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Teoría de los ochenta mil mundos (relato) (página 3)



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Jenofonte, tras años ausente de Esparta, regresó para casarse. Ella se llamaba Filesia y era una mujer brava que conoció en la guerra. La instruyó en el erotismo patético y se establecieron en una heredad agrícola de la Élide, él como propietario rural y ella dispuesta a darle hijos. Se llamaron Grilo y Diodoro, quienes aparte de columpios, disfrutaron de grandes rebanadas de mantequilla casera y fueron instruidos en el horror a la mentira. Los expertos dijeron que la única aportación realmente seria de Jenofonte era la creencia de que los cuerpos y sus espíritus, cada uno por su lado, establecían dos comunicaciones distintas, es decir, que mientras el cuerpo estaba tumbado el espíritu gesticulaba con otro, estableciendo sus propios acuerdos domésticos para sobrellevar la rutina. Quizá estaba refiriéndose a la imaginación.

Hipócrates

La tarde era alegre en el coso de las fieras donde Carnígoras se fajaba con el león. El gladiador, que además era púgil y guerrero, era el paciente más sensacional que jamás tuvo el doctor. Atenas seguía siendo una ciudad sumergida y sus ciudadanos los que más respiraban en el mundo. Se decía que parecía una choza con un mono que pensaba. Era increíble que por entonces un mosquito pudiera acabar con un hombre. El doctor comentaba que durante la peste había una variedad que contagiaba el paludismo, obturando la sangre y echando a perder el hígado. La solución estaba en la planta de artemisa. La gripe era distinta. Sus efectos eran devastadores. El doctor decía que el aire era incomprensible prestándole su oxígeno a los virus. Demócrito sospechaba que la culpa era de las partículas invisibles. El león en ese instante recibía una buena tunda mientras el doctor comentaba también las fracturas óseas. Eran su especialidad. Fue el que por primera vez practicó el entablillado, anudando los trapos alrededor de una tabla con una prestidigitación de manos. También practicó el torniquete volteando el palitroque, evitando la hemorragia. Carnígoras, el gladiador, al verle manotear, interpretó aquel gesto como una petición. Hizo una pirueta sobre el cadáver del animal y se acercó adonde estaba para saludar al público, enarbolando los brazos con muñequeras de pinchos y agitando la cabellera furiosa.

En realidad estaba destrozado y al día siguiente apareció en la consulta a por unas muletas. El resto del negocio eran bastones de diferente tranco y cepillos de dientes en madera de nogal con crines de animal, que fabricaba un carpintero.

-La sonrisa -decía Hipócrates- es el balcón de la cara, señoras y señores.

Los cepillos iban perfectamente precintados en un tubo de caña con el marbete de la clínica.

"Doctor Hipócrates. Ágora de Atenas".

La otra particularidad comercial era el frasco de bicarbonato para frotárselos,
así como los cosméticos y las planchas para el pelo de las mujeres.
La madera fue siempre una de sus grandes aficiones, con empleo del cuchillo
de bronce que usaba para cauterizar las heridas al fuego. En cierta ocasión
talló una mano y la sumergió en un cubo con savia lechosa del
árbol del caucho, y tras secarse desprendió unos guantes de látex,
que serían desde ese momento la sensación de su utillería
profesional. En el maletín había también ungüentos
y brebajes, y por supuesto venenos, que prescribía cuando no había
más remedio. La estricnina o el arsénico solían ser rotundos
ante una crisis sin retorno. Alguna vez pensó en escribir un libro, diciéndose
que en principio podía ser de anécdotas. Una vez se encontró
con un paciente que llevaba dos años sin hablar.

-No me mate -, oyó el doctor de repente.

El doctor le creía desahuciado y creyó que le hablaba otra persona. Advirtió que sonreía tímidamente y que le miraba con piedad inaudita.

-¡Pero si se estaba usted muriendo hasta hace un rato! -, exclamó.

-Lo sé -repuso-. Lo que me pasa es que no quiero ir a la guerra.

Cuando no había veneno, la solución era el martillazo del matarife. Una vez el paciente, despabilándose de repente, invitó a una copa y el matarife acabó destrozando los muebles. El doctor fabricó con látex también aquella pelota con que jugaban los niños del ágora, desbaratando el paso del transeúnte. Alguna mañana se sentaba en el tranco de la consulta para observarles, viendo si alguno tenía las piernas combadas. Era síntoma de raquitismo, una de las enfermedades comunes de la desnutrición. Los remedios eran el entablillado, así como la ingesta de leche de vaca y vitamina de las naranjas. Tomar el sol era bueno porque, al igual que el calor combaba la madera, permitía la modulación del hueso, sobre todo a edad temprana. Muchos pacientes decían que Hipócrates era descendiente del mismísimo dios Asclepio, y también de Imhotep, el gran chamán egipcio del embalsamamiento.

Comenzó su carrera como masajista de reumáticos en las termas sulfurosas de la isla de Cos, su tierra natal, rodeado de brujos y descerebrados lanzando conjuros salvajes y regüeldos a pimientos fritos, sin preocuparse directamente por los pacientes. Preferían dejar ensaladas envenenadas a las puertas de las casas antes de preguntar siquiera qué ocurría, motivo de que cualquier enfermo pudiera morir incluso de diarrea, entre cánticos y bailes sorprendentes. Se fue a estudiar a Egipto los vendajes exhaustivos con compresas elásticas hechas con diversas resinas. Cuando regresó adoptó la costumbre de oír mucho a los pacientes. La estadística demostraba que ellos mismos, de modo subconsciente, conocían también la solución. En cuanto a Carnígoras podía contar en una mañana todas las guerras que era capaz de inventar, explicando el modo de clavarle al enemigo una lanza o cómo dominar un toro por las astas.

-Retorciéndola así -, decía-. Es un rejón definitivo.

-Pero, Carnígoras, hombre, ¿cómo me cuentas a mí esas cosas?

En cierta ocasión, intercambiando tortazos con los espartanos, estuvo a punto de morir, pero en el último instante logró arrastrarse a un río. Llevaba cinco años sin conocer a una mujer cuando allá en la ribera, saboreando una hoja de lechuga como en un sueño, debajo de la arboleda, risueña y gentil como el colibrí, apareció desnuda.

-Corrí y la abracé.

-Hombre, es lógico, Carnígoras. Naturalmente.

Saltó a la fama con el primer alarido. Menos cargársela a hombros hizo con ella de todo. Al día siguiente apareció la otra, corpulenta, poco agraciada, de brazos rollizos, acostumbrada a fajarse a fondo con el ganado. Era una viuda que atravesaba la zona en un carruaje, al que subió para regresar a Atenas, donde era dueña de una dehesa, donde se casaron. Desde aquel momento no paraba de llevarle al doctor pavos muertos a la consulta. Un día, por casualidad, asando una pata, elucidó que no era igual apoyar las articulaciones de una manera que de otra, inventando entonces el pie en alto, que permitía a los pacientes dormir mejor. Eran frecuentes las distensiones musculares, sobre todo en los deportistas, como Aquiles, el gran campeón olímpico, al que sanó de una sobrecarga insufrible en el tríceps crural, músculo formado por el gastrocnemio y el sóleo, es decir, el gemelo. Las partes del cuerpo antaño todavía no se llamaban así, mas el poeta Homero ya usaba palabras como tendón, esqueleto y dorsal. Durante una temporada a Carnígoras le dio por el pugilato, padeciendo terribles cefaleas, fuertes dolores de mandíbula y subluxaciones de clavícula.

El pugilato era muchas veces una celebración privada de los aristócratas cruzando apuestas viendo a dos partiéndose la cara, sin que eso obstara para comentar conceptos como la belleza y el bien, el bien inmueble y las mujeres agradables. El día que a Carnígoras le partieron la mandíbula, faltó poco para que se muriera de inanición. Era una lesión llena de desencanto por la vida, casi definitiva, pues no podía probar bocado. Se quedó postrado en una hamaca durante semanas, con una oveja lamiéndole la ceja, murmurándole con los ojos al techo del zaguán. Ni siquiera pudo incorporarse para saludar al doctor cuando fue a visitarle. El ruido de las tripas era su propio pellejo crujiendo. La esposa por añadidura, cada vez que pasaba, abusaba de él, dejándole pálido y enteco. El doctor abrió entonces su maletín y extrajo una cánula de lino que le dieron en el batán. Era para sorbiera puré. La mujer, que estaba ordeñando la vaca, oyó entonces el aullido. Carnígoras, arrasado por una emergencia de lágrimas, no podía contener su contento. Hipócrates almorzó un rabo de toro con patatas guisado la mujer tras matar a la res de una paliza. Le explicó cómo someter el dorsal con un masaje, incidiendo con los pulgares en los hombros. Carnígoras, a base de tortazos, había perdido incluso el pelo, y también le recomendó una peluca, que casualmente traía en el maletín. Antes de despedirse comentó que estaba escribiendo dos libros, uno de ellos de aforismos.

"Para tener confianza en el médico, el médico ha de tener confianza en sí mismo", decía uno de ellos.

El otro lera sobre plantas sicoactivas, como la mandrágora, el beleño o la adormidera, útiles para calmar el dolor viendo nenúfares voladores en el atardecer.

-Dieta, reposo, higiene y aire fresco -, fue su última recomendación.

