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Problemas de método por Joaquín Alvarez Barrientos



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    A menudo se ha dicho que los actores no intervinieron en la reforma del teatro dieciochesco, que los intentos de reforma fueron cosa de autores y de funcionarios, y esto, desde luego, es cierto en términos generales. Pero no lo es menos, a pesar del olvido, que los mismos actores también participaron en esa reforma frustrada del teatro. No todos eran partidarios de la interpretación tradicional, ni todos lo eran del modo francés; había quienes estaban dispuestos a arriesgarse tanteando un nuevo modo, más realista y actual, que se acoplara al momento que se vivía, cuyas coordenadas ideológicas y estéticas cada vez tenían menos que ver con el pasado y más con la aparición de un nuevo tiempo, de un nuevo siglo.

    Para mostrar esto comenzaré por referirme a tres obras de Ramón de la Cruz: Manolo, Inesilla la de Pinto y El Muñuelo, denominada por su autor "tragedia por mal nombre" y destinada a parodiar las comedias heroicas, de fama por entonces, es decir, en último tercio del siglo XVIII.

    Si algo relaciona estas composiciones que acabo de citar, aparte la autoría de Cruz, es el hecho de que las tres ridiculizan un género dramático. El Muñuelo, como acabo de señalar, la comedia heroica, trasunto popularizado de la tragedia clasicista; Manolo e Inesilla la de Pinto, las mismas tragedias neoclásicas. Ramón de la Cruz debió de darse cuenta relativamente pronto, si no en seguida, del éxito que tales tipos de representaciones tenían entre el público asistente a los corrales, siempre deseoso de divertirse. Y la parodia de un género conocido y, en cierto modo despreciado por un sector de la población, como podía ser la tragedia, había de encontrar entre los asistentes buena acogida, a la par que mostraba, desde la perspectiva del autor, una intención crítica evidente y una toma de posición respecto a cuál debía ser la realidad teatral y escénica española.

    Este razonamiento queda muy claro cuando se recuerda que, junto a La comedia nueva o el café de Moratín, estrenada en 1792 y parodia, como se sabe, del teatro heroico triunfante en la época, se representó el sainete de Ramón de la Cruz, El Muñuelo, parodia a su vez de ese mismo tipo de teatro. En este caso, la función a la que asistía el espectador tenía un coherente y fuerte contenido crítico y, por negativa, ofrecía un modelo teatral que se pensaba válido. Pero convendrá recordar que fue el actor Eusebio Ribera, jefe de la compañía que representaba en el Príncipe, quien acertó a unir en la representación La comedia nueva y el sainete de Cruz El Muñuelo.[1] Este ejemplo, desde la parodia, puede servir para poner de relieve ese interés de los mismos cómicos –si no de todos sí de algunos– por cambiar los modelos interpretativos heredados.

    Pero antes de 1792 es posible encontrar casos similares. En la década de 1770 se debate sobre el valor de la tragedia, sobre su aceptación o no entre el público español. Los escritores de tendencia clasicista componen algunas que no siempre se representan pero que, cuando suben a las tablas, no cosechan malos resultados. Por el estudio de René Andioc,[2] y a la espera de su cartelera madrileña, sabemos que las tragedias representadas obtenían éxitos medianos, es decir, que se mantenían en cartel alrededor de seis días. Conocido es, sin embargo, el rechazo de dicho género por parte de muchos cómicos. Baste recordar el recelo con que los actores asistieron a la lectura de la Hormesinda de Nicolás Fernández de Moratín, y famosa es la anécdota por la cual el gracioso Espejo pedía al autor que añadiera a su tragedia un papel apropiado para él (BAE, 2, p. XI). En esta misma línea tiene interés recordar los versos que, una década después, en 1781, hacía decir Nifo al actor Garrido, convirtiéndose en portavoz de la opinión de gran parte de los cómicos y del público:

    ¡Tragedia! De solo el nombre/ todas las carnes me tiemblan;/ el que menos, deja en casa/ más de cuatro mil tragedias;/ el pobre, porque no tiene;/ y el rico, porque desea./ Señora, aquí viene el pueblo/ a olvidarse de sus penas,/ y quiere la diversión,/ y alguna doctrina buena;/ quiere reir, no llorar (p. 62).[3]

    Consecuencia de esta inadecuación de intereses serán, por un lado, las parodias y, por otro, las comedias heroicas, adaptaciones populares de la tragedia clasicista.

    En esas parodias de género había espacio también para burlar la forma trágica, a la francesa, en que representaban los actores. Manolo, "tragedia para reír o sainete para llorar", interpretado por la compañía de Juan Ponce en noviembre de 1769, se ha tomado a menudo como un alegato contra la tragedia y en favor del teatro antiguo español. Sin embargo, el mismo Cruz señalaba que su intención al escribir esta "tragedia ridícula"[4] no era "ridiculizar las buenas y arregladas tragedias [sino el] ignorado, presumido e impertinente modo con que algunos han querido introducir la declamación" a la francesa.[5] Dada la fecha, 1784, en que se escribieron estas palabras, a Emilio Cotarelo la opinión de Cruz le parece una disculpa oportunista dirigida a los clasicistas cada vez más triunfantes, y seguramente fuera así, sobre todo si consideramos que en seguida, en 1786, iba a publicar sus obras contando en la lista de suscriptores con los más importantes aristócratas y escritores del momento, que le habrían ayudado en dicha publicación.

