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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 6)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

La capacidad de expresar los propios sentimientos
constituye una habilidad social fundamental. Paul Ekman utiliza
el término despliegue de roles para referirse al consenso
social en el que resulta adecuado expresar los sentimientos, un
dominio en el que existe una enorme variabilidad intercultural.
Ekman y sus colegas estudiaron las reacciones faciales de los
estudiantes japoneses ante una película que mostraba
escenas de una circuncisión ritual de los adolescentes
aborígenes descubriendo que, cuando los estudiantes
contemplaban la película en presencia de alguna figura de
autoridad, sus rostros apenas si reaccionaban, pero cuando
creían que estaban solos (aunque, en realidad, estaban
siendo filmados por tina cámara oculta), sus rostros
mostraban un amplio abanico de emociones que iban desde la
tensión hasta el miedo y la repugnancia.

Existen varios tipos fundamentales de despliegue de
roles
. Uno de ellos consiste en minimizar las
emociones (la norma japonesa para expresar los
sentimientos en presencia de una figura de autoridad que consiste
en esconder el disgusto tras una cara de póker). Otro
consiste en exagerar lo que uno siente magnificando la
expresión emocional (una estrategia utilizada con mucha
frecuencia por los niños pequeños que consiste en
fruncir patéticamente el ceño y estremecer los
labios mientras se quejan a su madre de que sus hermanos mayores
les toman el pelo). Un tercero consiste en sustituir un
sentimiento por otro (algo que suele tener lugar, por
ejemplo, en aquellas culturas orientales en las que decir
«no» se considera de mala educación y. en su
lugar, se expresan emociones positivas aunque falsas). El
conocimiento de estas estrategias y del momento en que pueden
manifestarse constituye un factor esencial de la inteligencia
emocional.

El aprendizaje del despliegue de los roles tiene lugar a
una edad muy temprana. Se trata de un aprendizaje que sólo
es parcialmente explícito (el aprendizaje, por ejemplo,
que tiene lugar cuando enseñamos a un niño a
ocultar su desengaño ante el espantoso regalo de
cumpleaños que acaba de entregarle su bienintencionado
abuelo) y que suele conseguir mediante un proceso de modelado,
con el que los niños aprenden lo que tienen que hacer
viendo lo que hacen los demás. En la educación
sentimental las emociones son, al mismo tiempo, el medio y el
mensaje. Si el padre, por ejemplo, le dice a su hijo que
«sonría y le dé las gracias al abuelo»
con un tono enfadado, severo y frío que desaprueba el
mensaje en lugar de aprobarlo cordialmente, es muy probable que
el niño aprenda una lección muy diferente y que
responda a su abuelo con un desaprobador y seco
«gracias». Y, del mismo modo, el efecto sobre el
abuelo será muy diferente en ambos casos: en el primero
estará contento (aunque engañado), mientras que en
el segundo estará dolido por la confusión
implícita del mismo mensaje.

La consecuencia inmediata del despliegue emocional es el
impacto que provoca en el receptor. En el caso que estamos
considerando, el rol que aprende el niño es algo
así como «esconde tus verdaderos sentimientos cuando
puedan herir a alguien a quien quieras y sustitúyelos por
otros que, aunque sean falsos, resulten menos dolorosos».
Las reglas que rigen la expresión de las emociones no
sólo forman parte del léxico de la educación
social sino que también dictan la forma en que nuestros
sentimientos afectan a los demás. El conocimiento y el uso
adecuado de estas reglas nos lleva a causar el impacto
óptimo mientras que su ignorancia, por el contrario,
fomenta el desastre emocional.

Los actores son verdaderos maestros en el despliegue de
las emociones y su expresividad despierta la respuesta de su
audiencia. Y no cabe duda de que hay personas que son verdaderos
actores natos. Pero subrayemos que, en cualquiera de los casos,
el aprendizaje del despliegue de los roles varia en
función de los modelos de que dispongamos y que, en este
sentido, existe una extraordinaria variabilidad entre los
diversos individuos.

LA EXPRESIVIDAD Y EL CONTAGIO
EMOCIONAL

Al comienzo de la guerra del Vietnam, un pelotón
norteamericano se hallaba agazapado en un arrozal luchando con el
Vietcong cuando, de repente, una fila de seis monjes
comenzó a caminar por el sendero elevado que separaba un
arrozal de otro.

Completamente serenos y ecuánimes, los monjes se
dirigían directamente hacia la línea de
fuego.

«Caminaban perfectamente en línea recta
-recuerda David Bush, uno de los soldados integrantes de aquel
pelotón- sin desviarse a la derecha ni a la izquierda. Fue
muy extraño pero nadie les disparó un solo tiro y,
después de que hubieran atravesado el sendero, la lucha
concluyó. Nadie pareció querer seguir combatiendo,
al menos no aquel día. Y lo mismo debió de haber
ocurrido en el bando contrario porque todos dejamos de disparar,
simplemente dejamos de disparar
».

El poder del valiente y silencioso desfile de los monjes
que apaciguó a los soldados en pleno campo de batalla
ilustra uno de los principios fundamentales de la vida social: el
hecho de que las emociones son contagiosas. A decir verdad, este
ejemplo constituye un caso extremo, puesto que la mayor parte del
contagio emocional tiene lugar de forma mucho más sutil y
es parte del intercambio tácito que se da en todo
encuentro interpersonal.

En cada relación subyace un intercambio
subterráneo de estados de ánimo que nos lleva a
percibir algunos encuentros como tóxicos y otros, en
cambio, como nutritivos. Este intercambio emocional suele
discurrir a un nivel tan sutil e imperceptible que la forma en
que un vendedor le dé las gracias puede hacerle sentir
ignorado, resentido o auténticamente bienvenido y
valorado. Nosotros percibimos los sentimientos de los
demás como si se tratase de una especie de virus
social.

En cada encuentro que sostenemos emitimos señales
emocionales y esas señales afectan a las personas que nos
rodean. Cuanto más diestros somos socialmente, más
control tenemos sobre las señales que emitimos; a fin de
cuentas, las reglas de urbanidad son una forma de asegurarnos de
que ninguna emoción desbocada dificultará nuestra
relación (una regla social que, cuando afecta a las
relaciones intimas, resulta sofocante). La inteligencia emocional
incluye el dominio de este intercambio; «popular» y
«encantador» son términos con los que solemos
referirnos a las personas con quienes nos agrada estar porque sus
habilidades emocionales nos hacen sentir bien. Las personas que
son capaces de ayudar a los demás constituyen una
mercancía social especialmente valiosa, son las personas a
quienes nos dirigimos cuando tenemos una gran necesidad emocional
puesto que, lo queramos o no, cada uno de nosotros forma parte
del equipo de herramientas de transformación emocional con
que cuentan los demás.

Veamos ahora otro claro ejemplo de la sutileza con que
las emociones se transmiten de una persona a otra. En un
determinado experimento, dos voluntarios, tras rellenar un
formulario en el que se describía su estado de
ánimo, se sentaban simplemente en parejas (compuestas por
una persona muy comunicativa y otra completamente inexpresiva) a
esperar que el experimentador regresara a la habitación.
Un par de minutos más tarde, el experimentador
volvía y les pedía que rellenaran otro formulario.
El resultado del experimento en cuestión demostró
que el estado de ánimo del individuo más expresivo
se transmitía invariablemente al más pasivo.
¿Cómo tiene lugar esta mágica
transformación? La respuesta más probable es que el
inconsciente reproduzca las emociones que ve desplegadas por otra
persona a través de un proceso no consciente de
imitación de los movimientos que reproduce su
expresión facial, sus gestos, su tono de voz y otros
indicadores no verbales de la emoción. Mediante este
proceso, el sujeto recrea en sí mismo el estado de
ánimo de la otra persona en una especie de versión
libre del método Stanislavsky (un método en el que
el actor recurre al recuerdo de las posturas, los movimientos y
otras expresiones de alguna emoción intensa que haya
experimentado en el pasado para evocar la actualización de
esos mismos sentimientos).

La imitación cotidiana de los sentimientos suele
ser algo muy sutil. Ulf Dimberg, un investigador sueco de la
Universidad de Uppsala, descubrió que, cuando las personas
ven un rostro sonriente o un rostro enojado, la musculatura de su
propio rostro tiende a experimentar una transformación
sutil en el mismo sentido, una transformación que, si bien
no resulta evidente, si que puede manifestarse mediante el uso de
sensores electrónicos.

El sentido de la transferencia de estados de
ánimo entre dos personas va desde la más expresiva
hasta la más pasiva. No obstante, existen personas
especialmente proclives al contagio emocional, ya que su
sensibilidad innata hace que su sistema nervioso autónomo
(un indicador de la actividad emocional) se active con más
facilidad. Esta habilidad parece hacerlos tan impresionables que
un mero anuncio puede hacerles llorar mientras que un comentario
banal con alguien alegre puede llegar a animarles (lo cual, por
cierto, les convierte en personas muy empáticas porque se
ven fácilmente conmovidas por los sentimientos de los
demás).

John Cacioppo, el psicólogo social de la
Universidad de Ohio que ha estudiado este tipo de intercambio
emocional sutil, señala que «comprendamos o no la
mímica de la expresión facial, basta con ver
a alguien expresar una emoción para evocar ese mismo
estado de ánimo. Esto es algo que nos sucede de continuo,
una especie de danza, una sincronía, una
transmisión de emociones.

«Y es esta sincronización de estados de
ánimo la que determina el que usted se sienta bien o mal
en una determinada relación».