Quería escribir otro con semblanzas de doctores, como Avicena, el sabio del agua, y Empédocles, en cuya teoría basaría la suya de los cuatro humores. Además formuló el juramento hipocrático, imprescindible para acceder a la profesión.

"Entrar a las casas con ánimo de curar", comenzaba diciendo.

Aristodemo y Leome, sus dos aprendices, llegaron un día a la consulta para oír el resto. Entrar a curar significaba desestimar la relación sentimental con las viudas, que eran abundantes a causa de la guerra. Dejarse arrullar por el desconsuelo, enfermando con ellas hirviendo de deseo, desacreditaba la profesión. Por otro lado, los pacientes difíciles solían alterar el ánimo y quizá era inevitable la imprecación, pero había que evitarla. La primera misión de Aristodemo y Leome fue al día siguiente, en el puerto, recién llegada una embarcación podrida por el escorbuto. Los hombres se hacinaban con el rostro demacrado por la inconsistencia maxilar, en un murmullo de jadeos, con los dientes desperdigados en cubierta. El gobierno descargó entonces una tonelada de naranjas, lanzándose los hombres a la desesperada. El festival se prolongó una semana, tirándoles las cáscaras a las gaviotas, con los músicos celebrando la danza en el fuego, mientras mataban reses para comer. Parecía que no había ni un enfermo. Leome examinó a un señor atraído por la épica servicial del servicio. Se sentó en la silla, ladeó la cara y se quedó un rato con la boca abierta, preguntando cuándo le daría el filete. Aristodemo tan sólo hizo una exploración bucal con alambres a un hombre con una peluca. Abiertas las fauces, parecía un pueblo en ruina. Le pidió que mordiera un papiro para ver su alcance, y estuvo a punto de perder la mano, pues Carnígoras llevaba días sin comer.

Salvó cinco o seis dientes y lo contaba como si tuviera un tesoro. Durante una reunión de doctores celebrada en Creta, Avicena expuso que las llagas bucales, además de mejorar con el cítrico y el febrífugo de la ipepacuana, también lo hacían con el agua salada. Hipócrates, al que acompañaba su amigo Carnígoras, por su parte comentó que salvo en caso extremo el cuerpo debía apañárselas solo, sin ingerir nada, combatiendo la enfermedad con sus propias defensas. Enseñó con un bisturí el manejo fácil del instrumental desalojando de pus las ampollas. La alimentación, al estar en contacto con el aire, era la combinación de las causas exteriores con las interiores, es decir, que los cuatro elementos, aire, tierra, fuego y agua, se correspondían con los cuatro humores, denominados sangre, flema, bilis negra y amarilla. Respecto al concepto de convalecencia lo definió, tras darle una manzana, como curación pasiva.

Una mañana, durante el descanso de la consulta, sentados ambos en el tranco, repitió su teoría de los cuatro humores, viendo la pelota ir de un lado a otro del ágora. Toda la combinación atmosférica tenía una consonancia patológica. La preeminencia de un elemento sobre otro determinaba la variedad climática, debido a lo cual ocurría igual con los humores. El sanguíneo, además de proclive al estornudo, originaba sarpullidos y eccemas. Añadió algo, sin conocerlo aún, del sistema linfático y la defensa inmune ante las alergias. La bilis negra tomaba el control en otoño, cuando las hojas caían y el hombre propendía a la melancolía. En este caso aludía también a la depresión. La bilis amarilla era la causante de la palidez, como si el individuo se quedara exangüe. En cuanto al hígado con su intercambio de saludos, daba lugar al trastorno hepático. El aire era un carminativo, pero no era lo mismo estando cerca que lejos del mar, y tampoco en invierno que en verano. El carácter flemático era la templanza. El mercader era un hombre contemplativo, capaz de concentrarse mucho, tan difícil de enfadar como al nostálgico. Se diferenciaban en que al nostálgico le costaba más concentrarse. Un flemático podía estar dándole vueltas a la cabeza sin advertir delante una pelota botando. El nostálgico en cambio era más soñador, propenso al arte y a la música. Alternaba la gran tristeza con la euforia repentina, cosa que después recibió el nombre de histeria ciclotímica. La persona sanguínea era más vivaracha, extrovertida, explosiva, vitalista, mundialmente famosa, pero acababa derrengada por su excesivo compromiso emotivo, alegrándose por todo y compadeciéndose de todo el mundo, sintiendo pena ante cualquier cosa y enseguida contento por todo. Carnígoras tan sólo decía que le dolían los hombros. Además tenía la nariz ladeada. Dentro de la consulta el doctor le puso un palitroque en los dientes para que lo mordiera.

-¿Esto qué es, regaliz? -, dijo el gladiador.

El doctor, atrapando la nariz, la giró bruscamente, y entonces masticó con dolor, que ofreció a continuación las fosas nasales para taponarlas con algodón. A renglón seguido el doctor posó las manos sobre el trapecio, palpando con los dedos las cervicales oxínticas y los multífidos musculares de la nuca, aplicando una friega oleosa de tónico fragante de terebinto, para calentar la contractura, queriendo vasodilatar el nudo arterial inervado por el plexo nervioso de la zona.

-Lo que usted tiene aquí es un loro, Carnígoras.

El gladiador se fue quedando traspuesto mientras el doctor soñaba con Egipto. En la isla de Cos los brujos creían que el enfermo era un pitraco donde los duendes malignos se cebaban a pellizcos. Estudió los alimentos y descubrió las yerbas astrigentes que evitaban la deshidratación.

"Mi vida tiene que cambiar", musitaba el gladiador dando una cabezada. "Merezco un golpe de suerte", decía elevando la mano.

Pudiera ser que en determinadas circunstancias lo mejor fuese una despedida contundente. El doctor, por su parte, comentaba que el matarife, existiendo los viales de veneno, era innecesario ya.

"Puedo vencer", seguía diciéndose imaginando el garrote.

Los egipcios conocían secretos milenarios. Los forenses estaban acostumbrados desde hacia miles de años a la necropsias de cadáveres para examinar las causas del fallecimiento. Abrían los cadáveres desecados en las mesas para distinguir los tejidos. Conocían los doscientos mil vasos sanguíneos alimentados por el corazón, con sus ventrículos distribuyendo el torrente sanguíneo. Desinfectaban el material quirúrgico con agua hirviendo y diversos alcoholes. Había un plan general de sanidad con especialistas en cualquier enfermedad, desde las estomacales a las ginecológicas. En pediatría impulsaron un plan de fertilidad, evaluando la densidad natal y el trato riguroso a los bebés. Además había una completa gama de ortopedias, como las muletas. En los manuales describían cómo los viejos podían rejuvenecer. En realidad se trataba del empleo de peluquines y de tratamientos faciales antibióticos para las manchas de la piel, elaborados con los hongos de las aguas estancadas. Por una puerta entraba el viejo y a renglón seguido parecía nuevo, dando lugar a leyendas increíbles que tergiversaban los muertos.

Al día siguiente quien llegó a la consulta fue la esposa del gladiador, sonriente, diciendo que el marido no era el mismo cuando se ponía la peluca. Luchando en la cama por no perderla le provocaba un intenso placer. Se echó mano al pie diciendo que se lo había torcido en la dehesa, cuando por la mañana salió apresuradamente a echarle de comer a los pollinos. El doctor diagnosticó cizallamiento en el maléolo lateral, y le recomendó leche de vaca, debido a que el calcio reparaba la osamenta.

-Busque una vaca rápidamente -le dijo en la despedida- y péguese a ella una temporada. No la deje vivir ni de noche.

Aquella misma noche se asomó al zaguán para echarle el ojo a la mejor. Parecía ligera de trapío, pero después le costó gran esfuerzo domeñarla. Pocos días después regresó diciendo que en la última gota se le había caído un cuerno. El doctor pensó enseguida que era muy raro que a una vaca, y no a un toro, se le cayera algo. Tras irse al mercado a por pescado, apareció Carnígoras con un pavo y un bote de miel. En ese instante el doctor observó que se rascaba la entrepierna con insistencia, y sospechó que podía ser una enfermedad venérea. Le pidió pues que se bajara los calzones y le mostrara el pene. En efecto, había un bulto inflado en la cuenca cavernosa, acaso un herpes.

-Puede ser grave -, anunció el doctor.

-¿Usted cree que las abejas…?

La mujer apareció con un pescado y les vio. Hizo un ademán y pidió al doctor que se ausentara. A continuación echó las cortinas. Quedaba inaugurada la leyenda de las enfermeras seductoras.

Pitágoras, el hombre tranquilo

La tranquilidad es un bien del ánimo que quizá se apoya en la práctica matemática. Pitágoras se dedicaba a eso en Crotona, una ciudad de la región de Calabria. Su escuela estaba en una cueva acondicionada con losas de barro, con un par de bancas de madera. Había un grupo de hombres iluminado por la hoguera, pareciendo el lugar de un misterioso cenáculo de apostantes esotéricos. Al fondo, en la orfandad de la gruta, las gotas de la lluvia marcaban el tiempo. De vez en cuando merodeaba algún fisgón atraído por los extraños signos. Observaba con ojos viles sospechando que se trataba de un mundo de maldad. Los hombres, al verle, aceleraban el fraseo, pareciendo un galimatías de ahorcados. Además dibujaron absurdas simbologías carentes de significado. Un día decidieron invitarle a pasar y desde el primer momento pensó que estaba rodeado de delincuentes. Después se fue a contar por las calles de Crotona que estaban practicando la brujería, con cruces y flechas, dividiendo corazones, multiplicando pollos.