    Pero este hecho no invalida la idea de que, en 1769, cuando se estrena, con el Manolo quisiera ridiculizar un modo de interpretar, y de interpretar tragedia. El Manolo bien puede ser una respuesta a la escuela de cómicos que desde Sevilla con Olavide y más tarde desde Aranjuez proponía ese modelo trágico, francés, de interpretación.[6] En esas fechas y después, como complemento y desarrollo de esta nueva línea que responde a intereses de reforma ideológica, se van a dar a las prensas numerosos tratados, a menudo traducidos, que intentaban orientar la representación de los cómicos, y en ellos, a pesar de la opinión de Cotarelo, lo que se presenta de modo prioritario es la interpretación a la francesa para las tragedias, que, en efecto, no encontró demasiada acogida. Sin embargo, en algunos de esos mismos tratados, principios y normas se fijaba otro modelo, natural, basado en la observación y reproducción de las pasiones, que, en cierto modo era nuevo pero que también tenía sus antecedentes, como veremos.[7]

    Merece la pena detenerse un momento sobre este particular pues no es sólo un cambio que se opera en el teatro sino que es, en realidad, una manifestación del que se está dando en la mentalidad de la época.

    La Ilustración no es un movimiento estricta o únicamente cartesiano, racional. De la lectura de Descartes se pasó a la de otros filósofos como Locke o Condillac, que entendían al hombre en su totalidad racional y sentimental, dando espacio a las pasiones, a su conocimiento y expresión artística y filosófica. Este cambio radical, dirigido hacia la comprensión del hombre completo y, por tanto, hacia la comprensión de cuanto le rodea, se va a manifestar en literatura mediante el desarrollo de géneros y motivos de carácter sentimental. Se trataría de lo que podemos llamar "ilustración del corazón", para emplear terminología de la época, ya que son muchos los que consideran que el objetivo del escritor es "dar a conocer el corazón humano".

    Este giro del interés se percibe, por tanto, en las novelas, en las comedias sentimentales, en los ensayos periodísticos. En toda una serie variada de manifestaciones. Pero se encuentra también en el modo de representar. Si el actor tiene que enfrentarse a un nuevo género dramático, como puede ser la comedia sentimental, el bagaje tradicional, adecuado para la llamada comedia nacional, no le sirve y debe hacerse con los instrumentos necesarios para representar esos nuevos modelos y conductas, actuales las más o, en todo caso, distintas de las anteriores. Para mostrar esas conductas se publican los manuales a que antes me referí, que están basados en la observación de las pasiones humanas. Se codifica en ellos, no siempre del modo más conveniente, pues pueden llevar a la repetición y el amaneramiento, la forma de mostrar ante el espectador sentimientos, pasiones, sufrimientos, conductas, etc. La psicología, la fisiognómica y cierto tosco realismo, a veces exagerado al tratarse de la tragedia, se dan cita en estos textos que se plantean como ayuda para el actor, nunca como un estricto modelo que seguir: crítica que, sin embargo, les hizo Bretón de los Herreros años después.[8]

    Es de este modo, mediante un cambio ideológico, como llega a la representación la idea de interpretar de forma natural, dirigida al corazón del espectador.

    Todo ello, por otro lado, hay que situarlo en la polémica sobre si el actor debe sentir o no las tribulaciones del personaje que interpreta. Discusión que en Francia generó cierta polémica en la que participaron los Riccoboni, padre e hijo, cada uno con opinión contraria, y sobre todo Diderot, que desde su Paradoja acerca del comediante reflexionó de modo lúcido sobre dicha alternativa. Para el filósofo, el cómico debía ser un hombre frío, poco o nada sensible, pero sí había de tener las mejores dotes del buen observador, para poder reproducir en la escena los gestos, los tonos de voz, las actitudes distintas de las diferentes emociones que debiera expresar y, así, hacer que el público se emocionara.[9]

    Pero no es éste el único camino por el que el actor concibe o acepta la idea de cambiar, de adaptar su modo de representar. En realidad, la interpretación natural había sido un objetivo reiterado y fracasado desde los tiempos de Lope de Rueda. Así pues, desde la propia tradición española, una y otra vez puesta al día y olvidada, se podían encontrar y se encuentran, como veremos a continuación, ejemplos de autores y actores que piden esa reforma, que no consiste en realidad más que en adecuar al momento presente de la representación ciertas normas, más o menos objetivas y claras, ciertos mecanismos que sirven al actor para comunicar con el público y dar vida al texto. En el siglo XVIII, a esa idea de la representación natural se añadiría el componente pasional o sentimental al que antes aludí.

    Como se sabe, Miguel de Cervantes se ocupó del teatro en numerosos lugares de su producción. Me voy a referir ahora al monólogo de Pedro de Urdemalas en la III jornada de la comedia homónima.[10] Se puede considerar este texto, sin duda leído por todos cuantos se han ocupado del teatro, como uno de los idearios más importantes de ese modelo natural de representación, pero hay que tener presente que no es propia invención de Cervantes, que está basado en cuanto sobre el actor, mucho y bueno, escribió Alonso López Pinciano en su Philosophía Antigua Poética, de 1596. Este texto de Cervantes inspiró otros posteriores, aunque la realidad de la representación estuviera muy lejos de lo que en Pinciano, Cervantes y Lope, desde su Arte nuevo, se proponía.

