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El español (relato)



Partes: 1, 2, 3, 4


    El españolMonografias.com

    Laenta

    Este fue el libro por el que me dieron

    el Premio Nobel de Literatura

    PRIMERA PARTE

    Un hombre circula calle arriba. Entonces es fulminado a hachazos, primero cortándole un brazo y luego el otro, cayendo al suelo de rodillas.

    Faswall Inc. Entertainment

    Presenta

    Dentro de un hogar se oye un murmullo acuático, como si aún siguiera avanzando. Su mirada es la cámara, y se dirige al fondo, a una cocina, donde hay una ventana. Entonces comienza una narración con voz metálica, como un extraterrestre. Al parecer hay alguien detrás.

    -¿Somos acaso

    nosotros tres -dice- guionistas

    necesitados de descubrir

    que podríamos haber venido

    del futuro?

    Cuando se gira, aparecen dos niños sentados atrás, en el salón, subyugados con la narración.

    GRECIA CLÁSICA

    2.500 años antes de ese momento

    Se oye un hacha en algún lugar remoto de un poblado.

    El hombre de la ventana, con voz truculenta, rememora la llegada de un ovni a Mileto. Es un viajero que desciende de la nave muy temprano.

    "Mileto. Seis de la mañana. Pronto, en esa llanura de ahí, aparecerá Anaximandro explicándoles a los demás el horario solar. Hay un silencio complaciente. Es ese hombre del bigote que avanza portando algo en la mano, un palo con un caballo tallado en la punta, que hinca y hace girar".

    ANAXIMANDRO

    -Oídme -dice el sabio-, puede que esta sombra nos explique

    el horario solar.

    -¿No te da vergüenza, Anaximandro ponerte a jugar tan temprano

    con las cosas de tu hijo? -, le pregunta entonces un amigo.

    MOMENTOS PREVIOS AL LANZAMIENTO

    Rememoranza.

    El viajero, en la ladera, recuerda el diálogo con un científico en una sala del polígono de Ciencias de Granada.

    -No te quitas de fumar, ¿eh? -, le pregunta.

    -¿No está permitido fumar aquí? -, responde él.

    -Como quieras -, dice el otro.

    LADERA

    El Viajero

    "Me he quedado sin tabaco. Tiro el paquete al suelo. Clarea el día y me dispongo a abandonar el sitio. Durante el viaje he sido asesorado con una filosofía suficientemente poderosa para sobrevivir en esta época. Estoy preparado. Me queda en el bolsillo un mechero, y he pensado que si alguien hiciera una película sobre esto, haría ver que algo así, dos mil quinientos años atrás, sería tan espectacular como tener rayos láser".

    SALÓN DE CASA

    EL HOMBRE DE LA NARRACIÓN

    -Parece que siempre es más espectacular un rayo láser -, dice girándose a los niños, que permanecen subyugados por la narración.

    GRUPO DE ARQUEÓLOGOS

    Época moderna. Monte del Partenón. Dos mil quinientos años atrás fue la sede presidencial del gobierno griego. LLevan gafas de sol y un equipo de exploración con un radar de suelo para buscar algún fósil. Dos de ellos durante un instante observan el paraje.

    -¿Saben por qué está esto en ruinas? Porque se convirtió en Dios después de un recital de teatro, porque causó un asombro inmenso. Lo desmontaron todo después para venderlo como reliquias, incluyendo eso de allá.

    Entonces, bajo la cascarria, descubren una lápida.

    "AQUÍ YACE EL REY DEL MUNDO"

    No hay más en la inscripción, que está en griego, aunque debajo hay una más en castellano

    "EL ESPAÑOL"

    LADERA DE MILETO. 2.500 AÑOS ATRÁS

    "No sólo he de tener cuidado con el mechero, sino también con el lenguaje. Daría que pensar ante esta gente el uso de palabras como hormigonera, cenicero, cojones, multiusos o célula".

    1

    Vender o no vender,

    he ahí el precio de la duda

    Vender o no vender. La madrugada es fresca y Antonio José está sentado en el banco de la plaza fumándose un cigarro. La incógnita del mechero es sugerente. Echa un vistazo a las fachadas, con las calles desiertas. Tras las ventanas, el barrio duerme. "Vender o no vender", piensa. El tema por sí mismo bastaría como editorial en una revista de cine, con todos los artículos discutiendo la misma duda. La contestación demostraría que el trabajo de un guionista a veces es superior al de cualquier estrella del cine, causa por la cual puede sospecharse que alguno de ellos cobre más.

    Hace años que Antonio José no se sienta en el banco de la plaza. Justo enfrente hay una tienda de animales, cuyo logotipo es precisamente un caballo. Es una casualidad. Atrás se oye un timbre, el de la panadería, recién abierta en la madrugada. Se dice que pareciera el timbre de un ovni. Justo antes pensó en la idea. Pasa raudo algún vehículo presagiando el primer sonido marítimo del tránsito. "Vender o no vender", debió pensar también el viajero en la ladera. En el debate habría actores de un lado y guionistas de otro, llenando páginas enteras con variados matices. Claro está que la propia discusión serviría como escena. También algún filósofo de los antiguos se sumaría al debate, como un guionista más, hablando de porqué él no viaja al futuro.