Al día siguiente apareció en la cueva más gente, queriéndose cerciorar del asunto. Fue cuando Pitágoras lanzó un madero en llamas y salió del humo, sacando las mangas, prorrumpiendo con solemnidad tronante. Dentro, en la gruta, los discípulos a su vez hacían sonar unos crótalos, ululando con el mugido lentamente visceral dibujando en la luna un dedo amplio de círculos temblones, anunciando el desgarro de la nube designando con sangre a los desgraciados, poniendo en fuga a los representantes de la basura celestial, como él los llamaba. El matemático opinaba que tan sólo eran hombres, y que al ser precisamente los peores su castigo era la confusión. En los ratos libres le fueron añadiendo al repertorio personajes y sonidos nuevos. Alguna vez él iba a los mesones para continuar con la broma, diciendo auténticas majaderías traperas.

Una vez, comiendo aceitunas, dijo que la tortuga era más rápida que Aquiles, y le creyeron, quedando luego en la Historia como respetable teoría. Igual ocurrió con la transmigración de las almas, al decir que un difunto suyo, con el cual jamás se llevó bien, era un perro paseante por el pueblo, esperando resurgir. Se fue una temporada de viaje a Egipto y a su regreso la hipotenusa y los catetos brincaban solos en los triángulos. El avance fue de aplicación en arquitectura para que los ingletes formaran rectas las paredes con los techos. Fue tomado por el primer teórico musical cuando señalando al firmamento explicó que las notas eran equivalentes a las distancias estelares. Con una rudimentaria lira de una sola cuerda dijo que su leve intensidad era de índole matemática, como demostraría luego el diapasón. Cada planeta tenía un sonido propio, algo que demostrarían también los satélites. Quería decir que en el espacio se oiría el latido del planeta, siendo útil después para orientar las misiones espaciales en dirección a la oscuridad que devolviera el mismo tono.

Llegaban cada vez más pensadores y poetas a Crotona queriéndole conocer. Las casas de alterne y los mesones se llenaban a diario. Las rameras explicaban que se trataba de una comunicación de los cuerpos sin necesidad de tiempo ni de espacio. Asimismo los cantineros indicaban que era una maniobra fatal de la suerte para aclarar con tiza la cuenta, con rayas en la mesa. Tales de Mileto, en compañía de sus muchachos, llegó un día a la cueva para explicar su visión particular del agua como principio fundamental. Pitágoras opinaba que el principio fundamental eran los números. Dependiendo del sitio salían cuentas distintas, la traducción exacta del lugar con sus volúmenes propios. Cada detalle tenía una traducción numérica. El hombre, por ejemplo, podía ser el 25. El maestro de Mileto se empecinó con que la tierra se sostenía sobre el agua, pero el otro opinaba que incluso esa frase, tal como sonaba, se correspondía con otro guarismo. Mientras él los anotaba en la pizarra, Tales reiteró que bastaría con ver la humedad caliente del subsuelo, así como las semillas húmedas, para advertir que el principio fundamental era el agua. Pitágoras respondía que la palabra humedad era el número 56. Tales, pareciendo no oírle, añadió que el agua podía estar en el árbol, pero no al revés, es decir, el árbol en el agua.

-Pero, vamos a ver, ¿usted a qué ha venido? -, le dijo Pitágoras finalmente-. ¿A interrumpirme?

El matemático convino que el árbol era el 34. Tales se fue pregonando que en Crotona había sin duda una lumbrera, y que siquiera por breves momentos fue discípulo suyo. En las mesas de los mesones proliferaban los nomones de garbanzos, como pasatiempo de la gente combinando formas parejas de cuadrados y triángulos. Los rumores trepabas por las fachadas, haciendo ver que alguien versátil como la luz poseía un método que descifraba la combinación de fuerzas ocultas en la naturaleza, desbordando las fronteras del conocimiento. Cada una de las chispas del fuego cifraba una sucesión de números irracionales con decimales. Los guantes de Hipócrates, en el umbráculo de las antorchas, equivalían a un número distinto. Jenófanes pedía uno dedicado para constar como el impulsor del principio elemental de la tierra. Anaximandro, recién llegado de Mileto, pidió igual para el indeterminado apeirón, y uno más para el gónimos horario que daba vueltas bajo el sol. El doctor Empédocles explicó que los principios de todas las cosas eran el amor y el odio, y que ambos estaban sometidos a generación y a corrupción. Luego alzó la mano deseando ardientemente que en aquel esqueleto matemático constara un hueso suyo. Anaxímenes opinó acerca del aire, y un amigo de Lampsaco dijo que había que ordenar los números a toda velocidad antes de que la corriente se los llevara volando. Anaxímenes alargó la charla hablando de que el alma estaba hecha de aire, y que el aire, en virtud de caprichos solapados de la naturaleza, se podía convertir en agua. Pitágoras, frito porque se fueran, comentó que esas creencias sólo tenían sentido cuando el aire entraba al mar provocando la ola. El registro numérico cambió del todo cuando la gente, abriendo y cerrando la boca, se puso a contar la duración de aquel soporífero pedo. A continuación se pusieron el quitón para marcharse, primero estirando un brazo y luego el segundo, anudando el lazo como un ocho, y después alargando una pierna y luego la segunda, y así sucesivamente hasta irse a tomar vientos, saludados co el aplauso de los discípulos, que al fin podían estar solos.

A diario las calles de Crotona habían amanecido llenas de simbología extraña. Se habían fundado casas de apuestas y la gente se entregaba al juego con pasión. Muchos eran felices viendo la facilidad con que la risa del dinero cambiaba de rostro, con los pobres de ayer siendo ricos de repente, adoptando las costumbres propias de otras personas. Los camareros estaban cada vez más familiarizados con la raíz del mal, pero cuando no cobraban se las veían y se las deseaban para hacerlo. Una vez un grupo de poetas dejó a deber en un mesón cuatro roscas y dos huracanadas garrafas de vino, una más de cerveza y doce entremeses con codornices caramelizadas, así como quince fuentes de gambas al aguardiente y un sinnúmero de panecillos y dulces. Las matemáticas alumbraron extrañas bandas de cobradores capaces de servir el cochino asado en las refriegas callejeras. Las matemáticas estaban cambiado el mundo, de tal modo que la simple tarea de cortar el pollo dejó de ser ridícula en los mercados. La manía popular de ver fantasmas, contraseñas y pasadizos por todas partes, a menudo convertía la tarea en agotadora, haciendo todos los cálculos. Los signos aparecían por doquier, en las puertas y paredes de las casas, en las murallas de las plazas e incluso en el albero de las calles. Eran raíces cuadradas, polinomios y logaritmos, y para muchos era el encuentro con otra civilización. El último día que Pitágoras permaneció en Crotona estuvo un rato asomado a la ventana de su casa, agitando la cabellera, haciendo sonar una capa de armiño con bigudíes, hasta que se esfumó. Después apareció Diógenes, tomando notas para sus crónicas.

Platón

Por supuesto merodeó por la Academia de Platón, cuyo letrero en la puerta decía lo siguiente:

"Que no entre aquí nadie que no sepa matemáticas".

El filósofo estaba ocupado en aquel momento en tres asuntos capitales, el alma, el mito de la caverna y la formación del Estado. El alma era su particular modo de buscarse en casa. Un día colgó una esfera en la puerta y la dejó bascular mientras la esquivaba. Significaba que los objetos del entorno condicionaban los movimientos del cuerpo. Antes de alcanzar la calle debía sortear los muebles del trayecto, que en definitiva dificultaban la libertad de movimientos. El cuerpo era una creación imperfecta del demiurgo y la verdadera dimensión humana, como dijo en el Fedón, era el mundo de ideas. De hecho, dejando ir un globo por el campo, podía seguirlo cerrando los ojos. El alma era un pasajero del cuerpo y el cuerpo una esclavitud. Su misión era perfeccionarlo durante la existencia, y al morir quedaba flotando como un aliento exterior, a la espera del siguiente, como si estuviera en una parada de autobús. Había tres tipos alma y cada uno ocupaba una demarcación en el cuerpo. En la cabeza estaba el alma prudente, propia del sabio gobernante. En el pecho, más irascible, se hallaba la del guerrero, útil para que venciera. El alma concupiscente estaba en el bajo vientre, e identificaba la glotonería y la vanidad insatisfechas del vulgo. Para alcanzar la completa dicha inventó la teoría de la reminiscencia, según la cual el hombre tendría recuerdos de vidas pasadas. El motivo real de que Platón pensara de aquel modo era por la ansiedad que sentía queriéndolo aprender todo. Dándose cuenta de que había más oportunidades se dedicó con calma a unas cuantas. Se dijo que el alma, para ganarse una nueva condena al cuerpo, debía dejar algo sin perfeccionar en el anterior, pero en principio su ocurrencia llenó de fantasía la ciudad.

El mito de la caverna era una fábula acerca de las apariencias que inauguraba la sicología. Varios hombres, según el argumento, se pasaban la vida en una cueva, atados a un madero, viendo tan sólo las lenguas de la hoguera en la pared. Después, al salir al exterior, no reconocían la verdad. En realidad quería decir que si en una casa hubiera hombres temiendo, y a su vez en el exterior una fiesta de hombres riendo, los de dentro pensarían que los ruidos de fuera son de una guerra y los de fuera que dentro hay algo misterioso, acabando ambos mundos circulando en paralelo, el uno en la oscuridad y el otro en el ámbito festivo.

