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La salud física y mental de los profesionales sanitarios (página 2)




Enviado por Maximo Contreras



Partes: 1, 2, 3

Este distinto modo de enfrentarse con la categoría de «hecho histórico» tiene su expresión más palmaria en el análisis de los textos bíblicos. Tomemos un ejemplo. El libro del Génesis relata el paso de Adán y Eva por el paraíso terrenal. ¿Debe concederse al paraíso terrenal valor histórico? Es decir, ¿debe considerarse que existió un lugar en la tierra de las características citadas en el libro del Génesis, o, por el contrario, debe interpretarse como un mero relato simbólico o metafórico, que intenta transmitir una enseñanza espiritual? El tema se lo plantea explícitamente Tomás de Aquino en su Summa Theologiae. Aduce varios textos que le conceden valor simbólico. Pero también cita otro de San Agustín en el que éste dice que el sentido espiritual debe llevar a creer en lo que él llama illius historiae fidelissima veritas rerum gestarum. A la verdad histórica se llega a través del sentido espiritual, exactamente al contrario de lo que sucederá en el mundo moderno. Esta va a ser la tesis a la que se adhiera el de Aquino, que resuelve el problema afirmando: «Lo que a propósito del Paraíso dice la Escritura, lo propone a modo de narración histórica (per modum narrationis historicae proponuntur)». Tras lo cual establece esta proposición general: «En todas las cosas que la Escritura presenta de este modo, la verdad histórica es necesario afirmarla como fundamento (est pro fundamento tenenda veritas historiae), a fin de que a partir de ella puedan construirse los sentidos espirituales». De nuevo lo importante son los sentidos espirituales, no el histórico, si bien ahora se añade que éste hay que afirmarlo como fundamento necesario de los otros. De los cuatro sentidos que durante la Edad Media se distinguieron en la Biblia, el literal, el alegórico, el moral y el llamado anagógico, los importantes son los tres últimos, los llamados sentidos espirituales, pero su fundamento ha de estar en el primero, de tal modo que la historicidad de los relatos bíblicos hay que aceptarla literalmente. Esto es lo que el medieval -entiende por historia, algo no sólo distinto sino opuesto a lo que defenderá la historiografía moderna. En primer lugar, porque ésta negará que los sentidos llamados espirituales puedan tener prioridad sobre el sentido literal. Y en segundo, porque ese sentido literal no consiste en la afirmación de lo que el texto dice como dato histórico real. Habrá que someter la fuente a un minucioso análisis critico para diferenciar lo que en ella es hecho real de lo que tiene sentido metafórico o figurado. En el propio Tomás de Aquino hay pasajes que demuestran la necesidad de la hermenéutica en la interpretación del texto, dentro del propio sentido literal. En consecuencia, pues, vemos que el sentido literal propio de los textos medievales no se identifica con lo que hoy entendemos por sentido histórico. Su objetivo no era saber si lo que se narraba en el texto había sucedido realmente o no; por tanto, si se trata o no de un hecho «histórico». Y ello por la sencilla razón de que durante todos esos siglos se carece de auténtico «sentido histórico». El sentido literal no es sentido histórico.

El sentido histórico comienza cuando el hombre moderno se pregunta por los «hechos» que hay detrás de los relatos. Se trata, claramente, de una concepción positiva y positivista de la historia. La historia empieza a entenderse como una ciencia positiva. El objetivo de la ciencia es fijar lo que Augusto Comte llamó el «régimen de los hechos». En el ámbito de las ciencias naturales esto es obvio, a partir, sobre todo, de la aparición de la física moderna, con Galileo y, sobre todo, con Newton. El saber debe comenzar siendo saber de hechos, que nos permitan prever lo que sucederá y de ese modo proveer a las necesidades de los seres humanos. La primera función de la ciencia es cognoscitiva, la segunda predictiva y la tercera perfectiva.

Ni que decir tiene que este esquema, que tan buenos resultado estaba dando en el ámbito de las llamadas ciencias de la naturaleza, había también de extenderse al de las que en el ámbito alemán se llamaron ciencias del espíritu o de la cultura, en el francés ciencias morales y políticas, y en el anglosajón ciencias sociales. En la cultura mediterránea, menos influida por el positivismo, esas disciplinas se han llamado, simplemente, humanidades. Este término nunca fue del agrado de los positivistas, ya que no incluía la palabra ciencia. De lo que se trataba era de reconducir, precisamente, el mundo de las humanidades a categorías científicas. ¿Cómo? Basándolas en hechos, en hechos culturales. Esas ciencias debían, por tanto, tener métodos propios, similares a los de las ciencias naturales, que permitieran determinar con exactitud los hechos de que trataban. Así, el objeto de la sociología era la identificación y el análisis de los hechos sociales, y el de la historia, la identificación y análisis de los hechos históricos. Y por hecho histórico se entendía lo que se hallaba atestiguado documentalmente y de lo que por tanto teníamos constancia de que realmente había sucedido. La antítesis del hecho histórico era la fábula, el mito, etc.

Los resultados de la aplicación de esta mentalidad al estudio de la bíblica son los que hemos tratado de exponer, muy sumariamente, en las páginas anteriores. Lo primero que debía hacerse era buscar los testimonios documentales que nos queden, y con ellos reconstruir del modo más fidedigno posible el texto que ha de servimos de base. Esa fue la fase de crítica textual, la primera de todas, que como ya ha quedado dicho tuvo lugar durante todo el siglo XIX y, sobre todo, durante la primera mitad del XX. Una vez establecido el texto crítico, o los textos críticos, ya que pueden ser varios, las virtualidades de este método se fueron agotando. Era necesario pasar a otro nivel, el de la crítica literaria; por tanto, el análisis de las fuentes o de los documentos anteriores que los redactores utilizaron en la composición de sus obras. Aquí también la labor realizada ha sido ingente. Hoy se hallan identificadas las fuentes que con gran probabilidad utilizaron los evangelistas. La más conocida es la fuente 0. Pero hay otras varias, como ha quedado expuesto páginas atrás. Todos estos resultados son en muy buena medida hipotéticos, toda vez que proceden del análisis in-* terno o la crítica interna de los textos, sin ningún apoyo externo. No conocemos textos o documentos que permitan identificar con seguridad ninguna de esas fuentes, aunque la lectura atenta de los textos parece exigir su existencia. Ni que decir tiene que teniendo una base tan débil como esa, es lógico que las fuentes identificadas sean sensiblemente distintas en los diferentes autores.

Tanto la crítica textual como la crítica literaria no tienen otro objeto que la identificación precisa de los «hechos». Hasta tal punto es esto así, que muchos albergaron la ilusión de que por medio de la crítica literaria de las fuentes conseguirían llegar al conocimiento de los hechos auténticamente atestiguados de la vida de Jesús. Esta es la ilusión que muchos albergan aún hoy respecto al documento Q. Es, de nuevo, aplicar una mentalidad positiva, cuando no positivista, a textos escritos con una mentalidad completamente distinta.

De ahí que pronto surgiera la pregunta de cuál era la mentalidad de esos textos. Eso es lo que trató de estudiar el movimiento conocido con el nombre de Formgeschichte, historia de las formas. Hay géneros literarios distintos, y cada uno tiene su peculiaridad. Es obvio que el género de la novela no es el mismo que el de una crónica, etc. ¿Cuál es el género literario de los evangelios y, más en concreto, de cada una de sus perícopas y de sus dichos? Este era el único modo de saber lo que realmente querían decimos. Y lo que pronto se vio es que ese género, en cualquier caso, no era el propio de la historia, entendida al modo de la historiografía moderna. De ahí que se hablara, con Rudolf Bultmann, de Entmythologisierung, de desmitificación. No se podía leer la biblia como si de un documento histórico se tratara, es decir, como si relatara hechos puros y duros, que sucedieron tal como ella los describe. Su función no era esa. No tenía sentido. Pero si los evangelios, por ejemplo, no transmitían los hechos de la vida de Jesús, ¿qué es lo que proclamaban?

Y aquí es donde vino la distinción, que realizó por vez primera un teólogo protestante, Martin Káhler, y que ha sido fundamental en todo el desarrollo ulterior de estos estudios, entre Historie y Geschichte. Nosotros no tenemos el recurso que posee la lengua alemana de manejar palabras provenientes de dos raíces distintas, la germánica y la latina. Por eso ambos términos hemos de traducirlos con la misma palabra, «historia». Pero la tesis de Káhler es que con el término historia podemos querer significar dos cosas muy distintas. Una primera es esa de que hemos estado hablando, los «hechos» acaecidos en el pasado. Para ese significado reserva él el término Historie. Por eso se ha hecho frecuente traducir ese término por «historiografía». La Historie tiene que ver con la ciencia histórica, esa que comenzó hace dos o tres siglos y que busca hechos y nada más que hechos. Pero es claro que el término historia encierra otro significado, de raíces mucho más antiguas, que es el de la historicidad de la vida, la dimensión histórica del ser humano, los acontecimientos históricos. Como tantas veces ha dicho Zubiri, una cosa son los «hechos» y otra muy distinta los «acontecimientos». La Historie intenta identificar hechos objetivos, pero la Geschichte busca algo más profundo, los acontecimientos personales. Así, por ejemplo, la gracia es un acontecimiento, y la fe otro, que difícilmente pueden manejarse con las categorías propias de los hechos. Cuando los Hechos de los Apóstoles relatan en el capítulo segundo lo sucedido el día de Pentecostés, y dicen que «todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch. 2,4), no están relatando un hecho sino transmitiendo un acontecimiento personal. Es más, todo lo que los apóstoles entendieron a partir de ese momento, todo el fenómeno pascual, se halla en el nivel de la Geschichte, no de la Historie. Esto es lo que llevó a Martin Káhler a diferenciar el historische Jesus del geschichtliche Christus. Lo cual obliga a concluir que el término «hecho», presente en ese texto ya desde su titulo, tiene un sentido muy distinto al propio del positivismo. El libro de los Hechos comienza así: «Mi primer tratado [su evangelio] lo hice, ¡oh Teófilo!, acerca de todas las cosas que Jesús desde un principio hizo y enseñó.»(Hch. 1,1) Los términos griegos que hay debajo de estas dos últimas palabras son: poiein y didáskein. El término griego poíesis se tradujo al latín por facere y al español por producción, a diferencia del término praxis, que se tradujo por agere y por acción. Ese es, por ejemplo, el sentido que tienen esos términos en Aristóteles. Una cosa es el acto y otra cosa es lo hecho, o el hecho. Pero es claro que los hechos son consecuencia de los actos. Dicho de otro modo, para el hombre antiguo hay tantos tipos de hechos como actos, y no todo hecho es sin más hecho positivo. Hay hechos extraordinarios, hechos misteriosos, hechos interiores, hechos sobrenaturales, etc. Los hechos de que habla Lucas se sitúan en el plano de la Geschichte, no de la Historie. Entenderlo de otro modo sería tanto como hacer de Lucas un historiador positivista, cosa que ni pudo ni quiso ser.