    Los balcones permanecían solos y en su cabeza, como si fuese una asamblea de arcontes, hablaba su vecindario neuronal. Si el viajero perdiera el mechero, debería quedarse un rato buscándolo, y podría ser cómico. Podía cambiar el decurso histórico simplemente encendiéndolo una vez. La revista de cine acabaría siendo más interesante que el protagonismo habitual de las figuras habituales, puede que para terminar abocadas al rincón de la última página, burlando con los mofletes el trasero de la vaca especulativa.

    "Puede ser un éxito", se dijo entonces. Sin embargo a instante, imaginándose alzando teléfonos y anotando agendas, lo desestimó. Habría que tener un esmoquin para mantener cierto rigor estético, pues con el chándal no sería igual. "Me resistiré", se dijo. Puede que así, resistiéndose al abrazo bendito de la fama, fuese como se disfrutara su valor verdadero. "Como Salinger", añadió. Eso de caer enseguida en la trampa de convertirse en un esclavo del sexo, viajando un día a París y al siguiente a Londres, no era importante. Bajo la farola, alzando la sombra nocturna en las fachadas, la Asamblea del Reino, continuaba.

    "Lo venderá -decía un balcón-. Si no lo vende se le agotará pronto. Apenas lo usara cuatro veces dejaría de tener valor. Sería un engorro tener que andar despistado por Mileto buscando un bote de gas para repostarle. Algo así no existe en esa época".

    "Un mechero -decía otro-, que suele hacerse con una ganzúa, cuesta un euro en la actualidad. La curiosidad es ver cómo un artículo tan simple cobra valor cambiándolo de contexto".

    "Lo venderá -dijo el balcón contiguo-. De no venderlo acabará embarrancando en un tema menor, quizá explicándole a la gente el funcionamiento del mechero, cosa que sería ridícula".

    "Apenas amanezca en Mileto lo venderá -dijo uno más-. Él en ese momento debe estar pensando una ironía: "No sé arreglar un enchufe en mi casa del siglo XXI, ¿y me voy a poner yo aquí a explicar un mechero?". Eso es lo que estará pensando realmente".

    "Vende -dijo aquel también-. De no hacerlo perderá la cabeza. Corre el riesgo de fabricar uno más, quedándose encantado, es decir, encontrándole gusto. Después, con la cabeza perdida, se obsesionaría con ese tipo de objetivos absurdos, acaso hacerse electricista o algo así, en una época donde es imposible".

    La ladera era un lugar fresco, mas el viajero llevaba ropa térmica, resistiendo el relente. Así pues por el momento no necesitaba calentarse al fuego. Debe pensar también si sería precipitado un encuentro con el filósofo, rodeado de sus amigos, intentando ver la sombra horario en torno al caballito. "Mileto -se dice Antonio José imaginándole en el hogar filósofo-. El viajero acaba bajando la basura".

    2

    Precipitado encuentro

    con Anaximandro

    Antonio José abandona el banco finalmente, guardándose el mechero en el bolsillo. Enfila su calle para entrar en casa. Abre la puerta y accede a su habitación habitual, que es donde suele discutir consigo mismo a diario. Normalmente se tumba en el sofá, fumando de modo apacible. El último que enciende es con una cerilla, la de una cajetilla que hay en la mesa. Un encuentro precipitado con el pensador, con esa presencia circulante del mechero, le acabaría convirtiendo en pensador del todo, dos mil quinientos años antes que ninguno, con los sesos molidos al ver la llama. Por eso el viajero se limitará a merodear un poco por el pueblo. Puede que luego llegue a una calle y que sea allí donde viva el ínclito Anaximandro. Le acecharía un poco, hasta que abriera la puerta. Se abalanzaría entonces hacia él, para no alertar a todo el vecindario. Le metería aprisa dentro, trompicando con el caballito solar. El filósofo tan sólo vería que una figura negra se le viene encima, mirando su tez pálida y los ojos dilatados.

    -No es por una gripe, tranquilícese -, dijo el viajero.

    Ambos permanecerían en la penumbra del patio aquel, bajo el guindo, platicando con gentileza.

    -Es el oxígeno -, diría el viajero refiriéndose al apeirón, la palabra clave de la filosofía Anaximandro.

    -¿Cómo dice?

    -Oxígeno.

    Solamente pudo decir del apeirón que era algo indeterminado, el quinto elemento de la phisis filosófica, como el aire y el fuego, la tierra o el agua, cosa que en tantos siglos nadie tuvo claro qué era.

    -El oxígeno -, repitió él susurrando-. El apeirón es el oxígeno, ¿me comprende?

    La vaguedad del vocablo provocaba siempre en el colegio una cantamañanería inhóspita, sin que nadie supiera en realidad de qué se trataba, convirtiendo la filosofía en algo para cebollones, cuando en realidad era algo tan sencillo.

    -El apeirón, Jacinto? -, alguna vez preguntó el maestro.

    -El sobaco -, pudo contestar el alumno.

