones. Desde
el punto de vista de la inteligencia emocional, el optimismo es
una actitud que impide caer en la apatía, la
desesperación o la depresión frente a las
adversidades. Y al igual que ocurre con su prima hermana, la
esperanza, el optimismo -siempre y cuando se trate de un
optimismo realista (porque el optimismo ingenuo puede
llegar a ser desastroso)- tiene sus beneficios.

Seligman define al optimismo en función de la
forma en que la gente se explica a si misma sus
éxitos y sus fracasos. Los optimistas
consideran que los fracasos se deben a algo que puede cambiarse
y, así, en la siguiente ocasión en la que afronten
una situación parecida pueden llegar a triunfar. Los
pesimistas, por el contrario, se echan las culpas de sus
fracasos, atribuyéndolos a alguna característica
estable que se ven incapaces de modificar. Y estas distintas
explicaciones tienen consecuencias muy profundas en la forma de
hacer frente a la vida. Ante un despido, por ejemplo, los
optimistas tienden a responder de una manera activa y
esperanzada, elaborando un plan de acción o buscando ayuda
y consejo porque consideran que los contratiempos no son
irremediables y pueden ser transformados. Los pesimistas, en
cambio, consideran que los contratiempos constituyen algo
irremediable y reaccionan ante la adversidad asumiendo que no hay
nada que ellos puedan hacer para que las cosas salgan mejor la
próxima vez y, en consecuencia, no hacen nada por cambiar
el problema. Para ellos, los problemas se deben a algún
déficit personal con el que siempre tendrán que
contar.

Al igual que ocurre con la esperanza, el optimismo
también es un buen predictor del éxito
académico. Las puntuaciones obtenidas en un test de
optimismo por quinientos estudiantes de los primeros cursos de
1984 de la Universidad de Pennsylvania, fueron un mejor predictor
de su rendimiento académico en aquellos años que
las puntuaciones obtenidas en el examen SAT. Según
Seligman, el autor de esta investigación, «los
exámenes de ingreso en la universidad constituyen una
medida del talento, mientras que el estilo explicativo le dice
quién abandonará. Es la combinación entre el
talento razonable y la capacidad de perseverar ante el fracaso lo
que conduce al éxito. En los tests que valoran las
habilidades de uno u otro tipo suele dejarse de lado la
motivación. Todo lo que usted debe saber es si
seguirá adelante cuando las cosas resulten frustrantes. Yo
creo que, dado un determinado nivel de inteligencia, el logro
real no depende tanto del talento como de la capacidad de seguir
adelante a pesar de los fracasos
» Una de las pruebas
más claras del poder motivador del optimismo nos la
proporciona un estudio realizado por el mismo Seligman sobre los
vendedores de seguros de la compañía
MetLife.

Ser capaz de encajar una negativa es algo fundamental en
todo tipo de ventas, especialmente en el caso de un producto tal
como los seguros, en el que la proporción entre
«noes» y «síes» puede llegar a ser
desalentadoramente elevada. Esta es la razón que explica
el que tres cuartas partes de los vendedores de seguros abandonen
su trabajo durante los tres años primeros. La
investigación realizada por Seligman demostró que
durante los primeros dos años los optimistas
vendían un 3,7% más que los pesimistas, y que el
porcentaje de abandono entre los pesimistas era el doble que
entre los optimistas.

Y, lo que es más, Seligman persuadió a
MetLife de contratar a un grupo especial de demandantes de empleo
que no habían superado las pruebas estándar
(basadas en determinar su proximidad a un perfil confeccionado
con las habilidades que parecían presentar los vendedores
de éxito) que, sin embargo, habían puntuado muy
alto en un test de optimismo. Este grupo especial vendió
un 21 % más que los pesimistas el primer año y un
57% más durante el segundo.

Pero el optimismo no sólo es un factor importante
en cuanto al éxito en las ventas sino que fundamentalmente
se trata de una y actitud emocionalmente inteligente. Para un
vendedor, cada «no» constituye una pequeña
derrota, y la reacción emocional a ese fracaso es decisiva
a la hora de controlar suficientemente la motivación para
proseguir su actividad. Y a medida que los «noes»
aumentan, la moral se debilita, haciendo cada vez más
difícil marcar el número de la siguiente llamada
telefónica. Estos rechazos son especialmente
difíciles de asumir para un pesimista, quien los
interpreta como significando «soy un fracaso en esto;
jamás llegaré a ser un buen vendedor», una
interpretación que, con toda seguridad, despierta la
apatía y el derrotismo, cuando no la franca
depresión. Ante esta situación, en cambio, los
optimistas se dicen: «estoy utilizando un abordaje
inadecuado» o «esa última persona estaba de
mal humor» y, de este modo, al considerar que el fracaso no
depende de una deficiencia en si mismos sino de algo que radica
en la situación, pueden cambiar su enfoque la
próxima llamada. Es así como el equipaje mental de
los pesimistas les conduce a la desesperación mientras que
el de los optimistas reactiva su esperanza.

Uno de los orígenes de una visión positiva
o negativa puede ser el temperamento innato, ya que hay personas
que tienden naturalmente hacia una o hacia la otra. Pero, como
también veremos en el capítulo 14, el temperamento
puede verse modulado por la experiencia. El optimismo y la
esperanza -al igual que la impotencia y la desesperación-
pueden aprenderse. Detrás de los dos existe lo que los
psicólogos denominan autoeficacia, la creencia de que uno
tiene el control de los acontecimientos de su vida y puede hacer
frente a los problemas en la medida en que se presenten.
Desarrollar algún tipo de habilidad fortalece la
sensación de eficacia y predispone a asumir riesgos y
problemas más difíciles. Y el hecho de superar
estas dificultades aumenta a su vez la sensación de
autoeficacia, una aptitud que lleva a hacer un mejor uso de
cualquier habilidad y que también contribuye a
desarrollarlas.

Albert Bandura, un psicólogo de la Universidad de
Stanford que se ha ocupado de investigar el tema de la
autoeficacia, resume perfectamente este punto del siguiente modo:
«las creencias de las personas sobre sus propias
habilidades tienen un profundo efecto sobre éstas. La
habilidad no es un atributo fijo sino que, en este sentido,
existe una extraordinaria variabilidad. Las personas que se
sienten eficaces se recuperaran prontamente de los fracasos y no
se preocupan tanto por el hecho de que las cosas puedan salir mal
sino que se aproximan a ellas buscando el modo de
manejarlas
»

EL «FLUJO»: LA NEUROBIOLOGIA DE
LA EXCELENCIA

Un compositor describió así los momentos
en los que mejor trabajaba:

«Usted se encuentra en un estado
extático en el que se siente como si casi no existiera.
Así es como lo he experimentado yo en numerosas ocasiones.
En esos casos, mis manos parecen vacías de mi y yo no
tengo nada que ver con lo que ocurre sino que simplemente
contemplo maravillado y respetuoso todo lo que sucede. Y eso es
algo que fluye por sí mismo

Esta descripción se asemeja sorprendentemente a
la de cientos de hombres y mujeres -alpinistas, campeones de
ajedrez, cirujanos, jugadores de baloncesto, ingenieros,
ejecutivos e incluso sacerdotes- cuando hablan de una
época en la que se superaron a si mismos en alguna de sus
actividades favoritas. Mihaly Csikszentmihalyi, el
psicólogo de la Universidad de Chicago que se ha dedicado
a investigar y recopilar durante dos décadas relatos de
momentos de rendimiento cumbre, ha denominado a ese estado con el
nombre de «flujo». Los atletas, por su parte,
se refieren a ese estado de gracia con el nombre de «la
zona», un estado de absorción beatífica
centrado en el presente, en el que espectadores y competidores
desaparecen y la excelencia se produce sin el menor esfuerzo.
Diane Roffe-Steinrotter, ganadora de una medalla de oro en la
olimpiada de invierno de 1994 dijo, después de haber
terminado su turno de participación en la carrera de
esquí, que sólo recordaba haber estado inmersa en
la relajación: «era como si formara parte de una
catarata
»

La capacidad de entrar en el estado de
«flujo» es el mejor ejemplo de la inteligencia
emocional, un estado que tal vez represente el grado superior de
control de las emociones al servicio del rendimiento y el
aprendizaje. En ese estado las emociones no se ven
reprimidas ni canalizadas sino que, por el contrario, se ven
activadas, positivadas y alineadas con la tarea que estemos
llevando a cabo. Para verse atrapados por el tedio de la
depresión o por la agitación de la ansiedad es
necesario separarse del «flujo».

De uno u otro modo, casi todo el mundo ha entrado en
alguna que otra ocasión en el estado de
«flujo» (o en un apacible «microflujo»),
especialmente en aquellos casos en los que nuestro rendimiento es
óptimo o cuando trascendemos nuestros límites
anteriores. Tal vez la experiencia que mejor refleje este estado
sea el acto de amor extático, la fusión de dos
personas en una unidad fluidamente armoniosa.

