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El sucesor (relato) (página 6)



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Los puertos estaban llenos de gente deseosa de zarpar. Parecía que el nuevo continente era pequeño en comparación a la conquista que aguardaba. El rey observó que eso permitía además el desalojo de los musulmanes en los galeones, pues muchos se alistaban. Durante una reunión del consejo real designó a los virreyes de aquellas zonas, al objeto de que las organizaran como provincias normales del país. Comenzaron pronto a disfrutar los primeros batidos de cacao. Aparte de haber oro y especias, lo había en abundancia por aquellos lares. En los propios destacamentos los indios eran apresados y disfrutaban como virreyes a cambio de explicar su modo de organización, sus categorías sociales y costumbres, así como sus jerarquías y símbolos. Al parecer tenían muy dura la cabeza y la gestión administrativa urgía un plan idiomático.

Los nuevos capítulos tuvieron como protagonistas a hombres como Hernán Cortés, Pizarro, Núñez de Balboa, Álvarez de Cabral o Federico El Taciturno. Federico era un hombre sensato que se aburría en casa, pero cuando conoció el cariz de la aventura, no pudo resistirse al sueño más desmesurado de toda su vida. Los changadores portuarios, que eran aficionados a la Historia solamente contando sus anécdotas, el referían siempre como divertido reclamo de la recluta. Se dio que una vez llegó a una isla y se encontró en la orilla a un indio recibiéndole de espaldas. Entonces le fue por detrás con el machete y se lo quitó de encima. El indio, abatido en la rizosa orilla, le pidió agua con ternura, y después, tras un par de veces, acabaron ambos en el maravilloso bajío tornasolado del atardecer, haciendo sospechar a lo lejos que en realidad no era un indio. A lo lejos la bronca general de la selva continuaba conduciendo la civilización. España aportaba el hierro y la rueda, y de las Indias regresaba más oro y cacao.

El rey, que estaba cada vez estaba más gordo, asistía a menudo con Isabel a la molienda en las grandes factorías que fundaba. Todo iba bien menos para su hija Juana, recién casada con Felipe El Hermoso. Juana empezó a enloquecer, aunque al parecer obedecía a los celos, cebados por la atracción que despertaba el belga en las mujeres, teniendo que ser internada en una residencia, en Tordesillas, donde recibió pocas visitas.

Respecto a la reconquista, se encargaba de ella el Gran Capitán, hasta que un día entró al despacho informando de la rendición definitiva de Granada, tras ocho siglos de dominio musulmán.

"Independencia de Granada", decía en grandes letras la capitulación que acordaba la entrega plenipotenciaria a las nuevas autoridades. "Posesión de España", decía a continuación, en la línea de abajo, en letras más pequeñas

Era el año 1492. El rey se desplazó con veinte mil soldados a caballo, en cantidad suficiente para no dejar duda de la nueva situación. Poco después entraba al lujoso palacio de la Alhambra, la sede presidencial musulmana. Mirando las paredes quedó anonadado ante los profusos galimatías con jeribeques de estuco que las decoraban.

-¿Es que ha vivido aquí una mujer? -, preguntó.

Acostumbrado a la sobriedad castellana con sus retablos emocionantes y larguerías del santoral, aquella suponía una tectónica desconocida. Apenas observó imágenes o esculturas, sino tan sólo alguna figurita escondida en una hornacina. Le fueron explicando más cosas durante el recorrido, bajo los arces negundos, castaños y sáucos del bosque. Para ellos estaban de más las imágenes porque impedían mantener la imaginación dentro. Por otro lado le comentaron alguna particularidad de la medicina. Alguna era idea de los propios decoradores mientras trabajaban la pared.

"Si un hombre come papas fritas, puede que se deba a que dentro tiene un enemigo. Se debe a que la papa frita tiene una sustancia que permite eludirlo. Esto es algo que hay que observar, por si fuera verdad que se trata de una señal secreta del propio estómago indicando, que aparte de hambre, quiere protegerse de alguien".

Comprendió el arco de herradura con atauriques y el carenado para la humedad del ángulo del suelo. Le comentaron alguna dinámica sura coránica hablando de jardines y mosquitos, y supo que su dios, Allah, se traducía como Ascender. Durante la paseata por los aljibes observó el aprovechamiento ornamental del agua. Hacía calor y la presencia era profusa. La sierra cercana, allá arriba, la producía en abundancia, y los aljibes favorecían la liviandad simplemente estando a la vista. Se sentó un instante y observó el horizonte montañoso de La Alpujarra. Le dijero que allí todavía andaban refugiados algunos regidores musulmanes.

Sin embargo al día siguiente, de regreso a la Corte, iba pensando en otra cosa. Nada más entrar al despacho se puso a firmar unas cuantas cartas puebla al objeto de repoblar algunas zonas que había visto desiertas. Publicó edictos por la ciudad informando a los colonos que podían retirarlas. Concedían incentivos de interés, tales como la apropiación de las cosechas durante una temporada y la exención de impuestos hasta que la situación se normalizara.

Carlos I

A la muerte de Felipe El Hermoso, Juana tampoco pudo asumir el trono. Aquejada de demencia debía permanecer en Tordesillas, si bien en algunos lugares del país tenía partidarios, queriéndola de reina. Su padre designó entonces al nieto, el hijo del matrimonio. Carlos vivía en Gante, donde estaba siendo educado por su tía Margarita, queriendo que comprendiera mejor el idioma. Era el año 1516.

Estaba de regente el cardenal Cisneros, intentando controlar el conflicto sucesorio, dado que en Aragón había una revuelta. Tras su proclamación en las Cortes, fue la primera misión de Carlos. Acudió para conciliar los ánimos alegando que su madre no estaba en condiciones de aceptar el mando. Cuando le informaron que en Sicilia ocurría lo mismo, emprendió rumbo con el mismo objetivo. Llegó cuando la multitud alzaba pendones jubilosos a favor de su madre. Dijo el rey repetidas veces que no era un usurpador, hasta que el Papa León X salió en su defensa, confirmando su legitimidad y apaciguando los ánimos.

A su regreso fue a Tordesillas, donde la madre le recibió con un abrazo en público. Todo aquello había sido una prueba de resistencia muy dura para él, y a partir de ahora debía enfrentarse sin ese lastre a la tarea gubernativa, libre del asombro de ser rey sin contar con nadie. Sus detractores, no obstante, continuaron despreciándole, diciendo que solamente tenía cabeza para peinarse. Convocó reuniones en las regiones con frecuencia, fundando Consejos, si bien la mayoría las celebró en las Cortes de Castilla. En los consejos regionales molestaba su torpeza con el idioma, y sobre todo que se hiciera acompañar por asesores extranjeros, en su mayoría borgoñones, a los que se adjudicaba la finura que parecía faltarle a él.

Carlos era en aquel momento aspirante a la corona del sacro imperio romano germánico, y desengañado por las recriminaciones constantes, las tomó como excusa para desaparecer durante una temporada, dejando como regente al cardenal Adriano de Utrecht. La corona del sacro imperio romano germánico la desempeñaba por ahora su abuelo paterno Maximiliano, pero probablemente pronto sería suya. Confiaba en que a la iglesia le apoyara, pues su influencia en Alemania era suficiente. Posiblemente se alzara con ella en detrimento del otro aspirante, el rey Francisco I de Francia.

Entretanto en España seguían los conflictos, esta vez el de los comuneros. Los grandes señores de la aristocracia, partidarios de la corona, temían perder sus regalías frente a la gente del campo, que luchaba por un mejor gobierno del tributo. Se produjo una batalla en Villalar, que sofocó el ejército, momento en el cual el rey apareció, añadiéndole a la victoria la corona del sacro imperio. Desde entonces fue designado como Carlos I de España y V de Alemania.

Sin tiempo que perder sofocó otro alboroto en Levante. Se trataba de la rebelión de las germanías, que enfrentaba al gremio de artesanos contra los berberiscos, cuya población era ingente últimamente. No paraban de verse barcos atascados en el horizonte. Los artesanos pensaban que era una invasión, y aunque tenían autonomía para emplear a sus propias milicias, se sentían superados, debiéndole pedir ayuda al rey. En principio los berberiscos no sabían dónde estaban. Llegaban a la orilla oyendo que el idioma era otro, pero lograban entenderlo. Parecían confundidos con los mapas, pero también acababan dominándolos. Algún artesano, ilusionado con hacer dinero, opuso como solución la venta de algunos falsos, despistando con maravillosos tesoros por el mundo. Sin embargo los berberiscos no picaban el señuelo, sino que simplemente les dejaban perorar para divertirse. El ejército no lo hizo.