A partir de Martin Káhler, cada vez ha ido cobrando mayor importancia la Geschichtlichkeit, único nivel en el que cabe situar la experiencia religiosa. De ahí la importancia que empieza a adquirir, a partir de ese momento, el estudio de las diferentes vivencias pascuales de los cristianos, es decir, de aquellos que vieron en Jesús el Cristo. Los demás no interesan para la comunidad cristiana, que se ve a sí misma como partícipe de esa experiencia originaria, la experiencia pascual. El cristiano no cree porque los hechos de la vida de Jesús estén perfectamente atestiguados por documentos que sean históricos en el sentido actual de la expresión, sino porque piensa haber recibido esa gracia y poseer esa fe que le hace compartir la experiencia pascual de los Apóstoles. Naturalmente, a partir de ese momento cobra una enorme relevancia el estudio de las diferentes experiencias pascuales de los primeros cristianos. Una es la experiencia pascual de Pablo, otra la de los redactores del documento Q, otra la de Marcos, otra la de Mateo, otra la de Lucas, otra la de Juan. Esto es lo que trató de poner en claro la cuarta y última de las metodologías que hemos aplicado, la llamada Redaktionsgeschichte o historia de la redacción. Ella nos ha permitido entender el sentido que el dicho que venimos estudiando, «Médico, cúrate a ti mismo», tiene dentro de la teología de Lucas. Ya no podemos seguir creyendo ingenuamente que esas palabras fueron dichas por Jesús. Hemos visto que se introducen en una fase redaccional muy tardía, en el proto-Lucas o a la altura del último redactor lucano. Tienen, pues, una función teológica, pascual. Hemos tratado de ver cuál es esta, lo que nos ha llevado a la conclusión de que la perícopa en que se encuentra esa sentencia es un resumen o síntesis de toda la teología lucana, y que nuestra sentencia es, a su vez, la síntesis de toda la perícopa. Sus compatriotas, los judíos de Nazaret, no le entendieron. Se quedaron en el plano de la Historie. Eran sus vecinos según los hechos, pero no en el espíritu. No compartían la misma Geschichtlichkeit, el acontecimiento salvífico cristiano. La curación auténtica, la verdadera curación, viene de dentro, mejor, de arriba, es una gracia, un don divino. El gran médico es Dios y su Hijo, Jesús de Nazaret.

Esto es todo lo que cabe decir de la citada sentencia, tal como se encuentra recogida en el evangelio de Lucas. Pero como hemos podido comprobar, Lucas la toma de su medio. Era un dicho popular, que se encuentra atestiguado en fuentes muy distintas de la época. Conviene, pues, que ahora dejemos a un lado el sentido religioso del dicho y vengamos al análisis de su sentido profano, y más en concreto de su sentido médico. Y lo vamos a hacer analizando los escritos hipocráticos.

2. EL CONTEXTO MÉDICO: CÚRATE A TI MISMO

La literatura gnómica

Los griegos denominaron gnóme y los latinos sententia a toda frase corta que encerraba una máxima, aforismo, proverbio, epigrama, apotegma, adagio, precepto, consejo, oráculo, etc. Aristóteles concede a las sentencias un lugar especial en su Retórica, definiéndolas de la siguiente manera:

Sentencia es una aseveración, pero ciertamente no de cosas particulares, por ejemplo, cómo es Ifícrates, sino sobre lo universal, mas tampoco sobre todo lo universal, por ejemplo, que lo recto es lo contrario de lo curvo, sino de aquello sobre que versan las acciones y puede elegirse o evitarse el obrar, de manera que dado que es entimema el silogismo sobre tales cosas, vienen a ser sentencias aproximadamente las conclusiones y las premisas de los entimemas, quitando el silogismo».

Poco más adelante, Aristóteles añade:

La sentencia es una afirmación universal, pero la gente goza con que se diga en general lo que ellos han prejuzgado en lo particular. Por ejemplo, si alguien acertare a tener vecinos o hijos malos, y oyera al que habla que 'nada l hay más pesado que la vecindad', o que 'nada hay más necio que tener hijos. De manera que hay que calcular en qué están y qué prejuicios tienen los oyentes, y después hablar sobre esas cosas en general. Esta es una de las ventajas de usar sentencias en el discurso, pero otra hay aún mejor: que prestan carácter moral a los discursos. Los discursos tienen carácter cuando en ellos la intención del orador está clara. Las sentencias hacen este efecto todas, por descubrir al que dice la sentencia en general en lo referente a sus preferencias, de modo que si son buenas las sentencias también hacen aparecer bueno en sus costumbres al que las hace.

Las sentencias no son, pues, enunciados particulares sino generales, que tienen además la característica de ser breves y concisos, y cuyo objetivo es regular la conducta práctica de los seres humanos. Por eso se hallan relacionadas con los entimemas, los silogismos propios del razonamiento retórico, aunque no se identifiquen con ellos. Más bien hay que decir que las sentencias se corresponden con cualquiera de los tres términos del silogismo, las dos premisas o la conclusión. 0 dicho de otro modo, en los entimemas, tanto las premisas como la conclusión son adagios o sentencias.

La literatura gnómica o sentenciosa estuvo muy ampliamente extendida en Oriente y Egipto. Muchas veces adquiere forma poética. Esto es particularmente claro en el caso concreto de Grecia. «En la Grecia arcaica y clásica la poesía es vehículo que se considera especialmente idóneo para las obras de contenido gnómico, puesto que el poeta es tenido por hombre sabio e inspirado por la divinidad y además el empleo del verso contribuye evidentemente a fijar en la memoria las enseñanzas que se transmiten a través de las máximas. Pero la tradición de las sentencias en prosa también conoció una larga vida en la Antigüedad griega». Toda la literatura gnómica, y en especial la escrita en prosa, parece que se generaliza en Grecia a partir de la sofística del siglo V a.C. Es conocida la importancia del movimiento sofístico en el desarrollo de las técnicas pedagógicas. Las frases sentenciosas eran a este respecto muy útiles, ya que podían ser memorizadas con facilidad, permitiendo el aprendizaje rápido de reglas de conducta por parte de los jóvenes. Las sentencias eran utilizadas en los ejercicios retóricos de los jóvenes estudiantes, los llamados progymnasmata o ejercicios retóricos preliminares, en los que los estudiantes las reproducían y explicaban con sus propias palabras y las adaptaban a diferentes formas literarias. Los filósofos, los moralistas, etc., elaboraban compilaciones de sentencias. Así, conocemos las Gnómai del poeta cómico Menandro, el Gnomologium vaticanum, que contiene sentencias epicúreas, etc..

Dentro de las sentencias se distinguían varios tipos, con delimitaciones no muy precisas entre ellos. Un tipo era la chreía, lo que cabe traducir por relato provechoso, es decir, «máxima» o sentencia práctica de gran utilidad, muy útil o máximamente útil. No olvidemos que el término chreía significa en griego, precisamente, uso, función o utilidad. Teón de Alejandría, un sofista que vivió probablemente a finales del siglo primero de nuestra Era, explica así la denominación: «Se denomina chreia debido a su excelencia, pues resulta más útil que los otros ejercicios en muchos aspectos de la vida». Lo peculiar de los chreíai es que se presentan como anécdotas o dichos instructivos, de carácter particular y referido a personas. Suelen comenzar así: «Diógenes, viendo a un joven descarriado, zarandeó a su pedagogo». La Vida de los filósofos ilustres, de Diógenes Laercio, incluye muchas máximas, sobre todo en su vida de Diógenes de Sínope.

Los «proverbios» o «refranes» (paroimíai) se caracterizan por su «concisión» (syntomía) y por su «agudeza» (dexiótes), así como por su condición sorprendente, lo que a la vez hace más sencilla su memorización. Los apophthégmata o apotegmas se atribuyen, como las sentencias o gnómai a un autor concreto, pero se diferencian de ellas en que el apotegma se cita con su contexto y relata las circunstancias de su aparición, en tanto que las sentencias, no, según hemos visto antes. Además, los apotegmas suelen sobresalir por su gracia o ingenio. Esto último también es propio de los enigmas, enseñanzas en forma metafórica. Las «comparaciones» (parabolaí) o «semejanzas» (homoiomata) son sentencias breves que utilizan como recurso la antítesis. Los «entimemas» son sentencias acompañadas de una breve explicación.

