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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 7)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

Volvamos ahora a las diferencias genéricas en la
vida emocional que constituyen la espoleta oculta de las
desavenencias matrimoniales. La investigación ha
descubierto la existencia de una diferencia básica en el
valor que asignan los hombres y las mujeres (después
incluso de treinta y cinco años de matrimonio) a la
comunicación emocional. Por término medio, las
mujeres afrontan con más facilidad que los hombres las
molestias que conlleva una disputa matrimonial. Ésta es,
al menos, la conclusión a la que ha llegado Robert
Levenson, psicólogo de la Universidad de California, en
Berkeley, tras un estudio basado en el testimonio de 151 parejas
que llevaban mucho tiempo casadas.

Levenson descubrió que la mayor parte de los
maridos tenían una especial aversión a las disputas
matrimoniales, algo que para las mujeres, en cambio, no
suponía ningún tipo de problema. «Pero,
si bien los maridos propenden a desbordamientos menos negativos,
en cambio, suelen experimentar el desbordamiento emocional con
más facilidad.
Y una vez que éste tiene lugar,
el menor signo de negatividad de la esposa desencadena una mayor
secreción de adrenalina por parte del marido, lo cual
supone que éste requiera de más tiempo para
recuperarse fisiológicamente del
desbordamiento
». Esto puede sugerir, dicho sea de
paso, que la típica imperturbabilidad masculina -tan bien
representada por el estoico Clint Eastwood- puede no ser
más que un mecanismo de defensa contra el posible
desbordamiento emocional.

Según Gottman, la razón de que los hombres
estén tan predispuestos a atrincherarse en sí
mismos hay que buscarla en la protección que esta
situación les procura contra el desbordamiento emocional.
La investigación ha revelado que cuando se produce este
encerramiento en uno mismo, el ritmo cardiaco desciende una media
de diez latidos por minuto, proporcionando una sensación
subjetiva de consuelo. Pero -y he aquí la paradoja- cuando
los hombres inician este proceso de retirada, el ritmo
cardíaco de las mujeres asciende a cotas criticas. Esta
danza limbica, en la que cada uno de los miembros de la pareja
busca sosiego en tácticas contrapuestas, da lugar a
posturas muy distintas ante el enfrentamiento emocional, de modo
tal que los hombres tratan de evitarlo con el mismo fervor con el
que sus esposas se sienten compelidas a buscarlo.

Por esto es por lo que los maridos tienden a encerrarse
en si mismos en la misma proporción en que las mujeres
tienden a atacarles. Esta asimetría es la consecuencia de
que las mujeres tiendan a prestar más atención a
las cuestiones emocionales. Y esta propensión a sacar a
colación las desavenencias y las protestas para tratar de
resolverlas es la que desata la resistencia de los maridos a
comprometerse en algo que posiblemente termine abocando a una
acalorada discusión. En el momento en que la mujer percibe
el intento del marido de eludir este compromiso, aumenta el
volumen y la intensidad de sus demandas y comienza a criticarle
abiertamente. Cuando el marido, como respuesta, se pone a la
defensiva y se encierra en si mismo, la mujer se siente frustrada
e irritada, añadiendo así más motivos de
queja que no hacen sino incrementar su frustración. Luego,
en el momento en que el marido percibe que está siendo
objeto de las críticas y quejas de su esposa, comienza a
adoptar un modelo de pensamiento de víctima inocente o de
justa indignación que fácilmente desencadena el
desbordamiento. Para protegerse de este desbordamiento, el marido
se pone cada vez más a la defensiva atrincherándose
en si mismo. Pero recordemos que, en el momento en que el marido
recurre a la táctica del encerramiento es la esposa quien
se siente abocada al callejón sin salida del
desbordamiento. Es así cómo el círculo
vicioso de las peleas matrimoniales termina desencadenando una
espiral de agresividad completamente descontrolada.

CONSEJOS PARA EL MATRIMONIO

La distinta forma en que los hombres y las mujeres se
relacionan con los sentimientos dolorosos tiene consecuencias tan
peligrosas para la vida de relación que tal vez
debiéramos preguntarnos ¿qué es lo que
pueden hacer las parejas para salvaguardar el amor y el afecto
que se profesan mutuamente?, o, dicho de otro modo,
¿qué es lo que mantiene a salvo al matrimonio? Las
investigaciones realizadas sobre las parejas que perduran a lo
largo de los años han llevado a los consejeros
matrimoniales a esbozar un conjunto de recomendaciones
específicas para hombres y para mujeres, y una serie de
consejos de carácter más global aplicables tanto a
unos como a otros.

Hablando en términos generales, los hombres y las
mujeres necesitan remedios emocionales diferentes. En este
sentido, nuestra recomendación seria que los hombres no
trataran de eludir los conflictos sino que, en cambio, intentaran
comprender que las llamadas de atención de una esposa o
sus muestras de disgusto, pueden estar motivadas por el amor y
por el intento de mantener la fluidez y la salud de la
relación (aunque, ciertamente, la hostilidad manifiesta
también puede responder a otros motivos).

La acumulación soterrada de quejas va creciendo
en intensidad hasta el momento en que se produce una
explosión, mientras que su expresión abierta, en
cambio, libera el exceso de presión. Los maridos, por su
parte, deben comprender que el enfado y el descontento no son
sinónimos de un ataque personal sino meros indicadores de
la intensidad emocional con que sus esposas viven la
relación.

Los hombres también debe permanecer atentos para
no tratar de zanjar una discusión antes de tiempo
proponiendo una solución pragmática precipitada
porque, para una esposa, es sumamente importante sentir que su
marido escucha sus quejas y empatiza con sus sentimientos (lo
cual no necesariamente supone que deba coincidir con ella). En
tal caso, la esposa podría interpretar este consejo como
una forma de rechazo, como si sus sentimientos fueran algo
absurdo o carente de importancia. Por el contrario, los maridos
que, en lugar de subestimar las quejas de su esposa, permanecen
junto a ella en medio del fragor de una discusión, las
hacen sentirse escuchadas y respetadas. Lo que una esposa desea
es que sus sentimientos sean tenidos en cuenta, respetados y
valorados, aunque el marido se halle en desacuerdo.

No es infrecuente, por tanto, que una esposa se
tranquilice cuando sienta que se escucha su punto de vista y
se tienen en cuenta sus sentimientos.

En lo que respecta a las mujeres, el consejo es muy
parecido.

Dado que uno de los principales problemas para el hombre
es que su esposa suele ser demasiado vehemente al formular sus
quejas, ésta debería hacer el esfuerzo de no
atacarle personalmente. Una cosa es una queja y otra muy distinta
una crítica o una expresión de desprecio personal.
Las quejas no son ataques al carácter sino tan sólo
la clara afirmación de que una determinada acción
resulta inaceptable. Las agresiones personales suelen provocar la
reacción defensiva y el atrincheramiento del marido, lo
cual sólo contribuye a aumentar la sensación de
frustración y a provocar la escalada de la violencia.
También puede ser de gran ayuda el que la esposa trate de
formular sus quejas en un contexto más amplio sin dejar de
expresar el amor que pueda sentir hacia su marido.

LAS «BUENAS PELEAS»

El periódico de hoy nos brinda una lección
objetiva sobre la forma más inadecuada de resolver los
conflictos que aquejan a los matrimonios. Marlene Lenick se
peleó con su esposo Michael porque él quería
ver el partido entre los Cowboys de Dallas y los Eagles de
Filadelfia, mientras que lo que ella quería era ver las
noticias. Cuando su marido se sentó en el sofá
dispuesto a ver el partido, la señora Lenick dijo que
«ya había tenido suficiente fútbol» y,
acto seguido, se dirigió al dormitorio, cogió un
revólver del calibre 38 y disparó dos veces sobre
su esposo. Como consecuencia de este incidente, Marlene ha sido
acusada de intento de homicidio con premeditación y puesta
en libertad bajo fianza de 50.000 dólares, mientras que el
señor Lenick, por su parte, tuvo suerte y sigue
recuperándose de las heridas de bala que rozaron su
abdomen y le atravesaron el omóplato izquierdo y el
cuello. Por suerte son pocas las disputas matrimoniales que
alcanzan este grado de virulencia pero nos brindan una
oportunidad excelente para revisar aquellas condiciones que
pueden infundir un mínimo de inteligencia emocional a la
relación matrimonial. Por ejemplo, las parejas más
estables expresan abiertamente sus puntos de vista cuando abordan
un tema, una actitud que también pone en juego la
capacidad de saber escuchar. Desde un punto de vista emocional,
cualquier muestra de empatía constituye una excelente
válvula de escape de la tensión puesto que lo que
generalmente busca un cónyuge dolido es que se tengan en
cuenta sus sentimientos.

Las parejas que acaban divorciándose suelen
mostrarse incapaces de encontrar argumentos que detengan la
escalada de la tensión. La diferencia existente entre las
parejas que mantienen una relación saludable y
aquéllas otras que terminan divorciándose radica en
la presencia o ausencia de vías que ayuden a disolver las
desavenencias conyugales. Las válvulas de seguridad que
impiden que una discusión desemboque en una
explosión de consecuencias irreversibles dependen de
acciones tan sencillas como atajar la discusión a tiempo
antes de que se desproporcione, la empatía y el control de
la tensión. Estas acciones constituyen una especie de
termostato emocional que impide que la expresión de los
sentimientos rebase el punto de ebullición y nuble la
capacidad de los miembros de la pareja para centrarse en el tema
que estén discutiendo.

