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Terrenos o sitios comuneros, cinco siglos de evolución (Quisqueya, Borinquen y Cuba) (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Es el propio Delmonte quien nos presenta el hato en función de este elemento monetario, aunque la descripción que le debemos sólo destaca los aspectos comunales del sistema. Antes de presentarlo, Delmonte pide disculpas por hacer una pequeña digresión para dar alguna idea del sistema agrario que se observaba en LA ESPAÑOLA y por ser estas ocupaciones tan características de los dominicanos. Y lo presenta así: El Hato era una posesión que comprendía el terreno correspondiente a las acciones que se obtenían, llamadas DERECHOS DE TIERRA, en los cuales estaba el dueño facultado a criar cuantos animales quisiera y a apoderarse de los bravíos o alzados… Pero no nos dice más. El resto de su descripción descansa en los aspectos comunitarios de este sistema de producción que, sin lugar a dudas, correspondían al período de mayor pureza de la comunidad primitiva, pero que sufrían ya un proceso de descomposición por el contacto con la intensa naturaleza capitalista del sistema imperante en la colonia vecina. Sánchez Valverde nos da más noticias en su IDEA DEL VALOR. Celebra que para 1780 hayan aparecido Poblaciones y Fábricas que dan Pero la esencia comunitaria de la propiedad de las tierras es tenaz. El hato cambia de nombre pero conserva su apellido comunero, como expresión y defensa de su comunidad ancestral. Este rasgo esencial del hato del Siglo XVII se perfilará en los terrenos comuneros del Siglo XVIII, se conservará durante todo el Siglo XIX y alcanzará un punto bastante lejano durante el Siglo XX. Para dar una visión que, a la vez que nos dibuje el perfil definitivo de esa institución nos muestre la firmeza de sus rasgos, vamos a hacer provecho de una serie de interrogatorios que llevó a cabo una Comisión del Senado norteamericano que vino al país en 1870, con el propósito de indagar las condiciones sociales, económicas y políticas imperantes, con vistas a una eventual anexión de la República Dominicana a los Estados Unidos de América. Las respuestas parcialmente utilizadas aquí se deben a unos testigos especialmente calificados por la doble circunstancia de ser extranjeros, conocedores de la situación agraria en otros países desde un plano superior de conciencia, y de estar ellos mismos sumergidos en el sistema desde largos años atrás en el país. Juan Cheri Victoria, es un francés de Burdeos, General en la época de Santana (después de 1844), tiene ahora 70 años y es Alcalde de El Maniel y profundo conocedor de las costumbres.

La Comisión le preguntó: ¿Cuál es el método que tienen ustedes para medir y poseer la tierra? Responde: La tierra aquí no se mide por medio de marcas y guardarrayas para cada propietario, sino que se posee como terrenos comuneros como decimos aquí, es decir en común. Cada uno tiene derecho a su parte, a tantos dólares (pesos), y puede usar cualquier parte o cuadro que esté en los terrenos comuneros, la cual puede ser un cuadro de considerable extensión. Si un hombre tiene quinientos dólares descritos en su escritura y traspaso (hay un salto) tiene derecho a cortar la caobay nadie más tiene ese derecho, pero no tiene derecho a la tierra después que ha sido cortada la caoba. Esto provino de la costumbre de sacar madera y ya se ha convertido en una ley… En este país, después que una persona sale de su casa y abandona su tierra más de un año y la casa se quema y desaparecen las mejoras, otra persona puede ocuparla y considerarla suya… Este método de dividir la tierra que yo he descrito, provino de la costumbre de no medir la tierra por medio de límites o guardarrayas. Una persona compra un derecho o título en un terreno comunero, el cual comprende varias leguas cuadradas, y puede ocupar cualquier parte del terreno o todo el terreno que haya desocupado, no importa la cantidad que sea, con tal que no le toque a la tierra ya mejorada ni a la que está detrás o más allá, de dónde sacan las maderas necesarias. Hay que dejarlos sacar la madera y la leña que necesitan para hacer hervir el guarapo y hacer el azúcar. Esa persona puede tomar la tierra que quiera, pero tiene que ocuparla y utilizarla. Otro francés, nativo de Cherburgo, Augusto Gautier, de 58 años, preguntado: ¿Qué cantidad de tierra tiene Ud. en su finca?.Puede aún dar alguna información atendible. Se le preguntó si la tierra estaba muy parcelada en el país y entre otras cosas responde: Hay aquí un tipo de derecho de propiedad peculiar, llamado comunero, una especie de título de comunidad en que todos los descendientes de algún gran terrateniente poseen una tierra en común, cuyos linderos están bien definidos y dentro de los cuales cada heredero tiene igual derecho que los demás…Gabb, desde luego, no puede desprenderse de sus intensas concepciones de la propiedad privada y, de una manera u otra, contempla la comunidad como una forma de propiedad privada. En general, lo que resulta de estas declaraciones es un hecho sustancial, el carácter comunitario de la propiedad de la tierra, aun cuando se base en la ficción de un causahabiente fantástico y legendario. Estos interrogatorios tuvieron lugar cuando el sistema había atravesado ya un período intenso y prolongado de influencias privadas y ya netamente capitalistas. Sin embargo, conservaban aún su carácter esencial, lo que nos permite suponer que durante el Siglo XVIII, esta naturaleza comunitaria, que de una manera tan profunda impresionó al historiador Delmonte y Tejada, descendiente de hateros del Cibao, conservaba todas sus características.

La palabra hato es, pues, polivalente. Designa tres calidades distintas: a. el hato del Siglo XVI, obviamente inscrito en la propiedad privada de tónica feudal, aunque manifestando signos de descomposición capitalista; b. el hato del Siglo XVII, netamente caracterizado por sus rasgos comunales y procedente de un instante recolector de la sociedad colonial, desarticulada a raíz de las DEVASTACIONES; y c. el hato del Siglo XVIII, que continúa históricamente al anterior como una etapa superior de desarrollo, por la absorción de rasgos de la propiedad privada y su inserción en la economía monetaria, y que se conoce como el sistema de los terrenos comuneros. La sociedad hatera no ha sido definida, hasta ahora y hasta donde ha sido posible saberlo, en sus rasgos esenciales. Pero aquí se contempla que debemos entender por tal a aquella sociedad que se organiza en torno al régimen de producción propiamente hatero que cubre todo el Siglo xvii. Por tanto no puede reconocerse la sociedad hatera, de naturaleza comunitaria, durante el Siglo xvi donde predominan los rasgos feudales de la metrópoli de origen, ni tampoco durante el Siglo xviii donde la absorción de caracteres de la propiedad privada lo transforman en terrenos comuneros. Por tanto, es en la sociedad hatera donde encontramos el núcleo más remoto y cuya continuidad ininterrumpida desemboca en la sociedad dominicana actual. Más allá encontramos un abismo profundo -las DEVASTACIONES- en cuyas entrañas de fuego se pierde todo vínculo y desaparece todo contacto. Más acá encontramos los terrenos comuneros constituyendo el espinazo del recorrido histórico de los dominicanos.

Otra zona era Santiago, que sin duda se benefició más que ninguna otra región con ese comercio. Santiago producirá anualmente unos $20 mil pesos en tabaco en hoja. Pero también comerciaba con el tabaco elaborado (túbanos), azúcar, café y cacao, y desde luego los productos de la ganadería. Yen todo el resto del país hay hatos para cría de ganado, principalmente vacuno y caballar. Esta industria es tan lucrativa que las carnicerías de la parte francesa no tendrán otro surtimiento, ni sus habitantes otro paraje para la adquisición de mulas y caballos necesarios para la conducción de sus cosechas… En torno a ese tipo de producción y de intereses, se constituía una tercera zona en la región más oriental de esta parte de la Isla, la más alejada del centro de operaciones comerciales y, por esa razón, la más desvalida y concentrada en su pasado secular. Esta estructura tripartita del desenvolvimiento económico, nacida al calor de los intercambios con el oeste, debía penetrar muy profundamente en el curso histórico y ejercer una influencia perdurable. Inclusive llegaría a infundir, con el paso de los tiempos y de las circunstancias, tres estilos distintos de interpretación del destino común. De hecho, nunca desaparecería totalmente de la fisonomía histórica dominicana, lo que explica la naturaleza de la influencia que los «terrenos comuneros» imprimían en la vida nacional, porque toda la producción arrancaba del hecho fundamental del sistema comunitario de propiedad de las tierras. De manera que tenemos en D. Juan Sánchez Ramírez un terrateniente típico. Al consignar que había sido Comandante de Armas y Alcalde, ordinario de su villa natal de Cotuí, Fr. Cipriano de Utrera comenta: Y está demás la mera enunciación de terrateniente porque aquel oficio de República, no se daba nunca a los privados de bienes de fortuna… Pero también sabemos que el Caudillo, que posee tierras de montería en el Junco y cortes de madera en Macao, se ubica inequívocamente en la clase de los hateros del Este, a la que pertenecía por la naturaleza y la ubicación de sus intereses, y respecto de la cual él actuaba como portavoz y como intérprete. El núcleo de esta política aparentemente conservadora, pero que en el fondo es activa y violenta, gira en torno a la propiedad de las tierras. Concretamente gira en torno al destino de la propiedad comunitaria de los «hatos», que constituye la tradición más profundamente arraigada entre los terratenientes orientales y que se encontraba amenazada en esos momentos por la tendencia histórica. La presión de esa tendencia, impulsada y encarnada en la Revolución francesa, se revelaba ya claramente opuesta y hostil a la forma de producción basada en la propiedad comunitaria, que frenaba el desarrollo de la burguesía capitalista, y mostraba su filo revolucionario en dirección de la emancipación de las tierras por la vía de la parcelación de los terrenos comuneros en Santo Domingo, y la eventual desaparición de los hatos. Partiendo de esa óptica, toda la política de los «hateros» va dirigida a combatir y si es posible a destruir en sus más hondas raíces a los portadores de esa tendencia histórica, con un encono y con una firmeza que sólo se explica por las implicaciones que conlleva para toda esaclase social. Es indudable que las numerosas voces que se acercaban al oído de Sánchez Ramírez para impulsar sus actitudes y solidarizarse con sus consecuencias, creaban en él las respuestas emocionales que objetivamente reconocemos como obstinación y otras peculiaridades de su carácter. Pero en el fondo se trata de una violencia colectiva que se va a revelar en diversos aspectos, en el marco de la situación creada en el país por los acontecimientos del 2 de mayo en España.