La preceptiva hipocrática

Es conocido que este género literario de la literatura gnómica en prosa fue ampliamente utilizado por los médicos hipocráticos. «En la segunda mitad del siglo v a.C. la colección de máximas en prosa de Demócrito de Abdera (cf. 68 B 35 ss) fueron probablemente decisivas para el desarrollo de los florilegios en prosa, y el uso de recopilaciones de máximas es método de instrucción que encontramos también en los escritos médicos, tanto en los que proceden de la escuela de Cnido (las perdidas Sentencias cnidias) como en los que pertenecen al ámbito de la medicina hipocrática (Aforismos, a lo largo de muchos siglos una de las obras de la cultura griega más leídas e influyente)».

La literatura médica hipocrática participa, en efecto, de las características descritas anteriormente. A los estudiantes de las escuelas hipocráticas se les enseñaba retórica y, por tanto, hacían ejercicios con sentencias que tenían que aprender y explicar. De hecho, casi toda la literatura hipocrática que nos ha llegado se halla compuesta de sentencias breves, fácilmente memorizables. El ejemplo paradigmático lo constituyen los Aforismos hipocráticos. Pero hay otros muchos textos. El Juramento es otro exponente claro de género sentencial. Y esto sucede en otros muchos libros, tanto técnicos como éticos. Ejemplo de libros técnicos de carácter aforístico, son los varios Pronósticos. Y como ejemplo de libros éticos, cabe citar los titulados Preceptos y Decoro.

El protoaforismo

Pero lo más importante no es tanto eso, cuanto el sentido de tales sentencias. La medicina es una téchne, es decir, un saber practico, y por tanto su razonamiento no es apodíctico o especulativo sino dialéctico o práctico. Esto es importante tenerlo en cuenta. Los médicos son conscientes de la falibilidad del arte médico. No es un azar que el protoaforismo hipocrático diga:

La vida es breve; el arte, extenso; la ocasión, fugaz; la experiencia, insegura; el juicio, difícil.

Tantas veces hemos oído este aforismo que su contenido nos resulta por demás obvio. Y, sin embargo, no lo es. Él compendia de forma sentenciosa, extremadamente concisa y breve, toda la teoría de los aforismos. Las dos primeras afirmaciones, que la vida es breve y el arte extenso, muestra la desproporción entre el conocimiento del hombre y la realidad. No hay adecuación entre una y otra. Los griegos definieron la verdad como homoíosis, adaequatio tradujeron los latinos. Pues bien, no hay adecuación. Hay más bien una inadecuación profunda entre le mente y la realidad. La realidad siempre es mayor que todo lo que nosotros podamos pensar de ella. Y la realidad de la enfermedad, también. Por eso la vida es breve para la amplitud del arte médico, la téchne iatriké.

La adecuación perfecta no se da más que en ciertos saberes que tienen la característica de ser muy abstractos y especulativos, como la matemática. La teoría del triángulo tiene carácter apodíctico, puede demostrarse que es verdadera, y por tanto en ella existe una perfecta adecuación entre el entendimiento y la cosa entendida. Por eso del triángulo hay un conocimiento que Aristóteles llamó en su lógica «apodíctico.» Apódeixis significa en griego «demostración», y por tanto conocimiento apodíctico es conocimiento demostrativo. En él cabe demostrar qué solución es la verdadera, lo que obliga a considerar que todas las demás son necesariamente falsas. Las únicas valencias posibles, son, pues, verdad y error. Tertium non datur.

Ahora bien, en la clínica humana, como por lo demás en la mayor parte de los acontecimientos de la vida práctica, no es ese tipo de lógica el que funciona. Antes de actuar o tomar una decisión, todos damos razones de lo que vamos a hacer, pero esas razones no tendrán prácticamente nunca carácter apodíctico. Y ello porque nunca conseguimos la adecuación perfecta entre la mente y la realidad. Nunca conocemos completamente a una persona, ni exploramos perfectamente a un enfermo. Creo que era Leibniz el que decía que quien conociera perfectamente un grano de arena, sería Dios. No nos es posible conocer de modo exhaustivo ni un grano de arena. Cuánto menos un ser humano, o una enfermedad. De ahí que nuestros juicios clínicos, como por lo demás los jurídicos, los éticos, los políticos, no puedan aspirar nunca a la certeza total. Aquí juega siempre una tercera valencia entre la verdad y el error, que es la probabilidad. El propio Aristóteles lo dice. Los juicios prácticos no son verdaderos ni falsos sino probables o improbables. Por ser juicios, están basados en razones, pero esas razones no son apodícticas o demostrativas. Se trata de otro tipo de racionalidad o de uso de la razón, que no da verdad total sino una verdad limitada, parcial, que los griegos denominaron dóxa, término que los latinos tradujeron por oppinio, opinión. Cuando opinamos, damos razones. Pero esas razones no son de tal tipo que hagan imposible una razón alter-nativa e, incluso, opuesta a la anterior. Por eso siempre es posible que haya una opinión distinta, una parda-dóxa. Una sesión clínica, por ejemplo, es un diálogo racional en el que cada uno expone su opinión sobre el modo como debe diagnosticarse o tratarse a un paciente. Cada opinión tiene tras de sí una ciencia y una experiencia particular. Ninguna puede ser nunca absoluta. Nadie tiene la experiencia total, omnicomprensiva, ni tampoco la ciencia total. Por eso en este orden, el propio del razonamiento práctico, es importante contrastar las diferentes opiniones, a fin de tomar decisiones que nunca podrán ser del todo verdaderas, pero que al menos intentaremos que sean prudentes. Esa es la idea de phrónesis, de prudencia, fundamental en este tipo de razonamientos. Aristóteles llama a este tipo de razonamiento «dialéctico», a diferencia del «apodíctico». Es dialéctico, porque en él es fundamental el diálogo, entendido como intercambio de opiniones. Sólo de ese modo podremos enriquecer nuestro propio punto de vista y tomar decisiones más prudentes.

Todo esto es lo que, de forma sentenciosa, dice el comienzo del primer aforismo hipocrático. En él está expuesta la lógica del razonamiento práctico, que es el propio de la clínica. Este tipo de razonamientos no son universales sino particulares, ni por tanto tienen carácter intemporal, sino que se hallan siempre afectados por el tiempo. Las verdades matemáticas tienen un carácter intemporal, sirven para cualquier situación, pero las decisiones del médico, por ejemplo, pueden ser correctas o prudentes en un cierto momento y no serlo en el inmediatamente ulterior. De ahí la tercera sentencia del protoaforismo: «la ocasión es fugaz». El texto griego tiene una fuerza que no puede transmitir la versión castellana. Ocasión se dice en griego kairós. También cabe traducirlo por oportunidad. Las cosas tienen su momento oportuno, su oportunidad. Y una misma decisión es correcta o incorrecta, según que se tome en el momento oportuno o no. Hay personas, excelentes por lo demás, que tienen la característica de ser inoportunas. Aristóteles dice que el inoportuno por exceso de rapidez es el precipitado o atolondrado, y el inoportuno por exceso de precaución el pusilánime, el que se demora demasiado, por miedo a tomar decisiones incorrectas. Ninguna de esas actitudes es prudente. La prudencia consiste en tomar la decisión correcta en el momento adecuado, y tanto los precipitados como los pusilánimes son imprudentes, no porque la decisión que tomen sea en sí incorrecta, sino porque lo es el momento en que la toman. De ahí que entre las Sentencias de Menandro puedan encontrarse éstas: «El momento oportuno tiene mucha más fuerza que las leyes», «El momento oportuno abole las tiranías», «Examina los asuntos en su momento oportuno, sí eres inteligente», «No te apresures en hacer lo que no debes ni te demores en lo que debes apresurarte a hacer», «¡Qué grande es lo pequeño si se da en el momento oportuno!», «Lo que da ahora, no lo da mañana. Porque el tiempo no es el mismo siempre para los hombres; así que, si dejas escapar una sola vez la oportunidad que se te presenta, no es posible atraparla pronto de nuevo».

El protoaforismo añade una cuarta sentencia: «la experiencia, petra, es insegura.» De nuevo hay que acudir al texto griego. Experiencia es em-peiría. Aristóteles dice al comienzo de la Metafísica que la experiencia es el origen de la téchne. Los juicios prácticos son siempre y necesariamente juicios de experiencia. Y los juicios de experiencia son inseguros. No es posible alcanzar en ellos la seguridad total, por las razones ya aducidas. De ahí que en todas estas disciplinas prácticas, como en la clínica, y también como en la ética, sea posible que dos personas realicen dos juicios distintos y hasta opuestos entre sí, sin que por eso hayamos de concluir que uno de los dos es necesariamente falso. Lo mismo que ante un mismo caso dos jueces pueden dictar son sentencias distintas e incluso opuestas, sin que ello signifique que uno de los dos ha sido necesariamente imprudente.

Toda esta cadena de razonamientos acaba con la última sentencia del protoaforismo, que de algún modo es la síntesis y conclusión de todo este proceso. Dice que «el juicio, krisis, es difícil». Krisis puede traducirse también por decisión. La decisión es difícil. Aquí no cabe ningún tipo de petulancia. No hay nadie que pueda situarse al cabo de la calle, o que pueda estar de vuelta de las cosas. Ninguno domina por completo la realidad, ni conoce todo lo que le ayudarla a hacer juicios perfectos. El juicio práctico siempre es difícil y ha de estar, por ello, en continua revisión.

