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La utilización de productos agrícolas para producir combustible



  1. Introducción
  2. Desarrollo
  3. Bibliografía

Introducción

Desde hace algunos años, la utilización de productos agrícolas para producir combustibles ha perturbado los mercados. Los precios de los alimentos se han indexado con los precios del petróleo. A su vez, la especulación está encontrando cada vez más apetecible el mercado de los alimentos, que por naturaleza es muy volátil. Eso incluso ha suscitado controversias de base ética. Olivier de Schutter, antiguo relator de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación, ha considerado los agrocarburantes un crimen contra la humanidad. Sin duda, la especulación de los alimentos fomentada en parte por el impulso de los agrocarburantes ha afectado, en determinados momentos, a los equilibrios en la seguridad alimentaria, con severas consecuencias en el ámbito social y político. En cualquier caso, la relación energía-agricultura (o lo agroforestal, en sentido amplio) va mucho más allá de una mera coincidencia en las tendencias de precios.

Hasta ahora hemos utilizado la energía a partir de materiales que la disponían de forma especialmente concentrada. Hemos estado utilizando los ahorros del planeta en forma de petróleo o de minerales radiactivos, y los hemos dilapidado con enorme facilidad. El modo de obtener la energía ha comportado la construcción de grandes centrales térmicas (nucleares o basadas en la combustión de combustibles fósiles), acompañadas de grandes infraestructuras de distribución. Mientras tanto, hemos perdido de vista el origen de la energía que tenemos. Sin embargo, las cosas han cambiado. Razones medioambientales y la escasez progresiva de combustibles fósiles nos han obligado a tener en cuenta fuentes de energía que no condicionen el entorno y que sean ilimitadas en términos históricos, es decir, sostenibles y renovables. Eso nos devuelve al origen, es decir, al Sol y a la Tierra. Dos orígenes que colaboran para ofrecernos vías asequibles para captar la energía. Desde la Tierra se aporta el aire y la energía del Sol produce el viento. El Sol eleva el agua y produce lluvia, y la energía de la Tierra construye montañas desde donde recoger la energía hidráulica.

Pero el principal mecanismo para captar la energía solar nos lo ofrece la naturaleza a través de la fotosíntesis. La energía solar, en combinación con el aire, el agua y la tierra, es capaz, mediante la fotosíntesis, de producir distintos productos biológicos que son a su vez vectores de energía: alimentos, agrocarburantes, biomasa forestal, madera, biomasa agrícola, biogás. Nos situamos así ante un nuevo paradigma energético, con diversas consecuencias. Destaquemos algunas de ellas, no siempre reconocidas. En primer lugar, en la medida que las fuentes de energía renovables se hallan dispersas en el territorio y su captación también es dispersa, el proceso de producción, distribución y consumo requiere una concepción radicalmente distinta de la clásica de distribución desde grandes centrales productoras de energía. Las smart grids o redes inteligentes, a partir de una mirada de oferentes y demandantes de energía, es la opción de futuro, y por tanto la vía a impulsar. En segundo lugar, si el suelo agrícola y forestal es la gran planta solar del planeta, y los agricultores los gestores del proceso de transformación de energía solar en productos básicos para atender nuestras necesidades (alimentos y combustibles), deberían valorarse adecuadamente a este colectivo -los agricultores- y prestar especial atención a la conservación del suelo agrícola. En tercer lugar, puesto que las distintas energías renovables (eólica, solar fotovoltaica, termosolar y fotosíntesis, con todos sus productos derivados) usan el mismo terreno, el mismo suelo, es estratégicamente necesario que exista una planificación integrada de su uso y de los productos que de él pretendan obtenerse. Caricaturizando, no se trata de establecer un combate entre ingenieros industriales e ingenieros agrónomos sino de organizar con visión a largo plazo el uso óptimo de los recursos disponibles de acuerdo con las demandas y las necesidades de la sociedad.

Finalmente, otra reflexión sobre el uso responsable de los recursos naturales. Si hoy se descubriera la manera de multiplicar por 10 o por 20 la eficiencia de las plantas fotovoltaicas o las centrales eólicas, probablemente su descubridor lograría el Nobel. En agricultura, esto ya se ha descubierto y se llama regadío. Sin duda el agua debe atender múltiples usos, entre ellos el mantenimiento de los espacios naturales y la biodiversidad, pero debe reconocerse su importancia como factor multiplicador de la capacidad de captación de energía solar para producir activos biológicos.

Desarrollo

Los agricultores utilizan multitud de máquinas para labrar, sembrar, cosechar, elevar agua para riego, etc. Por esta razón, el precio del gasóleo es un factor tan importante para su negocio como lo fue la lluvia antaño.