Los terratenientes del Sur, por su parte, se dedicaban al cultivo del café -el propio Ciriaco era un hacendado cafetalero- y al de la caña de azúcar, que exigían un trabajo directo, una cierta ciencia y una técnica por primitivas que fueran. Esa diferencia en la naturaleza de la actividad económica de ambos sectores determina una actitud distinta respecto a la naturaleza de la propiedad de los terrenos comuneros que, a su vez, imprime su carácter a las concepciones políticas de ambos. Para los criadores es cuestión de vida o muerte la supervivencia de la comunidad territorial que les permite la montería libre, el ganado y la búsqueda de los árboles adecuados para el corte. Pero a los cultivadores les conviene la cerca, que protege sus siembras de la incursión devoradora del ganado. Y el mismo azucarero se inclina naturalmente a la propiedad privada de las tierras, aunque eventualmente se beneficie de la comunidad territorial. Estos dos sectores entran automáticamente en contradicción cuando los azares de la vida pública traen al primer plano el problema de la supervivencia de la indefinición de la propiedad en el sistema de los terrenos comuneros. Sánchez Ramírez objetiva de manera inmisericorde la actitud del hatero del Este contra el cultivador Ciriaco, del Sur. Y se muestra implacable… Así, con los mismos fundamentos, se explica la misión patriótica que lleva a Sánchez Ramírez a convertirse en un Caudillo en la lucha por la expulsión de la dominación francesa y en un abanderado incondicional del retorno de la dominación española. En la misma medida en que los franceses, sea cual sea su papel opresor en Santo Domingo, son los portadores de la tendencia burguesa hacia la parcelación de los terrenos comuneros y en consecuencia de la destrucción y el hundimiento de la economía hatera, encontrarán en Sánchez Ramírez y sus correligionarios un enemigo a muerte, mientras que España será vista por ellos como un símbolo, no del pasado como realmente debe ser vista, sino del futuro precario de los terrenos comuneros, y como garantía de su supervivencia eterna. Yo voy imitando a España. Tuyo, Sánchez, así terminaba el Caudillo, sin que viniera a cuento, una carta que dirigía a José Joaquín del Monte en mayo de 1809, sobre asuntos diarios de la guerra. (Carta de Sánchez Ramírez a José Joaquín del Monte a 27 de mayo de 1809. Diario de la reconquista. Documento 82). Los cultivadores, por el contrario, no tienen que verse necesariamente afectados por la tendencia francesa ni favorecidos por la tendencia española. Y no es por casualidad que Pablo Báez, el padre del hijo, connotado azucarero del Sur, intrigara en favor de los franceses, siendo español, traidor a su nación, como lo calificaba Huber ante sus jueces españoles. Pero no pudo calificarlo de traidor a sus intereses…

Pedro Mir. La noción de periodo en la historia dominicana (tomo 2). Vol.196

La anexión a la Gran Colombia (1821): El fracaso de la anexión a España -en el orden político, económico, social e inclusive moral (por el descrédito de los terratenientes nativos que la auspiciaron), plantea una doble salida: Esta disyuntiva domina los acontecimientos del ciclo republicano y, contemplada desde nuestra época, permite observar:

1-Que la independencia nacional no se presenta desde el primer momento como una realidad acabada, claramente definida en sus formas y su contenido en razón de la ausencia de una burguesía suficientemente desarrollada y vigorosa, capaz de sustentar a sus ideólogos y portavoces frente al embate de sus enemigos. La independencia se presenta como un ideal borroso cuyos contornos deberán definirse sobre la marcha, tanto en sus fundamentos teóricos como en los instrumentos que deben hacer posible y viable la República.

2-Que la conducta de los patrocinadores de la anexión, determinada por la incertidumbre respecto al destino que la independenciales reserva a los terrenos comuneros, consiste en impedirla por cualquier medio o apoderarse de su dirección a fin de salvar desde dentro la perpetuidad del sistema de la propiedad común de las tierras.El problema surge de la circunstancia de que en Santo Domingo la tenencia de la tierra es de naturaleza comunitaria, o dotada con una fuerte gravitación de la propiedad común sobre la propiedad privada. Precisamente, el rasgo que caracteriza el problema de las tierras y que comienza a agudizarse en el período que observamos, es la contradicción producida en toda la sociedad por la inclinación de ciertos sectores hacia el desarrollo de la propiedad privada y el consiguiente desarrollo en dirección capitalista, y la resistencia por parte de otros sectores, interesados en conservar la indeterminación de la propiedad que es característica del régimen comunero, frenando el desarrollo de la inversión de capitales. Tanto la crianza de ganado como el corte de la caoba y la fabricación de azúcar, que constituían el grueso de la producción económica de entonces, requieren grandes extensiones de terreno, unos para el pastoreo de los animales, otros para el aprovechamiento de la caoba, cuyas unidades no se concentran en parcelas delimitadas, sino que hay que buscar los árboles allí donde los ha sembrado el azar por lo menos 25 años antes; y otros en fin para sustituir los terrenos cansados, después de sucesivas moliendas de caña en la fabricación del azúcar. La comunidad de las tierras permitía el aprovechamiento libre de sus frutos sin las limitaciones que impone el derecho de propiedad claramente definido por medio de cercas alambradas. Esto significa que la parcelación de la propiedad comunera, al impedir el libre usufructo de los terrenos, debía convertirse en la ruina de los agricultores ligados a esta forma de explotación de las tierras. De ahí su resistencia feroz a toda tentativa de superar la indivisión de los terrenos comuneros. Por el contrario, a medida que se iba desarrollando en el país el cultivo del tabaco, que es esencialmente opuesto a la vagancia de los animales y que requería cierta atención asociada a la limitación del territorio bajo cultivo, se desarrollaba al mismo tiempo una tendencia hacia la parcelación de las tierras o cuando menos un desprendimiento cada vez mayor respecto del sistema de los terrenos comuneros, que dejaban de ser así el factor determinante de sus actitudes políticas, como no fuera para hacerles resistencia. Estas dos posiciones contradictorias, derivadas de la naturaleza del aprovechamiento del sistema territorial vigente y que reunía en su torno las fuerzas económicas y por consiguiente políticas más influyentes del país, se expresaban en términos geográficos: los sectores más estrechamente ligados a los terrenos comuneros y hostiles a cualquier tentativa de parcelación, tenían su centro principal en la región sur del territorio: los hateros del Este, concentrados en el Seibo con un centro caobero en Higüey, y los hacendados azucareros del Sur, de la zona de Azua y Baní. Y formando grupo aparte, los sectores tabacaleros del Norte, principalmente en las ricas vegas del Cibao. Vamos a caracterizar estos grupos inmediatamente.