    El texto de Cervantes es el siguiente y, como se verá, aunque cuanto se refiere a las características de los distintos tipos de actor es tópico –tópico en esa idea de representación natural–, hay toda una serie de novedades e intuiciones de gran valor:

    Pedro.- Sé todo aquello que cabe/ en un general farsante;/ sé todos los requisitos/ que un farsante ha de tener/ para serlo, que han de ser/ tan raros como infinitos./ De gran memoria, primero;/ segundo, de suelta lengua;/ y que no padezca mengua/ de galas es lo tercero./ Buen talle no le perdono,/ si es que ha de hacer los galanes;/ no afectado en ademanes,/ ni ha de recitar con tono./ Con descuido cuidadoso,/ grave anciano, joven presto,/ enamorado compuesto,/ con rabia si está celoso./ Ha de recitar de modo,/ con tanta industria y cordura,/ que se vuelva en la figura/ que hace de todo en todo./ A los versos ha de dar/ valor con su lengua experta,/ y a la fábula que es muerta/ ha de hacer resucitar./ Ha de sacar con espanto/ las lágrimas de la risa,/ y hacer que vuelvan con prisa/ otra vez al triste llanto./ Ha de hacer que aquel semblante/ que él mostrare, todo oyente/ le muestre, y será excelente/ si hace aquesto el recitante.[11]

    De forma sintética, el autor del Quijote está proponiendo, por un lado, unas normas de interpretación naturales, dirigidas al sentimiento del espectador, a excitar su risa o su llanto; unas normas de actuación que califica, de forma que acabará siendo tópica, con un adjetivo en cada caso: grave el anciano, presto el joven, rabioso el celoso, pero, y esto es lo más importante, sin que se note la habilidad o el esfuerzo con que el cómico desempeña su papel. Y, por supuesto, debe olvidarse del manoteo y la afectación en sus movimientos. Por otro lado, Cervantes alude al modo de recitar el verso, cuestión siempre espinosa, y es entonces cuando indica que no debe decirlo con tonillo, sino de tal modo, con tal naturalidad, "industria y cordura", que no se note, pero haga revivir ("resucitar") la fábula.

    Convendrá detenerse un momento sobre dos palabras, "industria y cordura", a la hora de decir los versos, para señalar que con ambas se está filtrando una concepción intelectual de la interpretación, es decir, se muestra que el actor debe controlarse siempre con vistas a impresionar al espectador, causándole esa sensación emotiva, que él fija en la risa y el llanto. La industria supone un esfuerzo, un trabajo, y la cordura una razón que controla ese esfuerzo, tanto en la dicción como en la mímica. No cabe duda de que Cervantes está ofreciendo un modelo natural, realista, de representación, que alcanzaría el éxito si el actor consiguiese "hacer que el semblante que él mostrare, todo oyente le muestre".

    Pero de estas palabras de Pedro de Urdemalas se deriva también el hecho de que Cervantes piensa desde la perspectiva del autor, al valorar sobre todo el texto, ese texto que el representante debe revivir, y al referirse al "oyente", no al espectador, noción que aparecerá más tarde, precisamente cuando desde el siglo XVII se desarrollen los aspectos visuales y escenotécnicos del espectáculo teatral.[12]

    Esta idea totalizadora, en cuanto a la interpretación, que presenta Cervantes, es aprovechada por algunos hombres de los siglos XVIII y XIX que pretenden reformar la escena. A menudo, y casi siempre sin citarle –porque es una idea que está en el ambiente–, ponen al día sus palabras, reiteran sus ideas y muestran la vigencia y modernidad de su punto de vista. Más arriba me referí a los manuales que se publicaron para orientar a los actores del XVIII, pues bien, casi todos ellos desarrollaron también la perspectiva cervantina, componiendo modelos interpretativos basados en la naturalidad, relacionada por algunos con el clasicismo, pero que no siempre está a él vinculada.

    No me voy a referir a actores y autores conocidos, como Máiquez, Bretón de los Herreros o Andrés Prieto, que interpretan y escriben según ese modelo, ni a extranjeros, sino a otros autores y actores del setecientos español y a Ramón de la Cruz, que en algunos sainetes se refiere al actor.

    Será el primero de estos escritores el periodista Francisco Mariano Nifo, que el 12 de abril de 1763, al reseñar También hay duelo en las damas en el Diario Extranjero, comenta lo siguiente de la Ladvenant:

    Todo el cuerpo de los hombres graves […] encarga a la señora Ladvenant tenga muy presentes aquellas palabras de este sainete en que dice: 'ha de mudar de tono, quien mudó de empleo', y así procure dar que admirar al público con la modestia de señora, pues no son ya de este carácter los desenfados de maja. Este es un acuerdo que podrá ser muy conveniente, no olvidado (II, pp. 28- 29).

