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Terrenos o sitios comuneros, cinco siglos de evolución (Quisqueya, Borinquen y Cuba) (página 6)



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La alternativa real se encontraba -según esta visión- en
brindar más y mayores garantías a la «propiedad privada» y en
incentivar al capital, tanto al nacional como al foráneo, de manera que
se lo grase una verdadera modernización del sector agrario. Por eso se
atacaba lo que se denominaba la concepción «marxista» de que «la tierra
es de quien la trabaja», criterio reduccionista -se argumentaba- ya que consideraba
como trabajo únicamente al «trabajo directo». Por demás, «trabajo
directo» también era el «del hacen dado que desde un punto cualquiera
dirigiera la actividad de sus propiedades agrarias». Había, en fin, que
defender la «propiedad privada». El Estado debía ser «cauteloso» en su
política de expropiaciones, la que debía fundarse en las leyes
vigentes y en los «principios modernos» aplicados en otros países. En
primer lugar, debían expropiarse solo aquellos fundos que no cumpliesen
con determinados criterios de eficiencia productiva; en segundo lugar, había
que «tener en cuenta el valor real de lo expropiado» y las tasaciones debían
ser realizadas por tribuna les independientes; en tercer lugar, se aconsejaba
expropiar solo una fracción de las fincas que no cumpliesen con los requisitos
de productividad, de manera que los dueños invirtieran el dinero así
obtenido en la mejora de sus tierras; finalmente, debían estar exentas
de expropiación las tierras ganaderas. A la luz de este tipo de discursiva
productivista, que apelaba a la eficiencia y a la modernidad, se ocultaba un
genuino temor a las implicaciones que podían tener los reclamos agraristas.
Por eso recomendaba cautela. Por ello pedía frenos contra «todo el que
trate de vulnerar el derecho a la propiedad privada en nombre de un falso interés
social o político». Por tal motivo también criticaba aquellas
posturas que propendían a la «politización del campo»: unas con
el fin de convertir al campesinado en un «instrumento electorero», otras con
el pro pósito de transformarlo «en un agente subversivo». Después
de todo, argüía el articulista citado: «Nuestros campesinos, no
tienen capacidad para asimilar las ideologías políticas que se
deba ten actualmente en el mundo». Por ser en su mayoría analfabetos,
son «proclives al engaño y permeables a la demagogia y la agitación».

El mensaje era claro: la reforma agraria era ineficiente; se podía
hacer de otra manera, de forma «científica», como prescribían
los tratados. Pero, eso sí, respetando la propiedad privada y evitando
la «politización del campo». Lo que no era sino un eufemismo para referirse
a la conveniencia de que los campesinos se dejaran guiar por quienes creían
en el bien supremo del «derecho a la propiedad» -el de quienes controlaban la
propiedad, entiéndase, no el de los campesinos sin tierra, que en ese
tipo de derecho no creían mucho-. Tales inquietudes eran muestra de su
temor ante unas masas rurales que mostraban cada vez más su disposición
a validar la propiedad campesina. La creciente presión era patente en
las esporádicas ocupaciones de tierras que realizaban los campesinos,
muchos de ellos envalento nados por la retórica agrarista de la campaña
electoral de 1966, cuando se hicieron promesas. No era el agrarismo lo que avanzaba
sino el «agarrismo». A una estructura agraria ya de por sí sesgada, en
los años 60 se añadieron los numerosos casos de usurpaciones de
tierras del Estado y una nueva oleada de desalojos de campesinos, motivados
por el crecimiento de los latifundios. Las mis más cifras oficiales mostraban
que, luego de una década de «reforma agraria», las desigualdades aumentaban
en vez de disminuir. La coyuntura económica en el ámbito internacional,
favorable a los productos de exportación, incitaba a las agroindustrias
a expandir los límites de sus fincas. Hacia finales de la década
de los 60, la Gulf&Western, propietaria del Central Romana, se lanzó
a expandir sus ya dilatados cañaverales en detrimento de los colonos.
Tales planes confrontaron la oposición de los colonos cañeros,
quienes se valieron de su presencia en el ayuntamiento del municipio de La Romana
para protestar contra ellos. También confrontaron la oposición
del obispo Pepén, quien expresó públicamente que las tierras
que el Central quería sembrar de caña debían ser usadas
para distribuirse entre los campesinos pobres. Las transformaciones que venía
sufriendo la sociedad dominicana desde los años 50 también incentivaron
la expansión de los latifundios. El crecimiento de la población
urbana generó una mayor demanda por bienes agropecuarios. La carne de
res y la leche, los víveres, el arroz y los granos eran destinados de
manera creciente a los mercados urbanos. No menos significativo resultaba el
uso de bienes agrícolas como materia prima en las industrias nacionales.