El grado de armonía emocional que
experimenta una persona en un determinado encuentro se refleja en
la forma en que adapta sus movimientos físicos a los de su
interlocutor (un indicador de proximidad que suele tener lugar
fuera del alcance de la conciencia). Una persona se mueve en el
mismo momento en que la otra deja de hablar, ambas cambian de
postura simultáneamente o una se acerca al mismo tiempo
que la otra retrocede. Esta especie de coreografía puede
llegar a ser tan sutil que ambas personas se muevan en sus sillas
al mismo ritmo. Así, la reciprocidad que articula los
movimientos de la gente que se encuentra emocionalmente vinculada
presenta la misma sincronía que Daniel Stern
descubrió en aquellas madres que se encuentran
sintonizadas con sus hijos.

La sincronía parece facilitar la emisión y
recepción de estados de ánimo, aunque se trate de
estados de ánimo negativos. Por ejemplo, en una
determinada investigación sobre la sincronía
física se estudió en situación de
laboratorio la forma en que las mujeres deprimidas
discutían con su pareja descubriendo que, cuanto mayor era
el grado de sincronía no verbal en las parejas, peor se
sentían los compañeros de las mujeres deprimidas al
finalizar la discusión, como si hubieran quedado atrapados
en el estado de ánimo negativo de su pareja. En resumen,
pues, parece que cuanto mayor es el grado de sintonía
física existente entre dos personas, mayor es la semejanza
entre sus estados de ánimo, sin importar tanto el que
éste sea optimista o pesimista.

La sincronía entre maestros y discípulos
constituye también un indicador del grado de
relación existente entre ellos, y los estudios realizados
en el aula señalan que cuanto mayor es el grado de
coordinación de movimientos entre maestro y
discípulo, mayor es también la amabilidad,
satisfacción, entusiasmo, interés y tranquilidad
con que interactúan. Hablando en términos
generales, podríamos decir que el alto nivel de
sincronía de una determinada interacción es
un indicador del grado de relación existente entre las
personas implicadas. Frank Bernieri, el psicólogo de la
Universidad del Estado de Oregón que llevó a cabo
este estudio me contaba que «la comodidad o incomodidad
que experimentamos con los demás es, en cierto modo,
física. Para que dos personas se sientan a gusto y
coordinen sus movimientos, deben tener ritmos compatibles. La
sincronía refleja la profundidad de la relación
existente entre los implicados y, cuanto mayor es el grado de
compromiso, más interrelacionados se hallan sus estados de
ánimo, sean éstos positivos o
negativos
».

En resumen, la coordinación de los estados de
ánimo constituye la esencia del rapport, la versión
adulta de la sintonía que la madre experimenta con su
hijo. Cacioppo propone que uno de los factores determinantes de
la eficacia interpersonal consiste en la destreza con que la
gente mantiene la sincronía emocional.

Quienes son más diestros en sintonizar con los
estados de ánimo de los demás o en imponer a los
demás sus propios estados de ánimo son
también emocionalmente más amables. El rasgo
distintivo de un auténtico líder consiste
precisamente en su capacidad para conectar con una audiencia de
miles de personas. Y, por esta misma razón, Cacioppo
afirma también que las personas que tienen dificultades
para captar y transmitir las emociones suelen tener problemas de
relación, puesto que despiertan la incomodidad de los
demás sin que éstos puedan explicar claramente el
motivo.

Ajustar el tono emocional de una determinada
interacción constituye, en cierto modo, un signo de
control profundo e intimo que condiciona el estado de
ánimo de los demás. Es muy probable que este poder
para inducir emociones se asemeje a lo que en biología se
denomina zeitgeber, un «temporizador», un proceso
que, al igual que ocurre con el ciclo día-noche o con las
fases mensuales de la luna, impone un determinado ritmo
biológico (en el caso del baile, por ejemplo, la
música constituye un zeitgeber corporal). En lo que se
refiere a las relaciones interpersonales, la persona más
expresiva -la persona más poderosa- suele ser
aquélla cuas emociones arrastran a la otra. En este
sentido, también hay que decir que el elemento dominante
de la pareja es el que habla más, mientras que el elemento
subordinado es quien más observa el rostro del otro, una
forma también de manifestar el afecto. Y, por ese mismo
motivo, el poder de un buen orador -un político o un
evangelista, pongamos por caso- se mide por su capacidad para
movilizar las emociones de su audiencia.6 Esto es precisamente lo
que queremos decir cuando afirmamos que «los tiene en
la palma de la mano
». La movilización
emocional
constituye la esencia misma de la capacidad de
influir en los demás.

LOS RUDIMENTOS DE LA INTELIGENCIA
SOCIAL

Es hora del recreo en la guardería y un grupo de
niños está corriendo por la hierba. Reggie
tropieza, se lastima la rodilla y comienza a llorar mientras
todos los demás siguen con sus juegos, excepto Roger, que
se detiene junto a él. Cuando los sollozos de Reggie se
acallan, Roger se agacha y se frota la rodilla diciendo:
«¡yo también me he
lastimado!»

Thomas Hatch, colega de Howard Gardner en Spectrum, una
escuela basada en el concepto de la inteligencia múltiple,
cita a Roger como un modelo de inteligencia interpersonal. Al
parecer, Roger tiene una rara habilidad en reconocer los
sentimientos de sus compañeros y en establecer un contacto
rápido y amable con ellos. Él fue el único
que se dio cuenta del estado y del sufrimiento de Reggie, y
también fue el único que trató de consolarle
aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor, un gesto
que denota una habilidad especial para la conservación de
las relaciones próximas -sea en el matrimonio, la amistad
o el mundo laboral-, una habilidad que, en el caso de un
preescolar, augura la presencia de un ramillete de talentos que
irán floreciendo a lo largo de toda la vida.

El talento de Roger representa una de las cuatro
habilidades identificadas por Hatch y Gardner como los elementos
que componen la inteligencia emocional:

Organización de grupos. La habilidad
esencial de un líder consiste en movilizar y
coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Ésta es
la capacidad que podemos advertir en los directores y productores
de teatro, en los oficiales del ejército y en los
dirigentes eficaces de todo tipo de organizaciones y grupos. En
el patio de recreo se trata del niño que decide a
qué jugarán, el niño que termina
convirtiéndose en el capitán del equipo.

Negociar soluciones. El talento del
mediador consiste en impedir la aparición de
conflictos o en solucionar aquéllos que se declaren. Las
personas que presentan esta habilidad suelen descollar en el
mundo de los negocios, en el arbitrio y la mediación de
conflictos y también pueden hacer carrera en el cuerpo
diplomático, en el mundo del derecho, como intermediarios
o como consejeros de empresa. Son los niños, en nuestro
caso, que resuelven las disputas que se presentan en el patio de
recreo.

Conexiones personales. Esta es la habilidad
que acabamos de reseñar en Roger, una habilidad que se
asienta en la empatía, favorece el contacto con los
demás, facilita el reconocimiento y el respeto por sus
sentimientos y sus intereses y permite, en suma, el dominio del
sutil arte de las relaciones. Estas personas saben
«trabajar en equipo» y suelen ser consortes
responsables y buenos amigos o compañeros de trabajo; en
el mundo de los negocios son buenos vendedores o ejecutivos y
también pueden ser excelentes maestros. Los niños
como Roger suelen llevarse bien con casi todo el mundo, no tienen
dificultades para jugar con otros niños y disfrutan
haciéndolo. Estos niños tienden a ser muy buenos
leyendo las emociones de las expresiones faciales y
también son muy queridos por sus
compañeros.

Análisis social. Esta habilidad
consiste en ser capaces de detectar e intuir los sentimientos,
los motivos y los intereses de las personas, un conocimiento que
suele fomentar el establecimiento de relaciones con los
demás y su profundización. En el mejor de los
casos, esta capacidad les convierte en competentes terapeutas o
consejeros psicológicos y, en el caso de combinarse con el
talento literario, produce novelistas y dramaturgos muy
dotados.

El conjunto de todas estas habilidades constituye la
materia prima de la inteligencia interpersonal, el
ingrediente fundamental del encanto, del éxito social e
incluso del carisma. Las personas socialmente inteligentes pueden
conectar fácilmente con los demás, son diestros en
leer sus reacciones y sus sentimientos y también pueden
conducir, organizar y resolver los conflictos que aparecen en
cualquier interacción humana. Ellos son los líderes
naturales, las personas que saben expresar los sentimientos
colectivos latentes y articularlos para guiar al grupo hacia sus
objetivos. Son el tipo de personas con quienes a los demás
les gusta estar porque son emocionalmente nutricios, dejan a los
demás de buen humor y despiertan el comentario de que
«es un placer estar con alguien
así
».

Estas habilidades interpersonales propician el
desarrollo de otras facetas de la inteligencia emocional. Las
personas que causan una excelente impresión social, por
ejemplo, son expertas en controlar la expresión de sus
emociones, son especialmente diestras en captar la forma en que
reaccionan los demás y son capaces de mantenerse
continuamente en contacto con su actividad social y de ajustarla
para conseguir el efecto deseado. En este sentido, son actores
especialmente habilidosos.