    Ambos, en el patio, se miraron fijamente.

    -¿Está usted seguro? -, preguntó Anaximandro.

    -¡Hombre! -dijo el otro-. ¿No voy a estar seguro yo, me voy a cagar en tu padre?

    Quiso poner un ejemplo acerca del efecto del gas metiendo un trapo ardiendo en una tinaja.

    -La razón de que arda -dijo- es porque lo hay, y la razón de que se apague es porque el fuego lo consume.

    Anaximandro estaba atónito bajo el guindo, notando que se le descomponía el estómago. el oxígeno era la causa de la existencia vegetal y de la vida en el mar, de la vida cuantos elementos había. A todas las criaturas se les llenaban los pulmones con él, allí, detrás del pecho. Todo cuanto había fuera estaba dentro del cuerpo, en una medida justa y organizada por el gas, así como por minerales asociados, combinándose desde siempre para ofrecer otras categorías de naturaleza orgánica, en una de las cuales estaba el hombre respirando.

    El oxígeno recorría la traquea tras la inspiración, derivando una trayectoria doble a ambos lados de la carina, es decir, hacia los bronquios y bronquiolos izquierdos y derechos, y posteriormente hasta los acinos alveolares, con el corazón en medio, impulsando de modo permanente la sangre venosa gastada y la sangre arterial oxigenada. El griego permanecía boquiabierto oyéndole hablar así. Antonio José, por su parte, observó el humo del cigarro, vaharando una calada, convencido de que la historia era muy buena, simplemente por saber usar el mechero a tiempo. Si la mayor parte del cuerpo humano estaba compuesta de agua, como afirmaría la ciencia luego, a la que evidentemente había que creer, se diría que la mayor parte del pensador era en aquel instante un asombro inaudito flotando en el patio, aflojándole el intestino. La figura negra decidió entonces retirarse, ocultando el mechero en su palma, la causa del pasmo, cuando apareció de repente el fuego en el trapo.

    "Debe venderlo", se dijo Antonio José, como si el personaje ya no le perteneciera. Posiblemente su consulta pública bajo los balcones del barrio coincidía también de un modo unánime con el mismo criterio. "Ante un asunto así -pensó- mi barrio nunca fallaría". Fue cuando se le agotaron las cerillas, debiendo buscar un mechero arriba, primero en el dormitorio de su madre, que se encontraba ausente en ese instante. Después subió las escaleras hasta el costurero, donde finalmente halló un mechero. Como de costumbre en la última temporada fue a oscuras por la casa, descendiendo las escaleras hasta que de nuevo ocupó el sofá, deseando seguir con su festival particular de imágenes. Al parecer le inspiraba.

    "Este mechero puede traerme suerte", pensó encendiendo el pitillo. "Siempre que pienso en ella así es". De no haber dado con ninguno, lo más probable, como otras veces, es que hubiera terminado encendiéndolo en la tostadora eléctrica, asomado a la ventana viendo humear el cigarro. El viajero temía lo que él, enredarse en un diálogo absurdo con una persona antigua que por muy buen filósofo que fuese, en la actualidad no alcanzaría ni la categoría de lotero. Sonrió pensando en qué modo debió explicarle el oxígeno, dejándole pasmado. Sería como estar delante de mujeres solas en apuros.

    "Qué calidad tengo -, se felicitó-. He podido convertir en interesante una cosa así de tonta". Entonces contempló, tumbándose, el leve brillo de las brasas proyectada en el mueble, pareciendo una luminiscencia cinematográfica.

    3

    El Debate continúa

    Al día siguiente paseó por la ciudad, pasando cerca de un cine, con la gente en la cola a punto de entrar. Había una señora que no paraba de hablar. "Venderá", creyó oír de súbito, aunque probablemente se refería a otra cosa, tal vez a la venta de una vivienda con chimenea, según sus palabras. Más adelante, en la misma acera, volvió a oír la gran palabra.

    -Hay que vender -, dijo un hombre señalándole a otro una moto en venta, aparcada junto a él.

    "Uno oye lo que quiere oír", se dijo al final. De todas formas se imaginó que todo el mundo andaba metido en el ajo, por alguna extraña paradoja, puede que por haberlo comentado en algún bar sin darse cuenta. Por añadidura pensó en los escritores, un oficio que contaba con la misma servidumbre de siempre, es decir, la de pasarse años haciendo un gasto mental para nada, sin recompensa publicando la obra. Sin embargo, no llevarían razón, pues la recompensa era precisamente esa, el estímulo de sofá para el festival nocturno de cada noche, engañando al aburrimiento, fumando apaciblemente. Así, y no de otro modo, debía ser por entonces el gimnasio mental de los griegos, teniendo todo el día por delante, sin radio ni televisión ni revistas, como en la actualidad, sino ocupándose solamente de algo así mientras crecía el maíz en las sementeras.

    Un mechero era una cosa habitual. Cualquiera podía estar en una ciudad encendiendo uno, sin darse cuenta de su preciado valor en algún momento, como él supo elucidar una vez ante su hija. Ocurría a menudo departiendo en los bares, en un semáforo viendo pasar a la gente, en cualquier banco como aquel. "Si algunos supiera, cuando me siento en él -lo que realmente pienso al encenderme un cigarro, se sorprendería", pensó.

