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Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 9)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

6. Capacidad de comunicar. El deseo y la
capacidad de intercambiar verbalmente ideas, sentimientos y
conceptos con los demás. Esta capacidad exige la confianza
en los demás (incluyendo a los adultos) y el placer de
relacionarse con ellos.

7. Cooperación. La capacidad de armonizar
las propias necesidades con las de los demás en las
actividades grupales.

El hecho de que un niño comience el primer
día de guardería con estas capacidades ya
aprendidas depende mucho de los cuidados que haya recibido de sus
padres -y de todos aquellos que, de un modo u otro, hayan actuado
a modo de preceptores- proporcionándole así una
importante ventaja de partida en el desarrollo de la vida
emocional.

LA ASIMILACIÓN DE LOS FUNDAMENTOS DE
LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

Supongamos que un bebé de dos meses de edad se
despierta a las tres de la madrugada y empieza a llorar,
Imaginemos también que viene su madre y que, durante la
media hora siguiente, el bebé se alimenta felizmente en
sus brazos mientras ésta le mira con afecto,
mostrándole lo contenta que está de verle aun en
medio de la noche. Luego el bebé, satisfecho con el amor
de su madre, vuelve a dormirse.

Supongamos ahora que otro bebé, también de
dos meses de edad, se despierta llorando a media noche pero que,
en este caso recibe la visita de una madre tensa e irritada, una
madre que acababa de conciliar difícilmente el
sueño tras una pelea con su marido. En el mismo momento en
que la madre le coge bruscamente y le dice
«¡Cállate! ¡No puedo perder el tiempo
contigo! ¡Acabemos cuanto antes!», el bebé
comienza a tensarse. Luego, mientras está mamando, su
madre le mira con indiferencia sin prestarle la menor
atención y, a medida que recuerda la pelea que acaba de
tener con su esposo, va inquietándose cada vez más.
El bebé, sintiendo su tensión, se contrae y deja de
mamar. « ¿Eso era todo lo que querías?
-pregunta entonces su madre, arisca- Pues se acabó!»
Y, con la misma brusquedad con la que le cogió, le
deposita nuevamente en su cuna y se aleja de él,
dejándole llorar hasta que finalmente, exhausto, termina
durmiéndose.

El informe del National Center for Clinical Infant
Programs nos presenta estas dos escenas como ejemplos de dos
tipos de interacción que, cuando se repiten una y otra
vez, terminan inculcando en el bebé sentimientos muy
diferentes sobre si mismo y sobre las personas que le rodean. En
el primer caso, el bebé aprende que las personas perciben
sus necesidades, las tienen en cuenta e incluso pueden ayudarle a
satisfacerlas, mientras que en el segundo, por el contrario, el
bebé aprende que nadie cuida realmente de él, que
no puede contar con los demás y que todos sus esfuerzos
terminarán fracasando. Obviamente, a lo largo de su vida
todos los bebés pasan por ambos tipos de situaciones, pero
lo cierto es que el predominio de uno u otro varía
según los casos. Es así como los padres imparten,
de manera consciente o inconsciente, unas lecciones emocionales
importantísimas que activan su sensación de
seguridad, su sensación de eficacia y su grado de
dependencia (un punto al que Erik Erikson denomina
«confianza básica» o «desconfianza
básica»).

Este aprendizaje emocional se inicia en los primeros
momentos de la vida y prosigue a lo largo de toda la infancia.
Todos los intercambios que tienen lugar entre padres e hijos
acontecen en un contexto emocional y la reiteración de
este tipo de mensajes a lo largo de los años acaba
determinando el meollo de la actitud y de las capacidades
emocionales del niño. Es muy distinto el mensaje que
recibe una niña si su madre se muestra claramente
interesada cuando le pide que le ayude a resolver un rompecabezas
difícil que si recibe un escueto «¡No me
molestes! ¡Tengo cosas más importantes que
hacer!». Para mejor o para peor, este tipo de intercambios
entre padres e hijos son los que terminan modelando las
esperanzas emocionales del niño sobre el mundo de las
relaciones en particular, y su funcionamiento en todos los
dominios de la vida, en general.

Los peligros son todavía mayores para los hijos
de padres manifiestamente incompetentes (inmaduros, drogadictos,
deprimidos, crónicamente enojados o simplemente sin
objetivos vitales y viviendo caóticamente). Es mucho menos
probable que este tipo de padres cuide adecuadamente de sus hijos
y establezca contacto con las necesidades emocionales de sus
bebés. Según muestran los estudios realizados en
este sentido, el descuido puede ser más perjudicial que el
abuso. Y una investigación realizada con niños
maltratados descubrió que éstos lo hacen todo peor
(son los más ansiosos, despistados y apáticos
-mostrándose alternativamente agresivos y desinteresados-
y el porcentaje de repetición del primer curso entre ellos
fue del 65%).

Durante los tres o cuatro primeros años de vida,
el cerebro de los bebés crece hasta los dos tercios de su
tamaño maduro y su complejidad se desarrolla a un ritmo
que jamás volverá a repetirse. En este
período clave, el aprendizaje, especialmente el
aprendizaje emocional, tiene lugar más rápidamente
que nunca. Es por ello por lo que las lesiones graves que se
produzcan durante este período pueden terminar
dañando los centros de aprendizaje del cerebro (y, de ese
modo, afectar al intelecto). Y aunque, como luego veremos, esto
puede remediarse en parte por las experiencias vitales
posteriores, el impacto de este aprendizaje temprano es muy
profundo. Como resume una investigación realizada a este
respecto, las consecuencias de las lecciones emocionales
aprendidas durante los primeros cuatro años de vida son
extraordinariamente importantes:

A igualdad de otras circunstancias, un niño que
no puede centrar su atención, un niño suspicaz en
lugar de confiado, un niño triste o enojado en lugar de
optimista, destructivo en lugar de respetuoso, un niño que
se siente desbordado por la ansiedad, preocupado por
fantasías aterradoras e infeliz consigo mismo, tiene muy
pocas posibilidades de aprovechar las oportunidades que le
ofrezca el mundo.

COMO CRIAR A UN NIÑO
AGRESIVO

Los estudios a término lejano tienen mucho que
enseñarnos sobre los efectos a largo plazo de unos
progenitores emocionalmente inadecuados (especialmente en lo que
respecta al papel que desempeñan en la crianza de
niños agresivos). Uno de estos estudios, llevado a cabo en
el área rural de Nueva York, realizó un seguimiento
de 870 niños desde los ocho hasta los treinta años
de edad." El estudio demostró que cuanto más
agresivos son los niños -cuanto más dispuestos a
entablar peleas y a recurrir a la fuerza para conseguir lo que
desean-, más probable es que terminen expulsados de la
escuela y que, a los treinta años de edad, tengan un largo
historial de delincuencia. Y estos padres también parecen
transmitir a sus hijos la misma predisposición a la
violencia, ya que éstos se mostraron tan pendencieros en
la escuela como lo habían sido aquéllos.

Veamos ahora la forma en que la agresividad se transmite
de generación en generación. Dejando de lado las
posibles tendencias heredadas, el hecho es que, cuando estos
niños agresivos alcanzan la edad adulta, terminan
convirtiendo la vida familiar en una escuela de violencia. Cuando
eran niños sufrieron los castigos arbitrarios e
implacables de sus padres, y al ser padres repitieron el mismo
esquema que habían aprendido en su infancia. Y esto es
igualmente aplicable tanto en el caso de que el agresivo sea el
padre como en el de que lo sea la madre. Las niñas
agresivas llegaron a transformarse en madres tan autoritarias y
crueles como ocurría en el caso de los varones. Las
madres, en este sentido, castigaban a sus hijos con especial
saña, mientras que ellos se despreocupaban de sus hijos y
pasaban la mayor parte del tiempo ignorándolos. Al mismo
tiempo, estos padres ofrecían a sus hijos un ejemplo
vívido de agresividad, un modelo que el niño
llevaba consigo a la escuela y al patio de recreo y que ya no
abandonaba durante el resto de su vida. Con ello no estamos
diciendo que estos padres sean necesariamente malvados, ni
tampoco que no deseen lo mejor para sus hijos, sino simplemente
que no hacen más que repetir el mismo trato que han
recibido de sus propios padres.

Según este modelo, se castiga a los niños
de manera arbitraria porque, si sus padres están de mal
humor, les castigan severamente pero si, por el contrario,
están de buen humor, pueden escapar al castigo en medio
del caos. El castigo, pues, en este caso, no parece depender
tanto de lo que hace el niño como del estado de
ánimo de sus padres, una pauta perfecta para desarrollar
el sentimiento de inutilidad e impotencia, puesto que la amenaza
puede presentarse en cualquier momento y en cualquier
lugar.

Considerar la actitud de estos niños agresivos
como el producto de la vida familiar tiene un cierto sentido,
aunque lamentablemente no resulta nada fácil de modificar.
Lo que resulta más descorazonador es lo temprano que
pueden aprenderse estas lecciones y el elevado coste que
comportan para la vida emocional del niño.

LA VIOLENCIA: LA EXTINCIÓN DE LA
EMPATÍA

En medio del desordenado juego de la guardería,
Martin, de dos años y medio de edad, empujó a una
niña que entonces rompió a llorar. Martin
trató de coger su mano, pero cuando la sollozante
niña se negó a dársela, la golpeó en
el brazo.

Luego, mientras la niña seguía sollozando,
Martin apartó la mirada gritando: « ¡Deja de
llorar! ¡Deja de llorar!» en un tono de voz cada vez
más alto e irritado. Martin trató entonces
nuevamente de golpearla pero, cuando ella le esquivó, le
mostró amenazadoramente los dientes, como hacen los perros
cuando gruñen. Luego Martin palmeó la espalda de la
niña, pero los golpecitos se convirtieron
rápidamente en puñetazos mientras la niña
seguía gritando.

