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Inmigración y Literatura: Italianos (página 3)



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En muchos de los textos que leímos aparece el inmigrante como una persona laboriosa, que logra un bienestar económico valiéndose de su habilidad en distintos oficios o en el comercio. En América, ellos trabajarán duro para lograr un bienestar y para brindarles a sus hijos un futuro mejor, aunque algunos de estos hijos no sepan agradecerlo. Muchos inmigrantes se ocuparán en la misma tarea que en sus países de origen; otros, deberán aprender nuevas formas de ganarse la vida.

Marío Bunge destaca la laboriosidad de los inmigrantes, cuando dice: "Me hubiera gustado vivir mi vida adulta entre 1880 y 1930. Esa fue la Edad de Oro del País. Fueron los tiempos en que vinieron montones de gallegos y gringos a trabajar duro y a enseñar a trabajar con su ejemplo. Entonces fue cuando nacieron la agricultura a gran escala, la industria nacional y el Estado moderno. En esa época se pasó de la barbarie a la civilización. (…) Es verdad que también se cometieron crímenes tales como la guerra genocida y rapaz contra los indios. Pero en definitiva lo bueno pesó más que lo malo" (14).

"En esa época –afirma Carlos Ibarguren en La historia que he vivido– aparecían millonarios que pocos años antes habían llegado al país sin un centavo en el bolsillo o con muy poco capital. Era el caso de Carlos Casado del Alisal, español; de Pedro Luro, vasco francés; de Ramón Santamarina, vasco español; de Eduardo Casey, irlandés, propietarios todos ellos de enormes extensiones de campo; o de Nicolás Mihanovich, dálmata, que empezó como botero y ya era dueño de varias empresas de transporte fluvial, algunas con sede en Londres; o de Antonio De Voto, italiano, fundador de un barrio en Buenos Aires, al igual que Rafael Calzada, español, o de Francisco Soldati, italiano y muchísimos más cuyos apellidos hoy figuran en los rangos de la más alta sociedad".

Evoca el sentimiento que impulsaba a todos por igual: "Un optimismo irresistible, un frenético entusiasmo contagiaba a todos. A los argentinos, que veíamos la súbita transformación de nuestra modesta República en una nación rica y opulenta. Y también a los extranjeros que estaban embarcados en la aventura fascinante del progreso, la riqueza y la mágica transformación de sus vidas" (15).

"Los argentinos conocemos bien las virtudes de los inmigrantes: Quien se sobrepone a grandes dificultades será, posiblemente, una persona valiosa para el país que lo recibe", escribe Clara Obligado (16).

En Buenos Aires

Los escritores del 80 se refirieron al trabajo que los inmigrantes realizaban en Buenos Aires. En Juvenilia, Miguel Cané – cuyo nombre se recuerda vinculado con la Ley de Residencia – evoca al enfermero que trabajaba en el Colegio Nacional de Buenos Aires y su personal castellano: "Debìa haber servido en la legiòn italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algùn soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la època en que fue portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algùn corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciaciòn especial: Levàntasi, muchachi,/ que la cuatro sun/ e lo federali/ sun venì a Cordun. Perdiò el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres que, hacièndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de calle (17).

En la casa de Quilito, protagonista que da título a la novela de Ocantos, trabajaba una italiana: "Un apetitoso olor de guisado salía de la cocina abierta, donde una genovesa cerril movía espátulas y zarandeaba cacerolas, envuelto en el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas"" Más adelante dirá de esta mujer que cantaba "un aire de su país, con acompañamiento de platos y cacerolas". Habla también Ocantos de un "italianito vendedor de diarios" y de Rocchio, un corredor de Bolsa, "un hombrazo con muchas barbas, italiano con sus ribetes de criollo". Al igual que la genovesa, este hombre es descripto por Ocantos con rasgos animales: "un italiano atlético, cuadrado, con las crines erizadas, cuya voz era un rugido; (…) Trabajador, eso sí, como una mula de carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía un minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo más de su cuenta del mes" (18).

En "La casa endiablada", de Eduardo L. Holmberg, aparecen italianos de humilde condición, carreros y verduleros, holgazanes y supersticiosos (19). Despectiva es la imagen del tachero italiano que Cambaceres nos presenta en En la sangre, un hombre vulgar cuya herencia genética será nefasta, a criterio del escritor. Idéntico desprecio manifiesta hacia los paisanos del tachero, hacia el gallego portero de la universidad y hacia un bearnés, a los que considera seres indignos de integrar la sociedad argentina (20).

En "Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura", escribe Francis Korn: "todos los habitantes de este edificio con tres patios tenían ocupaciones variadas, los hombres y las mujeres. Había sastres, modistas, hojalateros, vendedores ambulantes de diversas mercancías, albañiles, lavanderas, verduleros, almaceneros, empleados de zapatería" (21).

Carolina de Grinbaum recuerda, entre los habitantes del conventillo, a un italiano que había alcanzado bienestar: "Llegada la hora en la cual los vecinos que compartían nuestro patio se sentaban a la mesa, nosotros también lo hacíamos. Al tiempo, los ajenos aromas deliciosos me invadían por entero, en especial los desprendidos de las viandas bien surtidas de la familia de don José, en bonachón italiano, de abultado vientre, propietario de un floreciente puesto de frutas y verduras en el Mercado de Abasto (simbolo de prosperidad en esa época)" (22).

Hizo la América el italiano evocado por Luis Pascarella en El conventillo: "Don Pascuale trataba de igual modo a todos los inquilinos del conventillo, sobre todo a sus paisanos. Mocetón, de 31 años, más bien bajo de estatura, fornido, con grandes mandíbulas, nariz abultada y ojos duros y saltones, hacía mucho tiempo que se dedicaba a la explotación de conventillos e gran escala. Mal sastre en sus comienzos, dejó el oficio improductivo para dedicarse a su nuevo negocio, cosechando en pocos años una mediana fortuna" (23).

Rubén Héctor Rodríguez evoca, en "Extraño chamuyo", a otro propietario: "En el conventiyo del tano Giacumín/ se armó la de San Quintín/ a causa de extraño y sórdido chamuyo. (…) Me buchonearon con el patrón/ y, cabrero, desalojó el jaulón" (24).

Pero no todos veían cumplidas sus expectativas. Esto es lo que destaca Renata Rocco-Cuzzi: "En los mismos años 30, el hermano de "Discepolín", Armando, escribe sus grotescos denunciando el primer fracaso en la Argentina del ascenso social. El fundador del grotesco ríoplatense describe cómo los inmigrantes que vinieron a "hacerse la América" en realidad quedaron encerrados en los conventillos hablando en cocoliche" (25).

Esa lengua hablarían los personajes que evoca Gustavo Riccio, en su "Elogio de los albañiles italianos" (26). Precisamente a uno de estos trabajadores peninsulares, establecido en Mar del Plata, canta Eduardo Martín La Rosa: "Probaste todos los trabajos./ Al fin, la cal y el rojo ladrillo/ se metieron en tu sangre./ Volabas por los andamios./ Tu silbido triste, enamoraba a las nubes" (27). Italianos eran, asimismo, quienes fabricaban ladrillos. Relata Luis Alposta que los primeros pobladores de Villa Urquiza, en la ciudad de Buenos Aires, fueron "Los 120 obreros traídos por Seeber para extraer la tierra, en su mayoría de nacionalidad italiana. Ellos terminaron arraigándose y construyendo sus hogares con los ladrillos fabricados por ellos mismos" (28).

Duro era también el trabajo del abuelo de Orlando Barone, quien se había empleado en el puerto (29).

Otros italianos eran barrenderos; la Avenida de Mayo "de continuo era recorrida por las "victorias de plaza" cuya caballería impuso la necesidad del barrendero municipal, aquel a quien los chicos le gritaban ¡Musolino!, sin saber el por qué del apelativo itálico" (30). Por esa avenida, transitaban el vendedor de "escobas y plumeros, por lo general italiano con bigotes de carabinero" (31) Fray Mocho describe, entre sus muchos personajes a un italiano vendedor de longanizas (32).

Hubo bomberos entre los italianos. "El 2 de junio de 1884 la colectividad italiana fundó el Cuartel de Bomberos Voluntarios de La Boca, el primero del país. (…) El segundo cuartel de bomberos voluntarios en el barrio surgió el 9 de enero de 1935, cuando Francisco Carbonari, capitán de los Bomberos Voluntarios de La Boca, se alejó por diferencias que hoy nadie sabe precisar y fundó el cuartel de Vuelta de Rocha en lo que era su sodería. Cuenta la leyenda que el hombre empezó yendo a apagar los incendios con su camión de reparto y que su primer socio y fundador fue el pintor Quinquela Martín" (33).

Y pasteleros, como los fundadores de "Los dos chinos". Corría 1862 cuando "dos inmigrantes, recién llegados de Italia, transitaban por el húmedo empedrado de Buenos Aires y al detenerse en la esquina de Chacabuco y Potosí, decidieron que ése sería el lugar para fundar su pastelería" (34).