Tras la victoria Carlos pudo casarse con Isabel de Portugal. En aquel momento el ejército actuaba en todos sitios, asumiendo el riesgo de dejar sin vigilancia zonas importantes. Enrique Trastámara, el reciente rey de Francia, aprovechó un valle para invadir Navarra queriendo un reino independiente. El ejército español respondió asediando Maya y el monte Aldabe, y además Fuenterrabía y Bidasoa. El general francés, André de Foix, harto de fallar estrategias, solamente acertaba con las del soborno. Se dijo que nunca estaba donde tenía que estar y que cuando estaba hedía a fraternidad venal.

Carlos se dedicó a componer música tras la victoria, como aficionado a los romances de Juan de la Encina, con los que encantaba a la mujer, que finalmente le dio un hijo. También fundó alguna universidad, como la de Granada, donde además finalizó un palacio aledaño a La Alhambra, el lugar donde, según manifestó, quería ser enterrado. En el apartado administrativo delegó el trabajo habitual de la cámara real en los Consejos de reciente fundación. Aparte del Consejo de Castilla, fundó los Consejos de la Inquisición y el de Órdenes, todos ellos compuestos por ricos hombres de la nobleza, el ejército y el clero. Servían tanto para deliberar como para la apelación judicial.

Uno de los Consejos era el de Secretos de Estado, que fue ideado por el canciller Gattinara. Había un secreto difícil de guardar, es decir, la conquista de las Indias. Preocupaba que hubiera países enterándose de la grandeza del logro, comprendiendo mejor los mapas para el saqueo de tesoros transportados por el mar. Hernán Cortés descubría en Méjico algo más que manzanas. Pedro de Alvarado descubría Guatemala. Francisco Pizarro descubría el Perú. Gonzalo de Quesada, Colombia. Núñez de Balboa, el Pacífico. Benalcázar descubría el Amazonas, que era un río con cien salidas distintas cruzando una selva frondosa en la que, como dijo, no se veía ni un pimiento. El marino Juan Sebastián Elcano, que todavía no se conformaba con aquello, anunció que daría una vuelta al mundo.

"Me voy a buscar lo mío -se le oyó decir- Todavía no sé dónde está, pero seguro que quedan cosas".

Harto de ser un trapero, Elcano zarpó a la aventura para siete años con doscientos hombres. Cuando apareció en el Consejo había pasado sólo dos. Había conquistado Las Maldivas, Filipinas y Las Marianas. Los consejeros, tras atender, no sabían dónde meter tantítismo dinero, pues por todas partes parecía haber riquezas. Alguien comentó entonces que la mejor inversión era el ejército, para cuyo gobierno el rey fundó el Consejo de Cruzadas, organismo que a su vez se encargó de la hacienda pública. García de Moguer informó que había descubierto el Río de la Plata, Buenos Aires, Uruguay y Paraná, y Pedro Valdivia Chile. También llegaban pingües beneficios de Venezuela, cuyo usufructo estaba confiado a dos familias de banqueros solventes, los Welser y los Fugger alemanes.

El ejército se sentía eufórico con todo aquel tráfago y por eso se lanzaba con porfiada seguridad bajo el horizonte bélico, tomando plazas importantes de Europa y África, como Argel, en los albores del imperio otomano, cuando Solimán hostigaba el Mediterráneo. Tremecén quedó bajo conquista por unos días, combatiendo al pirata Barbarroja. Fue un temporal el que provocó la derrota, haciendo naufragar a parte de la flota, obligándose el ejército a la repatriación. Sin embargo al poco tiempo los otomanos sucumbieron en la toma de Túnez. En cuanto a Europa había varios frentes abiertos, como en Gante, la ciudad natal del rey. Los ganterinos andaban a disgusto con los excesivos impuestos para sufragar el gasto bélico. Durante la batalla de Mülhberg, en territorio alemán, el rey personalmente combatió a los protestantes, que andaban enfadados con la política de bulas papales a favor siempre de los mismos. La conquista de los españoles estaba siendo inmensa, y cada vez más cierta la posibilidad de fundar una unión europea, como opinaba Felipe, el hijo del rey.

"Puede que en este dominio -se dijo- no se ponga el sol".

Felipe II

Felipe estaba viudo de María de Portugal, que había fallecido en el parto de un hijo que sobrevivió poco. Se llamaba Carlos y murió a los veintitrés años mal de la cabeza. Felipe en aquel momento podía añadir al reino la corona de Inglaterra, para lo cual sólo tenía que casarse con María Tudor, su reina. Sin embargo Inglaterra prohibía nupcias con príncipes, debiendo su padre sortear el obstáculo nombrándole rey de Nápoles. Luego la boda transcurrió en el palacio de Wendmister ante quinientas mil personas. Todo fue bien hasta que un día, cerca del Támesis, Felipe estuvo a punto de rodar bajando unas escaleras, al parecer como víctima de un atentado. Por eso, y por no tener hijos, abandonó el país.

El problema de los herederos comenzó a ser una preocupación, y lo intentó por tercera vez con María de Valois, con quien tuvo dos hijas, si bien no bastaron, pues quería un varón. Por cuarta vez se casó con Ana de Austria, con quien por fin tuvo uno, al que bautizó como él. El bebé le colmaría de dicha, insuflándole ánimo para acometer las grandes reformas administrativas que pretendía. Su objetivo era colocar en los cargos a los hombres más preparados, provenientes de las universidades de Salamanca y Alcalá de Henares.

Pizarro, recién conquistado Perú, llegó a Madrid en un carruaje lleno de indios, luciéndolos como trofeos. Contó sin parar varias anécdotas tras el descubrimiento de las minas del Potosí. Estaban llenas de oro y brillaban tanto que un soldado, el día en que llegaron, pidió unas gafas mucho antes de que se inventaran. La riqueza era notable, mas el monarca descartó algunos gastos. Había desde hacía tiempo algún contencioso bélico con los protestantes alemanes, pero desestimó comprometerse más de la cuenta allí, diciendo que los católicos y los luteranos podían resolver su contrarreforma majándose a gusto sin él. Con Austria optó por lo mismo, máxime teniendo en cuenta que allí gobernaba gente de su confianza, como su tío Fernando.

Prefería gastar el dinero en un asunto capital, el de los piratas ingleses, que solían asediar con frecuencia la flota española que transportaba los tesoros. Pizarro, que era un optimista inveterado, sugirió una vez, dándole caladas a un angelito verde, que en el Potosí había oro de sobra para todos. Sin embargo el monarca consideró que las patentes de corso de la reina eran abusivas, y lanzó al mar a la Armada Invencible sin tener nada más en cuenta. Inglaterra duplicaba a la población española y sus galeones, inmensos e inexpugnables, también. Eran naves imponentes acorazadas con cañonería de hierro colado, y durante la catástrofe parecían combatir a mosquitos, pues las naves españolas eran más endebles. Por último un temporal las desarboló, tras de lo cual sólo quedaba un consuelo, diciendo alguna burrada para mantener la moral.

"La razón por la que Inglaterra siempre está pendiente de los españoles no es otra que su abundancia de maricas. Quizá todo consiste en esa incapacidad viril. Enamorados de los hermosos ibéricos, tratan de llamar su atención, como la mujer que se pone un pompón".

El enemigo inglés además contó después con la ayuda de la flota holandesa, aumentando así la incertidumbre en el mar. Los navíos españoles se vieron obligados a extraños desvíos a las Indias, más largos y costosos. En el frente terrestre, por añadidura, el país mantenía demasiados frentes abiertos, y la demasía de gastos era inaguantable, amenazando con la bancarrota. Para colmo estaba Solimán queriendo fundar su propio imperio. Se dijo que comprometía la paz en Austria. El rey intentó gobernar el presupuesto como podía, teniéndose que ver en la obligación, de aumentar los impuestos. Los sectores productivos importantes se resentían y acentuaron la fragilidad. Las tropas seguían siendo las mismas en todos sitios, y también los funcionarios, que al estar cada vez más preparados exigían su sueldo con puntualidad, so pena de que a los cargos regresaran nuevamente los menos aptos.

El rey creó entonces el servicio de inteligencia, convencido de que era opción más eficaz que la guerra. Empleó recursos desconocidos hasta el momento, como la tinta indeleble, para descubrir las contraseñas a la luz de las velas. Él mismo ensayaba en sus noches palaciegas e informaba de sus progresos a los colaboradores. Quería situar a sus hombres en los puntos clave, como en Irlanda, una zona que quería obtener su independencia de Inglaterra. Instaurar allí el catolicismo quizá ahorraría problemas.