El rasgo distintivo de esta experiencia extraordinaria
es una sensación de alegría espontánea,
incluso de rapto. Es un estado en el que uno se siente tan bien
que resulta intrínsecamente recompensante, un estado en el
que la gente se absorbe por completo y presta una atención
indivisa a lo que está haciendo y su conciencia se
funde con su acción
. La reflexión excesiva en
lo que se está haciendo interrumpe el estado de
«flujo» y hasta el mismo pensamiento de que «lo
estoy haciendo muy bien» puede llegar a ponerle fin. En
este estado, la atención se focaliza tanto que la persona
sólo es consciente de la estrecha franja de
percepción relacionada con la tarea que está
llevando a cabo, perdiendo también toda noción del
tiempo y del espacio. Un cirujano, por ejemplo, recordó
una difícil operación durante la que entró
en ese estado y al terminarla advirtió la presencia de
cascotes en el suelo del quirófano, sorprendiéndose
al oír que, mientras estaba concentrado en la
operación, parte del techo se había desplomado sin
que él se diera cuenta de nada.

El «flujo» es un estado de olvido de uno
mismo, el opuesto de la reflexión y la
preocupación, un estado en el que la persona, en lugar de
perderse en el desasosiego, se encuentra tan absorta en la tarea
que está llevando a cabo, que desaparece toda conciencia
de sí mismo y abandona hasta las más
pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana (salud,
dinero e incluso hasta el hecho de hacerlo bien). Dicho de otro
modo, los momentos de «flujo» son momentos en los que
el ego se halla completamente ausente. Paradójicamente,
sin embargo, las personas que se hallan en este estado exhiben un
control extraordinario sobre lo que están haciendo y sus
respuestas se ajustan perfectamente a las exigencias cambiantes
de la tarea. Y aunque el rendimiento de quienes se hallan en este
estado es extraordinario, en tales momentos la persona
está completamente despreocupada de lo que hace y su
única motivación descansa en el mero gusto de
hacerlo.

Hay varias formas de entrar en el estado de
«flujo». Una de ellas consiste en enfocar
intencionalmente la atención en la tarea que se
esté llevando a cabo; no hay que olvidar que la esencia
del «flujo» es la concentración. En la
entrada en estos dominios parece haber un bucle de
retroalimentación puesto que, si bien el primer paso
necesario para calmarse y centrarse en la tarea requiere un
considerable esfuerzo y cierta disciplina, una vez dado ese paso
funciona por si sólo, liberando al sujeto de la inquietud
emocional y permitiéndole afrontar la tarea sin el menor
esfuerzo.

Otra forma posible de entrar en este estado
también puede darse cuando la persona emprende una tarea
para la que está capacitado y se compromete con ella en un
nivel que exige de todas sus facultades. Como me dijo en cierta
ocasión el mismo Csikszentmihalyi. «Las personas
parecen concentrarse mejor cuando se les pide algo más que
lo corriente, en cuyo caso son capaces de ir más
allá de lo normal. Si la demanda es muy inferior a su
capacidad, la persona se aburre y si, por el contrario, es
excesiva, termina angustiándose. El estado de
«flujo» tiene lugar en esa delicada franja que
separa el aburrimiento de la ansiedad
».
El placer, la gracia y la eficacia espontánea que
caracterizan el estado de «flujo» es incompatible con
el secuestro emocional en el que los impulsos limbicos capturan
la totalidad del cerebro. La cualidad de la atención del
«flujo» es relajada aunque muy concentrada; es una
concentración muy distinta de la atención tensa
propia de los momentos en los que estamos fatigados o aburridos,
o en los que nuestra atención se ve asediada por
sentimientos intrusivos como la ansiedad o el enojo.

Si exceptuamos la presencia de un sentimiento
intensamente motivador de apacible éxtasis, el
«flujo» es un estado carente de todo ruido emocional.
Este éxtasis parece ser un subproducto del mismo enfoque
de la atención que constituye uno de los requisitos del
«flujo». De hecho, la literatura clásica de
las grandes tradiciones contemplativas describe estos estados de
absorción que se viven como pura beatitud como un
«flujo» solamente inducido por una intensa
concentración.

Si observamos a alguien que se halle en este estado
tendremos la impresión de que las dificultades se
desvanecen y el rendimiento cumbre parece algo natural y
cotidiano, una impresión que corre pareja a lo que
está sucediendo en el cerebro, en donde las tareas
más complejas se realizan con un gasto mínimo de
energía mental. En el «flujo», el cerebro se
halla en un estado «frío», y la
activación e inhibición de todos los circuitos
neuronales parece ajustarse perfectamente a las demandas de la
situación. Cuando las personas están comprometidas
con actividades que capturan su atención y la mantienen
sin realizar esfuerzo alguno, su cerebro «se
sosiega», en el sentido de que hay una disminución
de la estimulación cortical. Este descubrimiento es
notable, puesto que el «flujo» permite abordar las
tareas más complejas de un determinado dominio, ya sea
jugar una partida contra un maestro de ajedrez o resolver un
complejo problema matemático. Al parecer, en este caso se
esperaría precisamente lo contrario, es decir que esta
clase de tarea requeriría más actividad cortical,
no menos, pero una de las claves del «flujo» es que
tiene lugar sin alcanzar el límite de la capacidad, un
estado en el que las habilidades se realizan más
adecuadamente y los circuitos neurales funcionan más
eficazmente.

La concentración tensa -en la que la
preocupación alimenta la atención- aumenta la
actividad cortical. Pero la zona de flujo y de rendimiento
óptimo parece ser una especie de oasis de eficacia
cortical en el que el gasto de energía cortical es
mínimo. Tal vez la destreza práctica que permite a
la gente entrar en el estado de «flujo» tenga lugar
después de dominar los movimientos básicos de una
determinada actividad (ya sea física, como, por ejemplo,
ascender una montaña) o mental (como elaborar un complejo
programa informático). Un movimiento bien practicado
requiere mucho menos esfuerzo mental que aquél otro que
esté siendo aprendido o los que todavía resultan
muy difíciles. Por otra parte, cuando el cerebro trabaja
menos eficazmente a causa de la fatiga o el nerviosismo -como
ocurre, por ejemplo, al final de una larga y agotadora jornada de
trabajo-, disminuye la precisión del esfuerzo cortical y
se activan muchas áreas superfluas, un estado mental que
se experimenta como sumamente distraído, y lo mismo ocurre
en el caso del aburrimiento. Pero cuando el cerebro está
trabajando en la zona cúspide de su eficacia, como ocurre
en el caso del estado de «flujo», existe una
relación muy precisa entre la actividad cerebral y los
requerimientos de la tarea. En ese estado hasta el trabajo
más duro puede resultar renovador y pleno en lugar de
extenuante.

APRENDIZAJE Y «FLUJO»: UN NUEVO
MODELO EDUCATIVO

El «flujo» aparece en esa zona en la que una
actividad exige a la persona el uso de todas sus capacidades y es
por ello por lo que, en la medida en que aumenta la destreza,
también lo hace la dificultad de entrar en el estado de
«flujo». Si una tarea es demasiado sencilla resulta
aburrida y si, por el contrario, es más compleja de la
cuenta, el resultado es la ansiedad. Podría objetarse que
la maestría en un determinado arte o habilidad se ve
espoleada por la experiencia del «flujo», que la
motivación a hacerlo cada vez mejor -ya se trate de tocar
el violín, de bailar o del más especializado
trabajo de laboratorio– consiste en permanecer en
«flujo» mientras se lleva a cabo. En realidad, en un
estudio efectuado sobre doscientos artistas dieciocho años
después de que terminaran sus estudios, Csikszentmihalyi
descubrió que aquéllos que en sus días de
estudiante habían saboreado el puro gozo de pintar eran
los que se habían convertido en auténticos
pintores, mientras que la mayor parte de quienes habían
sido motivados por ensueños de fama y riqueza abandonaron
el arte poco después de graduarse.

La conclusión de Csikszentmihalyi es clara:
«por encima de cualquier otra cosa, lo que los pintores
quieren es pintar. Si el artista que se halla frente al lienzo
comienza a preguntarse a cuánto vendera la obra o lo que
los críticos pensarán de ella, será incapaz
de abrir nuevos caminos. La obra creativa exige una entrega sin
condiciones
»

Del mismo modo que el estado de «flujo» es
un requisito para el dominio de un oficio, una profesión o
un arte, lo mismo ocurre con el aprendizaje. Al margen de lo que
digan los tests de resultados, el rendimiento de los estudiantes
que entran en «flujo» al estudiar es mayor que el de
quienes no lo hacen así. Los estudiantes de una escuela
especial de ciencias de Chicago -todos los cuales se hallaban
entre el 5% de los que habían alcanzado una
puntuación más elevada en un test de destreza
matemática– fueron clasificados por sus profesores de
matemáticas en dos grupos: más aventajados y menos
aventajados. Luego se vigiló la forma en que
invertían el tiempo utilizando un avisador que sonaba al
azar varias veces al día y el estudiante debía
anotar lo que estaba haciendo y cuál era su estado de
ánimo. No es sorprendente que los que habían sido
clasificados como menos aventajados invirtieran sólo unas
quince horas semanales de estudio en casa, un promedio claramente
inferior a las veintisiete horas que dedicaban quienes
habían sido clasificados en el grupo de los más
aventajados. Aquéllos, por otra parte, invertían la
mayor parte del tiempo en que no estaban estudiando en
actividades sociales, pasear con los amigos y estar con la
familia.