Era importante exponer esto para darse cuenta de las características del género aforístico, que es al que pertenece la sentencia objeto de nuestro estudio. Lo que estamos viendo ahora es que ese género aforístico fue amplísimamente utilizado en Grecia, dentro y fuera de la medicina. De hecho, el libro de los Aforismos es una muestra palpable de su importancia en medicina. Lo que se nos está diciendo es nada más y nada menos que el razonamiento clínico no es apodíctico sino dialéctico, que no se parece al de las matemáticas sino a ese modo de pensar que todos utilizamos cuanto estamos dialogando con otra persona, es decir, cuando estamos intercambiando información con otra persona con el objeto de enriquecernos mutuamente.

El Juramento

Como ya hemos dicho, el Corpus Hippocraticum es, en grandísima medida, un elenco de aforismos. Nos han quedado testimonios del modo como se enseñaba en las escuelas de medicina, y esos testimonios nos dicen que toda la enseñanza estaba basada, precisamente, en el aprendizaje y análisis de aforismos.

Abramos el documento hipocrático más conocido, el Juramento. Toda su primera mitad es una exposición de las cláusulas a que se compromete el que entra a estudiar en una escuela hipocrática de medicina. Se le obliga a jurar que tendrá a sus maestros en igual consideración que a sus propios padres, que compartirá. con ellos su hacienda si les hiciere falta, etc. Pues bien, entre las cosas que los neófitos tienen que aceptar es que se harán cargo de la enseñanza de sus hijos, de los hijos de sus maestros y de los discípulos que hayan hecho juramento, pero a nadie más. Y cuando describe el tipo de enseñanza que habrá de darles, dice que consistirá en «preceptiva», en «enseñanza oral» y en «otras enseñanzas». Me interesa llamar la atención sólo sobre el primero de esos géneros, la «preceptiva.» ¿En qué consiste? ¿A qué se refiere el autor del Juramento al utilizar este término?

El término griego para preceptiva es parangelia, que significa anuncio, proclamación, transmisión de una orden o mandato y, por extensión, doctrina o instrucción. La raíz de ese término es angéllo, que significa llevar el mensaje, anunciar o hacer saber. El sustantivo parejo es ángelos, mensajero, legado, ángel. Y de la misma raíz procede eu-angélion, buen mensaje, buena nueva. Los latinos tradujeron parangelía por praeceptum, mandato, orden, precepto, educación, instrucción, máxima o regla, que todo eso significa. El término latino se construyó de modo simétrico al griego. La raíz angéllo, hacer saber o anunciar, fue sustituida por capio, que en latín significa asir, coger, captar. Y el prefijo pará, cerca de, a lo largo de, fuera de, excepto, se vertió generalmente al latín por pro, delante de, per, por o prae, ante, delante. El resultado fue el término praeceptum, que etimológicamente significa medida o norma conocida con anterioridad o previamente. Estas precisiones lingüísticas son importantes, porque en caso contrario no nos es posible entender. adecuadamente el sentido del término «precepto». Hoy tendemos a pensar que un precepto es un mandato moral. Pero su sentido originario no es ése. Precepto es toda regla o máxima de actuación. Hay preceptos morales. Pero hay otros muchos que no lo son, que tienen carácter meramente técnico. De hecho, el Diccionario de la Real Academia Española define el precepto como «cada una de las instrucciones o reglas que se dan o establecen para el conocimiento o manejo de un arte o facultad». Piénsese, por ejemplo, en el siguiente precepto médico, que además es el último de los aforismos hipocráticos: «Lo que los medicamentos no curan, el hierro lo cura. Lo que el hierro no cura, el fuego lo cura. Pero lo que el fuego no cura, eso es preciso considerarlo incurable». Se trata, obviamente de un precepto médico. Tiene carácter preceptivo porque es una «regla» que nos dice lo que «debernos» hacer. Los procedimientos terapéuticos no pueden utilizarse indiscriminadamente. Hay una rigurosa gradación entre ellos. Lo que cura el fármaco no debe curarlo el bisturí. Y sólo lo que no es capaz de curar el bisturí debe ser sometido al cauterio. Lo que se resiste a este último procedimiento debe, por ello mismo, considerarse incurable. Este es un ejemplo paradigmático de lo que debe entenderse por un precepto técnico. De hecho, la medicina está llena de preceptos. Los libros de cirugía dicen, exactamente, los pasos que tiene que dar el cirujano para realizar una operación determinada. Y todo lo que hoy llamamos protocolos o guías clínicas no son otra cosa que preceptivas. No se las suele llamar así, pero ciertamente lo son. Sí se ha utilizado esta palabra en otros contextos, y se ha hablado de «preceptiva poética» o de «preceptiva literaria». Todos hemos estudiado en la escuela secundaria que un soneto se compone de dos tercetos y dos cuartetos, y que si se quiere hacer un soneto debe procederse así. Eso es lo que dice la preceptiva poética, que es otra preceptiva técnica, como la médica, como tantas otras.

Pues bien, volvamos desde aquí al texto del Juramento. Lo que dice es que en las escuelas hipocráticas de medicina la enseñanza primera y fundamental era la preceptiva. En su edición de los escritos hipocráticos, W.H.S. Jones anota el término precepto de esta manera: «Parece que se trata de las reglas escritas del arte, ejemplos de las cuales se hallan en varios tratados hipocráticos. Estos libros no fueron publicados en el estricto sentido de la palabra, pero copias de ellos debieron circular entre los miembros de la 'hermandad médica'». Lo que los médicos hipocráticos aprendían eran, fundamentalmente, preceptos, es decir, sentencias breves, fáciles de memorizar, que les decían lo que debían y no debían hacer. De hecho, las clases comenzaban siempre con la lectura de uno de esos preceptos. Después, el profesor lo explicaba. Es el segundo tipo de enseñanza a que se refiere el texto del Juramento, lo que. denomina «instrucción oral». Y, finalmente, está lo que el texto llama «demás enseñanzas», que probablemente tiene que ver con el entrenamiento práctico, por tanto con la evaluación de las situaciones concretas y la toma de decisiones particulares.

Si ahora ponemos en relación esto con el contenido del primer aforismo, vemos que ambos textos se iluminan mutuamente. Porque nos permiten fijar con gran precisión el estatuto de los preceptos o de la preceptiva. Ese estatuto no es el que Aristóteles llamaba apodíctico sino el dialéctico. No se trata de verdades absolutas e indiscutibles sino todo lo contrario, de criterios prudentes de actuación, fruto de la experiencia acumulada de muchos años. Su estatuto, por tanto, no es el de las «evidencias» sino el de los «tópicos» o «lugares comunes». La diferencia es notable, como muy bien supo poner Aristóteles de manifiesto. Las evidencias están en el orden del saber apodíctico, en tanto que los tópicos pertenecen al plano de la dóxa u opinión. Son tópicos aquellas opiniones que cobran cuerpo, es decir, que son aceptadas como resultado de la ciencia y de la experiencia de los individuos y los grupos sociales. Las opiniones comienzan siendo siempre individuales, privadas, subjetivas, pero poco a poco van objetivándose, entrando a formar parte de lo que Hegel llamaba el «espíritu objetivo». El tópico se transforma, así, en cultura. La vida humana se halla gobernada por ese depósito de tópicos que constituyen la cultura de los pueblos. Depósito se dice en griego parádosis y en latín traditio. Los tópicos conforman tradiciones. Como no son absolutos, ni apodícticos, ni intocables, hay que estarlos revisando continuamente. Pero nadie puede vivir sin tópicos. Hay que partir de ellos para poderlos criticar. Y la crítica terminará siempre en la elaboración de un nuevo tópico.

La cultura está llena de tópicos. Y la cultura médica, también. Y ello en más de un sentido. Tópico, en efecto, puede significar varias cosas distintas. Tópico es, en primer lugar, una sentencia común, que conoce todo el mundo, etc. Es el sentido más usual. Pero en la retórica antigua tiene también otro. Se llama tópico a un tema común, es decir, ya tratado muchas veces con anterioridad y sobre el que se vuelve una y otra vez. En estos casos, los títulos de los textos comenzaban, en griego, con un peri, y en latín con un de. Así, son temas tópicos «Sobre la amistad», «Sobre la conducta sexual», «Sobre el manejo de la casa», porque se repiten en muchos autores, porque son cuestiones que se someten a análisis una y otra vez. Es lógico que así suceda ya que, como hemos dicho, el tópico puede, debe y tiene que ser continuamente sometido a revisión. No hay tópicos intocables. Hay ideas u opiniones que son tópicas. Pero hay también temas tópicos, los que se repiten una y otra vez. Cada autor desarrolla el tópico en una perspectiva diferente, por ejemplo, desde una escuela filosófica o médica distinta, y eso es lo que da originalidad a su discurso. En el interior de esos escritos, hay, a su vez, lugares comunes, sentencias, máximas, etc., que también pueden ser llamadas tópicos.

Esto es interesante, pues los libros hipocráticos suelen llevar en su titulo la preposición peri, que demuestra que son temas tópicos. No sólo están llenos de sentencias que son tópicos, sino que además los temas que tratan son también tópicos. No es posible entender adecuadamente los escritos hipocráticos si no se les sitúa en el género literario de los tópicos.