Respecto a la formación del Estado postuló una aristocracia gobernante en el libro La República. En su opinión el pueblo carecía de conocimientos para comprender la democracia y los intereses del Estado. Dicha aristocracia estaría formada por una casta de sabios, sin derecho a la propiedad privada para no andar sujeta a la perversa ambición. La propiedad privada tan sólo quedaría en manos de la población. Era como un adelantado del marximo cuando el marximos no merecía la pena, pues tampoco existía el capitalismo, para pugnar ante el público por el hielo del güisqui. Para recrear el sistema creó una isla de fantasía llamada Calípolis. A ella se refirió también en los libros Critias y Timeo. Estaba basada en una antigua leyenda de sus ancestros. Su padre y Solón le contaban de niño que estaba en un continente que sucumbió a un terremoto nueve mil años atrás. Calípolis fue creada por Poseidón en un lugar llamado la Atlántica, más extenso que Libia y Asia juntas. El filósofo, cuando la describió, parecía tener como verdadera vocación la arquitectura, y por eso Diógenes dijo que no sería extraño tuviera otra identidad. La isla era un paraje idílico con guirnaldas y flores brillantes, con fuentes majestuosas y salas de baño, climatizadas a cielo abierto, con puentes colgantes sobre el mar, de oricalco, plata y oro, con acueductos y fortificaciones y estatuas con carros tirados por corceles alados y con nereidas sobre delfines plateados. Además había un hipódromo rodeando la isla, para celebrar carreras de antorchas, y en paralelo un canal que almacenaba la lluvia y que facilitaba el tránsito de los troncos abatidos en las montañas. En la orilla había un puerto con un voladizo cubriendo dos mil doscientas embarcaciones. El palacio presidencial era de plata y estaba en la cumbre, con una bóveda de marfil. El prócer que la ocupaba era padre de cinco parejas de mellizos, y estaba encantado de que hubiera pasto alrededor para los elefantes, así como un cuartel de arqueros, honderos y carros de balistería para defenderse de tanta paz.

Pensaba que el lugar adecuado para realizar su proyecto era la isla de Sicilia, motivo por el cual se entrevistó con su rey. Se llamaba Dionisio de Siracusa y estaba entretenido en aquel momento perfeccionando la catapulta con cabestrante. Le quiso convencer durante la reunión de que el gasto militar era excesivo, pues una isla no necesitaba tanta vigilancia. Platón eran un hombre cultivado en la superioridad vital ateniense y manifestó que la falta de preparación de Dionisio impedía el progreso, logrando cautivar a su cuñado, Dión. Dionisio creyó que el filósofo quería suplantarle y le acusó de querer voltear la calma de la isla.

-Sus palabras huelen a rancio -, dijo.

-Las suyas, a tirano -, contestó el filósofo.

-Si está usted en mi Corte, debiera saber que puedo hacerlo esclavo.

-Lo dudo -dijo él-. Yo soy un hombre sabio, y un hombre sabio es libre en cualquier parte.

Faltó el canto de un duro para que el ateniense, acusándole de traicionar a su pueblo, le pegara una paliza allí mismo. A continuación fue desalojado en un barco de embajadores que zarpaba al día siguiente hacia Atenas. En Sicilia quedó Dión explicando por todos sitios la majestad de aquel proyecto, granjeándole partidarios. Durante la travesía el filósofo temió que le mataran. Entonces, reconociendo en lontananza la isla de Egina, empezó a gimotear diciendo que allí mataban a los atenienses. Era su tierra natal, y apenas desembarcó fue a ver a su madre. Perictione, recién casada con Perilampo, no tuvo tiempo de soltar la gallina durante el abrazo. Permaneció allí un mes comiendo de todo, y después regresó a Atenas. Entonces recibió una carta de Dión, su aliado en Siracusa, pidiéndole disculpas en nombre de la Corte e informándole que estaban a punto de deponer a Dionisio.

"Aquí tiene usted muchos partidarios -añadió-. Vuelva".

Las masas estaban encantadas con aquel sueño. El rey parecía un mindundi queriéndolas convencer de que era un espía. Platón le incriminó con una diatriba furiosa, diciendo que si no facilitaba el avance de su pueblo sería ejecutado, pasando a la Historia como un majadero. Pocos días después zarpó en un barco rumbo a Olimpia, para ver los juegos olímpicos con sus carreras de antorchas, que eran como el alma encendida pasando de un cuerpo a otro. Se dijo que podía venderle el proyecto al peor enemigo que tuviera Sicilia, y además que podía pregonarlo en los demás países, para poner a esa isla en cuarentena geográfica.

Dionisio resistía la sepultura como podía. Parecía estar dispuesto a sacrificar a su pueblo en una guerra contra quien sea, antes que dar su brazo a torcer. Envió a algún emisario a Atenas a buscar los trapos sucios del filósofo, por si regresaba. El cuñado por su parte confabulaba hablando de empleos maravillosos en la construcción. Platón regresó a Sicilia cuando se decía en las calles que el rey era un esbirro a sueldo de una potencia extranjera. Cuando llegó a palacio se situó en la ventana para pasarse la mañana murmurando el plan, viendo a la turbamulta liándose a mamporros. Había un hombre en una esquina echando humo por la boca.

"Os espera la mafia, señores", parecía estar pensando dándole caladas al cigarro.

Cuando Platón se giró Dionisio ya no estaba, y el trono tampoco. Fue desalojado en volandas. Se giró otra vez a la ventana pensando que le vería arrojado a la basura. Después se giró y había un trono nuevo. Acababan de entronizar a Dionisio II. Platón decidió entonces desistir y abandonó la isla definitivamente. Sin embargo, en sus siguientes obras no comentó nada. En El Banquete, con Sócrates de protagonista, aclaró conceptos como el amor y la belleza. El bien, aparte de ser lo contrario del mal, serviría para evaluar la buena fe de los actos jurídicos, es decir, si alguien actuando con buena intención provocaba un resultado adverso.

"Un hombre, creyendo llegar a tiempo, llega tarde al trabajo, recibiendo una sanción".

A la muerte de Pericles la ciudad se la repartían los espartanos y su gobierno de los treinta tiranos. Entonces se fue de viaje por Egipto y Oriente. En Egipto conoció la historia de Moisés y unas cuantas leyendas. En Oriente se juntó con los budistas y comprendió la reencarnación comiendo membrillos. Dijo alguna vez que el alma podía ser tan sólo la influencia de otra persona. Cuando regresó a la Academia estaba lleno de ideas. Inventó la episteme, el nuevo término acuñado para discernir la opinión del conocimiento objetivo. Se puso a repartir mazorcas de maíz recién hechas para exponer una teoría más, la de los metales. Comparó castas y linajes, haciendo ver su correspondencia con cada metal. El oro estaba relacionado con la aristocracia, la plata con los guardianes y el hierro con los labradores. Aclaró que la intención de los aristócratas luciendo el oro no era vanagloriarse, sino sintonizar más rápido con los negocios, como un talismán. En la puerta de la Academia había un hombre inquieto, Diógenes, comentando con Euclides la tasa de matriculación.

-Hay algo sospechoso en ese hombre -, decía.

El geómetra le entretuvo explicando la rampa ajardinada con sus aparatos de poleas, aclarando que aparte de un gimnasio mental aquello era un gimnasio deportivo. Dijo que Platón compró el terreno con un préstamo de su padre. Después, repentinamente, le hizo una confidencia.

-Platón no es su verdadero nombre.

-¡Lo sabía!

Temblándole el papiro en las manos, Diógenes pidió al geómetra que agachara la espalda para tomar buena nota. Platón era un apodo de infancia alusivo a sus anchas espaldas.

-Siga, le estoy escuchando.

Se pasó la vida ocultando que en realidad se llamaba Arístocles. Diógenes, mientras el geómetra se inclinaba cada vez más, adoptó un semblante distinto.

-Con las mazorcas de maíz, a menudo…

Diógenes había tenido suficiente y decidió marcharse, dedicándole una última ojeada a aquel letrero, interpretándolo como una petición desesperada.

"Que no entre aquí nadie que no sepa matemáticas".

-¡Cámbienlo! -dijo a lo lejos-. ¡Se supone que los profesionales son ustedes!

Zenón de Citio y el muerto al hoyo

Un grupo de hombres escuchaba a Zenón de Citio bajo el pórtico. El aire, tras la llovizna, quedó impregnado de una suave fragancia de sandías rotas. El maestro, que estaba hablando de lógica y de ciencia, anunciaba cada materia al modo habitual, extendiendo la mano unas veces, que significaba representación, y otras encogiéndola, indicando asentimiento. Uniendo ambas indicaba comprensión de la materia. Decía que Atenas había logrado grandes avances, como los faros que guiaban a los barcos de noche. Por otro lado, Arquitas había diseñado una paloma de madera para llevar el correo, pero la gente creyó que tratándose de un poeta acaso era un sueño. Según decían, la paloma aleteaba mediante contrapesos y aire encerrado. La ducha en los hogares, sin embargo, era real, con un tubo conectado al depósito de agua calentada en la chimenea. Arquímedes, en Sicilia, había alumbrado un teorema según el cual la cantidad desalojada de una bañadera era equivalente al peso flotante.