Para olvidarse de esos asuntos, recurría al rezo en la catedral de Toledo, a la que acudía con frecuencia. Se quiso entretener con la canonización de Hermenegildo, el hijo mártir del rey Leovigildo. La ceremonia acabó celebrándose un par de meses después, mostrándose jactancioso en todo momento pese al mal humor que generaban los ingleses. Ese día lucía un flamante jubón de tafetán gris con bordones de bramante e hilaturas de oro, y una gorguera de seda marina con puntillas, hecha por una india maya a la que el marido no terminaba de perfeccionar.

-Quizá a eso -apostilló- se deba el éxito textil.

Los amigos trataron de sonreír compasivamente mientras ofrecía
datos no comprobados exagerando las posesiones de España. Había
más en el mapa que en su cabeza, motivo por el cual era lógicamente
más pequeña. Oyendo que el obispo carraspeaba, viéndole
alzar los brazos, decidió girarse para prestarle más atención
al santo.

-Bueno, Juan lo pasó fatal en su momento -susurró-. Parece hora de una buena polémica en el circuito canónico para ponerle donde merece.

Dijo varias veces que para estar serios estaban los muertos. Le acompañaba ese día Juan Bautista de Toledo, el arquitecto que construía la nueva sede monárquica. Era una obra imponente de granito que ocupaba treinta mil metros cuadrados, que sería la muestra más sobresaliente de la arquitectura imperial. El arquitecto, hablando de todo un poco, acabó recordándole sin querer el conflicto de Irlanda. Después dijo que el hecho de ser ellos los primeros en conocer el origen de los tesoros, suponía una ventaja importante, pues permitía adelantarse con el dedo en el mapa y señalar pistas falsas para conducirles al desolladero. Quedarían desnortados, en su opinión, confusos en retornos sin salida, trastornados de ánimo ante la idea de que todo el oro universal fuese español.

Salvo cuando estaba en El Escorial, Juan Bautista de Toledo era un hombre con más buena voluntad que otra cosa, y el rey dejó de hacerle caso. No obstante, quizá en el fondo estaba diciendo que a los ingleses se les podía entretener peleándoles con Alemania. La cosa era que El Escorial estaba compuesto por una basílica para el rezo de los monjes jerónimos, por una biblioteca para cuarenta mil volúmenes bajo una larga bóveda de cañón, así como un panteón familiar para los reyes muertos. El palacio real, que parecía un museo, acogió desde el principio una valiosa colección de pinturas, en las que abundaban las de Tiziano y El Veronés. El Greco, autor célebre por El Hombre de la Mano en el Pecho, no estaba. Al monarca le gustaban más los italianos, así como algún flamenco, como El Bosco. Tiziano le resultaba interesante por el cuadro de la batalla de Mühlberg, que conmemoraba la victoria de su padre contra los protestantes, y por supuesto por el poético golferío de Calisto en compañía de Danae y sus exuberantes amigas abrazándose al tronco.

"Le voy a pintar un cuadro, majestad -le dijo una vez Tiziano-, que sin mirarlo será posible verlas en todas las posturas".

Se entretuvo en ordenar personalmente la pinacoteca. De ese modo parecía en ocasiones otro. Una vez fueron a informarle de que Solimán avanzaba por los Balcanes, y respondió en un idioma indescifrable, como un extranjero recién llegado a una exposición. A solas miraba con placer los frescos que decoraban el techo. Alguna vez, mirando los cuadros, se deleitaba ante el flamante aspecto de los barcos consumidos por el fuego, dando la sensación de ser siempre los del enemigo. Con el turno se encontró en la batalla de Lepanto. Tras la victoria España sumó las colonias de Asia, y por consiguiente más preocupaciones. Una más fue que Cervantes, uno de los soldados, perdió un brazo. Era el hombre llamado a ser el célebre autor de Don Quijote de La Mancha, al que dejó ir para buscarlo.

"En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no me acuerdo, ha mucho tiempo que vivía un noble hidalgo de los de lanza en astillero, suertudo y bueno, pues pensaba que la suerte le acompañaba".

La literatura era un espacio al que también se entregó a menudo. En las horas de asueto, catando algún rico vino o una limonada escarchada, componía sus escritos de soledad. Alguien creyó en palacio que los quemaba, quizá debido a la arrogante insatisfacción literaria. Sin embargo al parecer se debía a las comprobaciones que efectuaba a la luz de las velas con la tinta indeleble, queriendo verificar la minúscula caligráfica del espionaje. En realidad valoraba su dignidad creativa como baluarte mental, y acaso pretendía acudir al mercado extranjero con su firma oculta, como un autor más. Escribía también de música, que era su otra afición. En la capilla con frecuencia mantenía sesiones con sus amigos. La vihuela en aquel momento vivía su esplendor. Tocando el tebano o el laúd solía colarse Francisco de Soto, interpretando las ensaladas de Mateo Flecha El Viejo o los romances de Juan de la Encina. Antonio de Cabezón, pese a ser ciego, demostraba que era el maestro de la tecla. Muy pocas veces dijo el monarca cosas relacionadas con la política. La situación económica, si no del todo desahogada, aún era sostenible, aunque en el fondo le perturbaba, sin dejarle disfrutar del todo.

Mantuvo consultas frecuentes con los tres ministros optimistas del consejo real, intentando encajar los números. Hizo algún ajuste en la organización de palacio para crearse la ilusión de ver nuevas caras. El maestre sala era aquel que en la puerta del Consejo anunciaba su llegada. Antes había sido el duque, cuya función era llevarle los ducados. El marqués era el que marcaba la ruta del coche de caballos. El aujía era el que partía a pie al principio, procurando organizar el tráfico en las inmediaciones. El que conducía era el conde, como su propia palabra decía. En cuanto al senescal, había miles y estaba relacionado con la guerra, informando de la meteorología. El edecán también, asomado bajo las nubes, vigilando el horizonte para contradecir al otro.

Cuando el rey terminaba su tarea, abandonaba el palacio para irse a dar una vuelta como uno más. Se aplicaba un aspersor mentolado y se ponía un sombrero y la capa. Un día, en la plaza mayor, lucía uno de ala ancha, y cuando alzó la vista observó que allá, en el centro de la plaza, podía haber un escenario de madera para que actuasen los músicos. Al día siguiente, como si necesitara de repente un asombro para vivir, lo hizo construir, y días después sus amigos de la orquesta de Madrid se distribuyeron con instrumentos diversos. Había tambores y guitarras, acordeones y violines entonando el pacífico sonar de la tarde, incluso un látigo y un tonto haciendo pedos con la boca. Había estructuras extrañas con maderos envueltos en lana de oveja simulando micrófonos. Una armónica de súbito aceleró la marcha. Nadie por el momento reconocía al hombre que estaba subido allí, queriendo bailar. Aquel hombre se había pasado la vida triste y solo, aguantando las pejigueras del presupuesto, y entonces acabó preso del ritmo, nadando con bruscos espasmos entre arpegios y glisandos, mirando arriba como si le hubieran dado al interruptor del firmamento. No se sabía qué había tomado, pero podía ser anís, y abriéndose la casaca finalmente saludó con el pecho. Si al tontolapolla le había dado por los porros tampoco se sabía, pero cerca fue visto Francisco de Pizarro, recién llegado del Potosí en un carruaje atestado de pequeños peruanos aficionados al líquido y a la cálida manigua estupefaciente. Al hermoso guateque se sumaron numerosas manolas jayanas y abuelas flamencas, y por supuesto los amigos del perol. Por último aparecieron en el jaleo los celosos guardianes del orden, imponiendo el toque de queda, como cada noche, quedando desiertas las calles.

Un día, a la salida del monasterio, un centinela le sonrió al monarca extrañamente. Estaba atendiendo en ese instante las reverencias del público, y entonces se giró observándole de modo extraño también.

-Hemos conquistado Italia -, dijo el centinela.

-¿Ah, sí? -repuso él-. ¿Y cómo ha sido?

-Muy fácil.