El análisis de su estado de ánimo
reveló un importante descubrimiento, porque tanto unos
como otros pasaban mucho tiempo aburriéndose con
actividades tales como ver la televisión, que no
ponían a prueba sus habilidades. Así es, a fin de
cuentas, el mundo de los adolescentes. Pero la diferencia
fundamental estribaba en su experiencia del estudio, una
experiencia de la que los que formaban parte del grupo de
aventajados entraban en «flujo» el 40% del tiempo
invertido, algo que, en el caso de quienes formaban parte del
grupo inferior sólo ocurría el 16% del tiempo, a
causa, posiblemente, de la ansiedad que generaba una demanda que
excedía sus capacidades. Estos últimos, por su
parte, encontraban placer y «flujo» en la
socialización y no en el estudio. En resumen, los
estudiantes más aventajados tienden a estudiar porque ello
les pone en «flujo», pero, por desgracia, los menos
aventajados no entran en «flujo» con el estudio, lo
cual limita el alcance de las tareas intelectuales de las que
disfrutarán en el futuro. Howard Gardner, el
psicólogo de Harvard que desarrolló la
teoría de la inteligencia múltiple, considera el
«flujo» y los estados positivos que lo caracterizan,
como parte de una forma más saludable de enseñar a
los niños, motivándolos desde el interior en lugar
de recurrir a las amenazas o a las promesas de recompensa.
«Deberíamos utilizar los mismos estados
positivos de los niños para atraerles hacia el estudio de
aquellos dominios en los que demuestren ser más diestros
-propone Gardner-. El "flujo" es un estado interno que significa
que el niño está comprometido en una tarea
adecuada. Todo lo que tiene que hacer es encontrar algo que le
guste y perseverar en ello. Cuando los niños se aburren en
la escuela y se sienten desbordados por sus deberes es cuando se
pelean y se portan mal. Uno aprende mejor cuando hace algo que le
gusta y disfruta comprometiéndose con
ello
».

La estrategia utilizada en la mayor parte de las
escuelas que están poniendo en práctica el modelo
de la inteligencia múltiple de Gardner gira en torno a
identificar y fortalecer el perfil de competencias naturales de
un niño al tiempo que trata también de despojarle
de sus debilidades. Por ejemplo, un niño con un talento
natural para la música o el movimiento entrará en
«flujo» más fácilmente en ese
dominio que en aquéllos otros en los que es menos diestro.
De este modo, conocer el perfil de un niño puede ayudar al
maestro a adaptar la forma de presentarle un determinado tema y
ajustar también el nivel -desde terapéutico hasta
muy avanzado- que suponga para él un reto óptimo.
Hacer esto significa fomentar un aprendizaje más
placentero, un aprendizaje que no resulte angustioso ni tampoco
aburrido. «La esperanza es que cuando los niños
aprendan a aprender "fluyendo", se animaran a asumir el
riesgo de enfrentarse a nuevas áreas
», dice
Gardner, agregando que esto es precisamente lo que parece
demostrar la experiencia.

Hablando en términos más generales, el
modelo del «flujo» sugiere que el logro del dominio
en cualquier habilidad o cuerpo de conocimientos debe tener lugar
de manera natural en la medida en que el niño se ocupa de
las áreas en las que espontáneamente se siente
más comprometido, es decir, que más le
gustan.

Esta pasión inicial puede ser la semilla de
niveles superiores de éxito en la medida en que comience a
comprender que seguir en ello -ya sea la danza, las
matemáticas o la música- constituye una fuente del
gozo del «flujo». Y puesto que ello pone en juego los
límites de su propia capacidad de sostener el estado de
«flujo», se convierte en una motivación para
hacerlo cada vez mejor, lo cual hace feliz al niño. Este,
evidentemente, es un modelo más positivo de aprendizaje y
educación que el que solemos encontrar en la mayor parte
de las escuelas. ¿Quién no recuerda la escuela, al
menos en parte, como un interminable desfile de horas de
aburrimiento puntuadas por momentos de gran ansiedad? Tratar de
que el aprendizaje se realice a través del
«flujo» constituye una forma más humana,
más natural y probablemente más eficaz de poner las
emociones al servicio de la educación.

En un sentido amplio, canalizar las emociones hacia un
fin más productivo constituye una verdadera aptitud
maestra. Ya se trate de controlar los impulsos, de demorar la
gratificación, de regular nuestros estados de ánimo
para facilitar -y no dificultar- el pensamiento, de motivarnos a
nosotros mismos a perseverar y hacer frente a los contratiempos o
de encontrar formas de entrar en «flujo» y así
actuar más eficazmente, todo ello parece demostrar el gran
poder que poseen las emociones para guiar más eficazmente
nuestros esfuerzos.

7. LAS RAÍCES DE LA
EMPATÍA

Volvamos ahora a Gary, el brillante cirujano
alexitímico que tanto sufrimiento causara a su prometida
Ellen haciendo gala de una ignorancia absoluta con respecto al
mundo de los sentimientos. Como ocurre con la mayoría de
los alexitímicos, Gary carecía de empatía y
de intuición. Si ella le comentaba que se sentía
abatida, Gary no acertaba a comprenderla, y si le dirigía
palabras cariñosas, él cambiaba de tema. Gary no
cesaba de formular críticas «útiles»
sobre las cosas que hacia Ellen, sin percatarse de que tales
críticas no la ayudaban en lo más mínimo
sino que sólo la hacían sentirse
atacada.

La conciencia de uno mismo es la facultad sobre
la que se erige la empatía, puesto que, cuanto
más abiertos nos hallemos a nuestras propias emociones,
mayor será nuestra destreza en la comprensión de
los sentimientos de los demás. Los alexitimicos como Gary
no tienen la menor idea de lo que sienten y por lo mismo
también se encuentran completamente desorientados con
respecto a los sentimientos de quienes les rodean. Son, por
así decirlo, sordos a las emociones y carecen de la
sensibilidad necesaria para percatarse de las notas y los acordes
emocionales que transmiten las palabras y las acciones de sus
semejantes. En este sentido, los tonos, los temblores de voz, los
cambios de postura y los elocuentes silencios les pasan
totalmente inadvertidos.

Confundidos, pues, acerca de sus propios sentimientos,
los alexitímicos son igualmente incapaces de percibir los
sentimientos ajenos. Y esta incapacidad no sólo supone una
importante carencia en el ámbito de la inteligencia
emocional sino que también implica un grave menoscabo de
su humanidad, porque la raíz del afecto sobre el que se
asienta toda relación dimana de la empatía, de la
capacidad para sintonizar emocionalmente con los
demás
.

Esa capacidad, que nos permite saber lo que sienten los
demás, afecta a un amplio espectro de actividades (desde
las ventas hasta la dirección de empresas, pasando por la
compasión, la política, las relaciones amorosas y
la educación de nuestros hijos) y su ausencia, que resulta
sumamente reveladora, podemos encontrarla en los
psicópatas, los violadores y los pederastas.

No es frecuente que las personas formulen verbalmente
sus emociones y éstas, en consecuencia, suelen expresarse
a través de otros medios. La clave, pues, que nos permite
acceder a las emociones de los demás radica en la
capacidad para captar los mensajes no verbales (el tono de
voz, los gestos, la expresión facial, etcétera). Es
muy probable que la investigación más exhaustiva
llevada a cabo sobre la facultad de interpretar los mensajes no
verbales sea la efectuada por Robert Rosenthal, psicólogo
de la Universidad de Harvard, y sus alumnos. Rosenthal
elaboró un test para determinar el grado de empatía
al que denominó PSNV (perfil de sensibilidad no verbal).
Este test consiste en una serie de videos en los que una mujer
joven expresa una amplia gama de sentimientos que van desde el
odio hasta el amor maternal, pasando por los celos, el
perdón, la gratitud y la seducción. El vídeo
ha sido editado de modo que oculta sistemáticamente uno o
varios canales de comunicación no verbal. Así, en
algunas de las escenas no sólo se ha silenciado el mensaje
verbal sino que también se ha ocultado toda clave -excepto
la expresión facial- que pueda ofrecer pistas acerca del
estado emocional; en otras secuencias, en cambio, sólo se
muestran los movimientos corporales, recorriendo así,
sucesivamente, los principales canales de comunicación no
verbal. El objetivo, en cualquier caso, consiste en que las
personas que miran los vídeos detecten las emociones
implicadas recurriendo a pistas específicamente no
verbales.

La investigación, llevada a cabo sobre unas siete
mil personas de los Estados Unidos y de otros dieciocho
países, puso de manifiesto las ventajas que conlleva la
capacidad de leer los sentimientos ajenos a partir de mensajes no
verbales (el ajuste emocional, la popularidad, la sociabilidad y
también -no deberíamos sorprendernos por ello- la
sensibilidad). Hay que decir que, en este sentido, las mujeres
suelen superar a los hombres. Por otra parte. aquellas personas
cuya destreza va perfeccionándose a lo largo de los
cuarenta y cinco minutos que dura el test -un indicador de que se
hallan especialmente dotadas para desarrollar la empatía-
suelen mantener buenas relaciones con el sexo opuesto, una
habilidad obviamente inestimable para la vida amorosa.