    En efecto, Nifo se hace portavoz de una opinión, la de "los hombres graves", que pretende la adecuación de la interpretación a los papeles que se representan, no la repetición de un modelo, tradicional y antiguo, gesticulante y exagerado, que, sin embargo, era el que tenía mayor aceptación. Por eso, el mismo Nifo alaba a los actores que son capaces de hacer verosímil una escena, un paso o situación, y así comenta otro de los momentos de esa misma obra, representada en el teatro de la Cruz, el 5 de abril de 1763:

    Puede formar alguna esperanza el público de que las acciones de ambas compañías serán el fondo de su interés y aplauso. Esto lo deduzco de una acción bien ejecutada este día en la comedia […] Padre e hijo hicieron tan vivamente el papel de resistirse, que forcejeando uno en sacar el espadín para vengar su ofensa, y otro deteniéndole para no hacer con el estrépito de la venganza más ruidoso su agravio, rompieron la guarnición, que cayó hecha pedazos en el tablado: acción natural. Esto es hacer el papel revestidos verdaderamente del espíritu de los héroes […]; esto es cumplir el representante con las rigurosas leyes de su profesión, que le mandan haga de tal modo verdadera una mentira, que se haga creer realidad lo que es fábula (Diario Extranjero, II, 12 de abril de 1763, pp. 29- 30. La cursiva en las citas, mientras no se indique lo contrario, es mía).

    Reparemos antes de proseguir en que el periodista se ha referido a la actividad del actor como "profesión", no como ejercicio, que solía ser la denominación más habitual. Esta misma forma de nombrar señala ya el valor y el respeto que Nifo daba a dicha actividad y a sus practicantes.

    He aquí, por otro lado, la idea de hacer verosímil la ficción mediante la adecuación de la interpretación al hecho, al momento y al sentimiento que se representa. Es lo que Nifo ha llamado "acción natural", y natural porque le resulta creíble. En ello insiste, ahora desde la perspectiva de la dicción, mostrando, en contra de lo que se ha venido repitiendo –que es cierto, sin embargo, como verdad general–, que en el mismo siglo XVIII, como ya dije, había actores partidarios de la naturalidad, y que no provenían del clasicismo. Es el caso, por ejemplo, de Petronila Jibaja, ejemplo de suavidad y naturalidad en el verso, y de Manuel Guerrero, que era famoso por su "hablar natural y sin resabios de aldea o lugarcillo". Sin embargo, continúa Nifo, por la fuerza de la inercia, "todo se corrompe, ¿quién creerá que en una compañía [la de Manuel Hidalgo] donde se hablaba más natural nuestro hermoso español, hoy se pronuncia con tanto sonsonete y campanillas, que rompe el oído?" (Diario Extranjero, IV, 26 de abril de 1763, p. 58).

    Francisco Mariano Nifo, atento conocedor de la realidad teatral, tanto que propuso un proyecto de reforma, es uno de los mejores y más seguros observadores de la situación del teatro en los años sesenta porque no se deja llevar por los tópicos, sino que ofrece una visión matizada.[13] Recuerda en muchas ocasiones, o más bien anuncia, la labor de crítico teatral que unos setenta años después llevarían a cabo Mariano José de Larra y Bretón de los Herreros. Los cómicos están desorientados, no tienen quién les guíe pero sí demasiados que les critican sin ofrecer soluciones, esto es lo que denuncia Nifo que, precisamente, hace lo contrario. A juzgar por sus palabras los actores españoles son diamantes en bruto, necesitados de alguien que les "mande y mañosamente los dirija e ilustre […], pues notamos en el día que sin maestros ni ejemplares que imitar (porque tienen muchos que los censuren pero ninguno que los enseñe) hacen cosas buenas, que no conocen, y muchas malas porque el gusto, hasta aquí desabrido, lo apetece" (Diario Extranjero, IV, 26 de abril de 1763, p. 56).

    Y entre esas cosas buenas señala la siguiente: en el mes escaso de representación que lleva la comedia

    se ha visto lo que no ha sido común más de catorce años a esta parte[14]y es que el silencio ha sido el mirón del espectáculo, y no la gritería y el voceo, mientras han durado los actos de suspensión; estos efectos, y otros de mayor naturaleza, irán a más, siempre que no vaya a menos la aplicación y el empeño de sostener las pasiones con aquella viveza, bien regulada, de la expresión que mueva los resortes del ánimo del espectador, con dulzura y no con violencia (p. 56).

    Es decir, que a la altura de 1763 nos encontramos vigente la preceptiva patrocinada por Cervantes, puesta al día mediante aquel elemento a que antes me referí: las pasiones, aspecto nuevo indispensable en la literatura de la época y, por tanto, en la interpretación del actor; la interpretación racional y controlada, "bien regulada" –que eran las cervantinas "industria y cordura"–, y el efecto sobre el espectador, ya sí espectador y no oyente, como era característico del XVI, que se consigue gracias a la suavidad y la dulzura. Pero todo esto se logra si continúa el estudio, la aplicación y empeño por mejorar.