No obstante, si estas habilidades interpersonales no
tienen el adecuado contrapeso de una clara sensación de
los propios sentimientos y necesidades y del modo de
satisfacerlas, pueden terminar abocando a un éxito social
hueco, a una popularidad, en fin, conseguida pasando por encima
de uno mismo. Esta es, al menos, la hipótesis sostenida
por Mark Snyder, un psicólogo de la Universidad de
Minnesota que ha estudiado a las personas cuyas habilidades
sociales las convierten en verdaderos camaleones sociales,
campeones en causar buena impresión, el tipo de persona
cuyo credo psicológico podría resumirse en aquella
cita de W.H. Auden, en la que decía que la imagen que
tenía de si mismo «es muy distinta de la imagen
que trato de crear en la mente de los demás para que
puedan quererme
». Esta especie de mercantilismo
emocional suele ocurrir cuando las habilidades sociales
sobrepasan a la capacidad de conocer y admitir los propios
sentimientos ya que, para ser querido -o, por lo menos, para
gustar-, el camaleón social parece transformarse en lo que
quieren aquéllos con quienes está. En
opinión de Snyder, el rasgo distintivo de quienes caen en
esta pauta es que causan una impresión excelente pero
mantienen relaciones muy inestables y muy poco gratificantes. La
pauta realmente saludable consiste, por el contrario, en utilizar
las habilidades sociales equilibradamente sin olvidarse de uno
mismo.

Pero los camaleones sociales no dudan lo más
mínimo en decir una cosa y hacer otra diferente,
malviviendo así con la contradicción entre su
rostro público y su realidad privada, si ello les reporta
un mínimo de aprobación social. La psicoanalista
Helena Deutsch llamaba a esas personas «personalidades como
si», personalidades que manifiestan una extraordinaria
plasticidad para adaptarse a las señales que reciben de
quienes les rodean. «En la mayor parte de los casos -me
dijo Snyder- la persona pública y la persona privada se
entremezclan adecuadamente, pero en otros casos, sin embargo,
parecen constituir una especie de calidoscopio de apariencias
sumamente tornadizas. Son como Zelig, el personaje de Woody
Alíen que trataba desesperadamente de camuflarse en
función de las personas con quienes se
encontraba
».

Estas personas, en lugar de decir lo que verdaderamente
sienten, tratan antes de buscar pistas sobre lo que los
demás quieren de ellos. Para llevarse bien y ser queridos
por los demás, están dispuestos a ser
exageradamente amables hasta con las personas que les desagradan,
y suelen utilizar sus habilidades sociales para actuar en
función de lo que exijan las diferentes situaciones
sociales, de modo que pueden representar personajes muy distintos
en función de las personas con quienes se encuentran,
cambiando de la sociabilidad más efusiva, pongamos por
caso, a la circunspección más reservada. A decir
verdad, estos rasgos son muy apreciados en ciertas profesiones
que requieren un control eficaz de la impresión que se
causa, como ocurre en el mundo del teatro, el derecho, las
ventas, la diplomacia y la política.

Existe, no obstante, otro tipo de control de las
emociones más decisivo, que permite diferenciar entre los
camaleones sociales carentes de centro de gravedad que tratan de
impresionar a todo el mundo y aquellos otros que utilizan su
destreza social más en consonancia con sus verdaderos
sentimientos. Estamos hablando de la integridad, de la
capacidad que nos permite actuar según nuestros
sentimientos y valores más profundos sin importar las
consecuencias sociales, una actitud emocional que puede
conducir a provocar una confrontación deliberada para
trascender la falsedad y la negación, una forma de
clarificación que los camaleones sociales jamás
podrán llevar a cabo.

LA GÉNESIS DE LA INCOMPETENCIA
SOCIAL

No cabía la menor duda de que Cecil era
brillante; era un universitario experto en varios idiomas
extranjeros y un soberbio traductor pero, en lo que respecta a
las habilidades sociales más sencillas, se mostraba
completamente inútil. No sabía ni siquiera tener
una conversación intrascendente sobre el tiempo, y
parecía absolutamente incapaz de la más rutinaria
interacción social. Su falta de talento social resultaba
más patente cuando se hallaba con una mujer. Es por ello
por lo que se preguntó si todo aquello no se
debería a algún tipo de «tendencias
homosexuales latentes» -a pesar de no tener ningún
tipo de fantasías en ese sentido- y se decidió a
emprender una terapia.

Como confió a su terapeuta, el problema real
radicaba en su temor a que nada de lo que pudiera decir
interesara a nadie
. Pero aquel miedo se asentaba en una
profunda carencia de habilidades sociales. Su nerviosismo durante
los encuentros le llevaba a reír en los momentos
más inoportunos aunque no lo conseguía, sin
embargo, por más que lo intentara, cuando alguien
decía algo realmente divertido. Y esta inadecuación
se remontaba a la infancia porque durante toda su vida
sólo se había sentido socialmente cómodo
cuando estaba con su hermano mayor quien, de algún modo,
le facilitaba las cosas, pero apenas salía de casa, su
incompetencia era abrumadora y se sentía completamente
inútil.

Lakin Phillips, un psicólogo de la Universidad
George Washington, concluyó que las dificultades de Cecil
se originaban en su fracaso infantil para aprender las lecciones
más elementales de la interacción
social:

¿Qué podría habérsele
enseñado a Cecil? Hablar directamente a los demás,
entablar contacto, no esperar siempre que ellos dieran el primer
paso, mantener una conversación más allá de
los «síes», los «noes» o los meros
monosílabos, expresar gratitud, ceder el paso a los
demás antes de cruzar una puerta, esperar a servirse hasta
que el otro se hubiera servido, dar las gracias, pedir «por
favor», compartir y el resto de habilidades sociales que
comenzamos a enseñar a los niños a partir de los
dos años de edad.

No queda claro si la deficiencia de Cecil se debe al
fracaso de los demás en enseñarle estos rudimentos
de civismo o a su propia incapacidad para aprenderlos. Pero sea
cual fuere su origen, la historia de Cecil resulta instructiva
porque subraya la naturaleza esencial de las múltiples
lecciones que el niño aprende en la interacción
sincrónica y en las reglas no escritas de la
armonía social.

Y la consecuencia de un fracaso en el aprendizaje de
estas reglas llega a incomodar a quienes nos rodean. Es evidente
que la función de estas reglas consiste en favorecer el
intercambio social y que la inadecuación genera ansiedad.
Así pues, las personas que carecen de estas habilidades no
sólo son ineptas para las sutilezas de la vida social sino
que también tienen dificultades para manejar las emociones
de la gente que les rodea e inevitablemente terminan generando
perturbaciones a su alrededor.

Todos conocemos a personas como Cecil, personas con una
enojosa falta de desenvoltura social, personas que no parecen
saber cuándo poner fin a una conversación o a una
llamada telefónica y que siguen hablando sin darse cuenta
de todos los indicadores de despedida, personas cuya
conversación gira exclusivamente en torno a si mismos,
personas que no muestran el menor interés en los
demás y que ignoran todo intento de cambiar de tema,
entrometidos que siempre parecen tener a punto alguna pregunta
«indiscreta». Y todas estas desviaciones de la
trayectoria social afable denotan una clara ignorancia de los
rudimentos de la interacción social.

Los psicólogos han acuñado el
término disemia (del griego dys, que
significa «dificultad» y semes, que
significa «señal») para referirse a la
incapacidad para captar los mensajes no verbales, un punto en el
que un niño de cada diez suele tener problemas. Este
problema puede radicar en ignorar la existencia de un espacio
personal (y permanecer, en consecuencia, demasiado cerca de las
personas con quienes está hablando e invadir su
territorio), en interpretar o utilizar pobremente el lenguaje
corporal, en interpretar o utilizar inadecuadamente la
expresividad facial (por ejemplo, no mirar a quien se habla) o
una prosodia (la cualidad emocional del habla) ciertamente
deficiente que les lleva a hablar en un tono demasiado estridente
o demasiado monótono. En este sentido se ha investigado
mucho sobre niños que muestran signos de deficiencia
social, niños cuya inadecuación les hace ser
menospreciados o rechazados por sus compañeros.

Si dejamos de lado a los fanfarrones, los niños
suelen evitar a aquéllos otros que ignoran los rudimentos
de la interacción cara a cara, especialmente de las reglas
implícitas que gobiernan el encuentro interpersonal. Si un
niño tiene dificultades en el lenguaje, las personas
asumen que no es muy brillante o que está poco educado,
pero si tiene dificultades en lo que respecta a las reglas no
verbales de la interacción, se les suele considerar
-especialmente sus compañeros- como «niños
raros», niños a los que hay que evitar. Estos son
los niños que no saben jugar, que incomodan a los
demás, que están, en suma, «fuera de
juego».

Son niños que no han llegado a dominar el
lenguaje silencioso de las emociones y que inconscientemente
emiten mensajes que causan incomodidad.

Como dijo Stephen Nowicky, un psicólogo de la
Universidad Emory que se ha dedicado al estudio de las
habilidades no verbales de los niños, «los
niños que no pueden expresar sus emociones o leer
adecuadamente las de los demás se sienten continuamente
frustrados. Son niños que no comprenden lo que está
ocurriendo porque no llegan a acceder al subtexto constante que
encuadra todo tipo de comunicación. Recordemos que es
imposible dejar de mostrar nuestra expresión facial o
nuestra postura, y que tampoco hay modo de ocultar nuestro tono
de voz. Si usted comete errores en los mensajes emocionales que
emite de continuo, sentirá que las personas reaccionan de
manera extraña y se sentirá desairado sin saber por
qué. Si usted cree que está expresando felicidad
pero, en cambio, lo que muestra es enojo, descubrirá que
los demás están enojados y no comprenderá el
motivo.

«Estos niños terminan careciendo de
toda sensación de control sobre la forma en que les tratan
los demás y sobre la forma en que sus acciones afectan a
quienes les rodean, una situación que les hace sentirse
incapaces, deprimidos y apáticos
».