Los terratenientes intentaron aprovecharse al máximo de la bonanza
económica. Las tierras ganaderas, por ejemplo, continuaron su crecimiento.
Para 1971, más del 56% de las tierras del país dedicadas a la
producción agropecuaria estaban destinadas a la ganadería. Las
tierras ganaderas eran empleadas de manera muy deficiente, por lo que la relación
entre área de tierra por cabeza de ganado era excesiva mente alta. Una
res ocupaba en promedio cerca de 13 tareas, «cuando la relación moderna
tierra/unidad bovina» -se alegaba- «es de 3 a 5 tareas por ejemplar». Para colmo
de males, cerca de una cuarta par te de las tierras de pastos dedicadas a la
ganadería eran terrenos aptos para la agricultura. En varias regiones
del país, parecía que «las vacas se comían a la gente».
En las provincias del Este, además de confrontar la competencia de la
caña de azúcar, los campesinos se enfrentaban a la existencia
de grandes latifundios ganaderos controlados por un reducidísimo número
de familias y de empresas, entre ellas la omnipresente Gulf & Western. De las
tierras en explotación en el Este en 1971, que ascendían a 9.7
millones de tareas, se cultivaban cerca de 2 millones en caña y 5.6 millones
eran pastizales. Buena parte de las tierras dedicadas a la ganadería
eran terrenos estatales ocupados ilegítimamente. Por ejemplo, en el paraje
Río Piedras, entre las provincias de Hi güey y El Seibo, se calculaba
que había unas 200,000 tareas del Estado que habían sido usurpadas
por varios ganaderos de la zona. Muchas de las tierras permanecían baldías.
Entre los casos mencionados se encontraba el de un terrateniente que contaba
con unas 20,000 tareas, de las que daba a trabajar «a medias» alrededor de 800
a unos 40 aparceros; el resto de las tierras permanecían in cultas. Los
campesinos que denunciaron tal situación también aludieron a una
familia residente en La Romana que controlaba cerca de 50,000 tareas baldías
en el lugar conocido como El Cuey. En el Este, a una estructura agraria con
sesgos monstruosos, se añadían unas estructuras de poder cuasi
medievales. No sin razón, al oriente dominicano se le comparó
con el nordeste brasileño. En algunas áreas del Este los conflictos
por la tierra alcanzaron una gran intensidad. Tal fue el caso en Nisibón,
donde los ganaderos no les habían dejado tierra a los campesinos «ni
para una letrina». Según el testimonio de Manuel Santana, uno de los
afectados por la geofagia, parte de unas tierras que se disputaban los campesinos
y los ganaderos habían pertenecido originalmente a «los Ciprianes y los
Corderos» y el resto era «tierra abierta». Ramón Bonet, un campesino
que nació en 1901, refirió la existencia de terrenos comuneros
antes de que se hicieran «las prime ras mediciones». Juanico Guerrero, quien
llevaba cultivando arroz desde los años en el lugar conocido como La
Ciénaga, recordaba el sitio «cuando era montería». Luego de una
cuaresma -alegó- el pajonal cogió fuego, lo que contribuyó
a limpiar el terreno, y desde entonces un sinnúmero de agricultores se
dedicaron a cultivarlo.