Una materia estoica tradicional era el dominio de la pasión. Su exceso dificultaba el razonamiento. Zenón, tratando de hacer un juicio, puso como ejemplo a dos hombres que habían transgredido las reglas. El primero era un anciano con mala cara. Asistió a un accidente de carromatos y se dejó vencer por el pánico, apresurándose socorriendo a los heridos, a los que era mejor inmovilizar. El exceso de pasión le impidió calcular el mejor modo de atenderlos. Debió aguardar al médico, más cualificado para esos asuntos. Respecto al otro, solía transgredir las reglas enojándose por cualquier cosa.

-Impavidez -, le recomendó Zenón.

Un hombre era tan pequeño como la tontería que le enojaba.

-¿Cómo reaccionará usted cuando la cosa sea urgente? -, añadió.

El individuo desasosegado por el simple vuelo de una mosca mostraba con facilidad el flanco.

-Hay gente que da la impresión de molestarse por tener su propio ojo del culo.

La queja constante era un somnífero de la razón, y todo eso impedía su combustible propio, que era la calma. Las respuestas vengativas tampoco tenían sentido. Crisipo, en este caso, servía como ejemplo. Hacía un año que fue víctima de una jugarreta con las longanizas y se limitó a pensar únicamente de cuantas formas podía vengarse, teniendo en cuenta la rentabilidad de cada una y en qué momento era bueno responder.

-Es mejor abstenerse y soportar.

Comentaron la reflexión cataléptica, que era un método analítico irremediable, clásico del pensador quedándose embobado ante una idea. Si la mala suerte condujera al estoico a la soledad, dejándole con dos aceitunas y un palillo, estudiando cómo unirlas se haría ingeniero, para crear un carro a pedales. Un estoico, de ser privado de su sombrilla, haría un castillo de arena y se haría arquitecto, y si enfermara médico estudiando su propia enfermedad. Todo estaba bien hecho en virtud del logos, dotando al mundo de un mecanismo racional. Contrariarle con quejas vanas era contradictorio con la perfección aceptada por todos. Limitarse a cooperar con el destino era buena opción, o como dirían los maestros de kunfú, aprender a ser flexibles como el junco.

-Para un estoico cualquier nimiedad puede esconder una aventura.

La muerte, por otro lado, era siempre causa de temor. Rondaba siempre cerca y era absurdo ir por la vida precaviéndose.

– La muerte va con uno a todos sitios y pasa lo que tiene que pasar.
Además, cuando llega, el individuo no está.

Sólo cabía decir, en cuanto al determinismo del tema, que
evidentemente era la única parte del futuro conocida. El vivo, durante
el trayecto, tenía a su favor un margen de maniobra para que el final
fuese imprevisible, valorando cómo, cuándo y dónde ocurriría.
Como diría un avezado viajero, no suponía tanta fortuna la meta
como el transcurso del viaje. Después de muerto el hombre no servía
para nada, ni siquiera como objeto, sirviendo de esqueleto en la consulta del
médico. Tampoco pasaría nada si lo arrojaran a los perros. Crisipo
suscitó un día la polémica hablando de que los hijos estaban
obligados comerse el cadáver de sus padres. Un anciano le disculpó
diciendo que se refería a un caso extremo. Para otros era tan sólo
una metáfora poética tratando de sugerir a los hijos su obligación
de emanciparse sicológicamente de los progenitores. Crisipo aclaró
Finalmente que hablaba de comérselos de verdad, cocinando algún
órgano, permitiéndole al difunto reconocer el cuerpo donde podía
reencarnarse. Se oyó al fondo un rumor incómodo. Un gato arañaba
una jaula diciendo pío sin estar dentro y Zenón salió del
pórtico para saludar a un conocido.

Consumo! -, exclamó alzando el puño.

Le había conocido en el mercado ojeando el pescado. No le llegaba el dinero y debió conformarse con el pan. Entonces comentó que ese tipo de renuncias rutinarias, simples y domésticas, también formaban parte de la enseñanza estoica. Hizo una ironía diciendo que para saber qué era el consumo, bastaba con ir con algún dracma encima. Esa renuncia del mercado permitía hablar de los orientales queriéndose desprender de deseos superfluos. La vida estaba llena de deseos, pero el hombre no necesitaba tanto para vivir. Además era deber del ciudadano hacer renuncia de algunas cosas para convivir. Debía dirimir las disputas en sede judicial y no desmandarse con el primer impulso. Parecía, hablando así, que adelantaba El Contrato Social de Rousseau y la sicología de la acción. El hombre ponía en marcha, al sentarse y caminar, un circuito nervioso con receptores que recibían estímulos para distribuirlos por la vía raquídea. Dicho de otro modo, cualquiera podía engañar dando una noticia falsa, provocando una reacción iracunda y fatal. Era bueno sopesar la impresión verdadera y la amenaza imaginaria. Había gente que pensaba, debido a todo eso, que los estoicos estaban encantados resistiendo jugarretas. El abuelo le interrumpió preguntando cuántas almas había.

-Ocho -, le dijo Zenón de inmediato.

Del alma, denominada pneuma, dependían los cinco sentidos con sus partes fonética, espermática y rectora. Era un ente casi corpóreo que permanecía un rato nada más junto al cadáver, como el aroma en el dulzor de la manzana. El alma se pasaba la vida en el vehículo corporal recibiendo impresiones para hacer su propio análisis de la situación, por si le apeteciera apearse antes. También era motivo de preocupación el no alcanzar metas en la vida. Había que valorar, teniendo en cuenta que a menudo frustraban a la gente, hasta dónde merecían la pena. Si alguien sufría en exceso, quizá era posible el alivio pensando que alcanzándola sería peor. El desequilibrio se podía detener como la rueda de un carro que se hace cuadrada, es decir, buscando el origen. Otra opción era inventarse una meta falsa para despistar la razón falsa, dejando fluir la verdadera hacia el interés natural.

-Para evolucionar hay que ser libre de afectos.

Por todo aquello la gente del pórtico era considerada adecuada para la política. Según las estadísticas abundaban los funcionarios en sus filas. Sus virtudes probadas eran la frialdad, la paciencia y la apatía. Al parecer el funcionario estoico sorteaba con maravillosa indolencia las apetencias y caprichos del pueblo, convencido de que de todas formas sería difícil tener a todo el mundo contento. Eso le permitía un nivel estable de salud mental. Además era de valor su austeridad manipulando el dinero. Asimismo estaban considerados buenos mentalizadores deportivos, descubriendo las cualidades ocultas del atleta, hablándole con franqueza de sus limitaciones, para adaptarle luego a la disciplina más acorde.

-El que no sirve para correr, sirve para luchar.

Esa capacidad adaptativa alimentaba la autoestima del individuo, proporcionándole una permanente sensación de triunfo. Quien no valía para ser un estudiante formidable, servía de albañil.

-De todas formas, tanto por una vía como por otra, quien valía alcanzaba la cima de todas formas. Es como sentarse en la calle a esperar a que a uno lo retiren. Tarde o temprano pasa alguien encantado de ser útil y le conduce a la vicisitud adecuada.

El anciano intervino al final de la sesión diciendo que desde el accidente de los carromatos andaba inquieto, pensando que había en su calle cien vecinos criticándole. Zenón zanjó la pejiguera diciendo que algo así sería tan absurdo como pensar que había otros cien a favor, es decir, que nadie, y a su edad menos, merecía tanta atención. El fenómeno vecinal del qué dirán era más bien un invento de bribones, denotando soberbia, creyéndose con más mérito del debido para tener a todo el mundo pendiente, como si la gente no tuvieran mejor cosa que hacer. Tanto si había cien como quinientos, tampoco había que hacerles caso, ni para lo bueno ni lo malo, pues de ese modo luego, y por el mismo barato precio, se creerían con autoridad para desacreditarle.

-Un hombre honrado-añadió-, no necesita estar tan pendiente de nadie.

A la mañana siguiente amaneció la llovizna sobre el pórtico y la sesión comenzó con una noticia luctuosa. Al parecer el anciano se había suicidado.

-El vivo al bollo y el muerto al hoyo, señores -, dijo Zenón.

Aristóteles,

bajo la luz de una antorcha

Los turistas, bajo las palmeras de la isla de Lesbos, vitoreaban los saltos del delfín que a mediodía apareció en el horizonte.

"Ya está aquí el figura", pensó.

Era como le llamaba su padre. Nicómaco, el médico de Estagira, le explicó en su infancia que los delfines se comunicaban en la profundidad abisal con un zumbido armónico. Al parecer las terminales de su inteligencia misteriosa se correspondían con los flecos del agua. El delfín se acercó a la orilla dando piruetas, pareciendo comprender la algarada del público.

"Es un alma inmortal y sensitiva", le dijo su padre.

-¡Se ha llevado a mi hija! -, gritaba un bañista afilando el cuchillo.

-¡No lo haga! -, gritaron detrás-. ¡Su hija está comiéndose…oh, cielos…!

Phytias, embarazada en aquel momento, había pasado una mala noche con las olerías pestilentes del patio, toda vez que su esposo dejó un trozo de carne podrida para estudiar las espiroquetas de gusanos. Su triunfo final fue un gran calamar, que brindó en alto desde la orilla, estando ella preparando la sangría de melocotones bajo la sombrilla de cañaveras. Se conocieron hace años, en Aso, un pueblo de Asia, adonde fue siguiendo a su amigo Hermias, que quería ser gobernador y que acabó defenestrado perdiendo los testículos.