Esta prueba también demostró la
relación puramente circunstancial existente entre la
empatía y las calificaciones obtenidas en el SAT, el CI y
otros tests de rendimiento académico. La independencia de
la empatía con respecto a la inteligencia académica
ha quedado sobradamente demostrada en una investigación
realizada con una versión del PSNV adaptada para
niños. Una encuesta realizada sobre 1.011 niños
demostró que quienes eran mas capaces de leer los mensajes
emocionales no verbales no sólo gozaban de mayor
popularidad entre sus compañeros sino que también
presentaban una mayor estabilidad emocional. Estos
niños, por otra parte, también mostraban un mayor
rendimiento académico -superior incluso a la media- pero,
en cambio, su CI no era superior al de los menos dotados para
descifrar los mensajes emocionales no verbales, un dato que
parece sugerirnos que la empatía favorece el rendimiento
escolar (o, tal vez, simplemente les haga más atractivos a
los ojos de sus profesores).

A diferencia de la mente racional, que se comunica a
través de las palabras, las emociones lo hacen de un modo
no verbal. De hecho, cuando las palabras de una persona no
coinciden con el mensaje que nos transmite su tono de voz, sus
gestos u otros canales de comunicación no verbal, la
realidad emocional no debe buscarse tanto en el contenido de las
palabras como en la forma en que nos está transmitiendo el
mensaje. Una regla general utilizada en las investigaciones sobre
la comunicación afirma que más del 90% de los
mensajes emocionales es de naturaleza no verbal (la
inflexión de la voz, la brusquedad de un gesto,
etcétera) y que este tipo de mensaje suele captarse de
manera inconsciente, sin que el interlocutor repare, por cierto,
en la naturaleza de lo que se está comunicando y se limite
tan sólo a registrarlo y responder implícitamente.
En la mayoría de los casos, las habilidades que nos
permiten desempeñar adecuadamente esta tarea
también se aprenden de forma tácita.

EL DESARROLLO DE LA EMPATIA

Cuando Hope, una niña de apenas nueve meses de
edad, vio caer a otro niño, las lágrimas afloraron
a sus ojos y se refugió en el regazo de su madre buscando
consuelo como si fuera ella misma quien se hubiera caído.
Michael, un niño de quince meses, le dio su osito de
peluche a su apesadumbrado amigo Paul pero, al ver que
éste no dejaba de llorar, le arropó con una manta.
Estas pequeñas muestras de simpatía y cariño
fueron registradas por madres que habían sido
específicamente adiestradas para recoger in situ esta
clase de manifestaciones empáticas. Los resultados de este
estudio parecen sugerirnos que las raíces de la
empatía se retrotraen a la más temprana infancia.
Prácticamente desde el mismo momento del nacimiento, los
bebés se muestran afectados cuando oyen el llanto de otro
niño, una reacción que algunos han considerado como
el primer antecedente de la empatía. La psicología
evolutiva ha descubierto que los bebés son capaces de
experimentar este tipo de angustia empática antes incluso
de llegar a ser plenamente conscientes de su existencia separada.
A los pocos meses del nacimiento, los bebés reaccionan
ante cualquier perturbación de las personas cercanas como
si fuera propia, y rompen a llorar cuando oyen el llanto de otro
niño.

En una investigación llevada a cabo por Martin L.
Hoffman, de la Universidad de Nueva York, un niño de un
año llevó a su madre ante un amigo suyo que se
encontraba llorando para que intentara consolarlo, a pesar de que
la madre de éste último también se hallara
en la misma habitación. Este tipo de confusión
también puede encontrarse en aquellos niños de un
año de edad que imitan la angustia de los demás,
una forma, posiblemente, de poder llegar a comprender mejor los
sentimientos ajenos. No es tampoco infrecuente que, si un
niño se lastima los dedos, otro se lleve la mano a la boca
para comprobar si también se ha hecho daño o que,
al contemplar el llanto de su madre, se frote los ojos aunque
él no esté llorando.

Esta imitación motriz, como se la denomina,
constituye, en realidad, el auténtico significado
técnico del término etopaha , tal como lo
definió por vez primera el psicólogo norteamericano
E.B. Titehener en la década de los veinte, una
acepción ligeramente diferente del significado original
del término griego empatheia, «sentir
dentro
», la expresión utilizada por los
teóricos de la estética para referirse a la
capacidad de percibir la experiencia subjetiva de otra persona.
Titchener sostenía que la empatía se deriva de una
suerte de imitación física del sufrimiento ajeno
con el fin de evocar idénticas sensaciones en uno mismo y
es por ello por lo que se ocupó de buscar una palabra
distinta a simpatía, ya que podemos sentir simpatía
por la situación general en que se halla una persona sin
necesidad, en cambio, de compartir sus sentimientos.

La imitación motriz de los niños
desaparece alrededor de los dos años y medio de edad, a
partir del momento mismo en que aprenden a diferenciar el dolor
de los demás del suyo propio y, en consecuencia, se hallan
más capacitados para consolarles. He aquí un
episodio típico extraído del diario de una
madre:

«El bebé de la vecina está llorando
… y Jenny se acerca a darle una galleta. Entonces lo sigue y
también empieza a quejarse. A continuación, trata
de acariciarle el pelo, pero él la aparta. Finalmente, el
bebé se tranquiliza pero Jenny sigue preocupada y
continúa dándole juguetes y suaves palmaditas en la
cabeza y los hombros»

En este punto de su desarrollo, los niños
pequeños comienzan a manifestar ciertas diferencias en su
capacidad de experimentar los trastornos emocionales ajenos.
Así pues, mientras que algunos -como Jenny- se muestran
agudamente conscientes de las emociones, otros, por el contrario,
parecen ignorarlas por completo. Una serie de estudios llevados a
cabo por Manan Radke Yarrow y Carolyn Zahn-Waxler en el National
Institute of Mental Health demostró que buena parte de las
diferencias existentes en el grado de empatía se
hallan directamente relacionadas con la educación que
los padres proporcionan a sus hijos
. Según ha puesto
de relieve esta investigación, los niños se
muestran más empáticos cuando su educación
incluye, por ejemplo, la toma de conciencia del daño que
su conducta puede causar a otras personas (decirles, por ejemplo,
«mira qué triste la has puesto», en lugar de
«eso ha sido una travesura»). La investigación
también ha puesto de manifiesto que el aprendizaje
infantil de la empatía se halla mediatizado por la forma
en que las otras personas reaccionan ante el sufrimiento ajeno.
Así pues, la imitación permite que los niños
desarrollen un amplio repertorio de respuestas empáticas,
especialmente a la hora de brindar ayuda a alguien que lo
necesite.

EL NIÑO BIEN SINTONIZADO

Sarah tenía veinticinco años cuando dio a
luz a sus gemelos, Mark y Fred. Según afirmaba, Mark era
muy parecido a ella mientras que Fred se parecía
más a su padre. Esta percepción pudo haber sido el
germen de una sutil pero palpable diferencia en el trato que dio
a cada uno de sus hijos. A los tres meses de edad, Sarah trataba
de captar la mirada de Fred y, cada vez que éste apartaba
la vista, ella insistía en atrapar su atención, a
lo que Fred respondía desviando nuevamente la mirada.
Luego, cuando Sarah miraba hacia otro lado, Fred se volvía
a mirarla y el ciclo de atracción-rechazo empezaba de
nuevo, un ciclo que solía terminar despertando el llanto
de Fred. En el caso de Mark, no obstante, Sarah jamás
trató de imponerle el contacto visual y podía
romperlo cuando quisiera sin que la madre le obligara a
mantenerlo.

Este acto mínimo resulta, no obstante, sumamente
decisivo ya que, al cabo de un año, Fred se mostraba
ostensiblemente más temeroso y dependiente que Mark. Y una
de las formas en que expresaba su temor era apartando el rostro,
mirando hacia el suelo y evitando el contacto visual con los
demás, tal y como había aprendido a hacer con su
propia madre. Mark, por el contrario, miraba a la gente
directamente a los ojos y, cuando quería romper el
contacto visual, desviaba ligeramente su cabeza hacia arriba con
una sonrisa de satisfacción.

Los gemelos y su madre fueron sometidos a una
observación minuciosa cuando participaban en una
investigación llevada a cabo por Daniel Stern, psiquiatra,
por aquel entonces, de la Facultad de Medicina de la Universidad
de Cornell. Stern, que está fascinado por los
minúsculos y repetidos intercambios que tienen lugar entre
padres e hijos, es de la opinión de que el aprendizaje
fundamental de la vida emocional tiene lugar en estos momentos de
intimidad. Y los más críticos de todos estos
momentos tal vez sean aquéllos en los que el niño
constata que sus emociones son captadas, aceptadas y
correspondidas con empatía, un proceso que Stem denomina
sintonización. En este sentido, Sarah se hallaba
emocionalmente sintonizada con Mark pero completamente
desintonizada de Fred. Según Stern, es muy posible que la
continua exposición a momentos de armonía o de
disarmonía entre padres e hijos determine -en mayor
medida, posiblemente, que otros acontecimientos aparentemente
más espectaculares de la infancia- las expectativas
emocionales que tendrán, ya de adultos, en sus relaciones
íntimas.