El hato madre del Siglo XVII, que no tiene nada que ver con su antecesor
del Siglo xvi, sufrió a la vuelta del siglo una modificación esencial:
el producto dejó de orientarse exclusivamente al sustento del núcleo
familiar como fue en sus orígenes ya lejanos y se orientó al comercio
con extranjeros. Ese giro cambió las relaciones de producción
dando origen a un señor típicamente feudal que se enriquecía
principalmente con la exportación de la caoba desde el puerto de Santo
Domingo a las islas vecinas, y un núcleo de trabajadores que seguían
en calidad de siervos las directrices tanto económicas como políticas
de este señor feudal. Para estos señores del Este siguió
vigente la antigua máxima: la crianza aleja la labranza y fueron en consecuencia
los más sólidos defensores de la integridad del sistema de los
terrenos comuneros y de paso los más celosos depositarios del pasado
español. En un documento del francés Gustave D"Alaux, pseudónimo
del cónsul francés en Haití, Máxime Raybaud, que
conoció profundamente nuestro país en aquella época y al
cual se encontraba ligado por la naturaleza de su representación consular,
se ve a este sector agrario como si fuera toda la clase social, agraria, debido
a que en el momento en que pudo observarla, mediados del siglo xix, ejercía
un visible predominio en la vida pública. Refiriéndose a la época
de Boyer (después de 1822) consideraba que el estado de barbarie de los
dominicanos tenía por fundamento…los dos grandes recursos de toda organización
social imperfecta: la ganadería, que en este clima privilegiado y en
ese inmenso territorio casi virgen, no exige ni fondos ni cuidados, y el corte
de maderas preciosas, trabajo que conlleva su remuneración inmediata…Agregaba
que los vastos terrenos concebidos a los primeros colonos se habían transformado
casi en todas partes en hatos de los cuales disfrutaban en común los
descendientes de esos colonos… Y concluye afirmando que sólo habría
bastado la división de esos hatos para arruinar la ganadería…Importa
poco que D"Alaux ignore que no fueron los terrenos concedidos a los primeros
colonos, el amparo real, lo que sirvió de base al hato sino la fuga en
masa de los primeros colonos en la situación de catástrofe que
siguió a las DEVASTACIONES de 1605 y 1606. Lo que importa es su visión
de europeo cultivado respecto a la situación prevaleciente entre los
hateros del Este del país, rígidamente adheridos aún en
1850 a la esencial indivisión de los terrenos comuneros y ferozmente
hostiles a cualquier tentativa de parcelación o política cualquiera
que la implicara. Este sector prestó el más resuelto apoyo a la
empresa de Sánchez Ramírez en 1808, contra el francés fuertemente
imbuido del sistema de propiedad agraria parcelada que se estableció
en el antiguo Saint Domingue, de la otra parte. Fue en sus llanuras donde se
libró la batalla de PALO HINCADO. Y uno de sus personajes más
destacados e influyentes fue Pedro Santana, lugarteniente de Sánchez
Ramírez. Una generación más tarde, un hijo suyo del mismo
nombre e igualmente hatero, llevaría a su culminación el papel
y la ideología de este sector social y arrastraría a sus líderes
a un desenlace trágico: Los hacendados azucareros del Sur. Este sector
de los terratenientes llegó a diferenciarse netamente de sus colegas
del Este, debido a que pusieron el énfasis de su producción en
la fabricación de azúcar para el consumo local y a la naturaleza
de las relaciones de producción que ella originaba, el trabajo servil.
El carácter local de su producción impidió que la esclavitud
se desarrollara en dirección del sistema de plantaciones, que exige el
vínculo con el mercado mundial para ser rentable, y lo mantuvo en el
marco de la servidumbre doméstica. Al mismo tiempo, los mantuvo ligados
al sistema de los terrenos comuneros que les permitía el uso de grandes
extensiones de tierra llana sin inversiones de capital. Pero su fijación
al sistema no era tan profunda, ya que la desaparición del régimen
comunitario de propiedad de las tierras no implicaba necesariamente la destrucción
de la industria azucarera. Más bien a la inversa. A largo plazo, debía
ser precisamente esta industria la que debía ser fatal para el sistema
y lo llevaría a su extinción. Por tanto, la permeabilidad de estos
terratenientes a otras concepciones políticas era en principio mayor
que la de los hateros del Este y debía establecer diferencias de criterio
ideológico con respecto a sus colegas. En tiempos de los franceses se
encuentra a Pablo Altagracia Báez, uno de los dirigentes más destacados
de los hacendados azucareros y semiesclavistas del Sur, prestando su más
decidido apoyo a aquellos y en abierta oposición a la campaña
de Huber y Ciriaco Ramírez en MALPASO y durante su periplo sureño.
Este Báez era un verdadero señor feudal en la comarca y una generación
más tarde veremos igualmente a un hijo suyo, Buenaventura Báez,
continuando la línea ideológica y la conducta política
de esta clase social, arrastrándola a un desenlace igualmente desgraciado.
Y no debía ser extraño que, dentro de las mismas concepciones
anexionistas y el mismo desenfreno por la conquista del poder característico
de toda la clase terrateniente del país, estos dos sectores concluyeran
en una rivalidad feroz entre sus más destacados representantes. Pero
cuando se entablaron los intercambios comerciales con la colonia francesa en
el Siglo XVIII, el tabaco fue de los pocos productos que pudieron acompañar
al ganado en las operaciones con sus vecinos, y siguió siendo un cultivo
atendido sin interrupción en el Cibao.

Ya para 1820 está fértil región comprendía
dos tipos de terratenientes. Unos eran los pastores clásicos del tipo
de los hateros del Este, partidarios siempre del sistema de los terrenos comuneros
-ranchos en las montañas, hatos en las llanuras- que basaban su industria
en el ganado y en esa providencial caoba que hizo de Puerto Plata su gran puerto.
La norma histórica de estos pastores del Norte siguió siendo la
de que la crianza aleja la labranza. Los otros eran los cultivadores de tabaco,
que interpretaban esa máxima a la inversa y que eran por tanto los partidarios
naturales del sistema de parcelación de las tierras. La naturaleza misma
del cultivo del tabaco, una planta delicada que impone la cerca protectora y
exige una atención cuidadosa del cultivador, era hostil al uso indiscriminado
de las tierras. Bosch traza con su maestría descriptiva en breves líneas
estas sutilezas agrarias: La economía del tabaco es tan diferente de
la economía del hato como la mañana lo es de la tarde. En rigor,
sólo tienen en común que la tierra es en las dos un factor fundamental.
Pero en la economía hatera, además de la tierra, y tan importante
como ella, está el ganado, que requiere grandes extensiones porque el
pasto no se cultiva; es natural, y aparece aquí y allá, en cantidades
desiguales. En la economía del tabaco la tierra que se usa es de tamaño
limitado, su calidad tiene que ser de buena a muy buena y la producción
exige cultivo y cuidados. En la economía del tabaco el limitado tamaño
de la tierra que hacía falta para producir una cantidad apreciable de
la hoja, hacía antieconómicos los servicios de peones y esclavos,
razón por la cual el tabaco tenía que ser cultivado, cosechado
y tratado por el dueño de la tierra o por un medianero o arrendatario,
si acaso con la ayuda de algún miembro de la familia. El ámbito
social del productor de tabaco era necesariamente mucho más amplio que
el de los esclavos o los peones de los hatos, y aunque ese productor de tabaco
fuera un analfabeto, el campo de relaciones más amplias en que se veía
situado, tenía que influir en sus ideas…La separación ideológica
y política de ese sector, respecto de sus colegas del Sur y del Este,
fue siempre tajante, a juzgar por las posiciones políticas que asumieron
durante todo el curso de la Era Imperial.La separación ideológica
y política de ese sector, respecto de sus colegas del Sur y del Este,
fue siempre tajante, a juzgar por las posiciones políticas que asumieron
durante todo el curso de la Era Imperial. Mientras estos últimos se inclinaron
invariablemente al predominio de una gran potencia imperial europea, los cultivadores
del Cibao, en oposición a los pastores de su misma región y de
los hacendados del Sur o los hateros del Este, representaban con sus más
y sus menos una tendencia decididamente progresista en el país. Pero
es claro que su tendencia progresista frente a los otros sectores de la clase
terrateniente no debía significar nada cuando la contradicción
se establecía con el pueblo. Durante la lucha contra el francés,
los terratenientes del Cibao prestaron apoyo a Sánchez Ramírez,
en el cuadro de la unidad de toda la clase en ese momento. Ya hemos visto que
este apoyo no dejó de oponer cierta resistencia a la política
de asedio interminable a la Plaza de Santo Domingo, que obligaba a perpetuas
requisas para sostener los ejércitos extranjeros que participaban irracionalmente
en aquella acción, y no es difícil que la oscura oposición
que culminó con los fusilamientos ordenados por Sánchez Ramírez
en 1809, en Santiago, tuviera algo que ver con estos cultivadores. Pero el fracaso
de la anexión a España, los separó de sus colegas del Sur
y de del Este y los lanzó por otros caminos políticos. Estos tres
sectores agrarios tienen en común su contradicción con el pueblo
y, por ende, una inclinación extranjera, determinada por su inevitable
inclinación a buscar apoyo en otras fuentes de poder que no sean las
del propio pueblo. Pero sus contradicciones internas las obligarán a
tomar caminos divergentes según la actitud de estas fuentes de poder
respecto del régimen de los terrenos comuneros. En principio, la actitud
haitiana, que se caracteriza por su tendencia revolucionaria a la parcelación
de las tierras, para quebrantar la influencia de los latifundios coloniales,
constituirá un foco de atracción para sectores hostiles a la perpetuación
de la comunidad territorial, como los tabacaleros de Santiago. España,
por su parte, atraerá a los sectores más identificados con la
conservación del sistema, como los hateros del Este. Francia, que representa
una posición avanzada respecto del régimen de tierras pero sin
abjurar de intereses coloniales, inspirará a aquellos sectores que pudieron
conocer la opulencia del régimen de plantaciones tan grato a los azucareros,
incluyendo a los azucareros del Sur. Con estas líneas ideológicas,
producto de la naturaleza de sus intereses económicos, estos tres sectores
se encontrarán sumergidos en la vorágine de la política
cuando hace su aparición el PARTIDO DEL PUEBLO.

