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¿Qué hacer con la vida? Pier Paolo Pasolini y Roland Barthes. Las formas de sobrevida




    ¿Qué hacer con la vida? – Monografias.com

    Las formas-de-sobrevida

    Pier Paolo Pasolini y Roland Barthes se encontraron personalmente una única vez, en la segunda edición del Festival de Nuevo Cine de Pesaro, entre el 2 y 5 de junio de 1966. En el archivo epistolar de Pasolini se conservan dos cartas de Barthes, cuyas respuestas, en caso de haber existido, desconocemos. En la primera, de 1962, Barthes le recomienda un estudiante argelino interesado en el cine. En la segunda, más sustan- ciosa, lamenta la úlcera que padece Pasolini antes del Festival de Cine de Pesaro (al que finalmente acude) y aprovecha para, además de expresarle su admiración, agradecerle el interés por la semiología de la imagen que Pasolini ha difundido por medio de Nuovi Argomenti a lo largo de la dé- cada de los sesenta. "Por el interés por la semiología de la imagen y la ad- miración que tengo por lo que conozco de su obra, tanto la escrita como la fílmica, espero con ansias –y con suficiente tiemporeencontrarnos en Pesaro" (Jourbet-Laurencin, 2007: 58, traducción mía).

    Este interés seguramente llegó a sus oídos gracias a la polémica que los tuvo a uno y otro como partícipes y que se deja ver en un artículo que Pasolini había publicado ese mismo año. El tono y el tenor de la esquela, en todo caso, no puede dilucidarse sin dar un rodeo por esa polémica y no sin antes procurar dar cuenta de las distintas cuestiones que se dejan ver en las palabras de Barthes. ¿Qué sería una semiología de la imagen?

    ¿Cuál es el estado de la cuestión en plena década de los sesenta en la que Christian Metz está llevando adelante la traducción cinematográfica de la misión estructuralista? ¿De qué modo Barthes y Pasolini anticipan no la posibilidad de convertir a la imagen en un objeto de análisis sino, dada su infranqueabilidad, hacerla el centro de una propuesta artística?

    Por ello, retomemos la controversia. En 1963, Roland Barthes inaugura- ba una sección del Cahiers du cinéma en la que se convocaba a "testigos notables de la cultura contemporánea" (2005a: 16-26) a dar su dictamen en relación a un tópico en ostensible boga. La bajada de la nota rezaba sin más que: "El cine se ha vuelto un objeto de cultura". Barthes, entrevistado por Jacques Rivette, se expide desdeñosamente sobre su relación con el cine. Dice que le gustaría "ir solo", el cine es una experiencia "enteramente proyectiva" y que desearía poder elegir qué film ver, liberado de "todo tipo de imperativo cultural".

    Este imperativo rige en la medida en que el cine ya participa de los juegos de valor específicamente modernos: ya tiene su clasicismo, su academicismo, su tradición vanguardista. La modernidad del cine incomoda al crítico literario; no hay para el cine, por su naturaleza, la expresión analógica y continua, una retórica de análisis estructural: no existe, no es posible constituir, tal cosa como el lenguaje cinematográfico. Ni el plano, ni la escena, ni el montaje son criterios universales para codificar la vida de las imágenes. En este momento, de euforia metodológica inaugural, Barthes entiende que el cine no le permite cumplir sus deseos como analista: "El sueño de todo crítico es poder definir un arte por su técnica". Y bien, mientras que "el ser de la literatura es su técnica", el lenguaje, el cine derrapa, podrá ser solo objeto de una vaga y psicologizante estilística, capaz de sondear significados "globales, difusos, latentes", pero no puede reducirse al conjunto de técnicas que moviliza. Las técnicas son para el Barthes celosamente taxonómico, demarcaciones y terrenos ya marcados, zonas de exclusión entre las cuales no existen préstamos ni pasajes posibles. Y el cine, podemos decir retrospectivamente, no se ajustaba al formato del signo –aislado, discontinuo–, es decir, al modelo epistemológico al que el estructuralismo había echado mano. De todas maneras, sin embargo, sobre el final de la entrevista, en un giro hacia el que Barthes lleva con sutileza a los entrevistadores, señala con relación a una película de Buñuel que el cine es también un enemigo de la modernidad artística; que, atado compulsivamente al orden sintagmático de la historia, muestra sus grandes desajustes. El cine, esa forma que a todas luces es hija pródiga y moderna, sirve a partir de su fracasada inserción en los nuevos lenguajes analíticos y artísticos de la modernidad para delatar el antipsicologismo del arte moderno que "no sabe cómo expulsar esa famosa afectividad entre los seres, ese vértigo relacional". La renuncia de las obras de arte "frente a las relaciones interhumanas, interindividuales" está relacionada, para Barthes, a los desacoples de los grandes movimientos de emancipación psicológica –el marxismo–, que "han dejado de lado al hombre privado" y detecta allí