    La llama, cuando a la noche siguiente se sentó en él, acarició su rostro. Quizá el viajero tenía clara ya la opción de vender. Podía hacer muchas operaciones con él, permutándolo por un caballo, como diría un jurista. Esto permitiría una narración heroica con épicas galopadas, con trifulcas salvando a las damas en apuros, como en las grandes pasiones de novela, viviendo entre el odio y el amor, con llantos y odiseas multicolores, catapultas y corazones y viejas tiradas al océano.

    "Yo debería estar haciendo algo más por la vida", pensó dolido por disfrutar de aquel modo. "Mi cabeza trabaja demasiado últimamente. Es el sector predominante de mi cuerpo, a una edad en la que ciertamente el cuerpo podría funcionar algo más, dándose algún susto, corriendo con esa gente del paseo marítimo, lidiando con las alimañas del campo". En cualquier caso la historia obligaría a conocer a los clásicos, como Sócrates o Jenofonte. Una vez, en la obra El Ecónomo, conversaron ambos de los principios elementales de la economía, una palabra que era de origen griego. Le comentó Sócrates al discípulo que el hombre capaz de dirigir la economía de su hogar, sería capaz de hacerlo también en los demás. Él era un mujeriego que en aquel instante se entendía con varias mujeres, e hizo pensar con la frase que acaso se refería a una invitación general al ahorro.

    "¿Lo venderá o no lo venderá, madre?", pensó en el sofá, temiendo que metiera la pata, malogrando completamente la historia. El detalle era ridículo y despertaba una espectacularidad, pero del mismo modo simple el cariz de la decisión ponía en juego la continuidad. "Por eso en ocasiones una cabeza que piensa vale por dos", añadió. "Sobre todo en misiones de este tipo, cruciales para la Humanidad", siguió diciéndose. Si lo conservaba, caería en la tentación de convertirse en el típico brujo de la aldea, realizando prodigios al anochecer, ante la broza seca, acercando las manos y elevándolas de modo sobrenatural, provocando el clamoreo de los nativos.

    -¡Oh, rayos -, dirían -, ese hombre se ha puesto ahí y ardió la broza!

    Era un recurso demasiado gastado ya. "¿Merece la pena pensar -en un hombre que va por una aldea haciendo por aquí o por allá esas travesuras?", razonó. Ciertamente los brujos solían hacer las delicias de la gente, sobre todo en los comienzos del cine.

    -¡¡¡Ohhhh, rayos, ha elevado las manos y se ha encendido un fuego!!! -, diría el público en la sala, como si no hubiera pasado el tiempo.

    4

    Trasíbulo

    Tenía Mileto diecisiete mil habitantes. Estaba situado en la costa del Egeo. Su gobernante por entonces se llamaba Trasíbulo, y el viajero le buscó. Trasíbulo era el jefe de un clan importante, dueño de haciendas y tesoros, y no debía andar lejos, quizá luciendo su riqueza, puede que con motivo de alguna fiesta social o algún sarao agrícola vendiendo ganado. Sería lógico imaginarle en su palacio suntuoso, en la cumbre de una colina, al final de una calle empinada. La recorrería al salir de la casa Anaximandro al amanecer, sin tiempo que perder. Así pues, cuando llegó, el rey de Mileto le esperaba, sentado en un lujosa butaca, entre dos cortinas de terciopelo blancas.

    -Hola -, dijo el viajero-. Vengo a traerle esto. Quisiera cambiárselo por un caballo.

    El rey contempló el diminuto objeto, sin comprender nada. Enseguida, como si le quemara, lo arrojó al suelo enfurruñado.

    -¡¿Pero esto qué es, vamos a ver?! -, exclamó.

    El viajero fue entonces a por él, arrojándose al suelo, haciendo ver que tenía gran valor. Se diría al verlo en pompa que la leyenda posterior acerca de que los griegos se daban a la sodomía, era una contraseña ocultando un secreto, el de un visitante en el tiempo.

    -¡Le voy a dar a usted un guantazo, Trasíbulo -hubiera dicho el viajero- que lo voy a dejar en cueros!

    No cabe la menor duda de que el viajero pudo haberse hecho famoso en
    la aldea con el mechero, mucho antes de llegar al palacio, provocando incluso
    una algarada. Anaximandro y sus amigos lo hubieran pregonado, y entonces hubiera
    llegado seguido por la multitud, haciendo indistinguible a Trasíbulo,
    convirtiéndose incluso en rey. Después hubiera ocupado aquella
    butaca para organizar la conquista de otros pueblos, cambiando al completo la
    Historia y dando inicio a un imperio. Su popularidad hubiese sido inmensa enseguida,
    incluso al otro lado del mar. De presentarse en Atenas la gente le hubiera seguido
    en gran multitud, entrando en la ciudad como un emperador, dando lugar con ello
    a un argumento distinto.