Pero además de convertirse en individuos
socialmente aislados, estos niños también suelen
tener problemas académicos. El aula es
simultáneamente una situación social y una
situación académica, de modo que es muy probable
que el niño socialmente incompetente comprenda y responda
tan inadecuadamente a un maestro como a otro niño. Y la
ansiedad y confusión resultantes pueden, a su vez,
entorpecer la capacidad de aprendizaje. De hecho, los tests de
sensibilidad no verbal infantil han demostrado que el rendimiento
académico de los niños que no tienen en cuenta los
indicadores emocionales es inferior al que seria de esperar en
función de su Cl."

«TE ODIAMOS»: EL MOMENTO
CRITICO

Uno de los momentos en los que la ineptitud social
resulta más dolorosa y explícita es cuando el
niño trata de acercarse a un grupo de niños para
jugar. Y se trata de un momento especialmente crítico
porque entonces es cuando se hace patente públicamente el
hecho de ser querido o de no serlo, de ser aceptado o no. Es por
este motivo por lo que los estudiosos del desarrollo infantil se
han ocupado de investigar estos momentos cruciales y han llegado
a la conclusión de que existe un marcado contraste entre
las estrategias de aproximación utilizadas por los
niños populares y las que usan quienes podríamos
llamar proscritos sociales. Los descubrimientos realizados en
este sentido destacan la importancia extraordinaria de las
habilidades sociales para registrar, interpretar y responder a
los datos emocional e interpersonalmente relevantes. Es
conmovedor ver a un niño dar vueltas en torno a un grupo
de niños que están jugando y descubrir que no se lo
permiten. Como demostró un estudio realizado con
niños de segundo y tercer grado, el 26% de las veces,
hasta los niños más populares y queridos son
rechazados cuando tratan de aproximarse a jugar con otros
niños.

Los niños pequeños son cruelmente sinceros
en los juicios emocionales implícitos en tales rechazos.
Veamos, por ejemplo, el siguiente diálogo que tuvo lugar
en una guardería entre niños de cuatro años
de edad."

Linda queda jugar con Barbara, Nancy y Bill que estaban
jugando con animales de juguete y bloques de construcción.
Durante un minuto estuvo observando lo que ocurría y luego
se aproximó a Barbara y comenzó a jugar con los
animales.

Barbara entonces se dirigió a ella
diciéndole.

-¡No puedes jugar!

-¡Sí que puedo! -replicó Linda-
¡Yo también puedo jugar!

-¡No, no puedes! -respondió Barbara, con
brusquedad- ¡Hoy no te queremos!

Entonces Bill protestó en nombre de Linda, pero
Nancy se unió al ataque agregando:

-¡Hoy te odiamos!

Es precisamente el riesgo de sentirse odiado,
implícita o explícitamente, el que hace que los
niños sean especialmente cautos a la hora de aproximarse a
un grupo. Y es muy probable que esta ansiedad no sea muy distinta
de la que siente el adolescente que se encuentra aislado en medio
de una charla que sostienen en una fiesta quienes parecen ser
amigos íntimos. Y también es por esto por lo que
este momento resulta, como dijo un investigador, «sumamente
diagnóstico […] porque revela claramente las
diferencias en las habilidades sociales
». Lo normal es
que los recién llegados comiencen observando lo que ocurre
durante un tiempo y que luego pongan en marcha sus estrategias de
aproximación, mostrando su asertividad de manera muy
discreta. Lo más importante a la hora de determinar si un
niño será aceptado o no es su capacidad para
comprender el marco de referencia del grupo y para saber
qué cosas son aceptables y cuáles se hallan fuera
de lugar.

Los dos pecados capitales que suelen despertar el
rechazo de los demás son el intento de asumir el mando
demasiado pronto y no sintonizar con el marco de referencia. Pero
esto es precisamente lo que tienden a hacer los niños
impopulares, tratar de cambiar de tema demasiado bruscamente o
demasiado pronto, o dar sus opiniones y estar en desacuerdo
inmediato con los demás, intentos manifiestos, todos
ellos, de llamar la atención y que,
paradójicamente, les lleva a ser ignorados o rechazados.
En contraste, los niños populares, antes de aproximarse a
un grupo suelen dedicarse a observarlo para comprender lo que
está ocurriendo y luego hacen algo para ratificar su
aceptación, esperando a confirmar su estatus en el grupo
antes de tomar la iniciativa de sugerir lo que todos
deberían hacer.

Volvamos ahora a Roger, el niño de cuatro
años a quien Thomas Hatch ponía como ejemplo de
niño con un elevado grado de inteligencia interpersonal.
La táctica que Roger utilizaba para aproximarse a un grupo
era la de comenzar observando, luego imitaba lo que otro
niño estaba haciendo y finalmente hablaba y se
ponía a jugar con él, una estrategia ciertamente
ganadora. La habilidad de Roger era evidente: por ejemplo, cuando
él y Warren estaban jugando a lanzar «bombas»
(en realidad, piedras) desde sus calcetines. Warren le
preguntó a Roger si quería estar en un
helicóptero o en un avión y antes de responder.
Roger inquirió: « ¿A ti qué te gusta
más?» Esta interacción aparentemente inocua
revela una gran sensibilidad ante los intereses de los
demás y una gran capacidad para utilizar este conocimiento
para mantener el contacto con ellos.

Hatch comentó con respecto a Roger:
«tuvo en cuenta los deseos de su compañero para
no perder la conexión con él. He visto a muchos
niños que simplemente cogen su helicóptero o su
avión y que, literal y figurativamente hablando, se alejan
volando de los demás
».

EL RESPLANDOR EMOCIONAL: INFORME DE UN
CASO

Si la capacidad de sosegar la inquietud de los
demás es una prueba de la destreza social, el hecho de
hacerlo en pleno ataque de rabia constituye una auténtica
demostración de maestría. Los datos sobre
autorregulación de la angustia y contagio emocional
sugieren que una estrategia eficaz puede ser la de distraer a la
persona airada, empatizar con sus sentimientos y con su
perspectiva y luego dirigir su atención a un foco
alternativo, uno que le conecte con un campo de sentimientos
más positivos, algo que bien pudiera calificarse como una
especie de judo emocional.

El mejor ejemplo que recuerdo de esta habilidad sutil en
el arte de la influencia emocional me lo contó mi difunto
amigo Terry Dobson quien, en la década de los cincuenta,
fue uno de los primeros norteamericanos que viajó a
Japón a estudiar aikido.

Una noche mi amigo volvía a casa en el metro de
Tokio cuando entró en el vagón un enorme, belicoso,
ebrio y sucio trabajador. El hombre, tambaleándose,
comenzó a asustar a los pasajeros gritando todo tipo de
imprecaciones y empujó a una mujer que llevaba consigo un
bebé, lanzándola hacia donde se encontraba una
anciana pareja, que entonces se levantó de golpe y
huyó precipitadamente al otro extremo del vagón. El
borracho dio unos cuantos golpes más y. en su rabia,
cogió la barra de metal que se hallaba en medio del
vagón y. con un rugido, trató de
arrancarla.

En aquel momento Terry. que se hallaba en plenas
condiciones físicas debido a su entrenamiento diario de
ocho horas de aíkido, se sintió llamado a
intervenir antes de que alguien quedara seriamente dañado.
Entonces recordó las palabras de su maestro: «el
aikido es el arte de la reconciliación y quien lo
considere como una lucha romperá su conexión con el
universo. En el mismo momento en que tratas de dominar a los
demás estás derrotado. Nosotros estudiamos la forma
de resolver los conflictos, no de
iniciarlos
».

Ciertamente, cuando Terry emprendió su
aprendizaje se comprometió con su maestro a no iniciar
nunca una pelea y a utilizar este arte marcial sólo como
una forma de defensa. Ahora acababa de descubrir una oportunidad
para poner a prueba su práctica del aikido en la vida
real, en lo que era un caso claro de legítima defensa. Es
por ello que, mientras los demás pasajeros
permanecían paralizados en sus asientos, Terry se
levantó lenta y deliberadamente.

Al verle, el borracho bramó:

-¡Ah, un extranjero! ¡Lo que tú
necesitas es una lección sobre modales japoneses!- y se
dispuso a lanzarse sobre Terry.

Pero cuando estaba a punto de hacerlo alguien
gritó en voz muy alta y divertida:

-¡Eh!

El grito mostraba el tono jovial de alguien que
había reconocido súbitamente a un querido amigo. El
borracho, sorprendido, se dio la vuelta y vio a un diminuto
japonés de unos setenta años ataviado con un kimono
que permanecía sentado. El anciano sonrió con
alegría al borracho y le saludó con un leve
movimiento de la mano y un animoso:

-¡Venga aquí!

El borracho se acerco dando zancadas a él
preguntando, con un agresivo:

-¿Y por qué diablos debería hablar
contigo?

Mientras tanto, Terry estaba dispuesto a reducir al
borracho apenas hiciera el menor movimiento violento.

-¿Qué has estado bebiendo?
-preguntó el anciano con sus ojos chispeantes.

-He bebido sake y ése no es asunto tuyo
-vociferó el borracho.

-¡Oh, muy bien, muy bien! -replicó el
anciano- ¿Sabes? A mi también me gusta el sake.
Cada noche, mi esposa y yo (ella tiene setenta y seis
años) nos bebemos una botella pequeña de sake en el
jardín, donde nos sentamos en un viejo banco de
madera

Y luego siguió hablando de un caqui que
había en su jardín y de las excelencias de beber
sake en mitad de la noche.

A medida que iba escuchando al anciano, el rostro del
borracho comenzó a dulcificarse y sus puños se
relajaron:

-Sí… a mí también me gusta el
caqui… -dijo con la voz apagada.