Felipe III

El interruptor del firmamento era su hijo Felipe III, que siempre se lo imaginaba contento. Se trataba de aquel muchacho rechoncho que posaba para Juan Pantoja. Sostenía el cetro real con la mano derecha mientras el pintor intentaba perfilar su tripa. Además de aficionado a la pintura, Felipe III también lo era al teatro, al que solía acudir formalmente en muchas ocasiones. Era muy aficionado a la caza, pero sobre todo, como compromiso agotador, y al igual que su padre, a la organización territorial. España, tras la conquista de Florida, había logrado la máxima expansión de sus fronteras y el asunto no permitía descuidos. Hizo cuanto pudo para que todo el mundo cobrara puntualmente, así los funcionarios como los virreyes, evitando que se confabularan o que sublevaran a las colonias. Creó un nuevo cargo, el de valido, que era una especie de primer ministro con poderes plenipotenciarios, casi tan amplios como los suyos.

Aunque desfilaron por palacio varios, el más eficaz fue el duque de Lerma, que al poco de llegar se puso a mirar el balance. Advirtió enseguida que había un barranco de incertidumbres. Estaban gastados los ceros de tanto borrarlos y parecía increíble que un reino tan grande se pudiera sostener. El lastre económico era indistinguible de la ruina pendenciera. Se decía que había gente en palacio aprendiendo música con la cuchara. Desde siempre la operatividad del presupuesto había sido sobrenatural, y los miembros de las Cortes confirmaron que para ser mejor solamente faltaba un barreno. Tuvieron que decretar una vez que nadie se moviera para no hacer gasto energético, pero la broma de verdad fue la moneda singular que acuñaron las cecas.

Estaba llena de misterios que tenían sometidos al pueblo en sus casas. Se trataba del vellón de plata pervertido con cobre, que fue en la calle la señal del indubitable declive. En muchos hogares las mujeres instalaron alambiques para degradar el metal, creyendo que así sus maridos mercadeaban mejor con la plata. La situación se agravó cuando el rey alemán, creyendo que España era un país poderoso, le solicitó ayuda al rey para sofocar una rebelión protestante. Felipe, para mantener la fama, asistió al envite. Además estaba obligado a ello por la firma de un convenio previo con Austria, de donde era su propia esposa, Margarita, la madre de sus ocho hijos.

Lerma pensó que era el precio que tenía que pagar el mejor país de todos, estando a diario como una negra trapeando el suelo del planeta. Ideó un plan según el cual había que trasladar primero la Corte. Al parecer era conveniente una ausencia de cinco años en Valladolid. Después empezarían a bajar los precios en Madrid. En el plan colaboró un organismo religioso que perseguía el pecado. Era la Inquisición, persiguiendo al maligno por todas partes.

La Inquisición estaba compuesta por una tropa servicial de monjes al mando del frenético Aliaga, recorriendo las calles con una sola ilusión, la de espantar definitivamente al diablo. Aliaga era un hombre sudado en la batalla contra el mal. No era fácil que el pájaro diabólico le diera gato por liebre y tarde o temprano, como gritaba, aparecería. La sabiduría religiosa contribuía así a devaluar aún más los inmuebles. A diario los monjes acudían raudos por doquier garantizando la diversión del público en los balcones, abriéndose las puertas para verles correr, lúgubres sus rostros bajo las capuchas, sobre todo en la gravedad del anochecer. Por mercados y aldeas, armados con cachiporras, acorralaban a los transeúntes para cerciorarse del pecado. A menudo se pudo ver cómo arrastraban a alguien hasta un carro, para luego torturarlo en privado con lunáticas ingenierías. Aliaga era capaz de hacer un traidor en una mina. Cada vez tenía más libertad para buscar a la bestia, por tascas y cantinas, a porfía por cuadras y casas de mancebía, tirando los alambiques y volteando los tenderetes, bajo el fuego municipal de las antorchas eternas, asustando por doquier con voz estremecida. Se contaba que un día, tras un aviso urgente de amenaza diabólica, tuvo que desplazarse con urgencia en un coche de caballos, muy lejos de allí, al otro lado de la ciudad. Fue un viaje largo y soporífero, y cuando apareció en el pescante jadeaba, encontrándose solamente con un hombre claramente aburrido.

-Dígame cuántos fantasmas ve usted -, inquirió dirigiéndole la truculenta mirada.

-Acabo de ver a uno -, respondió el otro.

Para la gente era divertido avisar con falsedad, teniéndole de un lado a otro. Para la mayoría la institución era cruel, aunque para otros era benefactora. La opinión estaba dividida cada jornada. La gente que quedaba se escondía tras el balcón, aunque al siguiente aparecía aplaudiendo. Se pensaba que eran personas de gran sabiduría aquellos monjes, acostumbradas a leer desde antiguo. Debían conocer muchísimos secretos peligrosos, y aquel era su modo de disuadir al pueblo, evitándole contactos irreparables con su conocimiento.

Felipe III no sabía de qué iba realmente la cosa. Había leyendas asegurando que aquella organización disponía de máquinas gigantescas de coser, que apuntalaban en el nativo las creencias de otro modo. Se dijo que todo en realidad consistía en que se daban al folleteo en compañía de extraños colegas budistas cautivos del hornillo, y que por eso el temporal de cantos épicos del amor se confundía con los alaridos del tormento.

-Qué más da -comentó una vez el monarca-. Al fin y al cabo son ellos mismos.

Así pues ellos mismos, con sus ordalías, sambenitos y purificaciones se trituraban ricamente. El plan estaba dando resultado y para regocijo de Lerma en las calles de Madrid apenas quedaban cuatro perros vagabundos. Por añadidura, repentinamente, el gobierno de Levante informó de su temor a una invasión turca. Desde hacía tiempo no paraban de llegar a la costa embarcaciones extrañas. El rey opuso la fuerza bélica y decretó la expulsión de los moriscos. Las albuferas a continuación, así como grandes sembradíos de viñas, cereales y cañas de azúcar, quedaron desiertos, pues hasta el momento sólo los cultivaban ellos. Después acabaron resintiéndose sectores importantes de la economía, mermando las arcas públicas. Levante, limpio de moriscos, obligó al monarca a un plan urgente de repoblación, publicando edictos y cartas pueblas por Madrid solicitando colonos. El hambre le indicó a la gente que la patria estaba donde mandaba el estómago, debido a lo cual la ciudad quedó aún más vacía.

Pese a todo en algunas zonas del país la crisis no se notaba, como Sevilla, que seguía siendo el núcleo europeo más importante para las transacciones internacionales. Los buques entraban al Guadalquivir cargados de oro, ante el aplauso del gentío, creando la esperanza de que nunca se acabara. A la zaga de La Casa de la Contratación se fundaban numerosos periódicos comentando alquileres y novedosas figuras jurídicas, como la molina, el flete o el ternado, así como la regulación de las sociedades corporativas en el código mercantil y las contraprestaciones de los miles de marchantes, changadores y mercachifles que venían de todas partes. Cada cambalache jurídico, así fuera en torno a un sólo maravedí, se multiplicaba tantas veces como cambiaba de manos. La información llevaba el marchamo del éxito continuo, insistiendo en que la nación copaba el mercado extranjero exportando todos los lujos. Sin embargo para algunos escritores, como Mateo Alemán, no era así. La literatura, que había sido el lado amable de la propaganda, se fijó en la faceta oculta, debelando un sinfín de historias picarescas.

"Guzmán de Alfarache era un hombre que tenía un puesto de frituras de pescado, donde vendía cartuchos trucados. Solía traerlo del río con sus secuaces. Al fondo del cartucho ponía dos retorcidos, ofreciendo la sensación arriba de estar lleno. Con cada uno Guzmán ahorraba dos pescados, siendo esa la ganancia. Un día le dijeron que había un puesto cercano donde ponían tres, deviniendo así la historia en la competitividad de unos delincuentes".

Cervantes escribía por entregas Rinconete y Cortadillo.

"Por entonces el certificado de residencia consistía en tener monedas, debido a lo cual mucha gente se quedaba en la calle. Proliferaron las bandas de vendedores de certificados falsos. Los liantes, reunidos en el patio de Monipodio, prometían que a cambio de un dinero podían encontrar trabajo. Señalaban aquí o allá alguna casa, haciendo creer que era una empresa, es decir, el lugar adecuado para presentarlos. Sin embargo, cuando llegaban no era cierto, y entonces cundía la alarma. Las calles de Sevilla estaban llenas de desesperados, armados con palos, picos, hachas, cuchillos, gumías o lo que pillaran, dispuestos a llevarse a quien fuera por delante".

Era innegable que las trapisondas sevillanas propiciaban un ambiente creativo a la literatura. Se hicieron conocidos poetas como Lope de Vega o Luis de Góngora, y en pintura Velázquez.