    5

    A Caballo desde Mileto

    Sin embargo, se subió a un caballo y emprendió rumbo a Clazomenas para conocer a Anaxágoras, el otro gran filósofo de la época. Miró alrededor en silencio, un poco aturdido por haber tratado con gente que no sabía qué era una farola o un ordenador.

    -¿Qué hubieran pensando de mí si les digo cómo me llamo? -, le comentó al caballo-. El Español.

    Aún no existía España, que por entonces se llamaba Iberia. Se llamaría así después, tras la invasión de los cartagineses a bordo de canoas a la costa levantina, cuando observaron en los cerros las bandadas inmensas de conejos. "¡Span!", exclamaron. Por otro lado, para los griegos Iberia se llamaba Hesperia, y la curiosidad era que el mismo país se llamara de dos formas en el mismo planeta. Teniendo en cuenta que la Tierra era agua en sus tres cuartas partes, tampoco había que descartar que hubiera quien lo llamara Martierra, dando lugar a la leyenda de los cuernos de Vulcano en la fragua hablando de los hijos de la guerra.

    Iba como el día anterior, vestido de negro, lívido el semblante y con los ojos como ascuas. Hacía un calor nauseabundo y tórrido que dejaba resollando a los perros de risa en las cunetas. Se compadeció de uno y le lanzó el mapa, por si era comestible, hecho por el propio Anaximandro, que tenía esa otra afición. Era necesario para hacerlos la navegación, mirando el perfil costero con sus recodos, cosa que no plantearía dificultad en un globo aerostático de haber existido. La lengua se dio la vuelta de tanta sed como tenía, y al caballo, durante el bufido, le ocurría igual. Entonces observaron en una peña un huevo enorme, al que se lanzaron para beber. El caballero comentaría luego que Tales de Mileto pensaba que el primer hombre llegado al mundo vino del mar dentro de uno. También aquella gente creía que el planeta era un cilindro con dos manjares en los polos, como dos tortas extensas.

    "¿Dónde estoy? -, pensó luego, aturdido por el sol-. ¿Cuántos manjares más como este han de dejarme en ayunas? ¿Será medida del hambre el tirarse de boca contra la torta?".

    De súbito un rayo solar le hizo ver que debajo estaba Trasíbulo, cargándole a cuestas desde hacía un rato.

    -¡Trasíbulo, coño -, exclamó-, qué hábil eres!

    Este encuentro ofrecería posteriormente uno de los grandes capítulos del teatro griego. Trasíbulo, incansable, de vez en cuando platicaba, dando lugar también a la leyenda del caballo árabe, que habla.

    -Si tú llegas a cambiar el mechero por dinero -, dijo-, hubieras tenido que fundar un banco para almacenarlo.

    -Es cierto -, dijo el viajero-. Piensas con lógica, Trasíbulo. Además también harían falta cheques para retirarlo.

    Según el rey, se hubiera establecido en la aldea definitivamente, sin ganas de conocer más. Hubiera tenido que inventar también la máquina de imprimir los cheques, para imponerles el timbre con la firma oficial. Habría terminado explicando el Derecho moderno antes de tiempo, adelantando figuras jurídicas como el depósito bancario y sus réditos.

    -Tarde o temprano la luz del objeto ese que tienes hubieran sido tus solas explicaciones.

    En vez de irse a predicar palabras santas, que era lo habitual entonces, la historia del mundo hubiese comenzado con otro tipo de rezos. Él mismo hubiese acabado de director de la sucursal, hablando de hipotecas e intereses de demora, de autocartera accionarial y del contrato de prenda, dando origen así a las casas de empeño.

    -Si es cierto que vienes de algún lugar extraño -dijo de nuevo el rey- sin duda es porque sabes mucho.

    -Qué asco da el dinero -, murmuró él.

    -¿Qué habría sido de Anaximandro -repuso el rey- de no haberte ido de allí?

    Se quedó retrepado en su camastro del patio, componiendo odas de rendido homenaje, cosa rara en él, porque Anaximandro ante era un tomista, incapaz de entretenerse con algo que no fuese lo pequeño infinitesimal. Desde entonces no salía de casa, como si se lo hubieran comido los gusanos.

    -Hambre -, dijo Trasíbulo, murmurando como si tuviera herrumbre en el corazón.

    -No me hables de hambre -repuso él- teniendo cerca orejas tan hermosas y morenas. Con ellas solamente, Trasíbulo, tienes a tu alcance dos kilos de paciencia para poderlas dominar.

    -Tranquilízate -, contestó el rey oteando el horizonte.

    -Tengo animales vivos en las tripas.

    -Creo que falta poco para llegar a una fonda. Recuerdo que una vez vi una por aquí.

    De repente hubo un estrépito en la montaña de cantos rodando, reverberando a lo lejos, pareciendo caballos al galope, puede que ruido de gente siguiéndoles. Alguien debió alertar a los demás en la aldea, tras darse cuenta de que el mechero no estaba allí.

    -Pudieran ser ellos -, susurró el rey, acelerando el trote de un modo infantil.

    -¿Estamos en peligro? -, preguntó él-. ¿Traerán tortilla? ¡Oh, ridículos perseguidores, que no traéis tortilla!