El rasgo más notorio de la situación es el que le otorga
España, cuya anexión ha sumido el país en la crisis más
espantosa y que es imputable principalmente a los hateros del Este encabezados
por Sánchez Ramírez. De pronto se abre ante la conciencia nacional
un abanico de posibilidades históricas que sume a las clases sociales
dominantes en el desconcierto. Aquellos que son partidarios de la parcelación
de las tierras, no comparten las proyecciones colonialistas de Francia o no
comparten las proyecciones revolucionarias de Haití, decidiendo su inclinación
de un lado o del otro. Aquellos que son partidarios de la perpetuación
de la indeterminación de la propiedad de las tierras, y que se han identificado
con el poder español, se encuentran sumidos en el peor de los desconciertos
frente a Francia y a Haití, que enarbolan una bandera que les es hostil,
y España presionada por el descrédito. El carácter apremiante
de la situación viene dado por la organización de la línea
popular en un partido político cuyas proyecciones hacia la independencia
se nutren en un movimiento que sacude a todo el continente y que ya ha alcanzado,
con Bolívar, sus más resonantes victorias. Veamos a continuación
cómo se ordenan políticamente esas cuatro tendencias en las cuales
se sumergen los sectores dominantes del país en función de sus
contradicciones económicas fundamentales. Boyer se mostró comprensivo
y respetuoso respecto de España y así se lo manifestó a
Kindelán, en los momentos en que sus propósitos eran más
claros. Otra cosa era si el país se declaraba independiente. Y ese era
el papel que los haitianos atribuían a los agricultores del Norte y al
que ellos se sentían naturalmente inclinados. Es por eso por lo que,
coincidiendo con la llegada del gobernador Kindelán en 1819, comenzó
a sentirse en la faja más próxima a la frontera una actividad
política poco común, encaminada a la independencia bajo los auspicios
de Haití. Desir Dalmazí o Dalmassi, un activista político
haitiano, iba y venía de una parte a la otra en gestiones de ese tipo,
haciendo provecho de sus relaciones personales en esta parte, lograda durante
años de actividad comercial con productores y compradores. Sobre esa
base había construido una sólida base para los entendimientos.
También entre los hacendados del Sur trajinaba otro activista, José
Justo de Silva, dominicano que parece haberse establecido en Haití a
raíz de cierto conflicto con la justicia de esta parte. De Silva se manejaba
en el Sur con gran soltura y sin que sus actividades, abiertamente dirigidas
a la liquidación del régimen colonial español, fueran denunciadas
al poder central por las autoridades locales, que no dejaron de ser reconvenidas
por Kindelán por ese aparente descuido. Y es que los grandes agricultores
de esa parte, debido a la naturaleza de sus intereses en la producción
azucarera, no tenían una fijación muy intensa respecto a los terrenos
comuneros, como era el caso de los hateros del Este, y se mostraban siempre
dispuestos a colaborar con la corriente imperante. Por dar un caso notable,
Pablo Altagracia Báez que era uno de los hacendados más influyentes
de la zona de Azua, estuvo con España, como español que era, hasta
la llegada de Ferrand, a cuyas filas se pasó, y más tarde se distinguió
como uno de los más sólidos soportes del gobierno de Sánchez
Ramírez y llegará el momento en que lo encontraremos en Haití
como uno de los más fervorosos adeptos de la nación. Con estos
elementos de juicio no deberá resultar extraño que en los primeros
meses de 1821, la actividad en el sentido de esta independencia equívoca,
fuertemente adversa al movimiento popular que excluía todo tipo de injerencia
extranjera en su programa, llegara hasta el punto de animar al teniente coronel
haitiano Carlos Arrieu a lanzar un Manifiesto en el cual se proclamaba la independencia
de esta parte de la Isla, con el nombre de REPÚBLICA DOMINICANA.

Esta doble proyección de la tendencia colombiana -tan adversa a la haitianista como a la que anhelaba la independencia pura y simple- canaliza las posiciones y concepciones hateras que estuvieron en la base de la reconquista. Su líder principal es el Dr. José Núñez de Cáceres, el reconocido Cantor de Palo Hincado, Rector que fue de la Universidad y consejero de Sánchez Ramírez, a quien la tradición atribuye el haber colocado en los oídos del Caudillo la idea -rechazada- de la Independencia. A su lado estaba Manuel Carvajal o Carbajal, jefe del Ejército en Palo Hincado, tan hatero como Sánchez Ramírez y su copropietario en diversas monterías.

Más tarde, para dar a sus injusticias una apariencia ele legalidad, dictó una ley, para que entrasen en el Estado los bienes de los ausentes, cuyos hermanos y parientes inmediatos aún existen sumergidos en la miseria. Todavía no satisfecha su avaricia, con mano sacrílega atentó a las propiedades de los hijos del Este; autorizó el hurto y el dolo por la ley de 8 de julio de 1824; prohibió la comunidad de los terrenos comuneros, que en virtud de convenios y por utilidad y necesidad de las familias se habían conservado desde el descubrimiento de la Isla, para aprovecharlas en favor de su Estado, acabar de arruinar la crianza deanimales y empobrecer a una multitud de padres de familia. ¡Poco le importaba! ¡Destruirlo todo, arruinarlo! Este era el objeto de su insaciable codicia. En general esta tendencia recogía al elemento disgustado por el desdén metropolitano con el que fue premiada aquella que fue considerada como la gran hazaña de la reconquista. Su sello era pues el típico de este sector de los señores del campo: hostilidad feroz a la política agraria de los haitianos y desde luego a las implicaciones populares de la consigna por la independencia pura y simple. Jamás traicionará ese emblema. De ahí su ruptura con los grandes agricultores del Cibao, hasta el punto de que en aquellos días, el problema de la independencia apareció ante los ojos de algunos cronistas no compenetrados con las raíces profundas del problema, como una confrontación provincialista entre Santiago y la Capital. Pero esta confrontación era mucho más profunda y no se limitaba solamente a los agricultores Cibaeños sino en general a cualquier posición política que implicara el destino de los terrenos comuneros.

Por eso la desesperación introducida entre los hateros, y que debía expresar políticamente Núñez de Cáceres, ante el desarrollo de una tendencia popular, se extendía al elemento comerciante de la propia Capital, principalmente los catalanes, que eran portadores naturales de esa ideología.

Esta concepción racial del hecho de la anexión que no puede tener otro propósito, o cuando menos otro resultado, que exonerar a los señores de la tierra de su responsabilidad en la interpretación equivocada de la realidad nacional, se perpetúa todavía hoy en la historiografía nacional. Particularmente sorpresiva es esta perpetuación en un historiador joven, Moya Pons, conocedor a fondo de las realidades que determinaban los acontecimientos en ese período y de la naturaleza de los intereses que mediaron en ellos. En su obra laureada, Manual de historia dominicana, PUCMM, Santiago 1977, aparecida después de redactarse este capítulo, reitera un criterio expuesto ya en obras anteriores, en el sentido de cargar en la cuenta de los «mulatos», una calificación peyorativa por cierto en nuestro país, la responsabilidad por la anexión a Haití. En su página 223 menciona el sordo pero latente (lo que quiere decir subjetivo) conflicto de razas y alega que Núñez de Cáceres sabía lo mismo que Boyer, que la mayor parte de la población era mulata y veía con mejores ojos la unificación con Haití, cuyo gobierno prometía tierras y la liberación de los esclavos… Y cabe preguntar ¿qué tierras? y ¿qué esclavos? en un país donde abundaban las tierras, donde el sistema comunero daba acceso a todo el mundo a su aprovechamiento y donde los esclavos eran una institución metafísica y desconocida: Sobre todo es sorprendente esta interpretación en Moya Pons porque los nombres de los personajes que se mostraron desde el primer momento favorables a la anexión son conocidos y, por otra parte nadie como él ha examinado con más detenimiento y propiedad el papel que la naturaleza de la estructura económica y el régimen de propiedad en nuestro país, particularmente en el Cibao, representó en ese período y en esos acontecimientos.

De modo que el primer destello de la libertad que traían los haitianos para aquellos que consideraban esclavos, era la obligación de trabajar en unos términos hasta ahora desconocidos. Porque todavía no se sabe qué es lo peor, si el bien que se inspira en la ignorancia o el mal que se apoya en la sabiduría. Lo que es seguro es que ninguno de los dos tiene disculpa. Boyer creó inmediatamente una Comisión que debía rendirle un informe acerca del estado de la propiedad de las tierras en esta parte de la Isla (Moya Pons, La dominación haitiana, cit., página 46), y sucede que, así como no existía en Santo Domingo una esclavitud real, tampoco existía una propiedad real. En nuestro país se trasmitía libremente el USO de las tierras partiendo de una ficción de propiedad realmente inexistente. Los causabientes poseían en común una propiedad de la cual vendían indefinidamente el derecho de posesión sin que nadie pusiera en cuestión la legitimidad de esa propiedad ni siquiera la existencia real del causante. Ya sabemos que esos causantes emigraron en masa a raíz de las DEVASTACIONES y que, como decía Sánchez Valverde, se perdió hasta el rastro de ellos, de modo y manera que el problema de los títulos de propiedad no se podía tocar en Santo Domingo. En los hechos nadie era propietario y el saneamiento de los títulos era la catástrofe. La vida iba a demostrar que ese problema, el de reconstruir la situación anterior a las DEVASTACIONES, estaba por encima de las fuerzas de la Revolución haitiana. Esta sociedad se había organizado originalmente en torno a los terrenos comuneros y de allí se desprendían sus hábitos ancestrales, su psicología misma y hasta su supervivencia histórica. Y esto no podía ser borrado de un plumazo. La Comisión dictaminó que existían cuatro categorías de propiedades:

1º. Las propiedades eclesiásticas, bienes inalienables, concedidos por la Corona española al clero secular y regular, de los cuales los beneficiarios sacaban rentas llamadas capellanías.