Esperaban para el almuerzo a Teofrasto, que apareció cuando los jureles se mareaban en los espetos del hoyo. Se pasaron el almuerzo comentando la biología vertebrada e invertebrada, clasificando animales con sangre y animales sin sangre. El delfín de vez en cuando aparecía de nuevo, provocando el flamear de las toallas. Más tarde, mientras ella se quedaba allí, marcharon ambos a pasear la digestión por la orilla. Teofrasto iba retinto en una garufa etílica de campeonato, cantinfleando entre la multitud de bañistas, con los que se detenía de vez en cuando. Estuvo un rato con un grupo de mujeres, farfullando algo acerca de maravillosos frutos alargados. Tenía mérito que pese a todo lograra concertar una cita, pues no se le entendía nada. Aristóteles, tirando de él, le quiso explicar que llevaba días con un experimento abiogenético en el patio. Sospechaba que la causa de las espiroquetas estaba en el exterior, es decir, en las deposiciones de las moscas y no en que la carne las cultivara por sí misma. Teofrasto sintió entonces un escalofrío y comenzó a vomitar con inverecundia, tambaleando bajo el sol pesado, rogando auxilio. Desde la sombrilla parecían dos marranas rodando en el bajío, con la gente aplaudiendo alrededor.

Era la anécdota más graciosa que jamás le habían contado al rey de Macedonia. Aristóteles, presente en el palacio de Pella, añadió que Teofrasto acabó aquel día recibiendo más aplausos que el delfín. El filósofo estaba ante Filipo porque de un momento le iba a presentar a su hijo. Era Alejandro Magno, de trece años de edad. Apareció bajo la marquesina del jardín a lomos de un borrico enabardada con jaeces chillones, sosteniendo una ballesta con una perdiz. Su padre indicaba al maestro que su hijo era capaz de convertir en munición cualquier cosa que se mascara, como los huesos de los albaricoques y los de aceituna, así como algún trozo de papiro para hacer puntería con el canuto contra los gatos de los canteros. Solía jugar a los dardos con su último profesor. Notó que palabras como categoría, sustancia y acto le aburrían, y que sólo mostraba interés cuando se pronunciaba la palabra guerra. Los soldados solían entrenarle organizándole festivales bélicos, llevándole por el bosque haciendo gimnasia, estudiando su reacción ante la adversidad, la energía que gastaba para gobernarla y por supuesto cómo el enemigo podía engañarle con más.

-Hay que hacerlo porque va a heredar un imperio y no una dehesa -, dijo Filipo.

-Bueno, de todas formas, el que es inteligente lo es en cualquier cosa -, dijo el filósofo.

Cuando cumplió veinte años Alejandro mató por primera vez a un hombre, en el Helesponto, yendo con las tropas a Persia. Al morir su padre las regiones limítrofes del reino aprovecharon para sublevarse. A Troya desplazó seiscientos mil soldados, provocando todas las leyendas. Lo facilitaba el hecho de que conocía los mejores mapas y las rutas más directas. Durante los avances los lugareños se rendían sin oponer resistencia. Tenían la impresión de que un gigante en el mar trasladaba a las tropas en la palma de la mano. Además tenían astrolabios y brújulas para orientar la navegación. El armamento era sofisticado, y bastaba con mostrarlo para rendir las plazas, ahorrando muchas batallas. Los soldados, disfrazados en el perfil de la ladera, eran confundidos con los dioses, luciendo cabezas de vaca o jabalí, de caballo y elefante, dependiendo de qué comieran en el campamento. Tallaban cuerpos humanos grandes en los árboles y los encaramaban al monte para pasmar a las gentes. Por eso muchos filósofos solían alistarse, pensando que las guerras no dificultaban la escritura. Contaban que en las calles, ululando el chisme animal del anochecer, los lugareños se agazapaban en la hoguera narrando sus grimorios de monstruos todopoderosos. El equipo de adelantados del ejército era un grupo de cantores armado con liras y flautas que paseaba por las plazas llenando de pavor a la gente. El repertorio estaba lleno de estrategias falsas y trifulcas increíbles, ocurriendo en pueblos lejos de allí. Contaban que el monstruo era invencible. Declamaban con ánimo votivo el nombre de los viejos amigos muertos que hubiera en la zona, y cuando aparecían de repente la canción aludía a los prodigios del enemigo, capaz de resucitar a quien se portara bien. Las viejas, resignadas a la suerte, se divertían viendo el pueblo conquistado con tanta educación. Con su propio estilo ayudaban al despiste, comentando las órdenes equívocas de los edictos de su propio mando, pareciendo que defendía intereses distintos a los verdaderos. Mientras los espías ganaban media guerra cantando sus fábulas galopantes, las tropas sesteaban en el horizonte hasta la hora de comer. Más tarde lucían el postre en los cerros, indicando que pronto caería un rayo. El aburrimiento no era posible allí. También vigilaban vistiéndose de cabezudos, apareciendo de súbito en cualquier recodo, adornados con mil colores o formando torres entre sí. Corriendo de día por los barrancos entre fuegos fatuos, embutidos en pieles culebreras, imponían de noche junto al fuego el solivianto de tenerles presentes al día siguiente. Muchos lugareños, con la cabeza como un avispero, decidían abandonar su pueblo, embaulando la casa en el carromato. Después, durante el trayecto, paraban en los pueblos y ellos mismos atizaban el repertorio, así hasta que el cuento inicial era irreconocible. Los mitos, volando en los sueños, cada día eran más listos y bellos, hasta que dejaron de parecerse a ellos, que eran paradójicamente quienes los inventaban, queriendo ser también más altos.

La conclusión era que seiscientos cincuenta millones de soldados estaban en su casa tocando la flauta, ahorrando gasto. Aristóteles, durante siete años, demostró que se podía vencer sin lanzar siquiera un bolaño. Pasó un momento por Estagira para darle dos besos a su madre y después, cargado de oro y con más experiencia, marchó a Atenas para fundar una escuela. Se instaló en una mansión con esclavos y fundó el Liceo, una escuela superior en honor al dios Apolo Licio, cuyo templo quedaba cerca. Desde él se divisaba la amplitud del jardín florido, extenso como ninguno, adecuado para que los discípulos dieran largos paseos, causa por la cual serían conocidos como los paseantes. Durante la inauguración se dieron cita en gran número, atendiendo las explicaciones del maestro.

-Aristóteles nos golpea a coces -, decían al otro lado de la ciudad, en la Academia de Platón, recelosos del éxito-, como los potricos a sus madres.

Antiguos discípulos de la Academia también estaban presentes, viendo el nuevo edificio, que constaba de una nave con varios alzados en arcos fajones permitiendo ver los árboles. Sobre el pasillo central había una bóveda de cañón con dos largos arcos escarzanos, uno al principio y otro al final, y una escalinata para las charlas del descanso. La solería era de mármol blanco y negro, con dibujos de espirales cuadradas. Los frisos estaban decorados con triglifos coloristas y metopas de metálicos jeribeques vegetales. A un lado y otro había veinte hornacinas con estatuas, en una de las cuales estaba el propio dios Apolo Licio, esculpido por Praxíteles con el brazo derecho puesto en la cabeza, que aparte de servir de rúbrica, serviría como contraseña de los pupilos para conocerse a distancia, yendo por la ciudad, con todo el pitorreo que suponía no poder limpiarse los mocos con los codos.

-¿Existe la libertad para no ser libre? -, fue la gran pregunta del maestro el primer día.

Aristóteles recomendó hacer más caso a la inteligencia que a la razón. Comentó también las paradojas, a las que denominó aporías.

"Hambre de libertad, pese a estar ayuno de hambre", fue una de ellas.

Las iba anotando a diario en hojas de pergamino que luego abandonaba en la mesa.

"Año de bollos, pocos cogollos", quiso ser la siguiente.

Hubo quien, birlando las notas de la mesa, las coleccionaba en casa,
guardándolas como un tesoro, valor que posteriormente se vería
en los baratillos de coleccionistas de los mercados, como en Al Andalus, la
tierra del renacimiento ibérico en el siglo X, en los tiempos de Averroes,
que sería su gran divulgador. Los pergaminos de la mesa dieron lugar
a una nueva ciencia, denominada estilometría, que consistía en
cotejar las posibles falsificaciones, tachaduras y borrones. Lo que Aristóteles
no abandonó nunca fueron las notas del libro que estaba escribiendo en
honor al hijo que esperaba de su esclava Herpyllis, cuyo título fue Ética
a Nicómaco
.

"La virtud es la que lleva a la felicidad", escribió. "Sólo siendo feliz se reconoce lo que es ético", explicó a los discípulos.

El jardín ofrecía a los pupilos la posibilidad de seguir acrisolando la ética un poco más. Cuando la escuela adoptó el nombre de Perípatos, hubo un concepto más atrapando a la gente, el bien. El bien era inherente al hombre por su necesidad de supervivencia, como convenio tácito de índole celular con el hábitat, permitiendo discernirlo en el momento oportuno. No obstante, aclaró que en las guerras, como aquellas de Alejandro, había poco tiempo para discutirlo, pero se comprendía al menos que consistía en el perjuicio del enemigo. Servía la distinción para calibrar la buena fe en el ámbito jurídico, esgrimiéndolo incluso como atenuante o eximente de los delitos.

"Un hombre se pasa toda la vida pensando que su vecino es un malhechor, cuando no es así. Un día, impulsado por la buena fe, decide atacarle".