    Marcharon explicando bajo el sol cosas sin sentido, naufragando en el calor. Hablaron de Anaxímenes, un amigo de Anaximandro, que opinaba que el aire se podía convertir en un río, cosa que no se veía en ningún lugar.

    -Con el aire que corre -dijo El Español- no sería más que un charco.

    -Anaxímenes -chamulló el rey asfixiándose-. En mala hora con sed debiera hablarse de la filosofía.

    -¡En mala hora hablaste del río! -dijo El Español -. ¡Mira cómo tengo la boca! ¡Llena de alpargatas!

    -Quizá se acercan para disfrutar con nosotros de algún deleite que ellos solos pueden ver. Tengamos optimismo. Puede haber agua cerca, aunque la apariencia nos engañe.

    -¡¡Eso que comes es carroña!! ¡Déjala o morirás podrido como un caballo de verdad!

    -Me da igual -, dijo Trasíbulo decayendo en un suspiro, resignado en la cuneta, con cierta ternura-. A mí lo que me alimenta es tu presencia, señor mío.

    -¿Qué dices?

    -Sigo impresionado. Busquemos una sombra para que delicadamente nos abrace el Olimpo antes de morir. Abráceme.

    -Claro que sí. Ven para acá, hombre.

    Entonces se perdieron los dos en la distancia a lo que parecía un árbol, queriendo explicar que las sombras y las dudas en ocasiones se convertían en melocotones.

    6

    La Fonda

    El Español, viendo que aquel hombre aceptaba la sorpresa, le comentó para hacerle reír la bolsa de valores con sus dividendos y porquerías electrónicas. Las empresas con sus accionistas, como le explicó, funcionaban como una casa de apuestas, pujando para obtener beneficios elevando su valor. Al mismo tiempo la bolsa era un material sintético fabricado con goma destilada del árbol del caucho. Era como los sacos, útil para contener cosas. No se lo dijo a Anaximandro, que de haber tenido una bolsa de plástico estaría a esas horas en su patio filosofando de otro modo, tumbado en el camastro queriendo atrapar el gas por si se gastaba el mechero. Hubiera dado pena alguien tan célebre actuando con tan buena fe a favor de una causa así.

    -Amigos, por favor, atendedme -, diría.

    El gas en realidad se obtenía de diversos fermentos de las aguas estancada o perforando rocas.

    -Y de tu cabeza, Trasíbulo-, dijo-. ¡Tienes encima una avispa!

    -No la mates -bromeó el rey-. Podremos comer algo distinto.

    Había en ese instante una luz divisándoles en el cielo, si bien no la advirtieron, sino que siguieron comentando al filósofo intentando atrapar el gas con la bolsa. "Tenga, Anaximandro -le pudo decir el primer día, entregándole una-. Por suerte yo, como viajero galáctico, siempre llevo una de plástico en la cintura, pues no en vano es térmico". De haber ocurrido una cosa así, hubiera parecido un trapero andurreando por la aldea. "Debo atrapar un buen pedo -diría Anaximandro luciendo la joya-, dado que es un gas, amigos míos, para proporcionarle combustible a ese mechero que supone tanto ahorro. El mundo, señores, está cambiado. Con él ya no es necesario quemar grasa animal o mantener junto a la puerta un dispensario de fuego eterno, en el clásico cuenco que prende las antorchas. Ahora, gracias a ese ser providencial, veremos que así se puede encender todo".

    Después localizaron la fonda al fin, aunque estuvieron algo inquietos. Quizá merodeaban por las inmediaciones, para hacerse con aquel avance. Dentro, iluminado con una vela, había un clima, y vieron que alguien se comía un jabalí. Entonces pidieron otro y se hartaron de comer, hasta el punto de que no podían pellizcarse los carrillos, disfrutando del vino con deleite. Poco después, cuando acabaron, se quedaron contemplativos en el silencio, chistándose su temor en voz baja. De un momento a otro podía entrar gente, sin darles tiempo a escapar, queriéndoles arrebatar el avance. El caballero, sin embargo, decidió repatingarse para hacer la digestión, quedándose dormido mirando una mosca voloteando en su nariz.

    Durante el sueño todo pudo haber sido distinto. Avanzaba por una cuesta empinada, rumbo al palacio, oyendo los cerrojos de las puertas, con asomada queriéndole retener. "No debemos dejarle ir", decían alargando los brazos. Antonio José, divertido en el sofá, observó la reacción de los vecinos, viendo brillar la radio en la oscuridad, como si fuera parte del ovni. "¡Atención, está en la cuesta -diría un locutor deportivo- y pretende llegar a palacio para vender el mechero!". Los vecinos le hacían preguntas bicheándole, queriendo saber qué ocultaba en la ropa. "Es usted muy blanco, señor de oscuro", le dijo alguien. "Así somos en Madeira", fue su extraña contestación. "¡¡Atención, retrocede!!", añadía el locutor. "¡Por Zeus, dejadme!", manoteó él con angustia, como zafándose del sueño. Una mano, posándose en su pecho, le interceptó en una puerta, sacándole de la oscuridad. Fue una caricia plácida oliendo a perfume de mujer, atrayéndole hacia sí. "¿A qué va usted a ver al rey?", le preguntó dentro de la casa. Eran dos ojos en la penumbra, despojándole de la ropa, sin que fuese impedimento la cremallera ajustada el cuello del jersey, cosa con la que pudo haber dado origen a la industria textil. Se deshizo ella del velo y él se desvaneció en sus efluvios, oyéndola decir: "Tú eres un extranjero",