2º. Las propiedades con el gravamen del mayorazgo, concebidas a los particulares a título de privilegios nobiliarios.

3º. Las propiedades rurales de inmensa extensión, concedidas por privilegios inmemoriales a particulares para la crianza del ganado.

4º. Y, por último, los bienes propios de la Corona.Y esa era la exacta verdad. Sólo que era la exacta verdad del Siglo XVI.

Pero había también la exacta verdad del Siglo XVII, uno de cuyos aspectos era la existencia misma del Estado haitiano y los dirigentes de aquel país debieron haber conocido que así como en la parte occidental la propiedad territorial había tomado un sendero distinto a consecuencia de las DEVASTACIONES, lo mismo había ocurrido en esta parte, con la diferencia que allí la propiedad fue regulada por el derecho francés y aquí por un derecho distinto, igualmente válido, que era el derecho consuetudinario o de costumbres. Y era esta la realidad que había que tomar en cuenta. Pero no fue tomada en cuenta. Las recomendaciones de la Comisión se convirtieron en la Ley del 8 de julio de 1824, que establecía que las tierras pertenecientes a particulares, en un país donde ninguna de las tierras pertenecía a particulares (como norma de principio subjetivo -no reconocido públicamente-) pasaban a dominio del Estado:

ART. 1o.- Todas las propiedades territoriales situadas en la parte oriental de la isla, antes del 9 de febrero de 1822, año 19, época en que dicha parte se unió a la República, que no pertenecían a particulares, son declaradas propiedades nacionales y formarán parte en adelante del dominio público.

ART. 2o.- Son declaradas asimismo propiedades nacionales, y como tales formarán parte del dominio del Estado, todas las propiedades mobiliarias e inmobiliarias, todas las rentas territoriales y sus respectivos capitales que pertenecían ya sea al gobierno precedente de dicha parte oriental, ya sea a conventos de religiosos, a monasterios, hospitales, iglesias u otras corporaciones eclesiásticas.

ART. 3o.- Son declaradas asimismo propiedades nacionales todos los bienes muebles e inmuebles que pertenecen, en la parte oriental, ya sea a los individuos que, hallándose ausentes del territorio cuando se produjo la unión, no habían vuelto el 10 de junio de 1823 esto es, dieciséis meses después de dicha unión, ya sea a los que se marcharon de la isla sin haber jurado, en el momento de la unión, fidelidad a la República.

Como muy bien asevera Moya Pons: Dicho en pocas palabras, la Ley del 8 de julio de 1824 buscaba eliminar el sistema de los terrenos comuneros, Porque el más importante de esos problemas consistía en el hecho de que la mayor parte de los títulos de tierras que se encontraban en manos de los dominicanos desde la era colonial estaban afectados en mayor o menor grado por la posesión, división, usufructo, venta y participación de los terrenos comuneros, lo cual hacía enormemente difícil la determinación de los verdaderos propietarios, pues en el sistema dominicano de tenencia de la tierra el poseedor del título no era siempre el dueño de toda la tierra ya que la misma podía estar afectada, como de hecho estaba, por innumerables ventas de acciones o pesos de tierra que daban derecho a otros individuos y corporaciones a explotarla con la misma capacidad legal y los mismos derechos que el poseedor del título.

Sin embargo Price-Mars entiende este problema exactamente en los mismos
términos que Boyer, sólo que más de 125 años después:
Era anticipadamente- dice- lo que ahora llamamos una vasta operación
de nacionalización de las propiedades mobiliarias. Significaba esto asimismo
uniformar la legislación allí donde había conflicto, y
era, por último, el sometimiento a la regla común allí
donde había privilegios de Estado y agrega: Pero eso significaba también
atentar a los intereses tanto más respetables en cuanto que sus orígenes
se perdían en la noche de los tiempos, y esos eran precisamente los intereses
que ni Boyer ni Price-Mars llegaron nunca a comprender y que indujeron a ambos
a interpretar el problema en términos raciales. Es justo reconocer que,
en la polémica que Price-Mars sostuvo con algunos intelectuales dominicanos,
en torno a estos problemas de la historia común, tampoco estos comprendieron
la naturaleza del sistema agrario que estaba en el corazón mismo de las
concepciones y las costumbres de los dominicanos, y cayeron en el mito racial
que con muy certeros argumentos combatía Price-Mars.

De esa manera fue posible que este historiador, pisando un terreno extremadamente
frágil, batiéndose en un terreno que desconocía y presentando
un talón sumamente vulnerable, llegó a poner en posiciones de
ridículo que hoy llenan de vergüenza a no pocos compatriotas, a
unos intelectuales realmente competentes y que tenían en sus manos todos
los recursos necesarios para desenmascarar los pequeños prejuicios y
los melindres y resentimientos de clase que se escondían detrás
de la aureola de competencia tras de la cual se parapetaba Price-Mars. Y éste
los acusó con gran soltura de padecer un complejo de bovarismo del que
no se supieron defender. Pero la capacidad de resistencia de los terrenos comuneros
era inagotable. Al principio se sucedieron las conspiraciones que pronto se
revelaron ineficaces. Sobre todo después de la famosa conspiración
de Los Alcarrizos, que fue severamente reprimida. Y la razón no podía
ser otra que el hecho insoslayable de que la anexión a Haití logró
una firme base de apoyo en la misma población dominicana. Los dirigentes
políticos, las personalidades destacadas por su ilustración o
su posición social o su prestigio moral y público, los profesores
y los activistas que en 1820 revelaron su capacidad para ordenar el futuro y
establecer la nacionalidad dominicana, se bifurcaron en dos corrientes igualmente
negativas: emigraron, como hizo López Medrano, el firmante del MANIFIESTO
de 1820, para quedarse para siempre en Puerto Rico y verse obligado a renunciar
a sus ideales democráticos; o se plegaron en Santo Domingo al nuevo orden
de cosas, como hizo Correa y Cidrón, el autor del brillante discurso
de 1820 delante del Gobernador Kindelán; ambos a dos, haciendo oídos
sordos al ruido atronador que ascendía del corazón de las masas
populares. De modo que durante ese proceso vamos a contemplar la línea
de sumisión de los notables, que hará posible la dominación
haitiana, y abajo, en el anonimato de las masas, la resistencia sorda pero inquebrantable
de los terrenos comuneros, en manos del pueblo. Pocas semanas después
de la anexión, el 27 de febrero, fecha que después sería
memorable, fueron convocadas las urnas para elegir a los representantes de la
parte española en las cámaras haitianas. Entre los diecisiete
electos figuró Pablo Altagracia Báez, el padre del hijo, a quien
hemos visto comparecer en todas las situaciones. Un senador: Antonio Martínez
Valdez. Boyer pudo decir con amable sonrisa en el acto de apertura de la primera
sesión de la cámara de representantes, que por un feliz concurso
de circunstancias extraordinarias, toda la extensión del territorio de
Haití se hallaba, sin efusión de sangre, bajo el imperio de las
leyes de la República. Al concluir su discurso le aplaudieron los 17
ciudadanos elegidos entre las más conspicuas personalidades de la antigua
parte española, el Dr. José María Caminero entre ellas.Cuando
en enero de 1823 se formó la comisión que debía atender
las reclamaciones relativas a las propiedades expropiadas por la Ley del 8 de
julio, ésta fue integrada por Borgellá, gobernador de esta parte
quien la presidió y por Antonio Martínez Valdez, como administrador
principal de Hacienda; Tomás Bobadilla, como comisario de Gobierno; el
licenciado José Joaquín del Monte, como decano del tribunal civil;
Vicente Hermoso, como juez del mismo tribunal; José de la Cruz García,
como juez de paz y Esteban Valencia, que era fiel de peso de la Aduana. El Gobierno
no tenía de qué quejarse respecto del apoyo que recibía
de las personalidades más conspicuas de la antigua parte española.
Algunos de ellos dejaron apasionada constancia de ese apoyo.