Enemesio «Boro» Reinoso señaló que un tío suyo, Crispín Reinoso, se encontraba entre los ocupantes originales de los terrenos y que a él le constaba que los «trabajaderos de la ciénaga» -es decir, sus tierras labrantías- habían sido «levantados» por sus habitantes «a puro machete» cuando esos terrenos no eran sino «cambronales y pesetas». El Estado contribuyó al poblamiento del territorio durante la Era de Trujillo, creando un pequeño asentamiento en el lugar con cerca de 300 familias. El mismo Gobierno «pagó la tumba» de la vegetación y construyó unas «casitas» para los asentados. La zona continuó siendo una región de «trabajado res» hasta que «comenzaron a llegar los grandes», durante la parte finales de los años 50, a raíz de la construcción de una carretera, que facilitó el transporte hacia los centros urbanos, por lo que aumentaron las posibilidades de comercialización de los productos agropecuarios. Desde en ton ces los terratenientes fueron concentrando la propiedad agraria. A Guerrero le reclamó la tierra que cultivaba un tal Emilio Sánchez, con quien tuvo que litigar en los tribunales. Y a pesar de que el fallo favoreció a Guerrero, Sánchez continuó adquiriendo terrenos mediante compras y ejerciendo «presión» sobre los agricultores, «logrando sacar» a varios de ellos de las tierras. A principios de los 70, había acaparado cerca de 15,000 tareas. En el seno del campesinado mismo surgieron grupos que se aprovecharon de las tierras del Estado o sin titular con el fin de hacerse de porciones de ellas. Y si bien sus fincas no alcanzaban las dimensiones de los grandes latifundios, sí constreñían las posibilidades de subsistencia de los campesinos más pobres. Ante las denuncias sobre las posesiones ilegales de tierras estatales en el municipio de El Seibo, Mero Sánchez reconoció que ocupaba unas 1,000 tareas desde el año 1952, en las que mantenía «un ordeño de 20 vacas». Sánchez se escudó tras su considerable «carga de hijos» -tenía 21 vástagos- y alegó que las tierras ocupadas por él no eran aptas para la agricultura por estar ubicadas en las lo más. No obstante, admitió que era dueño de 750 tareas en el paraje Los Carpinteros y que recientemente -su testimonio lo ofreció en 1972- había comprado 100 tareas en el lugar de El Cuey. Ovidio Castillo fue otro propietario de origen campesino que llegó a acumular una serie de predios, incluyendo 400 tareas de tierras estatales que destinaba a yerba; no obstante, en Los Ranchos, en Higüey, poseía 500 tareas propias desde finales de los años 50, en las que mantenía cerca de 60 cabezas de ganado. Por su parte, hacia el año 1960, cuando apenas era un emprendedor joven de 24 años de edad, Vinilo Castillo «entró» a unas 1,000 tareas de propiedad estatal. Se dedicó a comprar «franjas de mejoras» a diversos campesinos, «hasta reunir la cantidad de tierras que detenta» junto a un herma no, quien poseía «otras 500 tareas». Vinilo poseía un genuino espíritu empresarial. Era dueño de una parcela en Rancho de Mana, de dos tareas, en las que había construido su residencia, y era arrendatario de 300 tareas adicionales en Los Ranchos, por las que pagaba un canon de 300 pesos anuales. Su empuje le venía de familia ya que su padre era dueño de 800 tareas en Hato de Mana, tierras en las que mantenía unas 50 cabezas de ganado. No es de extrañar el interés de los Castillo en la crianza de ganado.