Esta inquietante forma de relación demuestra que
los malos tratos asiduos hacia el niño en función
del estado de ánimo del padre, terminan pervirtiendo su
tendencia natural a la empatía. La agresiva y brutal
respuesta de Martin ante el malestar de su compañera de
juegos es típica de aquellos niños que, como
él, han sido víctimas de la violencia desde su
infancia. Esta respuesta contrasta rotundamente con las
súplicas y los intentos habitualmente empáticos (de
los que hemos hablado en el capitulo 7) que despliegan los
niños en su intento de consolar a un compañero que
está sollozando. La violenta respuesta de Martin refleja
las lecciones que ha aprendido en su hogar sobre las
lágrimas y el sufrimiento: el llanto suele comenzar siendo
recibido con un gesto autoritariamente consolador pero, en el
caso de que no cese, la progresión va en aumento y pasa
por las miradas y los gritos de desaprobación hasta llegar
a los puñetazos. Y tal vez lo más inquietante de
todo es que, a su edad, Martin ya parecía carecer de la
más elemental de las formas que asume la empatía,
la tendencia a dejar de agredir a alguien que se encuentra
herido, y que, a los dos años y medio de edad, ya mostraba
los impulsos morales propios de un sádico
cruel.

La mezquindad y la falta de empatía de Martin es
típica de aquellos niños que, como él, han
sido víctimas a esa tierna edad, de los malos tratos
físicos y emocionales. Martin fue uno de los nueve
niños de uno a tres años maltratados que fueron
comparados con otros nueve niños de la guardería
procedentes de hogares igualmente empobrecidos y tensos, pero que
no habían sufrido malos tratos físicos. Las
diferencias que mostraron ambos grupos en respuesta al
daño o al malestar de otro fueron muy notables.

Cinco de los nueve niños que no fueron
maltratados respondieron a veintitrés incidentes de este
tipo con preocupación, tristeza o empatía, pero en
los veintisiete casos en los que los niños maltratados
podrían haberlo hecho así, ninguno mostró la
menor preocupación y, en lugar de ello, respondieron con
manifestaciones de miedo, enojo o, como ocurrió en el caso
de Martin, con una agresión física
directa.

Por ejemplo, una de las niñas maltratadas, hizo
un gesto francamente amenazante a otra que estaba comenzando a
llorar. Thomas, de un año de edad, otro de los
niños maltratados, quedó paralizado por el terror
en cuanto escuchó el llanto de otro niño y se
sentó completamente inmóvil, con el rostro
contraído por el miedo y la tensión, como si
temiera que fueran a atacarle en cualquier momento. La respuesta
de Kate, otra de las niñas maltratadas de veintiocho meses
de edad, fue casi sádica: comenzó a meterse con
Joey, un niño más pequeño, le derribó
a patadas y, cuando éste se encontraba tumbado y
mirándola tiernamente, comenzó a darle palmaditas
en la espalda que fueron transformándose en golpes
más y más fuertes sin tener en cuenta sus
protestas. Luego le dio seis o siete puñetazos más
hasta que éste, arrastrándose, logró
alejarse.

Estos niños, obviamente, tratan a los
demás tal y como ellos mismos han sido tratados. Y la
crueldad de los niños maltratados es simplemente una
versión extrema de lo que hemos entrevisto en los hijos de
padres críticos, amenazantes y violentos (niños que
también suelen permanecer indiferentes cuando un
compañero llora o se encuentra herido), de modo que se
diría que los niños maltratados representan el
punto culminante de un continuo de crueldad. Como grupo, estos
niños suelen presentar problemas cognitivos en el
aprendizaje, ser agresivos e impopulares entre sus
compañeros (poco debe sorprendernos, pues, que la dureza
con la que la familia trata al niño antes de que
éste ingrese en el mundo escolar sea un predictor adecuado
de cuál será su futuro), más proclives a la
depresión y, cuando adultos, más proclives a tener
problemas con la ley y a cometer más delitos violentos. A
veces-por no decir casi siempre- esta falta de
empatía
se transmite de generación en
generación, de modo tal que los hijos que fueron
maltratados en su infancia por sus propios padres terminan
convirtiéndose en padres que maltratan a sus hijos. Esto
contrasta drásticamente con la empatía que suelen
presentar los hijos de aquellos padres que han sido nutricios,
padres que han alentado la preocupación de sus hijos por
los demás y que les han hecho comprender lo mal que se
puede encontrar otro niño. Y si los niños no
reciben este tipo de adiestramiento de la empatía en el
seno de la familia, parece que no pueden aprenderlo de otro
modo.

Lo que tal vez resulte más inquietante en este
sentido es lo pronto que los niños maltratados parecen
aprender a comportarse como si fueran versiones en miniatura de
su propios padres.

Pero esto no debería sorprendemos si tenemos en
cuenta que estos niños recibieron una dosis diaria de esta
amarga medicina.

Recordemos que es precisamente en los momentos en que
las pasiones se disparan o en medio de una crisis cuando las
tendencias mas primitivas de los centros del cerebro
límbico desempeñan un papel más
preponderante. En tales momentos, los hábitos que haya
aprendido el cerebro emocional serán, para mejor o para
peor, los que predominarán.

Si nos damos cuenta de la forma en que la crueldad -o el
amor– modela el funcionamiento mismo del cerebro, comprenderemos
que la infancia constituye una ocasión que no
debiéramos desaprovechar para impartir las lecciones
emocionales fundamentales. Los niños maltratados han
tenido que recibir una lección constante y muy temprana de
traumas. Tal vez debiéramos admitir ya que este tipo de
traumas constituye un terrible aprendizaje emocional que deja una
impronta muy profunda en el cerebro de los niños
maltratados, y buscar la forma más adecuada de resolver
este problema.

13. TRAUMA Y REEDUCACIÓN
EMOCIONAL

Som Chit, un refugiado camboyano, se quedó
estupefacto cuando sus tres hijos, de seis, nueve y once
años de edad, le pidieron que les comprara unas armas de
juguete -imitación de los subfusiles de asalto AK-47- para
emplearlas en el juego que algunos de sus compañeros de
escuela llamaban Purdy. En este juego, Purdy, el villano, masacra
con un arma de este tipo a un grupo de niños y
seguidamente se quita la vida. A veces, sin embargo, el juego
concluye de modo diferente y son los niños quienes acaban
con Purdy.

El juego era, en realidad, una macabra
representación de los trágicos acontecimientos que
asolaron la Escuela Primaria de Cleveland el 17 de febrero de
1989. Durante el recreo matinal de primero, segundo y tercer
curso, Patrick Purdy -antiguo alumno de la escuela veinte
años atrás- comenzó a disparar
indiscriminadamente desde un extremo del patio de recreo sobre
los cientos de niños que estaban jugando en aquel momento.
Durante siete interminables minutos, Purdy sembró el patio
de balas del calibre 7,22 y, finalmente, se suicidó de un
tiro en la sien. Cuando la policía llegó al lugar
de los hechos, había cinco niños muertos y
veintinueve heridos.

En los meses siguientes, los niños comenzaron a
jugar espontáneamente al llamado «juego de
Purdy», uno de los muchos síntomas que indicaban la
profundidad con la que quedaron grabados aquellos dantescos siete
minutos en la memoria de los pequeños. Cuando
visité la escuela, situada a un paseo en bicicleta de un
barrio aledaño a la Universidad del Pacífico en el
que había pasado parte de mi infancia, habían
transcurrido ya cinco meses desde que Purdy convirtiera un
inocente recreo en una verdadera pesadilla. No obstante, aunque
ya no quedaba el menor indicio del espantoso incidente -porque
los agujeros de bala, las manchas de sangre y los rastros de
carne, piel y cráneo habían sido limpiados en
seguida e incluso las paredes habían sido repintadas al
día siguiente- su presencia, sin embargo, seguía
siendo todavía muy palpable.

Pero las huellas más profundas del tiroteo ya no
estaban en los muros del edificio de la escuela primaria sino en
las mentes de los niños y del personal que, como
podían, trataban de reanudar su vida cotidiana. Tal vez lo
más sorprendente fuera la forma en que se revivía
una y otra vez, hasta en sus más pequeños detalles,
el recuerdo de aquellos pocos minutos. Un maestro me
confesó, por ejemplo, que una oleada de pánico
había recorrido la escuela el día que se
comunicó la proximidad de la festividad de San Patricio,
porque muchos niños creyeron que se trataba de un
día especialmente dedicado a Patrick Purdy, el
asesino.

«Cada vez que oímos el sonido de la sirena
de una ambulancia -me confesó otro maestro- todo parece
quedar en suspenso mientras los niños se paran a comprobar
si se detiene aquí o sigue su camino hasta la residencia
de ancianos situada calle abajo.» Durante muchas semanas
los niños tenían miedo de mirarse en los espejos de
los lavabos porque se había extendido el rumor de que la
Sangrienta Virgen María -una especie de monstruo
imaginario- les espiaba desde ellos. Muchas semanas
después del tiroteo, una muchacha aterrada entró en
el despacho de Pat Busher, el director, gritando:
«¡Oigo disparos! ¡Oigo disparos!» pero el
ruido, como pronto se descubrió, procedía del
extremo de una cadena que el viento hacía chocar contra un
poste metálico.

Muchos niños se sumieron en un estado de continua
alerta, como si se mantuvieran constantemente en guardia ante la
posibilidad de que se repitiera la ordalía de terror.
Algunos de ellos se arremolinaban en tomo a la puerta sin
atreverse a salir al patio en el que había tenido lugar el
incidente; otros adoptaron la costumbre de jugar en
pequeños grupos, mientras uno de ellos montaba guardia;
muchos, por último, siguieron evitando durante meses las
zonas «malditas», las zonas en las que habían
muerto los cinco niños.