Una estrategia global que puede contribuir al buen
funcionamiento del matrimonio consiste en no tratar de centrarse
de entrada en aquellos temas álgidos concretos que suelen
desencadenar las peleas matrimoniales (como, por ejemplo, el
cuidado de los niños, el sexo, el dinero y el trabajo
doméstico) sino, en cambio, tratar de cultivar juntos la
inteligencia emocional y así aumentar las posibilidades de
que las cosas discurran por cauces más sosegados. Existe
un abanico de competencias emocionales -la capacidad de
tranquilizarse a uno mismo (y de tranquilizar a la pareja), la
empatía y el saber escuchar- que facilitan el que la
pareja sea capaz de resolver más eficazmente sus
desacuerdos. El desarrollo de este tipo de habilidades hace
posible la existencia de discusiones sanas, de «buenas
peleas» que contribuyen a la maduración del
matrimonio y cortan de raíz las formas negativas de
relación que suelen conducir a su disgregación.
Pero los hábitos emocionales no pueden cambiarse de la
noche a la mañana, se trata de una labor que exige mucha
atención y perseverancia. Los cambios fundamentales que
puede experimentar una pareja están directamente
relacionados con la profundidad de su motivación. La mayor
parte de las reacciones emocionales que se presentan en el seno
del matrimonio comenzaron a modelarse desde nuestra más
tierna infancia, imbuidas por el aprendizaje que supuso la
relación entre nuestros padres y ejercitadas
posteriormente en nuestras relaciones más íntimas.
Por más que tratemos de convencernos de lo contrario,
todos llevamos la impronta de los hábitos emocionales
aprendidos en la relación que sostuvimos con nuestros
padres (como reaccionar desproporcionadamente ante agravios de
poca importancia o encerrarnos en nosotros mismos al menor signo
de enfrentamiento).

Tranquilizarse a uno mismo

En el núcleo de toda emoción intensa
subyace un impulso a la acción y por esto resulta
fundamental el dominio de los impulsos para el desarrollo de la
inteligencia emocional. No obstante, esto puede ser especialmente
difícil de llevar a la práctica en las relaciones
más próximas, donde uno se juega tanto. Las
reacciones que afloran en este ámbito afectan a nuestras
necesidades más profundas, como el deseo de sentirse amado
y respetado, el miedo a ser abandonado o la sensación de
ser rechazado emocionalmente. No deberíamos, pues,
asombramos demasiado de que, en una pelea matrimonial, solamos
comportarnos como si nuestra vida se hallara en
peligro.

Pero es imposible dar con la solución adecuada
cuando uno se halla bajo el influjo de un secuestro emocional.
Por esto una de las competencias clave consiste en que ambos
miembros de la pareja aprendan a calmar sus sentimientos
más angustiosos, lo cual supone el desarrollo de la
capacidad de recuperarse rápidamente del desbordamiento a
que aboca todo secuestro emocional. Durante un secuestro
emocional, las capacidades de escuchar, pensar y hablar con
claridad se ven claramente mermadas y es por ese mismo motivo por
lo que el hecho de tranquilizarse constituye un paso
absolutamente necesario sin el cual no puede existir el menor
progreso en la resolución del problema en
cuestión.

Aquellos matrimonios que estén interesados en
este punto pueden tratar de monitorizar su pulso carotídeo
-está a unos pocos centímetros por debajo del
lóbulo de la oreja y la mandíbula- cada cinco
minutos en el transcurso de una discusión (algo que
quienes practican algún tipo de ejercicio aeróbico
pueden hacer sin dificultad alguna). El número de latidos
que tienen lugar durante quince segundos multiplicado por cuatro
nos da el promedio de pulsaciones cardiacas por minuto. Este
control del pulso mientras uno trata de calmarse proporciona al
sujeto una especie de gráfico basal, cuyo aumento en unos
diez latidos por encima de la media constituye un claro indicador
de que está en peligro de experimentar un desbordamiento
emocional. En el caso de que el pulso sea incluso más
acelerado, la pareja debería descansar durante unos veinte
minutos antes de reanudar la charla (aunque una pausa de cinco
minutos tal vez bastara, el tiempo de recuperación
fisiológica suele ser más prolongado). Como hemos
visto en el capitulo 5, los residuos fisiológicos del
enfado actúan a modo de detonante capaz de generar
más enfado. Por esto, un descanso prolongado nos
proporciona más tiempo para que el cuerpo se recupere de
la excitación previa.

Aquellos matrimonios que, por la razón que fuere,
consideren embarazoso el hecho de monitorizar sus pulsaciones
cardíacas durante una discusión, pueden establecer,
al menor indicio de desbordamiento emocional por parte del otro,
algún tipo de acuerdo previo que les proporcione un tiempo
muerto. Durante este período de descanso, el enfriamiento
puede verse potenciado mediante la práctica de
algún tipo de relajación o de ejercicio
aeróbico (o cualquiera de los otros métodos que
hemos mencionado en el capítulo 5) que contribuyan a que
el cónyuge afectado se recupere del secuestro
emocional.

Desintoxicarse de la charla interna con uno
mismo

Si tenemos en cuenta que los pensamientos negativos
sobre nuestra pareja constituyen el desencadenante del
desbordamiento emocional, no nos resultará difícil
comprender el gran alivio que puede suponer que la mujer o el
marido afectados por este tipo de críticas las
exteriorice. Los pensamientos del tipo «no puedo soportar
más tiempo esta situación» o «no
merezco este trato» constituyen expresiones que responden
al modelo de víctima inocente o de justa
indignación. Como señala el terapeuta cognitivo
Aaron Beck, cuando el marido o la mujer, en lugar de limitarse a
sentirse heridos o enfadados, pueden darse cuenta de estos
pensamientos y hacerles frente, comienzan a liberarse de su
influjo. Pero, para ello, será necesario que primero
aprendan a dominar este tipo de pensamientos, a darse cuenta de
que no tienen por qué creer en ellos y a hacer el esfuerzo
deliberado de buscar argumentos o perspectivas que permitan
cuestionarlos. Una esposa, por ejemplo, que, en medio de una
discusión, piensa «no tiene en cuenta mis
necesidades» o «sólo piensa en sí
mismo», puede afrontar este tipo de pensamientos recordando
las múltiples ocasiones en que su marido se ha mostrado
amable con ella.

Esto le permitirá reencuadrarlos y
relativizarlos: «aunque lo que ha hecho me parece absurdo y
me ha molestado, otras veces, en cambio ha demostrado claramente
que se preocupa por mí». La primera
formulación sólo aboca a sentirse más dolido
e irritado mientras que la segunda, en cambio, deja abierta la
posibilidad de que se produzca una transformación y una
resolución positiva.

Escuchar y hablar de un modo no
defensivo

Él:¡Estás
gritando!

Ella: Es cierto, estoy gritando. Pero tú no
has oído ni una sola palabra de lo que he dicho. Tú
no me escuchas.

El hecho de saber escuchar constituye una habilidad que
contribuye a mantener unida a la pareja. Aun en medio de una
acalorada discusión, cuando tanto la mujer como el marido
son presa de un secuestro emocional, él, ella o, en
ocasiones, ambos a la vez, podrían reconducir la
situación tratando de serenarse y respondiendo
positivamente a cualquier intento conciliador. No obstante, las
parejas que acaban divorciándose suelen dejarse arrastrar
por la ira, se aferran a los pormenores del problema inmediato y
se muestran incapaces de escuchar -por no hablar de responder
positivamente- cualquier oferta de paz implícita en las
palabras de su pareja. La actitud defensiva se manifiesta en la
forma en que el sujeto ignora o rechaza las quejas del otro,
reaccionando como si se tratara de un ataque en lugar de un
intento de arreglar las cosas. También es cierto que, a
veces, los argumentos aducidos por el otro miembro de la pareja
pueden adoptar la forma de un ataque o expresarse con tal carga
de negatividad que difícilmente podrían tomarse de
otro modo.

Pero, aun en el peor de los casos, siempre cabe la
posibilidad de que la pareja reconsidere conscientemente lo que
se han dicho el uno al otro, tratando de obviar los contenidos
más hostiles o negativos del intercambio -el tono, los
insultos y las críticas mordaces-, tratando de extraer sus
aspectos más relevantes.

Pero, para poder afrontar este reto, cada miembro de la
pareja deberá tener presente que la negatividad manifiesta
de su compañero constituye una declaración
tácita de la importancia que reviste el tema para
él o, dicho de otro modo, constituye una demanda de
atención. Así, en el caso de que ella gritase:
« ¿no vas a dejar de interrumpirme?»,
él, por ejemplo, podría responder sin reaccionar a
su hostilidad diciendo: «muy bien. Continúa y di
todo lo que tengas que decir».

La empatía -que consiste en escuchar los
sentimientos reales subyacentes al mensaje verbal- es el modo
más eficaz de escuchar sin adoptar una actitud defensiva.
Como vimos en el capitulo 7, para que cada miembro de la pareja
sea capaz de empatizar realmente con el otro es imprescindible
que aprenda a sosegar sus reacciones emocionales hasta volverse
lo bastante sensible a sus propias respuestas fisiológicas
como para poder captar con fidelidad los sentimientos de su
pareja. Sin esta receptividad fisiológica no
existirá la menor posibilidad de captar los sentimientos
del otro. La empatía desaparece en el mismo momento en que
nuestros sentimientos son tan poderosos como para anular todo lo
demás y no dejar abierta la menor posibilidad de
sintonizar con el otro.

Existe un método muy eficaz, utilizado con
frecuencia en la terapia matrimonial, que se denomina
«reflejar» y que permite establecer una escucha
emocionalmente adecuada. Cuando un miembro de la pareja expresa
una demanda, el otro debe reformularla en sus propias palabras,
tratando de expresar no sólo los pensamientos sino
también los sentimientos subyacentes
implicados.