Entre el campesinado dominicano, la ganadería posee un prestigio singular. Al hatero -apelativo de origen colonial con el cual se denomina a los propietarios dedicados a la ganadería- se le tiene por persona de recursos amplios; en las regiones más pobres, basta con tener unas cuantas reses para ser considerado un «rico». Si el «hato» alcanza a varias decenas de cabezas de ganado, al dueño se le reputa como un verdadero potentado. No fue, pues, casualidad que Elidió Ciprián se dedicase a la crianza en las tierras que le cedió Bernardo de la Cruz, gran propietario junto a quien «entró» en esos terrenos en los años 40. De las 700 tareas que explotaba, Ciprián dedicaba unas 100 al cultivo y el resto a la ganadería. Según él, en los terrenos de De la Cruz llegaron a habitar «ciento y pico de ocupantes»; todos, menos él, habían vendido a «los higüeyanos capitalistas», quienes se quedaron con la mayoría de esas tierras. Uno de ellos fue Lucas Guerrero, quien a partir de 1962 «fue comprando tierras, en zonas que eran de "bosques"». Una década más tarde, era propietario de más de 1,500 tareas en las que mantenía un centenar de «vacas de ordeño». Otro predio que tenía en Hato de Mana, de 700 tareas, también era dedicado a «potreros». Guerrero alegó que un hermano suyo era dueño de cerca de 4,000 tareas de tierra. Por razones que no están del todo claras, pero que sugieren que entre ellos existía alguna disputa por esas propiedades, parte del alegato de Guerrero fue desmentido por un sobrino suyo, hijo del aludido hermano. El sobrino de Guerrero se adjudicó unas 2,000 tareas que explotaba junto a dos hermanos suyos; en ellas mantenía 190 cabezas de ganado, 50 de su propiedad y el resto «a medias». Aducía que había adquirido esas tierras a partir de 1965, cuan do comenzó a comprar «mejoritas por 15 y 20 pesos». Si bien la concentración de la tierra alcanzaba niveles intolerables en el Este, esa no era la única zona del país donde los campesinos confrontaban tal situación. En diversas regiones del Cibao grandes terratenientes ocupaban tierras estatales que teóricamente debían ser distribuidas por el IAD. En el municipio de Bonao, un grupo de campesinos alegó que la familia Lachapelle ocupaba 40,000 tareas de propiedad estatal. El poblado de Piedra Blanca se encontraba rodeado por las tierras de dicha familia, razón por la cual habían desaparecido «los pequeños predios de agricultores», alegó Salvador Félix Peña, vocero de los campesinos que realizaron la denuncia. Por carecer virtualmente de agricultura de subsistencia, los precios de los productos agrícolas eran muy altos en Piedra Blanca ya que estos debían ser transportados desde otras secciones del municipio de Bonao. A finales de los años 60, muchos campesinos que habían disfrutado por décadas del uso o de la propiedad de determinadas. La expulsión de los Cuevas se realizó pese a que esas tierras habían sido cultivadas por su familia -señaló Enrique- desde «los tiempos de mis abuelos».

Mediante la genealogía, los campesinos establecían su identificación con la tierra; después de todo, era común que los terrenos que ocupaban o reclamaban hubiesen pertenecido a sus ancestros. Las injusticias contra sus mayores fueron invocadas por Justo Ruiz, a principios de los 70, para justificar los reclamos de los campesinos de Hato Mayor a las tierras ocupadas por la familia Santoni. Según él, en la década de los 30, los Santoni «se apoderaron, despojaron a nuestros padres, a nuestros abuelos». Esos expolios continuaron durante las décadas siguientes; en los años 50, se «desalojaron a centenares de familias que estaban ahí cultivando sus tierras normal y tranquilamente». De acuerdo con Ruiz, en tales despojos jugó un papel destacado Nicolás Santoni, «un francés» supuestamente compadre de Trujillo, quien originalmente arrendó 16 tareas y «con eso techó 42 mil tareas con todos los campesinos adentro». Aunque el dato no se precisa en el relato de Ruiz, el método de apropiación descrito por él hace pensar que las tierras en cuestión eran terrenos comuneros y que, valiéndose de la imprecisión de los títulos y de los linde ros de tal tipo de propiedad, Santoni fue capaz de acumular una gran cantidad de tierras. Presionados y aterrorizados por los Santoni -continúa Ruiz-, «nuestros padres y abuelos, se vieron en la obligación de no reclamar sino de salir» de las tierras.