El padre de Roberto Raschella, establecido definitivamente en la Argentina en 1925, se dedicó a la sastrería. Cuenta el hijo en un reportaje: "En un viaje anterior, mi padre se había iniciado en el oficio de sastre, con un maestro legendario, Cirillo, un italiano que murió de la "mala enfermedad". Yo nací en el mes de la revolución del 30. Después llegaron años duros para la familia, nos mudábamos constantemente, siempre a casas con buena luz natural. Era común entonces ver a un sastre trabajando detrás de una ventana" (35). Sastres e italianos eran, asimismo, el padre de Antonio Berni (36) y los abuelos de José Marchi (37) y Griselda García (38). Y el padre de Ana María Neve, quien lo evoca con estas palabras: "A fuerza de vender en la feria/ papas, diarios y recuerdos/ y por la noche coser puntadas/ a mano, transpiración y talento./ Para que nunca conozcamos/ ni hambre, ni sufrimiento" (39).

El italiano que llega a la Argentina, en Santo Oficio de la Memoria, abre una funeraria con su socio, sospechado después de asesinarlo. Ya viuda, su mujer lava ropa para los vecinos, y el hijo de ambos trabajará en la compañía de trainways y en los Ferrocarriles del Oeste (40). Fue italiano Angel Alfonso Di Césare, el inventor del colectivo.

Las mujeres de escasa instrucción, además de trabajar en el hogar y ocuparse de la crianza de los hijos nacidos allá o acá, se dedicaban al lavado y al planchado. Lava la italiana que evoca Amalia Olga Lavira en "Estampita": "Friega lienzos, camisas y vestidos,/ en el fondo, la donna, en la pileta/ y en fuentones y tachos florecidos/ hormiguitas de sol hacen gambeta" (41).

Otras son las ocupaciones de las peninsulares que evoca Oscar González
en "La anunciación": "Pronto supo que América/
No regalaba nada/. Y tranqueó el empedrado camino del taller./ O sentada
a la Singer enfrentó los aprietes./ O resistió en las chacras
heladas y granizos" (42).

En las provincias

En las provincias, los italianos desempeñaron distintos oficios. En el discurso pronunciado con ocasión de otorgársele la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina, dijo Ernesto Sábato: "En el siglo pasado, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar una tierra de promisión. Se instalaron en la ciudad de Rojas, donde tuvieron un pequeño molino harinero" (43).

Los inmigrantes trabajaron asimismo en el adoquinado de las calles. Lo recuerda José Luis Corsetti, quien afirma: "De las canteras de Tandil salió gran parte del empedrado de las calles de nuestro país. Los picapedreros españoles, italianos, montenegrinos y yugoslavos fueron, desde 1870, personajes entrañables que dejaron cuerpo y alma, cuando no la vida, en cada cincelada" (44).

Hugo Nario describió la dura vida de los picapedreros: "Despeñarse, quedar aplastado por el desprendimiento de piedras o cascajo, perder un ojo reventado por una escalla o por un pinchote mal templado, morir destrozado por una voladura imprevista, caer bajo las ruedas de las zorras que bajaban cargadas de material desde lo alto de la pendiente, o carros cuyo control de descenso se perdía, y volcando arrastraban por el precipicio a caballos y conductor. Y en todo tiempo, el arresto, el allanamiento, las redadas, días y meses de encierro, la amenaza de la deportación, a veces sin proceso" (45).

Estos hombres fueron alcanzados por la muerte de a decenas, en un tórrido verano porteño. Escribe Vázquez-Rial: la gente "caía muerta en las calles: los cadáveres eran ya cuatrocientos cuando el casi eterno presidente Roca visitó la Asistencia Pública: la mitad correspondía a trabajadores del empedrado público. No había enfermedad: era el sol. Se suspendieron todas las actividades entre las once y las cuatro, y se recomendó higiene y ropa holgada" (46).

Los italianos trabajaron en los frigoríficos de Quilmes, La Plata y Berisso. "En la localidad de Berisso estaba el frigorífico Armour La Plata S.A. que inició sus operaciones en 1915. Entre dicho año y 1930, el 60% de su población obrera estaba constituida por hombres y mujeres provenientes de Europa y Asia" (47).

Algunos logran un buen pasar. En prosperidad vive el personaje de José Luis Cassini -"Ya nadie lo sabe; él mismo ha olvidado que es el dueño del conventillo y de la primera usina eléctrica del pueblo" (48).

Otro, encuentra la muerte en su negocio. En Matanzas se afincó el gringo Sardetti, a quien Juan Moreira, protagonista que da nombre a la obra de Eduardo Gutiérrez, mata por no pagar la deuda que tenía con el gaucho. "Los paisanos habían quedado helados; Sardetti estaba más muerto que vivo, y Moreira, arrogante y altivo, con la daga en la mano y la manta de vicuña volcada sobre el brazo izquierdo, estaba allí como el ángel del exterminio. -O pagas sobre el acto –dijo imperiosamente Moreira-, o te abro como un peludo. -No tengo plata –balbuceó el pulpero en una especie de estertor, mientras el paisano que desde un principio había tratado de evitar el lance, se cruzaba delante de la daga de Moreira, diciéndole: -No te pierdas, hermano; el gringo no vale la pena y vas a tener que huir del pago" (49).

Fausto Burgos y Abelardo Arias evocan a los italianos agricultores que se establecieron en Mendoza. El primero refiere en El gringo (50), los abusos de los que eran víctimas los trabajadores –nativos y extranjeros-, mientras que Arias, en Alamos talados (51), describe el trabajo de los viñateros italianos.

En su poema "La Condra", Fulvio Milano canta: "Así la llamaba el abuelo italiano. No sé/ qué significa este nombre. Condra,/ la yegua blanca que atábamos al sulky./ ¿Qué voy a hacer, Dios mío, con este/ nombre raro/ a través de la gente, a través del olvido?/ La Condra, impredecible de caprichos en/ los caminos rurales,/ batía al aire los remos nerviosos, disparaba/ por fantásticos ríos/ tronaba el abuelo, y yo veía palidecer/ en tambaleante escorzo el angustioso sueño/ de la llanura" (52).

"Generalmente todos decían que eran agricultores –manifestó el profesor Jorge Ochoa de Eguileor-, porque una de las condiciones para poder venir a la Argentina era que fuesen agricultores. Nunca habían visto la tierra, y los que la habían visto, la habían visto en su pequeña casa del caserío donde tenían su cerdo, y donde tenían su vaca y alguna gallina" (53). Así fue como se vieron obligados a aprender un oficio que les resultaba desconocido, para poder subsistir en la nueva tierra.

En la memoria de la Colonia San José, donde vivieron piamonteses, afirma Alejo Peyret: "He visto en esta Colonia, montañeses que nunca se habían aproximado a un buey y les tenían un miedo espantoso, por más mansos que fueran. Habían arado con caballos, y había también algunos que nunca habían arado. Habían solamente carpido algunas varias cuadras de tierra en las faldas de los Alpes. Venían pues a América a hacer su aprendizaje de agricultura" (54).

El esfuerzo de mucho tiempo se veía destruido por la plaga de langostas. Y el indio era una amenaza siempre presente: "Vista a la distancia, la epopeya de la inmigración parece aureolada por la leyenda y el heroísmo. Cruzar el mar, arar la tierra, levantar el trigo rubio como el cabellos de los inmigrantes, todo suena a poesía y así es presentado el período fundacional por escritores y poetas, como por ejemplo José Pedroni, que cantó como pocos a la gesta civilizadora y sobre todo al nacimiento de Esperanza. Pero si en un principio los agricultores araban con el Rémington a la espalda, teniendo en el horizonte el fantasma del indio, es de imaginar la cantidad de dramas y de fracasos, de renunciamientos y de miedos que se sucedieron y que debieron ser superados para llegar a la victoria final", afirma Hugo Mataloni (55).

La finalización de los contratos ocasionaba que familias enteras se trasladaran en busca de otro campo para trabajar. En un viaje por Santa Fe, Gladys Onega y su padre ven a "los expulsados de la tierra": "vimos un carrito del que tiraban una mujer y un hombre, cada uno de su vara; en ese carrito pequeño y angosto llevaban su casa. Allí habían cargado los muebles, los hierros de labranza, un baúl, atados de ropa y todavía cabía una cama donde unos chicos y la nona se amontonaban y se tapaban del sol con la colcha blanca de algodón ahora ennegrecido, que había formado parte del ajuar europeo y que tantas veces había visto en las casa de chacareros, atada por sus cuatro puntas al respaldo y a la piesera de hierro de la cama. Debajo de ese toldo trataban de salvarse del terrible castigo del sol y del bochorno de la tarde con el aire que debía soplar por los costados libres. Detrás del carrito venían unos muchachos que empujaban aliviando el esfuerzo de sus padres" (56).

En Santa Fe se instalan los Vairoleto. El padre, Vittorio, "encontró diversas ocupaciones temporarias y también fue arrendatario, con variada suerte. (…) tuvo que buscar conchabo en obras de construcción de las líneas ferroviarias y otras tareas estacionales. Para la trilla se tomaban horquilleros, carreros o "pistines", fogoneros y aguateros; el trabajo era de sol a sol, y los maquinistas lo pagaban a su antojo. También se conseguían changas para embolsar y coser, o en el transporte y almacenamiento de las estaciones, pero había que deslomarse hombreando bultos de setenta kilos por el "burro" y subir al trote cuando se cargaban los vagones" (57).

Los agricultores inmigrantes fueron tema de poesías. Alfredo Bufano canta a los italianos: "¡Salud a ti, fuerte hijo de la loba romana,/ hijo del heroísmo y de la santidad,/ el que a su espada, dueña de milenaria gloria,/ trueca en armas benditas de trabajo y de paz!/¡Salud a ti, el de la estirpe de César/ y de Virgilio, el que pone el mismo afán/ al labrar tierra propia y al labrar tierra ajena,/ o al esparcir semillas que otros cosecharán!/ ¡Salud a ti que derramas el resplandor de Roma/ por los caminos del mundo con manos de eternidad!" (58).