Luego, este reflejo debe ser contrastado para asegurarse
de que es adecuado y, en caso contrario, repetirlo de nuevo hasta
conseguirlo. No obstante, hay que decir que este ejercicio no es
tan sencillo como parece a simple vista. El hecho de sentirse
adecuadamente reflejado no sólo proporciona la
sensación de que uno está siendo comprendido sino
que también conlleva necesariamente una cierta
armonía emocional que a veces basta para desmantelar un
ataque inminente y terminar con la escalada de la violencia que
puede conducir a un enfrentamiento abierto.

El arte de hablar de forma no defensiva consiste en la
capacidad de ceñirse a una queja concreta sin terminar
desembocando en un ataque personal. El psicólogo Haim
Ginott, el pionero de los programas de comunicación
eficaz, afirma que la mejor forma de expresar una demanda
responde al modelo «XYZ», es decir,
«cuando dices X me haces sentir Y, pero me habría
gustado sentirme Z». Por ejemplo: «cuando no me
llamaste por teléfono y no me avisaste de que
llegarías tarde a nuestra cita para cenar me sentí
despreciada y enfadada. Me habría gustado que me
advirtieras de tu retraso»,
en lugar del habitual
«eres un desconsiderado y un
egoísta
». En resumen, pues, la
comunicación abierta no supone un desafío, una
amenaza ni un insulto, y tampoco deja lugar para ninguna de las
innumerables manifestaciones de una actitud defensiva, como las
excusas, la evitación de responsabilidades, los
contraataques destructivos, etcétera. En este caso la
empatía vuelve a revelarse como un instrumento sumamente
eficaz.

Cabe añadir, por último, que el
respeto y el amor no sólo pueden despejar la
hostilidad del seno del matrimonio, sino también de todos
los demás ámbitos de nuestra vida. Un modo muy
eficaz de disminuir la tensión que provoca una pelea es
permitir que el otro miembro de la pareja sepa que somos capaces
de comprender su punto de vista y aceptar su posible validez,
aunque no coincida plenamente con el nuestro. Otra posibilidad
consiste en tratar de asumir nuestra parte de responsabilidad o
incluso disculpamos si reconocemos que nos hemos equivocado. En
el peor de los casos, esta confirmación significa que uno
comprende lo que se le está diciendo y tiene en cuenta las
emociones implicadas («me doy cuenta de que estás
alterada») aunque no esté de acuerdo con su
motivación. En cambio, en otras ocasiones, por ejemplo,
cuando no hay ninguna pelea en juego la confirmación puede
adoptar la forma de un elogio, tratando de destacar y alabar
explícitamente alguna cualidad del otro. Este tipo de
comunicación no sólo contribuye a crear una
relación de pareja más sosegada, sino que
también permite ir acumulando un capital emocional de
sentimientos positivos.

La práctica

Para que estas estrategias demuestren su utilidad en los
momentos emocionalmente más críticos, deben estar
suficientemente grabadas. El hecho es que nuestro cerebro
emocional reacciona de manera automática con aquellas
respuestas emocionales que hemos aprendido a lo largo de toda
nuestra vida en los repetidos momentos de enfado y de sufrimiento
emocional, de tal modo que éstas terminan dominando todo
nuestro panorama mental. La memoria y la reactividad están
muy estrechamente ligadas a las emociones y es por esto por lo
que en estos momentos resulta más difícil evocar
respuestas asociadas a las situaciones de calma. Así pues,
si no nos familiarizamos y entrenamos en dar respuestas
emocionales más positivas, nos resultará sumamente
difícil poder llegar a evocarlas cuando estemos
alterados.

Por el contrario, el adiestramiento en este tipo de
respuestas hasta hacerlas automáticas nos
proporcionará la oportunidad de recurrir a ellas en medio
de una crisis emocional. Por esta razón. si queremos que
las estrategias recién citadas se conviertan en respuestas
espontáneas (o al menos en respuestas que no tarden
demasiado en producirse) y lleguen a formar parte de nuestro
repertorio emocional, deberemos ensayarlas y practicarlas
tanto en los momentos más tranquilos como en medio de la
más acalorada discusión. Todos éstos son,
pues, pequeños remedios que contribuyen a forjar nuestra
inteligencia emocional, antídotos, en fin, contra la
desintegración matrimonial.

10. EJECUTIVOS CON
CORAZÓN

Melburn McBroom era un jefe autoritario y dominante que
tenía atemorizados a todos sus subordinados, un hecho que
tal vez no hubiera tenido mayor trascendencia si su trabajo se
hubiera desempeñado en una oficina o en una
fábrica. Pero el caso es que McBroom era piloto de
avión.

Un día de 1978, su avión se estaba
aproximando al aeropuerto de Portland, Oregón, cuando de
pronto se dio cuenta de que tenía problemas con el tren de
aterrizaje. Ante aquella situación, McBroom comenzó
a dar vueltas en torno a la pista de aterrizaje, perdiendo un
tiempo precioso mientras trataba de solucionar el
problema.

Tanto se obsesionó que consumió toda la
gasolina del depósito mientras los copilotos, temerosos de
su ira, permanecían en silencio hasta el último
momento. Finalmente el avión terminó
estrellándose y en el accidente perecieron diez
personas.

Hoy en día, la historia de este accidente
constituye uno de los ejemplos que se estudia en los programas de
entrenamiento de los pilotos de aviación." La causa del
80% de los accidentes de aviación radica en errores del
piloto, errores que, en muchos de los casos, podrían
haberse evitado si la tripulación hubiera trabajado en
equipo. En la actualidad, el adiestramiento de los pilotos de
aviación no sólo gira en torno a la competencia
técnica sino que también presta atención a
los rudimentos mismos de la inteligencia social (la
importancia del trabajo en equipo, la apertura de vías de
comunicación, la colaboración, la escucha y el
diálogo interno con uno mismo
).

La cabina de un avión constituye un microcosmos
de cualquier tipo de organización laboral. Pero, aunque no
dispongamos de la evidencia dramática que supone un
accidente de aviación, no deberíamos pensar que una
moral mezquina, unos trabajadores atemorizados, un jefe
tiránico y, en suma, cualquiera de las muchas posibles
combinaciones de deficiencias emocionales en el puesto de
trabajo, carezca de consecuencias destructivas. En realidad, los
costes de esta situación se traducen en un descenso de la
productividad, un aumento de los accidentes laborales, omisiones
y errores que no llegan a tener consecuencias mortales y el
éxodo de los empleados a otros entornos laborales
más agradables. Este es, a fin de cuentas, el precio
inevitable que hay que pagar por un bajo nivel de inteligencia
emocional en el mundo laboral, un precio que puede terminar
conduciendo a la quiebra de la empresa.

El hecho de que la falta de inteligencia emocional tiene
un coste es una idea relativamente nueva en el mundo laboral, una
idea que algunos empresarios sólo aceptan con muchas
reservas.

Un estudio realizado sobre doscientos cincuenta
ejecutivos descubrió que la mayoría de ellos
sentía que su trabajo exigía «la
participación de su cabeza pero no de su
corazón
». Muchos de estos ejecutivos
manifestaron su temor a que la empatía y la
compasión por sus compañeros de trabajo
interfirieran con los objetivos de la empresa. Uno de ellos
llegó incluso a decir que consideraba absurda la idea
misma de tener en cuenta los sentimientos de sus subordinados
porque, a su juicio, «es imposible relacionarse con la
gente
». Otros se disculparon diciendo que, si no
permanecieran emocionalmente distantes, serían incapaces
de asumir las «duras» decisiones propias del mundo
empresarial, aunque lo cierto es que les gustaría poder
tomar esas decisiones de una manera más humana. Ese
estudio se realizó en los años setenta, una
época en la que el ambiente del mundo empresarial era muy
distinto del actual. En mi opinión, estas actitudes, hoy
en día, están pasadas de moda y se está
abriendo paso una nueva realidad que sitúa a la
inteligencia emocional en el lugar que le corresponde dentro del
mundo empresarial. Como me dijo Shoshona Zuboff, psicóloga
de la Harvard Business School, «en este siglo las
empresas han experimentado una verdadera revolución, una
revolución que ha transformado correlativamente nuestro
paisaje emocional. Hubo un largo tiempo durante el cual la
empresa premiaba al jefe manipulador, al luchador que se
movía en el mundo laboral como si se hallara en la selva.
Pero, en los años ochenta, esta rígida
jerarquía comenzó a descomponerse bajo las
presiones de la globalización y de las tecnologías
de la información. La lucha en la selva representa el
pasado de la vida corporativa, mientras que el futuro está
simbolizado por la persona experta en las habilidades
interpersonales
».

Algunas de las razones de esta situación son bien
patentes, imaginemos, si no, las consecuencias de un equipo de
trabajo en el que alguien fuera incapaz de reprimir una
explosión de cólera o que careciera de la
sensibilidad necesaria para captar lo que siente la gente que le
rodea. Todos los efectos nefastos de la alteración sobre
el pensamiento que hemos mencionado en el capitulo 6 operan
también en el mundo laboral. Cuando la gente se encuentra
emocionalmente tensa no puede recordar, atender, aprender ni
tomar decisiones con claridad. Como dijo un empresario: «el
estrés estupidiza a la gente».

Imaginemos, por otra parte, los efectos beneficiosos del
dominio de las habilidades emocionales fundamentales (ser capaces
de sintonizar con los sentimientos de las personas que nos
rodean, poder manejar los desacuerdos antes de que se conviertan
en abismos insalvables, tener la capacidad de entrar en el estado
de «flujo» mientras trabajamos,
etcétera). El liderazgo no tiene que ver con el control de
los demás sino con el arte de persuadirles para colaborar
en la construcción de un objetivo común. Y, en lo
que respecta a nuestro propio mundo interior, nada hay más
esencial que poder reconocer nuestros sentimientos más
profundos y saber lo que tenemos que hacer para estar más
satisfechos con nuestro trabajo.