"Todo es cierto -se decía también-, mas también es cierto que dice más de un país una reunión de delincuentes en torno a un gran tesoro, que en torno a cuatro perras".

Había un plan de estudio en los colegios que invitaba a los niños a buscarle nuevo nombre al país, haciéndose célebre el de Engaña. Aliaga, por supuesto, fue avisado a tiempo y puso remedio, y el nombre permaneció como siempre, con la sp intercalada en honor de San Pedro. El duque de Lerma se quedaba con muchos terrenos a precio irrisorio, para revenderlos después, cuando los precios subieran al alza, produciendo pingües beneficios para el Estado. Como se solía decir, había metido a todo el mundo en la cárcel comprando sus casas.

Sin embargo, no estaba aún satisfecho. Poco después ideó un nuevo plan que tenía que ver con la división territorial. El valido dividió el país en treinta mil terrenos. Cada unidad territorial se denominó señorío y en cada uno había un señor con autonomía para impartir justicia a los vecinos. Los feudos se parecían, es decir, que si el señorío tenía colinas y montañas, el feudo tenía el doble. El nuevo sistema alumbró una fuente más del Derecho, formada por las circulares que los diversos señores cruzaban entre sí contando sus decisiones. Hablaban de sus motivos para denegar o permitir el paso a sus terrenos, para castigar o para restringir derechos, o bien para obligar a una recua de mulas a abrevar en aquel sitio y no en otro. La particularidad del sistema era que si alguien abusaba de sus prebendas, podía ser condenado en el señorío colindante cuando pasara. El duque de Lerma realizó una gira para ver el funcionamiento, pero se fijó ante todo en el alcance de la vanidad. Calculó la venta masiva de títulos nobiliarios a gran escala, a cada uno de los treinta mil señores, cosa que produciría unos ingresos extraordinarios a costa de que todo el mundo pareciera el rey. En el transcurso de la operación acabó acusado de malversación de caudales públicos, pero ya se sentía colmado y el cese le daba igual. Había logrado sanear las arcas públicas de un modo limpio y veraz, y a continuación anunció que se retiraba para hacerse cardenal, recuperando así su amistad con Aliaga.

La venta de aquellos títulos produjo una casta solariega de hidalgos infames sin un céntimo, rodeados de plata falsa y luciendo grandes escudos heráldicos y blasones resonantes, que dotaron el paisaje literario de imágenes ridículas. En las puertas de las casas había aldabas pintadas que querían ser de plata. Cuando alguien llegaba rascaba, y delatada la herrumbre, entraba sobreaviso, encontrándose dentro al noble de turno envarado en la silla, bajo dos pañuelos amarrados como extraña heráldica, peripuesto como centinela de la miseria, recibiéndole con una copita de vino malo que quería ser armagnac. Se mantenían haciendo trapacerías o lo que pillaran, debido a lo cual sus mujeres se las tenían que apañar como podían.

"Querida Gertrudis: Gracias por disculpar el daño que te hice el otro día, cuando te penetré por el ano. Pese a todo, dijiste que fue una extraordinaria demostración de fuerza viril, cosa que te agradezco, pues no cabe duda de que por ahí es complicado enderezarla. Me pesa sin embargo. Me pesa decirte que fue culpa tuya, cuando adujiste la menstruación. Permíteme decirte que en lo sucesivo preferiré, como es lógico, la razón vaginal de tu persona. Tendrás que balancear el culo adelante y atrás una y otra vez, hasta extraer apropiadamente mi vitalidad. Por supuesto habrá oportunidad de hacerlo también en el mar, alquilando alguna de esas barcas espaciosas, que permitirán que nuestros cuerpos al desnudo gocen las guarrerías. Respecto al carromato, olvídate. No necesito saber nada más del marqués".

Hubo quien dijo que Lerma no se hizo cardenal, sino que el rey le escarmentó concediéndole aún más bienes. En una ocasión Aliaga llegó a palacio queriendo hacer socio de la institución al rey, pero desestimó el ofrecimiento haciendo ver que necesitaba estar atento a otras cosas. Una de las paradojas a las que daba lugar aquel monje era que estando gravemente enfermo, arrastrando hondas toses y fiebres, buscó desesperadamente a un médico, alguien que quizá podía ser capaz de prepararle el ungüento más exclusivo del mundo.

-Necesito el ungüento -, preguntó después, tras sacrificarle-. ¿Dónde está?

-Era ese.

-¿Cómo que era ese?

El rey murió a los cuarenta y tres años de edad víctima de una erisipela, harto de agostos mecánicos y maderos ensangrentados. Se dijo que se había muerto él mismo, y también que en sus últimas horas estuvo sondeando un extraño barabarabajú detrás de las cortinas, contando con persistencia que al diablo le olía el aliento, que echaba humo por la boca, que tenía dos cuernos, que fumaba y por último que se iba.

Felipe IV

Tras la proclamación de Felipe IV, al trono quedó asociado el conde Duque de Olivares. Era el hombre que le educaba, preocupado por poner a su disposición la mejor pedagogía. Por eso patrocinó a los mejores autores del siglo de oro, dando lugar así a la figura del mecenas, un término parecido al de mesías. Los mejores cuadros los pintaban Velázquez y el holandés Pedro Pablo Rubens. Del apartado jurídico se encargaba Francisco de Vitoria, elucubrando acerca del nuevo fenómeno. El mecenazgo pretendía que las familias potentadas financiaran a los autores a cambio de rebajas fiscales.

El conde Duque de Olivares era un hombre en extremo responsable con la gestión política, tanto que se aseguraba que tenía dos bujías en los cuernos para vigilar el imperio. Alguna vez el rey, merodeando por el jardín, se lo encontró en la alta sombra de la ventana, rozando el arco sin moverse. Hierático, con los brazos cruzados, permanecía atento a la noche como un becerro en ayunas.

-¿Qué hace? -le preguntó-. ¿Usted no duerme?

-Aquí estoy, follándome a los holandeses.

-¡Caramba! -repuso-. Desconocía que ahora se llamara así el insomnio.

El rey también necesitaba una esposa, pues a veces con los libros no era suficiente. La encontró en una sobrina, Mariana de Austria, que acabó dándole un hijo, bautizado como Carlos.

Carlos II

A los cuatro años Carlos se quedó huérfano y su madre asumió la regencia. Tenía un hermano que era hijo bastardo del padre. Se llamaba Juan José de Austria y tenía treinta años. Parecía adecuado para el trono, pero el otro era el favorito desde el principio, pese a su aspecto enfermizo. En cierta ocasión el nuncio papal visitó palacio y le describió como a un hechizado. Carlos tenía un gesto maxilar adusto, prominente el arco inferior, curvo y alargado el rostro, con los labios al revés, así como una lordosis vertebral que le provocaba apraxia, dificultando su caminar.

Mariana de Austria, tras la visita del nuncio, nombró como ayuda de confianza al reverendo Juan Everardo Nithard, su viejo confesor austríaco, que fue una de las personas con menos suerte de la etapa. Juan Everardo llegó cuando el reino estaba en la ruina. Ocupó plaza en el Consejo del Reino y desde el principio sus colegas lo querían quitar de en medio. El otro objetivo era mantener a Juan José lejos del trono, para lo cual venía bien entretenerle con la guerra, unas veces en Flandes y otras en Portugal. Pese a todo pudo fundar algún periódico en Amberes y varias hojas volanderas en el puerto de Rotterdam, promocionando su aspiración.

Cuando Carlos creció comenzó a presidir el Consejo real. Sentado en la silla desmadejado, miraba como un simplón, arrobada la cara a un lado de la gorguera de organdí, pareciendo un niño grande todavía.

-Pacita ha venido a verme -decía con melifluo metal de voz-.
Qué buena es Pacita. Ha venido a pedirme un favor. Me ha dicho que una
vez, estando yo buscando los cubiertos, los puso ahí sin que yo me diera
cuenta. Se ha ido. Le he dicho que tenga cuidado al salir.

Parecía negarse a salir del cuadro que le pintara Sebastián Herrera con el caballo de madera siendo un alazán. Pensaron que carecía de talento, si bien hubo quién pensó lo contrario, como Valenzuela, el ministro de economía. Aquella peculiaridad expresiva quizá era la de un ser elevado. El país mantenía en todos los frentes la misma responsabilidad, gastando más de lo que ingresaba. Sin embargo, como de costumbre, un don oculto en el milagro presupuestario permitía sobrevivir. En cierta ocasión Carlos acabó desentrañando un principio elemental de la economía.