-Sí -replicó el anciano
enérgicamente-. Y estoy seguro de que tienes una esposa
maravillosa.

-¡No! -respondió el obrero-. Mi esposa
murió…

Yentonces, sollozando, se lanzó a contar el
triste relato de la pérdida de su esposa, de su hogar y de
su trabajo, y se mostró avergonzado de sí
mismo.

Cuando el metro llegó a su parada y Terry estaba
saliendo del vagón alcanzó a escuchar cómo
el anciano invitaba al borracho a ir a su casa para contarle
más detalladamente todo aquello y aún pudo
vislumbrar cómo se arrellanaba en el asiento y apoyaba su
cabeza en el regazo del anciano.

Esto es resplandor emocional.

PARTE III

Inteligencia
emocional aplicada

9. ENEMIGOS ÍNTIMOS

En cierta ocasión Sigmund Freud le dijo a su
discípulo Erik Erikson que la capacidad de amar y de
trabajar constituyen los indicadores que jalonan el logro de la
plena madurez. Pero, de ser cierta esta afirmación, el
bajo porcentaje de matrimonios y el alto número de
divorcios del mundo actual convertiría a la madurez en una
etapa de la vida en peligro de extinción que
requeriría, hoy más que nunca, del concurso de la
inteligencia emocional.

Si tenemos en cuenta los datos estadísticos
relativos al número de divorcios, comprobaremos que la
media anual se mantiene más o menos estable pero si, en
cambio, calculamos la probabilidad de que una pareja
recién casada acabe divorciándose, nos veremos
obligados a reconocer que, en este sentido, se ha producido una
peligrosa escalada. Así pues, si bien la proporción
total de divorcios entre los recién casados permanece
estable, el índice de riesgo de separación, no
obstante, ha aumentado considerablemente.

Y este cambio resulta más patente cuando se
comparan los porcentajes de divorcio de quienes han
contraído matrimonio en un determinado año. Por
ejemplo, el porcentaje de divorcio de quienes se casaron el
año 1 890 en los Estados Unidos era del orden del 10%, una
cifra que alcanzó el 18% en los matrimonios celebrados en
1920 y el 30% en 1950. Las parejas que iniciaron su
relación matrimonial en 1970 tenían el 50% de
probabilidades de separarse o de seguir juntas ¡mientras
que, en 1990, esta probabilidad había alcanzado el 67%! Si
esta estimación es válida, sólo tres de cada
diez personas recién casadas pueden confiar en seguir
unidas.

Podría aducirse que este incremento se debe, en
buena medida, no tanto al declive de la inteligencia emocional
como a la constante erosión de las presiones sociales que
antiguamente mantenían cohesionada a la pareja (el estigma
que suponía el divorcio o la dependencia económica
de muchas mujeres con respecto a sus maridos), aun estando
sometida a las condiciones más calamitosas. Pero el hecho
es que, al desaparecer las presiones sociales que
mantenían la unión del matrimonio, ésta
sólo puede asentarse sobre la base de una relación
emocional estable entre los cónyuges.

En los últimos años se ha llevado a cabo
una serie de investigaciones que se ha ocupado de analizar con
una precisión desconocida hasta la fecha los
vínculos emocionales que mantienen los esposos y los
problemas que pueden llegar a separarlos. Es muy posible que el
avance más importante en la comprensión de los
factores que contribuyen a la unión o a la
separación del matrimonio esté ligado al uso de
sutiles instrumentos fisiológicos que permiten rastrear
minuciosamente, instante tras instante, los intercambios
emocionales que tienen lugar en la interacción entre los
miembros de la pareja. Los científicos se hallan
actualmente en condiciones de detectar las más
mínimas descargas de adrenalina de un marido -que, de otro
modo, pasarían inadvertidas-, las modificaciones de la
tensión arterial y de registrar, asimismo, las fugaces
-aunque muy reveladoras- microemociones que muestra el rostro de
una esposa. Estos registros fisiológicos demuestran la
existencia de un subtexto biológico que subyace a las
dificultades por las que atraviesa una pareja, un nivel
crítico de realidad emocional que suele pasar inadvertido
y que, en consecuencia, se tiende a soslayarlo completamente.
Estos datos ponen de relieve, pues, las auténticas fuerzas
emocionales que contribuyen a mantener o a destruir una
relación. Pero no debemos olvidar, no obstante, que gran
parte del fracaso de las relaciones de pareja se asienta en las
diferencias existentes entre los mundos emocionales de los
hombres y de las mujeres.

LOS ANTECEDENTES INFANTILES DE DOS
CONCEPCIONES DIFERENTES DEL MATRIMONIO

No hace mucho, estaba a punto de entrar en un
restaurante cuando, de repente, un joven, en cuyo rostro se
dibujaba una rígida mueca de disgusto, salió del
local con paso airado. Tras él iba desesperadamente una
mujer -también joven- pisándole los talones y
golpeándole en la espalda al tiempo que le gritaba
«¡Maldito! ¡Vuelve aquí y sé
amable conmigo!» Esta conmovedora queja,
paradójicamente contradictoria, dirigida a una espalda en
retirada, ejemplifica un modelo muy extendido de relación
conyugal en peligro, según el cual la mujer demanda
atención mientras el hombre se bate en retirada. Los
terapeutas matrimoniales han descubierto que, en el mismo momento
en que los miembros de la pareja se ponen de acuerdo para acudir
a la consulta, ya están atrapados en una pauta de
respuesta de compromiso-o-evitación, en la que el marido
se queja de las «irracionales» exigencias y ataques
de su mujer mientras que ella se lamenta de la indiferencia
manifiesta de él ante sus necesidades.

Este desenlace refleja, de hecho, la existencia de dos
realidades emocionales distintas -la de la mujer y la del
hombre- en una misma relación de pareja. Y, si bien el
origen de estas diferencias emocionales responde parcialmente a
razones biológicas, también tiene que ver con la
infancia y con los distintos mundos emocionales en que crecen las
niñas y los niños. Existe una amplia
investigación al respecto que pone de manifiesto que estas
diferencias no sólo se ven reforzadas por los distintos
juegos elegidos por las niñas y los niños sino
también por el temor de unas y otros a que se bromee a su
costa por tener un «novio» o una «novia».
Un estudio sobre los compañeros elegidos por los
niños demostró que, a los tres años de edad,
éstos tienen el mismo número de amigos que de
amigas, un porcentaje que va disminuyendo hasta que, a los cinco
años, sólo se tiene el 20% de amigos del otro sexo
contrario y que casi llega a anularse a la edad de siete
años. A partir de ese momento, los mundos de los
niños y de las niñas discurren de manera paralela
hasta volver a confluir al llegar a la edad de las primeras citas
de la adolescencia.

Durante todo este periodo, las lecciones emocionales
recibidas por los niños y las niñas son muy
diferentes. A excepción del enfado, los padres hablan
más de las emociones con sus hijas que con sus hijos y es
por esto por lo que las niñas disponen de más
información sobre el mundo emocional. Cuando los padres,
por ejemplo, cuentan cuentos a sus hijos pequeños, suelen
utilizar palabras más cargadas emocionalmente con las
niñas que con los niños. Cuando, por su parte, las
madres juegan con sus hijos e hijas, expresan un espectro
más amplio de emociones en el caso de que lo hagan con las
niñas y son también más prolijas con ellas
cuando describen un estado emocional, si bien suelen ser, en
cambio, más minuciosas a la hora de describir a sus hijos
varones las causas y las consecuencias de emociones tales como el
enojo (probablemente una forma de admonición).

Leslie Brody y Judith Hall, que han sintetizado los
resultados de varias investigaciones sobre las diferencias
emocionales existentes entre ambos sexos, afirman que la mayor
prontitud con que las niñas desarrollan las habilidades
verbales las hace más diestras en la articulación
de sus sentimientos y más expertas en el empleo de las
palabras, lo cual les permite disponer de un elenco de recursos
verbales mucho más rico que puede sustituir a reacciones
emocionales tales como, por ejemplo, las peleas físicas.
Según estas investigadoras: «los chicos, que no
suelen recibir ninguna educación que les ayude a
verbalizar sus afectos, suelen mostrar una total inconsciencia
con respecto a los estados emocionales, tanto propios como
ajenos
»: A la edad de diez años, el porcentaje
de chicas y chicos que se muestran francamente agresivos y
predispuestos a la confrontación abierta cuando se enfadan
es aproximadamente el mismo.

Sin embargo, a los trece años comienza a aparecer
una marcada diferenciación entre ambos sexos y las
muchachas muestran entonces una mayor habilidad que los chicos en
el uso de tácticas agresivas de carácter más
sutil, como el rechazo, el chismorreo y la venganza indirecta. A
esta edad, la gran mayoría de los muchachos se limita a
seguir tratando de resolver sus discrepancias mediante las
peleas, ignorando otro tipo de estrategias más sutiles.
Este es sencillamente uno de los muchos motivos por los que los
muchachos -y más tarde los hombres- son menos diestros y
que las muchachas para moverse por los vericuetos de la vida
emocional.