En una profunda expresión de su identificación con los terrenos en disputa, Ruiz señaló: «No hay mejor testigo para explicar esa historia que las propias plantas que nosotros los campesinos, los campesinos en lucha que hoy estamos, tenemos. Ahí tenemos coco, son antecesores que se ven en la mata que son matas de más de 50 años, Porque creemos que eso era de nuestros padres y de nuestros abuelos y nos pertenece». Sembrados por sus ancestros, las plantas y los árboles establecían un vínculo entre las injusticias sufridas por ellos en el pasado y los legítimos reclamos de sus descendientes en el presente. Con su «pasión por los antepasados», los campesinos expresaban su «deseo de perdurar». Cual mudos testigos, los árboles evidenciaban la continuidad con el terruño de sus mayores. Testimoniaban, además, el esfuerzo y el trabajo de los campesinos en la mejora de las tierras, lo que también les hacía acreedores a ellas. Para Orígenes Rodríguez, de Las Zanjas, en San Juan de la Maguana, como para otros campesinos, resultaba totalmente incomprensible que la misma Comisión de Aparcería intentase constreñir su acceso a las tierras que venía cultivando hacía más de 30 años, propiedad de Arsenio Rodríguez. Le resultaba igualmente inexplicable que trataran de asignarle tierras en un lugar distinto al que había ocupado hasta entonces. Parecido sentido de identidad expresó Álvaro Mateo con relación al conuco que ocupaba en aparcería, el que había sido fomentado por él. En esas tierras había nacido y trabajado «desde pequeño». Debido a los intentos por reubicar a estos agricultores en otros lugares, la Comisión de Aparcería se ganó la re probación de los campesinos de Las Zanjas, quienes reivindicaban sus derechos sobre las tierras que habitaban. Derechos sobre las tierras que labraban también reclamaron los habitantes de La Ciénaga, en Miches, debido a que habían sido rescatadas por ellos. Gracias a su esfuerzo, habían desarrollado áreas de cultivo en lo que antes eran puros terrenos pantanosos y «cambronales».

No obstante, un grupo de terratenientes pretendía usurpar sus tierras. «Ahora que la parcela está bonita me la querían quitar», se quejaba en junio de 1972, Félix Antonio Ureña, un joven campesino que había «entrado» en un pedazo de terreno«cuando era terreno virgen y monte». En virtud de ese acto de saqueo, se pretendía «disfrutar mi sudor». El sudor regado en la limpia, el chapeo, la preparación y el cultivo de las tierras constituía un fuerte vínculo entre los labriegos y sus conucos. Por tal razón, reclamaban derechos sobre las tierras mejoradas por ellos, irrespectivamente de a quién perteneciesen formalmente. Y ese principio lo aplicaban tanto a tierras que pertenecían a particulares como a los terrenos del Estado o de propietarios indeterminados. En terrenos pertenecientes al CEA, desarrollaron unos 80 labriegos una pequeña comunidad rural en la sección Pico Blanco, del municipio de San Pedro de Macorís. Ubi cada en unos terrenos pedregosos que se mantenían «casi abandonados» -el último «chapeo» había sido efectuado en 1951-, un grupo de picadores de caña del CEA se internó en ellos a principios del año 1971, limpiando la maleza y sembrando yuca, maíz, guandules, plátanos y ñame.69 Demostrando una gran capacidad organizativa, los campesinos desarrollaron su propia «reforma agraria»: un comité compuesto por ellos se encargaba de ubicar y de entregar tierras a los que se unían a la comunidad. Replicando un principio de antigua tradición y que se remonta a los terrenos comuneros de origen colonial, en Pino Blanco «cada hombre se ocupa de toda la tierra que puede trabajar. Sin embargo, hasta ahora no sobre pasa ninguno a las 50 tareas». Preocupados por la suerte de la comunidad que con tanto esfuerzo habían fundado, los habitantes de Pino Blanco seleccionaban cuidadosamente a las personas que aspiraban a formar parte de la misma. Todo candidato tenía, en primer lugar, «que demostrar que es gente honrada» y, en segundo lugar, «que está dispuesta a trabajar lo que se le da». Era el trabajo lo que demostraba su compromiso con la comunidad; también lo que le confería derechos sobre las tierras que le asignaban. «Las matas son mi título», acotó categóricamente un campesino octogenario de Uvero Alto cuando se le inquirió sobre el particular. Ni papeles, ni leyes, ni autoridades brindaban mayor preeminencia ni prerrogativa.