Existen otras razones menos evidentes que reflejan los
importantes cambios que están aconteciendo en el mundo
empresarial y que contribuyen a situar las aptitudes emocionales
en un lugar preponderante. Permítanme ahora destacar tres
facetas diferentes de la inteligencia emocional: la capacidad de
expresar las quejas en forma de críticas positivas, la
creación de un clima que valore la diversidad y no la
convierta en una fuente de fricción y el hecho de saber
establecer redes eficaces.

LA CRITICA ES NUESTRO PRIMER
QUEHACER

Él era un maduro ingeniero que dirigía un
proyecto de desarrollo de software y que estaba presentando al
vicepresidente de desarrollo de producto de la
compañía el resultado de meses de trabajo logrado
por su equipo. Con él se hallaban el hombre y la mujer con
los que había trabajado codo con codo durante tantas
semanas, orgullosos de presentar al fin el fruto de su
labor.

Pero cuando el ingeniero hubo terminado su
presentación, el vicepresidente le espetó
irónicamente: «¿Cuánto tiempo hace que
han terminado la carrera? Sus especificaciones son
ridículas. Ni siquiera vale la pena echarles un
vistazo».

Después de eso, el ingeniero, completamente
abatido, permaneció sentado y en silencio el resto de la
reunión. Sus dos acompañantes hicieron entonces un
alegato -ciertamente algo hostil- sin orden ni concierto en
defensa de su proyecto. Finalmente, el vicepresidente
recibió una llamada telefónica que puso fin
bruscamente a la reunión, dejando un poso de amargura e
ira.

Durante las dos semanas siguientes el ingeniero estuvo
obsesionado por los comentarios del vicepresidente. Desalentado y
deprimido, estaba convencido de que nunca más se le
asignaría ningún proyecto de importancia y, aunque
estaba contento con su trabajo, llegó a pensar incluso en
abandonar la compañía.

Finalmente fue a visitar al vicepresidente y le
habló de la reunión, de sus críticas y de su
desánimo. Fue entonces cuando le preguntó:
«Estoy algo confundido con lo que usted trataba de hacer.
No comprendo cuáles eran sus intenciones. ¿Le
importaría decirme qué era lo que
pretendía?»

El vicepresidente se quedó perplejo, pues no
tenía la menor idea de que sus observaciones hubieran
tenido un efecto tan devastador. De hecho, en modo alguno
había desestimado el proyecto sino que, por el contrario,
opinaba que era prometedor, pero que todavía debía
seguir perfeccionándose. Y lo que menos había
pretendido era herir los sentimientos de nadie. Luego,
tardíamente, pidió perdón por lo
ocurrido.

Éste, en realidad, es un problema de
feedback, un problema de dar la
información exacta necesaria para que la otra persona siga
por un determinado camino. El feedback, en su sentido
original en la teoría de sistemas, implica el intercambio
de datos sobre cómo está funcionando una parte de
un sistema, con la comprensión de que todas las partes
están interrelacionadas, de modo que la
transformación de una parte puede terminar afectando a la
totalidad. En una empresa, todo el mundo forma parte del sistema,
y el feedback es el alma de la organización, el
intercambio de información que permite que la gente sepa
si está haciendo bien su trabajo o si, por el contrario,
debe mejorarlo, efectuar algunos cambios o reorientarlo por
completo. Sin feedback la gente permanece en la
oscuridad y no tiene la menor idea de la forma en que debe
relacionarse con su jefe o con sus compañeros, lo que se
espera de ellos y qué problemas empeorarán a medida
que pase el tiempo.

En cierto sentido, la crítica es una de las
funciones más importantes de un jefe aunque es
también una de las más temidas y soslayadas. Como
ocurría con el sarcástico vicepresidente del
ejemplo con el que comenzábamos esta sección, los
jefes no suelen ser especialmente diestros en el arte crucial del
feedback. Y esta deficiencia tiene un coste realmente
extraordinario porque, del mismo modo que la salud emocional de
una pareja depende de la forma en que expresen sus quejas, la
eficacia, la satisfacción y la productividad de la empresa
dependen también de la forma en que se hable de los
problemas que se presenten. En realidad, la forma en que se
expresan y se reciben las críticas constituye un elemento
determinante en la satisfacción del trabajador con su
cometido, con sus compañeros y con sus
superiores.

La peor forma de motivar a
alguien

Las vicisitudes emocionales que operan en el seno del
matrimonio también lo hacen en el mundo laboral, donde
asumen formas similares. En ambos casos, las críticas
suelen expresarse en forma de quejas personales más que
como quejas sobre las que se puede actuar, en forma de
acusaciones personales cargadas de disgusto, sarcasmo y desprecio
y, en consecuencia, también dan lugar a reacciones de
defensa, de declinación de la responsabilidad y finalmente
al pasotismo o a la amarga resistencia pasiva que provoca el
hecho de sentirse maltratado. De hecho, como nos dijo un
ejecutivo, una de las formas más comunes de
crítica destructiva consiste en una
afirmación generalizada y universal -como, por
ejemplo: «¡tú lo confundes todo!»,
expresada en un tono duro, sarcástico y enojado- que no
propone una forma mejor de hacer las cosas ni tampoco deja
abierta la menor posibilidad de respuesta. Este tipo de
afirmación, en suma, despierta los sentimientos de
impotencia y de enojo. Desde el punto de vista de la inteligencia
emocional, estas críticas manifiestan una flagrante
ignorancia de los sentimientos que puede llegar a tener un efecto
devastador en la motivación, la energía y la
confianza de quien las recibe.

Esta dinámica destructiva quedó clara en
una investigación en la que se pidió a una serie de
ejecutivos que recordaran algún momento en el que una
amonestación a sus subordinados hubiera terminado
convirtiéndose en un ataque personal. El hecho es que
estos ataques tienen efectos muy similares a los que ocurren en
el seno del matrimonio puesto que, la mayor parte de las veces,
los empleados que los recibieron reaccionaron poniéndose a
la defensiva, disculpándose, eludiendo la responsabilidad
o cerrándose completamente en banda (que no es sino una
forma de tratar de evitar todo contacto con la persona que le
está regañando). No cabe la menor duda de que, si
se les hubiera sometido al mismo tipo de microscopio emocional
que John Gottman utilizó con las parejas casadas, se
habrían descubierto en aquellos atribulados empleados los
mismos pensamientos de víctima inocente o de justa
indignación propios de los maridos o esposas que se
sentían injustamente atacados y lo mismo habría
ocurrido si se hubieran medido sus reacciones
fisiológicas. Y esta respuesta pone en marcha un ciclo
que, en el mundo empresarial, suele abocar al equivalente laboral
del divorcio: la renuncia al trabajo o el despido.

En un estudio realizado sobre 108 jefes y trabajadores
de cuello blanco, las críticas inadecuadas estaban por
delante de la desconfianza, los problemas personales y las luchas
por el poder y el salario como uno de los principales motivos de
conflicto en el mundo laboral.

Un experimento llevado a cabo en el Rensselaer
Polytechnic Institute demostró claramente el efecto
pernicioso de la crítica mordaz sobre las relaciones
laborales. El experimento consistía en elaborar un anuncio
para un nuevo champú, una tarea que fue encomendada a un
grupo de voluntarios. Otro voluntario (confabulado con los
experimentadores) era el encargado de valorar -mediante dos tipos
de críticas predeterminadas- los anuncios que se
proponían. Una de las críticas era considerada y
concreta, pero la otra incluía acusaciones sobre supuestas
deficiencias innatas de la persona (con comentarios tales como
«no merece la pena que vuelvas a intentarlo. No puedes
hacer nada bien
» o «tal vez sea falta de
talento. Se lo pediré a otro
»).

Comprensiblemente, quienes se sentían atacados se
ponían a la defensiva, se enojaban y rehusaban colaborar
en futuros proyectos con la persona que les había
criticado. Muchos dijeron que no volverían a relacionarse
con ella; en otras palabras, se cerraron completamente a ellos.
Este tipo de crítica resultaba tan desalentador que,
quienes la recibían, abandonaban toda nueva tentativa y
-tal vez lo más perjudicial- afirmaban sentirse incapaces
de hacer las cosas bien. El ataque personal, en suma, tiene un
efecto devastador sobre el estado de ánimo.

La mayor parte de los ejecutivos son muy proclives a la
crítica y muy comedidos, en cambio, con las alabanzas,
dejando así que sus subordinados sólo reciban un
feedback cuando han cometido un error. Esto es lo que
suele ocurrir en el caso de los ejecutivos que permanecen sin dar
ningún tipo de feedback durante largos
períodos de tiempo. «Casi todos los problemas de
rendimiento de los trabajadores no aparecen súbitamente
sino que van desarrollándose a lo largo del tiempo»,
señala J.R. Larson, un psicólogo de la Universidad
de Illinois (Urbana), quien luego prosigue diciendo: «si
un jefe no expresa prontamente sus sentimientos, su
frustración irá lentamente en aumento hasta que, el
día más inesperado, estalle de golpe. Si, por el
contrario, manifiesta sus críticas, el empleado
tendrá, al menos, la posibilidad de corregir el problema.
Con demasiada frecuencia, la gente sólo expresa sus
críticas cuando las cosas han llegado ya a un punto
extremo; en otras palabras, cuando están demasiado
enfadados como para poder controlar lo que dicen. Y lo que ocurre
entonces es que las críticas se vierten del peor modo
posible, con un tono de amargo sarcasmo, sacando a la luz la
larga lista de agravios que han ido acumulando, agrediendo con
ella a sus empleados. Pero este tipo de ataques no hace
más que desencadenar una guerra, porque quien los recibe
se siente agredido y termina enojándose. Esta es, en
resumen, la peor forma de motivar a
alguien
».