En "Ese inmigrante", Virginia Rossi canta: "Se llenaba de espigas/ los puños y los brazos/ y su paso medía/ la soledad del campo" (59).

Pero no todo era trabajar la tierra. Un italiano aplica aquí su vasto conocimiento musical. Luigi Gusberti, protagonista de El laúd y la guerra, escrito por su hija, Martina, fue "director de la Banda Sinfónica en la capital de la provincia del Chaco y fundador de las bandas musicales del colegio Don Bosco", entre otras actividades (60). Otro italiano, Antonino Malvagni, creó las bandas militares de Tucumán y la Banda Municipal de Buenos Aires. A la música se dedicó Santo Discépolo, el napolitano llegado a Buenos Aires a los veinte años, padre de Armando y Enrique Santos. Y Feliciano Brunelli, Pascual De Rogatis, Angelo Ferrari, José Libertella, Arturo Luzzatti, Adolfo Morpurgo, José Zaninetti, Vicente Scaramuzza, Silvano Picchi y Pascual, Miguel y Domingo La Salvia.

Inmigraron los actores: la familia Podestá, Pierina De Alessi, Guido Gorgatti, Gianni Lunadei, Diana Maggi, Iris Marga, Delfy de Ortega, Angelina Pagano, Gino Renni, Darío Vittori, Rodolfo Ranni, y la periodista Canela, entre otros. También los cineastas Federico Valle, Luis César Amadori, Mario Gallo, Mario Soffici y Angel Mentasti, el director teatral Elio Gallipolli y el productor Nino Fortuna Olazábal, los cantantes Ignacio Corsini, Roberto Maida, Alberto Marino, Alberto Morán y Piero, y los fotógrafos Florencio Bixio, Angel Paganelli y Benito Panunzi, pionero de la fotografía.

Vinieron de Italia los escultores Antonio Pujía, Líbero Badíi, Beatriz Cazzaniga, Pietro Costa, Juan Del Prete, Víctor De Pol, Luis Giorgi y Alcides Gubellini. Y los pintores Alfredo Lazzari -maestro de Quinquela y Lacámera-, Vito Campanella, Juan Cingolani, Víctor Cúnsolo, Arturo De Luca, José De Monte, Lorenzo Gigli, Mara Marini, Ester Pilone, Nica Concilio, Elisa Amenduni e Ida De Vincenzo.

Eran italianos los arquitectos Tamburini, Meano, Gino, Aloisi, Juan B. Arnaldi, Juan Antonio Buschiazzo, José y Nicolás Canale, Luis Caravatti, Pedro Fossati, Francisco Gianotti, Luis Giorgi, Raúl Levacher, Carlos Morra y Francisco Salamone, los constructores Udina y Mosca, los ingenieros Constantino Devoto, Alula Baldassarini y Di Tella. Es italiano, asimismo, el arquitecto y pintor Clorindo Testa.

También filósofosJosé Ingenieros y Rodolfo Mondolfo- y educadores: Pedro Scalabrini, Matías Calandrelli, Victoria Gucovsky de Fikh, Josefina Passadori, Lidia Peradotto, Fabiola Tarnassi de Schilken.

Inmigraron los religiosos Juan Cagliero, Alberto De Agostini SDB, Marcos Donati, Rafael Gobelli, Mario Pantaleo, Antonio Quarracino, y Artémides Zatti.

Syria Poletti llegó en 1945, contratada para enseñar italiano
en la Asociación Dante Alighieri. Nora Candiani, protagonista de su novela
Gente conmigo, es traductora pública. También fue traductor el
siciliano Antonio Aliberti. Inmigraron los escritores Antonio Dal Masetto, Martina
Gusberti, Renata Donghi de Halperín, Roberto Giusti, Julián Centella,
Enriqueta Lebrero de Gandía, Alfonsina Storni, José Portogalo,
Antonio Porchia y María D" Alessandro, y el editor Vicente Bucchieri.

***

En su mayoría sin estudios, los inmigrantes se las ingeniaron para que sus hijos pudieran estudiar. Haciendo lo que sabían o aprendiendo nuevas labores, encontraron una vida digna, en la que el esfuerzo tuvo frutos. El país les ayudó, pero ellos no cejaron.

Notas

  • (1) Gambaro, Griselda: El mar que nos trajo. Norma, 2001.

  • (2) Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.

  • (3) Sarramone, Alberto: Historia y sociología de la inmigración argentina.

  • (4) Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix-Barral, 1991.

  • (5) Roca, Agustina: "Historia de vida", en La Nación Revista, 12 de julio de 1998.

  • (6) Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.

  • (7) Cotroneo, María: "Esta es mi historia", en Rotary Club de Flores promueve la paz. Buenos Aires, Editorial El Escriba, 2014.

  • (8) Poletti, Syria: Extraño oficio. Buenos Aires, Losada, 1971.

  • (9) S/F: "Las cartas de amor de Severino Di Giovanni", en Clarín, Buenos Aires, 27 de julio de 1999.

  • (10) Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, Ed. del autor, 1987.

  • (11) Frías, Miguel: "Noticias del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de 2000.

  • (12)  S/F: "El negocio del hielo", en La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de 2000.

  • (13)  Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta, 1999.

  • (14) Cosentino, Olga: "La Argentina de los deseos", en Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.

  • (15)  Ibarguren, Carlos: La historia que he vivido. Buenos Aires, Biblioteca Dictio, 1977.

  • (16)  Obligado, Clara: "Ley de inmigración en España. Tan global, tan legal, tan xenófoba", en Clarín, Buenos Aires, 28 de enero de 2001.

  • (17)  Cané, Miguel: Juvenilia. Buenos Aires, CEAL, 1980.

  • (18)  Ocantos, Carlos María de: Quilito. Madrid, Hyspamérica, 1984.

  • (19)  Holmberg, Eduardo L.: Cuentos fantásticos. Buenos Aires, Hachette, 1957.

  • (20)  Cambaceres: op cit

  • (21) Korn, Francis: "Buenos Aires siglo XX/ Los conventillos. Un sistema que reproducía ala sociedad en miniatura", en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.

  • (22) Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.

  • (23) Pascarella, Luis: El conventillo. Citado por Páez, Jorge: El conventillo. Buenos Aires, CEAL, 1970.

  • (24)  Rodríguez, Rubén Héctor: "Extraño chamuyo", en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de diciembre de 1998.

  • (25)  Rocco- Cuzzi, Renata: "Mitos del granero del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de 2000.

  • (26)  Riccio, Gustavo: "Elogio de los albañiles italianos", en Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

  • (27)  La Rosa, Eduardo: "El sueño de don Juan (un inmigrante), en La Capital, Mar del Plata, 10 de septiembre de 2000.

  • (28)  Alposta, Luis: "Borges me preguntaba por Villa Urquiza", en El Barrio, Octubre de 2002.

  • (29)  Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 2000.

  • (30) Llanés, Ricardo M. La Avenida de Mayo. Buenos Aires, Editorial Guillermo Kraft Limitada, 1955.

  • (31)  Llanés, Ricardo M.: op. cit.

  • (32)  Alvarez, Sixto (Fray Mocho): Cuentos. Buenos Aires, Huemul, 1966.

  • (33)  Blanco, Leonardo: "El barrio de La Boca es tierra de bomberos", en La Nación, Buenos Aires, 9 de febrero de 2003.

  • (34) S/F: Los dos chinos. Julio de 2003.

  • (35)  Ingberg, Pablo: "El amor a los vencidos", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 1999.

  • (36)  Sábat, Hermenegildo: "Antonio Berni", en Clarín Viva, 13 de junio de 1999.

  • (37)  Gutiérrez Zaldívar, Ignacio: Marchi. Buenos Aires, Ediciones Zurbarán, 1995.

  • (38)  García, Griselda: poema inédito.

  • (39) Neve, Ana María: Retratos de paisajes en poesías. Buenos Aires, Editorial Dunken, 2012.

  • (40) Giardinelli, Mempo: op. cit.

  • (41)  Lavira, Amalia Olga: "Estampita", en ¡Che, barrio!. Buenos Aires, Gente de Letras, 1998.

  • (42)  González, Oscar: "La anunciación", en El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.

  • (43)  Sábato, Ernesto: "La memoria de la tierra", en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.

  • (44)  Corsetti, José L.: "Lejos del corralito, cerca de la naturaleza", en La Nación, 27 de enero de 2002.

  • (45)  Nario, Hugo: "Cortando piedra", en Todo es historia, N°178, Marzo de 1982.

  • (46)  Vázquez-Rial, Horacio: Frontera Sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.:

  • (47)  Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.

  • (48)  Cassini José L.: "El mar en los ojos", en Rotary Club de Ramos Mejía Comité de Cultura. Buenos Aires, 1994.

  • (49) Gutiérrez, Eduardo: Juan Moreira. Buenos Aires, CEAL, 1980.

  • (50)  Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Ediciones Tor, 1935.

  • (51)  Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.

  • (52)  Milano, Fulvio: "La Condra", en El Tiempo, Azul, 12 de noviembre de 2000.

  • (53)  Markic, Mario: "En el camino", TN, 12 de septiembre de 2002.