    Algo que en 1781 parece haber flaqueado, como el mismo Nifo nos señala en una visión no muy favorable del estado del teatro, cuando escribe la ya citada Introducción para la temporada de invierno de ese año. La decepción del autor, y seguramente de cierto sector de los actores, se percibe en respuestas como las de Martínez y Garrido, dos de los cómicos que intervienen en esa Introducción:

    Martínez.– Calla, tontona, que no es/ la crítica tan sangrienta,/ tan atroz ni tan terrible,/ que nuestra ruina apetezca./ La crítica sólo quiere,/ la crítica verdadera,/ que hermanemos con el gusto/ la utilidad y decencia.

    A lo que comenta Garrido, con ironía y claudicación:

    Garrido.–Ahí es un grano de anís,/ ahí es una bagatela,/ que hermanemos con el gusto (Recargado),/ la utilidad y decencia (p.57).

    Esa misma indicación escénica, interpretativa, recargado, pone de manifiesto la intención del autor, pero nos dice muchas otras cosas. La época ha cambiado, hay un mayor acoso del movimiento clasicista y entre los mismos actores parece que se van demarcando dos grupos, dos maneras de interpretar, como se deduce de las palabras que poco después dice sobre Garrido –representante de la escuela manotera y gesticulante, contraria a ese gusto que antes recargó– la actriz Francisca Martínez:

    ¿Sabe él más en nuestro oficio,/ que hacer gestos y hacer muecas,/ fruncir la boca y el cuello/ a manera de cigüeña,/ el demonio del bamboche? (p. 60).

    Nifo nos ha servido para mostrar una de las formas en que el modo natural se manifiesta en la España dieciochesca, durante los años de Cruz. Éste también da señales de entender la interpretación del mismo modo en varios de sus sainetes y cuando en el prólogo a su Teatro o Colección de sainetes y demás obras dramáticas…, de 1786, declara que su objetivo al escribir perseguía la reproducción realista basada en la observación costumbrista de la realidad.[15]

    Pero volvamos a la década de los sesenta: en esos años los textos que se escriben defendiendo las distintas posturas ante el clasicismo, el tradicionalismo y, por extensión, la representación natural no se han oxidado repitiendo argumentos manidos y a la larga vacuos. Todavía nos encontramos en esos años ante el intento de explicar la posición propia y comprender la postura del otro, algo que sólo volverá a darse en los años finales del siglo, cuando cambie la opinión de ilustrados como Estala o Moratín ante el teatro clásico español. Antonio Rezano Imperial, dramaturgo del montón, de relativo éxito, es el autor de un interesante cuanto desconocido texto titulado Desengaño de los engaños en que viven los que ven y ejecutan las comedias. Tratado sobre la cómica, parte principal en la representación, publicado en 1768 (Madrid, Pantaleón Aznar). Se trata de un folleto que el autor se proponía publicar mensualmente a imitación de otros folletos y periódicos que comenzaban a proliferar por entonces, como los del citado Nifo o los Desengaños al teatro de Nicolás Fernández de Moratín. En este Desengaño de los engaños encontramos una peculiar forma de entender la labor del cómico y el naturalismo de su interpretación. Si en 1763 Nifo había apuntado tímidamente la necesidad de que a los actores les dirigiera una figura que los enseñara y canalizara sus potencialidades –anticipo de lo que más tarde sería el director de escena–, Rezano presenta una fórmula de puesta en escena, tosca, estática, pero útil para solucionar diversos problemas técnicos de entradas y salidas. Al mismo tiempo se ocupa de proyectar en esa distribución del espacio escénico –que nunca debe quedar vacío– la idea de la jerarquía social que el teatro debe reproducir, una idea todavía de carácter feudal, es decir, la que representaba la comedia antigua española. Sin embargo, y aunque a nosotros nos pueda parecer anacrónica o forzada su distribución del espacio, para él es "la postura que se arregla al natural". Dice así Rezano Imperial:

    El rey [estará] en medio, o persona que domine la acción y, si no, el anciano o ancianos, dándole la derecha a la dama, si es hija o pariente. Pero si no, deberá el anciano ceder, dándosela con la mayor política. Por su orden, todos los demás actores ocuparán los lugares y posiciones, de forma que no se oculten al auditorio; esto es, que a vista de la luneta, que es el frente del teatro, descubran todos los personajes, sin que por muchos que haya en las salidas quede ninguno oculto a la vista, para lo cual el galán deberá arreglar la ocupación del teatro de manera que unos a otros no se confundan, ni hablen por detrás, sino a la vista del auditorio (pp. 19- 20).[16]

    Es decir, que nos encontramos con un director, que sería el galán, y con una plantilla de carácter estamental a la que debería acomodarse la puesta en escena. Una plantilla que es natural porque reproduce el orden social, y válida porque soluciona el problema de cómo estar sobre el escenario, asunto grave en la época dada la general indiferencia a este punto de la interpretación. Rezano, consciente del estatismo de su propuesta, aconseja que el actor pueda pasear por la escena pero no así como así, sino preparando su mutis por la salida correspondiente.

    Pero su visión del mundo parece ser esencialmente estática, pues, salvo estos consejos, la propuesta de interpretación es siempre de carácter fijo, lo cual, por otra parte y a pesar de los defectos que implica, suponía una solución al manoteo y desenfreno propios de la mayoría de los cómicos. De este modo debe interpretar el galán:

    Debe ser […] la postura del galán perfilada, de manera que ni esté de lado al objeto que habla, ni tampoco al auditorio, sino colocado en tal disposición que sólo el juego de la cabeza en un discurso parado haga los movimientos. En una relación hará el dibujo o acciones de ella retirándose o adelantándose conforme pida, pero siempre perfilado; y en los apartes, aspiraciones, imaginaciones y demás actos que pide la comedia podrá mantenerse en la postura perfilada.