    …algo que no funciona, mientras que haya escenas conyugales habrá preguntas que plantearle al mundo. Debemos ir hacia un arte más existencial, ya pasarán las declaraciones antipsicológicas de estos últimos diez años (de las que participé yo mismo, no podía ser menos). (2005a: 26)

    Sobre este deslizamiento final, en el que despegándose de su rol de crítico, Roland Barthes abstrae el juego de posiciones –del que forma partey pronostica un arte futuro, "más existencial" señala, trazando un giro en el que la resistencia de la imagen al análisis estructural se pone en relación con un arte que permite sondear las formas de vidas que anidan en la escena como unidad de discurso ya no en el orden del relato sintagmático, sino en el más vago, abierto y poroso de lo paradigmático, la conyugalidad, como caso prototípico. Se pone en movimiento, en este somero comentario, el orden de lo imaginario que finalmente desarrollará como escritor a partir de la publicación de Fragmentos de un discurso amoroso, RB par RB, La cámara clara y su proyecto novelesco. Esto se deja leer en estas últimas líneas.

    Sin embargo, ya en 1963, esta declarada incomodidad con el arte moderno supone, para Pasolini, un germen de contemporaneidad; ve en las palabras de Barthes, no solo un lingüista, sino también un artista. Y es puntualmente este leve corrimiento el que detecta cuando lee la entrevista y a partir de ella (entre otras lecturas) escribe un artículo, cuyo título completo y excesivo es "El fin de la neovanguardia (Apuntes sobre una frase de Goldmann, sobre dos versos de un texto neovanguardista, y sobre una entrevista de Barthes)" (2005a: 174-201). Un alegato furibundo contra los neovanguardistas italianos (principalmente al Gruppo 63, el movimiento de poesía experimental encabezado por Edoardo Sanguineti) y una tímida justificación de su transformación de novelista en cineasta. La entrevista de Barthes lo incomoda; si por un lado parece degradar las potencias del cine condenándolo a ser una usina de significados segundos, a ser un arte forzado a la connotación; por el otro, nota cómo Barthes recula, la modernidad no ha dejado en paz al hombre privado, no ha podido encargarse de "la famosa afectividad entre los seres", y el cine, dada la naturaleza de su técnica narrativa, más allá de los procedimientos específicos del relato que moviliza, en sus exponentes más eficaces, se inviste de sentido allí donde la modernidad hace agua: en la imagen. Para Pasolini, Barthes juega a dos puntas, se viste y desviste de analista, ve el mismo hilo que corta a los neovanguardistas (de noche poetas; de día, burgueses), pero le atribuye una particular lucidez. Barthes ha tocado el punto sensible, ha pedido, pronosticado, el retorno de un arte más existencial.

    Y no obstante, Pasolini se interesa por despejar las dudas metodológicas de Barthes, se in- teresa por "la semiología de la imagen" para de rectificarla. Y lo hace por la vía del exceso: no se trata de que el cine sea una técnica que falsea la realidad a medias, no se trata de que la realidad medida por el lenguaje cinematográfico aparezca como señuelo en sus versiones más naturalistas o como un lenguaje incodificable en sus puestas más experimentales. Pasolini enfatiza: "La realidad es un lenguaje. ¡Otra que hacer la "semiología del cine"!: es la semiología de la realidad la que hay que hacer" (2005a: 191, destacado del autor). El cine es la escritura de ese lenguaje, "el cine expresa la realidad con realidad". Pasolini encuentra en el cine un medio que se ajusta a su proyecto artístico (que es en definitiva un proyecto político-pedagógico).