Las chicas suelen organizar sus juegos en grupos
reducidos y cohesionados, poniendo un marcado interés en
minimizar las discrepancias y maximizar la cooperación,
mientras que los chicos, por su parte, tienden a organizarse en
grupos más numerosos y a incidir en los aspectos
más competitivos. Veamos, por ejemplo, la distinta
respuesta que suelen tener unos y otras cuando el juego se ve
interrumpido porque alguno de los participantes se ha hecho
daño. Lo que se espera de un niño que se haya
lesionado es que se aleje momentáneamente del juego hasta
que deje de llorar y se halle nuevamente en condiciones de
reintegrarse a él. Pero cuando tal cosa ocurre en un grupo
de chicas, en cambio, el juego se paraliza mientras todas se
congregan en torno a la afectada tratando de consolarla. En
opinión de la investigadora de Harvard Carol Gilligan,
este marcado contraste entre los juegos de las niñas y los
de los niños constituye un ejemplo de una de las
diferencias clave existentes entre ambos sexos: los muchachos se
sienten orgullosos de su solitaria y tenaz independencia y
autonomía, y las chicas, por su parte, se sienten
integrantes de una red interrelacionada. Es por ello por lo que
los chicos se sienten amenazados cuando algo parece poner en
peligro su independencia, algo que, en el caso de las chicas,
ocurre cuando se rompe una de sus relaciones. Como destaca
Deborah Tannen en su libro You Just Don "t Understand,
esta diferencia de perspectiva entre ambos géneros les
lleva a esperar cosas muy distintas de una simple
conversación, ya que el hombre suele sentirse satisfecho
con hablar sobre «algo» mientras que la mujer busca
una conexión emocional más profunda.

Y esta disparidad en la educación emocional
termina desarrollando aptitudes muy diferentes, puesto que las
chicas «se aficionan a la lectura de los indicadores
emocionales -tanto verbales como no-verbales- y a la
expresión y comunicación de sus
sentimientos». Los chicos, en cambio, se especializan en
«minimizar las emociones relacionadas con la
vulnerabilidad, la culpa, el miedo y el dolor»," una
conclusión corroborada por abundante documentación
científica. Por ejemplo, existen cientos de estudios que
han puesto de manifiesto que las mujeres suelen ser más
empáticas que los hombres, al menos en lo que se refiere a
su capacidad para captar los sentimientos que se reflejan en el
rostro, el tono de voz y Otro tipo de mensajes no verbales. De
modo parecido, también resulta bastante más
fácil descifrar los sentimientos en el rostro de una mujer
que en el de un hombre. Aunque, en realidad, no existe, de
entrada, ninguna diferencia manifiesta en la expresividad facial
de las niñas y la de los niños, a lo largo de su
desarrollo en la escuela primaria los chicos se van volviendo
menos expresivos, todo lo contrario de lo que ocurre en el caso
de las chicas, lo cual, a su vez, puede reflejar otra diferencia
clave entre ambos géneros, es decir, que las mujeres
suelen ser capaces de experimentar con mayor intensidad y
variabilidad que los hombres un amplio espectro de emociones. Por
ello, en términos generales, cabe afirmar que las mujeres
son más «emocionales» que los hombres. Todo
esto supone que las mujeres tienden a llegar al matrimonio con un
mayor dominio de sus emociones, mientras que los hombres lo hacen
con una escasa comprensión de lo que esto significa para
la estabilidad de la relación. De hecho, un estudio
efectuado sobre 264 parejas ha revelado que, para las mujeres, el
principal motivo de satisfacción de una relación
viene dado por la sensación de que existe una «buena
comunicación» en la pareja. Ted Huston,
psicólogo de la Universidad de Texas que se ha dedicado a
estudiar en profundidad las relaciones de pareja, observa que:
«desde el punto de vista de la esposa, la intimidad
conlleva, entre otras muchas cosas, la capacidad de abordar
cuestiones muy diferentes y, en especial, de hablar sobre la
relación misma. La inmensa mayoría de los hombres,
por el contrario, no aciertan a comprender esta demanda y suelen
responder diciendo algo así como: "yo quiero hacer cosas
con mi mujer pero ella sólo quiere hablar
"».
Huston descubrió asimismo que, durante el noviazgo, los
hombres se hallan más predispuestos a entablar este tipo
de diálogo capaz de colmar el deseo de intimidad de su
futura esposa pero que, pasado este periodo, los hombres
-especialmente en las parejas más tradicionales- van
invirtiendo cada vez menos tiempo en conversar con sus esposas y
satisfacen su necesidad de intimidad dedicándose a
actividades tales como cuidar juntos del jardín en lugar
de tener una buena conversación sobre cualquier
tema.

Esta lenta escalada del silencio masculino puede
originarse, en parte, en el hecho de que, según parece,
los hombres suelen ser muy optimistas sobre la
situación real de su matrimonio mientras que las
mujeres son más sensibles a los aspectos
problemáticos
de la relación. Un estudio
realizado sobre el matrimonio pone en evidencia que los hombres
muestran un punto de vista más ingenuo que sus esposas en
todo lo concerniente a la relación (hacer el amor, estado
de las finanzas, vínculos familiares, comprensión
mutua o importancia de los defectos personales). Las esposas, por
su parte, suelen mostrarse más exigentes a la hora de
plantear sus demandas, especialmente en los matrimonios
infelices. Si al cándido punto de vista de los maridos
sobre el matrimonio sumamos su poca predisposición a
afrontar los conflictos emocionales, nos haremos una idea
más precisa del motivo de las frecuentes quejas de las
mujeres sobre la evasiva actitud de sus maridos para hacer frente
a los problemas que aquejan a cualquier relación. (Estamos
hablando, claro está, de la generalización de una
diferencia que no es aplicable a todos los casos particulares. Un
amigo psiquiatra, por ejemplo, se lamentaba de que, en su
matrimonio, él fuera el único en sacar a relucir
este tipo de cuestiones y de que su esposa se mostrara sumamente
remisa a hacer frente a los problemas emocionales.)

No cabe duda de que la torpeza de los hombres para
percatarse de los problemas de la relación se debe a su
relativa falta de capacidad para descifrar el contenido emocional
de las expresiones faciales. Las mujeres suelen ser mucho
más sensibles que los hombres para captar un gesto de
tristeza. Es por esto por lo que las mujeres suelen verse
obligadas a aparentar una desolación absoluta para que un
hombre pueda llegar a darse cuenta de cuáles son sus
verdaderos sentimientos y darle luego también el tiempo
suficiente para que se plantee cuál puede ser la causa de
su malestar.

Consideremos ahora las implicaciones de esta brecha
emocional entre géneros en el modo en que los miembros de
la pareja abordan las exigencias y discrepancias que
inevitablemente comporta toda relación íntima. De
hecho, las cuestiones puntuales como la frecuencia de las
relaciones sexuales, la educación de los hijos, el ahorro
y las deudas que el matrimonio puede afrontar, no suelen ser el
motivo principal de cohesión o de separación de la
pareja. El factor determinante, por el contrario, suele centrarse
en el modo en que la pareja aborda las cuestiones más o
menos candentes. Y, por así decirlo, llegar a un acuerdo
sobre como estar en desacuerdo suele ser la clave para la
supervivencia del matrimonio.

Para sortear los escollos de las emociones tortuosas,
las mujeres y los hombres deben tratar de ir más
allá de las diferencias genéricas innatas porque,
en caso de no lograrlo, la relación se verá abocada
al naufragio. Como veremos a continuación, el riesgo de
zozobrar ante estos escollos aumenta considerablemente en el caso
de que uno o ambos cónyuges presenten carencias
manifiestas en el desarrollo de la inteligencia
emocional.

EL FRACASO MATRIMONIAL

Fred:¿Has recogido mi ropa limpia?

Ingrid:(En tono burlesco) «Has recogido mi ropa
limpia». Recógela tú. ¿Crees que soy
tu criada"?

Fred:Eso difícilmente podría ser. Si
fueras mi criada, al menos sabrías limpiar la
ropa.

Si este diálogo caústico e hiriente
hubiera sido extraído de una obra de teatro podría
resultar hasta cómico, pero el hecho es que tuvo lugar
entre un matrimonio que -y esto no resulta sorprendente-
acabó divorciándose a los pocos años. El
intercambio tuvo lugar en un laboratorio dirigido por John
Gottman, psicólogo de la Universidad de Washington, quien
posiblemente haya llevado a cabo el análisis más
exhaustivo sobre el aglutinante emocional que mantiene unida a la
pareja y sobre los sentimientos corrosivos que contribuyen a
destruirla. En el curso de esta investigación se grababan
en video las conversaciones que mantenían las parejas y
posteriormente eran microanalizadas para tratar de descubrir los
más mínimos indicios de las corrientes emocionales
subyacentes. Este proceso de cartografiado de las discrepancias
que terminan abocando al divorcio constituye un argumento
sumamente convincente en favor del papel decisivo que
desempeña la inteligencia emocional en la supervivencia de
la pareja.

En las dos últimas décadas. Gottman ha
rastreado los altibajos de más de doscientas parejas,
algunas de ellas recién casadas y otras que llevaban
unidas mucho tiempo. La precisión del análisis
realizado por Gottman sobre el ecosistema matrimonial ha sido tal
que, en uno de sus estudios, le permitió predecir con una
exactitud del 94% (¡una precisión ciertamente
inaudita en este tipo de estudios!) qué parejas, de entre
todas las que pasaron por su laboratorio, terminarían
separándose en los próximos tres años (como
ocurrió en el caso de Ingrid y Fred, cuya cáustica
discusión poníamos como ejemplo al comienzo de esta
sección). La precisión del análisis de
Gottman se deriva de su escrupulosa metodología y de la
minuciosidad con que recoge sus datos.