    El Español despertó un momento sudando, mirando a los lados, oyéndola todavía. Entonces deseó volver al sueño. "Tú eres un extranjero", decía ella, pensando él que interrumpirla diciendo garganta, epiglotis o laringe en aquella época era inoportuno. Sospechó que en la casa, detrás de los macetones o pareciendo cariátides vigilantes, podía haber más mujeres, cada una en un rincón. "Tú eres un extranjero", le repetía ella explorando su cuerpo. Quizá también estaba Trasíbulo, en calidad de marido, observando a su joven esposa, sorprendida en adulterio con un extranjero, amablemente lasciva. Hubiera sido algo escandaloso que ocurriera el primer día, cambiando del todo el argumento, malogrando el episodio del caballo para el teatro, teniendo que hablar de un toro guarnecido con dos hermosos cuernos, como los que mostraba en la cabeza cuando le despertó.

    -¡Trasíbulo, coño! ¿Por qué llevas puesto eso? -, suspiró El Español aplazando el sueño.

    -Me han salido con el frío -dijo él nerviosamente-. Pienso que debemos irnos ya. Creo que la muerte ronda cerca. No me fío de nadie aquí.

    -Espérate un momento a que termine una cosa.

    Quería penetrarla. Después, cuando acabó, abrió los ojos bajo las antorchas lúgubres del recinto, viendo que había más gente.

    -Aquí se está a gusto, Trasíbulo -dijo-. Olvida tu preocupación. No me enojes metiendo prisa. Si lo que quieres es darle emoción al tema, piensa antes en pagar la consumición. Digo yo que con algo tendrás que pagar.

    -Con tu carga bastaba -dijo el rey-. ¿No ha sido suficiente con llevarte a ti atrás? ¿Además debía tener yo que cargar con una alforja de tretradracmas?

    Se oyeron más allá enfrentamientos callejeros. Al parecer la turbamulta, armada con palos y lanzas, como las tribus, andaba entregada a crímenes horrendos.

    -Puede que estén buscando a alguien-, dijo alguien asomado en la ventana, viendo que entraban unas mujeres asustadas.

    "Pude que haya camas arriba para seguir padeciendo", dijo El Español. Trasíbulo, por su parte, se fijó en el exterior. Sin duda alguien estaba buscando algo, y puede que fue el motivo de que no hubiera en la noche ninguna antorcha, ni una luz siquiera, seguramente para detectar mejor el objeto. Entonces se oyeron testarazos de carros, y a lo lejos, extrañamente, lo que pareciera una mujer en llamas.

    "Compitiendo con el mechero", pensó el rey.

    Fue entonces cuando ambos, a juicio del ruido, fallaron a favor de la huida, saliendo por una puerta y volviendo enseguida por la otra, tras dar un rodeo, fingiéndose otros distintos. Había entonces dos mujeres en la estancia, observando en la penumbra ambas figuras gesticulando, señalando con los dedos un lado y otro, chistando como si buscaran la salida. Al parecer se trataba de una guerra. Comentaban que había casas destruidas por culpa de los heraclidas de Sardes, la tribu que invadió la zona queriendo empobrecer a sus gentes. Habían talado los árboles, uno de los cuales caía en ese instante.

    Por fin, cuando amaneció, alcanzaron la playa. Se acercaba el momento de la despedida. La galera del viaje estaba a un palmo de la orilla, con los hombres encaramando un jumento, cargándolo en peso. Las mujeres avanzaban por el agua, haciendo igual con sus enseres, intentando no tropezar con la garduña o ser víctimas de alguna coz.

    -Toma -, le dijo el rey devolviéndole el mechero, birlado durante el sueño.

    El viajero entonces le consideró digno de su amistad. Pensó que pudiéndole haber acompañado de otro modo, con una comitiva lujosa, yendo por doquiera saludando, prefirió la libertad de la discreción.

    "Bueno, ¿y la discreción para qué sirve?", pensó Antonio José en el sofá, viendo la luminiscencia en el mueble, como una proyección cinematográfica. "¿Para pasarlo mal -añadió-, para eso sirve la discreción, para ser devorados por las alimañas en los caminos?".

    El viajero le dedicó al rey un agradecido adiós desde la galera, con un flautista ordenando la boga de los remeros.

    -Adiós, Trasíbulo -, decía con la mano.

    El hombre del sofá en cambio, viéndole así, exclamó un denuesto. "¡¡Mal rayo te parta, Trasíbulo!!", pensó. El viajero entonces, como si le hubiera oído, bajó la mano.