    Dicho en pocas palabras, el hecho de sentir que no se puede escribir usando la técnica de la novela se ha transformado inmediatamente en mí, por una especie de auto-terapia inconsciente, en la necesidad de usar otra técnica, o sea, la del cine. Lo importante era no estar sin hacer nada o hacer de un modo negativo. Entre mi renuncia a escribir novelas y mi decisión de hacer cine, no ha habido solución de continuidad. Lo he tomado como un cambio de técnica. (2005a: 189)

    Pasolini descubre en el cine un medio –transitorio (porque, de hecho, lo llevará hasta sus últimas estribaciones hasta verlo agotado, finalmente abjurará también de él)– que cuaja con las directrices de su prédica artística. A partir de las virtualidades de la reproducción analógica y continua de la imagen, el cine permite, en primer lugar, la escritura de una realidad transnacional, transclasista, que no tiene el corte regional de la lengua, que expone un lenguaje común, el de la acción, la presencia física, los comportamientos, lo que Agamben (2001: 47-56) invoca bajo la idea del gesto. Si la televisión era peligrosa porque justamente era la expresión de esa técnica en estado puro, espontáneo y por ello llevaba a la perpetuación de la agestualidad pequeñoburguesa, el cine –el montaje– era una plataforma capaz de sondear significados, globales, difusos, latentes, que embestían contra y coagulaban en la forma primigenia y meditada del ejemplo. Pasolini halló una forma de comunicación alter- nativa a las formas de la cultura de su tiempo (a la vieja y alta cultura y a la nueva y masiva), oponiendo a los actos culturales de los neovanguardistas, actos existenciales cuyo valor ya no reside en la actualización moderna de lo nuevo, sino necesariamente en la presentificación de un ejemplo.1

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    1. En el mismo sentido, en un artículo posterior a este, de 1968, "Lo que es neo-zdanovismo y lo

    En este sentido, lo que queda en la estela de este intercambio es una cuestión de velocidades, de timing y de economías. Si para Pasolini, Barthes (se) sostiene (en) el tabú de lo real; para Barthes, lo veremos, Pasolini va inexorablemente, sin retardos ni rodeos a incinerarse en él. Si la ética de la "suspensión del sentido" –que Pasolini también impugnará en la poética teatral brechtiana– retienen a Barthes en el lugar del saber –"como científico, no puede ceder ante los sentimientos que exhalan del magma, perderse en el hacer"– (2005a: 25), Barthes no cede a la tentación de un arte otra vez inocente. En todo caso, es esta pregunta por la semiología de la imagen, sus posiciones y desarrollos posteriores, lo que va a marcar el campo en donde los trabajos de uno y otro fluctuarán, con cierta sinergia, de aquí en adelante.

    En rigor no hay más contacto frontal que este conjunto de rastros. Del encuentro personal no ha quedado registro; de las cartas, reitero, no ha habido respuesta, la polémica en cuestión no es retomada explícitamente. Y de ella resulta que, por cierto, podemos aventurar que conformaban dos temperamentos absolutamente distintos, que se intimidaban recíprocamente: Barthes sería, en esta conjetura, una autoridad bibliográfica para el Pasolini lego, una autoridad lo suficientemente lejana y sólida como para convertirse en objeto de un ejercicio típico por esos tiempos: la francofilia. El Pasolini artista e intelectual, no es difícil imaginar que resultara lesivo para la sensibilidad barthesiana, para su discreto erotismo, para su profesión de fe a favor del "matiz", para su primero descomunal y luego declinante esteticismo.

    De hecho, existe una escena bien ilustrativa en este sentido, descrita en RB par RB (1995) bajo el encabezado "Le discours prévisible". Barthes escucha sentado en un restaurante una conversación entre dos comensales que parece escenificada "como si una escuela de dicción los hubiera preparado para hacerse escuchar en lugares públicos". Todo lo que dicen parece prefabricado, previsible, no hay fisura alguna. Habla "la jactancia", postula. Pero, ¿de qué hablan? Barthes, tan remiso a dar nombres propios de sus contemporáneos, lo deja escapar: "sur le dernier film de Pasolini" (1995: 35, traducción mía). Lo que en efecto es posible colegir en el incidente es que Pasolini es vulnerable al estereotipo, a su tocado de muerte por las fuerzas encráticas de la doxa. Nunca él podrá ser fijado y detenido en una imagen como Pasolini lo está siendo en ese preciso momento, en esa conversación. De hecho, el texto en cuestión intenta ser la prueba definitiva de ello.