La estrategia adecuada

Veamos ahora una posible alternativa a la
situación que acabamos de describir, porque la
crítica adecuada puede ser una de las herramientas
más poderosas con las que cuenta un jefe. Por ejemplo, el
despectivo vicepresidente del que hablábamos al comienzo
de este capítulo podría haber dicho -pero no dijo-
al ingeniero de software algo así como: «el
principal problema con el que nos encontramos en este estadio es
que su plan requiere mucho tiempo, lo cual encarecería
demasiado los costes. Me gustaría que pensara más
en su propuesta, especialmente en los detalles concretos del
software, para ver si puede encontrar una forma de hacer el mismo
trabajo más rápidamente
». Este mensaje
hubiera tenido un efecto completamente opuesto al de la
crítica destructiva puesto que, en lugar de generar
impotencia, rabia y desaliento, habría alimentado la
esperanza de hacerlo mejor y también habría
sugerido el modo más adecuado de acometer esta
actividad.

Las críticas adecuadas no se ocupan tanto de
atribuir los errores a un rasgo de carácter como de
centrarse en lo que la persona ha hecho y puede hacer. Como
observa Larson: «los ataques al carácter
-llamarle a alguien estúpido o incompetente, por ejemplo-
yerran por completo el objetivo. Así, lo único que
se consigue es poner inmediatamente a la otra persona a la
defensiva, con lo cual deja de estar receptivo a sus
recomendaciones sobre la forma de mejorar la
situación
». Este consejo, obviamente, es
también aplicable a la expresión de las quejas en
el seno del matrimonio.

Y, en términos de motivación, cuando las
personas consideran que sus fracasos se deben a alguna carencia
innata, pierden toda esperanza de transformar las cosas y dejan
de intentar cambiarlas.

Recordemos que la creencia básica que conduce
al optimismo es que los contratiempos y los fracasos se deben a
las circunstancias y que siempre podremos hacer algo para cambiar
éstas.

Harry Levinson, un antiguo psicoanalista que se ha
pasado al campo empresarial, da los siguientes consejos sobre el
arte de la crítica (que curiosamente también
están inextricablemente ligados al arte del
elogio):

«Sea concreto. Concéntrese en
algún incidente significativo, en algún
acontecimiento que ilustre un problema clave que deba cambiar o
en alguna pauta deficiente (como, por ejemplo, la incapacidad de
realizar adecuadamente determinados aspectos de un trabajo).
Saber que uno está haciendo «algo» mal sin
saber de qué se trata concretamente resulta sumamente
descorazonador. Limitese a lo concreto, señalando
también lo que la persona hace bien, lo que no hace tan
bien y cómo podría cambiarlo. No vaya con rodeos y
evite las ambigüedades y las evasivas porque eso
podría enmascarar el mensaje real
.» (Esto,
evidentemente, se asemeja mucho al consejo que suele darse a las
parejas a la hora de expresar sus quejas: diga exactamente
cuál es el problema, lo que está equivocado,
cómo le hace sentir y qué es lo que podría
cambiarse.)

«La concreción -señala
Levinson- es tan importante para los elogios como para las
criticas. Con ello no quiero decir que los elogios difusos no
tengan efecto sobre el estado de ánimo y que no se pueda
aprender de ellos
.». Ofrezca soluciones. La
crítica, como todo feedback útil,
debería apuntar a una forma de resolver el
problema
. De otro modo, el receptor puede quedar frustrado,
desmoralizado o desmotivado. La crítica puede abrir la
puerta a posibilidades y alternativas que la persona ignoraba o
simplemente sensibilizaría a ciertas deficiencias que
requieren atención pero, en cualquier caso, debe incluir
sugerencias sobre la forma más adecuada de afrontar estos
problemas.

Permanezca presente. Las críticas, al igual que
las alabanzas, son más eficaces cara a cara y en privado.
Es muy probable que las personas a quienes no les agrada criticar
-ni alabar- tiendan a hacerlo a distancia pero, de ese modo, la
comunicación resulta demasiado impersonal y escamotea al
receptor la oportunidad de responder o de solicitar alguna
aclaración.

Permanezca sensible. Esta es una llamada a la
empatía, a tratar de sintonizar con el impacto que
tienen sus palabras y su forma de expresión sobre el
receptor. Según Levinson, los ejecutivos poco
empáticos tienden a dar feedbacks demasiado
hirientes y humillantes. Pero el efecto de este tipo de
críticas resulta destructivo porque, en lugar de abrir un
camino para mejorar las cosas, despierta la respuesta emocional
del resentimiento, la amargura, las actitudes defensivas y el
distanciamiento.

Levinson también ofrece algunas recomendaciones
emocionales para quienes se encuentran en el polo receptivo de la
crítica. Una de ellas consiste en considerar a la
crítica no como un ataque personal sino como una
información sumamente valiosa para mejorar las cosas. Otra
consiste en darse cuenta de que uno responde de manera defensiva
en lugar de asumir la responsabilidad. Y, si esto le resulta
demasiado difícil, puede ser útil pedir un tiempo
para tranquilizarse y asimilar el mensaje antes de proseguir.
Finalmente, Levinson recomienda considerar las críticas
como una oportunidad para trabajar junto a la persona que critica
y resolver el problema en lugar de tomarlo como un enfrentamiento
personal. Todos estos sabios consejos, obviamente, constituyen
también sugerencias muy adecuadas para que las parejas
casadas traten de expresar sus quejas sin dañar a la
relación. No debemos olvidar que lo que resulta
válido en el mundo del matrimonio también es
aplicable al mundo laboral.

ACEPTAR LA DIVERSIDAD

Sylvia Skeeter, ex-capitán del ejército de
unos treinta años de edad, era gerente de un restaurante
Denny"s en Columbia (Carolina del Sur). Una tranquila noche, un
grupo de clientes negros -un ministro presbiteriano, un pastor y
dos cantantes de gospel- entraron y se sentaron dispuestos a
cenar mientras las camareras les ignoraban. «Las camareras
-recordaba Skeeter- comenzaron entonces a hablar, con las manos
en las caderas, como si las personas que acababan de sentarse a
un par de metros no existieran».

Skeeter, indignada, se enfrentó entonces a las
camareras y se quejó al director, quien se encogió
de hombros respondiendo: «así es como han sido
educadas y no hay nada que yo pueda hacer por cambiar las
cosas». Skeeter, que era negra, renunció entonces a
su trabajo.

Si se hubiera tratado de un incidente aislado esta
situación hubiera podido pasar completamente inadvertida.
Pero el hecho es que Sylvia Skeeter fue una de las muchas
personas que fueron llamadas a declarar como testigo en un juicio
por prejuicios raciales seguido contra la cadena Denny"s cuyo
veredicto final les obligó a pagar 54 millones de
dólares en concepto de indemnización a los miles de
clientes negros que habían sufrido este tipo de
vejaciones.

Entre los muchos demandantes se encontraban siete
agentes afroamericanos del servicio secreto que, en un viaje que
hicieron como agentes de seguridad del presidente Clinton cuando
éste visitó la Academia Naval de Annapolis,
tuvieron que esperar cerca de una hora su desayuno mientras sus
colegas de la mesa de al lado eran servidos al momento. Otra de
las demandantes fue una mujer negra paralítica de Tampa
(Florida), quien permaneció esperando en su silla de
ruedas durante un par de horas a que le sirvieran el postre
después de una cena de fin de curso. A lo largo del juicio
seguido por esta manifiesta discriminación, quedó
demostrado que el origen del problema radicaba en la creencia
-especialmente al nivel de los gerentes del distrito y de las
distintas secciones- de que los clientes negros eran malos para
el negocio.

Hoy en día, como resultado de la condena y de la
publicidad que ha rodeado a todo el caso, la cadena Denny"s
está tratando de compensar su anterior
discriminación hacia la comunidad negra.

Y todos los empleados, especialmente los jefes,
están obligados a asistir a sesiones de formación
en las que se consideran las ventajas de una clientela
multirracial.

Este tipo de seminarios se ha convertido en moneda
corriente en el seno de multitud de empresas de todos los Estados
Unidos y cada vez resulta más claro que, aunque la gente
tenga prejuicios, debe aprender a actuar como si no los tuviera.
Y los motivos de esta actitud no son tan sólo de tipo
humano sino también pragmáticos. Uno de ellos es el
nuevo rostro que está asumiendo la fuerza laboral
dominante, en donde los varones blancos están
convirtiéndose en una franca minoría. Un estudio
realizado en varios cientos de empresas norteamericanas ha puesto
de relieve que más del 75% de la nueva fuerza del trabajo
no es de raza blanca, un auténtico cambio
demográfico que tiene también su reflejo en el
mundo del consumo. Otra de las razones es la creciente necesidad
de las empresas multinacionales de empleados que no sólo
dejen de lado todo prejuicio y respeten a la gente de diferentes
culturas (y mercados) sino que también tengan en cuenta
las ventajas competitivas que conlleva esta actitud. Un tercer
motivo es el fruto potencial de la diversidad, en términos
de mayor creatividad colectiva y energía
empresarial.