Pues bien, si ahora buscamos en el Corpus hippocraticum un texto dedicado ~ al análisis de nuestra sentencia, «Médico, cúrate a ti mismo», no lo encontraremos. Y si leemos línea a línea el contenido de todos sus libros, tampoco hallaremos una sentencia que tenga ese contenido. Lo cual no quiere decir, ni que el citado tópico no fuera conocido por los médicos hipocráticos, ni tampoco que no lo tuvieran en cuenta. Es fácil darse cuenta al leer algunas de sus páginas que el tópico está presente, pero no de modo literal. Es lógico que así sucediera. La expresión «Médico, cúrate a ti mismo» es un dicterio, una acusación dirigida contra los médicos, y no carece de lógica el que éstos se resistieran a pronunciarla. De hecho, como veremos inmediatamente, lo que ellos intentan hacer no es corearla sino combatirla. Veamos cómo.

El escrito 'Sobre el médico'

Abramos uno de los libros más significativos de los textos hipocráticos catalogados como deontológicos o éticos. Se titula peri iatrós, sobre el médico. El hecho de que aparezca el peri en su título nos indica ya que va a ocuparse de un tema tópico, en este caso cómo debe comportarse el médico. Y por la propia naturaleza del tema es obvio que su contenido va a ser también tópico, ya que habrá de dar preceptos o normas de comportamiento y actuación.

Abramos el primero de sus capítulos. Es una sucesión de tópicos, seguida de breves comentarios o explicaciones. Aunque en las ediciones usuales el texto viene corrido, sin más diferencias que los puntos y las comas, yo voy a dividir el capítulo en versículos, cada uno de los cuales contendrá un tópico y su correspondiente explicación. A fin de diferenciar claramente unos de otras, el tópico irá en cursiva y la explicación en redonda. Esto hará más fácil su análisis ulterior.

1. La prestancia del médico reside en que tenga buen color y sea robusto en su apariencia., de acuerdo con su complexión natural. Pues la mayoría de la gente opina que quienes no tienen su cuerpo en buenas condiciones no se cuidan bien de los ajenos.

2. En segundo lugar, que presente un aspecto aseado, con un atuendo respetable, y perfumado con ungüentos de buen aroma, que no ofrezcan un olor sospechoso en ningún sentido. Porque todo esto resulta ser agradable a los pacientes.

3. En cuanto a su espíritu, el inteligente debe observar estos consejos: no sólo el ser callado, sino, además, muy ordenado en su vivir, pues eso tiene magníficos efectos en su reputación.

4. Y que su carácter sea el de una persona de bien, mostrándose serio y afectuoso con todos. Pues. el ser precipitado y efusivo suscita menosprecio, aunque pueda ser muy útil.

5. Que haga su examen con cierto aire de superioridad. Pues esto, cuando se presenta en raras ocasiones ante unas mismas personas, es apreciado.

6. En cuanto a su porte, muéstrese preocupado en su rostro, pero sin amargura. Porque, de lo contrario, parecerá soberbio e inhumano; y el que es propenso a la risa y demasiado alegre es considerado grosero. Y esto debe evitarse al máximo.

7. Sea justo en cualquier trato, ya que la justicia le será de gran ayuda. Pues las relaciones entre el médico y sus pacientes no son algo de poca monta. Puesto que ellos mismos se ponen en las manos de los médicos, y a cualquier hora frecuentan a mujeres, muchachas jóvenes, y pasan junto a objetos de muchísimo valor.

8. Por tanto, ha de conservar su control ante todo eso.

La lectura de este texto no deja de ser sorprendente. El médico tiene que ser eúchros, de buen o hermoso color, y eúsarkos, de buen encarnadura, robusto, de acuerdo con su physis. Eso es lo que dice el primer precepto, que encierra en su interior toda una concepción de la salud, la enfermedad y el ejercicio médico. Los griegos, como es bien sabido, consideraron la salud como una propiedad natural, kata physin, en tanto que la enfermedad fue vista como anti- o contranatural, para physin. Lo que este primer precepto está diciendo, por tanto, es que los médicos deben ser o estar sanos. Y como explicación de esto, añade que «la mayoría de la gente opina que quienes no tiene su cuerpo en buenas condiciones, no se cuidan bien de los ajenos». ¿Acaso no es esto una clarísima alusión al «médico, cúrate a ti mismo»? Sabemos que este dicho era un tópico en la época helenística, que la gente pronunciaba con una cierta frecuencia. Y lo que significa es, precisamente, que los médicos que no tienen su cuerpo en buenas condiciones no pueden ocuparse de los ajenos.

Este es el primer precepto de la serie que se halla presente en el escrito Sobre el médico. En este caso nos sucede lo mismo que lo ya visto con el protoaforismo, que el orden juega un papel fundamental, ya que en ese primer precepto se intenta decir lo primero y fundamental, es decir, aquello que justifica el sentido de todo lo que viene después. Precisamente porque el médico tiene que ser sano y parecerlo, ha de presentar un aspecto aseado y llevar un atuendo respetable (v. 2), ser muy ordenado en su vivir (v. 3), tener el carácter propio de una persona de bien (v. 4), demostrar una cierta superioridad, fruto de su autoridad natural (v. 5), mostrarse serio pero sin amargura (v. 6) y ser justo en cualquier trato (v. 7). Finalmente, y como colofón, el texto dice que el médico «ha de conservar su control en todo esto.» (v. 8).

Conclusión

No hay duda que la tradición hipocrática se hizo eco del refrán «médico, cúrate a ti mismo» y sacó de él consecuencias muy importantes el orden al comportamiento médico y el buen ejercicio profesional. Si en el contexto teológico lucano curación adquirió el sentido de salvación y el «cúrate a ti mismo» se interpretó Como «sálvate a ti mismo», ahora, en el contexto de la medicina hipocrática, sucede exactamente lo contrario, que la expresión cobra un sentido rigurosamente secular, relacionado con el tema, tan nuclear en la filosofía griega, de la complexión natural o fisiológica de las cosas. El médico ha de ser un fisiólogo y ello le obliga a tener un cuerpo fisiológicamente perfecto. Lo demás resultaría contradictorio y sería un atentado contra la dignidad del propio ejercicio profesional.

Pero a la naturaleza del ser humano no sólo pertenecen las condiciones que hoy solemos denominar físicas sino también las mentales o intelectuales. ¿La frase exige, además de la salud física, la salud mental? Y en este último caso, ¿cómo definirla? Es el gran tema socrático.

3. EL CONTEXTO FILOSÓFICO: CONÓCETE A TI MISMO

En toda la cultura griega, la therapeía es imposible sin la gnósis. El espíritu enferma, como el cuerpo, y su curación tiene que hacerse por vía de conocimiento. El conocimiento es la vía para la salud del alma. Este es el tema de Platón y de toda la filosofía como «medicina del alma». Su padre es Sócrates. Nadie puede estar sano más que conociéndose a sí mismo.

«Médico, cúrate a ti mismo», es una sentencia que procede, probablemente, por evolución de otra anterior, que decía «conócete a ti mismo». No hay duda que las dos están construidas según el mismo patrón: therápeuson seautón y gnóthi sautón. Tenemos muchas razones para pensar que ésta es la originaria, y que la otra es una derivación de ésta. Al fin y al cabo, el conócete a ti mismo se aplica a todos los seres humanos, incluidos los médicos. Y, por otra parte, no está dicho que para cuidarse o curarse a sí mismo no sea necesario conocerse a si mismo. No parece, pues, posible, precisar el sentido de la sentencia médica si antes no analizamos esta otra.

El templo de Delfos y su epitafio

«Conócete a ti mismo» es el epitafio que figuraba en el templo de Delfos, el más importante de los templos griegos, considerado por muchos como el centro del mundo. Se hallaba situado en la ladera del monte Parnaso, sobre el Golfo de Corinto. El punto central estaba marcado en el templo por una piedra, llamada omphalós (ombligo). Este templo era sede del oráculo, que originariamente pertenecía a la diosa de la tierra, guardada por la serpiente Pitón, pero del que después se apropiaría Apolo, tras dar muerte a Pitón. Alceo dice que Zeus envió a Apolo a Delfos «para que desde allí profetizase a los griegos la justicia y la equidad».

Apolo era el dios de la sabiduría. No de la sabiduría superficial sino de la profunda. Ésta se alcanza mediante el arte adivinatoria, que es un don de Apolo. Es la mántica apolínea manifestada a través de los adivinos, que reciben de Apolo palabras que no comprenden y que pronuncian «con la boca demente», pero que se consideran sabias. La manifestación más pura y elevada de todo este ideal apolíneo se hallaba en el templo de Delfos, cuyo oráculo pitico tenía fama de oscuro, como nos recuerda Heráclito.

El templo de Delfos parece haber existido desde los tiempos micénicos, en torno al siglo xiv a.C. Homero lo cita ya, así como su oráculo. Pero su fama comenzó más tarde, en el siglo sexto a.C., cuando Delfos se unió a la Liga Anfictiónica, convirtiéndose en uno de sus centros fundamentales. Los Juegos Píticos Panhelénicos, reorganizados en 582, se celebraban allí cuatrienalmente. En este período el oráculo estuvo en la cima de su prestigio y era consultado no sólo en cuestiones particulares o privadas sino también para asuntos de gobierno.