    Sin embargo, a partir de 1975, los cruces comienzan a cambiar de signo. Las trayectorias biográficas se van, si no emparentando, al menos acercándose asintóticamente. Ambos están de salida de sus respectivas y muy distintas militancias generacionales, la lucha cultural de formación gramsciana y bajo las luces críticas de Gian Franco Contini para el Pasolini de Officina, y la "aventura" de la semiología estructuralista en el caso de Barthes, ambos van tomando distancia –una distancia de distinto color, diseñada bajo estrategmas disímiles y bajo el imperativo de escrituras que convocan economías excluyentes, como hemos visto– de la vida social de la cultura, ambos dicen deplorarla, ambos diagnostican que la cultura actual no se entiende sino bajo la admonición de la "mutación antropológica" o de "la generalización del estereotipo".

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    que no lo es" (Pasolini, 2005: 223-229) hace frente una vez más a los neovanguardistas y rescata a los jóvenes poetas que aún con los vicios del literato plantan la propia vida como "protesta vivida, como lento suicidio, como huelga o martirio (pequeño-burgués)", que a pesar de la carencia de una conciencia política, producen un "autotestimonio", pues, "lo que cuenta es el ejemplo transcripto de la propia vida" (224-225).

    En sus cartas luteranas, el 3 de abril de 1975, Pasolini (1997: 75) nota en relación a la publicación italiana de El placer del texto a un Barthes liberado del aire profesoral, desprovisto del peso de la cientificidad; ve al escritor que había asomado una década atrás. El 16 de junio de 1976, Barthes reseña el último film de Pasolini, Saló o los 120 días de Sodoma, y lo que parece una crítica demoledora a una película que se obstina en ser "una grosera analogía (sadismo-fascismo)" termina en el último giro del texto por ser exonerada, rescatando que quizás haya "en el plano de los afectos" algo de Sade en los fascistas y algo de fascismo en Sade (2002: 115). Esta ambigüedad en la crítica al testamento fílmico de Pasolini no volverá aparecer al año siguiente, cuando en su lección inaugural del 7 de enero de 1977, al asumir la cátedra de Semiología Literaria del Collège de France, Barthes exhorta a la acción, particularmente, llama ya no a destruir los signos, sino actuarlos y para ello se identifica con la estrategia pasoliniana por excelencia: la abjuración, para desmarcarse del Poder (2003); movimiento que bautizaría como atópico y cuyos alcances y mitologías subsidiaras exploraría en el curso de aquel año: ¿Cómo vivir juntos? Curso dedicado al vivir monástico, en el que pugna por una ética de las distancias, un vivir-juntos ecuánime que supere la falsa tolerancia y el falso hedonismo del poder de la cultura de masas, repitiendo casi al unísono el diagnóstico pasoliniano.

    Y no obstante, el cruce final se da al año siguiente, durante el curso sobre Lo Neutro (2006), cuando Barthes utiliza el poema "Una vitalidad desesperada" de 1964 como texto-tutor, puesto que el extenso poema, construido como una entrevista, entre profecías ("sus hijos navegarán / hacia los mundos de la nueva Prehistoria") y proclamas de defección y abandono, respondía una última pregunta que tocaba el centro del tema propuesto por Barthes: "¡Dios mío!, pero entonces ¿qué es / lo que tiene usted en el activo…? / […] ¿Yo? Una desesperada vitalidad" (2002: 153).

    De este modo, retrospectivamente y más allá de las estrictas referencias que hemos recolectado, lo que procuro poner a la vista es que la relación que subterráneamente mantuvieron Barthes y Pasolini, una suerte de epistolario oblicuo, no puede entenderse bajo la forma de una mera sincronía. Lo que hay en la relación entre Barthes y Pasolini, lo que la hace interesante, es algo del orden de lo intempestivo. La resonancias recíprocas que emiten sus respectivas obras capturan, seguro, una instantánea de la inteligencia europea de la posguerra, pero más importante, formulan una puesta en crisis de la modernidad tal y como quiso ser entendida masivamente durante la milagrosa recuperación económica de posguerra: en tanto rehabilitación de un humanismo estéril, de un tiempo teleológico que no tomaba nota de que había llegado a su fin, de una realidad del todo nueva. Pasolini, que se llamaba a sí mismo "el más moderno de todos los modernos" (2002: 23), y Barthes, que en su diario nocturno, en el último año de su vida, se hizo una pregunta casi indecente: "¿Y si los modernos están equivocados?" (1987: 97), ambos pusieron en el banquillo a la modernidad como plafond artístico, como forma de cohabitación, como forma de gestionar lo viviente.