El historiador García, se resiste a admitir esas manifestaciones,
alegando que se trataba de los pocos individuos que vivían conformes
con el orden existente, entre cuyas manifestaciones se señalaron, a la
par de la canción patriótica A Haití, de Manuel Joaquín
del Monte, QUE TANTO RUIDO HIZO EN 1825, las observaciones de las notas oficiales
cruzadas entre el plenipotenciario español y los comisionados haitianos,
que hizo el 3 de junio, por la prensa, el comisario de gobierno Tomás
Bobadilla. Pero Tomás Bobadilla o el inspirado autor de la canción
patriótica que tanto ruido hizo en 1825, no eran individuos aislados,
eran un estado de conciencia, una filosofía de clase, y ya se verá
más tarde que no estaban muy distanciados de la traición a su
propio pueblo. Entretanto, los terrenos comuneros resistían enérgicamente
a las disposiciones de Boyer dirigidas a eliminarlos. Los antiguos cultivos
continuaron sin que el campesinado acatara las disposiciones en el sentido de
dedicarse a otras siembras. A su vez, el corte de caoba siguió llevándose
a cabo como antes sin que hubiera forma de ponerle coto a esas actividades,
Boyer no pudo superar esta resistencia sorda que no daba el frente. Según
explica Price-Mars: Tras haber anunciado con gran ostentación de publicaciones
que llevaría a cabo las medidas radicales decretadas por la ley y la
Constitución, vaciló, titubeó entre la acción y
la indecisión, luego anduvo a tientas y se aferró por fin a las
veleidades de la aplicación. Creyó de tal suerte apaciguar el
descontento y la irritación. No hizo sino aplazar la explosión
de los resentimientos, pues nunca renunció totalmente al método
de uniformar la legislación, lo cual le parecía el más
seguro camino para llegar a la asimilación de las costumbres de ambas
poblaciones.

Según Lepelletier de Saint-Remy, al disiparse el temor de una invasión francesa, que aglutinaba y concentraba todas las facultades del pueblo haitiano, se apoderó de todos la inercia, la desidia y la indiferencia ante los múltiples problemas de construcción nacional que solicitaban su atención. Esto, que sucedía en Haití, se multiplicaba en Santo Domingo y se traducía en los hechos en una absoluta incapacidad para dirigir la producción en dirección distinta a la que los siglos habían inducido en la forma de los terrenos comuneros. Por su parte, Patte explica que Haití carecía de funcionarios capaces de encargarse de la administración civil y que poseía una abundancia de militares más o menos improvisados y generalmente mal instruidos, que obstaculizaban enormemente la aplicación de las disposiciones emanadas del Gobierno central, a su vez incapacitado para encaminarlas en la dirección elegida por su desconocimiento profundo de la realidad de la parte oriental.

En abril de 1830, según refiere García, se dispuso comprar anualmente una gran cantidad de tabaco en rama, a fin de proteger la agricultura, aunque es evidente que se trataba de favorecer a los tabacaleros, pero de todos modos, el historiador asevera que esta disposición …fue causa de grandes abusos por parte de los empleados haitianos, que siendo comerciantes en su mayor número y, si ellos no, sus mujeres, se aprovecharon de ella para arrebatar a los labradores, a ínfimos precios, el tabaco que cultivaban a costa de muchos afanes y desvelos…A Moya Pons, le parece inverosímil esta aseveración. Sí es cierto lo que afirma García -dice- es muy difícil ver cómo en los años que siguieron a estas disposiciones, quedaron muchos dominicanos favoreciendo la unión con Haití sinceramente. Es verdad que a García no le duelen prendas para sacar a luz el despotismo de los haitianos, pero para algunos no es tan difícil ver cómo esos muchos dominicanos continuaran favoreciendo sinceramente la unión con Haití a pesar de esas disposiciones, toda vez que ellos eran ciertamente dominicanos pero no labradores. Y muy bien podía ser que no fueran ellos los que favorecían la unión, principalmente dirigida a la explotación de los campesinos, sino la unión la que los favorecía a ellos. Esta aparente contradicción no se encuentra en García sino en los dominicanos, que se dividían entonces en dos clases: los que estaban con el pueblo y los que estaban con Haití o con cualquiera que estuviera contra el pueblo. La profundidad y la complejidad de esta contradicción consiste en aquellos momentos en que, la causa de la liquidación de la propiedad comunitaria encarnada en los terrenos comuneros, que trataban de echar hacia adelante los dirigentes haitianos, es la que correspondía históricamente, en el contexto anexionista, a los intereses del pueblo dominicano. Pero, por la tergiversación del poder que habían hecho los haitianos, se convertía en una causa nacional que debía movilizar al pueblo en su favor. Venía a ser así una contradicción de la contradicción. La causa de los terrenos comuneros, que era la de los hateros del Este y de todos los sectores terratenientes ligados al pasado, pasaba a ser así la causa del pueblo, cobijada en la gran bandera popular de la liberación nacional. La contradicción de los sectores más reaccionarios de los terratenientes con el pueblo, se disolvía así en la contradicción con el común opresor extranjero. La resistencia popular encarnada entonces en los terrenos comuneros resultó insuperable para Boyer.

Los cortes de caoba siguieron imperturbables su práctica ancestral.
En un discurso de principios de 1834, el Gobernador haitiano de esta parte declaraba
que si el país no estaba más floreciente, no era por falta de
disposición, sino por la frivolidad de ese comercio de madera de caoba
a la que por desgracia se había entregado de preferencia… Unos días
después, el 6 de abril de ese año, se le dio a la población,
entre las disposiciones gubernamentales que registra García, un nuevo
plazo para hacer verificar sus títulos de propiedad territorial, pues
aunque la ley de 8 de julio de 1825 tuvo principalmente en mira asegurar derechos
particulares a los que no los tenían sino comunes, a la vez que conocer
las tierras pertenecientes al dominio público, no se había logrado
eso todavía a pesar de estar nombrada hacía seis años la
comisión encargada de hacer la operación, perpetuándose
así un orden de cosas que se consideraba como contrario a las instituciones
fundamentales de primera República, y que ocasionaba además notorio
perjuicio a los intereses del fisco, el cual tenía necesidad de saber
lo que le pertenecía para disponer de ellos según lo tuviera por
conveniente, por cuya razón se hizo saber que a partir del 21 de diciembre,
prescribirían y quedarían nulos todos los derechos que no estuvieran
representados por un nuevo título que rezara la cantidad de tierra asignada
a cada uno en los deslindes verificados… Pero ni la prohibición de los
cortes, ni la obligación impuesta a los campesinos para dedicarse a tales
y cuales siembras, ni los plazos para el saneamiento de los títulos que
aseguraran derechos particulares a los que no los tenían sino comunes,
dieron un solo paso en la dirección establecida por el Gobierno haitiano,
y los terrenos comuneros siguieron enarbolando inquebrantablemente la bandera
nacional. Boyer cometió muchos y graves errores. El cierre de la Universidad,
que había sido el crisol donde se habían fundido las más
sólidas y resistentes sustancias del alma nacional, fue uno de ellos,
para muchos el más importante.

Otros piensan que mucho más importante aún que ese fue
la indemnización que aceptó pagar a Francia a cambio del reconocimiento
de la República de Haití, ascendente a 150 millones de francos,
una parte de la cual fue cargada sobre los hombros de la población dominicana,
a pesar de que el acuerdo establecía que ésta quedaría
exenta de toda tributación en ese sentido. Pero de una manera o de la
otra, éste que debía sin duda herir a los afectados de esta parte,
retorna a la cuestión de los terrenos comuneros. El hecho es que para
poder cubrir una deuda tan inmensa, la solución no podía estar
en otra parte que en una elevación de la producción y, como que
la única fuente productiva en todo el territorio seguía siendo
la tierra, el pago de esa inmensa deuda debía recaer sobre el esfuerzo
directo de los campesinos. Y eso obliga a Boyer a imponer su famoso CÓDIGO
RURAL que no era otra cosa que el restablecimiento del clásico sistema
de plantaciones que había dado lugar a la gran epopeya emancipadora del
pueblo haitiano. De esa manera, Francia volvía a explotar al trabajador
haitiano, esclavizado de nuevo, sin necesidad de ejercer directamente ni asumir
personalmente ella las responsabilidades de la esclavitud, sino bajo la bandera
de la libertad y el nombre altisonante de República. Era inevitable que
el pueblo haitiano presentara la más enérgica resistencia a esta
medida. El Código Rural, que uncía al trabajador a las antiguas
habitaciones bajo las más severas penas, incapacitándolo, inclusive,
para abandonarlas sino con una autorización específica del patrón,
propiciando así los más tremendos abusos, resultó a la
postre inaplicable. Simplemente, los trabajadores no obedecieron. Pero en Santo
Domingo, el Código Rural se convertía en una de las medidas más
absurdas que pudieran concebirse. Este país no había conocido
el régimen de plantaciones. Hacía siglos que había desaparecido
el trabajo forzoso. Al amparo del sistema de los terrenos comuneros, que entregaba
a las fuerzas de la naturaleza todo el impulso productivo, mientras el trabajador
dormitaba bajo una mata de mango, la esclavitud, y cualquier otra forma de trabajo
compulsivo, había desaparecido del más recóndito intersticio
del alma nacional. Con ese paso Boyer disipaba toda posibilidad de llevar a
cabo la unión de dos países. Por ese camino, como el agua y el
aceite, como el amor y el interés, no se unirían jamás.
Así, la anexión a Haití, como la anexión a España,
como todas las tentativas anexionistas de los sectores señoriales del
campo y de la ciudad, resultaría también un rotundo fracaso. Es
curioso -comenta Patte- que la administración de Boyer resultara tan
infecunda, cuando las condiciones intrínsecas de su régimen eran
aparentemente tan favorables: ocupaba la isla entera; logró mantenerse
en el poder más de veinte años, que es un período más
que respetable para un gobernante en el Haití de la primera mitad del
Siglo xix; pactó con Francia para establecer la paz y, por consiguiente,
pudo dedicar su tiempo y sus energías a la organización interna.
Sin embargo, cada capítulo de su programa administrativo estaba fatalmente
destinado al fracaso.