    No olvida nunca el autor la doble dirección del discurso interpretativo, hacia el público, externo a la comedia, hacia el personaje al que se dirige, propio para dar verosimilitud.

    Si es aparte, con mirar al frente del auditorio, y cesar la acción sin desarreglar el cuerpo, puede hacerlo; si son aspiraciones, el aliento lo ejecuta; si es imaginación, lo hace el movimiento de bajar un poco la cabeza y poner la mano en la frente, guardando todo lo más natural de estas acciones. Si hace personaje de autoridad y debe tomar el frente del tablado, será en una postura recta proporcional, nada vana ni afectada, sino con la mayor propiedad […], sin que desdiga del que procura imitar (pp. 21- 22).

    Esta propuesta natural, proporcional, apropiada, según el parecer de Rezano, se completa con otras indicaciones dirigidas a facilitar el trabajo de los actores, a hacer su interpretación adecuada al momento de la representación, es decir, a la expectativa del público, pero también a hacer más coherente y verosímil la propia representación dramática, por eso desciende a asuntos que ahora nos parecen obvios pero que entonces no lo eran, por abandono seguramente, como la necesidad de que el actor supiera su papel pero también el de los otros, que llevara la ropa adecuada a la acción, pero una indumentaria cómoda que no obstaculizara su movimiento.

    Rezano Imperial, hombre de teatro que no pertenecía al grupo clasicista pero que deseaba un teatro digno y unos actores profesionales, da importancia al texto, como hemos podido comprobar por su denominación de "auditorio" dirigida al público, pero comprende que lo más importante no es saber bien el verso: "lo más esencial [es] la ejecución y formación de la visualidad de las salidas y lances", lo que debe preparase en los ensayos, que no han de ser "sólo de memoria para los versos" sino también para la ejecución (p. 28). Tanto insiste en este aspecto que, hablando de las características del galán, comenta que la presencia y no la voz ha de ser, por sí sola, la que distinga a unos actores de otros (p. 17), los cuales han de plegarse a lo que pida el carácter que interpretan (p. 18). Todo lo cual ha de hacerse, otra vez, "con la mayor naturalidad" (p.16).

    El texto de Antonio Rezano Imperial es uno de los primeros en el siglo que plantea modelos, normas, consejos de interpretación; una obra original, no traducida ni adaptada, como sucederá en los años ochenta y noventa cuando se publiquen los ya aludidos tratados de declamación. Esta propuesta volvía a restaurar el carácter natural de la interpretación, si bien lo hacía con ciertas peculiaridades y extrañezas, desde nuestra actual perspectiva, que, por otro lado, no dejan de tener su atractivo.

    En este muestrario de textos referentes a la manera de interpretar, todos ellos de carácter realista, quiero referirme a las palabras que Rezano dedica a la profesión cómica y a las cualidades que le son necesarias; en ellas, según lo ya visto, muestra que en la representación del actor intervienen todos sus sentidos y capacidades, que interpretar un papel no es recitar mal una tirada de versos, sino, como había escrito Cervantes, resucitar la fábula que está muerta y dirigirla a mover el ánimo del espectador.

    Es la cómica obra de mucho estudio, y éste muy necesario para ejecutarse perfectamente, pues es manejo de las potencias y sentidos, en esta forma. El entendimiento, para comprender, arreglar y entender en este oficio lo que pertenece a él con las mejores luces, para ejecutar lo mejor en todo lo que por éste ha de servir al efecto. La memoria, para saber con exactitud todos los papeles, salidas, lances, acciones, acasos y demás, para su mayor prontitud en ejecutarlos conforme la comedia pide. La voluntad, para que ya tomada esta carrera de la vida en el oficio, sea el trabajo en ella con gusto, pues para todo papel es necesaria la voluntad de ejecutarlo bien, porque todo disgusto y displicencia en cualquier obra se conoce en ella misma, manifestando el poco gusto con que ésta se ejecuta. Entran luego los sentidos. La vista para regir por ella lo más propio en las salidas y afectos que por ella se manifiestan. El oído, para que por él se gobiernen las acciones al tiempo que se requiere, y aunque el olfato en este asunto no parece necesario, suele a veces en papeles jocosos ser precisa su función para demostrarlo, luego se debe tener exacto para estas cosas. El gusto, aunque materialmente no, el gusto deleitable sí, pues, como se ha dicho en la voluntad, es preciso; y el tacto, por último, para lances en que se pide con regla en las acciones. Luego, si una formación, cual es la cómica, necesita de potencias y sentidos y éstos, aplicados con estudio y cuidado, ¿cómo podrá llamarse cómico quien, no sólo no se apropia ninguno de éstos sino que sin reflexión ni observancia se presenta en el teatro como un papagayo, que dice lo que oye [o sea, lo que le sopla el apuntador], sin comprender cómo ni porqué? (pp. 12- 14).