La sintonización constituye un proceso
tácito que marca el ritmo de toda relación.
Stern, que estudió este fenómeno con
precisión microscópica grabando en vídeo
horas enteras de la relación entre las madres y sus hijos,
descubrió que, por medio de dicho proceso, la madre
transmite al niño la sensación de que sabe
cómo se siente. Cuando un bebé emite, por ejemplo,
suaves chillidos, la madre confirma su alegría
dándole una cariñosa palmadita, arrullándole
o imitando sus sonidos. En otra ocasión, el bebé
puede menear el sonajero y la madre agitar rápidamente la
mano a modo de respuesta. Este tipo de interacciones en
los que el mensaje de la madre se ajusta al nivel de
excitación del niño tiene lugar, según
Stern, a un ritmo aproximado de una vez por minuto,
proporcionando así al niño la reconfortante
sensación de hallarse emocionalmente conectado con su
madre.

La sintonización es algo muy distinto a la mera
imitación. «Si te limitas a imitar al
bebé -me comentaba Stern- tal vez logres saber lo que hace
pero jamás averiguarás qué es lo que siente.
Para hacerle llegar que sabes cómo se siente debes tratar
de reproducir sus sensaciones internas. Es entonces cuando el
bebé se sentirá comprendido
.» Hacer el
amor tal vez sea el acto adulto más parecido a la estrecha
sintonización que tiene lugar entre la madre y el hijo.
Según Stern, la relación sexual «implica
la capacidad de experimentar el estado subjetivo del otro:
compartir su deseo, sintonizar con sus intenciones y gozar de un
estado mutuo y simultáneo de excitación
cambiante
»; una experiencia, en suma, en la que los
amantes responden con una sincronía que les proporciona
una sensación tácita de profunda
compenetración. Pero, si bien la relación sexual
constituye, en el mejor de los casos, la máxima
expresión de la empatía mutua, en el peor de ellos,
sin embargo, manifiesta la ausencia de toda reciprocidad
emocional.

EL COSTE DE LA FALTA DE
SINTONÍA

Stern sostiene que, gracias a la repetición de
estos momentos de sintonía emocional, el niño
desarrolla la sensación de que los demás pueden y
quieren compartir sus sentimientos. Esta sensación parece
emerger alrededor de los ocho meses de edad -una época en
la que el bebé comienza a comprender que se halla separado
de los demás- y sigue modelándose en función
del tipo de relaciones próximas que mantenga a lo largo de
toda su vida.

Cuando los padres están desintonizados
emocionalmente de sus hijos, esta situación puede llegar a
ser especialmente abrumadora. En uno de sus experimentos, Stern
utilizó a madres que, en lugar de establecer una
comunicación armónica con sus hijos, reaccionaban
deliberadamente por encima o por debajo de lo normal a sus
demandas, algo a lo que los niños respondían
siempre con una muestra inmediata de consternación o
malestar.

El coste de la falta de sintonía emocional entre
padres e hijos es extraordinario. Cuando los padres fracasan
reiteradamente en mostrar empatía hacia una determinada
gama de emociones de su hijo
-ya sea la risa, el llanto o la
necesidad de ser abrazado, por ejemplo- el niño
dejará de expresar e incluso dejará de sentir ese
tipo de emociones. Es muy posible que, de este modo, muchas
emociones comiencen a desvanecerse del repertorio de sus
relaciones íntimas
, especialmente en el caso de que
estos sentimientos fueran desalentados de forma más o
menos explícita durante la infancia.

Por el mismo motivo, los niños pueden alimentar
también una serie de emociones negativas, dependiendo de
los estados de ánimo que hayan sido reforzados por sus
padres. Los niños son tan capaces de «captar»
los estados de ánimo que hasta los bebés de tres
meses, hijos de madres depresivas, por ejemplo, reflejan el
estado anímico de éstas mientras juegan con ellas,
mostrando más sentimientos de enfado y tristeza que de
curiosidad e interés espontáneo, en
comparación con aquellos otros bebés cuyas madres
no mostraban ningún síntoma depresivo.

Por ejemplo, una de las madres que participó en
la investigación realizada por Stern apenas sí
reaccionaba a las demandas de actividad de su bebé y
éste, finalmente, aprendió a ser
pasivo.

«Un niño que es tratado así
-afirma Stern- aprende que, cuando está excitado, no puede
conseguir que su madre se excite también, de modo que tal
vez sería mejor que ni siquiera lo
intente

Sin embargo. existe todavía cierta esperanza en
lo que se ha dado en llamar relaciones
«compensatorias», «las relaciones
mantenidas a lo largo de toda la vida-con los amigos, los
familiares o incluso dentro del campo de la psicoterapia– que
remodelan de continuo la pauta de nuestras relaciones. De este
modo, ¿cualquier posible desequilibrio puede
corregirse después o se trata de un proceso que perdura a
lo largo de toda la vida
?

De hecho, varias teorías psicoanalíticas
consideran que la relación terapéutica constituye
un adecuado correctivo emocional que puede proporcionar una
experiencia satisfactoria de sintonización. Algunos
pensadores psicoanalíticos utilizan el término
espejo para referirse a la técnica mediante la cual el
psicoanalista devuelve al cliente -de modo muy similar a la madre
que se halla en armonía emocional con su hijo- un reflejo
que le permite alcanzar una comprensión de su propio
estado interno. La sincronía emocional pasa inadvertida y
queda fuera del conocimiento consciente, aunque el paciente puede
sentirse reconfortado y con la profunda sensación de ser
respetado y comprendido.

El coste emocional de la falta de sintonización
en la infancia puede ser alto… y no sólo para el
niño. Un estudio efectuado con convictos de delitos
violentos puso de manifiesto que todos ellos habían
padecido una situación infantil -que los diferenciaba
también de otros delincuentes- muy parecida, que
consistía en haber cambiado constantemente de familia
adoptiva o haber crecido en orfanatos, es decir, haber
experimentado una seria orfandad emocional o haber gozado
de muy pocas oportunidades de experimentar la sintonía
emocional. El descuido emocional ocasiona una torpe
empatía pero el abuso emocional intenso y sostenido -es
decir, el trato cruel, las amenazas, las humillaciones y las
mezquindades- provoca un resultado paradójico. En tal
caso, los niños que han experimentado estos abusos pueden
llegar a mostrarse extraordinariamente atentos a las emociones de
quienes les rodean, un estado de alerta postraumática ante
los signos que impliquen algún tipo de amenaza. Esta
preocupación obsesiva por los sentimientos ajenos es
típica de aquellos niños que han padecido abusos
psicológicos, niños que, al llegar a la edad
adulta, mostrarán una volubilidad emocional que puede
llegar a ser diagnosticada como «trastorno
borderline de la personalidad». Muchas de
estas personas están especialmente dotadas para percatarse
de lo que sienten quienes les rodean y es bastante común
comprobar que, durante la infancia, han sido objeto de
algún tipo de abuso emocional."

LA NEUROLOGÍA DE LA
EMPATÍA

Como suele suceder en el campo de la neurología,
los informes sobre casos extraños o poco frecuentes
proporcionan claves muy importantes para asentar los fundamentos
cerebrales de la empatía. Un informe de 1975, por ejemplo,
revisaba varios casos de pacientes que habían sufrido
lesiones en la región derecha del lóbulo frontal y
que presentaban la curiosa deficiencia de ser incapaces de captar
el mensaje emocional contenido en los tonos de voz, aunque
sí que eran capaces de comprender perfectamente el
significado de las palabras. Para ellos, no existía
ninguna diferencia entre un «gracias»
sarcástico, neutral o sincero. Otro informe publicado en
1979, por el contrario, hablaba de pacientes con lesiones en
regiones distintas del hemisferio cerebral derecho que
manifestaban otro tipo de deficiencias en la percepción de
las emociones. En este caso se trataba de pacientes incapaces de
expresar sus propias emociones a través del tono de voz o
del gesto. Sabían lo que sentían pero eran
simplemente incapaces de comunicarlo. Según apuntan los
investigadores, estas regiones corticales del cerebro
están estrechamente ligadas al funcionamiento del sistema
límbico.

Estos estudios sirvieron de base para un artículo
pionero escrito por Leslie Brothers, psiquiatra del Instituto
Tecnológico de California, que versaba sobre la
biología de la empatia. Su revisión de los
diferentes hallazgos neurológicos y los estudios
comparativos realizados sobre animales le llevó a
sugerir que la amígdala y sus conexiones con el
área visual del córtex constituyen el asiento
cerebral de la empatía.

La mayor parte de la investigación
neurológica llevada a cabo en este sentido ha sido
realizada con animales, especialmente primates. El hecho de que
los primates sean capaces de experimentar la empatía -o,
como prefiere llamarla Brothers, la
«comunicación emocional»- resulta
evidente no sólo a partir de estudios más o menos
anecdóticos sino también según
investigaciones como la que reseñamos a
continuación. En este experimento se adiestró a
varios monos rhesus a emitir una respuesta anticipada de temor
ante un determinado sonido sometiéndoles a una descarga
eléctrica inmediatamente después de escucharlo. Los
monos tenían que aprender a evitar la descarga empujando
una palanca cada vez que oían el sonido. Luego se dispuso
a los simios por parejas en jaulas separadas cuya única
comunicación posible era a través de un circuito
cerrado de televisión que sólo les permitía
ver una imagen del rostro de su compañero. De este modo,
cada vez que uno de los monos escuchaba el sonido que anticipaba
la descarga, su cara reflejaba el miedo y, en el momento en que
el otro mono veía ese semblante, evitaba la descarga
empujando la palanca. Todo un acto de empatía… por no
decir de altruismo.