  • (54)  Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.

  • (55)  Mataloni, Hugo: La inmigración entre 1886-1890. Santa Fe, Colmegna, 1992.

  • (56)  Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondandori, 1999.

  • (57)  Chumbita, Hugo: op. cit

  • (58)  Bufano, Alfredo: "En el día de la recolección de los frutos", en Para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino. Buenos Aires, Clarín..

  • (59)  Rossi, Virginia: "Ese inmigrante", en Capítulos, Editorial Nueva Generación.

  • (60) Gusberti, Martina: El laúd y la guerra. Buenos Aires, Vinciguerra, 1986.

Qué comían

En Italia

Los inmigrantes nos hablan, en sus testimonios, de su alimentación en los países de origen. Salvo muy contadas excepciones, la idea de la exigüidad de las comidas se reitera.

Canela recuerda: "Nací en 1942, fui la última de once hermanos y mis recuerdos son de finales de la Segunda Guerra Mundial". Consumían "En verano, una sopa de harina quemada con pan tostado. Había tortilla de flores de zapallo y criábamos caracoles de jardín en cajas, que después ella purgaba para hacer unos exquisitos guisos. Salíamos al campo en busca de la planta diente de león, que se agregaba sin su flor a la polenta con panceta".

Había asimismo pequeños placeres, que luego la escritora transmitirá a sus hijos: "Se aprendía a sobrevivir con lo que había, tanto para comer como para abrigarse, pero nuestra gran alegría eran los crostoli, una golosina de pobres hecha con masa bien fina y dulce. Cuando mis hijos eran chicos, les hacía algo de mi tiempo, unos caramelos de azúcar quemada con almendras, aunque en mi región se hacían con avellanas que se encontraban en los parques. Y por supuesto, el pan con chocolate cuando había pan y había chocolate" (1).

La pobreza llega a extremos patéticos en la novela Stéfano de María Teresa Andruetto. La madre del protagonista ha encontrado un ave. Años después, el hijo recuerda: "La veo en la cocina: saca agua de la que hierve en un latón, echa el agua sobre la torcaza muerta y la despluma con dedos diestros, luego la chamusca sobre la llama y la desventra. Lava víscera por víscera, desechando sólo la hiel amarga. Cuando está limpia, la divide en cuatro y dice: Tenemos para cuatro días. Yo no digo nada, sólo miro cómo separa una de las partes y luego oigo que me envía a guardar las tres restantes sobre el techo de la casa, para que el sereno las mantenga frescas. Cuando regreso, está sacando de la bolsa harina de maíz. Mete la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace el tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto. Para esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá" (2).

Estos alimentos tan significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros italianos. Cuando viaja a Italia, el protagonista de La noche lombarda –novela de Atilio Betti-, ve que los descendientes acaudalados de los campesinos desprecian las comidas típicas de la región: "A mí me apetecían las ranas. Me apetecían todos los alimentos que nutrieron a mi padre; pero Anna los había proscripto de su mesa. No a la ordinariez de la polenta, no a la selvaggina, los patos silvestres" (3).

Durante la guerra, los italianos se veían obligados a consumir animales domésticos: "Hasta ese momento la guerra sólo había sido sucesivas noticias de invasiones, amenazas lejanas –recuerda Agata, el personaje de Dal Masetto. En realidad, nos dimos cuenta de que la situación se estaba poniendo mala a medida que comenzaron a escasear los alimentos. Cuando nació mi hija Elsa ya faltaba de todo. El pan, el azúcar, la carne, la harina estaban racionados. Cierta vez que estuve enferma, para obtener unos gramos extra de una carne negra y casi incomible hubo que presentar una receta médica. Pagando muy caro, se conseguían algunos productos en el mercado negro. Había gente que se enriquecía con eso. (…) Llegó el momento en que cierta gente comenzó a comer perros. Eso me comentaba Mario. Que los gatos fuesen a parar a la cacerola era común. Quedaban pocos. Aquellas familias que todavía poseían uno lo cuidaban para que no se lo robaran" (4).

En el barco

Pura, la protagonista de Diario de ilusiones y naufragios, de María Angélica Scotti, narra: "Había en ese barco, a la vez, mucho hacinamiento y revoltijo. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier rincón (5).

En la Argentina

Contrapuestos a la evocación de la pobreza que se vivía en el país de origen, encontramos pasajes en los que se alude al asombro de los inmigrantes ante la cantidad de comida que había en la Argentina.

En Guido, Andrés Rivera recrea los relatos de quienes regresaban a Italia: "Contaban que había más vacas en una sola de las provincias argentinas que en todas las estrechas lenguas de tierra europeas conquistadas por las legiones romanas. Vacas y vacas y vacas. Y trigo, y más pan del que hubiera podido comer la familia desde los bisabuelos para acá. Había pan en esa tierra, decían, desde la creación del mundo" (6).

En Tantas voces, otra historia, estudio acerca de los judíos italianos emigrantes, Smolensky y Vigevani Jarach destacan que "Asombraba la limpieza de las veredas, la buena presencia de la gente, la ausencia de mendigos tanto como las desproporcionadas porciones de comidas servidas en los restaurantes y las "yapas" ofrecidas por los carniceros y verduleros. La visión de los tachos de basura, repletos de restos de comida, suscitaba pruritos moralizadores de respeto por "los niños que no tienen qué comer en el mundo" y soplar o besar el trozo de pan caído al piso antes de comerlo" (7).

La alimentación de quienes dejaron su tierra -además de ser un tema recurrente en la literatura- ha sido estudiada por renombrados especialistas. En "La huella del inmigrante", Fernando Devoto se refiere a la cocina nativa como un modo de diferenciarse: "Aunque los inmigrantes estuvieron inicialmente deslumbrados por la abundancia de carne mantuvieron sus hábitos alimentarios. Lo revelaban las estadísticas de comercio exterior y el surtido de los almacenes. Aspiraban tanto a conservar sus tradiciones como a diferenciarse socialmente a través de sus consumos. No se producía una fusión o "crisol" culinario con la cocina nativa sino más bien una yuxtaposición. Los distintos componentes coexistían en un menú sin mezclarse en un mismo plato".

La influencia foránea no tardó en hacerse sentir: "Algunas de las cocinas de inmigración tuvieron una gran capacidad de irradiación. Sobre todo la italiana, que era una combinación de cocinas regionales con predominio septentrional" (8).

"Desde el Hotel de Inmigrantes, su primera escala en el país, los hábitos gastronómicos de la inmigración invadieron el país. El protagonismo fue de las pastas en todas sus variaciones formales: ravioles, ñoquis (y por supuesto la preparación de los del 29 y el dinero debajo del palto), canelones, tallarines, macarroni, capelletti, fettuccini, agnolotti y lasagnas; seguidamente la pizza- impulsada por la migración del Mediodía-, la milanesa, el pesceto, los escalopes, los fiambres, los risottos, las salsas de tomate como acompañamiento (bolognesas, parmesanas, filetto), el pesto, el aceite de oliva, las frutas secas, y la difusión del consumo de aceitunas, quesos (parmesano, gorgonzola, pecorino, caciocavallo, fontina, ricotta) y vinos (nebiolo, barbera, chianti, toscano). Si la oferta local no proporcionaba los ingredientes adecuados, se importaba de Italia la mortadela de Bologna, el salame de Milán o el queso de Parma" (9).

"La población que emigraba de Europa trajo su cultura culinaria. Los españoles querían garbanzos y arvejas, y un montón de cosas que aquí no se cultivaban. El gran consumidor de los fideos y los tomates fue el italiano. Todo esto se iba concentrando en los barrios, que se agrandaban cada vez más. Entonces se empiezan a establecer los puestos de las ferias dedicados exclusivamente a vender jamón cocido o jamón crudo, o costillares de vaca, de cerdo, además de las verduras, las frutas, los garbanzos…" (10).

En el Hotel de Inmigrantes se desayunaba "café con leche, mate cocido y pan horneado en la panadería del hotel escribe Horacio Di Stéfano-; los almuerzos consistían en "sopas, guisos, maíz pisado o legumbres, puchero criollo, estofado…". Había "colas para la entrega de vituallas, luego el cocinero servía los alimentos, y las largas mesas de comensales quedaban ocupadas en medio de un incesante murmullo de voces y chillido de vajillas" (11).

John Argerich afirma que los inmigrantes italianos cazaban pajaritos: "se los morfaban con polenta, como hacían los nonos, dejando sin gorriones la zona de Retiro, en que se erigía el Hotel de Inmigrantes, única posada del mundo donde daban catrera y chupi sin pagar" (12).

Según lo que comían, Santiago de Estrada podía reconocer la procedencia de los habitantes de los conventillos: "Encienden carbón en la puerta de sus celdillas los que comen pucheros: esos son americanos. Algunos comen legumbres crudas, queso y pan: esos son los piamonteses y genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y gallegos. El conventillo es el reino de la ensalada cruda" (13).

En La isla se expande, de Carolina de Grinbaum, la pequeña protagonista evoca sus sensaciones ante la comida de una familia italiana: "Mi olfato hambriento extendía los tentáculos a fin de transferir los perfumes de la comida cercana, hasta mi desabrido plato. Escudriñaba las sopas que deglutían, el caldo sustancioso rumoreante como las olas del mar, los enormes fideos dedalito que flotaban como infinidad de barcos veleros, el abundante queso rallado, que esparcían como lluvia generosa –esa lluvia que deja un olor feliz sobre las tierras secas" (14).