Los recuerdos persistían también en forma
de pesadillas que asaltaban a los pequeños mientras
dormían. Algunas de éstas revivían
directamente el incidente mientras que en otras ocasiones los
niños se despertaban angustiados en medio de la noche,
sobresaltados por todo tipo de imágenes aterradoras que
les hacían creer que ellos tampoco tardarían en
morir. Hubo niños que, para evitar soñar, trataron
incluso de dormir con los ojos abiertos.

Como saben los psiquiatras, todas estas reacciones
forman parte de los síntomas que acompañan al
trastorno de estrés postraumático
(TEPT). Según el doctor Spencer Eth, psiquiatra
infantil especializado en TEPT, en el núcleo de
este tipo de trauma se halla «el recuerdo obsesivo de
la acción violenta (un puñetazo, una cuchillada o
la detonación de un arma de fuego). Estos recuerdos se
agrupan en tomo a intensas experiencias perceptibles (ya sean
visuales, auditivas, olfativas, etcétera), como el olor a
pólvora, los gritos, el silencio súbito de la
víctima, las manchas de sangre o las sirenas de los coches
de la policía
».

En opinión de los neurocientíficos, estos
momentos aterradoramente vívidos se convierten en
recuerdos que quedan profundamente grabados en los circuitos
emocionales de los afectados.

Todos estos síntomas son, de hecho, indicadores
de una hiperexcitación de la amígdala que impele a
los recuerdos del acontecimiento traumático a irrumpir de
manera obsesiva en la conciencia. En este sentido, los recuerdos
traumáticos se convierten en una especie de detonante
dispuesto a hacer saltar la alarma al menor indicio de que el
acontecimiento temido pueda volver a repetirse. Esta exacerbada
susceptibilidad es la cualidad distintiva de todo trauma
emocional, incluyendo la violencia física reiterada
experimentada durante la infancia.

Cualquier acontecimiento traumático -un
incendio, un accidente de automóvil, una catástrofe
natural como, por ejemplo un terremoto o un huracán, una
violación o un asalto- puede implantar estos recuerdos en
la amígdala. Son muchas las personas que cada
año sufren este tipo de calamidades, calamidades que, en
la mayor parte de los casos, dejan una huella indeleble en su
cerebro.

Los actos violentos son más perjudiciales que las
catástrofes naturales, como los huracanes, por ejemplo,
porque las víctimas de la violencia gratuita sienten que
han sido elegidas deliberadamente y esa creencia mina la
confianza en los demás y en la seguridad del mundo
interpersonal. En cuestión de un instante, el mundo
interpersonal se convierte en un lugar peligroso en el que los
otros constituyen una amenaza potencial.

La crueldad deja en la memoria de la víctima una
impronta que la lleva a responder con miedo ante todo aquello que
pueda recordar vagamente la agresión. Por ejemplo, un
hombre que fue atacado por la espalda y que no pudo ver a su
agresor, quedó tan afectado después del incidente,
que siempre trataba de caminar delante de una anciana para
sentirse seguro de que no le iban a agredir de nuevo. Otra mujer
que fue asaltada en un ascensor por un hombre que la condujo a
punta de cuchillo hasta un piso vacío, permaneció
horrorizada durante semanas por la idea de tener que entrar en un
ascensor, en el metro o en cualquier otro espacio cerrado en el
que pudiera sentirse atrapada, y en cuanto veía que un
hombre se metía la mano en el bolsillo de la chaqueta
-como había hecho su agresor- se levantaba en seguida de
su asiento.

Como ha demostrado un reciente estudio realizado con
supervivientes del holocausto nazi, la impronta del terror -y el
pertinaz estado de hiperalerta resultante- pueden perdurar toda
la vida. Cincuenta años después de haber perecido
casi de inanición, de haber presenciado el asesinato de
sus seres más queridos y de haber sobrevivido al terror
constante de los campos de exterminio nazi, los recuerdos
obsesivos seguían siendo particularmente vívidos.
Un tercio de los sujetos entrevistados en esta
investigación admitió que aún experimentaba
una sensación generalizada de miedo, y cerca de tres
cuartas partes respondieron que se sentían ansiosos ante
cualquier recordatorio de la persecución nazi (como un
uniforme, una llamada inesperada a la puerta, el ladrido de un
perro o una chimenea humeante). Medio siglo más tarde, el
60% de los entrevistados reconoció que pensaba a diario en
el holocausto y ocho de cada diez manifestaron sufrir frecuentes
pesadillas. Como dijo un superviviente: «no seria normal si
después de haber sobrevivido a Auschwitz no tuviera
pesadillas».

EL TERROR CONGELADO EN LA
MEMORIA

Escuchemos ahora las palabras de un veterano de Vietnam
de cuarenta y ocho años, veinticuatro años
después de vivir un espantoso episodio en aquellas remotas
tierras:

« ¡No puedo librarme de los recuerdos! Las
imágenes me asaltan con todo lujo de detalles, provocadas
por las cosas más insignificantes, como el ruido de una
puerta que se cierra de golpe, los rasgos de una mujer oriental,
la textura de una estera de bambú o el olor a cerdo frito.
Anoche no tuve problemas para conciliar el sueño pero esta
madrugada un trueno me ha despertado de nuevo paralizado por el
miedo y me ha transportado a mi puesto de guardia en plena
estación monzónica. Estoy seguro de que voy a morir
en el próximo combate. Mis manos están congeladas
y, sin embargo, tengo el cuerpo bañado en sudor; siento
todos los pelos de la nuca erizados y mi corazón y mi
respiración se hallan visiblemente agitados. Percibo un
olor ligeramente azufrado y de repente descubro cerca de mi el
cuerpo de mi compañero Troy sobre una plataforma de
bambú que el Vietcong ha depositado en las proximidades de
nuestro campamento… El próximo relámpago y el
trueno que lo acompaña me producen tal sobresalto que
caigo al suelo

Este terrible recuerdo, todavía
vívidamente presente a pesar de los veinte años
transcurridos, sigue teniendo el poder de evocar en este
excombatiente el miedo de aquel aciago día. El TEPT
desciende peligrosamente el umbral de alarma del sistema
nervioso, provocando una respuesta ante las situaciones
más cotidianas como si se tratara de auténticos
peligros. El circuito implicado en el secuestro emocional
-que hemos descrito en el capitulo 2- desempeña un papel
esencial en la grabación de este tipo de recuerdos. Y
cuanto más brutal, estremecedor y horrendo sea el
acontecimiento que desencadena el secuestro de la
amígdala, más indeleble será la
huella que deje. El fundamento neurológico de este tipo de
recuerdos parece asentarse en una alteración
drástica de la química cerebral desencadenada por
un suceso aislado especialmente impresionante. Pero, aunque los
descubrimientos realizados sobre el TEPT se basan en el
impacto de un episodio único, los episodios de crueldad
repetidos a lo largo de los años -como ocurre, por
ejemplo, en el caso de los niños que han sufrido
reiterados abusos sexuales, físicos o emocionales- provoca
un resultado similar.

El National Center for Post-Traumatic Stress Disorder,
una red de centros de investigación dependiente de los
hospitales de la Administración de Veteranos que
reúne a una buena cantidad de asociaciones de
excombatientes de Vietnam y de otros conflictos bélicos,
aquejados de TEPT, está llevando a cabo la
investigación tal vez más exhaustiva realizada en
este sentido. Casi todos nuestros conocimientos sobre el
TEPT en veteranos de guerra proceden de estudios como el
reseñado pero sus conclusiones también pueden
aplicarse a los niños que han sufrido graves traumas
emocionales, como el acontecido en la Escuela Primaria de
Cleveland que reseñábamos al comienzo de este
capítulo.

Como me dijo el doctor Dennis Charney, psiquiatra de
Yale y director del departamento de neurología del
National Center: «desde el punto de vista
biológico, las victimas de un trauma de este tipo ya no
vuelven a ser las mismas. Poco importa que haya sido el terror
del combate, la tortura, los abusos repetidos en la infancia o
una experiencia puntual, como hallarse atrapado en medio de un
huracán o estar a punto de morir en un accidente de
tráfico. Cualquier situación de estrés
incontrolable acarrea idénticas secuelas
biológicas
».

El término clave en este sentido parece ser la
palabra incontrolable, puesto que si la persona siente que puede
hacer algo para afrontar la situación, que puede ejercer
algún tipo de control -no importa lo pequeño que
éste sea-, reacciona emocionalmente mucho mejor que
quienes se sienten completamente impotentes. Esta
sensación de impotencia es precisamente la que convierte a
un determinado acontecimiento en algo subjetivamente abrumador.
Como me comentaba el doctor John Crystal, director del
Laboratorio de Psicofarmacología Clínica:
«Cuando alguien es atacado con un cuchillo, no sabe
cómo defenderse y piensa "ahora voy a morir", es
más susceptible al TEPT que quien tiene alguna
posibilidad de afrontar la situación. El desencadenante,
pues, de este tipo de alteración cerebral es la
sensación de que nuestra vida está en peligro y no
hay nada que podamos hacer al respecto
».

Decenas de investigaciones realizadas con ratas han
corroborado que la sensación de impotencia
constituye el detonante común del TEPT. En esos
estudios se colocó a varias parejas de ratas en jaulas
separadas que eran sometidas a descargas eléctricas de
baja intensidad (aunque ciertamente muy fuertes para una rata).
Sólo una rata de cada par tenía una palanca en su
jaula que le permitía poner fin a la descarga en ambas
jaulas. El experimento, que prosiguió durante semanas,
demostró que las ratas que podían poner fin a las
descargas no mostraban signos de estrés, mientras que las
que no tenían esa posibilidad experimentaron cambios
cerebrales permanentes. Un niño que haya sido tiroteado en
el patio de recreo y que haya visto cómo sus
compañeros caen al suelo bañados en sangre -o un
maestro que se haya sentido incapaz de impedir la matanza- deben
haber experimentado una extraordinaria sensación de
impotencia.