Comentó también La Constitución de Atenas, así llamado su análisis acerca de ciertas particularidades legislativas, como el procedimiento lingüístico de los políticos queriendo descifrar la intención oculta del oponente, quizá tendiéndole delante una idea brutal para llenarle la cabeza de domingos, al objeto de despejar el camino para dedicarse al interés. Esta dinámica daría lugar a una nueva ciencia, denominada hermenéutica, en honor a Hermes, el confidente de los demás dioses. La escuela, queriendo hallar la primera causa de las cosas, acuñó además el concepto de divinidad, es decir, el primer apoyo de lo minúsculo, una entidad originaria e inmutable, algo así como las bisagras de la puerta o las gavetas de los cajones. Aristóteles, poniendo en la pizarra unas siglas, la denominó primer motor inmóvil.

"PMI".

Desde entonces así fue conocida la fuerza voluntaria ejercida por un agente todopoderoso. Por supuesto comentó los cuatro elementos, y añadió el quinto, llamado apeirón, y por último el sexto, que era el suyo.

-El éter, amigos míos – dijo con solemnidad-. No podemos olvidar el éter.

Como hizo ver con las manos, al combinarlos todos se parecían a los colores en la paleta de un pintor, donde mezclando tan sólo tres salía toda la gama. El éter era una fiesta distinta del aire. El éter, en concreto, era el sitio por el que viajaba.

-No puedo ser más claro, señores.

-¿Por qué?

-Porque si el éter fuese más claro, sería la claridad misma.

El éter tenía razones poderosas para juntar las corrientes, superarlas, enfrentarlas, etcétera. Si las corrientes fuesen hierros, el éter los retorcería como las ajorcas crispadas de los dedos. El éter podía bastarse por sí mismo para que corriera el vino. Un día estuvo aclarando el asunto de modo incansable hasta el anochecer, cuando había tan sólo un grupo de pupilos bajo los árboles al milano. Grandes verdades de astrónomo salieron entonces por su boca, cuando tomando la antorcha salió al jardín.

-Así gira la luz diaria, señores -, dijo dando vueltas alrededor de un discípulo-. No al revés.

Cuando lo hizo al revés, un fisgón, encaramado a un alcornoque, pensó que se trataba de un ritual maléfico, yéndose a propagar entonces el correspondiente rumor por la ciudad. En aquella época aquello era una novedad. La gente se sorprendía todavía pensando al amanecer que el sol era un fulgor repentino y no gradual. Se sorprendía también de que fuese la brisa la que moviera la hélice de los palmerales. Aristóteles, sin soltar la antorcha, decía que podían estar todos viviendo en una esfera, no encima de una torta ni encima de una piedra cilíndrica, como opinaban en Mileto. El firmamento podía ser el interior de una esfera todavía más grande, y el círculo de luz de la oscuridad un orificio hueco, e incluso el ojo de una mona. Al día siguiente el agradable rumor se propagaba con facilidad por Atenas, y fue cuando inventó los silogismos.

"Todos los hombres son mortales -dijo-. Todos los griegos son hombres. Por lo tanto los griegos son mortales".

Aquello se le ocurrió cantándoles trabalenguas a sus hijos, pero podía ser útil. Denominó a la primera frase premisa menor, premisa mayor a la siguiente y conclusión respectivamente, uso que al principio produjo algún lío.

-La miel es de las abejas -, dijo un discípulo-. Todas las abejas aportan miel. Por lo tanto…. Lo siento. No me sale.

-Pruebe usted con gatos.

-¿Con gatos? Está bien. Todos los gatos son animales. Algunos gatos son negros. Por lo tanto algunos animales son negros.

-Ya, pero los gatos no dan miel -, dijo otro.

-Por favor, señor, centrémonos. ¿Dónde dice usted que ha visto al gato?

Desde aquel día la letanía fue constante, llenando el jardín de risas y bromas. Se trataba del método deductivo que alegraba el seso librándolo de cascarrias. Igual ocurrió con la ciencia de los parecidos físicos, denominada fisiognómica.

"Ante la pérdida de un ser querido, el individuo, al ver a otra persona físicamente parecida, se consuela, proyectando en ella su reposo. El dolor es hondo, pero la llegada de ese momento indica que el individuo comienza a resucitar, pues de lo contrario habrían muerto dos personas".

En el siglo XIX alcanzaría el grado en criminología denominándose
frenología.

"Tez cetrina equivale a ojos soñadores. Mirada penetrante, cejas pobladas".

Se planteó el asunto desde que observara que su hijo Nicanor, pese a ser adoptivo, se parecía mucho a él. Algunos discípulos se entretenían coleccionando sus propios parecidos físicos en la ciudad.

"Piel tirante en el marco de la cara equivale a persona propensa a las cosas limpias y ordenadas".

Para los más escépticos, en cambio, solamente merecía la pena medir cogotes, entrecejos y narices si era para conmover a las mujeres, haciéndoles ver que unas orejas limpias podían dar resultado. Tal vez fuese la cosa el indicio de la senectud del maestro, añorando en sus semejantes la juventud perdida.

-Si los chatos son organizados -, le preguntaron una vez-, ¿por qué razón aquel muchacho, que lo es, es un desorganizado?

-Muy buena pregunta -, respondió.

Así pues, era bueno definir primero el concepto de organización. Para algunas personas la organización consistía en limpiar su casa un día a la semana, para poder experimentar el resto de los días la libertad de sus asuntos primordiales. El asunto permitía además una especulación sobre la herencia gestual del fenotipo familiar, y por supuesto bromear con la sorpresa de los padres viendo a sus hijos rascándose sus primeros huevos. Al parecer había en la ciudad dos sectores enfrentados con la idea, mas aludía al protagonizado por los antimacedónicos, queriendo desalojar a Alejandro. Jenócrates era uno de ellos, un profesor que merodeaba por allí con frecuencia con sospechosa intención. Jenócrates era profesor de estética y matemáticas en su propia escuela. Aristóteles en cierta ocasión debió ausentarse para ir a la guerra de Queronea a asesorar a Alejandro Magno, y Jenócrates aprovechó para diezmar el Perípatos, pronunciando diatribas en su contra, ganando muchas adhesiones. Dijo que Aristóteles engañó a un pobre hombre para quedarse con varios marjales colindantes al Perípatos. A su regreso, viendo el aspecto desolador del jardín, balbució denuestros contra el villano. Apareció con la barba recién cortada, oliendo a siemprevivas, mejor peinado que nunca y con las manos llenas de anillos rutilantes en el hilo musical de la mañana, y se fue al jardín para un largo paseo, hincando los dientes en las ramas.

"Al fin y al cabo Jenócrates -se dijo de repente-, al fijarse en mí, ha demostrado quién es en realidad la presa a batir, pues de lo contrario se hubiera ido a dar la murga a otro lugar. Por lo tanto ha podido crearse la trampa de tenerme presente a cada instante".

Procuró mantener la calma cuando regresó ante los pocos pupilos que quedaban. Entonces, tras un rato de silencio, quebró la voz.

-¡Estética! -, exclamó de repente, provocando el
repullo en las bancas.

.Hierático sobre la tarima, enseñó
una sonrisa malévola, incrementando la expectación.

-Os hablaré del impulso creativo -, añadió en voz baja, pidiéndoles que le siguieran al jardín.

Llevaba en el bolsillo de la túnica diez cuchillos pequeños y se puso a lanzarlos contra un tocón, sin fallar ninguno. Los discípulos enmudecieron, pensando que había perdido el juicio, viendo cómo sudaba. Cuando acabó unió con hilo cada cuchillo señalando la ruta del corte. Acudió al taller y regresó con una lezna, lanzando la mano con fuertes golpes, borracho de precisión, desabrigando en el contorno los ángulos imposibles, hasta que desnudó una escultura de vanguardia. Poco después los círculos artísticos de la ciudad, enardecidos ante la talla, apostaron por él frente al insolente Jenócrates, comentando que le condenaría a ganarse la vida hablando sólo de él.

Sin duda el maestro, además del mejor biólogo, parecía el mejor artista. La barahunda tardó poco en abandonar la otra escuela y las bancas volvieron a estar repletas. El otro rumor latiendo en la ciudad fue la muerte de Alejandro Magno a los treinta y tres años de edad, víctima del veneno. Al parecer ocurrió cuando le pidió a Crátero que bebiera agua de la que se bañaba. El lugarteniente, sin empacho, accedió, mas luego le dio a probar un vino que había traído él. Jenócrates alzaba el vuelo sospechoso de haberle matado él mismo, y las clases prosiguieron con normalidad.

La estética, según el maestro, se dividía en aquella que provocaba placer y la que no. La música, por su parte, servía para definir mejor la belleza, es decir, la que gustaba por la vista o el oído, sobre todo si estaba la querida cerca tocando el trigón. Nadie se esperaba esta obscenidad, pero Aristóteles cerró la clase con una ovación cerrada. A la mañana siguiente Teofrasto anunció que se había lesionado el brazo y que desde ese momento sería el director. Se dijo que Aristóteles había decidido dedicarse a la política, mas después no se le vio el pelo.