-Me ha dado Valenzuela una tortilla de patatas muy rica. Sólo me he comido la mitad, porque si me la como entera me pondría muy gordito. Luego iré a terminarla. Me ha gustado mucho. Yo creo que estaba hecha con media patata. Digo yo que con la otra media podía comer otra persona. Valenzuela pudiera traerme otra tortilla de patatas igual de rica. Creo que con la mitad de una patata es suficiente para que coma una persona.

Cada vez tenía más simpatizantes, sospechando que su tono de voz era algo muy estudiado, quizá la luz más auténtica en el imperio de una verdad ineluctable.

-Expresarse con esa indolencia denota la grandeza imperial -aseguraban-, y es la estúpida urgencia la que denotaría lo contrario, haciendo pensar en la debilidad.

A diario en la imaginación de los consejeros afloraban ideas creíbles.

-Con una remolacha come una persona -, insistía el rey-. Por eso digo yo que cultivando sólo remolachas abarataríamos costes.

El Consejo de Estado estaba compuesto por veinte personas, todas ellas nobles, banqueros o clérigos. Un día el rey, anunciando que se bajaba el sueldo, les puso en un brete. De modo ladino sugerió que ellos también podían hacer lo mismo. En cuanto al Consejo Real su número era más escaso, compuesto tan sólo por cinco o seis allegados al rey.

-Bueno -, dijo una vez en confianza a un consejero-. Sois menos, pero menos da una piedra, ¿verdad?

El reverendo Juan Everardo Nithard se lo ahorró todo, pues finalmente fue depuesto, después de firmar un convenio desastroso con Portugal. El monarca después trató de restarle importancia.

-Portugal, por su cercanía, se puede vigilar a ojo, en tanto las tropas siguen siendo más indispensables lejos. Pienso que el daño no es tanto.

Acerca del sueldo, acabó persuadiendo también a los mandos del ejército. El reino estaba cobrando otra dimensión, la de estar seguros de que los sueldos podían bajar aún más. Pese a todo aún no se había oído nunca por palacio a ningún economista quejándose abiertamente, diciendo que si aquello fuese un plan de ruina estaba marchando perfectamente. Había uno que a menudo se acercaba a la ventana con la boca abierta, seguramente sorprendido de que un país mayúsculo siguiera vivo sin un céntimo, y quizá la razón era la misma por la que él tenía uno. Luego, a la salida de la reunión, los consejeros sospecharon que había dos rodando por las sillas.

La población, cada vez con más ganas, esperaba las fábulas de la propaganda. El nuevo estilo oficial estaba creando un furor métodico. Los propios consejeros aparecían como héroes, como chicos que miran con ansiedad los pastelillos inalcanzables de la navidad, es decir, haciendo sacrificios indecibles, sacrificios clásicos de pobres de solemnidad, de honrados sin remedio, de mirarse las legañas como si fueran torrijas, combatiendo las calamidades junto al rey a unos límites que sobrepasaban con mucho lo que el cuerpo humano normal era capaz de aguantar. Así pues, el pueblo se los imaginaba pasándose alguna moneda para comprar alguna rosquilla, viviendo en el lado sobrenatural de la especie.

-Sin duda son héroes -se decía en tascas, tiendas y cantinas, viéndoles pasar con cara de ser ellos el caballo de la carroza.

A Juan José de Austria sin embargo no le parecía bien bajarse nada. Estaba en Portugal oponiéndose a la cesión. Era una señal catastrófica, de debilidad completa, de último adiós, y él estaba allí para impedirla a tiros. Sus partidarios eran cada vez más numerosos y no se escondían para pedir la cabeza del rey. Un día en palacio se nombró valido, queriéndole explicar al hermanastro la verdad calore del infierno. Valenzuela, el hombre de las tortillas, fue cesado, pese a haber demostrado solvencia en muchas ocasiones. Su última medida, la de atenuar la demanda, había sido un acierto, porque los españoles ahorraron mucho y pareciera que tenían más dinero. Juan José nombró en su lugar a Juan Francisco de la Cerda, cuyo apellido no era del todo creíble. Era conocido como el conde de Medinaceli, y vigiló los nepotismos familiares y el meritoriaje funcionarial.

El rey, por su parte, estando su hermanastro dando voces en palacio, se decantó por su gran afición, que era la ciencia, en concreto la histología. Desde entonces proliferaron los rumores comentando sus rarezas. Al parecer se chupaba la sangre y hacía cosas extrañas, es decir, que iba por los jardines comiéndose a las palomas. Se pensó que tenía la cabeza llena de intemperancias sádicas y de genuinas hipótesis para el hórrilor experimental. Contrajo matrimonio con María Luisa de Orleans, una sobrina de Luis XIV, el rey de Francia, con lo que logró consolidar la paz entre ambos países, y la primera noche no paró de mover un ojo.

Desde entonces la preocupación en la Corte fue que tuvieran descendencia. El rey ya parecía un vampiro de encías suaves. El duque de Medinaceli, por su parte, contaba chascarrillos acerca de la bajada de precios, diciendo que estaba manejando con acierto el vaivén económico. María Luisa insistía en la necesidad de tener hijos cuanto antes para alejar el peligro de una guerra de sucesión. Barajó sus propias cartas, como la de acudir a venerar estatuas sagradas. En alguna ocasión, durante el té, manifestaba a sus amigas que disfrutaba mucho del sexo con él, pero al mismo tiempo decía que su horario materno estaba tardando más de la cuenta, y que eso la mantenía amortajada. Murió tras su última visita a la catedral, en una tarde misteriosa relacionada con la ingesta de mazapanes.

El rey estuvo de luto una temporada en su silla del Consejo, enfrentándose como podía a la pérdida de otros territorios, como Luxemburgo y Cataluña, que habían sido ocupados por Francia. Desde ese momento sólo tenía relación con este país, firmando convenios en los que se veía obligado a cambiar morcillas por plata. Los franceses aventuraban la exploración sucesoria con su propio candidato. El rey intentó la descendencia de nuevo casándose con Mariana de Neoburgo, una mujer que dentro del equipaje llevaba su propio asesor espiritual, el arzobispo toledano señor Portocarrero. El monarca empezó a desfallecer en el jardín, quejándose a menudo de frecuentes amnesias. Cada vez había más médicos franceses en palacio, cada uno con su propio botiquín. Casualmente coincidían siempre en el mismo diagnóstico.

-No podemos afirmar que se trate de una enfermedad concreta.

El monarca comenzó a decir que lo veía todo doble, incluyendo la puerta. Allí donde había una puerta, él pensaba que la solución estaba cerca. Medinaceli, entretanto, iba informando de cosas aún peores. Dijo que el monarca andaba en secreto repartiendo el cargo como si fueran berenjenas, planificando varias sucesiones a la vez. Sin embargo, confió un poco más en él, pues de algún modo tenía aún talento atesorado, provocando que unos lo desestimaran y que lo aceptaran los mismos, creando así la idea colectiva de enfermedad. Los médicos iban y venían con el botiquín, dando lugar entre ellos alguna vez a alguna navajería.

El pueblo, entretanto, permanecía atento a la fábula propagandística de rigor. Al parecer había en el milagro oculto de la economía un talento oculto. Cada vez fueron más entrañables las fábulas, llenas de luchas de consejeros practicando sumo a diente pelado en defensa del único mondadientes, es decir, en defensa de las garantías sociales y en definitiva en defensa de todo el país. Lo cierto era que en palacio se esperaba que de un momento a otro llamara a la puerta el nuevo rey. Podía ser el francés Felipe de Anjou, el flexible nieto de Luis XIV, que sin disimulo hacía a diario lozanos ejercicios codiciando la corona.

Mariana de Neoburgo lograba fingir bien su relación con Carlos. Sin embargo se entretenía también con Carlos de Austria, el hijo de Leopoldo I, a favor del cual hacía su pronóstico. A la hora del té, mohína y diplomática, también manifestó que su marido era un protomacho que la penetraba muy encañonadamente. Por detrás, naturalmente, estudiaba a la vez las propuestas de Holanda e Inglaterra, que se había sumado a la rifa sucesoria. Mariana, arrastrando por palacio sus cuitas de calendario, se granjeó un día la amistad patibularia de un atractivo médico aficionado al trágala comejundio. Después desapareció, tras acudir a la ópera, y enseguida se comentó que fue a bordo de un botiquín demasiado espeso volando de noche al río. Se habló con insistencia de accidente, pero más bien la palabra aludía al estilo musical de Cavarroni, un cantor antiguo llegado de la Toscana, ducho en el cambio abrupto de la melodía.