Todo esto significa que la cultura de la empresa debe
fomentar la tolerancia aun en el caso de que persistan los
prejuicios individuales. Pero ¿cómo puede hacer
esto una empresa? Lo cierto es que los cursos de un día,
el pase de un vídeo o los cursillos de
«entrenamiento en la diversidad» de fin de semana no
parecen servir para eliminar realmente los prejuicios de quienes
asisten a ellos, ya sea de los blancos contra los negros, de los
negros contra los asiáticos o de los asiáticos
contra los hispanos. De hecho, el efecto de ciertos cursos
inadecuados de entrenamiento en la diversidad -aquéllos
que prometen demasiado y despiertan falsas esperanzas o que
simplemente fomentan la atmósfera de confrontación
en lugar de alentar la comprensión- puede ser precisamente
el contrario del deseado al llamar la atención sobre las
diferencias y fomentar de ese modo las tensiones que dividen a
los grupos en el puesto de trabajo. La comprensión de las
posibilidades de que uno dispone ayuda a comprender la naturaleza
del prejuicio mismo.

Las raices del prejuicio

El doctor Vamik Volkan es un psiquiatra de la
Universidad de Virginia que todavía recuerda su infancia
en el seno de una familia turca de la isla de Chipre, amargamente
dividida entre dos comunidades, la griega y la turca. Cuando era
niño. el doctor Volkan oyó rumores de que cada uno
de los nudos del cinturón del sacerdote griego de la
localidad representaba a niños turcos que había
estrangulado con sus propias manos y todavía recuerda el
tono de consternación con el que le contaron la forma en
que sus vecinos griegos comían cerdo, una carne
considerada impura por la cultura turca. Hoy en día, como
estudioso de los conflictos étnicos, Volkan ilustra con
sus recuerdos infantiles la forma en que los odios y los
prejuicios intergrupales se perpetúan de generación
en generación. En ocasiones, especialmente en aquellos
casos en los que exista una larga historia de enemistad, la
fidelidad al propio grupo exige el precio psicológico de
la hostilidad hacía otro grupo.

El aprendizaje del componente emocional de los
prejuicios tiene lugar a una edad tan temprana que hasta quienes
comprenden que se trata de un error tienen dificultades para
erradicarlo por completo. Según afirma Thomas Pettigrew,
un psicólogo social de la Universidad de California en
Santa Cruz que se ha dedicado durante varias décadas al
estudio de los prejuicios: «las emociones propias de
los prejuicios se consolidan durante la infancia mientras que las
creencias que los justifican se aprenden muy posteriormente. Si
usted quiere abandonar sus prejuicios advertirá que le
resulta mucho más fácil cambiar sus creencias
intelectuales al respecto que transformar sus sentimientos
más profundos. No son pocos los sureños que me han
confesado que, aunque sus mentes ya no sigan alimentando el odio
en contra de los negros, no por ello dejan de experimentar una
cierta repugnancia cuando estrechan sus manos. Los sentimientos
son un residuo del aprendizaje al que fueron sometidos siendo
niños en el seno de sus familias
».

El poder de los estereotipos sobre los que se asientan
los prejuicios procede de la misma dinámica mental que los
convierte en una especie de profecía autocumplida. En este
sentido, las personas recuerdan más fácilmente los
ejemplos que confirman un estereotipo que aquéllos otros
que tienden a refutarlo. Por esto cuando en una fiesta, por
ejemplo, nos presentan a un inglés abierto y cordial -un
hecho que desmiente el estereotipo del británico
frío y reservado- la gente suele decirse a sí misma
que es una excepción o que «ha estado
bebiendo».

La persistencia de los prejuicios sutiles puede explicar
el hecho por el cual, aunque durante los últimos cuarenta
años la actitud de los norteamericanos blancos hacia los
negros haya sido cada vez más tolerante y las personas
repudien cada vez mas abiertamente las actitudes racistas,
todavía siguen subsistiendo formas encubiertas y sutiles
de prejuicio. Cuando a este tipo de personas se les pregunta por
el motivo de su conducta afirman no tener prejuicios, pero lo
cierto es que, digan lo que digan, en situaciones ambiguas siguen
comportándose de un modo racista.

Éste es el caso, por ejemplo, del jefe que cree
no tener prejuicios pero que se niega a contratar a un trabajador
negro -no por motivos racistas, en su opinión, sino porque
su educación y su experiencia «no son idóneas
para el trabajo»-, pero que no tiene los mismos remilgos a
la hora de contratar a un blanco que posea la misma
formación. O también puede asumir la forma de
colaborar con un vendedor blanco y negarse a hacer lo mismo con
un vendedor de origen negro o hispano.

Ninguna tolerancia hacia la
intolerancia

Pero, si bien los prejuicios largamente sostenidos no
pueden ser desarraigados con facilidad, sí que es posible,
no obstante, hacer algo distinto con ellos. En el caso de
Denny"s, por ejemplo, hubiera tenido que amonestarse a las
camareras o a los directores de sección que se dedicaban a
discriminar a los negros. Pero, en lugar de eso, algunos jefes
parecen haberles alentado, al menos tácitamente, a ejercer
la discriminación (porque algunas de las políticas
seguidas por la empresa -como exigir que los clientes negros
pagaran por anticipado o negarse a enviar felicitaciones de
cumpleaños a sus clientes negros, por ejemplo- eran
abiertamente racistas). Como dijo John P. Relman, el abogado que
presentó la demanda contra Denny"s en nombre de los
agentes negros del servicio secreto: «el equipo directivo
de Denny"s no quiso darse cuenta de lo que el personal estaba
haciendo. Debe haber habido algún mensaje que
permitió a los directores de sección actuar
siguiendo sus impulsos racistas». Pero todo lo que sabemos
sobre las raíces de los prejuicios y sobre la forma de
eliminarlos sugiere que es precisamente esta actitud -la de hacer
oídos sordos- la que consiente la discriminación.
En este contexto, no hacer nada significa dejar que el virus del
prejuicio se propague sin ofrecer resistencia alguna. Más
fundamental todavía que los cursos de entrenamiento en la
diversidad -o tal vez esencial para que éstos logren su
objetivo- es la posibilidad de cambiar de manera decisiva las
normas de funcionamiento de un grupo asumiendo, desde la
cúspide del organigrama hacia abajo, una postura activa en
contra de cualquier forma de discriminación. Tal vez, de
este modo, los prejuicios no puedan erradicarse, pero lo que
sí que puede eliminarse son los actos de prejuicio. Como
dijo un ejecutivo de IBM: «no podemos tolerar
ningún tipo de menosprecio ni de insulto. El respeto por
los derechos de los individuos constituye un elemento capital de
la cultura de IBM
». Si la investigación sobre
los prejuicios tiene alguna lección que ofrecernos para
contribuir a establecer una cultura laboral más tolerante,
ésta es la de animar a las personas a manifestarse
claramente en contra de los más pequeños actos de
discriminación o acoso (contar chistes ofensivos o colgar
calendarios de chicas ligeras de ropa que resultan degradantes
para la mujer, por ejemplo). Un estudio descubrió que,
cuando las personas de un grupo escuchan a alguien expresar
prejuicios étnicos, los miembros del grupo tienden a hacer
lo mismo. El simple acto de llamar a los prejuicios por su nombre
o de oponerse francamente a ellos establece una atmósfera
social que los desalienta mientras que, por el contrario, hacer
como si no ocurriera nada equivale a autorizarlos. En este
quehacer, quienes se hallan en una posición de autoridad
desempeñan un papel fundamental, porque el hecho de no
condenar los actos de prejuicio transmite el mensaje
tácito de que tales actos son adecuados. Por el contrario,
responder a esas acciones con una reprimenda transmite el
poderoso mensaje de que los prejuicios no son algo intrascendente
sino que tienen consecuencias muy reales (y, por cierto, muy
negativas).

Aquí también son beneficiosas las
habilidades que proporciona la inteligencia emocional, no
sólo en lo que se refiere a cuándo hay que hablar
claro sino también en cuanto a saber como hacerlo. De
hecho, este tipo de feedback debería transmitirse
con toda la sutileza de una crítica eficaz que pudiera
escucharse sin despertar las resistencias del receptor. Cuando
los jefes y los compañeros hacen esto -o aprenden a
hacerlo- de manera natural, los actos de prejuicio terminan
desvaneciéndose.

Los más eficaces cursos de entrenamiento en la
diversidad imponen un nuevo contexto explicito de reglas que deja
los prejuicios fuera de lugar, alentando a los espectadores
silenciosos a manifestar sus malestares y sus objeciones. Otro
ingrediente activo de los cursos de entrenamiento en la
diversidad consiste en asumir el punto de vista del otro, una
postura que fomenta la empatía y la tolerancia,
porque es más probable que uno se manifieste claramente en
contra de algo cuando ha podido experimentarlo directamente en
carne propia.

En resumen, pues, es más práctico tratar
de eliminar la expresión de los prejuicios que intentar
cambiar esa actitud, puesto que los estereotipos cambian muy
lentamente (si es que lo hacen).

Como lo demuestran aquellos casos en los que se ha
tratado de eliminar la discriminación escolar y que
terminaron generando más hostilidad intergrupal, el simple
hecho de reunir a la gente procedente de diferentes grupos
contribuye poco o nada a menoscabar la intolerancia. La multitud
de programas de entrenamiento en la diversidad que se han
generalizado en el ámbito empresarial ha puesto de relieve
que un objetivo realista consiste en cambiar las normas de
funcionamiento de un grupo en el que operan los prejuicios. Este
tipo de programas sirven para promover en la conciencia colectiva
la idea de que la intolerancia o el acoso no son aceptables y no
serán tolerados. Pero de eso a tener la esperanza poco
realista de que esta clase de programas erradicará los
prejuicios media un abismo.