Mientras los miembros de la pareja, por ejemplo,
conversan entre si, unos sensores se encargan de registrar los
más mínimos cambios fisiológicos; asimismo,
Gottman realiza también un análisis secuencial de
todas las expresiones faciales (utilizando un sistema de lectura
de las emociones desarrollado por Paul Ekman) que le permite
detectar los matices más sutiles y fugaces de los
sentimientos. Después de finalizar la sesión, cada
participante se dirige a un laboratorio separado para mirar la
cinta de video y hablar de los sentimientos que
experimentó durante los momentos más álgidos
de la conversación. El resultado de este tipo de estudios
constituye el equivalente a una radiografía emocional del
matrimonio.

Según Gottman, las críticas
destructivas
son una incipiente señal de alarma que
indica que el matrimonio se halla en peligro. En un matrimonio
emocional mente sano, tanto la esposa como el marido se sienten
lo suficientemente libres como para formular abiertamente sus
quejas. Pero suele ocurrir que, en medio del fragor del enfado,
las quejas se formulen de un modo destructivo, bajo la foma de un
ataque en toda regla contra el carácter del
cónyuge. Pamela y Tom, por ejemplo, quedaron a una hora
concreta frente a la estafeta de correos para ir al cine y,
seguidamente, Pamela se dirigió con su hija a una
zapatería mientras su marido iba a echar un vistazo a la
librería. Pero a la hora convenida Tom todavía no
había aparecido. «¿Dónde se
habrá metido? La película empieza dentro de diez
minutos -se quejó Pamela a su hija-. Si alguien sabe
cómo estropear algo, ése es tu padre.» y
cuando Tom apareció diez minutos después, contento
por haberse encontrado con un viejo amigo y excusándose
por el retraso, Pamela le espetó sarcásticamente:
«muy bien; ya tendremos ocasión de discutir tu
sorprendente habilidad para echar al traste todos los planes.
Eres un egoísta y un desconsiderado».

Pero este tipo de quejas es algo más que una
simple protesta, es un verdadero atentado contra la personalidad
del otro, una crítica dirigida al individuo y no a sus
actos. Ante el intento de disculpa de Tom, Pamela le
estigmatizó con los calificativos de «egoísta
y desconsiderado». No es infrecuente que las parejas
atraviesen por momentos similares, momentos en los que una queja
sobre algo que el otro ha hecho se convierte en un ataque en toda
regla contra la persona y no contra el hecho en
cuestión.

Estas feroces críticas personales tienen un
impacto emocional mucho más corrosivo que una queja
razonada y tienden a producirse -quizá comprensiblemente-
con mayor frecuencia cuando la esposa o el marido siente que sus
quejas no son escuchadas ni tenidas en
consideración.

La diferencia existente entre una queja y una
crítica personal es evidente. En la queja, uno
señala específicamente aquello que le molesta del
otro miembro de la pareja y critica sus acciones -no su persona-
expresándole cómo se siente. Por ejemplo, la frase
«cuando olvidaste meter mi ropa en la lavadora sentí
que te preocupabas muy poco de mi» no es beligerante ni
pasiva sino una expresión asertiva que ilustra un grado de
inteligencia emocional. Lo que ocurre en el caso de la
crítica personal, en cambio, es que un miembro de la
pareja se sirve de una demanda concreta para arremeter contra el
otro («Siempre eres igual de egoísta e insensible.
Esto me demuestra que no puedo confiar en que hagas nada
bien»). Este tipo de crítica deja a quien la recibe
avergonzado, disgustado, ultrajado y humillado, y es muy probable
que termine abocando a una reacción defensiva que no
contribuya en nada a mejorar la situación.

Las críticas cargadas de quejas suelen ser muy
destructivas, especialmente en el caso de que no sólo se
transmitan mediante las palabras sino que se expresen de forma
airada y recurriendo también al tono de voz y al gesto. La
forma más evidente consiste en la ridiculización o
el insulto directo («idiota», «puta» o
«cabrón»), pero la verdad es que el lenguaje
corporal puede alcanzar el mismo grado de ensañamiento que
el ataque verbal (un gesto despectivo, fruncir el labio -la
señal universal del disgusto- o poner los ojos en blanco
en un gesto de resignación).

La impronta facial de la queja consiste en la
contracción de los músculos que retraen los
extremos de la boca hacia los lados (normalmente hacia la
izquierda) y en la elevación de los ojos. La presencia
tácita de esa expresión emocional en el rostro de
uno de los esposos aumenta el ritmo cardiaco del otro en dos o
tres latidos por minuto. Esta comunicación soterrada
termina provocando un efecto fisiológico ya que,
según descubrió Gottman, si un marido muestra con
frecuencia su desprecio de este modo, la esposa acusará
una clara propensión hacia una gama concreta de problemas
de salud que van desde el simple resfriado hasta la gripe, las
infecciones de vejiga y los desórdenes gastrointestinales.
Y Gottman considera que, cuando el rostro de la esposa expresa
contrariedad -el pariente próximo del reproche- cuatro o
más veces durante una conversación de quince
minutos, es un síntoma de que la pareja se separará
en un periodo máximo de cuatro años.

Pero aunque las protestas o las expresiones ocasionales
de disgusto no suelen conducir a la disgregación del
matrimonio, constituyen un factor de riesgo equivalente al hecho
de fumar o de padecer una elevada tasa de colesterol para
terminar desarrollando una enfermedad cardiaca; de modo que,
cuanto más intensa y prolongada sea la descarga de este
tipo de emociones, mayor será el peligro. En el camino que
conduce hasta el divorcio, cada una de estas situaciones sienta
las bases para la siguiente, en una escala de sufrimiento
creciente. De este modo, las quejas, las desavenencias y las
criticas frecuentes constituyen peligrosos indicadores que
evidencian que la mujer o el marido han establecido un veredicto
concluyente de culpabilidad sobre el otro. Esta condena
inapelable constituye una pauta negativa y hostil de pensamiento
que desemboca fácilmente en agresiones que hacen que el
receptor se ponga a la defensiva y se apreste de inmediato al
contraataque.

Los dos polos de la pauta de respuesta de
lucha-o-huida constituyen las dos modalidades extremas de
reacción del cónyuge que se siente atacado. Lo
más común es devolver el ataque con una
explosión de ira pero esta vía suele
concluir en una estéril disputa a voz en grito. Por su
parte, la huida, la otra respuesta alternativa, puede llegar a
ser más perniciosa todavía, especialmente en el
caso de que conlleve la retirada a un silencio
sepulcral
.

La táctica del cerrojo constituye la
última defensa. La persona que se cierra sobre sí
misma se limita a quedarse en blanco, a inhibirse de la
conversación respondiendo lacónicamente o
manteniendo un silencio y una expresión pétrea, una
táctica que envía un poderoso y contundente mensaje
que combina el distanciamiento, la superioridad y el rechazo.
Esta pauta es fácilmente observable en los matrimonios con
problemas y en el 85% de los casos es el marido quien se encierra
en sí mismo como respuesta a una esposa que lo acosa con
constantes quejas y críticas. Pero una vez que termina
estableciéndose como respuesta habitual tiene un efecto
devastador sobre la salud de la relación porque aborta
toda posibilidad de resolver las desavenencias.

PENSAMIENTOS TOXICOS

Los niños están alborotando más de
la cuenta y Martin -su padre- está cada vez más
irritado. Entonces se dirige a su esposa Melanie con un
agresivo:

-Querida ¿no crees que los chicos deberían
estarse quietos?

(Pero lo que en realidad está pensando es:
«Melanie es demasiado permisiva con los
niños».)

Ante el irritante comentario de su marido, Melanie se
enoja. Entonces, su rostro se tensa, frunce el ceño y
replica:

-Sólo están jugando un rato. No
tardarán mucho en acostarse.

(Pero su auténtico pensamiento es: «ya
está Martin quejándose otra vez».)

Ahora es Martin quien se halla ostensiblemente enfadado
e, inclinándose amenazadoramente hacia delante con los
puños apretados, exclama:

-¿No podrías acostarlos ahora mismo,
querida?

(Su verdadero pensamiento, no obstante, es: «me
lleva la contraria en todo lo que digo. Tendré que hacerlo
yo mismo».)

Melanie. asustada por la súbita muestra de
cólera de Martin responde, en un tono más
sosegado:

-No. Ya iré yo y los acostaré.

(Pero lo que realmente piensa es: «esta perdiendo
el control y podría llegar a pegarles. Será mejor
que le siga la corriente».)

Este tipo de conversaciones paralelas -la
verbal y la mental– ha sido puesto de manifiesto
por Aaron Beck. el creador de la terapia cognitiva, como ejemplo
de los pensamientos que pueden emponzoñar una
relación matrimonial. «El auténtico
intercambio emocional que tuvo lugar entre Melanie y Martin
estaba prefigurado por sus pensamientos y éstos. a su vez,
estaban predeterminados por un estrato mental más profundo
al que Beck denomina "pensamientos
automáticos
"», es decir, creencias fugaces
sobre las personas con quienes nos relacionamos y sobre nosotros
mismos que reflejan nuestras actitudes emocionales más
profundas. El pensamiento profundo de Melanie era algo así
como «Martin me intimida continuamente con sus
enfados», mientras que el de Martin. por su parte, era
«no tiene ningún derecho a tratarme
así». De este modo Melanie se siente como una
víctima inocente en su matrimonio mientras que Martin cree
que tiene todo el derecho a indignarse por lo que considera un
trato injusto por parte de su esposa.

El pensamiento de que uno es una víctima inocente
o de que tiene derecho a indignarse es típico de aquellos
matrimonios en crisis que, de un modo u otro, se agreden de
continuo. Una vez que este tipo de pensamientos -como, por
ejemplo, la justa indignación- se automatizan,
desempeñan un papel autoconfirmante y. de este modo, el
miembro de la pareja que se siente víctima acecha
constantemente todo lo que hace el otro para poder confirmar su
propia opinión de que está siendo atacado o
menospreciado, ignorando, al mismo tiempo, todo acto
mínimamente positivo que pueda cuestionar o contradecir
esta visión.