EL TEPT COMO DESORDEN LIMBICO

Ya han transcurrido varios meses desde que un violento
terremoto la hiciera saltar de la cama y correr gritando de
pánico a través de la oscuridad en busca de su hijo
de cuatro años. Después, ambos permanecieron
durante horas en la fría noche de Los Angeles ateridos
bajo un portal protector y sin comida, agua ni luz mientras el
suelo temblaba bajo sus pies. Hoy en día, meses
después del incidente, la mujer parece hallarse
completamente recuperada del pánico que la atenazó
los días que siguieron al terremoto, cuando una puerta que
se cerraba de golpe la hacia temblar de miedo. El único
síntoma que perduraba era su incapacidad para conciliar el
sueño, pero ese problema sólo se presentaba cuando
su marido estaba de viaje, como ocurriera la noche del
terremoto.

Los cambios que tienen lugar en el circuito limbico cuyo
foco está en la amígdala explican los principales
síntomas del miedo aprendido (incluyendo el miedo intenso
propio del TEPT). Algunas de estas alteraciones tienen
lugar en el locas ceruleus, una estructura cerebral que
regula la secreción de dos sustancias denominadas
genéricamente catecolaminas: la adrenalina y la
noradrenalina entre cuyas funciones se cuenta la
activación del cuerpo para hacer frente a una
situación de urgencia y la grabación de los
recuerdos con una intensidad especial. En el caso del TEPT
este mecanismo se torna hiperreactivo, secretando dosis masivas
de estos agentes químicos cerebrales en respuesta a
situaciones que suponen poca o ninguna amenaza pero que evocan el
trauma original, como ocurría en el caso de los
niños de la escuela de Cleveland que se sentían
aterrorizados cuando escuchaban una sirena de ambulancia parecida
a la que habían oído después del
tiroteo.

El locas ceruleus está estrechamente
ligado a la amígdala y a otras estructuras limbicas, como
el hipocampo y el hipotálamo; las catecolaminas, por su
parte, se difunden a través de todo el córtex.
Según se cree, los síntomas del TEPT -entre
los que se cuenta la ansiedad, el miedo, el estado de continua
alerta, la alteración, la rapidez de la respuesta de
lucha-o-huida y la codificación indeleble de los recuerdos
emocionales intensos- dependen de los cambios que tienen lugar en
estos circuitos-. Una investigación con excombatientes de
la guerra de Vietnam aquejados de TEPT ha mostrado que
estas personas presentan un porcentaje de receptores de las
catecolaminas un 40% inferior que quienes no presentan estos
síntomas, dato que parece indicar que sus cerebros han
sufrido una alteración permanente que impide el ajuste
fino de la secreción de catecolaminas. El TEPT
también va acompañado de otros cambios en el
circuito que conecta el sistema limbico con la pituitaria,
encargada de regular la secreción de HCT (hormona
corticotrópica), la principal hormona segregada por el
cuerpo para activar la respuesta inmediata de
lucha-o-huida ante una situación de
emergencia.

Las alteraciones que acompañan al TEPT
producen la hipersecreción de esta hormona
-particularmente en la amígdala, el hipocampo y el
locas ceruleus-, alertando al cuerpo para hacer frente a
una urgencia que en realidad no existe." Como me comentó
el doctor Charles Nemeroff, psiquiatra de la Universidad de Duke:
«el exceso de HCT nos hace reaccionar
desproporcionadamente. Por ejemplo, cuando un veterano de Vietnam
afectado de TEPT, oye una falsa explosión
procedente del tubo de escape de un automóvil, la
secreción de HCT provocará las mismas sensaciones
que experimentó durante el incidente traumático. El
sujeto empieza a sudar, a sentirse asustado, tiembla, los dientes
le castañetean e incluso puede llegar a revivir la escena
original. En las personas que padecen de una
hipersecreción de HCT, la respuesta de alarma es
desmesurada. Cuando, por ejemplo, damos una palmada por sorpresa
cualquier persona reacciona sobresaltándose pero, en el
caso de que la persona padezca de una hipersecreción de
HCT, desaparece el proceso de habituación y el sujeto
seguirá respondiendo a las sucesivas palmadas del mismo
modo que lo hizo a la primera
».

Un tercer tipo de alteraciones también vuelve
hiperreactivo al sistema de opiáceos cerebrales encargado
de la secreción de las endorfinas que mitigan la
sensación de dolor. En este caso, el circuito neural
implicado afecta también a la amígdala y a una
región concreta del córtex cerebral. Los
opiáceos son agentes químicos cerebrales que tienen
un intenso efecto sedante, como ocurre con el opio y otros
narcóticos, de los que son parientes cercanos. Cuando el
nivel de endorfinas («la morfina secretada por
nuestro propio cerebro») es elevado, la persona presenta
una marcada tolerancia al dolor, un efecto que ha sido constatado
por los cirujanos que tienen que operar en el campo de batalla,
quienes han descubierto que los soldados gravemente heridos
necesitan menos anestesia para soportar el dolor que los civiles
que sufren lesiones mucho menos graves.

Algo similar parece ocurrir durante el TEPT. Los
cambios endorfinicos agregan una nueva dimensión a los
efectos neurales desencadenados por la reexposición al
trauma, la insensibilización ante ciertos sentimientos, lo
cual tal vez pudiera explicar la presencia de ciertos
síntomas psicológicos «negativos»
constatados en el TEPT, como la anhedonia (la incapacidad
de sentir placer), la indiferencia emocional generalizada, la
sensación de hallarse desconectado de la vida y falto de
todo interés por los sentimientos de los demás, una
indiferencia que puede ser vivida por las personas
próximas como una falta completa de empatía. Otro
efecto posible es la disociación, la cual incluye la
incapacidad para recordar los minutos, las horas o incluso los
días más cruciales del suceso
traumático.

Las alteraciones neurológicas provocadas por el
TEPT también parecen aumentar la susceptibilidad de
la persona para sufrir nuevos traumas. Existen investigaciones
que demuestran que los animales que se han visto expuestos a un
estrés moderado en su juventud son mucho más
vulnerables a los cambios cerebrales inducidos por los traumas
(un dato que parece sugerir la urgente necesidad de que los
niños aquejados de TEPT reciban algún tipo
de tratamiento). Esto también podría explicar por
qué, a pesar de haber estado expuestas a la misma
situación catastrófica, ciertas personas
desarrollan un TEPT mientras que otras no lo hacen, puesto
que la amígdala de quienes han sufrido un trauma previo se
halla especialmente predispuesta y, ante la presencia de un
peligro real, no tarda en alcanzar su cota más elevada de
activación.

Todas estas alteraciones neurológicas ofrecen
ventajas a corto plazo para hacer frente a las aterradoras
experiencias que las suscitan. A fin de cuentas, en condiciones
de extrema dureza, permanecer completamente alerta, activado,
presto a la acción, impasible ante el dolor, con el cuerpo
dispuesto a afrontar una fuerte demanda física y
completamente indiferente -por el momento- a lo que, de otro
modo, sería un acontecimiento angustioso, es una
cuestión de supervivencia. Pero esta ventaja a corto plazo
termina convirtiéndose en un verdadero inconveniente
cuando las alteraciones cerebrales que acabamos de mencionar se
instalan de manera permanente, como cuando un coche permanece con
el acelerador continuamente apretado. El cambio en el nivel de
excitabilidad de la amígdala y otras regiones cerebrales
relacionadas, provocado por la exposición a un trauma
intenso, nos coloca al borde del colapso, una situación en
la que el incidente más inocuo puede terminar
desencadenando fácilmente un secuestro neural que aboque a
una explosión de miedo incontrolable.

EL REAPRENDIZAJE EMOCIONAL

Los recuerdos traumáticos constituyen fijaciones
del funcionamiento cerebral que interfieren con el aprendizaje
posterior y, más concretamente, con el reaprendizaje de
una respuesta normal ante los acontecimientos traumáticos.
En los casos de pánico adquirido, como, por ejemplo, el
TEPT, los mecanismos del aprendizaje y la memoria se
desvían de su cometido. En este caso la amígdala
también juega un papel muy importante pero, en lo que
respecta a la superación del miedo aprendido, es el
neocórtex el que desempeña el papel
fundamental.

Los psicólogos denominan miedo condicionado al
proceso mediante el cual la mente asocia algo que no supone
ninguna amenaza a un suceso aterrador. Según Charney, las
secuelas producidas por el temor inducido en animales de
laboratorio permanecen durante años. La región
cerebral clave que aprende, recuerda y moviliza el miedo
condicionado corresponde al tálamo, la amígdala y
el lóbulo prefrontal, el mismo circuito, en suma,
implicado en el secuestro neural.

En circunstancias normales, el miedo condicionado tiende
a remitir con el paso del tiempo, hecho que parece deberse al
proceso de reaprendizaje natural que ocurre cuando el sujeto
vuelve a enfrentarse al objeto temido en condiciones de completa
seguridad. De este modo, por ejemplo, una niña que
aprendió a temer a los perros porque fue mordida por un
pastor alemán, irá perdiendo gradualmente su miedo
de manera natural en la medida en que tenga la oportunidad de
estar con alguien que tenga un pastor alemán con el que
pueda jugar.