    A pesar de la expresión algo confusa del autor, este testimonio tiene el valor de ser uno de los pocos que se refiere a la actividad del actor del mismo modo global que lo hizo Cervantes, considerando tanto las nociones intelectuales que debe poseer el cómico como aquellas que se refieren a su "educación sentimental". Y así, otra vez, nos encontramos ante un modelo ponderado que se basa en la expresión natural y eficaz de los sentimientos, las pasiones y emociones. Todo ello presidido por el control que el actor ha de ejercer sobre su interpretación gracias a los conocimientos que debe poseer.

    Tiempo después, en 1788, año de una tormentosa polémica sobre la interpretación actoral,[17] Manuel García Villanueva Parra publicó su Manifiesto por los teatros españoles y sus actores, destinado a vindicar la profesión de actor.[18] García Parra, que llegó a Madrid desde Cádiz, no era un buen profesional, a juzgar por el apodo con que ha pasado a la historia del teatro: "García, el Malo". Era, al parecer, muy amanerado en su mímica y mediocre en general, por eso contrasta con el modelo de naturalidad que defiende en su Manifiesto. Cuando en 1782 debutó en Madrid, Ramón de la Cruz compuso para la ocasión el sainete El gracioso picado. En este Manifiesto, entre mucha morralla y cosa repetida autorizada por el recurso a los Santos Padres, el actor metido a historiador vuelve a tomar las ideas de Cervantes y las recientes de Rezano. Ideas que tienen que ver con la representación natural que, por esos años, se comienza a llamar representación interior. El actor debe tener gran entendimiento y memoria, sin ellos no podrá transmitir al espectador las impresiones necesarias, ni "pintar las pasiones, ensalzando las buenas y vituperando las malas" (p. 19), porque, además, se presenta en las tablas "explicando sentimientos que no reinan en [su] corazón" (p. 4). Recuérdese el debate aludido más arriba, con Diderot, sobre la forma intelectual de interpretar el actor. De este modo,

    ¿cómo [le] será fácil dar viveza a las ideas, si es incapaz de poseerse de ellas? ¿Cómo persuadirá, aun repitiendo el papel más excelente, si no penetra tan vivamente su sentido que supla las expresiones en caso de faltarle? ¿Cómo se revestirá del carácter proporcionado, sin discernimiento, y le explicará con la acción, el movimiento y la voz o cadencia cómica […] que debe trasladar al ánimo más que perceptible el concepto, distinguiendo por la asonancia la parte de la oración, para que lleguen bien discernidas al entendimiento, y se impriman en la voluntad del que oye? (p. 31).

    Y, desde el punto de vista de la interpretación interior, de la forma de mostrar los sentimientos, García Villanueva comenta que en esos años el "estudio está ceñido a manifestar vivamente con la parte muda aquellos sentimientos que en la misma situación explicaría […], porque la acción es el alma" (p. 30).

    Son las mismas ideas que Rezano exponía veinte años antes, pero en esta ocasión ordenadas para el público por un actor que intenta mejorar la interpretación pero también la consideración social del cómico, y que para ello escribe dos obras que puedan contribuir, desde la erudición –es decir, desde un discurso respetado–, a cambiar la idea del actor como alguien repudiable porque no participa de los criterios positivos de valoración. Una, este Manifiesto; la otra, el Origen, épocas y progresos del teatro español, dedicada al duque de Medinaceli y con un poema de José Julián de Castro, otro autor de la línea no clasicista, famoso coplero muerto en 1763 que, de esta forma, con ese poema, se uniría también a la propuesta de García Villanueva.[19]

    Estos testimonios, entre otros, ilustran una línea de interpretación, basada en la naturalidad, que llega desde el Siglo de Oro y que a lo largo del XVIII se fundamenta, además de en la tradición literaria española, en el discurso moderno de la imitación, que considera las pasiones y el corazón humano como los objetivos que el escritor y el actor deben ofrecer a la consideración del público. Estos ejemplos sirven también para mostrar y conocer el interés de los cómicos en la reforma del teatro.

    Para autores como Cervantes, Nifo, Rezano Imperial, Ramón de la Cruz, García Villanueva y otros, el representante no es un ser pasivo que repite como un papagayo un discurso frente al espectador, sino que es un segundo autor, capaz de dar vida a las palabras muertas de la obra literaria y producir sobre el público un efecto: el que ese mismo texto produciría en un lector si, en lugar de ser declamado sobre un escenario, lo leyera en la soledad de su casa.

    A este respecto, como muestra también de la continuidad, es valioso el testimonio de Bretón, que en 1852 (pero ya desde al menos 1831), tratando sobre la relación entre autores y actores, señalaba la importancia de que ambos trabajaran juntos, apoyándose mutuamente, pero destacando que el juicio del escritor era el que debía primar, porque lo importante no era la representación sino la escritura de la obra.[20] La puesta en escena del texto era algo ajeno, ni siquiera complementario. Seguía pesando más el concepto tradicional de poeta, que escribía dentro de un género, el de la "poesía dramática", que el del autor que componía para el escenario, a pesar de que Bretón, en muchos sentidos, debe ser considerado más como hombre de teatro que como dramaturgo.