Una vez que se comprobó que los primates son
capaces de leer las emociones en el rostro de sus semejantes, los
investigadores introdujeron largos y finos electrodos en sus
cerebros para detectar el menor indicio de actividad de
determinadas neuronas.

Los electrodos insertados en las neuronas del
córtex visual y de la amígdala mostraban que,
cuando un mono veía el rostro del otro, la
información afectaba, en primer lugar, a las neuronas del
córtex visual y posteriormente a las de la
amígdala. Este es el camino normal que sigue la
información emocionalmente más relevante. Pero el
descubrimiento más sorprendente de esta
investigación fue la identificación de determinadas
neuronas del córtex visual que clínicamente parecen
activarse en respuesta a expresiones faciales o gestos concretos,
como una boca amenazadoramente abierta, una mueca de miedo o una
inclinación de sumisión. Y estas neuronas son
distintas a aquellas otras situadas en la misma zona que permiten
el reconocimiento de los rostros familiares.

Esto podría significar que el cerebro es un
instrumento diseñado para reaccionar ante expresiones
emocionales concretas o. dicho de otro modo, que la
empatía es un imponderable biológico.

Según Brothers, otra investigación en la
que se sometió a observación a un grupo de monos en
estado salvaje a los que se habían seccionado las
conexiones existentes entre la amígdala y el
córtex, demuestra el importante papel que desempeña
la vía amigdalocortical en la percepción y
respuesta ante las emociones.

Cuando fueron devueltos a su manada, estos monos
seguían siendo capaces de desempeñar tareas
ordinarias como alimentarse o subirse a los árboles pero
habían perdido la capacidad de dar una respuesta emocional
adecuada a los otros miembros de la manada.

La situación era tal que llegaban incluso a huir
cuando otro mono se les acercaba amistosamente, y terminaban
viviendo aislados y evitando todo contacto con el
grupo.

Según Brothers, las zonas del córtex en
las que se concentran las neuronas especializadas en la
emoción están directamente ligadas a la
amígdala. De este modo, el circuito amigdalocortical
resulta fundamental para identificar las emociones y
desempeña un papel crucial en la elaboración de una
respuesta apropiada.

«El valor de este sistema para la
supervivencia -afirma Brothers- resulta manifiesto en el caso de
los primates. La percepción de que otro individuo se
aproxima pone rápidamente en funcionamiento una pauta
concreta de respuesta fisiológica, adecuado al
propósito del otro, según sea propinar un mordisco,
desparasitar o copular
».

La investigación realizada por Robert Levenson,
psicólogo de la Universidad de Berkeley, sugiere la
existencia de un fundamento similar de la empatía en el
caso de los seres humanos. El estudio de Levenson se
realizó con parejas casadas que debían tratar de
identificar qué era lo que estaba sintiendo su
cónyuge en el transcurso de una acalorada
discusión. El método era muy sencillo ya que,
mientras los miembros de la pareja discutían alguna
cuestión problemática que afectara al matrimonio
-la educación de los hijos, los gastos, etcétera-,
eran grabados en vídeo y sus respuestas
fisiológicas eran también monitorizadas.
Posteriormente, cada miembro de la pareja veía el
vídeo y narraba lo que ella o él sentían en
cada uno de los momentos de la interacción y luego
volvía a mirar la filmación pero tratando, esta
vez, de identificar los sentimientos del otro.

El mayor grado de empatía tenía
lugar en aquellos matrimonios cuya respuesta
fisiológica coincidía
, es decir, en
aquéllos en los que el aumento de sudoración de uno
de los cónyuges iba acompañado del aumento de
sudoración del otro y en los que el descenso de la
frecuencia cardiaca del uno iba seguido del descenso de la
frecuencia del otro. En suma, era como si el cuerpo de uno
imitara, instante tras instante, las reacciones sutiles
del otro miembro de la pareja. Pero, cuando estaban contemplando
la grabación, no podría decirse que tuvieran una
gran empatía para determinar lo que su pareja estaba
sintiendo. Es como si sólo hubiera empatía entre
ellos cuando sus reacciones fisiológicas se hallaban
sincronizadas.

Esto nos sugiere que cuando el cerebro emocional imprime
al cuerpo una reacción violenta -como la tensión de
un enfado, por ejemplo- casi no es posible la empatía. La
empatía exige la calma y la receptividad suficientes para
que las señales sutiles manifestadas por los sentimientos
de la otra persona puedan ser captadas y reproducidas por nuestro
propio cerebro emocional.

LA EMPATÍA Y LA ÉTICA: LAS
RAÍCES DEL ALTRUISMO

La frase «nunca preguntes por quién
doblan las campanas porque están doblando por
ti
» es una de las más célebres de la
literatura inglesa. Las palabras de John Donne se dirigen al
núcleo del vínculo existente entre la
empatía y el afecto, ya que el dolor ajeno es
nuestro propio dolor. Sentir con otro es cuidar de él y.
en este sentido, lo contrario de la empaña seria la
antipatía. La actitud empática está
inextricablemente ligada a los juicios morales porque
éstos tienen que ver con víctimas potenciales.
¿Mentiremos para no herir los sentimientos de un amigo?
¿Visitaremos a un conocido enfermo o, por el contrario,
aceptaremos una inesperada invitación a cenar?
¿Durante cuánto tiempo deberíamos seguir
utilizando un sistema de reanimación para mantener con
vida a una persona que, de otro modo, moriría?

Estos dilemas éticos han sido planteados por
Martin Hoffman, un investigador de la empatía que sostiene
que en ella se asientan las raíces de la moral. En
opinión de Hoffman, «es la empatía hacia
las posibles victimas, el hecho de compartir la angustia de
quienes sufren, de quienes están en peligro o de quienes
se hallan desvalidos, lo que nos impulsa a ayudarlas
».
Y, más allá de esta relación evidente entre
empatía y altruismo en los encuentros interpersonales,
Hoffman propone que la empatía -la capacidad de ponernos
en el lugar del otro- es, en última instancia, el
fundamento de la comunicación.

Según Hoffman, el desarrollo de la empatía
comienza ya en la temprana infancia. Como hemos visto, una
niña de un año de edad se alteró cuando vio
a otro niño caerse y comenzar a llorar; su
compenetración con él era tan íntima que
inmediatamente se puso el pulgar en la boca y sumergió la
cabeza en el regazo de su madre como si fuera ella misma quien se
hubiera hecho daño.

Después del primer año, cuando los
niños comienzan a tomar conciencia de que son una entidad
separada de los demás, tratan de calmar de un modo
más activo el desconsuelo de otro niño
ofreciéndole, por ejemplo, su osito de peluche. A la edad
de dos años, los niños comienzan a comprender que
los sentimientos ajenos son diferentes a los propios y así
se vuelven más sensibles a las pistas que les permiten
conocer cuáles son realmente los sentimientos de los
demás. Es en este momento, por ejemplo, cuando pueden
reconocer que la mejor forma de ayudar a un niño que llora
es dejarle llorar a solas, sin prestarle atención para no
herir su orgullo.

En la última fase de la infancia aparece un nivel
más avanzado de la empatía, y los niños
pueden percibir el malestar más allá de la
situación inmediata y comprender que determinadas
situaciones personales o vitales pueden llegar a constituir una
fuente de sufrimiento crónico. Es entonces cuando suelen
comenzar a preocuparse por la suerte de todo un colectivo, como,
por ejemplo, los pobres, los oprimidos o los marginados, una
preocupación que en la adolescencia puede verse reforzada
por convicciones morales centradas en el deseo de aliviar la
injusticia y el infortunio ajeno.

Sea como fuere, lo cierto es que la empatía es
una habilidad que subyace a muchas facetas del juicio y de la
acción ética. Una de estas facetas es la
«indignación empática» que John
Stuart Mill describiera como «el sentimiento natural de
venganza alimentado por la razón, la simpatía y el
daño que nos causan los agravios de que otras personas son
objeto
» y que calificara como «el custodio de la
justicia». Otro ejemplo en el que resulta evidente que la
empatía puede sustentar la acción ética es
el caso del testigo que se ve obligado a intervenir para defender
a una posible víctima. Según ha demostrado la
investigación, cuanta más empatía sienta el
testigo por la víctima, más posibilidades
habrá de que se comprometa en su favor. Existe cierta
evidencia de que el grado de empatía experimentado por la
gente condiciona sus juicios morales. Por ejemplo, estudios
realizados en Alemania y Estados Unidos demuestran que cuanto
más empática es la persona, más a favor se
halla del principio moral que afirma que los recursos deben
distribuirse en función de las necesidades.