Pero en el caso del TEPT este tipo de
reaprendizaje natural no tiene lugar. En opinión de
Charney, ello se debe a que los cambios cerebrales provocados por
el TEPT son tan poderosos que cualquier reminiscencia -aun
mínima- de la situación original desencadena un
secuestro de la amígdala que refuerza la respuesta de
pánico. Ello implica que no habrá ninguna
ocasión en la que el objeto temido pueda ser afrontado con
una sensación de calma, porque la amígdala no es
capaz de reaprender una respuesta más moderada.
«La extinción del miedo -observa Charney- parece
implicar un proceso de aprendizaje activo
», algo que,
por su propia naturaleza, es incompatible con el TEPT,
«que provoca la persistencia anormal de los recuerdos
emocionales
». Sin embargo, en presencia de las
experiencias adecuadas, hasta el TEPT puede ser superado.
En tal caso, los intensos recuerdos emocionales y las pautas de
pensamiento y de reacción que éstos suscitan pueden
llegar a modificarse con el tiempo. Pero, en opinión de
Charney, este reaprendizaje debe tener lugar a nivel cortical
porque el miedo original grabado en la amígdala nunca
llega a desaparecer del todo y es el córtex prefrontal el
que inhibe activamente la respuesta de pánico regulada por
la amígdala.

Richard Davidson, psicólogo de la Universidad de
Wisconsin que descubrió la función reguladora de la
ansiedad del lóbulo prefrontal izquierdo, se ha interesado
por la cuestión decisiva de cuánto tiempo se tarda
en superar el «miedo aprendido». En un
experimento de laboratorio en el que se indujo a los
participantes una respuesta de aversión ante un ruido
desagradable -un paradigma del miedo aprendido que se asemeja a
un TEPT de baja intensidad-. Davidson descubrió que
las personas que presentan una mayor actividad del córtex
prefrontal izquierdo superan el miedo aprendido más
rápidamente, lo cual sugiere la importancia del papel
desempeñado por el córtex en la superación
de la respuesta de ansiedad aprendida.

LA REEDUCACIÓN DEL CEREBRO
EMOCIONAL

Uno de los resultados más prometedores realizados
sobre el TEPT procede de un estudio sobre supervivientes
del holocausto nazi, el 75% de los cuales seguían
mostrando, cincuenta años más tarde,
síntomas muy intensos de TEPT. El hecho de que el 25%
restante hubiera logrado superar este tipo de síntomas es
un dato sumamente esperanzador que supone que, de un modo u otro,
los acontecimientos de su vida cotidiana les habían
ayudado a contrarrestar de manera natural el problema. Quienes
seguían presentando este tipo de síntomas mostraban
las alteraciones del nivel de catecolaminas cerebrales
características del TEPT, algo que no ocurría en
quienes habían logrado recuperarse. Este descubrimiento, y
otros similares realizados en la misma dirección, nos
hacen concebir la esperanza de que las modificaciones cerebrales
provocadas por el TEPT no sean irreversibles y que los seres
humanos puedan reponerse incluso de las más graves
lesiones emocionales o, dicho en otras palabras, que el circuito
emocional puede ser reeducado. Así pues, el
reaprendizaje puede ayudamos a superar traumas tan
profundos como los derivados del TEPT.

Una de las formas espontáneas de curación
emocional -al menos en lo que se refiere a los niños- es
mediante juegos como el de Purdy. En ellos, la repetición
permite que los niños revivan el trauma sin peligro y abre
dos posibles vías de curación. Por un lado, el
recuerdo se actualiza en un contexto de baja ansiedad,
desensibilizándolo y permitiendo el afloramiento de otro
tipo de respuestas no traumáticas, mientras que, por el
otro, permite el logro de un desenlace imaginario más
positivo. El juego de Purdy solía terminar con la muerte
de éste, un hecho que contrarresta la sensación de
impotencia experimentada durante el acontecimiento
traumático.

Este tipo de juegos es previsible en niños
pequeños que han sido testigos de una violencia desmedida.
La primera persona que advirtió la presencia de estos
juegos macabros en los niños traumatizados fue la doctora
Lenore Terr, psiquiatra infantil de San Francisco. Terr
descubrió este tipo de juegos entre los niños de
Chowchilla, California -una población de Central Valley, a
una hora aproximada de distancia de Stockton, la ciudad en la que
tuvo lugar la masacre de Purdy-, quienes, en el verano de 1973,
fueron objeto de un secuestro cuando regresaban a casa en
autobús después de pasar un día en el campo.
En este caso, los secuestradores llegaron a enterrar el
autobús, y con él a los niños,
sometiéndoles a un suplicio que se prolongó durante
veintisiete horas.

Cinco años después del incidente, Terr
descubrió que los recuerdos del secuestro todavía
perduraban en los juegos de sus víctimas. Las
niñas, por ejemplo, simulaban secuestros simbólicos
cuando jugaban con sus muñecas. Una niña que
había desarrollado una extrema repugnancia al contacto con
los excrementos durante el incidente, se pasaba el tiempo lavando
a su muñeca. Una segunda jugaba con su muñeca a un
juego que consistía en realizar un viaje -sin importar
adónde- y regresar a salvo; el juego favorito de otra
niña, por último, consistía en meter a la
muñeca en un agujero en el que se suponía que
terminaba asfixiándose.

Los adultos que han sufrido un trauma de estas
características suelen experimentar una insensibilidad
psicológica que bloquea todo recuerdo o sentimiento
relativo al hecho, pero la mente de los niños tiende a
reaccionar de manera diferente En opinión de Terr, esto
ocurre porque los niños utilizan la fantasía, el
juego y la ensoñación cotidiana para rememorar y
reconstruir el acontecimiento. Esta evocación deliberada
del trauma parece impedir el bloqueo de los recuerdos intensos
que luego irrumpen violentamente en forma de flashbacks. En el
caso de que el trauma no sea demasiado grave -como ocurre, por
ejemplo, en una visita al dentista- tal vez baste con una o dos
veces, pero si, por el contrario, se trata de un trauma grave, el
niño necesitará reproducir la situación
traumática una y otra vez en una suerte de ceremonial
monótono y macabro hasta que pueda desembarazarse de
él.

El arte -uno de los vehículos a
través de los que se expresa el inconsciente- constituye
una forma de movilizar los recuerdos estancados en la
amígdala. El cerebro emocional está
estrechamente ligado a los contenidos simbólicos y a lo
que Freud denominaba «proceso primarios», el tipo de
pensamiento propio de la metáfora, el cuento, el mito y el
arte, una modalidad, por cierto, utilizada con frecuencia en el
tratamiento de los niños traumatizados. En ocasiones, la
expresión artística puede despejar el camino para
que los niños hablen de los terribles momentos vividos de
un modo que sería imposible por otros medios.

Spencer Eth, psiquiatra infantil de Los Angeles
especializado en el tratamiento de niños traumatizados,
cuenta el caso de un niño de cinco años que fue
secuestrado junto a su madre por el ex-amante de ésta. El
hombre los condujo a la habitación de un motel en donde
obligó al niño a esconderse bajo una manta mientras
golpeaba a su madre hasta matarla. Comprensiblemente, el chico se
mostraba muy reacio a hablar de todo lo que había vivido
durante aquella terrible experiencia, así que Eth le
pidió que hiciera un dibujo sobre un tema
libre.

Eth recuerda que el dibujo representaba a un piloto de
coches de carreras cuyos ojos estaban desmesuradamente abiertos,
un hecho que Eth interpretó como una referencia a su
propia mirada furtiva hacia el asesino. La técnica que
utiliza Eth para emprender la terapia con este tipo de
niños consiste en pedirles que hagan un dibujo, porque en
casi todos ellos aparecen referencias tangenciales a la escena
traumática. Además, el hecho de dibujar es, en
sí mismo, terapéutico, y pone en marcha un proceso
que puede terminar conduciendo a la superación del
trauma.

EL REAPRENDIZAJE EMOCIONAL Y LA
SUPERACIÓN DEL TRAUMA

Irene había acudido a una cita que acabó
en un intento de violación. Aunque había podido
librarse de su atacante, éste continuó
amenazándola, molestándola en mitad de la noche con
llamadas telefónicas obscenas y siguiendo cada uno de sus
pasos.

En cierta ocasión, cuando denunció el
hecho a la policía, ésta le quitó
importancia aduciendo que «en realidad no había
pasado nada». Pero cuando Irene acudió a la terapia
mostraba claros síntomas de TEPT, se negaba a
mantener ninguna clase de relaciones sociales y se hallaba
prisionera en su propia casa.

El caso de Irene lo cita la doctora Judith Lewis Herman,
psiquiatra de Harvard que ha desarrollado un método
innovador para el tratamiento de los sujetos afectados por un
trauma. Este proceso, en opinión de Herman, pasa por tres
fases diferentes: en primer lugar, el paciente debe recuperar
cierta sensación de seguridad; seguidamente debe recordar
los detalles del trauma y, finalmente, debe atravesar el duelo
por lo que pueda haber perdido. Sólo entonces podrá
restablecer su vida normal. No es difícil advertir la
lógica que subyace a estos tres pasos, porque esta
secuencia parece reflejar la forma en que el cerebro emocional
reaprende que no hay por qué considerar la vida como una
situación de alarma constante.

El primer paso -recuperar la sensación de
seguridad- consiste en disminuir el grado de
sobreexcitación emocional -el principal obstáculo
para el reaprendizaje- y permitir que el sujeto pueda
tranquilizarse- Normalmente, este paso se da ayudando a que el
paciente comprenda que sus pesadillas, su permanente sobresalto,
su hipervigilancia y su pánico, forman parte del cuadro de
síntomas propio del TEPT, un tipo de
comprensión que, por si solo, proporciona cierto alivio.
Esta primera fase también apunta a que el paciente
recupere cierta sensación de control sobre lo que le
está ocurriendo, una especie de desaprendizaje de la
lección de impotencia que supuso el trauma. En el caso de
Irene, por ejemplo, esta sensación de seguridad pasaba por
movilizar a sus amigos y a su familia para formar un
cordón protector entre ella y su perseguidor que le
permitió acudir a la policía.