Ya centenaria, María Luisa Cuccetti, hija de un músico genovés inmigrante, recordó en una entrevista la alimentación de sus primeros años. En La Boca, "los cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate caliente. Y todo se hacía en casa, lo que más se comía era risotto. Eso sí, el mejor paseo era ir de noche al puerto a comer castañas calentitas…" (15). Un plato inmigrante es evocado por Marina Gambier, a propósito de una muestra pictórica inspirada en ese barrio. Acerca de los cuadros dice: "Ellos nos traen al presente esos conventillos con la ropa secándose al viento, las grúas de carbón, y la alegría de los marineros genoveses comiendo tallarines y cantándole al paese desde una típica cantina del puerto" (16)

"Luca Filiziu tiene 82 años y es uno de los primeros inmigrantes italianos que a mediados de siglo pasado trajo al país esa costumbre gastronómica que para los nativos resultaba extraña. Ahora ha vuelto a despuntar el vicio: a falta de quinta, cría caracoles en el balcón de su departamento, en el barrio de Constitución. "En la Argentina tenemos que buscar los platos con nuestro propio estilo", dice, mientras saca del horno una fuente con brochettes de caracoles envueltos en panceta y otra con lumaches (como se denominan en italiano) en salsa picante" (17).

Los abuelos de la poeta Griselda García eran calabreses. La nieta evoca en un poema los alimentos que cocinaba la italiana: "mi abuela preparando conservas/ de casi cualquier cosa que crezca/ en la tierra del fondo;/(…) mi abuela obligándonos a terminar el plato,/ haciendo bocaditos fritos con las sobras porque/ "ustedes por suerte no conocen lo que es la guerra, el hambre…";/ (…) secando en grandes fuentes/ aceitunas, tomates, maníes,/ y otros comestibles que se vendan baratos por kilo;". El abuelo, por su parte, cuidaba los sembrados y criaba conejos (18).

Petra, una de las "ingratas" de Henestrosa empleada como cocinera en una pensión, rechaza las críticas de los comensales italianos: "El minestrón era la principal fuente de conflictos: los italianos aseguraban que la española era incapaz de captar la naturaleza sutil de la sopa de verduras y que cortaba la zanahoria en rodajas demasiado gruesas. Petra no iba a soportar esas críticas. Ante la menor queja retiraba los platos con el gesto desairado de un artista incomprendido y los inconformes se quedaban con la cuchara suspendida en el aire y sin caldo donde sumergirla. La patrona hacía caso omiso de los desplantes de la cocinera: por su guiso de lentejas hubiera soportado cualquier humillación" (19).

En casa de María Rosa Lojo, hija de un gallego y una madrileña, se consumían alimentos que resultaban extraños para los chicos con los que ella se relacionaba, los cuales consumían, a su vez, alimentos que rara vez se veían en casa de estos españoles: "durante la infancia y adolescencia consideré como elementos exóticos las pastas y la pizza –"clásicos" para un recetario argentino, definido por su neta hibridez ítalo-criolla-. (20).

La confluencia de inmigrantes de distinta procedencia y de criollos permite que confraternicen y que conozcan sus cocinas típicas. En una calle porteña vivió doña Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida evocación que escribe poco después de la muerte de la rumana, comenta que la anciana "De sus vecinos -españoles, italianos, argentinos del interior-, había descubierto que el mejor arroz con pollo lo hacía doña María, la gallega, pero sin panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de doña Pepa eran mejores que con la picada común" (21).

Décadas más tarde, Magdalena, uno de los personajes chaqueños de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria, disfruta de la prosperidad. Se interesa por los platos de diferentes colectividades y, cuando los cocina, es digna de elogios: "Todas cosas judías, deliciosas, bien condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes, madre mía, para chuparse los dedos. Y no solamente judías porque también hacía unas paellas que te dejaban de cama. Y no te cuento las mermeladas que preparaba: de rosa mosqueta, de grosellas, de granadas, de higos. O las ravioladas con salsa a la bolognesa o la Príncipe di Nápoli, mamma mía. También hacía unos guisos carreros que le enseñó tu papá, muy delicados, porque tenían las dosis exactas de hierbas, especias exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho con amor, el morfi con amor es otra cosa" (22).

En Mendoza, los Bianchi se las ingeniaban para procurarse sustento: "Lo que más motivaba la admiración de Valentín hacia su mujer era cuando, durante el crudo invierno, ella se dedicaba a cazar pajaritos con su viejo rifle de municiones. Colocaba maíz mojado en el patio, frente a la puerta de la cocina, y mientras preparaba el almuerzo, las pequeñas avecillas se aglomeraban ansiosas por comer el alimento que asomaba entre la nieve. Entonces Elsa, de un solo disparo, hacía una buena cacería. Enseguida, con la ayuda de sus pequeños Bibi y Nino, limpiaban las presas obtenidas. Luego doña Teresa se dedicaba a la preparación de una exquisita polenta con pajaritos, que era la delicia de toda la familia" (23).

En la pobreza o en la abundancia, los inmigrantes mantuvieron la tradición culinaria como una forma más de vincularse a la tierra añorada, de preservar su cultura, y de transmitirla de generación en generación, al tiempo que veían en la cocina nativa un medio para diferenciarse en una sociedad cosmopolita.

Notas

  • (1) Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La Nación Revista, 23 de diciembre de 2001.

  • (2) Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.

  • (3) Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.

  • (4) Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida: Buenos Aires, Sudamericana, 2003.

  • (5) Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.

  • (6) Rivera, Andrés: Guido., en Para ellos, el Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2000.

  • (7) Smolensky, Eleonora M. y Vigevani Jarach, Vera: Tantas voces, una historia. Buenos Aires, Editorial Temas, 1999.

  • (8) Devoto, Fernando: "La huella del inmigrante", en Clarín, Buenos Aires, 2 de julio de 2000.

  • (9) Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A la mesa. Buenos Aires, Grijalbo, 2000.

  • (10) González Toro, Alberto: "El tímido regreso de las ferias de Buenos Aires", en Clarín, Buenos Aires, 2 de marzo de 2003.

  • (11) Di Stéfano, Horacio: "El Hotel de Inmigrantes: albergue para la nostalgia…", en TANGO SHOW El lugar del Tango en internet. 1999.

  • (12) Argerich, John: "Los grandimbento deste mundo"

  • (13) Estrada, Santiago: Viajes y otras páginas literarias. 1889. Citado por Jorge Páez en El conventillo, Buenos Aires, CEAL, 1970.

  • (14) Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.

  • (15) Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.

  • (16) Gambier, Marina: "La Boca. Un barrio en color", en La Nación Revista, 4 de agosto de 2002.

  • (17) S/F: "La estrategia del caracol", en Página 12, 25 de agosto de 2002.

  • (18) García, Griselda: poema inédito.

  • (19) Henestrosa, María: Las Ingratas. Buenos Aires, Clarín-Alfaguara, 2002.

  • (20) Lojo, María Rosa. "Mínima autobiografía de una "exiliada hija" ", en Sitio al margen. Noviembre de 2002.

  • (21) Becker, Miriam: "La última idische mame", en La Nación Revista, 23 de marzo de 1997.

  • (22) Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.

  • (23)  Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, edición del autor,

Costumbres

"La Capital Federal, en 1936, tenía el 88% de extranjeros o hijos de extranjeros –afirma la socióloga Susana Torrado. Es decir, entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX era un pedazo de Europa en la Argentina" (1). La actriz Rita Cortese recuerda la presencia inmigrante en la sociedad: "Cuando yo era chica, los inmigrantes europeos eran algo vivo y cercano. Tanos y gallegos, como decíamos, estaban allí, al lado nuestro, en la calle, en el barrio. Pesaba su manera de ser y de hablar, sus costumbres, comidas, espectáculos. Formaban parte de nuestra vida cotidiana" (2).

De sus países de origen trajeron los inmigrantes sus costumbres, las que perduraron en la nueva tierra. La crianza de los hijos, la celebración de los acontecimientos familiares, la forma de llorar a sus muertos, diferenciaban a las colectividades y, aún hoy, se siguen observando los mismos lineamientos que hace décadas, aunque influenciados por el medio en que se desarrollan.

La ética

La ética era un valor fundamental para los inmigrantes. Lo afirma Eduardo Mignogna, autor de La fuga: "Nuestros padres, nuestros abuelos, amaban el apellido, la ética, la responsabilidad civil de tener un trabajo y de hacerse cargo de sus hijos y dejarles un apellido. Con su muerte se pierde un sentido de la ética y el país es testigo de esto. Los nietos saben que no tienen el primer referente a quien pedirle explicaciones y aparece la plata dulce, la financiera, esos hombres con apellidos en los diarios sin que les importen las manchas en una política macabra de robos e impunidad" (3).

La solidaridad

La solidaridad era otro de los bienes espirituales de la inmigración. Nacido en Berisso, Esteban Peicovich recuerda la localidad como "una sociedad compuesta por treinta y siete etnias diversas que, en medio de la crisis, hacía de la vida vecinal un acto religioso. No piqueteaban. Se defendían con el trueque, la huerta y la mano pronta al caído en desgracia mayor. Una red de asistencia que permitía preservar la costumbre traída: mantener lo genuino y sostener a los hijos en medio de la adversidad" (4).