UNA VIDA CARENTE DE EMPATÍA: LA
MENTALIDAD DEL AGRESOR.LA MORAL DEL SOCIOPATA

Eric Eckardt se vio involucrado en un miserable delito.
Cuando era guardaespaldas de la patinadora Tonya Harding
preparó un brutal atentado contra su eterna rival, Nancy
Kerrigan, medalla de oro en las olimpiadas de invierno de 1994, a
consecuencia del cual quedó seriamente maltrecha y tuvo
que dejar su entrenamiento durante varios meses. Pero cuando
Eckardt vio la imagen de la sollozante Kerrigan en
televisión, tuvo un súbito arrepentimiento y
entonces llamó a un amigo para contarle su secreto,
iniciando así la secuencia de acontecimientos que
terminó abocando a su detención. Tal es el
poder de la empatía.

Pero, por desgracia, las personas que cometen los
delitos más execrables suelen carecer de toda
empatía. Los violadores, los pederastas y las personas que
maltratan a sus familias comparten la misma carencia
psicológica, son incapaces de experimentar la
empatía, y esa incapacidad de percibir el sufrimiento de
los demás les permite contarse las mentiras que les
infunden el valor necesario para perpetrar sus delitos. En el
caso de los violadores, estas mentiras tal vez adopten la forma
de pensamientos como «a todas las mujeres les
gustaría ser violadas» o «el hecho de que se
resista sólo quiere decir que no le gusta poner las cosas
fáciles».

En este mismo sentido, la persona que abusa sexualmente
de un niño quizás se diga algo así como
«yo no quiero hacerle daño, sólo estoy
mostrándole mi afecto», o bien «ésta es
simplemente otra forma de cariño». Por su parte, el
padre que pega a sus hijos posiblemente piense «ésta
es la mejor de las disciplinas». Todas estas
justificaciones, expresadas por personas que han recibido
tratamiento por las conductas que acabamos de reseñar, son
las excusas que se repiten cuando violentan a sus victimas o se
preparan para hacerlo.

La notable falta de empatía que presentan estas
personas cuando agreden a sus víctimas suele formar parte
de un ciclo emocional que termina precipitando su crueldad.
Veamos, por ejemplo, la secuencia emocional típica que
conduce a un delito como el abuso sexual de un niño. El
ciclo se inicia cuando la persona comienza a sentirse alterada:
inquieta, deprimida o aislada. Estos sentimientos pueden ser
activados por la contemplación de una pareja feliz en la
televisión, lo que le lleva a sentirse inmediatamente
deprimido por su propia soledad. Es entonces cuando busca
consuelo en su fantasía favorita, que suele ser la
afectuosa amistad con un niño, una fantasía que
paulatinamente va adquiriendo un cariz cada vez más sexual
y suele terminar en la masturbación. Tal vez entonces el
agresor experimente un alivio momentáneo pero la tregua es
muy breve y la depresión y la sensación de soledad
retornan con más virulencia que antes. Entonces es cuando
el agresor comienza a pensar en la posibilidad de llevar a la
práctica su fantasía repitiéndose
justificaciones del tipo «si el niño no sufre
ninguna violencia física, no le estoy haciendo
ningún daño» o «si no quisiera hacer el
amor conmigo tratara de evitarlo».

A estas alturas, el agresor ve al niño a
través de la lente de sus perversas fantasías, sin
la menor muestra de empatía por sus sentimientos. Esta
indiferencia emocional es la que determina la escalada de los
hechos subsiguientes, desde la elaboración del plan para
encontrar a un niño solo, pasando por la minuciosa
consideración de los pasos a seguir, hasta llegar a la
ejecución del plan.

Y todo esto se realiza como si la víctima
careciera de sentimientos; muy al contrario, el agresor no
percibe sus verdaderos sentimientos
(asco, miedo y rechazo)
porque, en caso de hacerlo, podría llegar a arruinar sus
planes y, en cambio, proyecta la actitud cooperante de la
víctima.

La falta de empatía es precisamente uno de los
focos principales en los que se centran los nuevos tratamientos
diseñados para la rehabilitación de esta clase de
delincuentes. En uno de los programas más prometedores los
agresores deben leer los desgarradores relatos de este tipo de
delitos contados desde la perspectiva de la víctima y
contemplar videos en los que las víctimas narran
desconsoladamente lo que experimentaron cuando sufrieron la
agresión. Luego, el agresor tiene que escribir acerca de
su propio delito pero poniéndose, esta vez, en el lugar de
la víctima y, por último, debe representar el
episodio en cuestión desempeñando ahora el papel de
víctima.

En opinión de William Pithers, psicólogo
de la prisión de Vermont que ha desarrollado esta terapia
de cambio de perspectiva: «la empatía hacia la
víctima transforma la percepción hasta el punto de
impedir la negación del sufrimiento, incluso a nivel de
las propias fantasías
», fortaleciendo
así la motivación de los hombres para combatir sus
perversas urgencias sexuales. La proporción de agresores
sexuales que, después de pasar por este programa en
prisión, reincidían, era la mitad que la de quienes
no se sometieron al programa. Si falta esta motivación
empática, las otras fases del tratamiento no
funcionarán adecuadamente.

Pero si son pocas las esperanzas de infundir una
mínima sensación de empatía en los agresores
sexuales de los niños, menos todavía lo son en el
caso de otro tipo de criminales, como los
psicópatas (a los que los recientes
diagnósticos psiquiátricos denominan soci6patas).
El psicópata no sólo es una persona aparentemente
encantadora sino que también carece de todo remordimiento
ante los actos más crueles y despiadados. La
psicopatía, la incapacidad de experimentar
empatía
o cualquier tipo de compasión o, cuanto
menos, remordimientos de conciencia, es una de las
deficiencias emocionales más desconcertantes. La
explicación de la frialdad del psicópata parece
residir en su comleta incapacidad para establecer una
conexión emocional profunda. Los criminales más
despiadados, los asesinos sádicos múltiples que se
deleitan con el sufrimiento de sus victimas antes de quitarles la
vida, constituyen el epitome de la psicopatía. Los
psicópatas también suelen ser mentirosos
impenitentes dispuestos a manipular cínicamente las
emociones de sus victimas y a decir lo que sea necesario con tal
de conseguir sus objetivos. Consideremos el caso de Faro, un
adolescente de diecisiete años, integrante de una banda de
Los Angeles, que causó la muerte de una mujer y de su hijo
en un atropello que él mismo describía con
más orgullo que pesar. Mientras se hallaba conduciendo un
coche junto a Leon Bing, quien estaba escribiendo un libro sobre
las pandillas de los Crips y los Bloods de la ciudad de Los
Angeles, Faro quiso hacer una demostración para Bing.
Según relata éste, Faro «pareció
enloquecer
» cuando vio al «par de tipos»
que conducían el automóvil que iba detrás
del suyo. Esto es lo que dice Bing acerca del
incidente:

«El conductor, al percatarse de que alguien
estaba mirándole, echó entonces una mirada a
nuestro coche y, cuando sus ojos tropezaron con los de Faro, se
abrieron completamente durante un instante. Entonces
rompió el contacto visual y bajó los ojos hacia un
lado. No cabía duda de que su mirada reflejaba
miedo.

Entonces Faro hizo una demostración a Bing de
la fiera mirada que había lanzado a los ocupantes del otro
coche:

Me miró directamente y toda su cara se
transformó, como si algún truco fotográfico
lo hubiera convertido en un aterrador fantasma que te aconseja
que no aguantes la mirada desafiante de este chico, una mirada
que dice que nada le preocupa, ni tu vida ni la
suya

Es evidente que hay muchas explicaciones plausibles de
una conducta tan compleja como ésta. Una de ellas
podría ser que la capacidad de intimidar a los
demás tiene cierto valor de supervivencia cuando uno debe
vivir en entornos violentos en los que la delincuencia es algo
habitual. En tales casos, el exceso de empatía
podría ser contraproducente. Así pues, en ciertos
aspectos de la vida, una oportuna falta de empatía
puede ser una «virtud»
(desde el
«policía malo» de los interrogatorios hasta el
soldado entrenado para matar). En este mismo sentido, las
personas que han practicado torturas en estados totalitarios
refieren cómo aprendían a disociarse de los
sentimientos de sus victimas para poder llevar a cabo mejor su
«trabajo».

Una de las formas más detestables de falta de
empatía ha sido puesta de manifiesto accidentalmente por
una investigación que reveló que los maridos que
agreden físicamente o incluso llegan a amenazar con
cuchillos o pistolas a sus esposas, se hallan aquejados de una
grave anomalía psicológica, ya que, en contra de lo
que pudiera suponerse, estos hombres no actúan cegados por
un arrebato de ira sino en un estado frío y
calculado
. Y, lo que es más, esta anomalía era
más patente a medida que su cólera aumentaba y la
frecuencia de sus latidos cardiacos disminuía en lugar de
aumentar (como suele ocurrir en los accesos de furia), lo cual
significa que cuanto más beligerantes y agresivos se
sienten, mayor es su tranquilidad fisiológica. Su
violencia, pues, parece ser un acto de terror calculado, una
forma de controlar a sus esposas sometiéndolas a un
régimen de terror.

Los maridos que muestran una crueldad brutal constituyen
un caso aparte entre los hombres que maltratan a sus esposas.
Como norma general, también suelen mostrarse muy violentos
fuera del matrimonio, suelen buscar pelea en los bares o
están continuamente discutiendo con sus compañeros
de trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor
parte de los hombres que maltratan a sus esposas actúan de
manera impulsiva -bien sea movidos por el enfado que les produce
sentirse rechazados o celosos, o debido al miedo a ser
abandonados- los agresores fríos y calculadores golpean a
sus esposas sin ninguna razón aparente y. una vez que han
empezado, no hay nada que éstas puedan hacer -ni siquiera
el intento de abandonarles- para aplacar su violencia.