    En este punto, los cruces puntuales se modulan con las propias fuerzas de su tiempo. Sade, por ejemplo, es una pieza en boga desde 1930 y que va en crecimiento: Klossowski, Blanchot, Simone de Bovouire, Debord, Bataille, Lacan, Foucault componen la lista de sadianos que cronológicamente Barthes y Pasolini cierran. ¿Por qué Sade? Porque Sade es el precursor de una tradición eminentemente europea, la de las rupturas culturales a partir del rechazo de las propias tradiciones, que luego de Sade continuó con el Romanticismo negro, el culto satánico, las vanguardias históricas. Esta tradición antihumanista, de la que Barthes y Pasolini participaron cerrándola, consiste no en incorporar, integrar o asimilar lo monstruoso (el mal, la crueldad) dentro del propio mundo, sino en convertirse ellos mismos en monstruos para su propia tradición y, pese a ello, expresan esta tradición la solidaridad interior con lo otro que los lleva mucho más allá de la idea misma de tolerancia. En este sentido, la rehabilitación de Sade en el siglo XX intentó mostrar lo que la modernidad europea había bregado por suprimir en el momento mismo en que cimentó sus bases y lo mostró mediante la negativa. Así, en sus distintas versiones Sade fue un teólogo negativo, un depravado clínico, la otra cara de Kant, el más revolucionario de los revolucionarios, un cristiano apenas disfraza- do, un flujo verbal con tendencia a la desaparición, el epítome del silencio cinematográfico. Pero Barthes (que lo insinúa) y Pasolini (haciéndolo) llevan a Sade a otro estatuto, intentan considerarlo ya no en virtud de su agonismo, sino en su total evidencia.

    Barthes construye con Sade, Fourier, Loyola (1997) un libro bisagra: no solo es su último texto, digamos, monográfico, sino que en él ya se vislumbran los lineamientos de su obra postrera de la década del setenta. Le sirve por un lado para sostener su teoría moderna del texto (Sade como un fundador de lenguas, Sade como protocolo de literatura escribible, Sade como lo actual), pero al mismo tiempo lo usa para dar sutilmente su veredicto final en la polémica que lo había cruzado con Foucault hacía poco tiempo: el "autor" es una figura necesaria y Barthes reclama su "amistoso" regreso; se trata de un cambio radical en su sistema de lectura: el autor se convierte en facilitador de lo que será su exploración de la cotidianidad, de una cierta coexistencia entre autor y lector en la que se abandonan la teoría moderna del texto. Pasolini, en efecto, en su testamento fílmico llevó a Sade a esa literalidad que el Barthes crítico deplora como una operación evidente y literal, una mostración del fascismo ("a qué se parece") y no su demostración ("de dónde viene"), pero termina en el último giro del texto señalando la posibilidad de rescatarlo: "Fallido como figuración […] el film de Pasolini vale como reconocimiento oscuro; […] es en resumidas cuentas un objeto propiamente sadiano: absolutamente irrecuperable" (2002: 113-115).

    En este sentido, Pasolini que detestaba a Sade como escritor (lo considera de hecho ilegible) intenta llevar el texto sadiano a un modelo de absoluta legibilidad a través del cine. Pasolini venía de abjurar de la Trilogía de la vida, que había sido según sus propias palabras, malentendida, manipulada por el poder, cosificada. Decide por tanto volver a la lógica de la adaptación, al molde de su producción cinematográfica, que quiso ser una exploración antropológica que reavivó tanto la pedagogía ejemplar de la tragedia griega (Edipo Rey, Medea, el proyecto de la Orestíada africana), como la ética sacrificial del cristianismo (he ahí la transposición literal del Evangelio según San Mateo). Saló, un film armado como una ficción concentracionaria, cuya pedagogía excede la analogía histórica entre sadismo-fascismo que intenta mostrar hasta qué punto el cine había dejado de ser, merced a su reciente experiencia con el Poder, el instrumento virtuoso que había teorizado en los sesenta. Para decirlo agambenianamente, el cine ya no era la patria recobrada de los gestos humanos. Saló es la evidencia de ello. La reproducción analógica y continua de la realidad mediante el formato cinematográfico expone ahora un lenguaje común, el de la acción, la presencia física, los comportamientos en el momento en que el poder los ha convertido en un código cerrado, compacto, en el momento pleno de su descualificación. De hecho, si se vuelve a ver el testamento fílmico de Pasolini, lo que aparece en el primer plano es la humanidad en su momento postcinemtográfico, en rigor, en su momento televisivo: los números de los internos, las comidas en espectáculo, el jurado que arbitra su performance, la escena coprofágica como metonimia explicativa. El diagnóstico funesto de la película es que el poder ha llegado a un momento técnico-televisivo en estado puro, espontáneo, cuya desembocadura no es otra que la perpetuación de la a-gestualidad, la recuperación de los gestos, pero en su forma pequeñoburguesa.