    Las ideas de éste –y de otros contemporáneos suyos– fueron herederas de las que se han visto aquí, ejemplificadas con textos de semidesconocidos (o desconocidos absolutos) autores del siglo ilustrado, como precisamente Bretón, Larra, Mesonero y otros llamaban a los años que les tocó vivir.

    Notas:
    [1] . Véase últimamente John Dowling, "Poetas y cómicos en la reforma del teatro español: casos concretos desde Manolo y Hormesinda a El Muñuelo y La comedia nueva", en Letras de la España contemporánea. Homenaje a José Luis Varela, ed. Nicasio Salvador Miguel, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, pp. 127- 133.

    [2] . Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Castalia/ Fund. March, 1988.

    [3] . Introducción para la temporada de invierno de 1781, en Francisco Mariano Nifo, Colección de los mejores papeles poéticos y composiciones dramáticas de…, ofrécelas al público D. Manuel Nifo, capitán de los Reales Ejércitos, II, Madrid, Cano, 1805.

    [4] . Como la llama el mismo autor en una "Introducción" al Manolo, existente en la Biblioteca Municipal de Madrid. Ver Emilio Cotarelo y Mori, Don Ramón de la Cruz y sus obras. Ensayo biográfico y bibliográfico, Madrid, Imp. de José Perales y Martínez, 1899, p. 143, y ahora el catálogo Ramón de la Cruz en la Biblioteca Histórica Municipal: materiales para su estudio, al cuidado de Mª Carmen Lafuente Niño y Ascensión Aguerri Martínez, Ayto. de Madrid, 1996, nº 206.

    [5] . Palabras de la edición de 1784, apud Cotarelo, Ramón de la Cruz, cit., pp. 143- 144.

    [6] . Para la escuela de Sevilla, véanse Marcelin Defourneaux, Pablo de Olavide o el afrancesado, México, 1965; Francisco Aguilar Piñal, Sevilla y el teatro en el siglo XVIII, Oviedo, Cátedra Feijoo, 1974 y Piedad Bolaños Donoso, "La escuela- seminario teatral sevillana. Nuevas aportaciones", El Crotalón, 1 (1984), pp. 749- 767. Para la de los Reales Sitios de Madrid, además del libro de Aguilar Piñal, Emilio Cotarelo y Mori, Estudios sobre el arte escénico: Mª Rosario Fernández, la Tirana, Madrid, Perales, 1898 e Iriarte y su época, Madrid, Rivadeneyra, 1897 y Philip Deacon, "The Removal of Louis Reynaud as Director of the Madrid Theatres in 1776", en The Eighteenth Century in Spain. Essays in Honour of I.L. McClelland, ed. Ann L. Mackenzie, Bulletin of Hispanic Studies, 68 (1991), pp. 163- 172.

    [7] . Joaquín Álvarez Barrientos, "La pasión y la reforma de la interpretación: el cómico español en el siglo XVIII", en Los saberes clásicos. I. El actor en sus documentos, ed. Evangelina Rodríguez Cuadros, Universidad de Valencia, 1997 (en prensa).

    [8] . Joaquín Álvarez Barrientos, "Sobre la teoría del actor en Manuel Bretón de los Herreros", Estudios sobre Literatura Española de los siglos XIX y XX. Homenaje a Juan Mª Díez Taboada, Madrid, CSIC, 1997 (en prensa).

    [9] . Denis Diderot, Paradoxe sur le comédien, préf. Georges Benrekassa, intr. Stéphane Lojkine, Paris, Armand Colin, 1992.

    [10] . Javier Vellón Lahoz también se detiene sobre este texto, aunque con otras intenciones, complementarias de las que aquí me interesan, en "El problema del actor en Cervantes: una revisión desde la preceptiva neoclásica", Cuadernos de Estudio del siglo XVIII, 3- 4 (1993- 94), pp. 117- 129. Por errata indica que el texto se encuentra en la jornada II.

    [11] . Miguel de Cervantes, Pedro de Urdemalas, eds. Jenaro Talens y Nicolas Spadaccini, Madrid, Cátedra, 1986, vv. 2894- 2927, pp. 380- 381.

    [12] . Puede verse el artículo de Pedro Álvarez de Miranda, "Una voz tardía incorporada a la lengua: la palabra 'espectador' en el siglo XVIII", en Coloquio internacional sobre teatro español del siglo XVIII, Bolonia, Abano Terme, 1988, pp. 45- 66.

    [13] . Para su proyecto de reforma, Lucienne Domergue, "Dos reformadores del teatro: Nifo y Moratín", en Coloquio internacional sobre Leandro Fernández de Moratín, Bolonia, Piovan, 1980, pp. 93- 106.

    [14] . ¿Por qué catorce años? ¿Será una alusión a la llegada de Carlos III en 1759 y a los cambios que ocasionó?

    [15] . Josep Maria Sala Valldaura estudia otros aspectos de este prólogo, en "Ramón de la Cruz, crítico de sí mismo: el prólogo de 1786", Insula, 574 (1994), pp. 5- 7. Para la cuestión aquí señalada, es decir, la del modelo de imitación, puede verse mi trabajo "Del pasado al presente. Sobre el cambio del concepto de imitación en el siglo XVIII español", Nueva Revista de Filología Hispánica, 38 (1990), pp. 219- 245.

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