El 1 de diciembre de 1700 el pueblo continuaba entretenido con aquel suspense, cuando al rey apenas le quedaban unas horas, falleciendo a los treinta y ocho años de edad, víctima de un parte forense demasiado vulgar. Habló de una extraña hidrocefalia. El cadáver apareció con la cabeza llena de agua, dando lugar a la sospecha de haber sido ahorcado. El líquido cefalorraquídeo sumergió los ventrículos, provocando el aneurisma. Al parecer sufrió una hipoxia con isquemia tromboflebítica, atorando tanto la vena galena como el tronco basilar, con desmesuras acuosas en el peritoneo de la piamadre, tras invasión de todos los vasos adyacentes, sin posibilidad de ser asistido por una sonda ventriculoperitoneal o siquiera por una lobotomía arriesgada con berbiquí perforando la duramadre para evacuar el imposible. El parte parecía más bien parecía relatar el intento desesperado por salvarle la vida en el último momento. Con palabras del todo impropias, añadió que el corazón quedó reducido a un grano de pimienta y que asomaba un testículo carbonizado y que tenía, como si hablara de un fumador, los pulmones asandereados, quizá debido a una hipoxia tisular de neumocitos cursando con alveolitis de los acinos, tan característica de la asfixia.

En cuanto a las orejas, carecían de importancia. Las enterraron con él. Si alguien había dicho alguna vez que aquel hombre jamás tendría donde caerse muerto, mentía. Vibraban solas en el ataúd. Su fama de vampiro con poderes sobrenaturales fue la comidilla durante el velorio. Los ojos, que eran grandes, acabaron siendo dos ascuas. Se dijo que ululaba con frecuencia por palacio, y que se cagaba en los cuartos como un perro perdulario, ágil saltando el seto. Tanto si era cierto como si no, ya era demasiado tarde para que oyese a lo lejos, en la iglesia de Santa Gúdula de Bruselas, el tedeum que le cantaban los feligreses creyéndole aún vivo, esperanzados con su recuperación. A la capilla, durante el sepelio, asistieron varios miembros de la realeza europea, que con un ojo parecían desearse la paz del lecho, y con el otro se miraban como mantequeros, con ganas de afeitarse allí mismo, subyaciendo una guerra feroz por la sucesión. Un rumor entrañable contaba que aquel cadáver no era el mismo, sino que Carlos logró escapar a tiempo para irse a Europa a realizar su sueño, el doctorado en la materia que más le gustaba.

Felipe V Borbón

Felipe de Anjou, designado como Felipe V, inauguró esa dinastía enviando las tropas a los territorios italianos que aún conservaba la familia Austria. Desde ese instante detentaría el cargo durante cuarenta y cinco años. Alguna vez, como en Aragón, los Austria le volvieron a inquietar, defendiendo el derecho al trono del archiduque Carlos de Austria. En el apartado administrativo se hizo acompañar de asesores franceses, que impulsaron los decretos de nueva planta, queriendo velar por el rigor funcionarial. Establecieron intendencias fiscales rigurosas, así como un proteccionismo aduanero que privilegiaba los productos nacionales, logrando así el balance equilibrado de exportaciones e importaciones. A las regiones que le apoyaron, como Navarra y Vascongadas, le concedió fueros especiales. En el apartado de obras, construyó en el campo el palacio de San Ildefonso. Su esposa Isabel de Farnesio, que era una persona encantada con el arte, lo llenó de esculturas y cuadros para que descansara mejor. Había tantas como en el Palacio Real de Madrid. Felipe respondió fundando las academias de la Lengua y de la Historia, al objeto de que la gente advirtiera la primacía cultural.

Respecto a la sucesión, había que tener en cuenta la ley sálica, que prohibía la corona a las mujeres. El rey llegó a enfermar, como todo el mundo. Los médicos hablaron de depresión. Hubo para quien el monarca había enloquecido, y se dijo que las pocas veces que estuvo cuerdo fue para combatir a su mujer en la cama, endiñándole con franqueza grandes trancazos. Isabel se esforzó por darle hijos. A menudo, para recuperarle de la salud, le colaba en palacio a algún cantor veneciano, como Farinelli, glotídeo e inconmensurable de agudos caramelizados y gondoleros, que le hizo creer que Cerdeña necesitaba una guerra de una maldita vez.

-Menos mal que de vez en cuando hay malas noticias para poner fin a tanta paz-, le dijo el rey, solazado por el trato de loco que le dispensaba también con aquel do mayor tan feo.

Lo que más le gustaba era estar a solas con la mujer, y para ello envió a todo el mundo a la mismísima guerra de Cerdeña, máxime teniendo en cuenta la buena noticia que suponía que Francia y Gran Bretaña, Austria y Holanda participaran en contra. Catorce mil pobres españoles armados con bayonetas tuvieron entonces la oportunidad de desalojar por unos días la península. Hubo cruces de relámpagos en la isla, así como varios armisticios totalitarios. Después, tras la victoria, Isabel en un cerro, despampanante y jovial, sacaba la manga para regañarle al horizonte, bromeando con la ropa.

-¡Mira como os la vais a poner la ropa!

El rey vivía en una discreta muerte ajardinada, como no podía ser de otro modo en un imperio triunfal. Alguna vez convocaba las reuniones del Consejo Real en el palacio de San Ildefonso. Allí fue donde adoptó medidas para recuperar la industria textil, que a menudo estaba de capa caída por la vieja manía del pobre de vestirse con una sandalia. Había que decir que tampoco él era el mejor para dar ejemplo. Estaba gordo y nada le quedaba bien. Decía que al traje le sobraban tantas dominguelas, flecos y pollas en vinagre. Se pensó pues que había perdido la cabeza, aunque lo que ocurría en verdad era que quería demostrar de una vez por todas que con cuatro trapos se podía ivir. Una mañana nevada apareció soñoliento ante un vestidor y pensó que sólo servía para esconderse.

-Ay, qué a gusto se está aquí -, dijo cobijándose-. Calentito.

El rey había dejado de hacer caso a una de las recriminaciones de más valor en el reino, la de estar rodeado de ministros franceses. Todo aquello se la soplaba cada vez más. Por invitación de su esposa un violinista llegó a palacio. Era un superviviente de Cerdeña y se llamaba Giacomo Facco. Según dijo Isabel detrás del vestidor quería regalarle una sonata. El monarca apareció en cueros, sin parecer él, y el violinista con rapidez trató de calmarle con un largo mosquito sonoro y delicuescente que hacía llorar a las magnolias. Se comentaba que al rey le quedaban pocas fuerzas, y que las pocas que tenía prefería gastarlas en la cama con Isabel, que empezó a darle hijos. Tras la actuación, trincó al violinista y lo lanzó por la ventana.

Tras el bautizo del último, el rey fue informado de que su abuelo, Luis XIV, estaba a punto de diñarla, es decir, que Francia pensaba en él como sustituto. Antes tenía que renunciar a la Corte en virtud de un tratado con las fuerzas brutas europeas que impedía que fuera al mismo tiempo rey de ambos países. Felipe, finalmente, decidió probar suerte y abdicó una temporada en su hijo Luis. Entonces los teólogos del reino se desesperaron, máxime cuando Luis murió de la viruela. Quisieron buscar un sustituto, pero la opción seguía siendo la misma. Un día los teólogos se lo encontraron por la ciudad, fingiéndose otro, pero le reconocieron cuando entraba a una taberna para inflarse de vino y hablar de vírgenes, epopeyas y multas de amor. Felipe se hizo rogar dejándoles que insistieran, convidando a una jarra más. Les dijo que pusieran en el trono a su hijo Fernando, fruto de su matrimonio simple con Gabriela de Saboya.

Isabel entonces se enervó con la idea, pues desestimaba a sus cinco hijos. En previsión de que al final Fernando aceptara, quiso convencer al marido para que decretara tratos conciliadores con Italia, en previsión de retirarse con su progenie. Felipe estuvo inconmensurable queriéndose quitar de encima todo aquello, para disfrutar por fin del pajarito de la soledad. Empezó a ir por los cerros detrás de las cabras, y llegaba diciendo que le hablaban. A juicio de un lacayo era imposible, pese a que el animal miraba muy fijamente diciendo veeeeee. Los pintores que alguna vez iban hacían lo posible por pintarle, para no tirar por alto el día. Van Lo, el holandés, quiso acomodarle una vez en el sofá, pero no tenía manera, pareciendo un muñeco haciéndose el longui, unas veces faltando cojín y otras sobrando cabeza. Era la característica indomable del hombre sereno queriéndose cobijar llanamente en el trono doméstico.