«Oráculo» es un término polisémico. Procedente del latín oraculum, que a su vez deriva de orare, rezar o hablar, oráculo significa la comunicación divina en respuesta a las peticiones de los suplicantes, y también el lugar donde ocurre la profecía. El templo de Delfos era el lugar donde estaba la persona a través de la cual se producían los oráculos, primero de la diosa Gea y luego de Apolo. Esta persona era la llamada Pitia o pitonisa, una mujer de más de cincuenta años, que vivía separada de su marido y vestida con ropas de doncella. Las consultas estaban normalmente restringidas al séptimo día del mes de Delfos, el día del nacimiento de Apolo, y estuvieron primeramente prohibidas durante los tres meses de invierno, en los que se creía que Apolo estaba visitando a los Hiperbóreos en el norte, aunque después Dionysos ocupó el lugar de Apolo durante ese tiempo. Según el rito usual, la Pitia y quien la consultaba, primero se bañaban en la fuente Castalia, después ella bebía de la fuente sagrada Cassotis y tras esto entraba en el templo. Allí descendía a la caverna, montaba el trípode sagrado y mascaba hojas de laurel, el árbol sagrado de Apolo. Durante el estado de trance, la Pitia pronunciaba ciertas frases, unas veces inteligibles y otras no, que eran interpretadas por los sacerdotes en expresiones por lo general de doble sentido.

Éste es el contexto en que aparece la famosa expresión «conócete a ti mismo». Por más que no tenga un origen socrático, todos la asociamos con Sócrates. Ello se debe no sólo a que entonces fue cuando el templo de Delfos conoció su época de mayor esplendor, sino también a que es en los textos del círculo socrático donde se analizó con más detalle su sentido.

Platón cita esa frase en sus obras con una cierta frecuencia. También se encuentra en Aristóteles. Otro de los albaceas literarios de Sócrates, Jenofonte, describe en sus Memorabilia o Memorias sobre Sócrates, esta conversación entre Sócrates y Eutidemo:

-Dime, Eutidemo, ¿has estado alguna vez en Delfos? -Sí, y hasta dos veces.

-¿Has leído la inscripción que se ve en cualquier lugar del templo: conócete a ti mismo?

-Sí.

-¿Has despreciado esta opinión o la has prestado atención y has tratado de examinar quién eres?

– No, en verdad. Es éste un conocimiento que creía yo poseer bien; pues difícilmente hubiera adquirido otros si no me hubiese conocido a mí mismo.

-¿Piensas que para conocerse basta saber cómo se llama uno, o bien, a ejemplo del que queriendo comprar un caballo, no se vanagloria de conocerle bien sin haber examinado si es dócil o reacio, débil o vigoroso, vivo o lento, en una palabra, si reúna todas las cualidades que constituirían un buen o un mal caballo, no se debe examinar y juzgar para lo que se es propio y cuáles son sus fuerzas?

– Me parece, en efecto, que no conocer sus facultades es no conocerse a sí mismo.

Conócete a ti mismo como máxima moral

«Conócete a ti mismo» fue una máxima muy extendida en la cultura griega. La tenemos atestiguada no sólo por los escritos del círculo socrático, sino también por otras fuentes, por ejemplo el poeta y dramaturgo Esquilo. En Prometeo encadenado, Esquilo dice por boca de Océano: «Lo veo, Prometeo, y quiero aconsejarte lo mejor, aunque eres sagaz. Conócete a ti mismo y adopta nuevas actitudes». El sentido que la sentencia adquiere en este contexto es el de máxima o consejo moral. Conócete a ti mismo viene a identificarse con sé prudente y razonable. El mismo sentido parece tener la siguiente sentencia de Menandro: «El 'conócete a ti mismo' es útil para todos». 0 esta otra: «Mantente libre y dueño de ti mismo». Por otra parte, hay textos en que se critica que las personas se dediquen, en vez de a la labor moralmente positiva de conocerse a sí mismos, a la negativa de alabarse a sí mismos. Así, en la colección de proverbios conocida como Epítome de Zenobio, se encuentra este proverbio: «te alabas a ti misma». El proverbio entero decía: «Mujer, te alabas a ti misma como Astidamante», en referencia al actor teatral al que debido a sus éxitos se le consideró merecedor de una estatua. «Entonces Astidamante escribió personalmente un epigrama que contenía su propia alabanza y lo llevó al Consejo. Pero ellos votaron que ya no fuera inscrito, por considerarlo intolerable». El «alábate. a ti mismo» tiene aquí un sentido moral negativo, claramente opuesto al de «conócete a ti mismo».

Este sentido moral es, sin duda, el más inmediato, el que antes se le ocurre a quien lee la sentencia. De hecho, parece que estuvo muy extendido en Grecia, y desde luego ha sido el predominante a partir de entonces en la cultura occidental.

Como muestra de la inveterada vigencia de esta máxima como consejo moral, valgan dos ejemplos, uno del siglo XII y otro de comienzos del siglo XVII. Ellos demuestran bien que la sentencia conócete a ti mismo no ha perdido vigencia a todo lo largo de la cultura occidental, y que se ha entendido generalmente como aviso moral. Así como el «médico, cúrate a ti mismo» avisa sobre la necesidad de cuidar la salud del cuerpo, el «conócete a ti mismo» es un aviso similar a propósito de la salud del espíritu.

En los años finales de su vida, Pedro Abelardo, el gran dialéctico de la Universidad de París, escribió un libro titulado Ética seu liber Scito te ipsum, «Ética o libro llamado Conócete a ti mismo». En él no encontrará el lector nada parecido a lo que Sócrates dedujo de esa máxima. La tesis de Abelardo es que toda la vida moral gira en torno a la intención. Ella es la que diferencia el vicio o la mala acción y la culpa moral, el pecado. El vicio es un hábito negativo y la mala acción un acto negativo. Pero ni ese hábito ni ese acto pueden considerarse sin más «morales». Para que algo sea moral es preciso que haya consentimiento, intención. Abelardo está muy preocupado en toda esta obra por la moral sexual, sobre la que tiene una concepción muy tolerante y abierta. La delectación sexual no tiene para él significado moral negativo, ya que es una tendencia de la naturaleza humana. Lo estrictamente moral es la intención, el consentimiento. De ahí que escriba: «Ninguna delectación natural de la carne ha de considerarse pecado. Y es claro también que no se ha de hacer reos de culpa a quienes se deleitan en la ejecución de cuanto produce necesariamente un deleite. Pongamos el caso de un religioso atado con cadenas y obligado a yacer entre mujeres. La blandura del lecho y el contacto con las mujeres que le rodean le arrastran a la delectación, no al consentimiento. ¿Se atreverá alguien a calificar de culpa esta delectación nacida de la naturaleza?». Saber esto es conocerse a uno mismo. El conocimiento más profundo que podemos tener de nosotros mismos es el de nuestras tendencias y el de nuestras intenciones. Confundir ambas cosas es un profundo dislate, por más que se encuentre muy extendido. Los seres humanos se fijan sólo en los actos extremos y confunden la acción mala con la culpa moral y el vicio con el pecado. Abelardo piensa que esto es un craso error. Los hombres se fijan en lo externo, pero Dios juzga las intenciones.

El conócete a ti mismo adquiere en Abelardo un sentido claramente moral. Sólo quien se conoce bien a si mismo puede saber lo que es una falta moral, a diferencia de un impulso natural o un deseo. Sólo quien se conoce a si mismo sabe autocontrolarse. Ése ha sido el modo como tradicionalmente se ha interpretado esa sentencia. Los consejos que Don Quijote da a Sancho cuando éste quiere hacerse cargo del gobierno de la ínsula Barataria, comienzan así: «Primeramente, ¡oh hijo!, hasta de temer a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrás a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber 17 guardado puercos en tu tierra».

Este sentido de la expresión es sin duda importante. Pero no es el único, ni probablemente el más original. Hay muchas razones para pensar que no era esto lo que quería decir la sentencia del templo de Delfos. Una de esas razones es que los oráculos en general, y los de Delfos en particular, solían encerrar siempre más de un sentido. Eran casi juegos de palabras, muchas veces de doble significado, que después había que interpretar. Lo más lógico es suponer que esta expresión encerraba algún menaje más recóndito. Y tal mensaje no puede ser otro que el de que ese tal conocimiento, el de uno mismo, es imposible. La paradoja que el aforismo querría transmitir, de ser esto así, es que el conocimiento de uno mismo es necesario a la vez que imposible.

Conócete a ti mismo como programa filosófico

Una de las veces que Platón cita este dicho, la del Cármides, lo hace en un párrafo en el que Criticas dice a Sócrates:

El dios dirige a los que llegan [al templo] un saludo muy superior al de los hombres, y así lo ha entendido el autor de la inscripción, si no me equivoco; en realidad, el dios les dice, a manera de saludo: sed sabios. Pero lo dice, en su calidad de adivino, en una forma enigmática; 'sé sabio' o 'conócete a ti mismo' es, en el fondo, la misma cosa, como se infiere del texto y como yo sostengo; pero es posible engañarse en ello, y esto es lo que les ha ocurrido a los autores de las inscripciones siguientes, nada en demasía' y 'la fianza llama la desgracia'; al ver ellos en el conócete a ti mismo' un consejo y no un saludo del dios, han querido aportar a su vez buenos consejos y han hecho de ellos inscripciones dedicadas.