Algunos estudiosos de los psicópatas criminales
sospechan que esta capacidad de manipular fríamente a los
demás, esta total ausencia de empatía y de afecto,
puede originarse en un defecto neurológico.*
Existen dos pruebas que apuntan a la existencia de un posible
fundamento fisiológico de las psicopatías
más crueles, pruebas que sugieren la implicación de
vías neurológicas ligadas al sistema
límbico. En un determinado experimento se midieron las
ondas cerebrales del sujeto mientras éste trataba de
descifrar una serie de palabras entremezcladas, proyectadas a una
velocidad aproximada de diez palabras por segundo. La mayor parte
de las personas reaccionan de un modo diferente ante las palabras
que conllevan una poderosa carga emocional, como matar, que ante
las palabras neutras, como silla, por ejemplo. Dicho de otro
modo, la mayoría de las personas son capaces de reconocer
rápidamente las palabras cargadas emocionalmente y sus
cerebros muestran patrones de onda característicamente
diferentes en respuesta a las palabras cargadas emocionalmente y
a las palabras neutras. Los psicópatas, por el contrario,
adolecen de este tipo de reacción y sus cerebros no
muestran ningún patrón distintivo que les permita
discernir las palabras emocionalmente cargadas y tampoco
responden más rápidamente a ellas, lo cual parece
sugerir algún tipo de disfunción en el circuito que
conecta la región cortical en donde se reconocen las
palabras con el sistema límbico, el área del
cerebro que asocia un determinado sentimiento a cada
palabra.

En opinión de Robert Hare, el psicólogo de
la Universidad de la Columbia Británica que ha llevado a
cabo esta investigación, los psicópatas tienen una
comprensión muy superficial del contenido emocional de las
palabras, un reflejo de la falta de profundidad de su mundo
afectivo. Según Hare, la indiferencia de los
psicópatas se asienta en una pauta fisiológica
ligada a ciertas irregularidades funcionales de la
amígdala y de los circuitos neurológicos
relacionados con ella. En este sentido, los psicópatas que
reciben una descarga eléctrica no muestran los
síntomas de miedo que son normales en las personas cuando
sufren dolor. Es precisamente el hecho de que la expectativa del
dolor no suscita en ellos ninguna reacción de ansiedad lo
que, en opinión de Hare, justifica que los
psicópatas no se preocupen por las posibles consecuencias
de sus actos. Y su incapacidad de experimentar el miedo es la que
da cuenta de su ausencia de toda empatía -o
compasión- hacia el dolor y el miedo de sus
victimas.

* Una breve nota de advertencia: si bien puede
hablarse de la existencia de ciertas pautas biológicas que
intervengan en algunos tipos de delito -como, por ejemplo,
algún defecto neurológico que impida la
empatía-, ello no nos permite inferir que todos los
delincuentes sufran algún deterioro biológico o que
exista un determinante biológico de la delincuencia. Este
tema ha suscitado enormes controversias aunque, por el momento,
sólo se ha logrado cierto consenso de que no existe
ningún determinante biológico de que tampoco puede
hablarse de «genes criminales»,. Así
pues, aunque, con determinados casos pueda hablarse de un
fundamento fisiológico de la falta de empatía, ello
no supone, en modo alguno, que esa disfunción aboque
inexorablemente al delito. La falta de empatía debe ser
considerada como uno más de los factores
psicológicos, económicos y sociales que pueden
abocar a la delincuencia.

8. LAS ARTES SOCIALES

Como sucede con tanta frecuencia entre hermanos, Len, de
cinco años de edad, perdió la paciencia con Jay, de
dos años y medio, porque había desordenado las
piezas del Lego con las que estaban jugando y en un ataque de
rabia le mordió. Su madre, al escuchar los gritos de dolor
de Jay, se apresuró entonces a regañar a Len,
ordenándole que recogiera en seguida el objeto de la
disputa. Y ante aquello, que debió de parecerle una gran
injusticia, Len rompió a llorar, pero su madre, enojada,
se negó a consolarle.

Fue entonces cuando el agraviado Jay, preocupado con las
lágrimas de su hermano mayor, se aprestó a
consolarle. Y esto fue, más o menos, lo que
ocurrió:"

-¡No llores más, Len! -imploró Jay-
¡Deja de llorar, hermano, deja de llorar!

Pero, a pesar de sus súplicas, Len continuaba
llorando. Entonces Jay se dirigió a su madre
diciéndole:

-¡Len está llorando, mamá!
¡Len está llorando! ¡Mira, mira. Len
está llorando!

Luego, dirigiéndose al desconsolado Len, Jay
adoptó un tono materno, susurrándole:

-¡No llores, Len!

No obstante, Len seguía llorando. Así que
Jay intentó otra táctica, ayudándole a
guardar en su bolsa las piezas del Lego con un
amistoso.

-¡Mira! ¡Yo las meto en la bolsa para
Lenny!

Pero como aquello tampoco funcionó, el ingenioso
Jay ensayó una nueva estrategia, la distracción.
Entonces cogió un coche de juguete y trató de
llamar con él la atención de Len:

-Mira quién está dentro del coche, Len.
¿Quién es?

Pero Len seguía sin mostrar el menor
interés. Estaba realmente consternado y sus
lágrimas parecían no tener fin. Entonces su madre,
perdiendo la paciencia, recurrió a una clásica
amenaza:

-¿Quieres que te pegue?

-¡ No! -balbució entonces Len.

-¡Pues deja ya de llorar! -concluyó la
madre, exasperada, con firmeza.

-¡Lo estoy intentando! -farfulló Len, en un
tono patético y jadeante, a través de sus
lágrimas.

Y eso fue lo que despertó la estrategia final de
Jay que, imitando el tono autoritario y amenazante de su madre,
ordenó: – ¡Deja de llorar, Len! ¡Acaba ya de
una vez!

Este pequeño drama doméstico evidencia muy
claramente la sutileza emocional que puede desplegar un mocoso de
poco más de dos años para influir sobre las
emociones de otra persona. En su apremiante intento de consolar a
su hermano, Jay desplegó un amplio abanico de
tácticas que iban desde la súplica hasta la ayuda,
pasando por la distracción, la exigencia e incluso la
amenaza, un auténtico repertorio que había
aprendido de lo que otros habían intentado con él.
Pero, en cualquiera de los casos, lo que ahora nos importa es
subrayar que, incluso a una edad tan temprana, los niños
disponen de un auténtico arsenal de tácticas
dispuestas para ser utilizadas.

Como sabe cualquier padre, el despliegue de
empatía y compasión demostrado por Jay no es, en
modo alguno, universal. Es igual de probable que un niño
de esta edad considere la angustia de su hermano como una
oportunidad para vengarse de él y hostigarle más
aún. Las mismas habilidades mostradas por Jay
podrían haber sido utilizadas para fastidiar o atormentar
a su hermano. No obstante, ello no haría sino confirmar la
presencia de una aptitud emocional fundamental, la capacidad de
conocer los sentimientos de los demás y de hacer algo para
transformarlos, una capacidad que constituye el fundamento mismo
del sutil arte de manejar las relaciones.

Pero para llegar a dominar esta capacidad, los
niños deben poder dominarse previamente a si mismos, deben
poder manejar sus angustias y sus tensiones, sus impulsos y su
excitación, aunque sea de un modo vacilante, puesto que
para poder conectar con los demás es necesario un
mínimo de sosiego interno
. Es precisamente en este
período cuando, en lugar de recurrir a la fuerza bruta,
aparecen los primeros rasgos distintivos de la capacidad de
controlar las propias emociones, de esperar sin gimotear, de
razonar o de persuadir (aunque no siempre elijan estas
opciones).

La paciencia constituye una alternativa a las rabietas
-al menos de vez en cuando- y los primeros signos de la
empatía comienzan a aparecer alrededor de los dos
años de edad (fue precisamente la empatía -la
raíz de la compasión- la que impulsó a Jay a
intentar algo tan difícil como tranquilizar a su
desconsolado hermano).

Así pues, el requisito para llegar a controlar
las emociones de los demás -para llegar a dominar el arte
de las relaciones- consiste en el desarrollo de dos habilidades
emocionales fundamentales: el autocontrol y la
empatía.

Es precisamente sobre la base del autocontrol y la
empatía sobre la que se desarrollan las «habilidades
interpersonales». Estas son las aptitudes sociales que
garantizan la eficacia en el trato con los demás y cuya
falta conduce a la ineptitud social o al fracaso interpersonal
reiterado. Y también es precisamente la carencia de estas
habilidades la causante de que hasta las personas
intelectualmente más brillantes fracasen en sus relaciones
y resulten arrogantes, insensibles y hasta odiosas. Estas
habilidades sociales son las que nos permiten relacionarnos con
los demás, movilizarles, inspirarles, persuadirles,
influirles y tranquilizarles profundizar, en suma, en el mundo de
las relaciones.

LA EXPRESIÓN DE LAS
EMOCIONES

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