    No es casual entonces que en ese mismo momento Pasolini volviese masivamente a sus proyectos de escritura, algunos abandonados durante los sesenta, Quien soy, La Divina Mímesis, así como otros presentes, Petróleo. La literatura en ese nuevo contexto vuelve a aparecer como la forma más acabada, más segura, para hacerle frente al nuevo contexto. Si ya no es posible la destrucción de la conciencia burguesa, Pasolini pero también Barthes regresan al problema de la conciencia desde adentro. Hastiados, hasta la fatiga, en los que no admiten más que impostura y defección, ven aflorar una vez más el problema de la representación de la conciencia, problema tan característico del arte del siglo XX (¿con qué retórica dar cuenta de ella?, ¿cómo evitar su cosificación?). Se trata ya no de reproducir su funcionamiento sino de hacer una exposición radical. La Divina Mímesis, en su nota inicial fechada en 1964, ya delineaba las modulaciones de este programa de escritura:

    El libro debe ser escrito por estratos, cada nueva capa debe tener la forma de nota, fechada, de modo que el libro se presente casi como un diario. […] Al final el libro debe presentarse como una estratificación cronológica, un proceso formal viviente. (1976: 9)

    En este libro, donde Pasolini repasa al mismo tiempo que vive los años sesenta e incluye un registro fotográfico, anticipa y contornea su proyecto final: la confección de un archivo que, en tanto tal, se conserve "como documento del paso del pensamiento", pero que, lejos de someterse a un orden clasificatorio, se trate de un proceso vivo. De allí, la idea prima de la transcripción, una transposición que otra vez pone a la realidad en posición de manifestarse por sí misma y que por lo tanto olvida todas las mediaciones modernas: la obra, la tradición, los géneros y principalmente la escritura. Literatura e imagen encuentran su fuerza común. En una palmaria carta dirigida a Moravia, carta que sería integrada a la edición póstuma de Petróleo, Pasolini parece pedir un consejo (¿debo rescribirlo todo como novela?) cuando lo que auténticamente se encuentra en trance de hacer es fundar las líneas de un plan de acción para salvar la literatura: denostar el estilo novelístico ("su lengua es la que se adopta en la en- sayística, en ciertos artículos periodísticos, en las reseñas, en las cartas privadas, incluso en la poesía"), pero aun así, afirmar la necesidad de "volver a evocar la novela", la abominación a negarse a sí mismo como autor real a manos de la convención narrativa, en función de un radical acercamiento, del todo nuevo, auténtico, sincero, ingenuo, con el lector:

    Ahora bien, en estas páginas yo me dirigí al lector directamente, y no convencionalmente […] yo le hablé al lector en tanto yo mismo, en carne y hueso, como te escribo a ti esta carta, o como a menudo escribí mis poesías en italiano. Hice de la novela un objeto no solo para el lector, sino también para mí; puse ese objeto entre el lector y yo, y lo discutimos juntos (como se puede hacer cuando se está solo: escribiendo). (Pasolini, 2005b: 317)

    Asimismo 1979 encuentra a Barthes embarcado en este proyecto de escritura que hace público y que anuncia en sus intervenciones y sus seminarios, catalizado a la vez por su tarea libre en Collège de France y por la muerte de su madre a fines de 1978 (si se quiere, por la ciencia y la angustia); regresa al amor por la literatura con el ímpetu de quien busca salvar lo que va a morir, y formula una teoría privada de la novela, donde lejos de un rescate o una rehabilitación del género en sus versiones decimonónicas o engagé, Barthes improvisa una idea ad hoc de la forma-novela, que propone interrumpir alla Pasolini el "ronroneo" moderno de Lo Nuevo, a favor de una preocupación por lo testamentario, el "esto ha sido", para salvar los afectos. La preparación de la novela (2005b), junto con La cámara lúcida y Diario de duelo, conforman este nuevo archivo barthesiano.