«NO QUEREMOS MÁS CUENTOS»: Legión eran los campesinos que no querían «más cuentos», sino que les re partieran tierra, por lo que, a pesar de su moderación, la reforma agraria oficial constituía una potencial «fuerza explosiva», que incluso fue percibida como el preludio a «nuestro 1789». Los campesinos aprovecharon la coyuntura propiciada por la implementación de las leyes agrarias para aumentar su presión sobre los organismos autorizados a administrar los programas rurales estatales. Como en cargada de efectuar la reforma agraria, el IAD fue la agencia que más presiones sufrió; surgieron organizaciones campesinas con el fin expreso de conseguir que efectuara repartos de tierras. Una de las manifestaciones de las presiones campesinas sobre el Estado fueron las invasiones o rescates de tierras, las que aumentaron a raíz de la aprobación de las leyes agrarias. Por constituir en su mayoría una «presión no violenta», las ocupaciones de tierras por los campesinos constituyeron una especie de movimiento de «desobediencia civil».Tal y como se dieron en la República Dominicana a principio de los años 70, su propósito primordial era forzar a las autoridades a tomar determinaciones en torno a propiedades específicas que eran reclama das por grupos de campesinos. Con frecuencia, las luchas agrarias poseían una fuerte tónica restitutiva ya que intentaban recuperar tierras.