Este texto es importante, pues llama la atención sobre el sentido del apotegma. No se trata, dice, de un consejo o de una consigna moral, como la de «nada en demasía», ne quid nimis. Desdichadamente, ése es el modo como casi siempre se ha interpretado la expresión, a pesar de que hay muchas razones para desautorizarla. No se trata de un consejo moral, por más que esto parezca obvio. Y ello aunque sólo fuera porque el oráculo de Delfos nunca decía nada obvio. Para eso no hacía falta tanto ritual. El texto quiere decir algo más profundo. Si hemos de creer en los testimonios sobre el modo de hablar del oráculo, hay que decir que el texto debería contener una paradoja, y que por tanto debía ser una frase de doble sentido. Quizá por eso se halla tan asociado ese apotegma a la figura y el estilo de pensamiento de Sócrates. ¿Dónde está el doble sentido?

Volvamos al texto de Jenofonte. En él, Sócrates le llama la atención a Eutidemo sobre la sentencia de Delfos. Eutidemo, según dice Jenofonte en las páginas anteriores del relato, era un joven que creía haber alcanzado la sabiduría, después de dedicarse al estudio de los filósofos y los poetas. Eutidemo sabía que sabía. Sócrates le dice en un cierto momento: «te crees demasiado sabio». Y lo que Sócrates intenta hacerle ver a todo lo largo del relato es más bien lo contrario, que no sabe que no sabe. Conocerse a sí mismo es, antes que nada, ser capaz de ver y admitir la propia ignorancia. Al final del relato, Eutidemo confiesa: «Mi ignorancia me obliga a convenir en lo que dices, y reflexiono si no haría muy bien en callarme. Hablando francamente, parece que no sé nada». Y añade Jenofonte que Eutídemo «se retiró completamente desalentado, despreciándose a si mismo». El conócete a ti mismo ha acabado en un sé que no se nada y que he pasado mi vida en un perpetuo engaño. Sabe el que sabe que no sabe y no sabe el que sabe que sabe. He ahí el doble sentido, la paradoja. En el Fedro dice Sócrates: «Aún no puedo, según la inscripción de Delfos, conocerme a mi mismo, e ignorando todavía eso me resulta ridículo considerar lo que no me concierne».

Como es de sobra conocido, ése es el método socrático. Sócrates es el pensador que nos ha enseñado que el tener conciencia de que no se sabe es el saber más importante. En la Apología de Sócrates, escrita por Platón, se lee lo siguiente:

Atenienses, no pretestéis ni aun que parezca que digo algo presuntuoso; las palabras que voy a decir no son mías, sino que voy a remitir al que las dijo, digno de crédito para vosotros. De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. En efecto, conocíais sin duda a Querefonte. Éste [ … ] una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo [ … ] si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio [ … ] Tras oír yo estas palabras reflexionaba así: '¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es lícito.' Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo: 'Éste es más sabio que yo y tú decías que lo era yo.' Ahora bien, al examinar a éste [ … ] experimenté lo siguiente, atenientes: me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrar que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo.

Muchos de sus contemporáneos creyeron ver en esta actitud de Sócrates un puro gesto teatral e irónico, debido a su arrogante conciencia de superioridad. Ese es el origen de la famosa «ironía» socrática. Fue frecuente que sus contemporáneos creyeran que les estaba tomando el pelo al decir que no sabía nada. ¿Acaso no se cuidaba de refutar sus argumentos? Eso no es propio de un ignorante, decían. Sin embargo, Sócrates siempre pensó que su método, la refutación, élenchos, era la consecuencia de su propia ignorancia. Lo dice expresamente después del texto transcrito:

En cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio respecto a aquello que refuto a otro. Es probable, atenienses, que el dios sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que éste habla de Sócrates -se sirve de mi nombre poniéndome como ejemplo, como si dijera: 'Es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría'. Así pues, incluso ahora, voy de un lado a otro investigando y averiguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o de los forasteros es sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al dios, le demuestro que no es sabio.

Lo hasta aquí expuesto nos da una idea muy precisa de cuál era el método de Sócrates. Él no pretende convencer a nadie de sus puntos de vista. Dice que no sabe hacerlo. Esto debieron de tomárselo en serio algunos. Entre las sentencias de Menandro se encuentra una que dice: «Conócete a ti mismo cuando quieras reprender a los demás». Pero otros muchos creyeron que la negativa de Sócrates a darles la solución a sus problemas era una pura farsa. De ahí la «ironía» socrática. En el Menón dialogan Sócrates y Menón. Éste cree saber lo que es la virtud y en diálogo con Sócrates acaba descubriendo que no lo sabe. Confundido, dice a Sócrates:

Mira, Sócrates, ya había yo oído antes de conocerte que tú no haces otra cosa que confundirte tú y confundir a los demás; y ahora, según a mi me parece, me estás hechizando y embrujando y encantando por completo, con lo que estoy ya lleno de confusión. Y del todo me parece, si se puede también bromear un poco, que eres parecidísimo, tanto en la figura como en lo demás, al torpedo, ese ancho pez marino. Y, en efecto, este pez a quienquiera que se le acerca y le toca lo hace entorpecerse, y una cosa así me parece que ahora me has hecho tú; porque verdaderamente yo, tanto de alma como de cuerpo estoy entorpecido, y no sé qué contestarte. Y, sin embargo, mil veces sobre la virtud he pronunciado muchos discursos y delante de mucha gente, y muy bien, según a mí me parecía; pero ahora ni siquiera qué es puedo en absoluto decir. Y me parece que haces bien en no querer embarcarte ni viajar fuera de aquí; porque si siendo extranjero en otro país hicieras tales cosas, quizá te detuvieran por mago.

Menón cree que Sócrates le está tomando el pelo. Y le advierte que fuera de su tierra puede pasarlo mal. No sabe que en su tierra también lo va a pasar muy mal, tanto que eso le va a llevar a la muerte. Menón compara a Sócrates con el pez torpedo, que entorpece la actividad de todos aquellos que se ponen en contacto con él. A Sócrates la metáfora no le gusta nada, porque el torpedo no está entorpecido, en tanto que él sí lo está:

Por mi parte, si el torpedo estando él mismo entorpecido es como hace que los demás se entorpezcan, me parezco a él; pero si no, no. Porque no es teniendo yo claridad como induzco a confusión a los otros, sino que es estando yo en mayor confusión que nadie como hago que lo estén los otros.

En Sócrates no hay ninguna ironía. No se está riendo de nadie. Él habla muy seriamente. Nunca se toma su método en broma. Lo que pretende siempre es que sus interlocutores no se dejen atrapar por falsas ilusiones y saquen lo mejor de sí mismos, lo mejor que tienen en su interior. Si hemos de creer a Platón, Sócrates piensa que en el interior de cada ser humano está la verdad, que tiene carácter innato. De ahí procede la teoría platónica de la reminiscencia. Tras los párrafos anteriores, Sócrates le dice a Menón que llame a uno de sus criados. Y con él inicia el siguiente diálogo:

Sócrates: Dime entonces, chico, ¿tú sabes que un cuadrado es una figura así?

Esclavo: Sí.

Sócrates: ¿Luego un cuadrado es una figura que tiene iguales todas estas líneas, que son cuatro?

Esclavo: Desde luego.

Sócrates: ¿No tiene también iguales las trazadas por medio?

Esclavo: Sí.

Sócrates: ¿No puede un espacio así ser mayor y menor? Esclavo: Desde luego.

Sócrates: De modo que si este lado es de dos pies y éste de dos, ¿de cuántos pies será el todo? Pero plantéalo de la siguiente manera: si fuera por aquí de dos pies, pero por aquí de un pie solo, ¿no sería de una vez dos pies la superficie?

Esclavo: Sí.

Sócrates: Pero puesto que es de dos pies también por aquí, ¿no resulta de dos veces dos?

Esclavo: Si.

Sócrates: ¿Luego resulta de dos veces dos pies?

Esclavo: Sí.

Sócrates: ¿Y cuántos son dos veces dos pies? Haz la cuenta y dímelo.

Esclavo: Cuatro, Sócrates.

Sócrates: ¿Y no puede haber otra figura doble que ésta, pero del mismo tipo, con todas las líneas iguales, como ésta?

Esclavo: Sí.

Sócrates: ¿Y de cuántos pies será?

Esclavo: De ocho.

Sócrates: Vamos a ver, trata de decirme cómo será de larga cada una de sus líneas. Porque las del primero tienen dos pies, ¿pero y las de ese que es doble?

Esclavo: Es cierto, Sócrates, que serán dobles.

Sócrates: ¿Ves, Menón, cómo yo no le enseño nada, sino que se lo pregunto todo? Y ahora éste cree saber cómo es el lado del cual resultará el área de ocho pies; ¿o no estás conforme?

Menón: Si.

Sócrates: ¿Pero lo sabe?

Menón: Nada de eso.

Sócrates: ¿Y él cree que es del lado doble?

Menón: Sí.

Sócrates: Pues observa cómo recuerda él a continuación como hay que recordar. Y tú dime: ¿de la línea doble afirmas tú que se engendra la figura doble? Me refiero a una figura que sea no larga por aquí y corta por ahí, sino que tiene que ser igual por todas partes, como ésta, pero el doble que ésta, de ocho pies; y fíjate en si todavía te pare ce que resultará de un lado doble.

Esclavo: Si me parece.

Sócrates: ¿No resulta este lado doble que éste si le añadimos otro igual?

Esclavo: Desde luego.

Sócrates: ¿Y de este lado, afirmas tú, resultará la figura de ocho pies si hay cuatro iguales?

Esclavo: Si.

Sócrates: Tracemos, pues, cuatro iguales a él. ¿No resultará precisamente lo que tú afirmas que es el cuadrado de ocho pies?

Esclavo: Desde luego.

Sócrates: Ahora bien, ¿no hay en él estos cuatro, cada uno de los cuales es igual a éste, al de cuatro pies?