Además, dado que los prejuicios constituyen una
variedad del aprendizaje emocional, el reaprendizaje es posible,
aunque necesite tiempo y no pueda ser el resultado de un simple
cursillo de entrenamiento en la diversidad. Lo que sí
puede servir, en cambio, es la cooperación sostenida
día tras día y el esfuerzo cotidiano hacia un
objetivo común entre personas procedentes de sustratos
diferentes. Lo que nos enseñan las escuelas que promueven
la integración racial es que, cuando el grupo fracasa en
este intento, se forman pandillas hostiles y se intensifican los
estereotipos negativos. Pero cuando los estudiantes trabajan en
equipo como iguales en la búsqueda de un objetivo
común, como ocurre en los equipos deportivos o en las
bandas de música -y como también sucede
naturalmente en el mundo laboral cuando las personas trabajan
codo con codo a lo largo de los años- los estereotipos
terminan rompiéndose. No luchar en contra de los
prejuicios en el puesto de trabajo supone además perder la
ocasión de aprovechar las oportunidades creativas y
empresariales que ofrece una fuerza de trabajo diversificada.
Como veremos en la próxima sección, cuando un
equipo de trabajo en el que participan recursos y perspectivas
diferentes funciona armónicamente, es más probable
que alcance soluciones más creativas y más eficaces
que cuando esas mismas personas trabajan aisladamente.

LA SABIDURIA DE LAS ORGANIZACIONES Y EL CI
COLECTIVO

A finales de este siglo, un tercio de la
población laboral activa de los Estados Unidos
serán «trabajadores del conocimiento»,
es decir, personas cuya productividad estará orientada
hacia el aumento del valor de la información (va sea como
analistas de mercado, escritores o programadores de ordenador).
Peter Drucker, el eminente experto del mundo empresarial que
acuñó el término «trabajadores del
conocimiento», señala que la experiencia de estos
trabajadores es altamente especializada y, dado que los
escritores no son editores ni los programadores de ordenadores
son distribuidores de software, su productividad depende de la
adecuada coordinación de los esfuerzos individuales en el
seno de un equipo. Hasta ahora, la gente siempre ha trabajado en
cadena pero, según Drucker, en el caso de los trabajadores
del conocimiento «la unidad de trabajo no será el
individuo sino el equipo
». Por ese mismo motivo es por
lo que la inteligencia emocional -las habilidades que fomentan la
armonía entre las personas- será un bien cada vez
más preciado en el mundo laboral.

La forma más rudimentaria de equipo de trabajo
organizativo es la reunión -ya sea en una sala de juntas,
en una sala de conferencias o en una oficina-, un elemento
insoslayable del trabajo de cualquier grupo de ejecutivos. La
reunión -la confluencia de personas en una misma
habitación- no es sino una forma evidente y algo anticuada
de trabajo, dado que las redes electrónicas, el correo
electrónico, las teleconferencias, los equipos de trabajo,
las redes informales, etcétera, están
convirtiéndose en nuevas entidades funcionales dentro del
mundo empresarial. Bien podríamos decir que si el
organigrama jerárquico constituye el esqueleto de una
organización, estos componentes humanos constituyen su
sistema nervioso central.

Dondequiera que la gente se reúna a colaborar, ya
sea en una reunión de planificación organizativa o
en un equipo de trabajo que aspira a la creación de un
producto común, existe una sensación muy real de
una especie de CI grupal que constituye la suma total de los
talentos y habilidades de todos los implicados. Y es este CI el
que determina lo bien que cumplen con su cometido.

Pero el factor más importante de la
inteligencia colectiva no es tanto el promedio de los CI
académicos de sus componentes individuales como su
inteligencia emocional. En realidad, la verdadera clave del
elevado CI de un grupo es su armonía social. Es
precisamente la capacidad de armonizar la que determina el que,
manteniendo constantes todas las demás variables, un
determinado grupo sea especialmente diestro, productivo y eficaz
mientras que otro -compuesto por individuos cuyos talentos sean
equiparables- obtenga resultados más pobres.

La idea de que existe una inteligencia grupal procede de
Robert Sternberg, un psicólogo de Yale, y de Wendy
Williams, una estudiante graduada, que llevaron a cabo una
investigación para tratar de comprender los elementos que
contribuyen a la eficacia de un determinado grupo.«
Después de todo, cuando las personas se reúnen
para trabajar en equipo, cada una de ellas aporta determinados
talentos (como, por ejemplo, la fluidez verbal, la creatividad,
la empatía o la experiencia técnica). Y, si bien un
grupo no puede ser «más inteligente» que la
suma total de los talentos de los individuos que lo componen, si
que puede, en cambio, ser mucho más estúpido en el
caso de que su dinámica interna no potencie los talentos
de los implicados
». Este axioma resultó
evidente cuando Sternberg y Williams reclutaron a diversas
personas para formar grupos que debían enfrentarse al reto
creativo de diseñar una campaña publicitaria eficaz
para un edulcorante ficticio que se presentaba como un prometedor
sustituto del azúcar.

Uno de los hallazgos más sorprendentes de aquella
investigación fue que las personas que estaban demasiado
ansiosas por formar parte del grupo terminaron
convirtiéndose en un lastre que enlentecía su
rendimiento global, porque eran demasiado controladores y
dominantes. Estas personas parecían carecer de uno de los
componentes fundamentales de la inteligencia social, la capacidad
de reconocer lo que es apropiado y lo que no lo es en el toma y
daca de la relación social. Otro factor claramente
negativo fueron los pesos muertos, los individuos que no
participaban.

El factor individual más importante para
maximizar la excelencia del funcionamiento de un grupo fue su
capacidad de crear un estado de armonía que les permitiera
sacar el máximo rendimiento del talento de cada uno de sus
miembros. En este sentido, el rendimiento global de los grupos
armoniosos era mayor cuando alguno de sus integrantes era
especialmente diestro, algo que en los otros grupos en los que
existía mayor fricción interindividual
parecía resultar más difícil de capitalizar.
El ruido emocional y social -el ruido provocado por el
miedo, la ira, la rivalidad o el resentimiento- disminuye el
rendimiento del grupo mientras que la armonía, en cambio,
permite que un grupo saque el máximo provecho posible de
las aptitudes de sus miembros más talentosos y
creativos.

La moraleja de este cuento es muy clara en lo que
respecta al trabajo en equipo, pero también tiene
implicaciones más generales para cualquiera que trabaje en
el seno de una organización.

Muchas de las cosas que la gente hace en su trabajo
dependen de su capacidad para organizar una red difusa de
compañeros, y diferentes tareas pueden exigir la
participación de diferentes componentes de esa red. Y
esto, a su vez, permite la creación de grupos ad
hoc
, grupos compuestos especialmente para sacar el
máximo rendimiento posible de los talentos, la experiencia
y la situación de sus integrantes. En este sentido, la
forma en que la gente puede «trabajar» una red -es
decir, convertirla en un equipo provisional ad hoc
constituye un factor crucial en el éxito en el mundo
laboral.

Veamos, por ejemplo, un estudio sobre trabajadores
«estrella» realizado en los mundialmente famosos
Laboratorios Bell. de Princeton, un lugar que concentra una
densidad de talentos difícil de igualar. Ahí
trabajan ingenieros y científicos cuyo CI académico
es extraordinariamente elevado. Pero dentro de este pozo de
talentos, algunos son verdaderas «estrellas» mientras
que otros sólo alcanzan resultados más bien
mediocres. Pues bien, la investigación demostró que
la diferencia entre unos y otros no radica tanto en su CI
académico como en su CI emocional y que los
trabajadores «estrella» eran personas más
capaces de motivarse a sí mismas y más dispuestas a
organizar sus redes informales en equipos ad
hoc
.

Los trabajadores «estrella» estudiados
trabajaban en una división de la empresa que se dedicaba a
crear y diseñar los dispositivos electrónicos que
controlan los sistemas telefónicos, un instrumento muy
complicado de la ingeniería electrónica. La elevada
complejidad de la tarea superaba tanto a la capacidad de
cualquier individuo aislado que debía realizarse en
equipos de 5 a 150 ingenieros, puesto que ningún ingeniero
aislado sabía lo suficiente como para realizar a solas su
trabajo y necesitaba la colaboración y la experiencia de
otras personas. Para descubrir la diferencia existente entre los
muy productivos y aquéllos otros que eran mediocres,
Robert Kelley y Janet Caplan pidieron a los jefes y a los
empleados que seleccionaran entre el 10 y el 15% de los
ingenieros que destacaban como
«estrellas».

Como señalaron luego en la Harvard Business
Review, cuando Kelley y Caplan compararon los resultados
obtenidos por los trabajadores «estrella» «en
lo que respecta a un amplio espectro de medidas cognitivas y
sociales (desde la valoración del CI hasta los inventarios
de personalidad)» con los resultados logrados por los
demás, no lograron detectar la menor diferencia innata
significativa entre los dos grupos. «La
investigación demuestra, pues, que el talento
académico -o el CI- no es un buen predictor de la
productividad en el puesto de trabajo
.» Pero
después de llevar a cabo detalladas entrevistas
comenzó a vislumbrarse que las diferencias criticas
tenían que ver con las estrategias internas e
interpersonales utilizadas por los «estrella» para
realizar su trabajo. Una de las más importantes
resultó ser el tipo de relación que se establece
con una red de personas clave
.

Las cosas van mucho mejor para las personas
«estrella» porque éstas dedican más
tiempo a cultivar buenas relaciones con las personas cuyos
servicios pueden resultar más críticamente
necesarios. «Un trabajador medio en los Laboratorios Bell
hablaba de quedarse perplejo por un problema
técnico.» Según Kelley y Calan:
«él llamó entonces a varios gurús
técnicos y luego esperó su respuesta postal o
electrónica, perdiendo así un tiempo
valiosísimo». Los trabajadores
«estrella», por su parte, pocas veces deben
enfrentarse a estas situaciones porque se ocupan de establecer
esas redes fiables antes de que realmente las necesiten y cuando
piden consejo a alguien casi siempre obtienen una respuesta
más rápida».