Esta condición de los inmigrantes es resaltada por la actriz María Rosa Fugazot: "la hija de la legendaria actriz de teatro, revista y cine María Esther Gamas y del músico Antonio Fugazot recordó: "De chica, mamá vivió en un conventillo; decía que era como la casa grande de una gran familia. Había un matrimonio siciliano y otro napolitano cuyas mujeres vivían peleando. El marido de una era motorman de tranvía y el de la otra, portuario. ¡Ah, Santa Madonna!, que al marido di questa lo strafuque il tranvia e que non quede niente di niente!, exclamaba la napolitana revolviendo su negra melena. E, que il tuo marito se caiga al aqua e se ahogue, contestaba la siciliana. Sin embargo, cuando llegaba un momento difícil, cuando un hijo se enfermaba o alguno se accidentaba, todos se unían para proteger al que lo necesitaba" (5).

En el Hotel de Inmigrantes se agrupaban los recién llegados según su procedencia. Comenta el profesor Jorge Ochoa de Eguileor: "Aquí había inmigrantes de diferentes países, con diferentes idiomas, que hacían sus grupúsculos ya entre sí, se juntaban e iban al mismo lugar del comedor, habían logrado estar en el mismo dormitorio y salían en conjunto a la calle, porque tenían libertad de salir del hotel hasta las siete de la tarde. Las señoras también se juntaban de acuerdo a la nacionalidad en los jardines con los chicos, esperando a sus maridos, se pasaban la mañana en el jardín, en los grandes jardines" (6).

"La llegada del migrante siempre está cargada de esperanzas e incertidumbres. Y la asociación con sus connacionales es una de sus estrategias para cubrir sus necesidades culturales y recreativas –opina Lelio Mármora, director de la Organización Internacional para las Migraciones. Así surgieron entidades que dieron a los recién llegados espacios solidarios en un medio extraño, y varias resultaron centro de excelencia para los argentinos" (7).

Al cumplirse el 89º Aniversario de la Asociación Calabresa de Buenos Aires, el Cavaliere Antonio Ferraiuolo, su Presidente, recordó los orígenes de la institución y su historia personal vinculada a ella: "hace cuarenta años que estoy trabajando en una institución muy importante para mí, porque yo me crié en un barrio en el que eran todos sicilianos. y cuando iba a la Asociación de Socorros Mutuos Siciliana, todos me decían:''¿Qué haces acá? Sos calabres'. No, para mí es una asociación italiana como todas. No importa si sos siciliano, calabrés… (…) Cuando empezamos a hacer este salón, empezamos las fiestas arriba de tierra, no teníamos cocina, no teníamos bancos, no teníamos sillas, no teníamos nada. ¿Qué pasaba? Como las relaciones eran buenas con la Siciliana, me prestaron las mesas, las sillas, las ollas, todo, y empezamos a hacer comida acá; empezamos a hacer asado. La Giovane Gentile también me prestaba cosas, y la iglesia de Chascomús. La iglesia de Escalada me prestó los bancos, porque teníamos mesas largas y metíamos doscientas cincuenta, doscientas sesenta personas acá. Era para juntar plata". Señaló hitos importantes como la edificación del salón, el primer piso, la creación de la FACA, la compra de una propiedad para albergar la federación y la del teatro próximo a inaugurarse, que llevará su nombre (8). 

Surgieron asimismo los medios periodisticos de las colectividades. El Cav. Michele Munno manifiesta al cumplirse los primeros veinticinco años de L"Albidonese, la revista que dirige: "Si trata di impegni informativi e di orientamento che ci indicano una funzione non puramente giornalistica, ma di istituzione che participa attivamente della vita della collettivita, della quale vuole essere espressione. Espressione, naturalmente, non única ma autentica. Perciò in questi 25 anni non ci siamo solo limitati a informare obiettivamente, abbiamo anche preso parte attiva alle iniziative, aspirazioni e rivendicazioni della collettivita" (9).

La familia

La preocupación por los hijos está ligada a la inmigración. Es lógico, si pensamos que muchos de los inmigrantes no veían a sus hijos en años. En Italia deja la madre a Syria Poletti y a su hermana mayor, quienes llegarán al país mucho después (10); lo mismo sucede a la inolvidable madre de "De los Apeninos a los Andes", de Edmondo D"Amicis (11). Otros, no llegan a ver nunca a sus hijos, como la italiana de Santo Oficio de la Memoria, que tanto los echó de menos (12).

. Pensemos en las penurias que pasaron esas familias en sus países de origen, durante la travesía y hasta que lograron una mínima situación económica. A la Argentina –escribe Graciela Montes-, "fueron llegando los inmigrantes. Solteros y muy jòvenes, algunos casi niños, venìan a "hacer la Amèrica". Provenìan de España, de Italia, de Turquìa, de Rusia, de Francia, de Polonia, de Yugoslavia, en general eran muy pobres y estaban dispuestos a trabajar duro… Algunos regresaron a sus pagos, pero la mayorìa, màs de un millòn, se quedò. Para esos inmigrantes, los hijos eran valiosos. El triunfo de esos hijos en la vida era la certificaciòn de su propio èxito" (13).

Marcelo A. Moreno considera que "En nuestro país el amor hacia los chicos constituye una especie de culto nacional. Casi nada está tan bendecido en nuestra sociedad como hacer cosas –sacrificios incluidos- por nuestros hijos. Desde las historias de inmigración el amor a los chicos se erige en sentimiento supremo y hasta sirve no pocas veces de coartada" (14). Recordemos al respecto un concepto de Guillermo Jaim Etcheverry, quien afirma que, en esa clase de familia, "los niños y los jóvenes adquieren un papel dominante. Lo hacen al convertirse en el lazo de unión que vincula a los mayores con el nuevo entorno que, a menudo, les resulta hostil". La función de los menores es la intermediación: "Los jóvenes, que se adaptan a gran velocidad, son los encargados de traducir la nueva cultura a sus padres". La familia así conformada, cambia su estructura original: "Cuando esa tarea de condescendiente intermediación se convierte en imprescindible, esos jóvenes terminan ejerciendo un poder real sobre sus mayores" (15).

Los padres inmigrantes son homenajeados por sus hijos. Alfredo Conte evoca a su padre, que llegó desde Cosenza en 1887: "Mi viejo, vos hiciste el mundo nuevo/ abriste surcos, criaste hijos/ y fuiste solamente un inmigrante/ No sé cómo decirlo en dos palabras" (16).

Antonio Dal Masetto, en el libro El padre y otras historias, "apela a dos herramientas con las que, en obras anteriores, buscó arrancarle al mundo algunas certezas en forma de literatura: la memoria que desanda imágenes de un pasado ligado a la tierra, y la observación de un presente urbano, plasmada en acuarelas de pinceladas certeras que trazan el perfil de personajes noctámbulos y marginales, habitantes de un territorio bien delimitado y reconocible: la zona del Bajo" (17).

El periodista Santo Biasatti expresó: "mi viejo fue un inmigrante que llegó y estuvo un día en el hotel de inmigrantes de Retiro. Llegó un viernes, el sábado salió, el domingo fue a comer a casa de unas personas del pueblo y el lunes fue a laburar. Y nunca habló bien castellano. Pero como él no había podido quería que su hijo fuese al colegio y se rompió el traste para que su hijo pudiese estudiar" (18).

En "Ochenta" Orlando Mario Punzi evoca a su madre: "A Dios, conmigo se le fue la mano.// Me dio todo: la mamma de primera,/ los amigos en tanda y un hermano,/ y ya de pibe le saqué temprano/ cien sonetos, o más de la galera" (19). También Oscar González, en "La anunciación", evoca a la madre italiana: "Y fue la mamma gringa,/ Querendona y bravía, que entregó sus/ cachorros./ A otra tierra y otra lengua" (20).

María D" Alessandro evoca a su madre en un poema: " Me acuerdo de tu valija y tus bultos./ De cómo elegías cada uno de tus manteles./ No me olvido de ti madre inmigrante.// Me acuerdo de aquel pesado equipaje/ y de tu pañuelo estrujado al partir./ No me olvido de ti madre inmigrante.// De mi rostro bañado en lágrimas./ De la tía Angelina…/ No me olvido de ti madre inmigrante.// Me acuerdo del puerto atestado de voces/ ininteligibles para ti./No me olvido de ti madre inmigrante.(…)".

En América, por lo general, la familia estaba integrada solamente por los padres y los hijos, ya que los demás habían quedado en la tierra de origen. Con el correr del tiempo, esa realidad irá cambiando.

La abuela es una figura muy fuerte en la familia inmigrante. Del Piamonte vino la abuela de María Teresa Andruetto, quien contaba a sus nietas los relatos que ella reunió en el libro Benjamino. La escritora dedica este libro, en el que reescribe dos cuentos tradicionales, "a la nonna Felicitas". Sobre ella expresa: "Mi abuela Felicitas, la mamà de mi mamà, fue colchonera, en el tiempo en que los colchones eran de lana, se apelmazaban y debìan desarmarse y rehacerse cada tanto. De ella recuerdo casi todo, porque la tuve hasta que fui grande: su casa de Arroyo Cabral, donde nacì, el piso fresco de ladrillos de esa casa, las màquinas de tisar lana, sus amigas hablando en una lengua desconocida para mì, sus comidas deliciosas (¡el dulce de leche azucarado!), su cara gordita, las mejillas coloradas, el pelo blanco que prendìa con horquillas en un rodete… Horquillas, rodetes, colchones apelmazados, màquinas de tizar lana… nombres de cosas que ya no existen".