Ignoramos cuáles serían los factores que le impusieron a Boyer ese destino en Haití. Lo más probable es que se empecinara en un error inicial cada vez que aparecía un nuevo problema. Aquí en Santo Domingo el error inicial consistió en encarar la realidad dominicana con una óptica haitiana. Y desde luego los problemas fueron muchos. Pero la clave nos la da Moya Pons y vale la pena repetir sus palabras:El más importante de esos problemas consistía en el hecho de que la mayor parte de los títulos de tierras que se encontraban en manos de los dominicanos desde la era colonial, estaban afectados en mayor o menor grado por la posesión, división, usufructo, venta y participación de los terrenos comuneros… Pudo haber agregado que detrás de los terrenos comuneros, aunque de una manera paradójica, palpitaba la independencia y que detrás de esta última, palpitaba el pueblo.

LA TENDENCIA ESPAÑOLA: Así como la anexión a España de 1809 había acarreado el descrédito de los hateros que la habían patrocinado, también el fracaso de la anexión a la Gran Colombia acarreó el de los terratenientes adictos a la tendencia francesa involucrada en ella y, apenas llegada al poder, la tendencia haitiana deslució a los terratenientes del Norte que eran sus patrocinadores más conspicuos. A la vuelta de un año, estas dos anexiones consecutivas habían desautorizado a las fuerzas internas que le servían de sustentación. Pero la tendencia anexionista es un mal incurable de las clases terratenientes. Es una especie de goma, como decía D"Alaux, que se adhiera a los dedos de esta clase social con increíble firmeza. Estos fracasos consecutivos, en vez de hacer volver los ojos hacia una tendencia más sana, hicieron renacer las ilusiones del retorno a la colonia española en aquellos terratenientes que no se habían responsabilizado con la tendencia grancolombiana ni con la haitiana. La tendencia española se hizo eco de las nuevas circunstancias y brotó con renovados impulsos. Los principales protagonistas de esta reincidencia fueron los hermanos Fernández de Castro, principalmente Felipe quien poseía el mayor Mayorazgo que en la Isla había, llamado de Dávila, y Francisco, joven de las principales familias con haciendas en la jurisdicción del Seybo, como lo presentaba Sánchez Ramírez en su Diario de la Reconquista.

Estos personajes eran de la élite favorecida por el General Ferrand
durante la nostálgica Era de Francia. Y justamente en las manos de Francisco
puso el destino la carrera de Ferrand puesto que, según los cronistas
franceses de aquellos episodios, Guillermín y Lemmonnier Dellaffosse,
el Caudillo francés puedo haberse salvado si hubiera prestado oídos
a Don Franco como ellos le llamaban y de quien dice un testigo que era más
francés que los franceses invocando la opinión popular. Y es verdad
que había sido capitán de caballerías en tiempos de Ferrand.
No sería nada difícil demostrar que en vísperas de la batalla
de PALO HINCADO, este caballero jugaba a las dos cartas… Y sin duda el otro
también porque ambos se colocaron en la cúspide social durante
el período de la anexión a España y ocuparon elevadas posiciones
públicas. Felipe casó nada menos que con Anastasia Real, nombre
y apellido de estirpe, y hermanita de don Pascual Real, el gobernador español
a quien Núñez de Cáceres derrocó y embarcó
para Europa. Con ellos Don Felipe emigró a Francia, luego a España
y finalmente a Cuba. Por su parte, Don Francisco no tuvo necesidad de emigrar,
ya que se encontraba en misión oficial en el extranjero cuando se operó
el tránsito de la Independencia. Siendo personajes de tan elevada alcurnia,
como lo proclama Don Felipe, por el rango de mi antigua familia en ella y por
mi emigración al tiempo del primer cambio político con abandono
de mi cuantioso caudal que constituía el primero de aquella Isla en bienes
patrimoniales libres y amayorazgados…, su palabra era escuchada en los ámbitos
ultramarinos. Ambos hicieron importantes gestiones, parcialmente fructíferas,
encaminadas en ese sentido.

Las más peligrosas fueron las de Don Francisco porque en ellas
reaparecían esas dos cartas que siempre llevaba en su cartera: la carta
española y la carta francesa. El antiguo Capitán de Caballería
logró inducir al gobernador Latorre de Puerto Rico a dirigirse oficialmente
al Conde de Donzelot de la Martinica en demanda de auxilio en favor de la recuperación
de la antigua parte española. Con ese fin le envió una memoria
de la situación general del país indicándole concretamente
que podía contarse con el Sacristán Mayor de Santiago, con Manuel
Carbajal, el viejo cofrade de Sánchez Ramírez quien, según
el informante, estaría dispuesto a proporcionar una fuerza militar de
2 mil hombres, con el cura del Seibo, Dr. José Lemos, con don Antonio
Ortiz de Higüey, con D. Antonio de Frías de Los Llanos y D. Luis
de Luna en los Ingenios, sujetos de toda confianza y que se hallan en los lugares
más a propósito para cualesquiera comunicación…44 Esta
memoria le fue remitida al Conde de Donzelot por el Gobernador Latorre de Puerto
Rico con vistas a una nueva aventura a la que el Gobernador de la Martinica
no quiso arriesgarse. No podré de ningún modo, contestó,
ayudar sus proyectos para tales operaciones, porque no estoy autorizado para
ello por mi Gobierno… Pero no concluyó ahí la cosa. Una nueva
representación se le hizo al Embajador francés en Madrid y ahí
concluyeron esas ilusiones. Mientras tanto Don Felipe se movía activamente
por su lado. Primeramente insistió en salvar su patrimonio personal,
dirigiendo numerosas cartas a Tomás Bobadilla en las que daba muestras
de simpatía hacia el Gobierno con el fin de que este amigo se las presentara
al gobernador Borgellá. Logró que el antiguo gobernador español,
Pascual Real, su cuñado, pasando por encima de los escrúpulos
del caso, se dirigiera personalmente a Boyer en apoyo de sus reclamaciones patrimoniales.
A Bobadilla le escribía desde Puerto Príncipe a principios de
1824 diciéndole: Puerto Príncipe y febrero 22 de 1824. Mi estimado
Bobadilla: tengo el mayor interés como que depende de él toda
mi suerte y la de mis hijos y hermanas, el que V. presente al Gobierno de esa
ciudad todas las cartas que he escrito a V. desde que llegué a Francia,
y después las que le escribí también desde España,
para que se vea como en todas ellas le decía claramente mi voluntad e
intenciones de volver a esta Isla en el actual Gobierno, diciendo a V. en las
primeras que desde luego me pondría a cultivar mi ingenio siempre repitiéndole
lo mismo habiendo tranquilidad interna; y las otras en que después de
saber por cartas de V. con Sola y en otro barco de Habré únicas
que he recibido; y en las que me noticiaba embargo de mis bienes como ausente,
repetí a V. por contestación me debiese V. si en ese caso de volver
y a la Isla o mi hijo mayor me entregarían mis propiedades, para venir
o enviar mi hijo pues que yo nunca he manifestado oposición al Gobierno
actual, sino muy al contrario como privadamente sabe V. que hablamos cuando
el Gobierno de Núñez… etc. Don Felipe logra entrevistarse personalmente
con Boyer en Haití y, a pesar de los términos amables del encuentro,
se me dirigió el secreto negativo al pie de mi demanda… Don Felipe dirigió
entonces sus esfuerzos a convencer a la Corona de la viabilidad de recuperar
su antigua colonia por medio de una reclamación a Boyer. La demanda debe
ceñirse a pedir de Boyer la parte española suponiendo que si él
la ocupó, fue con el único designio de ponerse a cubierto de toda
invasión extranjera que perturbase el territorio de la República,
decía en un memorial de julio de 1824. Proponía además
el nombramiento de un Comisionado que iría autorizado en el caso de Boyer
acceda a la reclamación para tomar desde luego posesión en nombre
de Su Majestad y restablecer todos los ramos conforme a las Leyes de Indias,
conciliando la economía con el Orden…