Esclavo: Sí.

Sócrates: ¿De qué tamaño resulta entonces? ¿No será cuatro veces mayor?

Esclavo: ¿Cómo no?

Sócrates: ¿Y es doble de lo que es cuatro veces mayor

Esclavo: No, por Zeus.

Sócrates: ¿Sino qué es?

Esclavo: Cuádruple.

Sócrates: Luego del lado doble, muchacho, resulta una figura no doble, sino cuádruple.

Esclavo: Es verdad.

Sócrates: Porque el de cuatro veces cuatro es de dieciséis, ¿no?

Esclavo: Sí.

Sócrates: ¿Pero el cuadrado de ocho pies de qué línea resulta? ¿De ésta no resulta cuádruple?

Esclavo: Eso digo.

Sócrates: Bien; pero el de ocho pies, ¿no es el doble que éste y la mitad que éste?

Esclavo: Si.

Sócrates: ¿No resultará de una línea mayor que ésta y menor que ésta? ¿0 no?

Esclavo: A mi parece que sí.

Sócrates: Muy bien; porque lo que a ti te parece es lo que tienes que contestar. Y dime: ¿no era de dos pies este lado y de cuatro el otro?

Esclavo: Si.

Sócrates: Luego es necesario que la línea del cuadrado de ocho pies sea mayor que ésta, que la de dos pies, y menor que la de cuatro pies.

Esclavo: Es necesario.

Sócrates: Trata, pues, de decir cómo es de larga, según tú.

Esclavo: De tres pies.

Sócrates: Así, si ha de tener tres pies, ¿no añadiremos la mitad de ésta y tendrá tres pies? Porque esto son dos pies y esto uno; y por aquí, igual, dos esto y esto uno; y resulta la figura que tú dices.

Esclavo: Sí.

Sócrates: Así, si tiene tres por aquí y tres por aquí, ¿la figura entera no resulta de tres veces tres pies?

Esclavo: Evidentemente.

Sócrates: Pero tres veces tres, ¿cuántos pies son?

Esclavo: Nueve.

Sócrates: Pero el cuadrado doble, ¿de cuántos pues tenía que ser?

Esclavo: De ocho.

Sócrates: Luego del lado de tres pies no resulta tampoco la figura de ocho.

Esclavo: Desde luego que no.

Sócrates: ¿Sino de igual? Trata de decírnoslo con exactitud; y si no quieres hacer números, muestra al menos de cuál.

Esclavo: Pues, por Zeus, Sócrates, que yo no lo sé.

Sócrates: ¿Te das cuenta otra vez, Menón, de por dónde va ya éste en el camino de la reminiscencia? Porque al principio no sabía, desde luego, cuál es la línea de la figura de ocho pies, como tampoco ahora lo sabe todavía, pero, en cambio, creía entonces saberlo y contestaba con la seguridad del que sabe, pensando no tener dificultad; mientras que ahora piensa que está ya en la dificultad, y, del mismo modo que no lo sabe, tampoco cree saberlo.

Menón: Es verdad.

Sócrates: ¿No es, pues, ahora mejor su situación respecto del asunto que no sabía?

Menón: También me parece.

Sócrates: Entonces, al hacerle tropezar con la dificultad y entorpecerse con el torpedo, ¿le hemos causado algún perjuicio?

Menón: Me parece que no.

Sócrates: Un beneficio es lo que hemos hecho, sin duda, en orden a descubrir la realidad. Porque ahora hasta investigará con gusto, no sabiendo, mientras que entonces fácilmente hubiera creído, incluso delante de mucha gente y muchas veces, que estaba en lo cierto al decir acerca de la figura doble que debe tener la línea doble en longitud.

Menón: Sin duda.

Sócrates: ¿Crees, pues, que él hubiera intentado investigar o aprender lo que creía saber sin saberlo, antes de caer en la perplejidad, convencido de que no lo sabía, y de sentir el deseo de saberlo?

Menón: Me parece que no, Sócrates.

Sócrates: Fíjate, pues, en lo que desde ese estado de perplejidad va a encontrar también investigando conmigo, sin que yo haga otra cosa que preguntar, y no enseñar: y vigila ti a ver si me coges enseñándole y explicándole en vez de interrogarle sobre sus ideas.

El diálogo sigue con preguntas de Sócrates y respuestas que van haciendo descubrir en el interlocutor, un esclavo iletrado, la verdad. La verdad está en el interior de cada uno. Pero descubrirla es tarea harto compleja. Estamos llenos de falsas ideas, de fantasmas irreales. Y Sócrates piensa que la función de la filosofía es rigurosamente terapéutica, consiste en hacerle a uno consciente de sus propios errores, a fin de poder ser más auténtico, y por tanto también más sano. Verdad, bondad y salud son predicados que se convierten entre si. Nadie que no se conozca a sí mismo hasta el punto de no dejarse seducir por sus propios fantasmas interiores, puede considerarse sano. Y quien no sea sano no puede ayudar a otros en ese mismo punto.

La filosofía tiene, pues, una función terapéutica. Este tema se inició con Sócrates y desde entonces no ha dejado de tener vigencia en la historia de la filosofía. Eso es lo que significa el arte mayéutica que nos describe Sócrates en el Teeteto.

Mi arte mayéutica tiene seguramente el mismo alcance que el de aquéllas, aunque con una diferencia y es que se practica con los hombres y no con las mujeres, tendiendo además a provocar el parto en las almas y no en los cuerpos. La mayor atracción de este arte es que permite experimentar a todo evento si es una imagen falsa, fecunda y verdadera, lo que engendra la inteligencia del joven. A mi me ocurre con esto lo mismo que a las comadronas: no soy capaz de engendrar la sabiduría, y de ahí la acusación que me han hecho muchos de que dedico mi tiempo a interrogar a los demás sin que yo mismo me descubra en cosa alguna, por carecer en absoluto de sabiduría, acusación que resulta verdadera. Mas la causa indudable es ésta: la divinidad me obliga a este menester con mi prójimo, pero a mí me impide engendrar. Yo mismo, pues, no soy sabio en nada, ni está en mi poder o en el de mi alma hacer descubrimiento alguno. Los que se acercan hasta mí semejan de primera intención que son unos completos ignorantes, aunque luego todos ellos, una vez que nuestro trato es más asiduo, y que por consiguiente la divinidad les es más favorable, progresan con maravillosa facilidad, tanto a su vista como a la de los demás. Resulta evidente, sin embargo, que nada han aprendido de mí y que, por el contrario, encuentran y alumbran en sí mismos esos numerosos y hermosos pensamientos.

El arte de la mayéutica es similar, pues, a la de la comadrona, o a la del obstetra.

La experiencia de los que tienen relación conmigo es análoga a la de las mujeres en trance de dar a luz: sienten, en efecto, los mismos dolores, llegan al colmo de su perplejidad y los tormentos que les dominan de día y de noche son mucho más fuertes que los de aquellas mujeres. Y mi arte, precisamente, es capaz de despertar o de adormecer estos dolores, con ese tratamiento aludido.

Aquí se ve bien el carácter terapéutico de la filosofía, al menos de la filosofía mayéutica.

Esta función terapéutica de la filosofía ha cobrado especial relieve en el último siglo. Una corriente de pensamiento, la llamada filosofía del lenguaje, sobre todo la de Cambridge, ha hecho bandera de esta cuestión. Ludwig Wittgenstein ha hablado repetidamente de la «tarea terapéutica» de la filosofía. Esa terapia tiene por objeto curarnos del «embrujo de nuestro entendimiento». En 1944 escribía: «El filósofo es aquel que debe curar en sí muchas enfermedades del entendimiento, antes de poder llegar las nociones de sano entendimiento común». La filosofía, pues, actúa como un fármaco. Sin ella es difícil conservar la higiene mental. Otro filósofo de Cambridge, John Wisdom, publicó el año 1953 un libro titulado Philosophy and Psycho-analysis. Su tesis es que el método del análisis filosófico permite desenmascarar muchos pseudoproblemas, y de ese modo, sanear o sanar la mente de las personas. El método analítico, pues, tiene una función terapéutica. Y, como no podía ser de otro modo, recuerda a Sócrates y cita el pasaje de Platón que antes hemos transcrito. Ya casi al final del libro, escribe: «Hemos visto algo de por qué la gente dice que uno se conoce a sí mismo de una forma que ningún otro puede conocerle. Pero es evidente también que es difícil verse a si mismo como uno ve a los demás, que el consejo 'Conócete a ti mismo' no es fácil de seguir. En psicoanálisis se ha procurado ayudar a este empeño con el auxilio de alguien más. Poco a poco van ensamblándose los distintos detalles, y el caos salvaje se empieza a transformar en orden y las sombras movedizas empiezan a cobrar forma. Pero hay fuerzas muy potentes que se oponen a ello». No se trata sólo de que muchos incidentes casi se han olvidado, sino que además uno selecciona, enfatiza y une datos, pero no otros. La batalla está, ya desde el principio, perdida. Pero eso no la convierte en inútil. Nunca acabaremos de conocernos. Pero conocerse es una obligación moral. Y el análisis filosófico que iniciara Platón puede ser de gran ayuda en ese camino. Ésa es la razón por la que últimamente se ha popularizado tanto la figura del consultor filósofo o filosófico, especialmente a partir del libro de Lou Marinoff, Más Platón y menos prozac. Conocerse a si mismo es un problema filosófico y psicológico. De ahí que ahora tengamos que pasar del análisis filosófico al análisis psicológico, más en concreto, al psicoanálisis.

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