Se supo que pasó algún verano en la isla de Lesbos, en compañía de sus hijos, pescando sandías, estudiando longanizas muertas y tirándose unos pedos terribles, como un lobo de mar. Una mañana de playa en Mitilene un extraño vecino de sombrilla le dijo que Macedonia era el árbol del que pendía el desastre. Al parecer Alejandro firmó una cláusula sucesoria demasiado ambigua y había una guerra en ciernes para la sucesión. El vecino pensaba que él podía gobernar la situación, pero él negó esa apetencia con un ademán, diciéndose que ganaba el mismo prestigio aceptando que rechazando.

"La semilla, en acto, es en potencia un árbol", recordó que le dijo al muerto.

Al poco emprendió rumbo a Calcis para retirarse. Marchó en un carromato leyendo un libro extraño, fruto del laberinto de curiosidades bibliográficas a las que ya daba lugar la estilometría, con sus tachaduras y borrones. Estaba hecho con sus notas de la mesa y parecía titularse Chismes de Pacotilla.

Pirrón y los gimnosofistas

Un hombre cubierto por una caja atravesaba una montaña por un túnel soterrado, y al salir se creía alguien distinto. Se trataba de un dibujo en la pared, una alegoría del escepticismo que servía de excusa para charlar con los amigos, a la sazón Hecateo, Eurícolo, Filón y Antígonos. Nausífanes, que era profesor de Epicuro, fue el autor del concepto de imperturbabilidad. Timón era un borrachín dedicado a la alfarería, empeñado en tomar nota para su ideario. Para ellos era importante la naturalidad, es decir, relajar la cara y relacionarse sin prejuicios con el entorno.

-Aunque haya perros -, solían decir.

Alguna vez el maestro hablaba a solas, como si los tuviera delante, puede que aludiendo a la epojé, uno de los conceptos que se le ocurrieron.

-Es la suspensión del juicio.

A la gente había que ofrecerle algún hueso de vez en cuando. Si acaso ser parlanchín otorgaba la fama, al escéptico le sobraba. Era innecesario aparentar. La mayor parte del día Pirrón lo pasaba con Timón en la alfarería, decorando ánforas con pincel. Timón fabricaba hidrias para el agua, cráteras para el vino y ánforas para el aceite. Decía que le había tomado la medida a Homero y a menudo le parodiaba, hablando alegremente de sarnosos encuentros con los filósofos del inframundo.

-Cuidado -, le dijo Pirrón-. Homero es uno de los nuestros.

Lo era desde que compuso un verso comparando a los hombres con las hojas de los árboles, que al caer eran sustituidas por otras.

"No aseguro que la miel sea dulce -escribía Timón en su pergamino- pero reconozco que lo parece".

Pirrón, en cambio, nunca escribió nada. Prefería conversar de corazón con las cosas inmóviles, dibujándolas con el pincel.

"Antaño la tinaja fue encanto de poetas y pintores. El tímido trazo hizo que el mundo se enterara de qué fue. La forma del pecho, encanto del hombro en la mujer, hace que el hombre pierda el sentido queriendo poner la vista donde la mano. "Te quiero desnuda, momia", le ha dicho él, y ella, como siempre, respondió con placer. "Para desanudarte en la cama y llenarte de ansiedad", añadió. Ella, bajo la mano virtuosa en el huerto de la carne, le dedicó la medida de otras longitudes".

Una tarde apareció en la alfarería un señor recién llegado de Atenas. Se llamaba Arcesilao y era un distinguido profesor de la Academia de Platón. Dijo que había atravesado el Peloponeso en llamas para conocerles. El escepticismo, sin que ellos lo advirtieran, estaba logrando notable influencia más allá del pueblo. Durante el almuerzo degollaron un cordero. Arcesilao, ocupando una hamaca, alcanzó la bufa etílica queriendo aclarar alguna contradicción del ideario. Los escépticos sostenían que nada era verdad, y quería saber si la frase también lo era. Después informó espantosamente de la muerte del mítico Sócrates, el gran pensador, condenado tras dos juicios a ingerir la cicuta. Al parecer durante el primer juicio Sócrates se defendió bien, alegando que mejoraba a sus discípulos con la misma intención con que los legisladores mejoraban sus leyes. La contestación, sin embargo, fue inconveniente, pues no cupo duda de que era peligroso. Los gobernantes temían que alguien así acabara al servicio de una potencia extranjera. Así pues durante el segundo juicio la suerte estaba echada. El filósofo, dándose cuenta de su error, quiso disimular un poco, haciendo el tonto un rato, alegando cosas pueriles, mas al final no le dio resultado.

-Sólo sé que no sé nada -, dijo.

Le acusaron de corromper a los atenienses, y respondió que solamente obraba con la lógica del domador con sus caballos. Pocos días después Arcesilao se despidió, rumbo al barco, para regresar a Atenas, convencido de que aquella forma de pensar tendría éxito para combatir a los dogmáticos. Durante el barco los pasajeros estaban discutiendo a qué territorio pertenecía Tebas ese día, teniendo en cuenta que un día parecía de Esparta y al siguiente de Atenas. La galera embarrancó entonces en un escollo y mambeó con brusquedad, cayendo el profesor Arcesilao al agua, viendo venir al tiburón.

"Sólo sé que no sé nadar", parecía decir manoteando.

Haría el resto del viaje tirititando, comiendo trozos del tiburón, tras ser arponeado. En lontananza la flota ateniense iba a la bahía de Corinto. En el pueblo de Elis, entretanto, la gente andaba cada vez más convencida de que gracias a sus muchachos la capital del imperio se convertiría muy pronto en el ónfalo de la civilización. Incluso el dórico, según los viajeros, parecía un idioma mejor. Al parecer, nada más llegar a la Academia, el distinguido profesor Arcesilao puso en orden diversos principios categóricos, como el de no contradicción y el tercio excluso. La pandilla del pueblo, al oír aquel lenguaje en boca de los viajeros, creyeron que aludían a otra filosofía, pues les resultaba difícil reconocerla.

"No es más que no es" -, decían en la Academia.

"Es y no es".

"Ni es, ni no es", fueron otras expresiones.

Enesidemo, otro de los maestros de Platón, se dedicó a diario a activar extrañas conjeturas escépticas.

"No es más".

"No es efectivamente lo que parece".

"Me parece que es".

Los otros conceptos novedosos eran el phitanón y la skepsis. La téresis se refería a los médicos, para observar de cerca al paciente. Los viajeros decían que Platón ya no significaba nada allí, que hablaba cada vez menos, que el alma solamente era una loncha transparente de jamón. Un día llegó entró al aula de sopetón, al oír hablar de aquella extraña manera.

"¿Esto qué es?" -, preguntó al parecer.

"¿Qué pasa aquí?", añadió.

Diógenes Laercio, el cronista de Vidas Inteligentes, llegó una tarde a Elis para emborracharse totalmente en la taberna. Estaba en el mostrador disfrazado con una peluca, viendo cómo le quitaban un impecable alazán que había dejado amarrado en la puerta. Manifestó, morado de vino, que estaba allí para ver a los escépticos en su propio hábitat. Le señalaron dónde se reunían y acudió. En efecto, cuando llegó al río, asomándose a las breñas, vio que Timón cantaba las diferencias entre hacer frío y afirmar, aunque no lo hiciera, que lo hacía. De repente irrumpió aquel día un hombre corriendo por el pueblo, profiriendo alaridos, avisando de una invasión inminente. Diógenes observó que la gente se escondía, echando los cerrojos, oyéndose los batientes de las puertas y los postigos de las ventanas, y después el tropel de la turbamulta a bordo de los carromatos, huyendo en la tarde polvorienta. A los pirrónicos sin embargo parecía darles igual, y se quedaron en el río un poco más, impertérritos. Con ellos al parecer no funcionaba la pretensión de tenerles agarrados de algún mal síntoma social. Cuando abandonaron el río, lo hicieron tranquilamente andando, haciéndoles cucamonas a las golondrinas.

Al amanecer el pueblo estaba sepultado en el silencio, con el viento bronco haciendo rodar el cambronal por la calle. Se podía oír perfectamente el zumbido de los tábanos, el traqueteo solitario de las ventanas y alguna piedra cayendo por el cerro. Diógenes, harto de dar vueltas, acabó ante la alfarería de Timón, pensando, al ver la puerta abierta, que dentro había alguien. Descubrió tan sólo un aire limpio e inmóvil sobre las cosas, y cinco porrones solitarios en el torno. Junto al horno había un haz de leña de almendro, y dentro cinco porrones más. En ese instante Pirrón, a lomos de un corcel blanco moteado de manchas grises, se alejaba del pueblo, rumbo al golfo de Patrás. Diógenes finalmente abandonó la alfarería y anduvo un trecho dubitando, hasta que oyó el quejido de una ventana abriéndose con lentitud, y en ella a una vieja vestida de negro, alzando un grito.

-¡Una polla!

La intención del maestro era atravesar el golfo de Patrás en un trirreme para llegar a Tesalia. Luego, durante una temporada, se vio obligado a ganar algún dinero hablando más que nunca del escepticismo, con largas disertaciones por calles y plazas, hasta que trabó amistad con un macedonio relacionado con el ejército, junto al que emprendió rumbo a la Corte de Pella. Cuando llegó, sin darse cuenta aún de dónde estaba, se puso a explicar ante la tropa la trayectoria de una flecha. Crátero, el lugarteniente del difunto Alejandro, creyendo que era un estratega deslumbrante, lo puso de inmediato a su servicio, y al amanecer, junto a las tropas, Pirrón iba con una espada, una maza, un escudo, un carcaj de flechas, una cantimplora y un casco, rumbo a Persia.

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