Las ideas de Don Felipe encontraron eco propicio en la Corte y él
mismo fue designado en Comisión para reclamar de Boyer la devolución
de esta parte de la Isla a España. Como era de esperarse, esta gestión
que tuvo mucha resonancia y no dejó de inquietar a Boyer, fue firmemente
rechazada. Y quiso el destino que fuera elpropio Tomás de Bobadilla y
Briones, la persona encargada, como comisario del Gobierno haitiano, de redactar
el documento más importante de rechazo y repudio de las pretensiones
españolas, tan hábilmente conducidas por su amigo don Felipe Fernández
de Castro. El documento, cuyo nombre olvidó Bobadilla cuando presentaba
su hoja de servicios a las autoridades españolas de Puerto Rico, solicitando
un cargo, se denominaba OBSERVACIONES SOBRE LAS NOTAS OFICIALES DEL PLENIPOTENCIARIO
DEL REY DE ESPAÑA Y LOS DE LA REPÚBLICA DE HAITÍ, SOBRE
EL RECLAMO Y POSESIÓN DE LA PARTE ESTE. Santo Domingo, 3 de julio de
1830. Impreso en castellano y en francés. Según la versión
que nos da el historiador García de este documento, Bobadilla trataba
de probar que la separación de España de los habitantes de la
parte del Este no fue temporal, ni a causa de circunstancias muy particulares,
sino espontánea y fundada en motivos tan legítimos, como el deseo
de sustraerse del despotismo, de la arbitrariedad, del olvido y del desprecio
a que estaban condenados, para procurarse ventajas sociales y sacudir el yugo
de la esclavitud y de la opresión; que la intención de su Majestad
Católica de hacer entrar a los habitantes de la isla de Santo Domingo
en el número de sus vasallos, equivalía a querer hacerlos entrar
en el número de sus esclavos, etcétera, y que si la posesión
podía acordarle a España legítimos derechos, a la pacífica
y no interrumpida de la República debía producirlos mejores, por
la manera como había tenido lugar y porque era la que convenía
a los naturales para su utilidad y bienestar… García agrega que no fueron
estos los únicos argumentos de que hizo uso, que también empleó
otros no menos chocantes… Y así concluyó esta pacífica
aventura de la tendencia española, pero la Historia se encargaría
de mostrar que en esa incurable vocación anexionista de los terratenientes,
ella sería la que podría exhibir las más profundas raíces.

BALANCE: Estas cuatro tendencias, sin excepción y sin contemplaciones,
debieron morder el polvo de la derrota o del fracaso. Unas a corto plazo. Otras
con cierta andadura histórica. Dos de ellas, la colombiana y la francesa,
estaban demasiado vinculadas entre sí, al menos aparentemente, y demasiado
sujetas a esa condición representada en toda la Isla por el potencial
bélico de los haitianos, para no sucumbir prácticamente juntas
al primer estornudo provocado por las corrientes de aire del oeste. En 1821
se habían disipado ya. Aunque, como más tarde, se descubrirá,
no morirán del todo. En el destino de las otras dos, intervino el tiempo.
La tendencia haitiana tuvo un éxito inicial muy sonriente porque rápidamente
se convirtió en la anexión a Haití. Un número considerable
de personajes de la antigua parte española se mostró prontamente
dispuesto a ocupar los cargos más representativos en la nueva situación,
tanto en Santo Domingo, como en Puerto Príncipe. Aquellos que no podían
o no se sentían dispuestos a hacerlo, como López de Medrano, el
autor del manifiesto de constitución del PARTIDO DEL PUEBLO, y el propio
Núñez de Cáceres, abandonaron el país. Por cierto
no pocos. Pero tampoco fueron pocos los que trataron de hacer carrera. Ya en
1822, un Tomás Bobadilla, demasiado pronto para mejor destino, era corresponsal
de «LE PROPAGATEUR HAITIEN», un órgano de propaganda del Gobierno haitiano
como lo proclama el título. Al profesor Pattee, tantas veces mencionado
por representar una opinión extranjera, supuestamente liberada de los
prejuicios locales, y moderna (1967), llama la atención sobre ese hecho
inquietante para unos y mortificador para otros: Es importante observar que
muchos dominicanos, aún los más esclarecidos, colaboraron con
el régimen haitiano. Algunos lo hacían de buena fe (se sentían
honradamente haitianos), otros por la convicción de que era inevitable
(ídem, sólo que no honradamente), y todavía otros por creer
en la tesis de la indivisibilidad de la Isla (ídem, ídem). No
es posible aseverar que en 1838 bastaba lanzar el desafío y la nación
entera se levantaría como un solo hombre contra la ocupación.
El país se había desmoralizado (la élite) y la voluntad
de resistencia faltaba precisamente entre los que más lógicamente
estaban llamados a ejercer la dirección de la cosa pública…Los
comentarios entre paréntesis no son de Pattee sino del autor de estas
líneas. Y es oportuno hacer notar que el propio Pattee, afirma inmediatamente
que la descomposición moral y la inercia se habían apoderado de
muchos ánimos lo que supone que no alcanzaba a todos como la vida misma
se encargaría de evidenciarlo. La importancia de esta distinción
es obvia porque explica dos hechos que se iban a poner de manifiesto a corto
plazo. Uno es que la resistencia nacional acabaría por hundir en la ignominia
a la tendencia haitiana rescatando la línea de soberanía propia.
Y otro es que el desarrollo de esta soberanía sería constantemente
frenado por las intrigas de elementos procedentes de las filas de la misma tendencia
haitiana, Bobadilla entre ellos. Por fin, la última tendencia, la española,
caería a raíz de la anexión a Haití en una especie
de sopor pero permaneció latente en el seno de los hateros del Este.

La resistencia de este sector de los señores de la tierra a los
objetivos de la política del régimen haitiano, fue sorda pero
pertinaz. Jamás dejaron de cortar madera o de ejercer la montería,
quebrantando así la médula del programa político e histórico
del régimen haitiano, sin que estos pudieran pasar de la crítica
moderada. En toda la región permaneció intacto y soberbio, como
en sus buenos tiempos, el sistema comunero. Y los señores permanecieron
fieles, sin participar en la política gubernamental en ningún
momento, al recuerdo nostálgico y antológico del Gobierno español,
acechando la más mínima crisis para lanzarse a la acción.
Juan Sánchez Ramírez sería siempre, como se revelaría
después, su héroe y su modelo. Ese fue el desenlace al que se
abocaron las cuatro tendencias surgidas al calor de la exuberancia popular encarnada
en la aparición del PARTIDO DEL PUEBLO en 1820. Pero el gran sentido
de la Historia son las enseñanzas que riega en su dilatada andadura.
La Historia marcha a grandes zancadas y no se detiene en los pequeños
charcos. A veces ni siquiera en las grandes lagunas. El episodio haitiano fue
una de esas grandes lagunas historiográficas en las que no se perciben
a simple vista los procesos subterráneos en cuyo seno se continúa
el desarrollo de la nación dominicana. Sucede que durante 22 años
este proceso no se expresa en los términos de las acciones armadas del
pueblo y, por el contrario se caracteriza por la entrega de los sectores más
conspicuos al interés de la potencia extranjera, al mismo tiempo que
por su renuncia a impulsar el desarrollo, siquiera como portavoces ya que no
como dirigentes, de la resistencia popular. Eso sí, tan pronto como las
fuerzas populares hacen válida su presencia por medio de acciones palmarias,
claramente visibles para el historiador objetivo como en 1804 y en 1808, aquellas
cuatro tendencias de los señores de la tierra, disipadas como por encanto
al primer manotazo militar haitiano, reaparecen con toda su afición anexionista
y vuelven a imprimirle al pueblo dominicano los rasgos predominantes de sus
luchas históricas. Esta revitalización de las cuatro tendencias
que acabamos de examinar revela que también para ellos el episodio haitiano
fue una especie de entreacto, un paréntesis agradable, animado por viajes
de Puerto Príncipe a Santo Domingo y viceversa. Y, en consecuencia, sacan
de los baúles olvidados sus viejos uniformes de combatientes antipopulares
y se lanzan a la lucha, dándole rápidamente las espaldas al poderío
haitiano, hasta ayer cargado de prestigio y en tal virtud rodeado de lacayos
empalagosos. Es lo que debemos contemplar a continuación.

Período de la independencia 1844-1873

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LA ANEXIÓN A FRANCIA: El año de 1838 es un año clave.
En este año culminan las gestiones que desde 1826 había emprendido
Boyer para obtener el reconocimiento de Francia, a cambio de unas gruesas reparaciones,
en beneficio de los esclavistas despojados por la Revolución. Para el
pueblo haitiano, como para cualquiera, era la traición. Su independencia
le había costado demasiados sufrimientos, sacrificios y martirios para
que tuviera que pagar además con dinero lo que había sido ganado
con sangre. Desde ese momento, quedó sellada la suerte del régimen
de Boyer. Pronto apareció una sociedad oposicionista que desembocaría
en un movimiento organizado en Praslin con el nombre de LA REFORMA y bajo la
jefatura de Charles Herard Ainé. Eso, en Haití. En Santo Domingo,
el curso de los acontecimientos obedece a otra lógica. La tradición
independentista, que se remonta a principios de siglo, ha permanecido latente
en el seno de la resistencia que los terrenos comuneros han sostenido desde
los primeros instantes. Los elementos objetivos están dados. Faltan los
subjetivos. Al fin aparecen en la forma de un dirigente carismático y
de una organización conspirativa y secreta denominada LA TRINITARIA.
La funda Juan Pablo Duarte en 1838.

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