Comenta el origen de los dos cuentos incluidos en el libro –"Benjamino" y "Zapatero pequeñito"-: "Ella habìa nacido en un pequeño pueblo del Piamonte, al norte de Italia, y de esa regiòn vinieron hasta mì las aventuras de Gioaninn ca boija (Juancito, el que se las ingenia) y Ciavtin cit (el zapatero pequeñito) que nos contaba, tal vez para mostrarnos que, por màs pequeño que uno sea, puede, con algo de astucia y un poco de suerte, engañar a los lobos y a los ogros" (21).

Era italiana la abuela de la poeta Griselda García, cuyas costumbres la nieta evoca: "cuidando de no tirar/ bolsas, corchos, plásticos,/ tapas, bandejas, frascos,/ cartones, papeles, piolines/ porque todavía pueden servir;". Así vivía la mujer a quien "trajeron al país engañada/ diciéndole que iba a vivir en un castillo". De su abuelo italiano, afirma la poeta: "mi abuelo, que cuando mataba algún conejo nos decía:/ vayan con tu hermana a dar una vuelta/ y en cambio nos dejaba mirar la muerte/ en los ojos de las ratas atrapadas en tramperas,/ escuchar sus chillidos de bebés diminutos/ cuando el agua hirviendo les caía encima". La poeta los corona con un emocionado elogio: "más que mis padres,/ abuelos,/ ancianos sabios,/ abuelos,/ ángeles en el camino" (22).

De su nona Francesca, dice la actriz Virginia Innocenti: "era perfecta. Estaba casada con el abuelo Francesco. Era la típica abuela italiana, de pelo blanco, que jamás se puso una gota de maquillaje; zurcía la ropa, preparaba dulce de uvas y cappelletti. Esa era la mamá de mi papá" (23).

Contar

En los recuerdos de los inmigrantes se reitera la alusión al gusto que sus mayores sentían por la narración. De estos padres que narran sus historias de la tierra natal, nacen hijos que las relatan profesionalmente, o que las escriben en libros. La vocación se transmite; sólo cambian los medios de expresión. La tradición oral es cara a los italianos.

Lo relata Laura Pariani, lombarda nieta de un emigrante: "Mis estudios me alejaron de la cultura campesina; sin embargo, esa cultura quedó ligada al mundo de mi infancia, de los recuerdos, de los afectos, o más bien, de los cuentos. Cuando yo era chica, la única diversión era escuchar historias. Yo me crié rodeada de mujeres que contaban cuentos. Ellas eran las herederas de la tradición oral, las que transmitían el pasado. Como en todas las zonas pobres, los hombres jóvenes se iban solos para encontrar un trabajo mejor y luego nunca regresar. Nosotras permanecíamos apegadas a los hechos que nos llegaban de boca en boca. Mi pueblo estaba diezmado por la partida de los hombres, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Las mujeres casadas eran las viudas blancas, abandonadas para siempre, como mi abuela, cuyo marido vino de joven a este país" (24). Ese gusto por la narración llegó a América.

Cuando se le otorgó a Ernesto Sábato la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina, expresó el escritor con respecto a sus padres: "Al igual que tantos hijos de inmigrantes, crecimos oyendo sus mitos, sus leyendas y sus cantos tradicionales, viendo casi sus montañas y sus ríos de los cuales mi padre me hablaba por las tardes, cuando yo era apenas un niño sentado en sus rodillas" (25).

Para Dal Masetto, ser hijo de inmigrantes fue un conflicto que tardó en resolver. Cuando lo logró, se abocó a escuchar historias: "La inmigración es un tema. Yo nunca había escrito nada sobre eso. Supongo que durante cuarenta años estuve tratando de pelear para que no me confundieran con un extranjero. Quizás un psicoanalista me hubiera resuelto este problema más rápidamente. Decidí entonces rendir un homenaje a toda esa gente que vino desde tan lejos, y también a mi madre. Un día llegué a Salto y le dije que me contara todo lo que sabía. Al sacar el grabador, la campesina se asustó. Lentamente fue desgranando recuerdos" (26).

Griselda Gambaro se basó en el pasado de sus mayores para escribir su novela de inmigración: "Desde hacía unos años experimentaba el impulso de escribir la historia de mi familia a partir de su origen, no porque en ella se hubieran producido hechos resonantes, sino porque esa familia guardaba para mí el secreto de sus sentimientos. (…) Develar el secreto, intentar comprender fue mi propósito". Lo logró, ya que al finalizar la escritura, se sentía más cercana a ellos: "Cuando concluí El mar que nos trajo percibí el peso y significado de esas raíces que todos tenemos y a las que no prestamos especial atención. En mi caso, los seres borrosos que estaban en mi origen se tornaron presentes y vivos, y pude comprenderlos en sus alegrías, desazones y sueños. Experimenté una especie de gratitud porque de algún modo sentí que me habían preparado el camino, alisado las piedras para que yo pudiera recorrerlo más fácilmente. Agradecí incluso la dura pobreza que marcó sus vidas porque esa pobreza, al cabo de años, me permitió identificarme, no sólo desde el razonamiento sino desde la sangre y su deseo de justicia, con los que en esta época sufren parecidos pesares" (27).

Además de narrar oralmente, escriben cartas:

En La gran inmigración (28), de Ema Wolf y Cristina Patriarca, se reproducen algunas "Cartas de recién venidos". Son las siguientes:

"De Vittorio Petrei, en Jesús María (1878):

"Nosotros estamos seguros de ganar dinero y no hay que tener miedo a dejar la polenta que aquí se come buena carne, buen pan y buenas palomas. Los señorones de allá decían que en América se encuentran bestias feroces: las bestias están en Italia y son esos señores".

"De Luigi Basso, en Rosario (1878)":

"He pensado en marcharme a Montevideo, y si no hay trabajo me voy al Brasil, que allí hay más trabajo y al menos tienen buena moneda, no como aquí, en la Argentina, que el billete siempre pierde más del veinte (por ciento) y no se ve ni oro ni plata".

"De Girolamo Bonesso, en Colonia Esperanza (1888)":

"Aquí, del más rico al más pobre, todos viven de carne, pan y minestra todos los días, y los días de fiesta todos beben alegremente y hasta el más pobre tiene cincuenta liras en el bolsillo. Nadie se descubre delante de los ricos y se puede hablar con cualquiera. Son muy afables y repetuosos, y tienen mejor corazón que ciertos canallas de Italia. A mi parecer, es bueno emigrar".

Una noticia publicada en el diario Clarín, el 27 de julio de 1999 (29),anticipaba que un día después, Josefa América Scarfó recibiría de manos del ministro Carlos Corach las cartas que Severino Di Giovanni le escribiera sesenta y ocho años atrás. La nota incluye algunos fragmentos:

"Amiga mía: tengo fiebre en todo mi cuerpo. Tu contacto me ha atestado de todas las dulzuras. Jamás como en estos larguísimos días he ido bebiendo a sorbos los elixires de la vida".

"Te dije, en aquel abrazo expanisvo, cuánto te amaba, y ahora quiero decirte cuánto te amaré".

"Sé el ángel celestial que me acompañe en todas las horas tristes y alegres de ésta, mi vida de insumiso y rebelde".

Cantar

Así como les gusta contar, a los inmigrantes también les gusta cantar. Cantan en su tierra, en el barco, y cantarán también en la tierra nueva. Villoldo evoca al gringo que canta: "Sos para el canto, che, gringo/, como para el bofe el gato/ tomá una grapa d"Italia/ y descansemos un rato" (30).

En el tango "La Violeta", de Nicolás Olivari, encontramos al inmigrante nostálgico que bebe y canta (31). En el poema "Antiguo Almacén "A la ciudad de Génova"", Olivari alude al italiano Miquelín, quien "Mientras le duraba la plata cantaba,/ cantaba las lejanas canciones milanesas de su tierra/ y hombreaba recuerdos como hombreando cereal…/" (32).

Otra canción es la que evoca, en "Celestes ojos italianos", el poeta Francisco de Madariaga, quien pregunta a su madre fallecida: "¿Estarás cantando la canción que cantaban/ tus celestes ojos italianos?/ ¿O estarás escuchando cómo canta mi corazón,/ que fue la única maravilla en tu terror a/ los viejos gauchos bandoleros y en tu/ fracaso?" (33).

En el cantar se advierte una espontánea vocación artística, y una memoria que no quiere fenecer.

La música era también un entretenimiento para los inmigrantes y sus descendientes. Encontraban en ella esparcimiento y consuelo, ya que los unía a sus países de origen. En uno de sus poemas, María Teresa Andruetto recuerda la afición musical de su padre: "El padre toca el banjo en la cocina/ de la casa (…) El padre toca rumbas,/ habaneras, canciones italianas" (34).

La Religión

La religión fue muy importante para los inmigrantes. Constituía una fuente de fortaleza frente a la adversidad, al tiempo que significaba un vínculo con sus tierras de origen.

Santa Francisca Javier Cabrini es venerada por quienes dejaron su tierra. La religiosa "recorrió Europa y las tres Américas, fundando colegios, orfanatos, hospitales, asistiendo a los presos, mineros, y en particular a los inmigrantes más indigentes, por eso el Papa Pío XII la proclama "Patrona de los Emigrantes" el 8 de septiembre de 1950" (35).