La agricultura actual depende de gran cantidad de aportes de energía externa para forzar el crecimiento de los cultivos.

Actualmente, cada caloría de alimento cosechado requiere la inversión de gran cantidad de gasoil en la maquinaria agrícola, electricidad para los motores de riego, fertilizantes químicos fabricados con alto consumo de energía, pesticidas, entre otros.

Los agricultores están volviendo los ojos a un modelo más racional de agricultura, con control biológico de plagas, uso de fertilizantes orgánicos, procedimientos de labranza menos agresivos, cultivos adaptados al clima local que requieren menos agua, etc. Este tipo de agricultura "ecológica" puede producir alimentos con un consumo de energía significativamente reducido.

La evaluación de la productividad de un sistema agrícola debe tomar en cuenta no sólo las salidas energéticas en términos de productos, pérdidas por factores climáticos u otros derivados del estrés a que es sometida la planta y que le obliga a canalizar energía para resistirlo, sino que también a los insumos o entradas energéticas complementarias a la del flujo de radiación solar, es decir, los subsidios energéticos que recibe un determinado cultivo ya sea para mejorar su productividad biológica y económica, así como los requeridos para mantener su estructura biológica y su funcionamiento.

El funcionamiento de los agroecosistemas actuales se basa en dos flujos energéticos: el natural que corresponde a la energía solar y un flujo «auxiliar», controlado directamente por el agricultor que recurre al uso de combustibles fundamentalmente fósiles, ya sea directamente o en forma indirecta, a través de los insumos industriales que emplea en el proceso productivo. El primer flujo es el propio o natural de funcionamiento del ecosistema, es una energía abundante, gratuita y limpia; el segundo flujo corresponde a energía «almacenada», sus existencias son finitas, es relativamente cara y, por lo general, no es limpia en el sentido que su uso da origen a fenómenos de contaminación.

La producción del agroecosistema consiste a su vez en energía incorporada en la producción económica o comercial, vegetal y animal destinada al mercado y valorada en términos monetarios, más una parte que se pierde en el ambiente en forma de compuestos gaseosos (por ejemplo, los originados en la volatilización y los procesos de denitrificación), otra parte que se incorpora a las aguas fluviales, subterráneas y lacustres a través de compuestos solubles en agua (por ejemplo, nitratos), o transportados como materia en suspensión en el sistema hidrológico (metales pesados, compuestos orgánicos) o, por último, incorporados en organismos o materia orgánica que abandona el agroecosistema.

La capacidad de los cultivos para utilizar energía solar se puede medir valorizando en términos de energía incorporada, la biomasa acumulada en los campos, multiplicando su peso seco por su contenido energético que para los vegetales es de alrededor 20KJ/g de materia seca y relacionándola como porcentaje del insumo de energía solar por el cultivo correspondiente en el periodo de su época de crecimiento. El valor obtenido corresponde a la eficiencia fotosintética del cultivo, es decir a su capacidad de conversión de energía solar en biomasa vegetal que aún para los casos más eficientes raramente supera 1%.

El flujo de energía auxiliar se introduce en el agroecosistema a través de los trabajos mecánicos, la fertilización, el uso de plaguicidas, etcétera. Se ha demostrado que este flujo auxiliar influye sobre la eficiencia con la cual los cultivos utilizan la luz solar interceptada. Los trabajos mecánicos, el riego y la adición de fertilizantes mejoran el estado del suelo por una mayor disponibilidad de elementos nutritivos asimilables y, por lo tanto, mejora la capacidad de asimilación, organización y acumulación de biomasa vegetal. Por eso, se suele señalar que los sistemas agrícolas llegan a ser más eficientes que los naturales no intervenidos en la utilización de la radiación solar interceptada.

Uno de los aspectos más importantes del proceso de artificialización del ecosistema natural es que la actividad productiva agrícola recurre cada vez más al flujo de energía auxiliar, y se hace, por consiguiente, cada vez más intensiva en el uso de la energía. Leach y Pimentel han destacado que el uso de energía en el sector agrícola, sobre todo en los países industrializados, ha crecido más rápidamente que en cualquier otro sector.

Pimente señala que 25% de la energía fósil mundial se emplea para producir alimentos y subraya que, mientras la población mundial se duplicó en treinta años, el consumo de energía se duplicó en apenas una década, la de los sesenta.