Las interpretaciones productivistas incidían también sobre los sectores de la izquierda. Dore Cabral alegaba: «las grandes fincas o empresas manejadas por el Estado, donde trabajan obre ros agrícolas que perciben salarios, son la forma de propiedad más progresiva del campo dominicano». Para él, la colectivización era un medio de transformación del capitalismo vigente en el campo, por lo que su abandono constituiría «una regresión histórica». Aun así, abogaba por modificaciones en las fincas colectivas, sobre todo con el fin de ampliar los beneficios y la autonomía de los campesinos asentados. Tal reforma debía efectuarse con el fin de disminuir las desigualdades entre los miembros de los proyectos colectivos. Postura en la que primaban las consideraciones económicas y las proyecciones futuristas -la colectivización anunciaba a la sociedad del mañana-, menos atención se le prestó a la dimensión autoritaria que contenían los proyectos colectivos, que jugaron un papel nada despreciable en la reticencia de los campesinos a incorporarse a ellos, pese a los beneficios económicos reales que se obtuvieron en muchos de los proyectos colectivos. Fue este un punto neurálgico de la reforma agraria, que se discutió con mayor amplitud a raíz del evidente rechazo de cientos de campesinos a la colectivización, y que propició que emergieran voces que sugirieran métodos alternativos para adelantar tal fin. Para estos sectores, debían impulsarse las «formas asociativas de producción», y no tanto la colectivización. Aparte de sus elementos estrictamente económicos, tal modelo conllevaba una participación directa de los productores en la toma de decisiones, incluyendo la de incorporarse voluntariamente a los proyectos de tal índole.118 Irónicamente, los debates sobre la colectivización, que enfatizaron el apego campesino a la propiedad individual, pasaron por alto la experiencia histórica del campesinado dominicano, la que demuestra la existencia de formas colectivas de propiedad, como los terrenos comuneros, al igual que la presencia de formas asociativas de producción con la intención de realizar labores comunitarias.119 Enmarcadas estrictamente en el contexto de las ideologías de los años 70, en esas discusiones sobre la colectivización estuvieron ausentes las raíces y las prácticas históricas del campesinado dominicano. Y, sin embargo, su resistencia a la colectivización su ge ría un decidido propósito de hacerse sentir, de que se tomasen en cuenta sus opiniones a la hora de definir los programas oficiales y de establecer sus políticas agrarias. Su rechazo denotaba su anhelo de participar. Mientras que los campesinos reformados intentaban transformar los asentamientos estatales, miles de campesinos sin tierra continuaban sus luchas por obtenerla. Al disminuir los repartos agrarios luego de 1974, las invasiones renacieron con renovados bríos. Entonces ocurrieron algu nos de los conflictos agrarios de mayor envergadura desde los años 60. Producto de esos conflictos fueron las muertes de Florinda Muñoz Soriano, conocida como Mamá Tingó, campesina de Yamasá que fue ultimada por órdenes de un terrateniente, y de Porfirio Frías (míster Beca), también «asesinado por haber luchado en demanda de la tierra».120 En julio de 1976, afloraron los conflictos en Puerto Plata, donde 150 campesinos ocuparon la subsecretaría de Agricultura exigiendo que se les entregaran 15,000 tareas de propiedad estatal, pero que permanecían en manos de los terratenientes. Mientras, en la provincia Sánchez Ramírez se reclamaba por el reparto definitivo de más de 100,000 tareas del IAD, muchas de las que continuaban siendo usufructuadas por latifundistas. Según el padre, Carlos Guerra, párroco de Cevicos, el IAD había asentado en la provincia un número ridículamente bajo de campesinos -apenas 261-, a pesar de la gran cantidad de tierras disponible para tal fin. La «guerra civil en el campo» continuó en el Este, donde los campesinos seguían «atacando» -verbo usado por un espantado propietario- los límites de los latifundios. Mientras continuaba la «"guerra" contra las cercas de las fin cas», un alto funcionario daba por finiquitada la reforma agraria declarando que «ya no había más tierras que pudieran ser "captadas" por la aplicación de la ley de latifundios».122 Enmarañadas, en ocasiones, las demandas campesinas con las manipulaciones de Balaguer -cuyos seguidores azuzaban a los labriegos a invadir las tierras de los opositores al gobernante-, los propietarios atribuían las ocupaciones principalmente al revanchismo y a la inquina del Presidente. No obstante, el interesado apoyo del oficialismo a las movilizaciones campesinas solo encubría sus legítimos reclamos por la tierra. Si los campesinos invadían tierras se debía, según una declaración de seis párrocos del Este, del 31 de julio de 1976, a la desesperación y al hambre, a pesar de que «los que viven mantecosamente los acusan de subvertidores del orden, de violado res de la propiedad privada, de anarquistas». Al proceder de acuerdo con las pautas que les dictaban los representantes del poder, con frecuencia los campesinos actuaban impelidos.

Álvarez Sánchez, Arístides (1999, p. 17) al referirse al motivo de importancia del Sistema Torrens en el país, expresa "que la implantación de este sistema no fue movido únicamente con el propósito de organizar un método realmente científico y seguro para el registro de las tierras y sus mejoras, sino además, con el fin de resolver el problema de los terrenos comuneros que afectaba a todo el país y que constituía un verdadero desastre y caos profundamente perjudicial a la economía nacional, a la estabilidad social y al buen crédito de la nación, ya que personas inescrupulosas se habían dado a la tarea de hacer una provechosa industria de la fabricación de títulos o acciones de pesos falsos, sobre todo en la Región Este del país…"

Según el Artículo 2262 Código Civil dominicano, todas las acciones tanto reales como personales, se prescriben por 20 años, sin que se esté obligado a presentar ningún título ni que pueda oponérsele la excepción que se deduce de la mala fe. Sin embargo, esta prescripción será sólo de diez años cuando se aplique a terrenos comuneros objeto de saneamiento catastral, quedando reducido este último plazo a cinco años si la persona que invoca la prescripción establece la prueba de que inició y mantuvo su posesión en calidad de accionista del sitio comunero de que se trata.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2017.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE, JUAN BOSCH Y ANDRÉS CASTILLO DE LEÓN – POR SIEMPRE"®

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