Este tipo de pensamientos es muy poderoso y pone en
marcha el sistema de alarma neurológico. El pensamiento de
que uno es una víctima desencadena un secuestro emocional
que activa la larga serie de ofensas que uno ha recibido del
otro, olvidando simultáneamente todo lo positivo que haya
aportado que no cuadre con la visión de que uno es una
víctima inocente. De este modo, el otro miembro de la
pareja se ve encerrado en una especie de callejón sin
salida ya que todo lo que haga -aunque trate de ser
deliberadamente amable- será reinterpretado a
través de este prisma de negatividad y rechazado como una
tímida tentativa de negar su culpa.

En situaciones similares, las parejas que se hallan
libres de este tipo de procesos mentales suelen adoptar una
interpretación más positiva, en consecuencia son
menos proclives a experimentar un secuestro emocional y, en caso
de hacerlo, se recuperan con mayor prontitud. El patrón
general de pensamientos que alimentan o, por el contrario,
aligeran la crisis se atiene al modelo de optimismo o pesimismo
propuesto en el capitulo 6 por el psicólogo Martin
Seligman. La visión pesimista sería aquélla
que considera que nuestra pareja tiene un defecto inherente e
inmutable que sólo genera sufrimiento: «es un
egoísta que sólo piensa en sí mismo.
Así lo parieron y jamás cambiará. Lo
único que quiere de mí es que esté
completamente a su servicio sin tener en cuenta cuáles son
mis sentimientos». La visión optimista contrapuesta
podría expresarse más o menos del siguiente modo:
«ahora parece muy exigente pero, en el pasado, ha
demostrado ser muy comprensivo. Tal vez esté atravesando
una mala racha. Es muy posible que tenga algún problema en
el trabajo». Esta última perspectiva no descalifica
al otro miembro de la pareja ni considera desesperanzadamente que
la relación matrimonial esté dañada de
manera irreversible, sino que piensa, en cambio, que sólo
se trata de un problema circunstancial y pasajero. La primera
actitud aboca a la desazón mientras que la segunda
proporciona, en cambio, una sensación de mayor
sosiego.

Las parejas que adoptan una postura pesimista son
sumamente proclives a los raptos emocionales y se enfadan,
ofenden y molestan por todo lo que hace su compañero,
creciendo su irritación a medida que avanza la
discusión. Este estado de inquietud interna, unido a su
actitud pesimista, les hace más proclives a recurrir a la
crítica y las quejas desconsideradas en las desavenencias
con su pareja, lo cual incrementa, a su vez, la probabilidad de
terminar adoptando una actitud defensiva o de clara
cerrazón.

Es muy posible que los pensamientos tóxicos
más virulentos sean aquéllos que albergan los
hombres que llegan a maltratar físicamente a sus esposas.
Un estudio sobre la violencia marital llevado a cabo por
psicólogos de la Universidad de Indiana demostró
que las pautas de pensamiento de estos hombres son las mismas que
las de los niños bravucones del patio de recreo. Suele
tratarse de hombres que interpretan las acciones neutras de sus
esposas como ataques y utilizan este prejuicio para justificar su
agresividad hacia ellas (quienes se muestran sexualmente
agresivos en sus citas con las mujeres sufren un proceso muy
parecido, prejuzgándolas con suspicacia y
desdeñando sus posibles objeciones)i Como hemos visto en
el capítulo 7, este tipo de hombres se siente
especialmente amenazado por el desdén, el rechazo o la
vergüenza pública a que les pueden someterles sus
esposas. Una escena típica que suele activar la
«justificación» de la violencia del marido es
la siguiente: «estás en una fiesta y de repente te
das cuenta de que hace media hora que tu mujer está
hablando y riendo con ese hombre tan atractivo que parece estar
coqueteando con ella». La respuesta habitual de este tipo
de hombres ante el rechazo o abandono de sus esposas oscila entre
la indignación y la humillación. Es muy posible
que, en tal caso, pensamientos automáticos del tipo
«ella va a dejarme» actúen a modo de
desencadenante de un secuestro emocional en el que el
marido violento reaccione impulsivamente o, como dicen los
investigadores, manifieste una «respuesta conductual
inapropiada"

EL DESBORDAMIENTO: EL NAUFRAGIO DEL
MATRIMONIO

Estas actitudes suelen originar un estado de crisis
constante que sirve de detonante a frecuentes secuestros
emocionales que dificultan la cicatrización de las heridas
provocadas por la ira.

Gottman utiliza el término desbordamiento para
referirse a esta sobrecarga de desazón emocional que
resulta imposible de controlar y que arrastra consigo a quienes
se ven superados por la negatividad de su pareja y por su propia
respuesta ante ella. El desbordamiento impide oir sin
distorsiones el mensaje recibido, responder con la cabeza
despejada, organizar los pensamientos y termina desatando las
más primitivas de las respuestas. Lo único que
desean quienes se ven arrastrados por las emociones es que la
tempestad amaine, escapar de la situación o. a veces,
incluso vengarse. De este modo, el desbordamiento
constituye un tipo de secuestro emocional que se
autoperpetua.

Hay personas que presentan un elevado umbral de
desbordamiento, personas que soportan fácilmente el enfado
y los reproches mientras que otras, en cambio, saltan disparadas
en el mismo instante en que su cónyuge las critica. El
correlato fisiológico del desbordamiento se mide por el
aumento del ritmo del latido cardiaco. En condiciones de reposo,
la frecuencia cardíaca de la mujer es de unas ochenta y
dos pulsaciones por minuto, mientras que la de los hombres es del
orden de setenta y dos (aunque hay que precisar que el promedio
concreto depende de la altura y el peso de la persona). El
desbordamiento comienza con un aumento del ritmo cardíaco
de unos diez latidos por minuto sobre la frecuencia normal en
condiciones de reposo y, cuando esta frecuencia alcanza las cien
pulsaciones por minuto (cosa que puede ocurrir fácilmente
en situaciones de enfado o de llanto), se dispara la
secreción de adrenalina y de otras hormonas que
contribuyen a mantener elevado el estado de estrés durante
un buen rato.

De este modo, la frecuencia cardíaca constituye
un claro indicador del momento en que se produce un secuestro
emocional, en cuyo caso el aumento puede llegar ser de diez,
veinte o hasta treinta pulsaciones en el corto intervalo que
separa un latido del siguiente. En esa situación, los
músculos se tensan y la respiración se hace
dificultosa, se produce una especie de aluvión de
sentimientos tóxicos, una incómoda y aparentemente
inevitable inundación de miedo e irritación que
requiere de «todo el tiempo del mundo»,
subjetivamente hablando, para poder ser superada.

En el momento culminante del secuestro, las emociones
alcanzan una intensidad extraordinaria, la perspectiva del sujeto
se estrecha y su pensamiento se vuelve tan confuso que no existe
la menor posibilidad de poder asumir el punto de vista del otro y
tratar de solucionar las cosas de un modo más
razonable.

Está claro que, en alguna que otra
ocasión, todas las parejas atraviesan por momentos de
intensidad similar. El problema comienza cuando uno u otro
cónyuge se siente continuamente desbordado. En este caso,
el miembro de la pareja que se siente agobiado por el otro se
mantiene constantemente en guardia para responder a cualquier
signo de agresión o de injusticia emocional, y se
vuelve tan susceptible a los ataques, las ofensas y los desaires,
que salta ante la menor provocación. En estas
circunstancias, el simple comentario «cariño
¿por qué no hablamos?» puede activar un
pensamiento reactivo del tipo «ya está buscando
pelea otra vez» que desencadene un desbordamiento
emocional. Por otra parte, también hay que decir que cada
nuevo desbordamiento dificulta la recuperación de la
excitación fisiológica resultante, lo cual provoca,
a su vez, que un comentario inofensivo se interprete desde una
óptica sesgada que aboca al desbordamiento
reiterado.

Éste es posiblemente el punto más
crítico de una relación de pareja, un punto a
partir del cual ya no parece haber posible vuelta atrás.
El cónyuge que se siente desbordado interpreta todo lo que
el otro hace desde una óptica absolutamente negativa.
Así, las cuestiones más nimias se transforman en
auténticas batallas campales porque los sentimientos se
hallan continuamente heridos. Con el tiempo, el cónyuge
que se siente desbordado comienza a considerar que todos y cada
uno de los problemas que aquejan a la relación son
imposibles de resolver, ya que su mismo estado emocional
obstaculiza cualquier intento de solucionar las cosas. A medida
que la situación empeora, comienza a parecer inútil
todo intento de hablar de lo que está ocurriendo, y cada
miembro de la pareja trata de resolver por su cuenta los
problemas que le aquejan. Es entonces cuando comienzan a llevar
vidas paralelas, viviendo en un aislamiento completo que no hace
sino fomentar su sensación de soledad dentro del
matrimonio. El último paso, como afirma Gottman, suele ser
el divorcio.

Las dramáticas consecuencias de la falta de
competencia emocional resultan bien patentes en el camino que
conduce hasta el divorcio. El circuito reverberante de la
crítica, el desprecio, la actitud defensiva, el
encerramiento, la desconfianza y el desbordamiento emocional es
un reflejo de la desintegración de la conciencia de uno
mismo, de la pérdida del autocontrol emocional, de la
empatía y de la capacidad para consolarse
mutuamente.

LOS HOMBRES. EL SEXO VULNERABLE

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