Las redes informales son especialmente
interesantes para resolver problemas imprevistos. «La
organización formal se establece para solucionar problemas
fácilmente anticipables -afirma un estudio de este tipo de
redes-, pero cuando aparecen los problemas inesperados, la
organización informal suele volverse inoperante. La red
compleja de vínculos sociales informales se formaliza a lo
largo del tiempo en redes sorprendentemente estables. Altamente
adaptativas, las redes informales se mueven diagonal y
elípticamente, saltándose pasos enteros del
organigrama para conseguir que las cosas funcionen
debidamente.»

El análisis de las redes informales muestra que,
del mismo modo que quienes trabajan codo con codo no
necesariamente se confían información especialmente
sensible (como, por ejemplo, el deseo de cambiar de trabajo o el
resentimiento sobre el comportamiento de los jefes o de otros
compañeros), menos lo harán todavía en caso
de situaciones críticas. En realidad, un examen más
preciso muestra que al menos existen tres variedades de redes
informales: las redes de comunicación (quién habla
con quién); las redes de experiencia (basadas en las
personas a quienes se pide consejo) y las redes de confianza. Los
nudos principales de las redes de experiencia suelen ser las
personas que tienen una reputación de excelencia
técnica que a menudo les conduce al ascenso en el
escalafón laboral. Pero no hay mucha relación entre
ser un experto y ser considerado como alguien a quien confiar los
secretos, las dudas y las debilidades. Un jefe mezquino o
tiránico puede ser alguien sumamente experto pero la
confianza que despertará en sus subordinados será
tan baja que saboteará su capacidad directiva y
quedará excluido de las redes informales. Los trabajadores
«estrella» de una organización suelen ser
aquéllos que han establecido sólidas conexiones en
todas las redes, sean de comunicación, de experiencia o de
confianza.

Además del dominio de estas redes convencionales,
existen también otras formas de sabiduría
organizativa. Por ejemplo, los trabajadores
«estrella» de los Laboratorios Bell han conseguido
coordinar eficazmente sus esfuerzos en el trabajo en equipo; son
los mejores en lograr el consenso; son capaces de ver las
cosas desde la perspectiva de los demás
(como los
clientes u otros compañeros de trabajo), y son persuasivos
y promueven la cooperación al tiempo que evitan los
conflictos. Mientras todo esto descansa en las habilidades
sociales, los trabajadores «estrella» también
desplegaron otro tipo de maestría: tomar iniciativas
-tener la suficiente motivación como para asumir las
responsabilidades derivadas de su trabajo y más
allá de él- y disponer del autocontrol necesario
como para organizar adecuadamente su tiempo y su trabajo. Todas
estas habilidades, obviamente, forman parte de la inteligencia
emocional.

Existe, por tanto, una fuerte evidencia de que el
descubrimiento realizado en los Laboratorios Bell augura un
futuro en el que las habilidades básicas de la
inteligencia emocional -el trabajo en equipo, la
colaboración entre los individuos y el aprendizaje de una
mayor eficacia colectiva- serán cada vez más
importantes. En la medida en que los servicios basados en el
conocimiento y el capital intelectual vayan convirtiéndose
en un factor más decisivo en las organizaciones, la forma
en que la gente colabore entre sí irá
convirtiéndose también en una auténtica
ventaja intelectual. Así pues, el crecimiento y hasta la
misma supervivencia de la organización depende, en
definitiva, del aumento de la inteligencia emocional
colectiva.

11. LA MENTE Y LA MEDICINA

-¿,Quién le
enseñó eso, doctor?-El sufrimiento
-respondió en seguida el médico.

Albert Camus, La peste

Un ligero dolor en la ingle me obligó a visitar
al médico. Todo parecía muy normal hasta que el
análisis de orina reveló la presencia de rastros de
sangre.

-Quisiera que fuera al hospital a que le hicieran una
citología renal -me comentó el doctor, con tono
distante.

No recuerdo nada de lo que dijo a continuación
porque mí mente pareció quedarse atrapada en la
palabra citología… ¡cáncer!

Sólo tengo un recuerdo muy vago de lo que me dijo
acerca del día y el lugar en que debía hacerme la
prueba. Y, aunque se trataba de unas indicaciones muy sencillas,
tuvo que repetírmelas tres o cuatro veces porque mi mente
parecía resistirse a olvidar la palabra citología y
me sentía como si me acabaran de atracar frente a la
puerta de mi propia casa.

Pero ¿de dónde provenía una
reacción tan desproporcionada?

El médico se había limitado a hacer su
trabajo tratando de rastrear todas las posibles ramificaciones
que le permitieran emitir un buen diagnóstico. Poco
importaba, en aquel momento, que la probabilidad racional de
padecer cáncer fuera mínima, porque el reino de la
enfermedad está dominado por la emoción y por el
miedo. Nuestra fragilidad emocional ante la enfermedad se asienta
en la creencia de que somos invulnerables, una creencia que la
enfermedad -especialmente la enfermedad grave- hace
añicos, destruyendo así la seguridad e
invulnerabilidad de nuestro universo privado y
volviéndonos súbitamente débiles,
desamparados e indefensos.

El problema estriba en que el personal sanitario se
ocupa de las dolencias físicas pero suele descuidar las
reacciones emocionales de sus pacientes. Y esta falta de
atención hacia la realidad emocional del enfermo soslaya
la creciente evidencia que demuestra el papel fundamental que
desempeña el estado emocional en la vulnerabilidad a la
enfermedad y en la prontitud del proceso de recuperación.
Lamentablemente, sin embargo, la atención médica
moderna no suele caracterizarse por ser emocionalmente muy
inteligente.

El hecho es que la entrevista con una enfermera o con un
médico debería ser una oportunidad para obtener una
información tranquilizadora, amable y afectuosa y no, como
suele ocurrir, una invitación a la desesperanza. No es
infrecuente que los profesionales clínicos tengan
demasiada prisa o se muestren indiferentes ante la angustia de
sus pacientes. A decir verdad, también hay enfermeras y
médicos compasivos que dedican tiempo a tranquilizar,
informar y medicar de la manera adecuada, pero la tendencia
general parece abocarnos a un universo profesional en el que los
imperativos institucionales transforman al personal sanitario en
alguien demasiado indiferente a la vulnerabilidad de sus
pacientes o demasiado presionado como para poder hacer algo al
respecto. Y, si tenemos en cuenta la cruda realidad de un sistema
sanitario cada vez más mediatizado por las cuestiones
económicas, no parece que las cosas vayan a
mejorar.

Más allá de las motivaciones humanitarias
de que la labor del médico consiste tanto en cuidar como
en curar, existen otras importantes razones que nos inducen a
pensar que la realidad psicológica y sociológica de
los pacientes compete también al dominio de la medicina.
Existen pruebas claras de que la eficacia preventiva y curativa
de la medicina podría verse potenciada si no se limitara a
la condición clínica de los pacientes sino que
tuviera también en cuenta su estado emocional. Obviamente,
esto no es aplicable a todos los individuos y a todas las
condiciones, pero el análisis de los datos procedentes de
miles de casos nos permite afirmar hoy, sin ningún
género de dudas, las ventajas clínicas que conlleva
una intervención emocional en el tratamiento médico
de las enfermedades graves.

Históricamente hablando, la medicina moderna se
ha ocupado de la curación de la enfermedad (del desorden
clínico) dejando de lado el sufrimiento (la vivencia que
el paciente tiene de su enfermedad). Los pacientes, por su parte,
se han visto obligados a compartir este punto de vista y a
sumarse a una conspiración silenciosa que trata de ocultar
las reacciones emocionales suscitadas por la enfermedad o a
desdeñarías como algo completamente irrelevante
para el curso de la misma, una actitud que se ve reforzada,
asimismo, por un modelo médico que rechaza de pleno la
idea misma de que la mente tenga alguna influencia significativa
sobre el cuerpo.

No obstante, en el polo opuesto nos encontramos con una
ideología igualmente contraproducente, la creencia de que
somos los principales artífices de nuestras enfermedades,
la creencia de que basta con afirmar que somos felices y
salmodiar una retahíla de afirmaciones positivas para
curarnos de las más graves dolencias. Pero esta panacea
retórica que magnifica la influencia de la mente sobre la
enfermedad no hace sino crear más confusión y
aumentar la sensación de culpabilidad del paciente, como
si la enfermedad fuera el testimonio palpable de un estigma moral
o de una falta de valía espiritual.

La actitud justa está entre ambos extremos.
Trataré, a continuación, de revisar la
información científica disponible para poner de
relieve estas contradicciones y aclarar con más
precisión el peso de las emociones -y, en consecuencia, de
la inteligencia emocional- en el curso de la salud y de la
enfermedad.

«LA MENTE DEL CUERPO»:
RELACIÓN ENTRE LAS EMOCIONES Y LA SALUD

Un descubrimiento realizado en 1974 en el laboratorio de
la Facultad de Medicina y Odontología de la Universidad de
Rochester nos obligó a recomponer el mapa biológico
que hasta aquel momento teníamos sobre el cuerpo. El
psicólogo Robert Ader descubrió que, al igual que
el cerebro, el sistema inmunológico también es
capaz de aprender, un hallazgo ciertamente sorprendente porque el
conocimiento médico imperante por aquel entonces
sostenía que el cerebro y el sistema nervioso central eran
los únicos capaces de adaptarse a las exigencias del medio
modificando su comportamiento. El hallazgo realizado por Ader
inauguró una investigación que permitió
descubrir las múltiples vías de comunicación
existentes entre el sistema nervioso y el sistema
inmunológico, las miles de conexiones biológicas
que mantienen estrechamente relacionados la mente, las emociones
y el cuerpo.

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