La agricultura norteamericana absorbe 6% de toda la energía consumida en Estados Unidos. Si a ello se agrega que las fases de procesamiento de alimentos consumen una cifra similar y que otro 5% se consume en sus etapas de distribución y preparación, se llega a la conclusión de que el sistema alimentario de Estados Unidos usa 16% de toda la energía empleada en el país. Curiosamente, tal porcentaje es muy similar al porcentaje del ingreso que se gasta en alimentos que es 16%. Son muy parecidas las cifras de los países europeos: Leach ha calculado el mismo porcentaje de consumo energético en el sistema alimentario inglés, y Olsson señala que en Suecia fluctúa entre 10 y 20%. Pimentel opina que los factores fundamentales de producción en la agricultura moderna son energía, trabajo y tierra y que, dentro de ciertos límites, son sustituibles entre sí. Por ejemplo, la energía fósil puede reducir las necesidades de mano de obra; la utilización intensiva de energía en forma de fertilizantes, sistemas de riego y mecanización exige menos tierras.

Los trabajos de Pimentel sobre los consumos energéticos para los cultivos de maíz muestran que en términos de 1 000 kilocalorías por hectárea, en 1920 se usaban 1 302 para producir, siempre en términos de kilocalorías por hectárea, 7 520 de maíz, con lo cual la relación entre producto e insumos en términos de energía consumida y producida era de 5.8. En 1950, las necesidades energéticas habían aumentado a 3 107 y la producción había aumentado a 9 532, reflejando por consiguiente una caída de la relación producción-insumos energéticos a 3.1. En 1970, la relación se había reducido nuevamente a 2.7, resultante de una producción, en términos de energía producida y consumida por hectárea de 20 230 y 7 544 respectivamente.

Los datos para 1975 son de una producción 20 230 MKcal/ha producidos frente a un consumo de 8 315 siendo por lo tanto la relación de 2.5. Esta relación se mantiene constante hasta 1983 con una producción de 26 000 y un insumo energético de 10 537 MKcal/ha. Sin duda las crisis petroleras de la década de los setenta, y los consiguientes aumentos de precios de la energía han influido. La subvaluación del petróleo previa a los setenta estimuló procesos energéticamente intensivos, al aumentar el precio del petróleo se incentivó la búsqueda de una mayor eficiencia energética.

Los principales consumidores de energía en la agricultura moderna son la mecanización, los fertilizantes y en menor medida los pesticidas y el riego. En el periodo 1972-1973 la mecanización, tanto en su fase de manufactura como en la operación de la misma, fue el mayor consumidor de energía de la agricultura con 51% del total mundial de energía utilizada en la agricultura, con valores que oscilan entre un mínimo de 8% en el extremo Oriente y 73% en Oceanía. Los fertilizantes son el segundo responsable por el consumo de energía por la agricultura mundial que representó, en el periodo señalado, alrededor de 45%, nuevamente con fuertes variaciones entre un máximo de 84% en el Oriente y un mínimo de 26% en Oceanía. Sin embargo, para los países en desarrollo el consumo de fertilizante es el principal usuario de energía.

Tanto estos últimos como los fertilizantes nitrogenados se obtienen a partir de petróleo y gas natural, respectivamente, cuyo consumo se ha expandido con gran rapidez. La FAO, señalaba que entre 1950 y 1970 el consumo de fertilizantes minerales se había cuadruplicado, pasando de 22 millones de toneladas de nutrientes a 112 millones en el periodo 1979-1980, si bien notando su gran desigual distribución, aspecto examinado en páginas anteriores. En ese periodo los países en desarrollo pasaron de representar 10% del consumo mundial de fertilizantes a 20%, siendo las mayores alzas las registradas en Asia, mientras que en África el consumo se mantenía a niveles insuficientes aun para restituir los nutrientes extraídos por lo cultivos.

Otra dimensión de la desigualdad como se utilizan los fertilizantes lo revela el hecho que más de 50% de los fertilizantes aplicados en la agricultura de los países en desarrollo lo son en cultivos de exportación, tales como caucho o té. Según la CEPAL, entre 1951 y 1972, el consumo de fertilizantes aumentó en América Latina en 13.9%, notando que su empleo se concentraba en determinados cultivos, en tanto que otros quedaban prácticamente marginados de su uso.

Estudios de 1972 indicaban que el consumo energético para la producción mundial de cereales era de 7.9×109 joules por hectárea y 9.9×109 joules por trabajador agrícola. Como es lógico suponer, la intensidad energética varía apreciablemente entre países desarrollados y en desarrollo. Así, en circunstancias que los primeros consumían 24.8×109 joules por hectárea y 107.8×109 por trabajador agrícola, los valores en los países en desarrollo eran respectivamente 11 y 49 veces más bajos: 2.2×109 joules tanto por hectárea como por trabajador agrícola.

Bibliografía

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Centro de Estudios de Eficiencia Energética.

Maestría en Eficiencia Energética.

Trabajo Referativo sobre el Impacto de la Energética sobre el Medio Ambiente.

2017, Año 59 de la Revolución.

 

 

 

Autor:

Ing. Yeniseiki González Guillot.

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