La «inseguridad» que
presenta un paciente aquejado de TEPT va más
allá del miedo que pueda suscitar una amenaza externa y
tiene un origen más profundo basado en la sensación
de que carece de todo control sobre lo que le ocurre, tanto
corporal como emocionalmente. Esto es algo muy comprensible, dado
que el TEPT hipersensibiliza la amígdala y rebaja el
umbral de activación del secuestro emocional.

La medicación también contribuye a que el
sujeto recupere la sensación de que no se halla a merced
de la alarma emocional que le embarga en forma de ansiedad,
insomnio o pesadillas. Los especialistas aguardan el día
en que se descubra una medicación específica que
normalice los efectos del TEPT sobre la
amígdala y los neurotransmisores implicados. Por el
momento, sin embargo, sólo contamos con algunos
fármacos que compensan parcialmente estos desequilibrios,
y que suelen ser sustancias que actúan sobre la serotonina
y los fi-inhibidores (como, por ejemplo el propranolol), que
bloquean la activación del sistema nervioso
simpático. Los pacientes también pueden recibir un
adiestramiento especial en algún tipo de relajación
que les permita aliviar su irritabilidad y su nerviosismo. La
calma fisiológica constituye la clave para que los
circuitos emocionales implicados descubran de nuevo que la vida
no supone una amenaza constante y restituyan así al
paciente la sensación de seguridad de que gozaba antes de
experimentar el trauma.

El segundo paso del camino que conduce a la
curación tiene que ver con la narración y
reconstrucción de la historia traumática al abrigo
de la seguridad recientemente recobrada, una sensación que
permite que el circuito emocional reencuadre los recuerdos
traumáticos y sus posibles detonantes y reaccione de un
modo más realista ante ellos. Cuando el paciente ya es
capaz de relatar los terribles pormenores del incidente se
produce una auténtica transformación, tanto en lo
que atañe al contenido emocional de los recuerdos como a
sus efectos sobre el cerebro emocional. El ritmo de esta
rememoración verbal es un factor sumamente delicado y
parece reflejar el ritmo natural de recuperación del
trauma de quienes no llegan a experimentar el
TEPT.

En estos casos parece existir una especie de reloj
interno que «alterna» -a lo largo de días o
incluso de meses- períodos de recuerdo del incidente con
otros en los que el sujeto no parece recordar nada, permitiendo
así una dosificación que favorece la
asimilación gradual del incidente perturbador. Esta
alternancia entre el recuerdo y el olvido parece fomentar tanto
la integración espontánea del trauma como el
reaprendizaje de una nueva respuesta emocional. No obstante,
según Herman, en aquellas personas cuyo TEPT se
muestra más refractario al tratamiento, el mismo hecho de
narrar su historia puede suscitar la aparición de temores
incontrolables, en cuyo caso el terapeuta debería
disminuir el ritmo, tratando de mantener las reacciones del
paciente dentro de unos límites soportables que no
interrumpieran el proceso de reaprendizaje.

El terapeuta debe alentar al paciente a relatar los
sucesos traumáticos tan minuciosamente como le sea
posible, como si estuviera contando una película de
terror, deteniéndose en cada detalle sórdido, lo
cual no sólo incluye todos los pormenores visuales,
auditivos, olfativos y táctiles, sino también las
reacciones -miedo, rechazo, náusea– que le produjeron
estas sensaciones. El objetivo que se persigue en esta fase
consiste en llegar a traducir verbalmente todas sus vivencias del
acontecimiento, lo cual contribuye a la reintegración de
recuerdos que pudieran estar disociados y desgajados de la
memoria consciente para poder recomponer así la escena con
todo lujo de detalles. Esta tentativa verbalizadora cumple con la
función de poner a todos los recuerdos bajo el control del
neocórtex para que así las reacciones suscitadas
puedan comprenderse y dirigirse mejor. En este punto del proceso
de recuperación, el reaprendizaje emocional se logra en
buena medida gracias a la vivida rememoración de los
sucesos traumáticos y de las emociones que éstos
suscitaron pero, en esta ocasión, en el contexto seguro de
la consulta de un terapeuta responsable. Este abordaje
terapéutico permite que el sujeto experimente directamente
que el recuerdo del incidente traumático no tiene por
qué ir acompañado de un pánico
incontrolable, sino que puede ser revivido con total
seguridad.

En el caso del niño de cinco años que fue
testigo del espeluznante asesinato de su madre, el dibujo del
personaje con los ojos desorbitadamente abiertos realizado en la
consulta de Spencer Eth, fue el último que hizo. A partir
de entonces, él y su terapeuta se implicaron en diferentes
juegos que les permitieron establecer un vínculo profundo
y armónico. Poco a poco, el niño comenzó a
relatar la historia del asesinato, primero de un modo muy
estereotipado, repitiendo una y otra vez los mismos detalles
pero, con el paso del tiempo, sus palabras fueron
haciéndose cada vez más flexibles y fluidas, su
cuerpo se fue relajando y, paralelamente, las pesadillas
también fueron desapareciendo, indicadores, todos ellos,
en opinión de Eth, de un cierto «control del
trauma».

Paulatinamente, el tema de las entrevistas fue cambiando
y centrándose cada vez menos en los miedos relacionados
con el trauma y enfocándose en lo que ocurría en
los acontecimientos cotidianos del niño, quien estaba
tratando de recuperar paulatinamente el ritmo normal de su vida
en su nuevo hogar con su padre. Una vez liberado del trauma, el
niño fue finalmente capaz de centrarse en su vida
cotidiana.

Herman sostiene, asimismo, que los pacientes deben
atravesar un período de duelo por las pérdidas que
el trauma haya podido ocasionarles, ya se trate de una herida, de
la muerte de un ser amado, de la ruptura de una relación,
del arrepentimiento que les ocasiona algún paso que no
debieran haber dado o simplemente de la crisis que suscita la
pérdida de confianza en el prójimo. En este
sentido, las quejas que acompañan a la rememoración
verbal de los acontecimientos traumáticos constituyen un
claro indicador de la capacidad del paciente para superar el
trauma, porque ello significa que, en vez de estar continuamente
asediado por los acontecimientos del pasado, puede comenzar a
mirar hacia el futuro y albergar cierta esperanza de que es
posible reconstruir su vida libre del yugo del trauma. Es, pues,
como sí por fin se pudiera erradicar la
reactivación del terror traumático por parte del
circuito emocional. El sonido de una sirena no tiene por
qué desencadenar un ataque de pánico y los ruidos
nocturnos no deben ir necesariamente acompañados de una
reacción de terror.

Ciertamente, los efectos posteriores y las recurrencias
ocasionales de los síntomas persisten -dice Herman- pero
hay signos inequívocos de que el trauma ya ha sido
notoriamente superado.

Entre éstos cabe destacar la reducción de
los síntomas fisiológicos hasta un nivel soportable
y la capacidad de afrontar los sentimientos asociados al recuerdo
del trauma. Especialmente significativo resulta el hecho de que
los recuerdos traumáticos dejan de irrumpir de manera
descontrolada, que el sujeto es capaz de recordarlos a voluntad,
como si se tratara de recuerdos normales y, lo que es
quizá más importante, que puede dejar de pensar en
ellos. Todo esto implica, finalmente, la reanudación de
una nueva vida en la que puedan establecerse profundas relaciones
basadas en la confianza y en un sistema de creencias que
encuentre sentido incluso a un mundo en el que caben este tipo de
injusticias. Todos éstos son, a fin de cuentas,
indicadores del éxito de cualquier proceso de
reeducación del cerebro emocional.

LA PSICOTERAPIA COMO REAPRENDIZAJE
EMOCIONAL

Afortunadamente, las tragedias que quedan grabadas a
fuego son relativamente escasas en la vida de la mayoría
de la gente. Sin embargo, a pesar de ello, el mismo circuito
emocional que tan profundamente inscribe los recuerdos
traumáticos, también permanece activo en los
momentos menos dramáticos. Los problemas más
comunes de la infancia -como, por ejemplo, sentirse
crónicamente ignorado y falto de atención o afecto,
el abandono, la pérdida o el rechazo social- tal vez no
lleguen a alcanzar dimensiones tan traumáticas, pero
también dejan su impronta en el cerebro emocional,
ocasionando distorsiones -y también lágrimas y
arrebatos de cólera– en las relaciones que el sujeto
establecerá durante el resto de su vida. Pero si el
TEPT puede curarse, también pueden serlo las
cicatrices emocionales que muchos de nosotros llevamos
profundamente grabadas. Esa es, precisamente, la tarea de la
psicoterapia y, en términos generales, puede afirmarse que
una de las principales contribuciones de la inteligencia
emocional consiste en aprender a relacionamos de manera
más inteligente con nuestro lastre
emocional.

La dinámica existente entre la amígdala y
el mejor informado córtex prefrontal nos proporciona un
modelo neuroanatómico del modo en que la psicoterapia
puede ayudamos a superar este tipo de profundas y nocivas pautas
emocionales. Como propone Joseph LeDoux, el investigador del
sistema nervioso que descubrió el papel que
desempeña la amígdala como desencadenante de los
arrebatos emocionales: «una vez que el sistema
emocional aprende algo, parece que jamás podrá
olvidarlo, pero la psicoterapia nos ayuda a revertir esa
situación porque, gracias a ella, el neocórtex
puede aprender a inhibir el funcionamiento de la
amígdala. De este modo, el sujeto puede superar la
tendencia a reaccionar de manera automática, aunque las
emociones básicas provocadas por la situación sigan
persistiendo de manera subyacente
».