Debía haber algo que al monarca le provocase un desasosiego, y quizá era que sus hijos estuvieran a punto de irse a Italia, abandonándole a solas con Fernando, en quien había delegado la autoridad. Ambos acabaron disputando el sofá. Algunos historiadores, haciendo balance de su época, hicieron análisis contradictorios. Para alguno era al mismo tiempo un hombre de severos principios morales y un hombre al que todo le daba igual. Era un hombre cobarde que temía ser víctima de un pepino envenenado, y también un hombre aguerrido y valiente que iba con sus pepinos adonde le daba la gana. Alguno, teniendo en cuenta el largo reinado con sus envejecimientos, pensaba que podía tratarse de varias personas a la vez. Finalmente el rey no sobrevivió al último.

Murió de un ataque vascular en el cerebro, legando para la posteridad la extraña posibilidad de que el propio historiador fuera él mismo, airoso pasando por la puerta, sin nada que le sujetara, celebrativo ante el éxito venidero en algún sitio, poniéndose a parir bajo seudónimo.

Fernando VI

No se sabe de qué modo había un sexto Fernando en la historia de la monarquía española, toda vez que el último fue Fernando de Aragón. En cualquier caso se trataba del tercer hijo de Felipe V. El marqués de la Ensenada era uno de los hombres que le acompañaban. Estaba recién llegado y en aquel momento le estaba haciendo un retrato Jacopo Amigoni.

El marqués conoció cómo antes de la coronación Isabel de Farnesio, la madrastra de Fernando, se las apañó para tenerle aislado en una habitación. Adujo que así, aislado, aprendía más, opinión que no encontró resistencia. Él estaba casado desde joven con Bárbara de Braganza, y en aquella isla de sábanas no echaba de menos nada más. Jacopo y el marqués solían darse al comentario salaz diciendo que a eso se refería realmente la madrastra para tenerle así, a las barbaridades que podían hacer leyendo diversas obras maestras. Bárbara, anacletamente hablando, colaboró cuanto pudo en el empeño cultural aportando las barbaridades que le faltaban a los libros. Más tarde, recién acabado el cuadro, Isabel de Farnesio fue depuesta y conducida al destierro en el campo, allá en el palacio de San Ildefonso, en compañía del delicado pajarito y de los cortesanos italianos bajo las buganvillas y los abedules hablando del beriberi y de las garduñas del río.

No se odiaban, pese a todo, como pudiera presumirse. Ambos mantuvieron una correspondencia cordial y las cartas no denotaban ningún resentimiento, sino antes bien que en el fondo se tenían estima. Fernando, no obstante, todas formas declinaba extenderse más en el asunto, pues tenía cosas más serias que hacer. Una de ellas era el conflicto sucesorio en Austria, así como el nombramiento de sus hombres de confianza en el reino. Aparte del marqués de la Ensenada, nombró a José de Carvajal, un francófilo y un anglófilo respectivamente.

El marqués destacó en la hacienda pública ideando el catastro, que era el método de cobro proporcional de impuestos acorde a los ingresos de cada uno. Fundó la academia de bellas artes de San Fernando, y construyó astilleros que fortalecieron la flota de comercio, y asimismo un banco público para gestionar las transferencias internacionales del tesoro nacional. Desplegó una política diplomática para avenirse con el clero, que era el dueño de la mayoría de tierras. Convenía avenirse con el Vaticano porque consideraba legítimo al trono a otro, al archiduque Carlos, de la familia Austria, a la sazón emperador del apetente sacro imperio romano germánico. José de Carvajal realizó una política diplomática con los portugueses, que tenían una colonia en ultramar que facilitaba el contrabando a los ingleses, cosa que dificultaba la libertad marítima española por el Río de la Plata. Bárbara empezó un día a enfermar, manifestando síntomas de tisis, con grandes toses y ahogos, y a los pocos meses, sin legar sucesor, murió.

Fernando, lloroso a toda hora, pensó en abandonar, queriéndose retirar al castillo de Villaviciosa de Odón, donde acabó enfermando de superstición, creyendo que seguía viva, cantándole canciones en la almohada. Todo parecía normal al principio, pero al poco de llegar empezó a asustar a los guardias. Dejó de hablar y permanecía siempre encerrado en una habitación, dando palmas pidiendo un arma de fuego. Estaba pálido y enteco, y apenas ingería nada. Alguna vez salía del silencio repentinamente, disfrazándose de fantasma con las sábanas, a la desesperada por los jardines. Se decía en Madrid que recorría el castillo mordiendo a los centinelas, bromeando con el suicidio. Lo intentó varias veces, y además comenzó a bromear cenando con el veneno. Era el año 1759 cuando se puso aquella pistola en la sien y se encajó una bala en el colodrillo.

Carlos III

Carlos III, su hermano, dispuso un entierro provisional bajo el deambulatorio del convento de las Salesas, aunque después le erigió un mausoleo de mármol bajo el sol. Carlos era el hijo mayor de Isabel de Farnesio y se había presentado en España para ser el rey. Le añadió al mapa las plazas que hasta el momento gobernaba, Nápoles y Sicilia, donde tenía fama de buen constructor. Edificó palacios y teatros en muchos sitios, y además traía fama de mujeriego y anticlerical. Tras su matrimonio con Amalia de Sajonia, añadió Polonia. La iglesia se mantenía fuerte en sus propiedades e impulsó la desamortización, y además se opuso a la Inquisición.

En política exterior comprometió al país en la Guerra de los Siete Años, al objeto de debilitar al enemigo de siempre. Los ingleses, tras la ocupación de Honduras, andaban libres buscando mercados en América. Acudió creyendo que Francia le ayudaría en el empeño, mas después el ejército español se vio combatiendo solo, ante cincuenta galeones imponentes en defensa de La Habana. En Filipinas también enfrentó el combate así, aunque esta vez recibió ayuda de los nativos. El conflicto finalizó en 1763, obligando a España a un intercambio de colonias. A cambio de La Habana y Manila, cedía Florida y la posición del golfo de México. Portugal, que era aliada de los británicos, recuperaba la colonia del Río de la Plata, que les facilitó la continuidad del contrabando. Francia compensó su desdén concediéndole después la Lousiana, pues al parecer el ejército podía defenderla bien. Trece años después el país volvía a combatir contra los ingleses, esta vez en la Guerra de Secesión americana. A su vez asediaba el Peñón de Gibraltar, del que había sido despojado con anterioridad, y recuperó Menorca, Florida y parte de Honduras. También, como fin a la Guerra de Secesión, obligó a Inglaterra a conceder la independencia de Estados Unidos. La firma del acuerdo ocurrió en París y sentaba un precedente peligroso que invitaba a sus colonias americanas a pedir lo mismo, motivo por el cual el ejército no dejó de ir de un lado a otro sofocando sublevaciones.

Pese a todo el monarca tuvo tiempo de disfrutar del amor. Era indisimulable que rendía culto a la tripera bestia del vivalosárboles sexual. Se decía que era capaz de estar con diez mujeres en un cuarto y satisfacerlas a todas. El rey tenía un ademán distinguido incluso de paisano, cuando frecuentaba la taberna para tomarse una copita. Una vez un admirador, que comentaba con el asunto con él, parecía recriminarle la veleidad, por considerarla demasiado frívola y pesada.

-¿Cómo me ve usted? -, le preguntó el rey-. Guapo, ¿verdad?

-Sí -, repuso el otro con timidez.

-Bien, pues ellas opinan lo mismo.

En aquel instante Rusia era una potencia emergente liderada por la reina Catalina II. Inglaterra había encontrado en ella la horma del zapato. El rey respiró además ante la amenaza otomana, pues Catalina también se bastaba sola. En política colonial las cosas sonrieron un poco gracias a los virreyes del Perú, que pese a las revueltas tuvieron tiempo de organizar la expansión del dominio español a Oregón y Alaska, casualmente a todos los lugares donde hacía frío. Tahití, sin embargo, era distinta, y provocaba grandes envidias mariquitas. La isla estaba en un hozo de luz bañado por un mar cristalino de fúlgidas opalescencias coralinas. Las mujeres iban desnudas moviendo su balumba de pezones, vestidas con polleras de flores y luciendo el paipai, libre el cabello acariciado por el sibari, pregonado por las esplendentes palmeras y cocoteros brillando en la orilla, sobrevolada por las bandadas de cocorochas miradas por el ojo de la ballena.

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