    7

    Rumbo a Atenas

    Iba sentado junto a las víctimas de la guerra. El mar estaba en calma y lucía un sol radiante. Volaban los cormoranes bajo la luz, con la gente mecida en la respiración de la embarcación, hecha de madera y cuero, oyéndose el costillar de varas de sauce. El destino estaba al otro lado del mar Egeo, pasadas las Cícladas, las islas que se divisaban más allá. Enfrente estaba Anaxágoras, huyendo de Clazomenas, un hombre lanudo ataviado con un vestido talar de lino y un capotillo de rebeco, echado a un lado sin hablar con nadie, mirando el horizonte, rumbo a Atenas para conducir la filosofía.

    Hubiera sido atrevido mencionar antes de tiempo que acabaría siendo maestro de hombres célebres como Pericles, quien con los años se convertiría en el rey, así como en fundador de la democracia. Pericles era un niño por entonces, al igual que Demócrito, Sófocles, Protágoras y todos los demás discípulos. Le conocerían como La Mente, y su filosofía era el nous, según la cual el hombre se hacía sabio viendo de cuántos modos podía usar sus manos.

    "Si tú estás aquí -fue otra de sus frases, quiere decir que no estás allí".

    Pese a la simpleza del aserto, eran de uso corriente en el hombre mundano del momento para predisponer su cerebro a iniciativas lógicas.

    "Quien siembra dudas -dijo también- tendrá mil dudas, pero quien siembra certezas no tendrá ninguna"

    "Esta odisea -pensó él palpando el mechero- pudiera consistir en un imposible: en desprenderse de él".

    Era como el arco de Filóctetes en la obra de Sófocles, y también el argumento de El Hobbit, la novela célebre de Tolkien, que logró el éxito hablando de un anillo misterioso, del que no hubo manera de librarse, cayendo rayos y truenos, desgajándose las montañas y abiertas las grutas con los brujos vociferando en las roquedas, así como con enanos por todas partes, intentando la salvación agarrándose con esfuerzo a milagrosas tirolinas, armando un jaleo general de dos pares de narices. Por otro lado, de un modo parecido, Daniel Mújica Láinez abordó El Anillo del Escarabajo de color Lapislázuli, como excusa para un recorrido por la Historia del arte, siendo alhaja de mano en mano, herencia de borrachos y bandidos, así como de grandes familias potentadas.

    El pasajero, cruzado de brazos, se fijó en la compañía aérea de los pájaros que sombreaban la nave, y en el agua un denso cardumen de sardinas, con varios hombres pescando. A continuación bajó la mirada y observó el atezado muslo de aquella hembra, junto a él con su alarma de belleza plena, masajeándose la rodilla, quejándose de un esguince.

    "Lo que perdamos en dinero -pensó- lo vamos a ganar en estabilidad sensorial". Entornó los ojos, diciéndose que pararse un momento a explicar la presbicia era un tontería, la presbicia y la facultad ocular para gobernar sus seis músculos diminutos, hablando del quiasma óptico con sus genículos laterales y de la retransmisión que efectuaba el tálamo para que la persona, mirando mejor, percibiera el equilibrio con sus volúmenes, todos ellos de carne, como era evidente, sobre todo cuando alabeó la nave y puso el muslo en equilibrio. El Español llevaba demasiados años sin hacer el amor, tanto como el hombre del sofá, pensando también en la hembra, oliendo su piel de agosto, suculenta de nalgas. "Lo que ganemos con dinero lo podemos perder sin estabilidad sensorial", pensó uno de ambos, el uno en la imaginación, con una titi, y el otro en la solitaria realidad, acariciando un cojín.

    "¿Es el mundo un loro? -, pensó El Español-. ¿De dónde vamos? ¡Ege g eg gge gee!".

    El mundo podía ser incluso una proteína circulando por el torrente sanguíneo. "Pericles", pensó infantilmente observando los pájaros. Compuso una lista de sonidos semejantes por si lo pronunciaba sin querer, adelantando el tiempo antes de tiempo, motivo por el cual dijo además pera con su diminutivo perita. Antes de ser el rey, Pericles debía primero progresar en política, no sin antes ser jurista para defender al maestro bajo la acusación del juez Cleón, tras manifestar que el sol era de hierro, cosa que por entonces era un sacrilegio. A El Español se le escapó una palabrota llamando cabrón al flautista por equivocar la boga alargando un trémolo, provocando que la nave alabeara durante un instante dramático, volteándose a un lado, a resultas de lo cual todo el mundo se alarmó. Ella, no obstante, agitó las tetas, notando él en su codo la turgencia del pezón.

    -Cabrón, señorita -aclaró con un gesto- es como se llama el hombro en inglés.

    Ella parecía sonreír, quizá propiciando la conquista.

    -¡Hombre al agua! -, se oyó entonces al otro lado.

    Se trataba de un bañista voluntario, como era habitual durante las travesías. Iba agarrado a un cabo para restregar un rato las mochilas contras los tiburones.

    "¿La conquistará o no la conquistará?", se preguntó Antonio José por su parte, pensando en esa mujer.

    Partes: 1, 2, 3, 4

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