Así pues, aun después de un proceso de
reaprendizaje emocional -o incluso después de una
psicoterapia eficaz- siempre queda el vestigio de la
reacción, del temor o de la susceptibilidad original. El
córtex prefrontal puede moderar o refrenar el impulso a
desbordarse de la amígdala, pero no puede eliminar
completamente su respuesta automática. No obstante, aunque
no podamos decidir cuando seremos víctimas de un arrebato
emocional, sí que podemos ejercer cierto control sobre
cuanto tiempo durará. La pronta recuperación del
equilibrio tras un estallido de este tipo bien podría ser
un índice de madurez emocional.

Los principales cambios que tienen lugar durante el
proceso de la terapia afectan a las respuestas que el sujeto da a
sus reacciones emocionales. Pero no es posible eliminar
completamente la tendencia a que se produzca la reacción.
La prueba de ello nos la proporciona una serie de investigaciones
psicoterapéuticas llevadas a cabo por Lester Luborsky y
sus colegas de la Universidad de Pennsylvania, que comenzaron
llevándoles a identificar los principales problemas de
relación que conducen al sujeto a buscar ayuda
psicoterapéutica: el deseo de ser aceptados, la necesidad
de intimidad, el miedo al fracaso o la franca dependencia. A
continuación, los investigadores analizaron minuciosamente
las respuestas típicas (siempre autoderrotistas) que los
pacientes daban a los temores y deseos que suscitaban sus
relaciones, como ser demasiado exigentes (lo que
repercutía negativamente suscitando el rechazo o la
indiferencia de los demás); o el repliegue a una
actitud autodefensiva ante un supuesto desaire (lo que dejaba a
la otra persona molesta por el aparente rechazo).

En este tipo de encuentros, condenados de antemano al
fracaso, los pacientes se sienten comprensiblemente desbordados
por todo tipo de sentimientos frustrantes (como la
desesperación, la tristeza, el resentimiento, el rechazo,
la tensión. el miedo, la culpa, etcétera), e
independientemente de cuál fuera la pauta concreta
manifestada por un determinado paciente, ésta
parecía reproducirse en todas sus relaciones importantes
(ya fuera con la esposa, la amante, los hijos, los padres, los
jefes o los subordinados).

Sin embargo, en el curso de una terapia a largo plazo,
estos pacientes deben afrontar dos tipos de cambios. Por una
parte, sus reacciones emocionales ante los acontecimientos que
las suscitan se hacen menos acuciantes, y hasta podríamos
decir que se vuelven más sosegadas, y, por la otra, su
conducta comienza a ser más eficaz a la hora de obtener lo
que realmente desean. Lo que no cambia, en modo alguno, es el
miedo o el deseo subyacente y la punzada inicial de la
emoción. Los investigadores descubrieron también
que, en el caso de los pacientes que sólo habían
asistido a unas pocas sesiones de psicoterapia, las entrevistas
mostraban la mitad de las reacciones emocionales negativas que
presentaban al comienzo de la terapia y. en cambio, eran
doblemente proclives, a obtener la respuesta positiva que tanto
anhelaban de la otra persona. Pero recordemos también que
lo que no cambiaba era la especial susceptibilidad subyacente a
sus necesidades.

En términos cerebrales, podemos concluir que el
sistema límbico emite señales de alarma ante el
menor indicio del acontecimiento temido, pero el córtex
prefrontal y las áreas anejas son capaces de aprender un
modelo de respuesta nuevo y más saludable. En resumen,
pues, el reaprendizaje emocional -una tarea que, ciertamente, no
concluye nunca- puede remodelar hasta los hábitos
emocionales más profundamente arraigados de nuestra
infancia.

14. EL TEMPERAMENTO NO ES EL
DESTINO

Hasta ahora hemos estado hablando de la
modificación de las pautas de respuesta emocional
aprendidas a lo largo de la vida pero ¿qué ocurre
con aquellas otras respuestas que dependen de nuestra
dotación genética? ¿Cómo transformar
las reacciones habituales de aquellas personas que, pongamos por
caso, son sumamente inestables o desesperantemente
tímidas? Nos estamos refiriendo, claro está, a
aquellos estratos de la emoción que podríamos
calificar bajo el epígrafe del temperamento, el
trasfondo de sentimientos que configura nuestra
predisposición básica, el estado de ánimo
que caracteriza nuestra vida emocional.

Hasta cierto punto, cada uno de nosotros posee un
temperamento innato, se mueve dentro de un espectro concreto de
emociones, una característica que forma parte del bagaje
con que nos ha dotado la lotería genética y cuyo
peso se hace sentir a lo largo de toda la vida. Todo padre sabe
que, desde el momento de su nacimiento, un niño es
tranquilo y plácido o, en cambio, irritable y
difícil. La pregunta que ahora debemos hacernos es
sí la experiencia vital puede llegar a transformar este
equipaje emocional determinado biológicamente.
¿El sustrato biológico constituye un determinante
irrevocable de nuestro destino emocional o, por el contrario, los
niños tímidos pueden terminar convirtiéndose
en adultos confiados?

La respuesta más clara a esta cuestión nos
la proporciona la investigación llevada a cabo por Jerome
Kagan, un eminente psicólogo evolutivo de la Universidad
de Harvard. Según Kagan existen al menos cuatro
temperamentos básicos –tímido,
abierto, optimista y melancólico-,
correspondientes a cuatro pautas diferentes de actividad
cerebral. De hecho, cada ser humano responde con una prontitud,
duración e intensidad emocional distinta, y en este
sentido es muy probable que existan innumerables diferencias en
la dotación temperamental innata, basadas en diferentes
tipos constitucionales de actividad neuronal.

La obra de Kagan centra en una de estas pautas el
continuo temperamental que va de la apertura a la timidez. Son
varias las madres que, a lo largo de los años, han estado
llevando a sus niños al Laboratorio para el Desarrollo
Infantil, situado en el cuarto piso del William James Hall, de
Harvard, para que tomaran parte en la investigación
realizada por Kagan sobre el desarrollo infantil. Ahí fue
donde Kagan y sus colaboradores observaron experimentalmente por
vez primera los signos de timidez que presentaba un grupo de
niños de veintiún meses de edad. En aquella
investigación Kagan descubrió que algunos
niños eran espontáneos, movedizos y jugaban con los
demás sin la menor vacilación, mientras que otros,
por el contrario, eran inseguros, retraídos, remoloneaban,
se aferraban a las faldas de sus madres y se limitaban a observar
en silencio el juego de los demás. Unos cuatro años
más tarde, cuando los niños estaban ya en la
guardería, el equipo de Kagan repitió la
observación y descubrió que, en todo aquel tiempo,
ninguno de los niños expansivos se había convertido
en tímido, pero que dos tercios de éstos, en
cambio, seguían siéndolo.

Kagan descubrió que los niños más
sensibles y asustadizos -del 15 al 20% de los que, según
sus propias palabras, son «conductualmente inhibidos»
innatos- se transformaron en adultos tímidos y temerosos.
Estos niños son reacios a todo lo que les resulte poco
familiar -tanto probar una nueva comida como aproximarse a
animales o lugares desconocidos- y tienden a la
autocrítica y al sentimiento de culpa. Son niños
que se quedan ansiosamente paralizados en las situaciones
sociales (ya sea en la clase, en el patio de recreo, en presencia
de personas desconocidas o dondequiera, en suma, que se sientan
observados), y, cuando alcanzan la madurez, tienden a permanecer
aislados y tienen un miedo enfermizo a dar una charla o a
acometer cualquier actividad en la que se sientan expuestos a la
mirada ajena.

Tom, uno de los niños que participaron en el
estudio de Kagan, constituye un verdadero paradigma del
tímido. En cada una de las mediciones que se realizaron a
lo largo de la infancia -a los dos, a los cinco y a los siete
años de edad-, Tom destacó como uno de los
niños más tímidos. En la entrevista que tuvo
lugar a los trece años de edad, Tom permanecía
tenso y rígido, se mordía los labios,
retorcía las manos y se mantenía impasible
-sólo llegó a esbozar una sonrisa cuando la
entrevista versó sobre su amiguita-, sus respuestas eran
lacónicas y sus maneras, sumisas. Según dijo,
durante todo aquel tiempo había sido muy tímido y
sudaba cada vez que tenía que aproximarse a alguno de sus
compañeros. También se había sentido
perturbado por multitud de miedos (miedo a que su casa se
quemase, miedo a lanzarse a la piscina, miedo a estar solo en la
oscuridad, etcétera) y se vio asaltado por muchas
pesadillas en las que era atacado por monstruos. Es cierto que en
los últimos dos años tenía menos
vergüenza que antes, pero todavía sufría
alguna ansiedad cuando estaba con otros niños, y sus
preocupaciones se centraban ahora en el rendimiento escolar,
aunque era uno de los alumnos más aventajados. Tom era
hijo de un científico y planeaba estudiar ciencias porque
la aparente soledad de su desempeño se ajustaba
perfectamente a su predisposición introvertida.

Ralph, por el contrario, era uno de los niños
más abiertos y expansivos, del estudio. Era un niño
muy locuaz que siempre estaba relajado; a los trece años
permanecía cómodamente sentado, sin mostrar el
menor signo de nerviosismo y hablaba con el entrevistador en un
tono confiado y cordial, como si fuera uno más de sus
compañeros (a pesar de que la diferencia de edad entre
ellos fuera de unos veinticinco años). Durante la
infancia, sólo había sentido dos miedos pasajeros,
uno de ellos a los perros (después de que un gran perro
saltara sobre él a la edad de tres años) y el otro
a volar (cuando, a los siete años de edad, oyó
hablar de un accidente de aviación). Sociable y popular,
Ralph nunca se había considerado un niño
vergonzoso.