El 13 de octubre se realiza la Procesión náutica de los molfettenses en La Boca, en honor a la Virgen de los Mártires, y el 10 de diciembre, la comunidad italiana se congrega en una procesión por las calles de Floresta en honor a San Sebastián. En esa oportunidad, la orquesta ambulante La Píccola Italia ejecuta piezas frente a las casas de los paisanos. En mayo de 2000, la colectividad italiana de Mar del Plata honró las reliquias de San Antonio de Padua Los sicilianos marplatenses son devotos de María Santísima della Scala, cuya imagen hicieron entronizar en 2001 en esa ciudad. Mi familia materna veneraba a San Alfonso, en Lombardía; esa devoción llegó a América.

Navidad

La Navidad es una ocasión muy especial, que se recuerda, por lo general, vinculada a la infancia de quienes debieron dejar su país. Ennio Carota recuerda la Navidad en Italia, en relación con la figura protectora de la nona: "Sólo esas abuelas de ayer daban a las fiestas un toque tan especial. Un mes antes ya estaba haciendo sus galletitas y yo, junto a ella, pelando uvas para il vino cotto, un típico dulce de su Apulia natal. Eramos pobres, pero había alegría, había amor y todo ello nos hacía olvidar la pobreza" (36).

Canela evoca esa festividad en el mismo país, durante la guerra: "Hacía muchísimo frío y al regreso de la Misa de Gallo había un tentempié –algo de nueces, almendras-, porque lo importante llegaba en el mediodía del 25, alrededor de la mesa familiar. (…) Mi madre amasaba fideos y los servía en caldo bien colado" (37).

Agata, la inmigrante creada por Dal Masetto, describe sus sentimientos en esos días: "La llegada de la Navidad me colmaba de un manso entusiasmo. La sentía acercarse en el correr de los días y era como si estuviese a punto de acceder a un descubrimiento. Pensándolo bien, jamás ocurría nada nuevo, pero el acontecimiento tal vez estuviese justamente en esa expectativa, en la posibilidad no concretada de un cambio casi milagroso, en esa fiebre que me ponía en el corazón y en las venas una impaciencia feliz. Así había sido siempre. La noche anterior a Navidad solía haber gran movimiento en la casa: se preparaba el almuerzo del día siguiente. Carlo y yo disfrutábamos de aquel clima febril, ayudábamos en lo que podíamos y antes de acostarnos colocábamos un plato vacío en la ventana. Por la mañana encontrábamos un turrón, dos o tres naranjas, algunas mandarinas, castañas, maníes (en una oportunidad en mi plato hubo también un par de zuecos). Juguetes, jamás. Pero incluso con tan poco nos sentíamos contentos y festejábamos como si nos hubiésemos topado con un tesoro. El resto de la jornada se deslizaba en aquel clima apacible y era como si se hubiese establecido una tregua en las inquietudes o en las confusiones del resto del año" (38).

La Navidad en la nueva tierra es evocada por los inmigrantes, a veces comparada con la de sus países de origen. La italiana María Cuda escribe: "Desde que vivo en la Argentina, mi Navidad es distinta, porque a pesar de ser gran parte de la población de Capital y Gran Buenos Aires de origen europeo, mantiene sus costumbres en forma muy variada. Tal vez por eso y más allá del respeto a los preceptos religiosos que la gente continúa observando, me resulta contradictorio encontrar el clásico pavo, las frutas secas y el pan dulce, en un clima netamente veraniego. Encuentro la justificación en la nostalgia, la tradición y el amor que el inmigrante siente por su tierra lejana, pero tan cercana aquí en el corazón. Por eso, las Fiestas mantienen, también en este país, el espíritu de unidad familiar y son motivo de intercambio de presentes. Algunas expresiones cambian y, en vez de ser la "Befana" y medias, son los zapatos, el pasto, el agua para los camellos de los tres Reyes Magos. Finalizando, diría que el espíritu común es el deseo de buenos augurios y el sentimiento compartido de la creencia en Dios, Nuestro Señor" (39).

Funerales

Un funeral católico es evocado por Cambaceres, quien, en su novela En la sangre, describe con desprecio el funeral del tachero italiano. Dice que los amigos del finado "habiéndose pasado la voz para el velatorio, poco a poco fueron llegando de a uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros de panza de burro y botas negras recién lustradas". El comportamiento de los paisanos, afligidos, le merece un comentario despiadado: "Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban contra el umbral al entrar, levantaban la pierna y volvían la cara" (40).

María Teresa Andruetto evoca un funeral de la colectividad piamontesa en Córdoba: "Alguien nos alzó/ hacia el tufo de la muerta/ (se llamaba Elizabeta),/ para que viéramos" (41).

En "Buenos Aires 1910 – Memoria del Porvenir", vimos una foto de un funeral que nos llamó la atención. En medio de una familia, sentado en una silla está ¡el muerto!. Parece que se sacaban así la foto para mandarla a la tierra natal, para que vieran que efectivamente el fallecido ya no pertenecía al mundo de los vivos (42).

Junto a la religión, llegó a América la superstición. Gabriel Corrado, nieto de italianos, expresó: "Los padres transmiten la enseñanzas básicas; entre ellas, algunas difíciles de explicar, como no abrir un paraguas bajo techo o caminar para atrás si te cruzás con un gato negro, que yo recibí de mis ancestros sicilianos" (43).

Festejos

Cumpleaños, onomásticos, casamientos, eran fiestas en las que se evidenciaban las costumbres que los inmigrantes traían de sus tierras. Los cumpleaños se festejaban en la colectividad italiana con manjares caseros. Lo recuerda María Luisa Cuccetti. Cumplidos ya los cien años, relata: "La Boca era un lugar muy lindo a principios de siglo, lleno de inmigrantes y marinos genoveses. Los cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate caliente" (44).

De la colectividad italiana es el festejo que recuerda Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha casado Darío Nicodemi: "el casamiento fue celebrado con una fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta; de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo espumante enardecían los ánimos sin distinción de edad, sexo ni nacionalidad; y aún recuerdo cómo nos atrajo a los muchachos la bella Carlota, hermana del desposado, que resultó esa noche, reina indiscutida de aquel regocijo meridional" (45).

Carnaval

"Según una difundida leyenda -comenta Alejandro Dolina-, el Carnaval fue alguna vez una fiesta popular, con personas disfrazadas, música, baile, bromas y murgas. En verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del almanaque a las que la terquedad general insiste en adjudicar la condición de carnavalesca. Esos días son utilizados no ya para festejar sino más bien para reflexionar y añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se ve, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia, de la pasión a la meditación, de la alegría a la tristeza" (46).

Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra desbordó todo orden institucional, la mascarita se independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de fenomenal creatividad individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa lucían su solvencia con el molde y la aguja".

Una vez disfrazado el niño, debía fotografiárselo, para enviar esa imagen al país de origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en Pascale, bajo el sol calcinante de febrero, ese que aseguraba con el resplandor de la primera tarde los mejores contrastes en la vidriada galería de pose del estudio. ¿Cómo testimoniar sino allá en el terruño el prodigio de costura, las costumbres, el crecimiento y la belleza de los chicos, engalanados y maquillados?"

El afianzamiento de la inmigración hizo que cambiaran los disfraces elegidos por las madres para sus hijos: "Viejas fotos. Sólo eso queda de aquella magnífica pasión por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los años 20 en que las colectividades tomaron peso propio. De allí en más predominaron los baturros, toreros y gaiteros asturianos, las majas, las gitanas, y los vascos pelotaris con sus paletas en miniatura, o su versión lechera con los tarros también a escala. Napolitanas, damas venecianas, y polichinelas certificaban el amor a Italia."

Fotos que se enviarían a los parientes que tanto se extraña: "Atrás unas líneas ya casi ilegibles: "Cara mamma: le invio una fotografia del mio Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua cara figlia, Renza". En la foto, un pequeño soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida mirada melancólica" (47).

Se enviaban, para ocasiones especiales, postales con retratos familiares, editadas por los estudios de fotografía. "Hoy, los coleccionistas aún las encuentran circulando en mercados de Italia y España con sellos argentinos: habrían sido enviadas por familiares que emigraron al país" (48).

"Los improvisados –comenta Andrés Carretero- preferían cubrirse con una sábana, lucir algún antifaz o pintarse la cara con corcho quemado. El disfraz más frecuente en todos los corsos fue el de Oso Carolina. También eran comunes los disfraces de Martín Fierro o Juan Moreira, los más valientes aparecían incluso montados a caballo, ganándose el aplauso del público". Pero no todos los disfraces estaban permitidos: "Las disposiciones municipales prohibían el uso de disfraces de monja o sacerdote y aquellos trajes que parodiaran uniformes militares en vigencia o que representaran costumbres obscenas" (49).

Uno de los personajes de Mempo Giardinelli relata, en Santo Oficio de la Memoria: "Era una joda este país, y los carnavales no te cuento: se jugaba con agua todas las tardes y a la noche meta milonga" (50). Máximo Yagupsky, un carnaval bonaerense: "siendo muchacho –estaba en segundo año del secundario nacional- iba a acompañar a un tío mío que organizó un remate en la provincia de Buenos Aires, en Maza, cerca de La Pampa. Era Carnaval. Y en Maza vivían a la sazón muchos italianos. En esa oportunidad nos han hecho gozar de las canciones líricas italianas como nadie. Aquella noche de carnaval la pasaron viviendo en Italia" (51).

Entretenimientos

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