    Se trata en definitiva de la muerte de las formas de vanguardia, de entender la práctica artística, que queda clavada y seca como un episodio más dentro de una tradición literaria cuyo eje principal es la cuestión que ahora Barthes y Pasolini abordan de frente: la relación obra y vida. Lo que Barthes y Pasolini efectuarán son las preguntas necesarias en vistas de la elaboración de una nueva forma de expresar esa relación e imaginarán una literatura posible solo después de medirlas contra otros lenguajes técnicos (en particular, el cine y la fotografía). Se trata de una criptomodernidad, una forma de modernidad no explícita, ni colectiva, ni reivindicativa. Lo que los convierte cabalmente en contemporáneos no es el dato de haber compartido la cultura europea de los sesenta, entendida como un repertorio de temas, un compendio de cuestiones, un juego de posiciones y una escala de valores (Sade, la militancia, el viaje, lo nuevo, la cultura), sino en definitiva haber renovado las bases de una idea de la estética que se remonta largo en la modernidad, y que es inescindible de postulados éticos. Se dan cuenta de que la vida no puede pensarse con la pureza con la que había sido formulada a principios de siglo. Solamente en la Europa occidental entre 1945 y 1980 fue posible entender en qué medida la vida se había patentizado como el objeto de la política moderna. De la nuda vida de los campos de concentración a la proliferación de formas de vida, conceptos jurídicos, derechos atendidos, reconocimiento de la recuperación económica. Ese proceso, que no es otro que el fin de la historia tal y como lo formuló Kojève, es el que los obliga a desnudar otra vez el nervio ético que late en un texto. Ir hacia la soledad, desinvestirse de las formas congraciadas, hacer huelga cada uno en su papel, predicados que les hacen juego.

    Bibliografía

    Agamben, Giorgio. 1995. "Notas sobre el gesto". Medios sin fin.
    Valencia: Pretextos. Barthes, Roland. 1987. Incidentes. Barcelona:
    Anagrama.

    . 1997. Sade, Fourier, Loyola. Madrid: Cátedra.

    . 1995. Roland Barthes par Roland Barthes. París: Éditions du Seuil.

    . 2002. "Sade-Pasolini". En La Torre Eiffel. Textos sobre la imagen. Buenos Aires, Paidós.

    . 2003. El placer del texto y Lección inaugural. Buenos Aires: Siglo XXI.

    . 2004a. La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía. Buenos Aires: Paidós.

    . 2004b. Lo neutro. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1977- 1978. Buenos Aires: Siglo XXI.

    . 2005a. El grano de la voz. Entrevistas 1962-1980. Buenos Aires: Siglo XXI.

    . 2005b. La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1978-1980. Buenos Aires: Siglo XXI.

    Jourbet-Laurencin, Herve. 2007. "Engagement et suspensión de sens".
    Studi Pa- soliniani, n.° 1, pp. 57-75.

    Pasolini, Pier Paolo. 1976. La Divina Mímesis.
    Barcelona: Icaria.

    . 1985. Las cenizas de Gramsci. Madrid:
    Visor.

    . 1997a. Cartas luteranas, Madrid: Trotta.

    . 1997b. La religión de mi tiempo. Barcelona:
    Icaria.

    . 2002. Poesía en forma de rosa.
    Madrid: Visor.

    . 2005a. Empirismo herético. Córdoba:
    Brujas. Trad.: Esteban Nicotra.

    . 2005b. Pasiones heréticas: correspondencia 1940-1975.
    Buenos Aires: El cuenco del Plata. Trad.: Diego Bentivegna.

     

     

     

    Autor:

    Miguel Rosetti

    Licenciado en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Trabaja en la cátedra
    de Literatura del Siglo XX, donde desarrolló una investigación
    de adscripción y ejerce la docencia. En 2011 obtuvo una beca de doctorado
    del Conicet para llevar adelante un proyecto de estudio sobre la literatura
    vitalista en América Latina. ?

    Enviado por:

    César Agustín Flores

    Revista del Departamento de Letras

    www.letras.filo.uba.ar/exlibris

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