Los niños tímidos parecen venir a
la vida con un sistema nervioso que les hace sumamente reactivos
a las más leves tensiones y, desde el mismo momento del
nacimiento, sus corazones laten más rápidamente que
los de los demás en respuesta a situaciones
extrañas o insólitas. La frecuencia cardiaca de los
niños que, a los veintiún meses, se mostraban
más reacios a jugar, era más acelerada que la de
los demás. Y es precisamente esa ansiedad y esa
hiperexcitabilidad lo que parece subyacer a su timidez, puesto
que se enfrentan a cualquier persona o situación
desconocida como si se tratara de una amenaza potencial. Y tal
vez sea también por ello por lo que las mujeres de mediana
edad que recuerdan haber sido especialmente vergonzosas en su
infancia tienden a vivir con más miedos, preocupaciones y
culpabilidad y a padecer más problemas relacionados con el
estrés (dolores de cabeza, colón irritable y otros
problemas digestivos) que aquéllas otras que durante la
infancia eran más abiertas y expresivas:

LA NEUROQUIMICA DE LA TIMIDEZ

En opinión de Kagan, la diferencia existente
entre el cauteloso Tom y el expansivo Ralph se origina en la
excitabilidad de un circuito nervioso centrado en la
amígdala. Según Kagan, la gente proclive,
como Tom, a la timidez, tiene una predisposición
neuroquimica innata a la hiperexcitabilidad de ese circuito y
éste es el motivo por el cual evitan las situaciones
desconocidas, huyen de la incertidumbre y sufren de ansiedad. Por
el contrario, quienes, como Ralph, tienen un sistema nervioso
calibrado a un umbral superior de activación de la
amígdala, son menos temerosos, más expansivos y
más dispuestos a explorar lugares desconocidos y conocer a
nuevas personas.

Uno de los indicadores más tempranos de este
patrón nervioso heredado es lo difícil e irritable
que es el niño o lo tenso que se pone cada vez que debe
enfrentarse a algo o alguien desconocido. El hecho es que uno de
cada cinco niños recién nacidos cae en la
categoría de los tímidos y que dos de cada cinco lo
hacen en la categoría de los abiertos.

Gran parte de los datos presentados por Kagan proceden
de observaciones realizadas con gatos, que son animales
extraordinariamente tímidos. Uno de cada siete gatos
caseros presenta una pauta de timidez parecida a la de los
niños vergonzosos; son gatos que, en lugar de exhibir la
legendaria curiosidad felina, huyen de las novedades, son reacios
a explorar nuevos territorios y son tan retraídos que
sólo atacan a los roedores pequeños (mientras que
sus congéneres más animosos no dudan en perseguir a
roedores mayores). Las investigaciones realizadas directamente en
el cerebro de los gatos tímidos muestran una
amígdala más excitable de lo normal, especialmente
cuando, por ejemplo, oyen el maullido amenazador de otro
gato.

En el caso de los gatos, la timidez aparece alrededor
del primer mes de vida, que es el momento en el que la
amígdala se encuentra suficientemente madura para asumir
el control de los circuitos nerviosos cerebrales encargados de
las respuestas de aproximación o huida. Un mes en el
cerebro de un gatito es equiparable a ocho meses en el cerebro
humano, el periodo en el que, según Kagan, aparece el
miedo a lo «desconocido» en los bebés (es
precisamente durante este período, si la madre abandona la
habitación y deja al niño en presencia de un
extraño, el niño rompe a llorar). Tal vez -postula
Kagan- los niños tímidos hereden un porcentaje
crónicamente elevado de noradrenalina o de algún
otro neurotransmisor cerebral que estimule la amígdala y
así rebaje el umbral de excitabilidad que facilite la
activación de la amígdala.

Uno de los síntomas de esta exacerbación
de la sensibilidad es que ante situaciones de estrés
(como, por ejemplo, olores desagradables) los chicos y chicas que
vivieron una infancia tímida muestran una frecuencia
cardiaca mucho más elevada que la de sus
compañeros, un síntoma que sugiere que la
noradrenalina está activando su amígdala y todo su
sistema nervioso simpático. Kagan descubrió que los
niños tímidos presentan una reactividad mayor en
todas las manifestaciones del sistema nervioso simpático,
desde la presión sanguínea hasta la
dilatación de las pupilas y los niveles de marcadores de
noradrenalina en su orina.

El silencio es también otro termómetro de
la timidez. Dondequiera que el equipo de Kagan observara
niños tímidos y niños abiertos en un entorno
natural -ya fuera en el jardín de infancia, con
niños desconocidos o charlando con el entrevistador-, los
niños tímidos hablaban menos. Un niño
tímido de esta edad no suele responder cuando le hablan, y
pasa mucho más tiempo mirando cómo juegan los
demás. En opinión de Kagan, el silencio vergonzoso
frente a una situación insólita o frente a lo que
percibe como una amenaza constituye un signo de la actividad de
los circuitos nerviosos que conectan la zona frontal, la
amígdala y las estructuras límbicas próximas
que controlan la capacidad de vocalizar (los mismos circuitos que
nos hacen «colapsamos» en situaciones de
estrés).

Estos niños hipersensibles corren un gran
riesgo de desarrollar trastornos de ansiedad -como, por
ejemplo, ataques de pánico- en una época tan
temprana como el sexto o séptimo curso. En un estudio
llevado a cabo sobre 754 chicos y chicas de estas edades se
descubrió que 44 de ellos ya habían sufrido al
menos un ataque de pánico o habían experimentado
síntomas similares con anterioridad. Normalmente, estos
episodios de ansiedad fueron desencadenados por las situaciones
conflictivas propias de la temprana adolescencia -como una
primera cita o un examen importante, por ejemplo-, situaciones
que la mayoría de los niños aprende a manejar sin
llegar a desarrollar problemas más serios. Pero los
adolescentes temperamentalmente tímidos y normalmente
temerosos de las situaciones desconocidas presentaban los
síntomas típicos del pánico (palpitaciones
cardíacas, insuficiencia respiratoria o una
sensación de angustia) junto al sentimiento de que algo
terrible estaba a punto de ocurrirles (como, por ejemplo,
volverse locos o morir). Los investigadores creen que, aunque los
episodios no eran lo bastante significativos como para merecer el
diagnóstico psiquiátrico de «crisis de
pánico», estos adolescentes corren un grave riesgo
de desarrollar este tipo de problemas; de hecho, muchos de los
adultos que sufren de ataques de pánico afirman que
éstos comenzaron en su pubertad. El punto de partida de
los ataques de ansiedad está estrechamente ligado a la
pubertad. Las chicas que manifiestan pocos signos de pubertad no
suelen presentar tales ataques pero un 8% aproximadamente de las
que atraviesan la pubertad afirman haber experimentado ataques de
pánico que suelen terminar conduciéndolas a una
contracción crónica ante la vida.

NADA ME PREOCUPA: EL TEMPERAMENTO
ALEGRE

En los años veinte, mi joven tía June
abandonó su hogar de Kansas City y se aventuró a
viajar sola a Shanghai, un viaje realmente peligroso en aquellos
tiempos para una mujer. En ese centro internacional del comercio
y de la intriga, mi tía conoció a un funcionario
británico de la policía colonial que
terminaría convirtiéndose en su marido. Cuando, a
comienzos de la II Guerra Mundial, los japoneses ocuparon
Shanghai, mis tíos fueron internados en el campo de
concentración sobre el que versa la película El
imperio del sol. Después de sobrevivir a los terribles
años pasados en el campo de prisioneros, mis tíos
lo habían perdido prácticamente todo y fueron
repatriados a la Columbia Británica.

Todavía recuerdo el primer encuentro que tuve con
mi tía June, una mujer anciana y vital cuya vida
había seguido un curso extraordinario. En sus
últimos años sufrió un ataque de
apoplejía que la mantenía parcialmente paralizada
pero, tras un lento y arduo proceso de rehabilitación,
pudo volver a caminar renqueando. Recuerdo que uno de aquellos
días me hallaba paseando con ella -ya en sus setenta
años- cuando se rezagó y al cabo de unos instantes
oí su débil grito pidiendo ayuda. Mi tía se
había caído y no podía ponerse en pie. Yo me
precipité a ayudarla y cuando lo hice, en lugar de
lamentarse, se rió de sus apuros y su único
comentario fue un despreocupado «bueno, al menos puedo
caminar de nuevo».

Hay personas, como mi tía, cuyas emociones
parecen gravitar de forma natural en torno al polo positivo; son
personas naturalmente optimistas y despreocupadas. Hay otras, en
cambio, que son malhumoradas y melancólicas. Esta
dimensión del temperamento -entusiasta en un extremo y
melancólico en el otro- parece estar ligada a la actividad
relativa de las áreas prefrontales derecha e izquierda,
los polos superiores del cerebro emocional.

Esta es, al menos, la conclusión fundamental de
la investigación realizada por Richard Davidson, un
psicólogo de la Universidad de Wisconsin que
descubrió que las personas que tienen una actividad
predominantemente más intensa en el lóbulo
frontal
izquierdo son temperamentalmente alegres,
disfrutan del contacto con las personas y las situaciones que la
vida les depara y se recuperan prontamente de los contratiempos
(como ocurría en el caso de mi tía
June).

En cambio, aquellos otros cuya actividad preponderante
radica en el lóbulo prefrontal derecho son
proclives a la negatividad y a los estados de ánimo
agrios, y se desconciertan con más facilidad ante los
contratiempos. Parece, pues, como si fueran incapaces de
desconectarse de sus preocupaciones y de sus
depresiones.

En uno de los experimentos típicos realizados por
Davidson, se comparó a una serie de voluntarios que
presentaban una actividad prefrontal preponderantemente izquierda
con otros quince sujetos que mostraban una mayor actividad en el
lado derecho.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14
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